Vidas de los Santos

de Butler

 

Traducida y adaptada al español por Wifredo Guinea, S. J.

de la Segunda Edición Inglesa revisada por Herbert Thurston, S. J. y Donald Attwater.

 

Volumen IV

Octubre – Noviembre – Diciembre.

 

 

San Remigio, obispo de Reims (c. 530 d.C.).

(1 de octubre).

San Remigio, el gran apóstol de los francos, se distinguió por su saber, santidad y milagros. Su episcopado, que duró más de setenta años, le hizo famoso en la Iglesia. Sus padres, de ascendencia gala, habitaban en Laon. Remigio hizo rápidos progresos en la ciencia. San Sidonio Apolinar, quien lo trató cuando era joven, le consideraba como uno de los más eminentes oradores de la época. A los veintidós años, es decir, a una edad en que difícilmente se obtiene la ordenación sacerdotal fue elegido obispo de Reims. A pesar de su juventud, recibió inmediatamente las órdenes sacerdotales y fue consagrado obispo. Su fervor y energía suplieron ampliamente la falta de experiencia. Sidonio Apolinar, a quien no faltaba ciertamente práctica en materia de panegíricos, describió en términos elogiosos la caridad y pureza con que el nuevo obispo ofrecía a Dios fragante incienso en el altar y el celo con que supo conquistar los corazones más rebeldes y hacerles aceptar el yugo de la virtud. El propio Sidonio Apolinar afirma que un vecino de Clermont le prestó un manuscrito con los sermones de San Remigio. “No sé, nos dice, cómo obtuvo ese ejemplar. Pero lo cierto es que no era un hombre interesado, puesto que me lo pasó gratuitamente en vez de vendérmelo.” Después de leer los sermones, escribió a San Remigio que la delicadeza del pensamiento y la belleza de la expresión, los hacía comparables al cristal de roca, sobre el que se puede pasar el dedo sin descubrir la menor irregularidad. Con esa extraordinaria elocuencia (de la que no nos ha llegado desgraciadamente muestra alguna) y, sobre todo, con su santidad personal, San Remigio emprendió la tarea de evangelizar a los francos.

Clodoveo, el rey de la Galia del norte, era todavía pagano, aunque no se mostraba hostil a la Iglesia. Había contraído matrimonio con Santa Clotilde, hija de Chilperico, rey de Borgoña. Clotilde, que era cristiana, había multiplicado los intentos para convertir a su marido. Clodoveo aceptó que su hijo primogénito recibiese el bautismo, pero el heredero murió poco después y Clodoveo señaló como culpable a su esposa por haberle bautizado. “Si lo hubiésemos consagrado a mis dioses, le dijo, no habría muerto. Pero como le bautizamos en el nombre de tu Dios, era imposible que viviese.” No obstante la acusación, Clotilde bautizó también al siguiente de sus hijos y el niño cayó enfermo. El rey se enfureció: “¡Mira los efectos del bautismo! gritó colérico. Nuestro hijo está condenado a muerte, como su hermano, por haber sido bautizado en el nombre de Cristo.” Aunque el niño recuperó la salud, el reacio Clodoveo necesitaba todavía mayores pruebas para convertirse. Finalmente, el dedo de Dios se manifestó en forma irrecusable el año 496, cuando los germanos cruzaron el Rin y los francos salieron a combatirlos. Un relato cuenta que Santa Clotilde se despidió de su esposo con estas palabras: “Señor, si queréis obtener la victoria, invocad al Dios de los cristianos. Si tenéis confianza en El, nadie será capaz de resistiros.” El belicoso monarca prometió convertirse al cristianismo si salía victorioso. El triunfo le parecía imposible a Clodoveo cuando, movido por la desesperación o por el recuerdo de las palabras de su esposa, gritó hacia el cielo: “¡Oh Cristo, a quien mi esposa invoca como Hijo de Dios, te pido que me ayudes! He invocado a mis dioses, y se han mostrado impotentes. Ahora te invoco a Ti. Creo en Ti. Si me salvas de mis enemigos, recibiré el bautismo en tu nombre.” Al punto, los francos atacaron a los contrarios con extraordinario valor y los germanos quedaron derrotados.

Se dice que, al regreso de esa expedición. Clodoveo pasó por Toul para ver a San Vedasto, a quien pidió que le instruyese en la fe durante el viaje. Pero entretanto Santa Clotilde, temerosa de que su esposo olvidase su promesa una vez pasado el entusiasmo de la victoria, mandó llamar a San Remigio y le pidió que aprovechase la ocasión para tocar el corazón de Clodoveo. Cuando el rey divisó a su esposa al volver de la guerra, gritó: “Clodoveo ha vencido a los germanos y tú has vencido a Clodoveo. Por fin has conseguido lo que tanto deseabas.” Santa Clotilde respondió: “Los dos triunfos son obra del Señor de los ejércitos.” El monarca dijo a su mujer que el pueblo se resistiría tal vez a olvidar a sus antiguos dioses, pero que él iba a tratar de convencerlo, siguiendo las instrucciones de San Remigio. Así pues, reunió a los oficiales y a los soldados. Pero, antes de que tuviese tiempo de dirigirles la palabra, todo el ejército gritó al unísono: “Abjuramos de los dioses mortales y estamos prontos a seguir al Dios inmortal que predica Remigio.” San Remigio y San Vedasto procedieron a instruir al pueblo para el bautismo. Con el fin de impresionar la imaginación de aquel pueblo bárbaro, Santa Clotilde mandó que se adornase con guirnaldas la calle que conducía del palacio a la iglesia y que en ésta y en el bautisterio se encendiese un gran número de antorchas y se quemase incienso para perfumar el ambiente. Los catecúmenos se dirigieron a la iglesia en procesión, cantando las letanías y cargando cada uno una cruz. San Remigio conducía de la mano al rey, seguido por la reina y todo el pueblo. Se dice que ante la pila bautismal el santo obispo dirigió al rey estas palabras memorables: “Humíllate, Sicambrio; adora lo que has quemado y quema lo que has adorado.” Esta frase resume perfectamente el cambio que la penitencia debe operar en cada cristiano.

Más tarde, San Remigio bautizó a las dos hermanas del rey y a tres mil de sus soldados, sin contar las mujeres y los niños. En la tarea, le ayudaron otros obispos y sacerdotes. Hincmaro de Reims, quien escribió la biografía de San Remigio en el siglo IX, es el primer autor que menciona la siguiente leyenda: como los acólitos hubiesen olvidado el crisma para las unciones en el bautismo de Clodoveo, San Remigio se puso en oración; al punto bajó del cielo una paloma que llevaba en el pico una ampolleta con el santo crisma. En la abadía de San Remigio se conservó la pretendida reliquia y se empleó en la consagración de los reyes de Francia hasta la coronación de Carlos X, en 1825. Aunque la Revolución destruyó la reliquia, los fragmentos de la “Santa Ampolla” se conservan todavía en la catedral de Reims. Se dice también que San Remigio confirió a Clodoveo el poder de curar “el mal de los reyes” (la escrófula); en todo caso, en la ceremonia de la coronación de los reyes de Francia hasta Carlos X, se hacíamencion de ese poder, relacionado con las reliquias de San Marculfo, quien murió hacia el año 558.

Bajo la protección de Clodoveo, San Remigio predicó el Evangelio a los francos. Dios le favoreció con un don extraordinario de milagros, si hemos de creer lo que cuentan sus biógrafos. Los obispos reunidos en Lyon en un sínodo contra los arríanos declararon que se habían sentido movidos a defender celosamente la fe católica por el ejemplo de Remigio, “quien con múltiples milagros y signos ha destruido en todas partes los altares de los ídolos.” El santo promovió especialmente la ortodoxia en Borgoña, que estaba infestada de arríanos. En un sínodo que tuvo lugar el año 517, San Remigio convirtió a un obispo arriano que había ido a discutir con él. Poco después de la muerte de Clodoveo, los obispos de París, Sens y Auxerre escribieron a San Remigio a propósito de un sacerdote llamado Claudio, a quien el santo había ordenado a instancias de Clodoveo. Los obispos le echaban en cara el haber concedido la ordenación a un hombre indigno, le acusaban de haberse vendido al monarca e insinuaban cierta complicidad en los abusos financieros cometidos por Claudio. San Remigio no tuvo empacho en responder a los obispos que tales acusaciones les habían sido dictadas por el despecho; sin embargo, su respuesta era un modelo de caridad y paciencia. Por lo que se refería al desprecio con que consideraban su avanzada edad, el santo contestó: “Más bien deberíais regocijaros fraternalmente conmigo, pues, a pesar de mi edad, no tengo que comparecer ante vosotros como acusado ni pediros misericordia.” En cambio, empleaba un tono muy diferente al hablar de cierto obispo que había ejercido la jurisdicción fuera de su diócesis: “Si Vuestra Excelencia ignoraba los cánones, el mal consistió en atreverse a salir de la diócesis antes de haberlos estudiado Tenga cuidado Vuestra Excelencia en no violar los derechos ajenos, si no quiere perder los propios.”

San Remigio murió hacia el año 530. San Gregorio de Tours le describe como “hombre de gran saber, muy amante de los estudios de retórica, e igual en santidad a San Silvestre.”

 

Aunque es auténtica la carta en que Sidonio Apolinar (ese “panegirista inveterado”, como se le ha llamado) ensalza con entusiasmo los sermones de San Remigio, la mayoría de las fuentes sobre él son poco satisfactorias. La corta biografía atribuida a Venancio Fortunato no es obra de este autor y data de una época posterior. Por otra parte, la Vita Remigii de Hincmaro de Reims data de tres siglos después de la muerte del santo y es sospechosa por la cantidad de milagros que narra. Así pues, tenemos que basarnos en las escasas referencias que se encuentran en los escritos de San Gregorio de Tours. A esto se añaden una o dos frases de las cartas de San Avito de Vienne, de San Nicecio de Tréveris: etc., y tres o cuatro cartas del propio San Remigio. La cuestión de la fecha, el sitio y la ocasión del bautismo de Clodoveo, ha dado lugar a interminables discusiones, en las que han tomado parte eruditos tan distinguidos como B. Krusch, W. Levison, L. Levillain. A. Hauck, G. Kurth y A. Poncelet. Se encontrará un resumen detallado de dicha controversia en el artículo Clodoveo, DAC., vol. ni, ce. 2038-2052. Se puede decir que hasta ahora no se ha encontrado ningún argumento decisivo para echar por tierra la teoría tradicional que hemos expuesto en nuestro artículo, cuando menos por lo que se refiere al hecho sustancial de que Clodoveo fue bautizado en Reims por San Remigio el año 496, o poco después, a raíz de una victoria sobre los germanos, B. Krusch hizo una edición de los principales documentos relacionados con el asunto, incluyendo el Líber Historiae. Ver también BHL., nn. 7150-7173; G. Kurth, Clovis (1901), sobre todo vol. II. pp. 262-265; y cf. R. Hauck, Kirchengesrhichte Deutchland, vol. I (1904,), pp. 119, 148, 217, 595-599. Existen varias biografías poco críticas, de tipo popular, como las de Haudecoeur, Avenay, Carlier y otros. En cuanto al poder de curación de los Reyes de Francia. Le Koi 1 haumaturges de M. Bloch (1924). Acerca de la “banta Ampolla”, el. í. Uppen-heimer, The Legend of the Sainte Ampoule (1953).

 

 

San Román El Melodista (Siglo VI).

(1 de octubre).

La Composición de himnos litúrgicos ha sido ocupación predilecta de muchos varones de Dios. San Román, a quien se venera como santo en el oriente, es el más grande de los compositores de himnos de la liturgia griega. Era originario de Emesa de Siria y llegó a ser diácono de la iglesia de Beirut. Durante el reinado del emperador Anastasio I se trasladó a Constantinopla. Fuera de que escribió muchos himnos (algunos de ellos en forma de diálogo), no sabemos de su vida más de lo que narra la leyenda incluida en el “Menaion” griego. Una noche, la Santísima Virgen se le apareció en sueños, le entregó un rollo de papel y le dijo: “Toma y come.” Así lo hizo el santo, en sueños. A la mañana siguiente, se despertó presa de un gran entusiasmo poético y se dirigió a la iglesia de la Santísima Madre de Dios, en Constantinopla para asistir a la liturgia de Navidad. En el momento en que se trasportaba en solemne procesión el libro de los Evangelios, San Román se aproximó al palio e improvisó el himno que comienza con las siguientes palabras: “El día de hoy la Virgen da a luz al Ser trascendente y la tierra ofrece refugio al Inaccesible. Que los ángeles se unan a los pastores para glorificar al Señor, y que los magos sigan la estrella, porque hoy nos ha nacido un niño que era Dios antes del comienzo del tiempo.” En la actualidad, se canta todavía en el rito bizantino este resumen de la fiesta de la Natividad.

Se conservan unos ochenta himnos de San Román, aunque no todos completos. Son obras de intenso sentimiento y de estilo dramático. Desgraciadamente, como tantas otras composiciones literarias del rito bizantino, los himnos de San Román son con frecuencia demasiado extensos y rebuscados. Los temas, muy variados, proceden del Antiguo y del Nuevo Testamento y de las fiestas litúrgicas.

 

Se ha discutido mucho si San Román vivió en la época del emperador Anastasio I (491-518), o en la de Anastasio II (713-715). Krumbacher se inclinaba al principio por la primera opinión, pero más tarde favoreció más bien la segunda (Sitzungsberichte de la Academia de Munich, 1899, vol. II, pp. 3-156). La teoría más común es que San Román vivió en el siglo VI; si hubiese vivido dos siglos más tarde, sería casi inconcebible que no hubiese hecho mención de la crisis iconoclasta. Los especialistas en cuestiones bizantinas han estudiado mucho últimamente la obra de San Román. Véase C. Cammelii, Romano U melode: Inni (1930); E. Mioni, Romano U melode (1937, con una bibliografía); y E. Wellesz, A History n¡ Byzantine Music and Hymnography (1949). En Byzantinische Zeitsch-rift, vol. XI (1912), pp. 358-369, el P. Pctrides cita íntegramente el oficio litúrgico de la Iglesia griega consagrado a San Román. Se ha dicho que San Román compuso un millar de himnos; el P. Bousquet, Echas d”Orient. vol. ni (1900), pp. 339-342, opina que ese numero es exagerado y que probablemente se trata de mil estrofas. Véase a J. M. Neale Hymns of the Eastern Church (1863); J. B. Pitra, L”hymnogruphie de l”Eglise Grecque (1867) y Analecta Sacra..., vol. I (1876); K. Krumbacher, Geschichíe der byzantinischen Literatur (1897).

 

 

San Melar o Melorio, mártir (fecha desconocida).

(1 de octubre).

La Iglesia del gran monasterio de Amesbury, en el Wiltshire, estaba dedicada a Nuestra Señora y a San Melar y las supuestas reliquias del santo se conservaban ahí. Por otra parte, muchos pueblecitos del norte y del oeste de Inglaterra tenían por patrono a San Melar, así como tres iglesias de Cornwall: Mylor, Linkinhonre y Merther Mylor. La biografía medieval de San Melar Mártir, resumen de una obra francesa que fue probablemente escrita en Amesbury, afirma que el santo era hijo de Meliano, duque de Cornouailles, en Bretaña. Cuando Melar tenía siete años, su tío Rivoldo asesinó a Meliano y se apoderó del ducado. Inmediatamente mandó cortar a Melar la mano derecha y el pie izquierdo y le encerró en un monasterio. A los catorce años de edad, San Melar era ya tan famoso por sus milagros, que Rivoldo empezó a recelar de su poder. Así pues, Rivoldo pagó cierta suma a Cerialtano, el guardián del joven para que le diese muerte. El esbirro se encargó de cortarle la cabeza. El cadáver del santo obró varios milagros antes de recibir honrosa sepultura; uno de los principales fue la muerte inexplicable de su asesino. Muchos años más tarde, ciertos misioneros trasladaron las reliquias de San Melar a Amesbury y el cielo impidió, con milagros, que las sacasen de ahí. La leyenda que corría en Cornwall durante la Edad Media, era sustan-cialmente idéntica; sin embargo, el relato escrito por Grandisson, obispo de Exeter, sitúa los hechos en Devon y Cornwall. La leyenda bretona, tal como la redactó Alberto el Grande en el siglo XVII, es más larga y detallada, gracias al poder de invención del autor. El P. Duine consideraba la leyenda del príncipe mártir como “una fábula construida con ciertos elementos del folklore y de las pseudogenealogías célticas, según el gusto de las novelas hagiográficas de los siglos XI y XII.” En el mejor de los casos, el único fundamento que puede tener la leyenda de San Melar es el asesinato de algún joven noble e inocente.

Durante el reinado de Atelstano, fueron trasladadas al sur y al oeste de Inglaterra las reliquias de muchos santos bretones. El canónigo G. H. Doble opina que las reliquias de San Melar fueron a dar a Amesbury y que a ello se debe la relación del santo con dicho sitio. El mismo autor piensa que el nombre de Mylor de Cornwall estaba relacionado originalmente con San Melo-rio (un obispo bretón) y no con el de San Melar. San Melorio dio su nombre a la población de Tréméloir. Era uno de los compañeros de San Sansón de Dol. La situación geográfica de las tres iglesias dedicadas a San Melar en Cornwall favorecen la hipótesis del vínculo con San Sansón. La fiesta patronal de Mylor de Falmouth se celebraba el 21 de agosto (no el 1” o el 3 de octubre, que son los días consagrados a San Melar), en tanto que la fiesta de Tréméloir ocurre el último domingo de agosto. No hay que confundir a San Melar y a San Melorio con San Maglorio (24 de octubre), por más que los tres nombres se deriven de la misma raíz. La tradición sitúa la muerte de San Melar en Lanmeur, de la diócesis de Dol. Se cuenta que el santo sustituyó por una mano de plata y por un pie de bronce los miembros que le habían sido cortados, y que tanto la mano como el pie de metal funcionaban como si fuesen de carne y hueso y aun crecían con el resto del cuerpo. Esta leyenda se aplica también a otros santos en el folklore céltico. La imagen de San Melar formaba parte de los frescos en la capilla del Colegio Inglés de Roma.

 

El folleto de canónigo Doble, Sí. Melar, que forma parte de su colección sobre los Santos de Cornwall, es sin duda el estudio más serio que se ha hecho hasta ahora de esta oscura leyenda. En dicho folleto se hallará la traducción de un ensayo debido a la pluma de Rene Larguilliére. Menos importantes son los relatos que se encuentran en LBS-, vol. II, p. 467; y Stanton, Menology, p. 468. Véase también Analecta Bollandiana, vol. XLVI (1928), pp. 411-412.

 

 

San Bavon (c. 655 d.C.).

(1 de octubre).

Este famoso ermitaño, conocido también con el nombre de Alowino, era un noble originario de Hesbaye de Brabante. Habiendo llevado durante muchos años una vida muy borrascosa, quedó viudo y se convirtió a Dios durante un sermón que San Amando predicó en Gante. En seguida, distribuyó todas sus posesiones entre los pobres e ingresó en el monasterio de Gante que más tarde tomó su nombre. Recibió ahí la tonsura de manos de San Amando, quien le animaba a progresar diariamente en el amor a la penitencia y a la práctica de la virtud, diciéndole: “Cuando un alma ha tenido la dicha de comprender la vanidad de este mundo y la profundidad de su propia miseria, comete una verdadera apostasía si no se despega cada vez más del mundo y se acerca cada vez más a Dios.” Según parece, San Bavón acompañó a San Amando en sus viajes misionales a Francia y Flandes, donde dio ejemplo de humildad de corazón, de mortificación del propio gusto y de rigor en la mortificación. Al cabo de algún tiempo, San Amando le dio permiso de retirarse a la vida eremítica. Se cuenta que San Bavón habitó al principio en el hueco del tronco de un árbol enorme. Más tarde, se construyó una celda en Mendock donde vivió sin más sustento que las yerbas y el agua.

En cierta ocasión, para hacer penitencia por haber vendido a un hombre como esclavo, hizo que éste le condujese encadenado a la prisión de la localidad. Al cabo de algunos años, el santo retornó al monasterio de Gante, cuyo abad, Floriberto, había sido nombrado por San Amando. Con permiso de su superior, San Bavón se construyó una celda en un bosque vecino y en ella vivió hasta el fin de su vida. San Amando y San Floriberto le asistieron en el lecho de muerte, y la tranquilidad con que el santo vio venir su fin impresionó a todos los presentes. San Bavón es el patrono de las catedrales y de las diócesis de Gante y Haarlem, en Holanda.

 

En Acta Sanctorum, octubre, vol. I, hay dos o tres biografías de San Bavón. La más antigua ha sido reeditada por B. Krusch en MGH., Scriptores merov., vol. IV, pp. 527-546. Krusch afirma que dicha biografía fue escrita en el siglo IX, y la considera de poco valor histórico. Véase también Van der Essen, Elude... sur les saints mérov., (1907), pp. 349-357; E. de Moreau, St Amana (1927), pp. 220 ss.; R. Podevijn, Bavo (1945); y Analecta Bollandiana, vol. LXIII (1945), pp. 220-241; en esta última obra, el P. M. Coens discute entre otras cosas la cuestión de si San Bavón fue obispo o no lo fue.

 

 

Beato Francisco de Pesaro (c. 1350 d.C.).

(1 de octubre).

Francisco, conocido también con el nombre de Ceceo, nació en Pésaro. Sus padres le dejaron una cuantiosa herencia, pero él decidió repartirla entre los pobres y consagrarse al servicio de Dios. Así pues, el año 1300, ingresó en la Tercera Orden de San Francisco y se retiró a una ermita que había construido en la ladera de Monte San Bartolo, en las cercanías de Pésaro. Pronto se le unieron numerosos discípulos. Para darles de comer, el beato solía pedir limosna en los pueblos vecinos, de suerte que el pueblo empezó a venerarle pronto por su bondad y caridad. Así vivió Francisco cerca de cincuenta años, durante los cuales le ocurrieron los sucesos más extraordinarios. Por ejemplo, en cierta ocasión en que había ido a Asís con sus compañeros para ganar la indulgencia de la Porciúncula, tuvo que detenerse en Perugia y envió a sus compañeros por delante. Cuál no sería la sorpresa de éstos cuando, al llegar a la ermita, le encontraron ahí, esperándolos. Pero este hecho puede explicarse naturalmente, hay que reconocerlo, dado que el beato conocía bien los atajos de la región. En realidad, los biógrafos antiguos, dejándose llevar por el entusiasmo, exageraron varios hechos de este tipo en las vidas de los santos.

El Beato Francisco no tenía nada de “aristócrata”, en el mal sentido de la palabra y aceptaba gustosamente las invitaciones que le hacían las gentes sencillas. Pero en tales ocasiones tenía buen cuidado de no dejarse llevar por el atractivo de los buenos platillos y dominaba perfectamente toda manifestación de gula. Y era éste un vicio que reprendía ásperamente en los demás. En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, sus discípulos mataron un pollo para prepararlo exquisitamente y conseguir que el beato comiese. Francisco, echando de menos al pollo en el gallinero, preguntó donde estaba y, cuando supo lo que habían hecho sus discípulos, los reprendió severamente, diciéndoles: “Los gallos merecen nuestro agradecimiento porque a la aurora nos llaman a la oración. Constituye una falta el haber matado a ese pollo, aunque haya sido por compasión por mí, ya que su voz me reprochaba todas las mañanas mi pereza en el servicio de Dios y me obligaba a levantarme para alabarle.” El biógrafo del beato cuenta que éste se puso entonces a orar por el pollo, que estaba ya desplumado, y que su oración consiguió devolverle no sólo la vida, sino también las plumas... El Beato Francisco ayudó a la Beata Micaelina Metelli a fundar la Cofradía de la Misericordia en Pésaro y a construir un hospital para mendigos y peregrinos en Almetero. Francisco fue sepultado en la catedral de Pésaro. Su culto, que data de muy antiguo, fue confirmado por Pío IX.

 

En Acta Sanctorum hay una breve biografía medieval (agosto, vol. I). Véase también Mazzara, Leggendario Francescano (1679), vol. II, pp. 199-202; y León, Aureole Séraphique (trad. ingl.), vol. II, pp. 547 ss.

 

 

Los Angeles Guardianes.

(1 de octubre).

Ángel es una palabra griega que significa mensajero. Los ángeles son espíritus purísimos, individuales pero sin cuerpo, a quienes Dios ha dado una inteligencia y un poder mayores que a los hombres. Su oficio consiste en alabar a Dios, en servirle de mensajeros y en cuidar a los hombres. Los teólogos sostienen unánimemente que Dios designa a un ángel como guardián de cada hombre, pero tal afirmación no ha sido definida nunca por la Iglesia y, por consiguiente, no es de fe. Los ángeles de la guarda nos ayudan a ir al cielo, nos defienden del enemigo, nos ayudan a orar y nos excitan a la virtud. Esto último lo hacen a través de nuestra imaginación y de nuestros sentidos, sin afectar directamente nuestra voluntad, de suerte que nuestra cooperación es necesaria. El salmista dice: “Dios ha encargado a sus ángeles que cuiden de ti y que te guíen en todos tus caminos.” En otro sitio añade: “El ángel del Señor plantará su tienda junto a los que temen a Dios y los librará de sus enemigos.” El patriarca Jacob pidió al buen ángel que bendijese a sus dos nietos, Efraín y Manases: “Que el ángel que me libró de todos los males, bendiga a estos jóvenes.” Y Judit dijo: “El ángel del Señor me acompañó durante el viaje de ida, durante mi estancia ahí y durante el viaje de vuelta.” Cristo nos exhortó a guardarnos de escandalizar a los pequeños, porque sus ángeles se hallan ante la presencia de Dios y le pedirán que castigue a aquéllos que hagan daño a sus protegidos. La idea de que Dios designa a un ángel para cuidar a cada uno de los hombres estaba tan extendida en el mundo judío que, cuando San Pedro fue libertado milagrosamente de la prisión, lo primero que pensaron los discípulos fue que era obra de “su ángel.”

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se tributó honor litúrgico a los ángeles. El oficio de la dedicación de la iglesia de San Miguel Arcángel, en la Vía Salaria (29 de septiembre), y el más antiguo de los sacraméntanos romanos, llamado “el Leonino”, aluden indirectamente en las oraciones al oficio de guardianes que desempeñan los ángeles. Desde la época de Alcuino (quien murió el año 804), existe una misa votiva “ad suffragia angelorum postulanda”, y el mismo Alcuino habla dos veces en su correspondencia de los ángeles guardianes. No es del todo seguro que la costumbre de celebrar esa misa sea de origen inglés, pero lo cierto es que el texto de Alcuino está incluido en el Misal de Leofrico, que data de principios del siglo X. La misa votiva de los Angeles solía celebrarse el lunes, como lo prueba el Misal de Westminster, compuesto alrededor del año 1375. En España la tradición dice que también cada una de las ciudades tiene su ángel guardián particular. Así, por ejemplo, un oficio del año 1411 hace alusión al ángel guardián de Valencia. Fuera de España, Francisco de Estaing, obispo de Rodez, obtuvo del Papa León X una bula en la que dicho Pontífice aprobaba un oficio especial para la conmemoración de los Angeles de la Guarda el 1° de marzo. También en Inglaterra estaba muy extendida la devoción a los ángeles. Heriberto Losinga, obispo de Norwich, quien murió en 1119, habló con gran elocuencia sobre el tema. Por otra parte, la conocida oración que comienza “Angele Dei qui cusios es mei” se debe probablemente a la pluma del versificador Reginaldo de Canterbury, quien vivió en la misma época. El Papa Paulo V autorizó una misa y un oficio especiales, a instancias de Fernando II de Austria, y concedió la celebración de la fiesta de los Santos Angeles en todo el imperio. Clemente X la extendió como fiesta de obligación a toda la Iglesia de occidente en 1670 y fijó como fecha de la celebración, el primer día feriado después de la fiesta de San Miguel.

 

El excelente artículo del P. J. Duhr en Dictionnaire de spiritualité, vol. I (1933), ce. 580-625, trata a fondo la evolución histórica de la devoción al ángel de la guarda. Acerca de la devoción a los ángeles en general, véase DTC., vol. I, cc. 1222-1248. En cuanto al aspecto litúrgico, cf. Kellner, Heortology (1908), pp. 328-332. Por lo que se refiere a la representación de los ángeles en la antigüedad y en el arte, cf. DAC., vol. I, ce. 2080-2161; y Künstle, Ikonographie, vol. I, pp. 239-264.

 

 

San Eleuterio, Mártir (fecha desconocida).

(2 de octubre).

Cuando el palacio de Diocleciano en Nicomedia fue incendiado, se atribuyó falsamente el delito al santo soldado y mártir Eleuterio y a muchos otros. Todos ellos fueron condenados a muerte por orden del cruel emperador. Algunos fueron decapitados, otros perecieron quemados y los demás fueron arrojados al mar. Eleuterio era el principal de ellos. La prolongada tortura a que fue sometido, no hizo más que poner de relieve su valor, y el santo consiguió la corona del martirio acrisolado en el fuego como el oro.” El Martirologio Romano resume así el martirio de San Eleuterio, pero en realidad, lo único que sabemos sobre él es su nombre y el sitio en que padeció.

 

El dato más importante es que el Brevíarium sirio del siglo V dice el 2 de octubre: “En Nicomedia, Eleuterio.” El Hieronymianiim tomó de ahí la noticia; cf. CMH., p. 537. Como lo demostró Dom Quentin en Les Martyrologes historiques, pp. 615-616, la asociación de este mártir con el incendio del palacio de Diocleciano es simplemente una invención del martirologista Ado.

 

 

San Leodegario, Obispo de Autun, Mártir (679 d.C.).

(2 de octubre).

San Leodegario nació hacia el año 616. Sus padres le enviaron a la corte del rey Clotario II, quien le confió al cuidado de su tío Didon, obispo de Poitiers, el cual nombró a un sacerdote para que le educase. Leodegario hizo rápidos progresos en el saber y todavía más rápidos en la ciencia de los santos. Por sus méritos y habilidades, su tío le nombró archidiácono de la diócesis cuando apenas tenía veinte años. Después de recibir el sacerdocio, Leodegario se vio obligado a encargarse del gobierno de la abadía de Saint-Maxence, un puesto que desempeñó seis años. Cuando tenía cerca de treinta y cinco años fue nombrado abad. Su biógrafo le pinta como un hombre que inspiraba más bien temor. “Como poseía conocimientos de derecho civil, era severo en su juicio de los laicos. Por otra parte, su conocimiento del derecho canónico hacía de él un excelente maestro del clero. Los placeres de la carne no le habían ablandado, de suerte que trataba con suma severidad a los pecadores.” Se dice que introdujo la Regla de San Benito en su monasterio que, por lo demás, necesitaba de su dura mano de reformador.

La regente, Santa Batilde, llamó a San Leodegario a la corte y, el año 663, le nombró obispo de Autun. Dicha sede había estado vacante dos años, pues la diócesis estaba muy dividida y los cabecillas de un partido mataban a los del otro para apoderarse del gobierno. El nombramiento de San Leodegario aplacó las desavenencias, y los partidos se reconciliaron. El santo se consagró a socorrer a los pobres, a instruir al clero, a predicar frecuentemente al pueblo, a decorar las iglesias y a fortificar las ciudades. En un sínodo diocesano puso en vigor muchos cánones para la reforma de las costumbres del pueblo y de los monasterios. Según decía, si los monjes fuesen como debían ser, sus oraciones preservarían al mundo de las calamidades públicas.

El rey Clotario III murió el año 673, cuando San Leodegario llevaba ya diez años como obispo. En cuanto recibió la noticia, se trasladó a la corte y ofreció su apoyo a Childerico, quien logró triunfar de los manejos de Ebroín, mayordomo del palacio de Neustria. Ebroín fue desterrado a Luxeuil. Childerico II gobernó con acierto mientras supo escuchar los consejos de San Leodegario. La influencia del santo al principio del reinado de Childerico era tan grande, que algunos documentos le consideran como el mayordomo de palacio. Pero el joven monarca, que era de carácter muy violento, acabó por abandonarse a los impulsos de su voluntad y contrajo matrimonio con su prima, sin obtener la dispensa necesaria. San Leodegario le amonestó en vano. Ciertos nobles aprovecharon la ocasión para poner en duda la fidelidad del santo durante la Pascua del año 675, cuando Childerico se hallaba en Autun. A duras penas logró San Leodegario salir con vida de la prisión y después fue desterrado a Luxeuil, donde se hallaba todavía su rival Ebroín. Pero un noble llamado Bodilo, a quien Childerico mandó azotar públicamente, asesinó al monarca, a quien sucedió Teodorico III. San Leodegario pudo entonces volver a su sede y fue recibido con gran júbilo en Autun. Ebroín volvió también del destierro de Luxeuil y se dirigió a Borgoña. Ahí reunió un ejército y atacó a San Leodegario en Autun. En vez de huir, éste organizó una procesión con las reliquias de los santos alrededor de las murallas de la ciudad y se prosternó delante de cada una de las puertas a rogar a Dios que protegiese al pueblo, mostrándose pronto a morir por él. Los habitantes de Autun defendieron valientemente la ciudad. Pero, al cabo de algunos días, San Leodegario les dijo: “No sigáis combatiendo. Lo que quiere el enemigo es mi cabeza. Enviemos a algunos de nuestros hermanos a enterarse de las condiciones en que están los contrarios.” El duque de Champagne, Waimero, respondió a los legados que la única condición era que entregasen al obispo. Entonces Leodegario salió valientemente fuera de la ciudad y se entregó a los atacantes. Al punto le fueron arrancados los ojos. El santo soportó la tortura sin una queja y no permitió que le atasen las manos. Waimero le llevó consigo a Champagne. Ahí le devolvió el dinero que había robado durante el saqueo en la iglesia de Autun, y San Leodegario lo envió a dicha ciudad para que fuese distribuido entre los pobres.

Ebroín se convirtió en el amo absoluto de Neustria y de Borgoña. So pretexto de vengar la muerte del rey Childerico, acusó a San Leodegario y a su hermano Gerino de haber participado en la conspiración. Gerino fue lapidado en presencia de San Leodegario. El Martirologio Romano celebra la fiesta de este mártir el día de hoy. Ebroín no podía condenar a San Leodegario antes de que fuese depuesto por un sínodo, pero aprovechó la oportunidad para tratarle en la forma más bárbara ya que mandó cortarle la lengua y los labios. Después le confió al cuidado del conde Waring, quien le encerró en el monasterio de Fécamp, en Normandía. Ahí sanó milagrosamente San Leodegario y recobró el habla. A raíz del asesinato de su hermano Gerino, había escrito una carta a su madre, que era religiosa en Soissons, para felicitar a Sigradis por haber abandonado el mundo y la consolaba al mismo tiempo por la muerte de Gerino, diciéndole que lo que era ocasión de alegría para los ángeles no podía ser motivo de pena para ellos. Igualmente la exhortaba al valor y a la constancia, así como al perdón cristiano de los enemigos.

Dos años más tarde, Ebroín mandó llamar a San Leodegario a Marly, donde había reunido a unos cuantos obispos para que le depusiesen. Por más que los jueces quisieron arrancar al santo la confesión de su participación en el asesinato de Childerico, él se negó a admitirlo. Los jueces desgarraron entonces sus vestiduras como símbolo de deposición, y San Leodegario fue entregado al conde Crodoberto para que ejecutase la sentencia de muerte. Para evitar que el pueblo considerase al obispo como mártir, Ebroín mandó arrojar secretamente el cadáver en un pozo. Crodoberto no quiso mancharse las manos con la sangre de una víctima inocente y confió la ejecución a cuatro de sus hombres. Estos condujeron al santo a un bosque; tres de ellos le pidieron ahí perdón de rodillas y Leodegario se arrodilló a orar por ellos. Cuando manifestó que estaba pronto a morir, el cuarto de los hombres le cortó la cabeza. A pesar de las órdenes de Ebroín, la esposa de Crodoberto sepultó el cadáver en una capillita de Sarcing, en Artois. Tres años después, las reliquias fueron trasladadas al monasterio de Saint-Maxence en Poitiers. La lucha entre San Leodegario y Ebroín es un incidente famoso en la historia merovingia. No todos los hombres de bien estaban de su parte; algunos de ellos, como San Ouen, eran partidarios de Ebroín. En aquella época, era inevitable que los obispos tomasen parte activa en la política y, aunque el Martirologio Romano dice que San Leodegario (el “Beato” Leodegario) sufrió “por la verdad”, no se ve muy claro por qué se le venera como mártir.

 

En Acta Sanctorum (oct., vol. I, publicado en 1765), el P. C. de Bye consagra más de cien páginas in-folio a San Leodegario. Dicho autor publica dos biografías antiguas; aunque no concuerdan en todos los detalles, las considera como obras de contemporáneos del santo. La tarea de resolver más o menos satisfactoriamente el problema histórico de las convergencias y divergencias de esas dos biografías, estaba reservada a B. Krusch (Nenes Archiv, vol. XVI, 1890, pp. 565-596). Krusch sostiene que ninguno de los dos autores era contemporáneo de San Leodegario, pero que había una tercera biografía (de la que se conserva un fragmento importante en un manuscrito de París, Latín 17002), escrita unos diez años después de la muerte de Leodegario, por un monje de Saint-Symphorien interesado en reivindicar la política del sucesor del santo en la sede de Autun. Las biografías publicadas por los bolandistas fueron escritas unos setenta años después, sobre la base de la primera biografía y no carecen de importancia histórica. Krusch (MG., Scriptores Merov., vol. V, pp. 249-362) ha reconstituido el texto de la biografía original tal como él lo imagina. Añadamos que la carta de Leodegario a su madre es indudablemente un documento auténtico, en tanto que el testamento que se le atribuye se presta a muchas objeciones. Véase Aridecía Bollandiana, vol. XI (1890), pp. 104-110 y Leclercq, en DCA., vol. VIII, cc. 2460-2492. La Histoire de S. Léger, de Pitra (1890), es ya anticuada, aunque en su época reveló algunos nuevos textos. La biografía escrita por el P. Camerlinck en la colección Les Saints tiende al tono de panegírico y no es muy crítica; sin embargo, constituye un relato aceptable de esa tragedia histórica. Como lo prueban los calendarios, el culto de Leodegario en Inglaterra es muy antiguo; su fiesta solía celebrarse el 2 o el 3 de octubre.

 

 

San Hesiquio (siglo IV).

(3 de octubre).

San Hesiquio fue un fiel discípulo de San Hilarión y se le menciona en la biografía de su maestro. Cuando San Hilarión pasó de Palestina a Egipto, Hesiquio le acompañó y, cuando San Hilarión, no queriendo volver a Gaza, donde era muy conocido, huyó secretamente a Sicilia, San Hesiquio le buscó durante tres años. No encontrando huella alguna de su maestro ni en el desierto ni en los puertos de Egipto, San Hesiquio se dirigió a Grecia, donde finalmente le llegaron noticias sobre un taumaturgo que se había refugiado en Sicilia. Inmediatamente emprendió el viaje a dicha isla, descubrió el escondite de San Hilarión, “cayó de rodillas a sus plantas y bañó con sus lágrimas los pies de su maestro.” Ambos ermitaños partieron juntos a Dalmacia y a Chipre, en busca de la soledad total. Dos años más tarde, San Hilarión envió a San Hesiquio a Palestina con saludos para los hermanos y con el propósito de darles cuenta de sus progresos en la vida espiritual, así como el de visitar el antiguo monasterio de Gaza. Cuando San Hesiquio retornó en la primavera del año siguiente, San Hilarión, desalentado por la afluencia de visitantes, le manifestó que quería huir a otra parte; pero para entonces era ya muy anciano, y San Hesiquio le convenció finalmente de que se contentase con retirarse a un sitio más apartado de la isla. Ahí murió San Hilarión. San Hesiquio se hallaba entonces en Palestina. En cuanto le llegó la noticia de la muerte de su maestro, partió apresuradamente a Chipre para evitar que los habitantes de Pafos se apoderasen del cadáver. Al llegar a Chipre, encontró una carta de San Hilarión en la que éste le dejaba en herencia todos sus bienes, que consistían en un libro de los Evangelios y algunos vestidos. Para no despertar sospechas entre los que vigilaban la ermita, San Hesiquio fingió que iba a pasar ahí el resto de su vida. Diez meses más tarde, enfrentándose a mil riesgos y dificultades, consiguió transportar el cuerpo de San Hilarión a Palestina. Ahí le recibió una gran multitud de monjes y laicos, quienes le acompañaron a enterrar el cadáver de su maestro en el monasterio que había fundado en Majuma. En él murió San Hesiquio algunos años después.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. II, hay un relato bastante completo sobre San Hesiquio, basado en las obras de San Jerónimo. Véase también el artículo sobre San Hilarión, 21 de octubre.

 

Los Dos Evaldos, Mártires (c. 695 d.C.).

(3 de octubre).

San Wilibrordo y sus once compañeros empezaron la evangelización de Frieslandia en el año 690. Poco después, dos sacerdotes de Nortumbría siguieron el ejemplo de los misioneros y partieron a predicar el Evangelio a los sajones de Westfalia. Ambos habían pasado algún tiempo en Irlanda dedicados a las ciencias sagradas y los dos se llamaban Evaldo. Para distinguirlos, el pueblo los apodaba “el Rubio” y “el Moreno”, por el color de sus cabellos. El primero era más versado en la Sagrada Escritura, pero ninguno de los dos cedía ante el otro en devoción y celo. Ambos sacerdotes llegaron a Germania hacia el año 694. Ahí conocieron a cierto personaje que se empeñó en presentarles a su señor, porque los misioneros llevaban algunas noticias que podían interesarle. Dicho señor feudal los alojó en su casa durante varios días. Los misioneros aprovecharon ese retiro para hacer oración, cantar salmos e himnos y celebrar diariamente el Santo Sacrificio.

Al ver los bárbaros la conducta de los dos predicadores, temerosos de que persuadiesen a su señor para que renegase de sus dioses y se convirtiese a la nueva religión, decidieron asesinarlos. A Evaldo el Rubio le degollaron sin más ni más en donde lo encontraron. En cambio, al Moreno le atormentaron largamente con inaudita saña y, antes de matarle, le arrancaron los miembros uno a uno. Cuando el señor del lugar se enteró de lo sucedido, montó en cólera porque los bárbaros procedieron por su cuenta y ejecutaron a los monjes sin haberles presentado a su juicio. Como represalia, el señor feudal mandó ejecutar a los culpables e incendió la aldea. Los cuerpos de los mártires habían sido arrojados al río, pero fueron descubiertos gracias al fulgor que despedían. Un monje inglés, llamado Tilmón, recibió aviso de lo que significaba aquel fulgor sobrenatural y les dio honrosa sepultura. San Beda dice que se trataba del río Rin, pero la tradición sitúa el martirio en Aplerbecke, sobre el Embscher, que es un afluente del Rin en las proximidades de Dortmund. El culto de los dos Evaldos se popularizó inmediatamente. El rey Pepino mandó trasladar las reliquias a la iglesia de San Cuniberto, en Colonia, donde reposan todavía. El Martirologio Romano menciona a los dos Evaldos, que son patronos de Westfalia. San Norberto consiguió algunas reliquias de estos mártires para los pre-monstratenses, en 1121 y dichos religiosos celebran la fiesta de estos santos.

 

En el calendario llamado de San Wilibrordo, compuesto a principios del siglo VIII (probablemente antes del año 710), se lee el 4 de octubre: “natale sanctorum martyrum Heuualdi et Heualdi.” El Martirologio de Fulda y el Anglosajón, así como la Historia de Beda, sitúan la fiesta el 3 de octubre. Véanse las notas de C. Plummer a la edición de Beda, especialmente pp. 289-290; y H. A. Wilson, The Calendar of St Willibrord (1918), p. 41.

 

San Gerardo de Brogne, Abad (959 d.C.).

(3 de octubre).

San Gerardo nació a fines del siglo IX, en las cercanías de Naniur. Su bondad innata le ganó la estima y el afecto de cuantos le conocieron. Por otra parte, su virtud tenía la elegancia y el encanto de la cortesía y de la munificencia. Un día, al volver de caza, en tanto que sus compañeros descansaban un poco, Gerardo se retiró furtivamente a una capillita de Brogne, que estaba en sus posesiones, y permaneció ahí largo rato en oración. En esa ocupación encontró tal dulcedumbre, que hubo de hacerse violencia para volver a donde estaban sus compañeros. Mientras caminaba, se decía: “¡Cuan felices deben ser quienes no tienen otra obligación que alabar al Señor día y noche y viven siempre en su presencia!” La gran obra de su vida consistió, precisamente, en procurar a otros esa felicidad y en hacer que elevasen incesantemente el tributo de su oración a la infinita majestad de Dios. Según cuenta la leyenda, San Gerardo tuvo una visión en la que San Pedro le ordenó que llevase a Brogne las reliquias de San Eugenio, compañero de San Dionisio de París. Los monjes de Saint-Denis le regalaron las presuntas reliquias del mencionado mártir y San Gerardo las depositó en un relicario en Brogne. Algunos aprovecharon la ocasión para acusarle ante el obispo de promover el culto de reliquias de antenticidad dudosa, pero las de San Eugenio obraron un milagro para disipar las dudas del obispo. Algún tiempo después, San Gerardo abrazó la vida religiosa en la abadía de Saint-Denis.

Una vez hecha su profesión, el santo se entregó totalmente a la práctica heroica de las virtudes. Al cabo de algún tiempo, recibió las sagradas órdenes, por más que su humildad se oponía a ello. El año 919, tras haber pasado once en la abadía, obtuvo permiso para ir a fundar un monasterio en Brogne. Así lo hizo, en efecto, pero, viendo que las obligaciones del superior de una comunidad numerosa se prestaban poco para la vida de recogimiento a la que él aspiraba, se construyó una celda en las proximidades de la iglesia y vivió recluido en ella. Algún tiempo después, Dios le llamó nuevamente a la vida activa, de suerte que Gerardo se vio obligado a emprender la reforma de la abadía de Saint-Ghislain, que distaba unos diez kilómetros de Mons. Impuso a los monjes la regla de San Benito y la más admirable disciplina. Los religiosos tenían la costumbre de pasear en procesión por los diversos pueblos las reliquias de su santo fundador a fin de recoger dinero que empleaban para malos fines. San Gerardo desempeñó el difícil oficio de reformador con tanto tino, que el conde de Flandes, Arnulfo, a quien el santo había curado de una enfermedad de la vesícula y había convertido a mejor vida, le confió la inspección y reforma de todos los monasterios de Flandes. En el curso de los siguientes veinte años, San Gerardo restableció la estricta observancia en numerosos monasterios, incluso en algunos de Normandía, siguiendo las líneas de la reforma de San Benito de Aniane. Aunque San Gerardo se hizo famoso como reformador de la disciplina monástica, no lodos los monjes se plegaban fácilmente a sus deseos; por ejemplo, los de Saint-Bertin prefirieron emigrar a Inglaterra antes que aceptar la austera observancia que el santo quería imponerles. El rey Edmundo los acogió amablemente el año 944 y les dio asilo en la abadía de Bath.

Las fatigas de su cargo no impedían a San Gerardo practicar toda clase de austeridades y vivir en estrecha unión con Dios. Al cabo de veinte años de infatigable reforma, sintiéndose ya achacoso, el santo visitó por última vez todos los monasterios que tenía bajo su dirección. Una vez terminada la visita, se encerró en su antigua celda de Brogne para prepararse a la muerte. Dios le llamó a recibir el premio de sus trabajos el 3 de octubre del año 959.

 

Alban Butler resumió la biografía de San Gerardo, escrita unos cien años después de su muerte y publicada en Mabillon y en Acia Sanctorum, octubre, vol. II. Dicha biografía ha sido muy discutida. Está fuera de duda que depende de un documento más antiguo, que ha desaparecido; a pesar de ello, muchos detalles son poco fidedignos: por ejemplo, es muy dudoso que San Gerardo haya sido monje en Saint-Denis. Véase sin embargo a Sackur en Die Cluniacenser, vol. I (1892), pp. 366-368; y sobre todo a U. Berliére en Revue Bénédictine, vol IX (1892), pp. 157-172. Cf. Analecta Bollandlana, vols. III, pp. 29-57, y V, pp. 385-395; M. Guérard, Cariulalre de l”abbaye de Saint-Bertin, p. 145.

 

 

San Froilan, Obispo de León, y San Atilano, Obispo de Zamora (siglo X).

(3 de octubre).

Estos dos obispos se cuentan entre las grandes figuras de los primeros tiempos de la reconquista de España de los moros. El nombre de San Froilán fisura en el Martirologio Romano el día de hoy y el de San Atilano el 5 de octubre. Se dice que San Froilán era originario de Lugo, ciudad de Galicia. A los veinte años, se retiró a la soledad para vivir como ermitaño. Uno de sus discípulos era Atilano, quien tenía entonces quince años. Ambos santos organizaron a sus seguidores en una comunidad monacal que fundaron en Moreruela, en Castilla la Vieja. Juntos fueron elevados al episcopado en las diócesis contiguas de Zamora y de León y juntos recibieron la consagración episcopal. San Froilán fue el restaurador de la vida monástica en España. El Martirologio menciona su gran caridad para con los pobres. Probablemente el santo murió en el año 905.

 

El artículo de Acta Sanctorum, 5 de octubre, vol. ni, se basa principalmente en la obra de Lobera, Historia de las grandezas... de León y de su, obispo San Froilán (1596). Los bolandistas toman con cierto humor la idea de Lobera de que, como un lobo hubiese dado muerte al asno que transportaba su equipaje, San Froilán obligó al lobo a hacer penitencia muchos años empleándole como bestia de carga. En Florez, España Sagrada, vol. XXXIV, pp. 422-425, hay una antigua biografía latina (¿siglo X?). Véase también J. González, San Froilán de León (1947). Ni siquiera podemos estar seguros de que el culto popular haya sido tributado a otro obispo llamado también Froilán que vivió un siglo más tarde.

 

 

San Amon (c. 350 d.C.).

(4 de octubre).

Se ha repetido que San Amón fue el primero de los padres de Egipto que estableció un monasterio en Nitria. Aunque tal afirmación no está probada, San Amón fue sin duda uno de los más famosos ermitaños del desierto. Después de la muerte de los padres de Amón, que eran muy ricos, su tío y otros parientes obligaron al joven a contraer matrimonio. Amón tenía entonces veintiocho años. Leyendo a su esposa las alabanzas que hace San Pablo, del estado de virginidad, logró persuadirla de que viviese con él en perpetua continencia durante dieciocho años. Amón se mortificaba severamente a fin de prepararse a las austeridades de la vida del desierto. Pasaba el día entero entregado al trabajo en un extenso huerto de árboles de bálsamo; cenaba con su esposa algunas yerbas y frutos y después se retiraba a orar gran parte de la noche. Cuando murieron su tío y los otros parientes que tenían interés en que se quedase en el mundo, Amón, con el consentimiento de su esposa, se retiró al desierto de Nitria. Esta reunió en su casa una comunidad de mujeres devotas, y San Amón iba cada seis meses a dirigirlas en el camino de la vida espiritual.

Nitria, que se llama actualmente Wady Natrun, está situada a unos ciento diez kilómetros al sudeste de Alejandría. Alguien ha descrito así ese sitio: “Es un pantano malsano y cubierto de yerbas, infestado de reptiles y de insectos venenosos. Existen oasis buenos y malos; el oasis pantanoso de Nitria recibió ese nombre porque sus aguas son saladas. Los ermitaños lo eligieron porque era aun peor que el desierto.” Paladjo, que visitó Nitria cincuenta años después de San Amón, escribe:

“En la montaña habitan unos cinco mil hombres que llevan vidas muy diferentes. Cada uno lleva la vida que le permiten sus fuerzas y le aconsejan sus deseos, de suerte que unos habitan en comunidad y otros totalmente aislados. En la montaña hay siete panaderías para alimentar a los cinco mil habitantes y a los seiscientos anacoretas del desierto. Existe en la montaña de Nitria una gran iglesia, junto a la cual se yerguen tres palmeras. De cada palmera cuelga un látigo. Uno está destinado para los anacoretas que cometen alguna falta; otro para los bandoleros, si acaso se presentan algunos, y el tercero para los peregrinos. Todos los que cometen alguna falta que merezca latigazos son atados a la palmera, reciben el número de golpes prescrito y después se les deja en libertad. Junto a la iglesia hay un albergue en el que se alojan los peregrinos todo el tiempo que quieren, aunque permanezcan dos o tres años. Los peregrinos, después de pasar una semana en reposo, están obligados a trabajar en el huerto, en la panadería o en la cocina. Cuando el peregrino es un personaje importante, puede dedicarse a leer, pero no tiene derecho a dirigir la palabra a nadie fuera de las horas prescritas. Hay en la montaña algunos médicos y costureros. Todos pueden tomar vino y hay sitios en que se vende. Todos trabajan en la manufactura del lino, de suerte que todos ganan lo que comen. A la hora de nona se eleva de todas las celdas el canto de los salmos y al oírlo se creería estar en el paraíso. Los oficios sólo se celebran en la iglesia los sábados y domingos. Ocho sacerdotes se ocupan del cuidado de la iglesia. Mientras vive el sacerdote más anciano, ningún otro celebra los oficios, ni predica, ni da órdenes, sino que todos asisten al más anciano.” (“Historia Lausiaca”).

Así vivían los monjes y anacoretas que, según la expresión de San Ata-nasio, “se apartaban de sus parientes y amigos para vivir como ciudadanos del cielo.”

Los primeros discípulos de San Amón vivían en celdas separadas, hasta que San Antonio el Grande les aconsejó que se reuniesen bajo la dirección de un superior prudente. Pero aun entonces el monasterio no pasaba de ser una especie de colonia de celdas independientes. El propio San Antonio escogió el sitio para su grupo de monjes. San Amón y San Antonio solían visitarse mutuamente. San Amón vivía en la mayor austeridad. Cuando llegó al desierto, acostumbraba comer a pan y agua una sola vez al día; al fin de su vida, sólo comía cada tres o cuatro días. Entre los muchos milagros que obró, San Ata-nasio cita uno en su “Vida de San Antonio.” En cierta ocasión en que San Amón se disponía a cruzar el río en compañía de su discípulo, Teodoro, encontró que las aguas estaban muy crecidas. Su discípulo se retiró un poco para desnudarse. Pero San Amón sentía siempre repugnancia a desnudarse para cruzar el río, aun cuando estuviese solo y no se decidía a despojarse de sus vestidos. Súbitamente fue transportado en forma milagrosa a la otra orilla. Cuando Teodoro llegó a su vez y vio que su maestro no estaba mojado, le preguntó lo que había sucedido y San Amón no tuvo más remedio que confesar el milagro, aunque le obligó a prometer que no lo diría a nadie sino hasta después de su muerte. San Amón murió a los sesenta y dos años. San Antonio, que se hallaba entonces a trece días de distancia, supo que su amigo había muerto, porque tuvo una visión en la que presenció el ascenso de su alma al cielo.

 

Los datos que poseemos proceden principalmente de la Historia Lausiaca de Paladio; además, la Historia monachorum cita uno o dos milagros. El texto griego de este último documento fue editado por Preuschen en su obra Palladius und Rufinus (1897). Véase Acta Sanctorum, oct. vol. II; y Schiwietz, Das morgenldndische Monchumt, vol. I, p. 94.

 

 

San Petronio, Obispo de Bolonia (c. 445 d.C.).

(4 de octubre).

A principios del siglo V, el prefecto del “praetorium” de Galia se llamaba Petronio. Nuestro santo fue probablemente hijo suyo. Unas palabras de una carta de San Euquerio de Lyon parecen indicar que también San Petronio desempeñó en un momento dado un importante puesto civil, cargo que abandonó para entrar al servicio de la Iglesia. Pronto alcanzó gran fama de virtud en Italia. Se dice que en su juventud hizo un viaje a Palestina, “donde pasó mucho tiempo recogiendo datos sobre los primeros tiempos de la Iglesia.” Más tarde, aprovechó esos datos en forma muy práctica. Hacia el año 432 fue elegido obispo de Bolonia. Su primer cuidado fue reparar las iglesias, que habían sido arruinadas durante las recientes invasiones de los godos.

Se cuenta que San Petronio “construyó un monasterio al este de la ciudad, fuera de las murallas, en honor del protomártir San Esteban. Era un edificio espacioso y alto, con muchas columnas de pórfido y mármoles preciosos; en los capiteles había una serie de animales y pájaros tallados. Petronio consagró especial atención a la construcción de dicha iglesia, sobre todo a la reproducción del sepulcro del Señor, cuyas medidas señaló él mismo ... El atrio de la iglesia representaba el Gólgota, y en él se levantaba la cruz de Cristo.” En realidad era un conjunto de siete iglesias, que reproducían en líneas generales los Santos Lugares de Jerusalén. San Petronio hizo de la iglesia de San Esteban la catedral de su diócesis. Sus sucesores siguieron empleándola como catedral hasta el siglo X, cuando los hunos asolaron la Emilia el año 903 y destruyeron las iglesias construidas por San Petronio. Los edificios fueron reconstruidos varias veces en la Edad Media. En el siglo XII, la catedral de San Esteban era un sitio de peregrinación muy popular, ya que acudían a ella quienes no podían ir al oriente. En 1141, se añadieron otras construcciones y, con tal motivo, entraron probablemente en circulación muchas reliquias falsas. Es una coincidencia sospechosa que precisamente entonces se hayan descubierto las reliquias de San Petronio. En la biografía del santo, escrita en aquella época, abundan las fábulas y sucesos absurdos y se echan de menos los datos precisos. La “Nueva Jerusalén” de Bolonia existe aún en nuestros días, aunque muy modificada y “todavía conserva un aire característico de extraordinaria antigüedad.”

 

La biografía de San Petronio publicada en Acta Sanctorum, oct., vol. II, carece de valor histórico, ya que data del s. XII. Lo mismo hay que decir de la biografía italiana compuesta ciento cincuenta años después. Mons. Lanzoni estudió muy a fondo la cuestión, en su monografía “S. Petronio, vescovo di Bologna neüa storia e nella leggenda (1907). Véase también Delehaye, Analecta Bollandiana, vol. XXVII (1908), pp. 104-106, quien comenta la obra que acabamos de citar. En la revista Romagna, vol. VII (1910), Mons Lanzoni siguió estudiando la cuestión y llegó a la conclusión de que es muy dudoso que San Petronio haya estado alguna vez en Palestina. Acerca de la iglesia de San Esteban, cf. G. Jeffery, The Hofy Sepulchre (1919), pp. 195-211.

 

 

San Placido, Mártir (siglo VI).

(5 de octubre).

Dada la gran fama de santidad que alcanzó San Benito en la época en que vivió en Subiaco, muchas nobles familias romanas solían confiarle a sus hijos para que los educasen en el monasterio. Equicio le confió a su hijo Mauro y el patricio Tértulo a su hijo Plácido, quien era aún muy niño. San Gregorio cuenta en sus “Diálogos” que, en cierta ocasión, Plácido se cayó en el río cuando trataba de llenar un cántaro. San Benito, que se hallaba en el monasterio, llamó inmediatamente a Mauro y le dijo: “Corre y vuela, hermano mío, porque el niño acaba de caerse en el río.” Mauro echó a correr y anduvo sobre las aguas la distancia de un tiro de flecha, hasta el sitio en que se hallaba Plácido; entonces le tomó por los cabellos y le arrastró hasta la orilla, caminando sobre las aguas. Al pisar tierra, Mauro volvió los ojos hacia el río y sólo entonces cayó en la cuenta del milagro. San Benito lo atribuyó a la obediencia de su discípulo, pero éste pensó que se debía a la santidad y virtud de San Benito. Plácido confirmó los pensamientos de Mauro, diciendo: “Cuando me sacaste del agua, vi el manto de nuestro padre sobre mi cabeza y pensé que era él quien tiraba de mí.” La salvación milagrosa de Plácido es como un símbolo de la preservación de su alma de toda mancha de pecado. Crecía constantemente en virtud y sabiduría, y su vida era una réplica fiel de la de su maestro y director, San Benito. Este observaba los progresos de la gracia en el corazón de su discípulo, le amaba con particular predilección y, probablemente, le llevó consigo a Monte Cassino. Según se dice, el padre de Plácido fue quien regaló a San Benito dicha posesión. A esto se reduce todo lo que sabemos acerca de Plácido, a quien solía venerarse como confesor hasta el siglo XII.

Pero el San Plácido cuya fiesta celebra hoy la Iglesia de occidente era “un monje y discípulo del bienaventurado abad Benito, junto con sus hermanos, Eutiquio y Victorino, con su hermana Flavia y con los monjes Donato, Firmato el diácono, Fausto y otros treinta”, fue martirizado por los piratas en Messina. Ciertos martirologios antiguos mencionan en el día de hoy el martirio de los santos Plácido, Eutiquio y sus compañeros, en Sicilia. La confusión que reina actualmente en los libros litúrgicos entre el benedictino Plácido y cierto número de mártires que murieron antes y después que él, tiene por origen la falsificación de un documento en el siglo XII. En efecto, por entonces Pedro el Diácono, monje y archivista de Monte Cassino, publicó un relato de la vida y martirio de San Plácido. Nadie había oído hasta entonces hablar de aquel mártir. Pedro el Diácono afirmaba que se había basado en los datos que le comunicó un monje de Constantinopla llamado Simeón, quien a su vez había heredado un documento que databa de la época del martirio de San Plácido, escrito por un compañero del mártir, llamado Gordiano. Gordiano había conseguido huir de Sicilia a Constantinopla, donde regaló a los antecesores de Simeón el relato que había escrito sobre el martirio. Esta fábula, como tantas otras, se impuso poco a poco, y los benedictinos y todo el occidente acabaron por admitirla. Según la leyenda, San Plácido había ido a Sicilia a fundar en Messina el monasterio de San Juan Bautista. Algunos años más tarde, unos piratas sarracenos que venían de España, desembarcaron en la isla. Como Plácido, sus hermanos, su hermana y sus monjes se negasen a adorar a los dioses del rey Abdula, fueron decapitados. Inútil decir que en el siglo VI no había moros en España y que los sarracenos de Siria y África no hicieron incursiones en Sicilia antes de mediar el siglo VII

La leyenda se enriqueció poco a poco con nuevas pruebas, entre las que se contaba nada menos que un acta de la donación que Tértulo había hecho a San Benito de ciertas tierras en Italia y Sicilia. Sin embargo, la devoción a San Plácido no se popularizó verdaderamente sino hasta 1588. En ese año, se reconstruyó la iglesia de San Juan, en Messina y durante el curso de los trabajos se descubrieron varios esqueletos. Naturalmente, el pueblo los tomó por las reliquias de San Plácido y sus compañeros, y Sixto V aprobó el culto de los mártires, con fiesta de rito doble. Los nombres de San Plácido y sus compañeros quedaron desde entonces incluidos en el Martirologio Romano. Los bolandistas se preguntan con razón si Sixto V obró con la debida prudencia. Los benedictinos celebran la fiesta de San Plácido y sus compañeros, con rito doble de segunda clase. En 1915, cuando se llevó a cabo la revisión del martirologio benedictino, los editores propusieron que se suprimiese la fiesta de San Plácido; pero la Sagrada Congregación de Ritos determinó que no se hiciese innovación alguna en ese punto hasta que el Breviario Romano, cuya tercera lección resume la leyenda de Pedro el Diácono, se pusiese al día en materia histórico-litúrgica. Así pues, los benedictinos conservaron el nombre del santo y el rito de su fiesta, pero reemplazaron el oficio propio por el común de varios mártires, y la colecta no menciona a San Plácido ni a sus compañeros.

 

U. Berliére, en Revue Bénédictine, vol. XXXIII (1921), pp. 19-45, estudió a fondo la cuestión de la falsificación de Pedro el Diácono, tanto desde el punto de vista histórico, como desde el punto de vista litúrgico. Pero ya antes E. Gaspar había probado perfectamente el carácter espurio de la narración de Gordiano en su obra Petrus Diaconus una die Monte Cassineser FSlschungen (1909), particularmente en las pp. 47-72. El texto de Gordiano puede verse en Acta Sanctorum, oct. vol. III. Cf. igualmente CMH., y el resumen Me Cann en Saint Benedict (1938), pp. 282-291. Los nombres de los compañeros de San Placido están tomados del Hieronymianum (5 de octubre), por más que dicho martirologio afirma expresamente que Firmato y Flaviana o Flavia, sufrieron el martirio en Auxerre de Francia.

 

 

San Apolinar, Obispo de Valence (c. 520 d.C.).

(5 de octubre).

San Hesiquio, obispo de Vienne, tenía dos hijos. El más joven de ellos fue el famoso San Avilo de Vienne, el otro fue San Apolinar de Valence. Apolinar nació hacia el año 453 y se educó bajo la dirección de San Mamerto. Fue consagrado obispo por su hermano, antes de cumplir cuarenta años. Como el predecesor de Apolinar en la sede de Valence llevó una vida muy desordenada y la sede había estado vacante varios años, la herejía y la corrupción de costumbres habían invadido la diócesis. Poco después del año 517, un sínodo condenó a un noble de la corte de Segismundo de Borgoña por haber contraído un matrimonio incestuoso. El culpable se negó a aceptar la decisión del sínodo. Segismundo le apoyó, y desterró a los obispos que habían participado en el sínodo. San Apolinar pasó más de un año en el destierro. Según se dice, Segismundo le restituyó a su sede cuando cayó víctima de una grave enfermedad. La esposa de Segismundo interpretó dicha enfermedad como un castigo divino por haber perseguido a los obispos y mandó llamar a San Apolinar a la corte; pero el santo se negó. Entonces, la esposa de Segismundo le mandó pedir que orase por su marido y que le prestase su manto. El rey sanó en cuanto le pusieron encima el manto. Inmediatamente envió un salvoconducto a San Apolinar y le pidió perdón.

Se conservan todavía algunas cartas de San Apolinar y San Avito, que dejan ver el cariño que se profesaban ambos hermanos y abundan en rasgos de buen humor. En una de las cartas, San Apolinar se reprocha haber olvidado celebrar el aniversario de la muerte de su hermana Fuscina, cuyas alabanzas había cantado San Avito en un poema. En otra carta San Avito acepta la invitación a asistir a la dedicación de una iglesia, pero sugiere que se eviten los festejos demasiado mundanos. Habiendo recibido aviso de que moriría pronto, San Apolinar fue a Arles a visitar a su amigo San Cesario y a orar ante la tumba de San Genesio. Durante el viaje de ida y de vuelta a lo largo del Ródano, disipó varias tempestades y exorcizó a varios posesos. El Martirologio Romano hace mención de esos milagros, pero los historiadores han puesto en duda la realidad del viaje de San Apolinar a Arles. El santo murió en Valence hacia el año 520. Es el principal patrono de la ciudad; en Francia se le llama familiarmente “Aplonay.”

 

Aunque los bolandistas atribuyen a un contemporáneo del santo la biografía que publicaron en Acta Sanctorum, oct., vol. ni, tal atribución es poco probable. Véase B. Krusch, en Mélanges Julien Havet (1895), pp. 39-56, y en MGH., Scriptores merov., vol. III, pp. 194-203, donde hay una edición crítica del texto de la biografía. Cf. Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. I, pp. 154, 217-218, 223.

 

 

Santa Galla, Viuda (c. 550 d.C.).

(5 de octubre).

Una de las víctimas de Teodorico el Godo, en Italia, fue el noble patricio romano Quinto Aurelio Símaco, que había sido cónsul en 485 y fue injustamente ejecutado en 525. Sus tres hijas se llamaban Rusticiana (la esposa de Boecio), Proba y Galla. El nombre de esta última figura en el Martirologio Romano el día de hoy. En los “Diálogos” de San Gregorio hay un corto relato de su vida y su muerte. Galla quedó viuda un año después de haber contraído matrimonio. Aunque era joven y rica, determinó consagrarse a Cristo en vez de casarse de nuevo. A este propósito, San Gregorio escribe que el matrimonio “empieza siempre con alegría y acaba tristemente”; pero tal generalización es injusta. A pesar de que los médicos dijeron a Galla que si no se casaba iba a crecerle la barba, la joven permaneció firme en su propósito e ingresó en una comunidad de vírgenes consagradas a Dios, cerca de la basílica de San Pedro. Ahí vivió muchos años, entregada a la oración y al cuidado de los pobres y necesitados.

Siendo ya de cierta edad, se vio afligida por un cáncer en e] pecho. Una noche en que los dolores no la dejaban dormir, se le apareció San Pedro entre dos cirios (porque la santa odiaba tanto la oscuridad material como la espiritual). Galla exclamó: “¿Vos venís a visitarme? ¿Mis pecados están perdonados?” San Pedro inclinó la cabeza diciendo: “Sí, están perdonados.” Y añadió: “Ven y sigúeme.” Pero Galla, que tenía una amiga muy querida llamada Benita, rogó a San Pedro que la llevase también consigo. San Pedro le replicó que ella y otra de las religiosas morirían tres días más tarde y que Benita sería llamada un mes después. San Gregorio relató los hechos cincuenta años después y afirma que “las religiosas del monasterio, que oyeron a sus predecesoras narrar los acontecimientos, podían contarlos hasta el último detalle, como si hubiesen presenciado el milagro.” Se supone que la carta de San Fulgencio, obispo de Ruspe, “Sobre el estado de viudez”, estaba dirigida a Santa Galla. Las reliquias de la santa se conservan, según se dice, en la iglesia de Santa María in Pórtico.

 

Prácticamente todo lo que sabemos acerca de Santa Galla se reduce a lo que dice el artículo de Acta Sanctorum, oct. vol. ni. Probablemente la iglesia de San Salvatore de Gallia en Roma estaba dedicada a nuestra santa. Cerca del Vaticano se hallaba el hospicio francés de San Salvatore in Ossibus; dicho hospicio se mudó más tarde a las cercanías de San Salvatore de Galla, y ello explica que el nombre de Galla haya sido substituido por el de Gallia. Véase P. Sepezi, en Bullettino della Com. archeolog. di Roma, 1905, pp. 62-103 y 233-263.

 

 

Santa Fe, Virgen y Mártir (¿siglo III?).

(6 de octubre).

Cuando esta doncella compareció ante los procuradores Daciano y Ageno por ser cristiana, hizo primero la señal de la cruz y pidió la ayuda celestial, después se volvió hacia Daciano, quien le preguntó: “¿Cómo te llamas?” Ella respondió: “Me llamo Fe y espero estar a la altura de mi nombre.” Daciano le preguntó: “¿Cuál es tu religión?” Fe replicó: “Desde niña he servido a Cristo y a El me he consagrado.” Daciano, que se sentía inclinado al perdón, le dijo: “Hija mía, piensa en tu juventud y tu belleza. Renuncia a tu religión y ofrece sacrificios a Diana. Es una diosa de tu sexo y te concederá toda clase de bienes.” Pero la santa respondió: “Todos los dioses de los gentiles son malos. ¿Cómo, pues, me pides que les ofrezca sacrificios?” Daciano exclamó: “Si no ofreces sacrificios, morirás en el tormento.” La joven replicó: “Estoy pronta a sufrir todos los tormentos por Cristo. Ardo en deseos de morir por El.” Daciano ordenó a los verdugos que trajesen una parrilla y tendiesen a Fe sobre ella. Los verdugos vertieron aceite en el fuego para avivar las llamas y hacer más violenta la tortura. Algunos espectadores, horrorizados gritaron: “¿Cómo te atreves a atormentar a una doncella cuyo único crimen es adorar a Dios?” Daciano mandó arrestar al punto a algunos de los que habían lanzado ese grito. Como éstos se negasen a ofrecer sacrificios, fueron decapitados junto con Santa Fe.

La leyenda que acabamos de reproducir no es fidedigna, ya que se confunde en algunos puntos con la de San Caprasio (20 de octubre). Pero el culto de Santa Fe era muy popular en la Edad Media en Europa. La capilla del costado oriental de la cripta de la catedral de San Pablo, en Londres, lleva todavía el nombre de la santa. Antes del Gran Incendio, existía en Faringdon Ward Within una parroquia consagrada a Santa Fe, que fue derribada en 1240 para ensanchar el coro de la catedral.

 

La leyenda de la vida y milagros de Santa Fe era extraordinariamente popular en la Edad Media. En BHL hay una lista de treinta y ocho diferentes textos latinos (nn. 2928-2965); de ellos se derivó una serie de obras en diversos idiomas, particularmente interesantes desde el punto de vista filológico. Véase, por ejemplo, Hoepfener y Alfaric, La chanson de Ste Foy (2 vols., 1926), y la reseña que hay sobre esa obra en Analecta Bollandiana, vol. XIV (1927), pp. 421-425. En Acta Sanctorum, oct., vol. III, hay un texto muy antiguo y relativamente sobrio del martirio de la santa, en el que no se menciona nominalmente a San Caprasio, Cf. Bouillet-Serviéres, Ste Foy (1900); y Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 144-146. El heeho de que el Hieronymianum mencione a Santa Fe permite suponer que la santa fue realmente martirizada en Agen, pero es imposible precisar cuándo.

 

 

San Nicetas de Constantinopla (c. 838 d.C.).

(6 de octubre).

Entre los cortesanos de la emperatriz Irene, quien fue gran defensora del culto de las imágenes de Nuestro Señor y de los santos, se contaba un joven patricio llamado Nicetas. Era miembro de una familia da Paflagonia, emparentada con la emperatriz y se dice que ella le envió al segundo Concilio ecuménico de Nicea, como uno de sus dos representantes oficiales; pero las actas del Concilio no mencionan al santo. A pesar de que una revolución de los cortesanos elevó al trono a Nicéforo, Nicetas no perdió el cargo de prefecto de Sicilia (su fiesta se celebra en Messina), aunque tal vez hubo de volver las espaldas a su protectora. El año de 811, Nicéforo pereció asesinado, y Nicetas ingresó entonces en el monasterio de Krysonike, en Constantinopla, donde permaneció hasta que el emperador León V empezó a combatir el culto de las imágenes. Entonces, Nicetas y algunos monjes se retiraron a una casa de campo, llevando consigo una imagen particularmente preciosa del Señor. Cuando el emperador se enteró de ello, envió a un pelotón de soldados, quienes se apoderaron por la fuerza de la imagen y prohibieron a Nicetas salir de la casa. Nicetas desapareció entonces de la historia durante doce años. Volvernos a encontrarlo en el momento en que el emperador Teófilo le mandó llamar para que reconociese al patriarca iconoclasta Antonio. San Nicetas se negó a ello y fue expulsado del monasterio junto con otros tres monjes. Como se castigaba severamente a quienes ofrecían refugio a los defensores de las imágenes, Nicetas y sus compañeros tuvieron gran dificultad en encontrar albergue. Finalmente, el santo pudo refugiarse en una finca de Katisia, en Paflagonia, donde pasó el resto de su vida.

 

En Acta Sanctorum oct., vol. ni, hay un artículo sobre San Nicetas, que se basa sobre todo en los Menaia griegos. Cf. Constantinople Synaxray, ed. Delehaye, ce. 115, 137.

 

 

Santa Justina, Virgen y Mártir (fecha desconocida).

(7 de octubre).

San Venancio Fortunato, obispo de Poitiers a principios del siglo VII, considera a Santa Justina como una de las vírgenes más ilustres cuya santidad y triunfo han sido consagrados por la Iglesia y afirma que su nombre hace tan famosa a Padua como el de Santa Eufemia a Calcedonia y el de Santa Eulalia a Mérida. El mismo autor, en el poema que dedicó a la vida de San Martín, exhorta a los peregrinos que van a Padua a besar el sepulcro de la bienaventurada Justina. A principios del siglo VI, se construyó en Padua una iglesia en honor de la santa y se pretende que sus reliquias fueron descubiertas ahí en 1117. Por la misma época vio la luz una falsificación de las actas del martirio de la santa. Según ese documento, Justina fue bautizada por San Prosdósimo, “un discípulo del bienaventurado Pedro”, el cual comunicó al autor los datos que poseía sobre la santa. Prosdósimo, según el relato al que nos referimos, fue el primer obispo de Padua y sufrió el martirio durante la persecución de Nerón. Santa Justina fue decapitada por haber permanecido fiel a la fe. El relato añade muchos detalles de cuya verdad no existe prueba alguna.

La “reforma” benedictina de Santa Justina, que data del siglo XV y es conocida actualmente en Italia con el nombre de congregación de Monte Cassino, tomó su nombre del de la abadía de Padua en la que fue fundada.

 

Ver Acta Sanctorum, oct. vol. III. En Analecta Bollandiana vol. X, 1891, pp. 467-470, hay un texto aún más antiguo sobre el martirio de Santa Justina ibid., vol XI, 1892, pp. 354-358, se encontrará un relato del presunto descubrimiento de las reliquias en 1117. Cf. Allard, Historie des persécutions, vol. IV, pp. 430 ss., y Trifone, Rivista Storica Benedictina, 1910 y 1911. Por lo que se refiere a Prosdósimo, las primeras huellas de su culto datan del año 860, y puede verse una biografía espuria del siglo XII en Acta Sanctorum (nov., vol. III), con un comentario que pone las cosas en su punto. Véase también Lanzoni, Le diócesi d”Italia, vol. II, pp. 911-915; y Leclercq, en DAC., vol. XIII, cc. 238-239.

 

 

San Marcos, Papa (336 d.C.).

(7 de octubre).

San Marcos era romano de origen y sirvió a Dios en el clero de dicha Iglesia. Fue el primer Papa elegido después de que Constantino dio carta de ciudadanía a la Iglesia. El santo no se dejó llevar por la bonanza de las nuevas circunstancias, sino que redobló su celo en aquella era de paz, sabedor de que el demonio jamás concede una tregua a los cristianos. San Marcos, que había trabajado ardientemente por la Iglesia durante el pontificado de San Silvestre, fue elevado a la sede apostólica el 18 de enero de 336. Sólo ciñó la tiara pontificia durante ocho meses y veinte días, ya que murió el 7 de octubre del mismo año. Probablemente fue él quien fundó la iglesia de su nombre, pero además, construyó otra en el cementerio de Balbina. No es imposible que la costumbre de que el obispo de Ostia consagre al obispo de Roma date de su época. Algunos autores atribuyen a San Dámaso un poema sobre San Marcos; el fragmento que se conserva, alaba el desinterés y el espíritu de oración de nuestro santo.

 

Lo poco que sabemos sobre San Marcos, se halla resumido en Acta Sanctorum, oct., vol. III. Véase también Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I, pp. 202-204.

 

 

Santos Sergio y Baco, Mártires (¿303? d.C.).

(8 de octubre).

Se dice que estos mártires eran oficiales del ejército romano en la frontera de oiría. Sergio era el comandante de la escuela de reclutas y Baco era su subalterno. Ambos gozaban del favor del emperador Maximiano, hasta que un día cayó en la cuenta de que, cuando iba al templo de Júpiter a ofrecer sacrificios, ambos oficiales se quedaban en la puerta. Inmediatamente los mandó llamar para que tomasen parte en la ceremonia. Como se negasen a ello, ordenó que se les despojase de sus armas y sus insignias militares, que se los vistiese como mujeres y se los llevase así por toda la ciudad. Después, los desterró a Rosafa, en la Mesopotamia, donde el gobernador los mandó azotar tan cruelmente, que Baco murió en el tormento. Su cuerpo fue arrojado a la calle, donde los cuervos lo defendieron de la voracidad de los perros (lo mismo se cuenta de otros santos). San Sergio tuvo que caminar un largo trecho con cuchillas en los pies, hasta el sitio en que fue decapitado. Los martirologios y los escritores antiguos dan testimonio del martirio de estos dos santos, pero los detalles de su muerte no son fidedignos.

El año 431, Alejandro, metropolitano de Hierápolis, mandó restaurar y embellecer la iglesia que se levantaba sobre el sepulcro de San Sergio. En el siglo VI, los muros de dicha iglesia estaban cubiertos de plata. Alejandro gastó mucho dinero en la reconstrucción de la iglesia, de suerte que se molestó cuando, tres años después, Rosafa fue transformada en diócesis e independizada de su jurisdicción. En recuerdo del mártir, la ciudad tomó el nombre de Sergiópolis; Justiniano la fortificó y honró particularmente la memoria de los dos mártires. La iglesia de Rosafa era una de las más famosas del oriente. Sergio y Baco, junto con los dos Teodoros, Demetrio, Procopio y Jorge, eran los protectores del ejército de Bizancio.

 

Según Le Bas y Waddington, en Voyage archéologique, vol. III, n. 2124, una iglesia de Siria oriental, dedicada a San Sergio y San Baco el año 354, es el santuario más antiguo de estos mártires. Sus actas se conservan en griego y en sirio. Véase Analecta Bollandiana, vol. XIV (1895), pp. 373-395. Se encontrará una lista de las diversas recensiones en BHL, BHG, y BHO. Delehaye, Origines da cuite des martyrs (1933), pp. 210-212, hace notar que no sólo las múltiples iglesias consagradas a San Sergio y San Baco dan testimonio de la extraordinaria popularidad de su culto en el oriente, sino también la frecuencia con que el nombre de Sergio se encuentra en aquellas regiones. (Sin embargo, la popularidad del nombre en Rusia se debe, sobre todo, a San Sergio de Radonezh). Acerca de Rosafa, cf. Spanner y Guyer, Rusafa (1926); Herzfeld, Archaeologische Reise (1911-1922), y Peeters, en Analecta Bollandiana XLV (1927), pp. 162-165.

 

 

Santa Pelagia la Penitente (fecha desconocida).

(8 de octubre).

Pelagia, conocida también con el nombre de Margarita, a causa de las magníficas perlas por las que se había vendido con frecuencia, era una actriz de Antioquía, célebre por su hermosura, su riqueza y su vida borrascosa. Cuando el patriarca de Antioquía reunió a un sínodo, los obispos se hallaban sentados ante el pórtico de la basílica de San Julián Mártir, donde predicaba el venerable obispo de Edesa, San Nono. En aquel momento pasó por ahí Pelagia, cabal gando en un jumento blanco, rodeada de admiradores, con los brazos y los hombros desnudos, como cualquier vulgar cortesana, y lanzando a todos miradas provocativas. San Nono interrumpió su discurso y, en tanto que los otros obispos bajaban los ojos, se quedó mirando a Pelagia hasta que ésta desapareció. En seguida preguntó el santo a los obispos: “¿No os parece muy bella esa mujer?” Los obispos, sin saber qué contestar, se quedaron callados. El santo continuó: “A mí me pareció muy bella, y creo que es una lección de Dios para nosotros. Esa mujer hace lo imposible por mantener su hermosura y perfeccionarse en la danza, y nosotros no hacemos ni siquiera la mitad de lo que ella por nuestras diócesis y por nuestras almas.”

Esa misma noche, San Nono tuvo un sueño en el que se vio celebrando la liturgia, en tanto que un pajarraco sucio y agresivo trataba de impedírselo. Cuando el diácono despidió a los catecúmenos, el pajarraco partió con ellos, pero a poco volvió y San Nono consiguió entonces apoderarse de él y arrojarlo en la fuente del atrio. El ave salió del agua blanca como la nieve y desapareció entre las nubes. Al día siguiente, que era domingo, todos los obispos que asistieron a la misa celebrada por el patriarca, pidieron a éste que predicase. Pelagia, que no era ni siquiera catecúmena, se había sentido movida a ir a la iglesia, y las palabras del santo penetraron hasta el fondo de su corazón. Poco después, Pelagia escribió una carta a San Nono, rogándole que le permitiese hablar con él. El santo aceptó, a condición de que los otros obispos asistiesen a la entrevista. En cuanto Pelagia llegó a donde estaba San Nono, se arrojó a sus pies, le pidió el bautismo y le rogó que se interpusiese entre ella y sus pecados para que el mal espíritu no se posesionase nuevamente de su alma. A instancias de Pelagia, el patriarca de Antioquía nombró madrina a Romana, la más anciana de las diaconisas y San Nono bautizó a la pecadora, la confirmó y le dio la primera comunión. Ocho días después de su bautismo, Pelagia, que había renunciado ya a todos sus bienes en favor de los pobres, se despojó de la túnica blanca de los bautizados, se vistió de hombre y desapareció de la ciudad. En Jerusalén, a donde se transladó secretamente, se retiró a vivir en la soledad de una cueva en el Monte de los Olivos. Las gentes empezaron pronto a llamarla “Pelagio, el monje imberbe.” Tres o cuatro años más tarde, fue a visitarla Jacobo, el diácono de San Nono. La antigua pecadora murió durante la estancia de Jacobo en Jerusalén. Cuando los que fueron a sepultar el cadáver descubrieron el sexo de Pelagia, exclamaron al unísono: “Gloria a ti, Señor Jesucristo, porque tienes en la tierra muchos tesoros escondidos.”

El autor del relato original trató de hacerse pasar por el diácono Jacobo. En realidad se trata de una simple novela religiosa. El P. Delehaye distingue dos elementos en la narración. El primero y más importante procede de la sexagésima séptima homilía de San Juan Crisóstomo sobre el primer Evangelio. En ella habla el santo de una actriz antioquena, famosa en Cilicia y Capadocia, que se convirtió repentinamente y vivió muchos años en la más rigurosa soledad. San Juan Crisóstomo no menciona su nombre y no hay ningún motivo para suponer que haya sido alguna vez objeto de la veneración popular. Es evidente que “Jacobo” se inspiró en ese hecho para componer su novela, pero es imposible determinar si Jacobo fue el inventor de las circunstancias secundarias que constituyen el segundo elemento. Se ha confundido a Pelagia la penitente con la verdadera Santa Pelagia, una virgen y mártir cuya fiesta se celebraba en Antioquía el 8 de octubre en el siglo IV (el 9 de junio, en el Martirologio Romano). Tanto San Juan Crisóstomo como San Ambrosio mencionan a esta santa.

El P. Delehaye, después de discutir detalladamente el relato, añade: “El único elemento religioso que se puede deducir de esta narración es que la leyenda destruyó quizá la verdad de un culto tradicional.” Dicho autor considera la novela popular del arrepentimiento de Pelagia como el punto de origen de una serie de leyendas de santos imaginarios, de los que Santa Marina es el prototipo (12 de febrero). La leyenda de Pelagia de Antioquía, “perdió gradualmente todo vestigio de fundamento histórico, ya que llegó a suprimirse hasta el hecho de la conversión y el resto, puramente legendario, se adaptó a diversos nombres, como los de las santas María y Marina, Apolinaria, Eufro-sine y Teodora, que son simples réplicas literarias de la Pelagia del pretendido Jacobo. En otros casos, como en el de Santa Eugenia, el tema de la mujer que oculta su sexo se combinó con ciertas narraciones que tenían por héroe a un personaje histórico” (“Leyendas de los Santos”, p. 203).

 

Como lo hace notar Delehaye en la obra que acabamos de citar (3a. edic. francesa, 1927, p. 190), la Pelagia histórica mencionada en este día por el Breviarium sirio (siglo V) no era una penitente, sino una inocente doncella de quince años. La historia de esta virgen, a la que hacen alusión San Ambrosio (PL., vol. XVI, cc. 229 y 1093) y San Juan Crisótomo (PG., vol. I, cc 579-585), puede verse en nuestro artículo del 9 de junio. Es curioso que Alban Butler (8 de octubre) haya pasado en silencio a la verdadera Pelagia y haya aceptado en cambio la extravagante leyenda de la penitente. El texto de las actas imaginarias se encontrará en Acta Sanctorum, oct., vol. IV, y en H. Usener, Legenden der hl. Pelagia (1897). Delehaye discute en la obra que hemos citado arriba la hipótesis de Usener, quien pretende explicar el culto a Santa Pelagia como una revivificación del de Afrodita. Hay una traducción inglesa del relato de “Jacobo” en la obra de H. Waddel, Desert Fathers (1936), pp. 285-302.

 

 

Santa Reparata, Virgen y Mártir (fecha desconocida).

(8 de octubre).

Según se dice, Santa Reparata, cuyo nombre menciona hoy el Martirologio Romano, fue una virgen martirizada en Palestina durante la persecución de Decio. Las “actas”, que son espurias, afirman que la joven tenía doce años y era de carácter muy vivaz. Acusada de ser cristiana, compareció ante el prefecto de la ciudad, el cual, movido por su belleza, trató de ganársela con palabras amables. Pero Reparata se defendió valientemente y fue sometida a diversos tormentos. Como nada lograse vencer su constancia, el prefecto mandó que la arrojasen en un horno ardiente; pero, como en el caso de los tres santos niños de Judá, las llamas no hicieron ningún daño a Reparata, quien cantó en medio de ellas las alabanzas al Creador. Entonces, el prefecto intentó nuevamente persuadirla de que adorase a los ídolos, pero Reparata rebatió todos sus argumentos, desde el interior del horno. Enfurecido, el prefecto gritó a los guardias: “Cortad la cabeza a esa insoportable charlatana para que no vuelva yo a verla.” Reparata cantó las alabanzas al Creador cuando marchaba al sitio de la ejecución. Los guardias vieron volar su alma al cielo cuando el verdugo le cortó la cabeza. Las pretendidas reliquias de Reparata fueron trasladadas a Italia, donde se venera mucho a la santa en varias diócesis.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. IV, hay un texto de estas actas legendarias; pero existen varias otras recensiones. Según parece, se ha confundido algunas veces a Santa Reparata con Santa Pelagia y Santa Margarita.

 

 

San Demetrio, Mártir (fecha desconocida).

(8 de octubre).

Demetrio, que era probablemente diácono, sufrió el martirio en Sirmium (la actual Mitrovic, en Yugoeslavia) en fecha desconocida. Leoncio, prefecto de Iliria, construyó en el siglo V dos iglesias en honor de San Demetrio: una en Sirmium y la otra en Tesalónica. Alrededor del año 418, las reliquias de San Demetrio fueron depositadas en la iglesia de Tesalónica, que se convirtió desde entonces en el gran centro del culto al santo. Demetrio fue nombrado patrono y protector de la región. Los peregrinos acudían en grandes multitudes al santuario, pues de las reliquias fluía un aceite de propiedades maravillosas; por ello se dieron al santo los nombres de “Myrobletes” y “Megalomar-tyr” (“el gran mártir”). La iglesia de Tesalónica fue incendiada en 1917.

Según una leyenda salonicense, San Demetrio, que era originario de dicha ciudad, fue arrestado por predicar el Evangelio. Sin que precediese juicio alguno, fue asesinado en los baños públicos, donde se le había encarcelado. El relato más antiguo, que no es anterior al siglo VI, afirma que fue el propio emperador Maximiano quien, en un arrebato de cólera provocado por el hecho de que su gladiador favorito había sido vencido por el inexperto Néstor, dio la orden de asesinar al mártir. Otros relatos posteriores hacen del diácono de Sirmium (si es que fue diácono) un procónsul (tal es la opinión que refleja el Martirologio Romano) y un santo guerrero, cuya fama como tal sólo cede a la de San Jorge. Los cruzados, que consideraban como patronos a los dos santos, pretendían haberlos visto luchar a su lado en la batalla de Antioquía de 1098, junto con San Mercurio. El San Demetrio de la leyenda popular es una figura puramente imaginaria. Como sucedió en los casos de San Procopio, San Menas, San Mercurio y otros, la imaginación popular transformó gradualmente a un mártir genuino, de cuya vida se sabía muy poco, en un guerrero de Cristo y en un mártir militar, e hizo de él el patrono y modelo de los soldados y de los caballeros. La fiesta de San Demetrio se celebra con gran solemnidad en todo el oriente, el 26 de octubre, y su nombre figura en la preparación de la liturgia eucarística bizantina.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. IV, hay un excelente artículo sobre San Demetrio, en el que pueden verse los textos griegos de las dos principales recensiones de las actas. El P. Delehaye (Legendas grecques des saints militaires, 1909, pp. 103-109 y 259-263) hizo una revisión crítica de la recensión más antigua. Dicho autor hace notar que el nombre de San Demetrio figura en el Breviarium sirio y que se le relaciona con Sirmium en una época anterior a la construcción de la gran basílica de Salónica. El culto de San Demetrio se popularizó en Ravena antes que en el resto de Italia, debido sin duda a la influencia de Bizancio; la más antigua capilla de Ravena estaba dedicada al santo. El nombre de Demetrio (Dimitry) es muy popular entre los eslavos.

 

 

San Dionisio el Areopagita (siglo I).

(9 de octubre).

Cuando San Pablo, que venía de Berea, estaba esperando en Atenas a Silas y a Timoteo, “su espíritu se conmovió al ver la ciudad completamente entregada a la idolatría.” Ello le movió a ir al mercado y a la sinagoga para exhortar al pueblo. Algunos filósofos epicúreos y estoicos que le oyeron predicar, se le acercaron y le preguntaron: “¿Puedes explicarnos un poco la doctrina que predicas?” Pablo se dirigió entonces con ellos al Areópago o Colina de Marte, donde solía reunirse el concejo de la ciudad. Según dice San Lucas, “todos los atenienses y extranjeros que se hallaban ahí se dedicaban únicamente a contar o escuchar novedades.” No es imposible que San Pablo haya acudido al Areópago a petición del concejo. En todo caso, ahí fue donde pronunció su famoso discurso sobre el Dios desconocido. Entre los que se convirtieron entonces había una mujer llamada Damaris y un hombre llamado Dionisio, apodado el “Areopagita” (Hechos, xvn, 13-34), porque era miembro del concejo, o Areópago.

A esto se reduce todo lo que sabemos con certeza sobre San Dionisio. Eusebio dice que San Dionisio de Corinto fue el primer obispo de Atenas. San Sofronio de Jerusalén y otros autores, afirman que fue mártir. Por otra parte, el Menologio de Basilio añade que fue quemado vivo en Atenas durante la persecución de Domiciano. Todos los calendarios antiguos ponen su fiesta el 3 de octubre. Los sirios y los bizantinos lo celebran todavía en esa fecha. No existe documento alguno, anterior al siglo VII, donde se afirme que San Dionisio haya salido de Grecia; pero los documentos posteriores le mencionan en relación con las ciudades de Cotrone, Calabria y París. La identificación de San Dionisio Areopagita con San Dionisio (Denis) de Francia (de la que hablaremos más abajo) ha dejado huellas en el Martirologio Romano y en la liturgia del día.* La sexta lección de maitines termina con estas palabras: “Escribió obras admirables y celestiales sobre los Nombres Divinos, sobre las jerarquías eclesiásticas y celestes, así como diversos tratados de teología mística y otras materias.” Como se sabe, en la Edad Media se cometió también el error de atribuir a San Dionisio Areopagita cuatro tratados y diez cartas, que del siglo X al XV se contaron entre los escritos teológicos y místicos más apreciados y admirados, así en el oriente como en el occidente, y ejercieron una influencia enorme sobre la escolástica. La convicción creciente de que no habían sido escritos por el discípulo de San Pablo, sino por un autor muy posterior que los había atribuido falsamente al Areopagita, los hizo pasar a segundo término durante largo tiempo. Pero en la época moderna, debido al valor intrínseco de dichos escritos, por más que sean de fecha desconocida, se ha comenzado a darles nuevamente la importancia que merecen.

 

*Alban Butler no se atrevió a admitir abiertamente esta identificación. En una nota escribe: “Hilduino..., basándose en documentos falsos y legendarios, afirma que San Dionisio, el primer obispo de París, se identifica con el “Areopagita.” En algunos otros escritos se encuentran también huellas del mismo error.” La identidad de los dos personajes no se ponía en duda en el occidente entre los siglos IX y XV.

 

El largo artículo de Acta Sanctorum, que ocupa más de 160 páginas in folio, está consagrado principalmente a probar que el Dionisio convertido por San Pablo no fue el autor del libro de los Nombres Divinos y de los otros tratados que se le atribuyen. Sin embargo, está fuera de duda que el pseudo-Dionisio tenía la intención de que se le confundiese con el Dionisio de los Hechos de los Apóstoles. En la primera mención que se conserva de dichos escritos, que data del sínodo de Constantinopla del año 533, se dice que son obra de “Dionisio el Areopagita”; pero ya entonces Hipacio alegó que eran falsificaciones. Existe una literatura inmensa sobre las obras del pseudo-Dionisio; pero no se ha llegado nunca a identificar al autor y no tenemos por qué extendernos aquí sobre ese punto.” El autor afirma que, hallándose en Heliópolis, presenció el eclipse de sol ocurrido durante la crucifixión del Señor y dice que asistió a la muerte de la Virgen María; pero ambas afirmaciones son falsas. Cf. el artículo del P. Peeters en Analecta Bollandiana, vol. XXIX (1910), pp. 302-322; el autor llega a conclusiones muy desfavorables acerca de la honradez literaria de Hilduino, abad de Saint-Denis, quien tradujo por primera vez al latín las obras del pseudo-Dionisio, aunque no fue el primero en identificarle con San Dionisio de París. Véase G. Théry, Eludes dionjsiennes (2 vols., 1932-1937); y R. J. Loenertz, en Analecta Bollandiana, vol. LXIX (1951), pp. 218-237.

 

 

San Demetrio, Obispo de Alejandría (231 d.C.).

(9 de octubre).

Se dice que San Demetrio fue el undécimo sucesor de San Marcos. En todo caso, es el primer obispo de Alejandría del que tenemos noticias ciertas, particularmente por lo que se refiere a sus relaciones con Orígenes. Cuando Clemente renunció a la dirección de la escuela catequética de Alejandría, San Demetrio nombró a Orígenes para que le sucediese en ese puesto. San Demetrio y Orígenes eran íntimos amigos, y el santo obispo le defendió contra los que le atacaban por haberse mutilado voluntariamente. Más tarde, Orígenes fue a Cesárea de Palestina y aceptó una invitación para predicar ante una asamblea de obispos. San Demetrio se opuso a ello, porque Orígenes no era todavía clérigo y le mandó volver a Alejandría. Quince años más tarde, Orígenes se trasladó a Atenas, y al pasar por Cesárea, recibió la ordenación sacerdotal sin la autorización de su obispo. Entonces San Demetrio reunió un sínodo que le condenó por varios capítulos y le prohibió predicar.

Según se dice, San Demetrio instituyó las tres sedes sufragáneas de Alejandría. Basándose en el testimonio de San Jerónimo, muchos autores afirman que el santo envió a San Panteno en su misión a Etiopía y al Yemen, pero probablemente San Panteno fue allá antes de que San Demetrio fuese obispo. Nuestro santo gobernó la diócesis de Alejandría durante cuarenta y dos años y murió a los 105 de edad, el año 231. El pueblo le amaba y le temía a la vez, porque poseía el don de leer los pensamientos secretos y de adivinar los pecados.

 

Apenas se puede añadir algo a los datos que hay en Acta Sanctorum, oct., vol. IV. Véanse los artículos sobre Demetrio y Orígenes en DCB, y el artículo sobre las cartas de Demetrio en DAC., vol. VIII, cc. 2752-2753. Cf. Chapman, en Calholic Encyclopedia, vol. IV.

 

 

Santos Dionisio, Obispo de París, Rustico y Eleuterio, Mártires (¿258? d.C.).

(9 de octubre).

San Gregorio de Tours, que escribió en el siglo VI, cuenta que San Dionisio de París nació en Italia. El año 250 fue enviado con otros obispos misioneros las Calías, donde sufrió el martirio. El Hieronymianum menciona a San Dionisio el 9 de octubre, junto con los Santos Rústico y Eleuterio. Ciertos autores posteriores afirman que Rústico y Eleuterio eran respectivamente el sacerdote v el diácono de San Dionisio, que se establecieron con él en Lutetia Parisiorum e introdujeron el Evangelio en la isla del Sena. Debido a las numerosas conversiones que obraban con su predicación, fueron arrestados; al cabo de largo tiempo de prisión, los tres murieron decapitados. Los cuerpos de los mártires fueron arrojados al Sena, pero los cristianos consiguieron rescatarlos y les dieron honrosa sepultura. Más tarde, se construyó sobre su sepulcro una capilla, junto a la cual se erigió la gran abadía de Saint-Denis.

Dicha abadía fue fundada por el rey Dagoberto I, quien murió el año 638. Probablemente un siglo más tarde, empezó a introducirse la identificación de Dionisio Areopagita con el obispo de París o, por lo menos, la idea de que San Dionisio de París había sido enviado por el Papa Clemente I en el primer siglo. Pero tal idea no se popularizó sino hasta la época de Hilduino, abad de Saint-Denis. El año 827, el emperador Miguel II regaló al emperador de occidente, Luis el Piadoso, la copia de unos escritos que se atribuían a San Dionisio Areopagita (véase nuestro artículo sobre este santo). Por desgracia, dichos escritos llegaron a la abadía de Saint-Denis precisamente la víspera de la fiesta del santo. Hilduino los tradujo al latín y, algunos años más tarde, cuando el rey le pidió una biografía de San Dionisio de París, el abad escribió un libro que llegó a convencer a la cristiandad de que el obispo de París y el Areopagita eran una sola persona. En su obra titulada “Areopagitica”, el abad Hilduino empleó muchos materiales falsos o de poco valor, y resulta difícil creer que haya procedido así de buena fe. La biografía que escribió es un tejido de fábulas. El Areopagita va a Roma, donde el Papa San Clemente I le recibe personalmente y le envía a evangelizar París. Los habitantes de París intentan en vano darle muerte, arrojándole a las fieras, echándole al fuego y crucificándole, hasta que por fin, Dionisio muere decapitado en Montmartre, junto con Rústico y Eleuterio. El cuerpo decapitado de San Diniosio, guiado por un ángel, caminó tres kilómetros, desde Montmartre hasta la abadía que lleva su nombre, portando en las manos su propia cabeza y rodeado de coros de ángeles; por ello fue sepultado en Saint-Denis. El Breviario Romano menciona esta serie de milagros.

El culto de San Dionisio fue muy popular en la Edad Media. Ya en el siglo VI, Fortunato le reconocía como el patrono de París (“Carmina”, VIII, 3, 159) y el pueblo le considera como el protector de Francia.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. IV, hay un largo artículo sobre San Dionisio. El relato más antiguo del martirio se atribuía erróneamente a Venancio Fortunato; B. Krusch, MGH, Auctores Antig., vol. IV, pte. 2, pp. 101-105, hizo una edición crítica de dicho relato, en el que no se identifica a San Dionisio con el Areopagita, pero se dice que fue enviado a París por San Clemente I. Véase nuestro artículo sobre el Areopagita; y cf. J. Havet, Oeuvres, vol. I, pp. 191-246; G. Kurth, en Eludes Franqu.es, vol. II, pp, 297-317; L. Levillain, en Bibliothéque de l”Ecole des Charles, vol. LXXXII (1921), pp. 5-116; vol. lxxxvi (1925), pp. 5-97; Leclercq, en DAC., vol. IV ce. 588-606; y E. Griffe, La Gaule Chrétienne (1947), pp. 89-99. Hay un buen resumen en Baudot y Chaussin, Vies des saints..., vol. X (1952), pp. 270-288.

 

 

Santa Publia, Viuda (c. 370 d.C.).

(9 de octubre).

El martirologio Romano llama a Santa Publia “abadesa.” El historiador Teodoreto dice que era una dama de buena familia de Antioquía que quedó viuda. Entonces reunió en su casa a cierto número de vírgenes y viudas que deseaban consagrarse a las prácticas de piedad en la vida común. El año 362, Juliano el Apóstata fue a Antioquía a preparar su campaña contra Persia. Un día, al pasar frente a la casa de Publia, Juliano se detuvo a escuchar el canto de las divinas alabanzas. Las religiosas cantaban en el oratorio el salmo 115 y Juliano alcanzó a distinguir las palabras: “Los ídolos de los gentiles son de oro y plata y están hechos por mano de hombre: no tienen boca y no pueden hablar.” También oyó distintamente el versículo que dice: “Que los que construyen los ídolos y todos los que ponen su confianza en ellos sean como sus dioses.” Juliano lo interpretó como un insulto personal y mandó que las religiosas se callasen y no volviesen a cantar nunca. Publia contestó por sus compañeras, citando el salmo 67: “Dios se levantará y destruirá a sus enemigos.” Entonces Juliano mandó llamar a Publia y ordenó a los guardias que la golpeasen, a pesar de su sexo y su aspecto venerable. Pero ni así consiguió el emperador que las religiosas dejasen de cantar y se dice que tenía la intención de condenarlas a muerte al volver de la campaña de Persia. Pero Juliano no volvió nunca de esa campaña, de suerte que Publia y sus compañeras acabaron su vida en paz.

 

Véase Acta Sanctorum, oct., vol. IV, donde se cita el relato de Teodoreto (Hist. Eccles., III, 19).

 

 

Santos Andronico y Atanasia (siglo V).

(9 de octubre).

Andronico era un alejandrino que se estableció en Antioquía como herrero. Vivía muy feliz con su esposa Atanasia y sus dos hijitos, Juan y María, y su negocio prosperaba. Pero a los doce años de matrimonio, murieron súbitamente sus dos hijos el mismo día. Desde entonces, Atanasia pasaba la mayor parte del tiempo llorando junto a la tumba y orando en la iglesia vecina. Un día, vio de repente junto a sí a un forastero, el cual le aseguró que sus dos hijos gozaban de la felicidad del cielo y desapareció de su vista. En ese momento reconoció Atanasia a San Julián Mártir, que era el patrono de la iglesia vecina. Inmediatamente se dirigió llena de gozo al taller de su marido y le dijo que ya era tiempo de que ambos abandonasen el mundo. Andrónico asintió. Al partir de su casa, cuya puerta dejaron abierta, Atanasia invocó para sí y para su marido la bendición que Dios había concedido a Abraham y Sara, diciendo: “Ya que por amor a ti dejamos abierta la puerta de nuestra casa, ábrenos Tú las puertas de tu Reino.” Los dos fueron juntos a Egipto, su tierra natal y se dirigieron al desierto de Esquela en busca de San Daniel el Taumaturgo. El santo envió a San Andrónico al monasterio de Taheña y aconsejó a Santa Atanasia que se disfrazase de hombre y fuese a vivir como anacoreta en la soledad.

Al cabo de doce años, San Andrónico se encontró con un monje imberbe, quien le dijo que se llamaba Atanasio y que iba camino de Jerusalén. Ambos hicieron el viaje, juntos visitaron los Santos Lugares y juntos volvieron al desierto. Para entonces eran ya muy amigos y, no queriendo imponerse el sacrificio de la separación, se dirigieron al monasterio “Dieciocho” (así llamado porque distaba dieciocho leguas de Alejandría), donde el superior les designó dos celdas contiguas. Poco antes de morir, Atanasio se echó a llorar; un monje le preguntó la causa de su llanto y él respondió: “Lloro porque el Padre Andrónico me va a echar mucho de menos. Cuando yo muera, entregadle el escrito que encontraréis bajo mi almohada.” Cuando Andrónico leyó el escrito, supo que el muerto era su propia esposa y que ésta le había reconocido desde el momento en que se encontraron. Los monjes, vestidos de blanco y llevando en las manos ramas de palma y tamarisco, dieron sepultura a Santa Atanasia. Un monje se quedó con San Andrónico hasta el séptimo día después de la muerte de su esposa y entonces le rogó que partiese con él. Como el santo se negase a ello, el monje partió solo. Pero al final de la primera jornada, le alcanzó un mensajero para decirle que el P. Andrónico agonizaba. El monje leunió a todos sus hermanos, y juntos acudieron a la celda de San Andrónico, quien murió apaciblemente asistido por ellos y fue sepultado junto a su esposa.

Las Iglesias copta, etíope y bizantina conmemoran a “nuestro santo Padre Andrónico y a su esposa Santa Atanasia.” El cardenal Baronio introdujo sus nombres en el Martirologio Romano y añadió que habían muerto en Jerusalén.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. IV, puede verse la traducción de un texto del Menaion griego. Sin embargo no parece que los dos santos hayan gozado de gran popularidad en las iglesias bizantinas, ya que el Synax. Const. los menciona sin comentario alguno (2 de marzo, edic. de Delehaye, c. 501). En cambio, los leccionarios etíopes refieren la leyenda con mucho detalle, como puede verse en la traducción de Budge, The Ethiopic Synaxarium, p. 1167. Los bolandistas escriben: Est ea pía fabella, plurimum lecta, saepius descripia et retractata (BHG., 120; BHO., 59), nec vera, nec veri similis.

 

 

San Sabino (¿siglo V?).

(9 de octubre).

Se venera a San Sabino como el apóstol del Lavedán, región de los Pirineos en cuyos confines se halla situada Lourdes. Según la leyenda, Sabino, que nació en Barcelona, fue educado por su madre. A los pocos años, el niño pasó a Poitiers a continuar su educación bajo la dirección de su tío Eutilio, quien le nombró tutor de su primo, más joven que él. El ejemplo y las palabras de Sabino hicieron tanto bien a su primo, que el joven escapó de su casa e ingresó en el monasterio de Ligugé. Eutilio y su esposa rogaron a Sabino que emplease i influencia para hacer volver a su hijo; pero Sabino se negó a ello, citando las palabras del Evangelio en las que el Señor nos manda amarle más que a nuestro padre y a nuestra madre. Acto seguido, Sabino comunicó a sus tíos que él también estaba decidido a tomar el hábito en Ligugé.

Más tarde, San Sabino abandonó el monasterio para vivir en la soledad, “rimero estuvo en Tarbes; más tarde se dirigió al monasterio de Palatium Aemilianum, en el Lavedán. Fronimio, el abad del monasterio, le designó un sitio en las montañas de los alrededores y el santo se construyó ahí una celda. Más tarde, se metió a vivir a un pozo, pues sostenía que cada cristiano debía hacer penitencia por sus pecados en la forma particular que Dios le pide. Tal fue la respuesta que dio a Frominio cuando éste le dijo que sus austeridades rayaban en la exageración. San Sabino predicaba a los campesinos de los alrededores, tanto con la palabra como con el ejemplo de su vida penitente y obró numerosos milagros. Por ejemplo, en cierta ocasión en que un campesino le reprendió ásperamente porque cruzaba su campo para ir a traer agua de la fuente, el santo la hizo brotar de la roca para no ofender a su vecino. Y una noche, como la yesca se le había acabado, encendió una tea, con el fuego de su propio corazón. Sólo tenía una túnica, que le duró doce inviernos y doce veranos.

Al recibir el aviso del cielo acerca de su próxima muerte, Sabino mandó llamar a los monjes y entregó el alma rodeado por ellos y por los campesinos de los alrededores. Su cadáver fue sepultado en la abadía, que más tarde tomó su nombre, así como la aldea próxima, que todavía se llama Saint-Savin-de-Tarves.

 

El relato reproducido en Acta Sanctorum, oct., vol. IV, que es de fecha incierta, no merece crédito alguno (cf. Mabillon, Anuales Benedictini, vol. I, p. 575). Ni siquiera sabemos con certeza en qué siglo vivió San Sabino; la cronología de nuestro artículo es la de A. Poncelet. Para que el lector caiga en la cuenta de cómo escriben ciertos hagiógrafos, mencionaremos el hecho siguiente: Fundándose en los escasos datos que hemos expuesto en nuestro artículo, cierto autor publicó en Petits Bollandistes una biografía de San Sabino que ocupa siete páginas bien llenas (más de 4500 palabras), y que habla con la misma precisión y seguridad que si se tratara de un resumen de la vida de Napoleón.

 

 

San Gisleno, Abad (c. 680 d.C.).

(9 de octubre).

San Gisleno, después de vivir algún tiempo como ermitaño en el bosque de Hainault, fundó ahí un monasterio en honor de San Pedro y San Pablo. Dicho monasterio, que el santo gobernó con gran prudencia y virtud, se llamó durante mucho tiempo “La Celda” y hoy día se llama San Gisleno (cerca de Mons), aunque originalmente se llamaba Ursidongus (la madriguera del oso), lo cual dio origen a la leyenda de que un oso perseguido por el rey Dagoberto I se había ido a refugiar ahí y había indicado al santo el sitio en el que debía fundar su monasterio. Se dice que San Gisleno ejerció gran influencia sobre San Vicente Madelgario y su esposa Santa Waldetrudis. En efecto, San Gisleno alentó a Santa Waldetrudis en la fundación del convento de Castrilocus (Mons), donde él había tenido su primera ermita y ayudó a Santa Aldegundis a fundar el convento de Maubeuge. Con esta última le unía una gran amistad y, cuando los dos santos eran ya suficientemente viejos para poder visitarse sin peligro, construyeron un oratorio a la mitad del camino entre sus dos monasterios, donde, solían reunirse para hablar de Dios y de los problemas de sus respectivas comunidades.

El Martirologio Romano afirma que San Gisleno renunció al gobierno de una diócesis para hacerse ermitaño. Se trata de una referencia a la leyenda apócrifa de que el santo había nacido en Ática, se había hecho monje ahí y había sido elegido obispo de Atenas. A raíz de una visión, renunció a su oficio y fue a Roma con otros monjes griegos. Cuando estaba en Roma, Dios le reveló que debía ir a establecerse a Hainault y así lo hizo Gisleno con dos de sus compañeros. En Hainault conoció a San Amando, quien le aconsejó crue se estableciese a orillas del río Haine. Dicha leyenda explica también por qué todos los hijos primogénitos de una familia de Roisin eran bautizados con el nombre de Balderico. Cuando el misterioso monje griego se dirigía a presentarse a San Auberto, obispo de Cambrai, se hospedó en casa de una familia de Roisin. Durante la noche, la esposa de su huésped empezó a sentir los dolores del alumbramiento. Como el parto se anunciase muy difícil, el hombre rogó a San Gisleno que orase por su mujer. Entonces el santo dio al hombre su cinturón, diciéndole: “Ciñe a tu mujer este “baldrico” (cinturón para sostener la vaina de la espada) y dará a luz sin dificultad a un niño.” La profecía resultó cierta, y los agradecidos padres le regalaron dos posesiones para su monasterio.

 

No existe ningún relato satisfactorio sobre San Gisleno. Los bolandistas y Mabillon reproducen una biografía anónima. Poncelet publicó otra biografía, escrita en el siglo XI por el monje Rainero de Saint-Ghislain, en Analecta Bollandiana, vol. V (1877), pp. 212-239; en las pp. 257-290 hay un tercer documento biográfico. Véase Van der Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens, pp. 249-260; U. Berliére, Monasticon Belge, vol. I, pp. 244-246; y Berliére, en Revue liturgique et monastique, vol. XIV (1929), 438 ss. La vida de San Gisleno, tal como la cuentan los biógrafos antiguos, es muy inverosímil.

 

 

San Gereon y Compañeros, Mártires (fecha desconocida).

(10 de octubre).

El día de hoy se lee en el Martirologio Romano: “En Colonia, el martirio de San Gereón y sus 318 compañeros, los cuales, en la persecución de Maximiano, presentaron mansamente el cuello al verdugo y murieron por la verdadera fe. En el territorio de la misma ciudad, el martirio de San Víctor y sus compañeros. En Bonn de Alemania, el martirio de los Santos Casio, Florentino y muchos otros.” Los martirologistas medievales hablan de cierto número de cristianos martirizados en Colonia, los cuales, según la tradición, formaban parte de diversos destacamentos de la Legión Tebana (22 de septiembre). Pero el relato de su martirio fue inventado mucho después por un monje cisterciense de Froimont, llamado Helinando (siglo XIII), según el cual, San Gereón y sus 318 compañeros fueron martirizados en Colonia; San Víctor y otros 330, en Xanten y, los santos Casio, Florentino y sus compañeros, en Bonn. Al ver así diezmada a la Legión Tebana, Maximiano mandó llamar de África otros destacamentos, pero, como también en éstos hubiese cristianos, el emperador los condenó a muerte. Helinando afirma absurdamente que Santa Elena descubrió en Colonia y en Bonn las reliquias de los mártires y mandó construir sendas iglesias para ellas. Además, en 1121, se descubrieron en Colonia otras reliquias, lo mismo que en Xanten en 1284. Naturalmente, se procedió al punto a identificarlas como las de los mártires de la Legión Tebana y a venerarlas como tales.

En todo caso, esos mártires del Rin no tienen nada que ver con los de Agaunum y no hay razón alguna para suponer que las reliquias que se descubrieron eran auténticas. Pero lo cierto es que un epitafio del siglo V, en el que se habla de una tal Rudulfa sociata martyribus, es decir, sepultada cerca de los mártires, demuestra que se veneraba entonces en Colonia el sepulcro de unos mártires. Por otra parte, Gregorio de Tours nos informa que “se construyó una basílica en el sitio en que habían muerto por Cristo los cincuenta soldados de la Legión Tebana” y añade que se les llamaba “los santos dorados”, por la riqueza de los mosaicos de la basílica. Algún autor ha emitido la hipótesis de que la leyenda de los mártires de África (Mauri) puede haber nacido de una confusión con los sancti aurei, pero la cuestión es muy oscura. San Gregorio no menciona el nombre de Gereón.

 

El nombre de San Gereón figura en el texto de Berna del Hieronymianum (cf. CMH., pp. 547,548, 550 y 557) y en el martirologio de Beda. Véase también Zilliken, Der Kolnische Festkalender (1901), pp. 104-107; Rathges Die Kunstdenmater des Rhein-provinz, vol. I, pp. 1-102; y Delehaye, Origines du culte des martyrs (1933), p. 360.

 

 

Santos Eulampio y Eulampia, Mártires (¿310? d.C.).

(10 de octubre).

Probablemente estos dos mártires murieron en Nicomedia en la época de Galerio. Sus “actas”, que no merecen crédito alguno, cuentan que Eulampio era un joven cristiano que huyó de la ciudad durante la persecución y se refugió en una cueva. Sus compañeros le enviaron a Nicomedia en busca de alimentos. Eulampio se detuvo en una calle a leer el edicto de persecución contra los cristianos. Cuando le apostrofó un soldado, el joven echó a correr. Naturalmente, su actitud despertó sospechas y Eulampio fue perseguido, capturado y llevado a la presencia del prefecto. El magistrado reprendió a los guardias por haber encadenado al joven, mandó que le desatasen las manos y empezó a interrogarle. Tras, de enterarse del nombre y el oficio de Eulampio, le exhortó a ofrecer sacrificios a alguno de los dioses, pero éste se negó y dijo que los dioses sólo eran ídolos de barro. Enfurecido el prefecto le mandó azotar. Como el joven permaneciese inconmovible, el prefecto dio la orden de torturarle en el potro. Entonces Eulampia, la hermana del mártir, se acercó a abrazarle y fue también arrestada. Ambos fueron sometidos a diversos tormentos, de los que salieron ilesos. Al verlos surgir rejuvenecidos de un baño de aceite hirviente, 200 de los presentes se convirtieron a la fe y fueron decapitados junto con los dos mártires.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. V, se encontrará el texto griego de las actas discutido a fondo. Hay otra recensión en Migne, PG., vol. CXV, cc. 1053-1065.

 

San Cerbonio, Obispo de Populonia (c. 575 d.C.).

(10 de octubre).

San Régulo y otros obispos fueron expulsados de África a principios del siglo VI. San Régulo y San Cerbonio se establecieron en Populonia (Piombino de Toscana) y, poco después, este último fue elegido obispo de la ciudad. San Gregorio dice en sus “Diálogos” (lib. III, c. 11) que Totila, rey de los invasores ostrogodos, condenó a San Cerbonio a enfrentarse con un oso por haber dado asilo a unos soldados romanos; pero la fiera, en vez de hacerle daño, le lamió mansamente los pies y entonces Totila puso en libertad al santo. Los lombardos le desterraron más tarde a Elba, donde murió treinta años después. Su cuerpo fue trasladado a Populonia, donde se le venera como patrón de la diócesis de Massa Marítima. La biografía del santo, muy posterior e indigna de crédito, afirma que el Papa San Vigilio le mandó llamar para reprenderle por su terquedad en celebrar la misa del domingo a hora tan temprana, que las gentes no podían asistir a ella. Pero, en vista de los numerosos milagros realizados por San Cerbonio durante el viaje a Roma, el Papa y todo el clero de la ciudad salieron a recibirle en triunfo y le restituyeron honrosamente a su sede. El Martirologio Romano menciona también hoy a otro San Cerbonio, obispo de Verona, sobre el que no poseemos ninguna noticia. La fiesta de San Cerbonio de Populonia reviste particular solemnidad entre los canónigos regulares de Letrán, porque el santo vivía en común con su clero.

 

Existen dos recensiones de la vida legendaria de San Cerbonio: una de ellas se halla en Acta Sanctorum, oct., vol. V; la otra en Ughelli, Italia sacra, vol. III, pp. 703-709.

 

 

San Paulino, Obispo de York (644 d.C.).

(10 de octubre).

El nombre de San Paulino figura en el Martirologio Romano y en los martirologios ingleses. Fue el primer apóstol del reino más poderoso de Inglaterra en su época. Había ido a dicho país como miembro del segundo grupo de misioneros enviados por el Papa San Gregorio I. Cuando el rey de Nortumbría, Edwino, solicitó la mano de Etelburga, la hermana del rey Edbaldo de Kent, prometió respetar la religión de su prometida, San Paulino partió con ella a Nortumbría para encargarse de la nueva misión. El año 625, San Justo, arzobispo de Canterbury, le consagró obispo.

San Paulino sufría atrozmente en medio de aquel pueblo que no conocía a Dios. Su predicación no tuvo éxito al principio, pero Dios escuchó finalmente sus oraciones. El rey Edwino se convirtió en la forma en que lo explicaremos en el artículo a él consagrado (12 de octubre), y fue bautizado en York por San Paulino, en la Pascua del año 627. Los dos hijos del primer matrimonio del monarca, así como otros muchos nobles, siguieron el ejemplo de Edwino. La multitud se apretujaba para recibir el bautismo de manos de San Paulino, a orillas del río Swale, en las cercanías de Catterick. Edwino residía en Yeavering, del Glendale y San Paulino solía bautizar en esa región con el agua del río Glen. En una ocasión pasó ahí treinta y seis días, para impartir instrucción y bautizar al pueblo de día y de noche. El nombre de San “aulino está relacionado con los de las poblaciones de Dewsbury, Easingwold y algunas más. El campo de apostolado del santo fue, sobre todo, el sur de Nortumbría. Cruzó el río Humbert y evangelizó también a los habitantes de Lindsey, donde bautizó al gobernador de Lincoln y construyó una iglesia, “espués de la muerte de San Justo, consagró a San Honorio arzobispo de Canterbury. Asistido por su diácono, Jaime, bautizó a numerosas personas en el río Trent, cerca de Littleborough, según contó a San Beda el abad Deda, fúe uno de los que se bautizaron en esa ocasión. El mismo abad refirió Beda que Paulino era “un hombre alto, un tanto encorvado, de cabello blanco, rostro alargado y nariz aguileña, cuya presencia inspiraba veneración y respeto.”

Él Papa Honorio I envió el palio a San Paulino para designarle metropolitano del norte de Inglaterra. El mismo Pontífice escribió al rey Edwino para felicitarle por su conversión: “Hemos enviado palios de metropolitanos a Honorio y Paulino, de suerte que cuando plazca a Dios llamar a sí a uno de ellos, el otro estará autorizado, en virtud de esta carta, a nombrarle un sucesor.” Sin embargo, San Paulino jamás usó el palio en su catedral y, cuando la carta de Honorio I llegó a Inglaterra, Edwino ya había muerto. En efecto, casi dos años antes de que el Pontífice la escribiese (lo cual demuestra lo difíciles que eran entonces las comunicaciones), los paganos mercianos, encabezados por Penda y reforzados por los bretones cristianos de Gales, invadieron la Nortumbría y dieron muerte a Edwino. Los invasores destruyeron en gran parte la obra de San Paulino. El santo dejó entonces la diócesis de York a cargo del diácono Jaime y acompañó a Kent a la reina Santa Etelburga, con sus dos hijos y su nieto, en su viaje por mar. Como la sede de Rochester estaba entonces vacante, San Paulino aceptó la invitación para encargarse de administrarla y así lo hizo durante diez años, “hasta que voló al cielo, cargado con el fruto de sus trabajos.” Probablemente tenía por lo menos sesenta años cuando partió de York con Santa Etelburga y hubiera sido una temeridad volver a Nortumbría, que estaba entonces en el mayor desorden. San Beda refiere que el fiel Jaime, su vicario, era un hombre de gran santidad, que instruyó y bautizó a muchas personas “y arrancó muchas presas al viejo enemigo de la naturaleza humana.” Cuando se restableció la paz en York, Jaime “introdujo en la iglesia el canto romano.” San Paulino murió en Rochester, el 10 de octubre de 644; legó su palio a la catedral y una cruz de oro y un cáliz, que había traído de York, a la iglesia de Cristo de Canterbury. Varias diócesis inglesas celebran su fiesta.

 

Nuestra principal fuente es la Historia ecclesiaslica de Beda (edic. y notas de Plummer). Apenas se pueden obtener unos cuantos datos fidedignos de la crónica en verso de Alcuino, de Simeón de Durham y de otros escritores de la época (cf. Raine, History of the Church of York, (Rolls Series). El excelente artículo del canónigo Burlón en Catholic Encyclopedia tiene una buena bibliografía. Véase F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943), pp. 113-116. La inserción del nombre de San Paulino en múltiples calendarios (cf. Stanton, Menology, p. 485), así como las numerosas cruces relacionadas tradicional-mente con su nombre que hay en el norte de Inglaterra, demuestran la popularidad del culto del santo.

 

 

La Maternidad de la Virgen María.

(11 de octubre).

El día de hoy se celebra en toda la Iglesia de occidente la fiesta de la Maternidad de la Santísima Virgen. Dicha fiesta fue introducida por Pío XI en la encíclica “Lux veritatis”“, publicada el 25 de diciembre de 1931, con motivo del décimo quinto centenario del Concilio de Efeso. En la tercera lección del segundo nocturno del oficio del día se habla de la bóveda de la basílica de Santa María la Mayor que Sixto III (432-440) mandó decorar con mosaicos poco después del Concilio y que fue restaurada por Pío XI. El breviario recuerda que dicha bóveda es una especie de monumento de la proclamación de la maternidad divina de María en el Concilio de Efeso. Pero la encíclica de Pío XI menciona otros motivos para la institución de la fiesta.

“Quisiéramos que, bajo los auspicios de la Reina de los Cielos, tan amada y venerada por nuestros hermanos separados del oriente, todos los cristianos oren para que Dios no permita que permanezcan alejados de la unidad de la Iglesia y de su Hijo Jesucristo, cuyo Vicario somos. Que vuelvan pronto al Padre común, a cuyo juicio todos los Padres del Concilio se sometieron y a quien aclamaron unánimemente como guardián de la fe. Quiera Dios hacerles volver a Nos, que tenemos por ellos el mayor afecto y que haríamos jubilosamente nuestras las graves palabras con que Cirilo exhortaba a Nestorio: “que la paz de las Iglesias no se vea turbada, y que el lazo del amor y la concordia entre los sacerdotes de Dios siga siendo indisoluble.”

 

El texto de la encíclica, Lux Veritatis puede verse en Acta Apostólicas Sedis, vol., XXIII (1931), pp. 439-517. En muchos sitios se celebraba ya desde antiguo la Maternidad Divina de María pero la fiesta no era universal y la fecha de la celebración variaba mucho. A lo que parece, la fiesta empezó a celebrarse en Portugal y sus dominios; en 1751, fue autorizada oficialmente en Portugal, de donde se extendió rápidamente a otros sitios, como Venecia y Polonia. Véase F. G. Holweck, Calendarium festorum Dei et Dei Matris (1925), pp. 368, 148.

 

 

Santos Taraco, Probo y Andromco, Mártires (304 d.C.).

(11 de octubre).

Durante mucho tiempo, las “actas” de estos mártires fueron consideradas como auténticas. El P. Delehaye afirma que se trata de una combinación de ciertos hechos históricos con numerosos detalles imaginarios. Según dicho autor, los tres mártires fueron arrestados en Pompeyópolis, en Cilicia, durante la persecución de Diocleciano y Maximiano. Fueron llevados a la presencia del gobernador de la provincia, Numeriano Máximo, quien los envió a Tarso, la capital. El gobernador anunció a Taraco que iba a interrogarle primero a causa de su ancianidad y le preguntó su nombre.

Taraco: “Soy cristiano.”

Máximo: “Deja en paz esa locura blasfema y dime tu nombre.”

Taraco: “Soy cristiano.”

Máximo: “Golpeadle en la boca para que no vuelva a contestar en esa forma.”

Taraco: “Te estoy diciendo mi verdadero nombre. Pero si lo que quieres es saber el que me dieron mis padres, me llamo Taraco y mi nombre, en el ejército, era Víctor.”

Máximo: “¿De qué país eres y cuál es tu oficio?”

Taraco: “Soy romano y nací en Claudiópolis de la Isauria. Fui soldado, pero abandoné esa profesión a causa de mi religión.”

Máximo: “Veo que tu impiedad te obligó a deponer las armas. Pero, ¿cómo obtuviste que te diesen de baja en el ejército?”

Taraco: “Se lo pedí a mi capitán, Publio, quien me lo concedió.”

Máximo: “Piensa en tus canas. Te prometo premiarte, si obedeces a las órdenes de nuestros señores. Sacrifica a los dioses, como lo hacen los mismos emperadores, que son amos del mundo.”

Taraco: “El diablo los engaña para que lo hagan.”

Máximo: “Rompedle la mandíbula por haber dicho que el diablo engaña a los emperadores.”

Taraco: “Repito lo dicho. Los emperadores son hombres susceptibles de engaño.”

Máximo: “Sacrifica a los dioses y déjate de sutilezas.” taraco: “No me es lícito traicionar la ley de Dios.”

El diálogo se prolongó, y Taraco permaneció inconmovible. Entonces el centurión le dijo:

—”Te aconsejo que ofrezcas sacrificios y salves tu vida.” Taraco replicó que bien podía ahorrarse tales consejos. Máximo dio la orden de que le condujesen a la prisión, encadenado y llamó al siguiente acusado.

Máximo: “¿Cómo te llamas?”

Probo: “Mi nombre principal y más venerable es Cristiano. Pero el nombre con que me conoce el mundo es Probo.”

Máximo: “¿De qué país y familia eres?”

Probo: “Mi padre nació en Tracia. Yo soy plebeyo. Nací en Side, de Panfilia y confieso que soy cristiano.”

Máximo: “Tal confesión no favorece tu causa. Sacrifica a los dioses, y te prometo considerarte como amigo.”

Probo: “No aspiro a tu amistad. En una época fui rico, pero renuncié a todo para servir al Dios vivo.”

Máximo: “Desnudadle y azotadle con nervios de buey.”

En tanto que se ejecutaba la orden, el centurión Demetrio le dijo: “Evítate esta tortura. Mira los arroyos de sangre que brotan de tu cuerpo.”

Probo: “Haz lo que quieras de mi cuerpo. Tus tormentos son deliciosos.”

Máximo: “¿No hay manera de curar tu locura, hombre insensato?”

Probo: “Soy menos insensato que tú, puesto que no adoro a los demonios.”

Máximo: “Derribadle de espaldas y golpeadle el vientre.”

Probo: “¡Señor, ayuda a tu siervo!”

Máximo: “Preguntadle después de cada golpe, dónde está su Señor.”

Probo: “El Señor está conmigo y seguirá ayudándome; tus tormentos me hacen tan poca mella, que no te obedeceré.”

Máximo: “¡Imbécil, mira en qué estado estás; el suelo se halla cubierto de sangre!”

Probo: “Cuanto más sufre mi cuerpo, más fortalece Dios mi alma.”

Máximo le envió entonces a la prisión y mandó llamar al tercer cristiano, quien dijo llamarse Andrónico y ser un patricio de Efeso. También él se negó a ofrecer sacrificios. Máximo le envió a reunirse con sus compañeros y así terminó el primer interrogatorio. El segundo se llevó a cabo en Mopsuestia. Las “actas” repiten las preguntas de Máximo y las respuestas de los mártires, así como los tormentos a los que fueron sometidos. Andrónico hizo notar a su juez que las heridas que había sufrido en el interrogatorio anterior estaban perfectamente curadas. Máximo gritó entonces a los guardias: “¡Imbéciles!”, ¿acaso no os prohibí estrictamente que dejaseis entrar a alguien a vendarles las heridas? Ya veo cómo habéis cumplido mis órdenes.” El carcelero Pegaso replicó: Juro por tu grandeza que nadie ha vendado sus heridas ni ha entrado a visitarle. Le he tenido encadenado en el rincón más apartado de la prisión. Si miento, puedes cortarme la cabeza.”

Máximo: “Entonces, ¿cómo explicas que las cicatrices hayan desaparecido?”

Pegaso: “No sé.”

Andrónico: “¡Necio! Nuestro Salvador es un médico poderoso que cura a todos los que le adoran y esperan en El. Para ello no necesita de medicinas. Le basta con su palabra. Aunque vive en el cielo, está presente en todas partes, por más que tú no le conozcas.”

Máximo: “Las tonterías que dices no te van a salvar. Sacrifica o perderás la vida.”

Andrónico: “No retiro una sola de mis palabras. No creas que vas a asustarme como a un niño.”

|           El tercer interrogatorio tuvo lugar en Anazarbus. Taraco fue el primero en comparecer y respondió con su valentía habitual. Cuando Máximo mandó tenderle en el potro, Taraco le dijo: “Podría yo alegar el rescripto que prohibe que los jueces condenen al potro a los militares, pero renuncio voluntariamente a ese privilegio.” Máximo condenó también a Probo a la tortura y ordenó a los guardias que le hiciesen comer, por fuerza, algunos de los alimentos que se habían ofrecido a los ídolos.

Máximo: “¿Ya lo ves? Después de tanto sufrir por no ofrecer sacrificios, has acabado por comer los manjares ofrecidos a los dioses.”

Probo: “No veo por qué consideras como una hazaña el haberme hecho comer esos manjares contra mi voluntad.”

Máximo: “Como quiera que sea, ya los probaste. Prométeme ahora gustarlos por tu voluntad y te pondré inmediatamente en libertad.

Probo: “Aunque me obligaras a comer todos los manjares ofrecidos a los ídolos, no ganarías gran cosa, porque Dios ve que los como contra mi voluntad.”

Finalmente, los tres mártires fueron condenados a ser arrojados a las fieras. Máximo mandó llamar a Terenciano, el encargado de los juegos del circo, y le ordenó que organizase una función para el día siguiente. Desde muy temprano, la multitud llegó al teatro, que distaba más de un kilómetro de Anazarbus. El autor de las actas narra muy por menudo los acontecimientos y afirma que él los presenció, con otros dos cristianos, desde una colina próxima. En cuanto los mártires penetraron en la arena, la multitud guardó silencio, compadecida de los cristianos, y muchos empezaron a murmurar contra la crueldad del gobernador. Algunos se dispusieron a partir, pero el gobernador, furioso, dio orden de cerrar las puertas. Un león, un oso y otras fieras salvajes fueron sacadas a la arena, pero se limitaron a lamer las heridas de los mártires, sin hacerles daño alguno. Máximo, ciego por la cólera, mandó que los gladiadores decapitasen a los tres testigos de Cristo. Una vez cumplida la sentencia, Máximo mandó que sus cadáveres quedasen bajo la guardia de seis centinelas para que los cristianos no los robasen. La noche era muy oscura, y una violenta tempestad dispersó a los guardias. Los cristianos, guiados por una milagrosa estrella, distinguieron los cadáveres de los mártires, los cargaron en las espaldas y les dieron sepultura, en una cueva de las colinas cercanas. El autor de las actas cuenta que los cristianos de Anazarbus enviaron su relato a la iglesia de Iconium para que lo hiciesen llegar a los fieles de Pisidia y Panfilia a fin de alentarlos.

 

Ruinan y Acta Sanctorum, oct., vol. V, presenten los textos griego y latino de las actas. Existen además otras recensiones, entre ellas una versión siria publicada por Bedjan. También se conserva un panegírico de Severo de Antíoco (Patrología Orientalis, vol. XX, pp. 277-295. Harnack, Die Chronologie der altchritslich Litteratar, vol. II, 1904, pp. 479-480), hablando sobre las actas, aduce algunas razones que le mueven a no considerarlas como copia de un documento oficial; no obstante, su opinión acerca de ellas es menos severa que la de Delehaye, Les légendes hagiographiques (1927), p. 114.

 

 

San Nectario, Arzobispo de Constantinopla (397 d.C.).

(11 de octubre).

San gregorio Nazianceno renunció a la sede de Constantinopla muy poco después de haber sido elegido, el año 381. Su sucesor fue Nectario, natural de Tarso de Cilicia y pretor de la ciudad imperial. A continuación narraremos la forma peculiar como fue elegido, según la leyenda relativamente dudosa. Cuando tenía lugar en Constantinopla el segundo Concilio ecuménico, Nectario, aue pasaba por ahí camino de Tarso, preguntó a Diódoro, obispo de su ciudad natal, si quería enviar con él algunas cartas. Muy impresionado por el aspecto y los modales de Nectario, Diódoro le propuso como candidato para suceder a San Gregorio en el gobierno de la sede de Antioquía. Aunque Melecio se burló de la ¡dea, el nombre de Nectario fue inscrito en la lista de candidatos que debía presentar al emperador. Teodosio, eligió a Nectario, con gran sorpresa de todos, ya que ni siquiera estaba bautizado. Se cuenta que era casado y que tenía un hijo. Como quiera que fuese, el Concilio ratificó la elección, y Nectario recibió el bautismo y la consagración episcopal. Al salir de Constantinopla, San Gregorio escribió a los obispos: “Guardad vuestro trono y vuestro palacio episcopal, puesto que eso es lo que os importa. Regocijaos, envaneceos, reclamad el título de patriarcas y apoderaos de inmensas posesiones.” Desgraciadamente, el Concilio justificó en cierto modo esas críticas, ya que, poco después de la elección de Nectario, aprobó un canon por el que Constantinopla pasaba a ocupar el segundo lugar después de Roma. Por eso se llama con frecuencia a San Nectario primer patriarca de Constantinopla, aunque la Santa Sede tardó mucho tiempo en reconocer ese título, que había sido concedido contra su parecer.

San Nectario gobernó la sede durante dieciséis años y, si bien es muy poco lo que sabemos sobre él, no hay duda de que se opuso abiertamente a los arríanos, ya que el año 388, cuando circuló la noticia de que el emperador había muerto en Italia, dichos herejes incendiaron la casa del santo obispo. Los historiadores recuerdan principalmente a San Nectario porque suprimió en su diócesis el oficio de penitenciario y los ritos de disciplina pública, a raíz de un escándalo. El santo murió el 27 de septiembre de 397. San Juan Crisóstomo le sucedió en el gobierno de la sede. El nombre de San Nectario figura en el “Menaion” griego, pero no en el Martirologio Romano.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. V, se hallarán reunidos los principales pasajes de los historiadores de la Iglesia sobre San Nectario. Acerca de la supresión del oficio de penitenciario, puede verse un buen resumen en DTC., vol. XII, cc. 796-798.

 

 

San Agilberto, Obispo de París (c. 685 d.C.).

(11 de octubre).

Después de que Coenwalh, rey de los sajones del oeste de Inglaterra, recibió el bautismo en la corte de Arma, rey de Anglia oriental, y fue restaurado al trono, llegó a Wessex cierto obispo llamado Agilberto. Era franco de origen, pero había vivido en Irlanda, consagrado al estudio, Coenwalh, impresionado por el celo y el saber de Agilberto, le pidió que se quedase como obispo en la región. Agilberto aceptó la proposición y en su cargo dio muestras de un celo misional infatigable. Hallándose en Nortumbría, ordenó sacerdote a San Wilfrido. Por entonces, se tomó la decisión de reunir un sínodo en Whitby para poner término a la oposición entre las costumbres romanas y las célticas. El santo asistió y fue ahí, prácticamente, el paladín de la causa romana, de suerte que el rey Oswy le nombró para que respondiese a los argumentos del opositor, San Coimano de Lindisfarne. Agilberto pidió que San Wilfrido respondiese por él, “porque es capaz de expresar nuestra opinión en mejor inglés que si yo me sirviese de un intérprete.”

La dificultad de la lengua había constituido ya en otras ocasiones un obstáculo para San Agilberto. Cuando el santo llevaba ya varios años de obispo en Inglaterra, el rey Coenwalh quien, según dice Beda, “sólo entendía la lengua de los sajones”, se cansó del idioma bárbaro del obispo, dividió su reino en dos diócesis y nombró a un tal Wino como obispo de la región en que estaba situada Winchester, la capital. Agilberto se molestó mucho de que el monarca hubiese procedido así, sin consultarle y renunció al gobierno de su sede. Inmediatamente volvió a Francia donde el año 668 fue elegido obispo de París. Entre tanto, Wino había conseguido que le nombrasen obispo de Londres mediante tratos simoníacos. Entonces Coenwalh, viendo de nuevo sin obispo la diócesis de Wessex, escribió a San Agilberto para que volviese. El santo replicó que no podía abandonar su nueva diócesis y dejar a sus ovejas sin pastor, pero envió a su sobrino Eleuterio, “a quien juzgaba digno de gobernar una diócesis.” Eleuterio fue consagrado por San Teodoro de Canterbury. Por su parte, San Agilberto consagró en París a San Wilfrido, según lo referiremos en el artículo consagrado a este último santo. San Agilberto murió antes del año 691.

 

Nuestra principal autoridad es Beda (texto y notas de Plummer); pero se encuentran también algunos datos en el Líber historias francorum y en la continuación de dicha obra por Fredegario.

 

 

San Gunmaro (c. 774 d.C.).

(11 de octubre).

San Gunmaro era hijo del señor de Emblem, población situada en las cercanías de Lierre, en Brabante. Aunque no sabía leer ni escribir, entró a servir en la corte de Pepino, donde se distinguió por el fiel desempeño de sus deberes y por la caridad con que practicaba las obras de misericordia. Pepino le elevó a un puesto de importancia y arregló su matrimonio con una joven bien nacida llamada Guinimaria. Aunque tal matrimonio no parecía muy feliz a los ojos del mundo, ya que Guinimaria era extravagante, perversa, cruel, caprichosa e indisciplinada, Dios se valió de ella para conducir a su siervo a las cumbres de la perfección. Inútil decir que la vida de San Gunmaro, desde el momento de su matrimonio, se convirtió en una serie de duras pruebas.

El santo se esforzó durante años, con prudencia y caridad, por mejorar a su esposa y atraerla a la práctica de la religión. Después, tuvo que ausentarse durante ocho años para servir al rey Pepino en la guerra. Cuando volvió a su casa, encontró que su esposa había administrado muy mal sus posesiones y que muy pocos de sus vasallos habían logrado escapar de la opresión. Guinimaria era tan poco generosa, que se rehusaba aun a dar un poco de cerveza a los que recogían la cosecha. Gunmaro se dedicó inmediatamente a pagar lo que debía a cada uno de sus vasallos. Aparentemente, Guinimaria se dejó impresionar por la prudencia y bondad de su marido y parecía que estaba dispuesta a corregirse; pero poco después, se dejó nuevamente llevar de su pésimo carácter. Gunmaro trató aún de hacer algo por ella, pero finalmente desistió y se retiró a la vida solitaria. Se dice que San Gunmaro fundó, juntamente con San Rumoldo, la abadía de Lierre que después tomó su nombre.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. V, pueden verse una biografía en verso y otra en prosa latina. P. G. Deckers estudió muy a fondo la vida de San Gunmaro en Leven en eerdienst van den h. ridder Gummarus (1872). Cf. T. Paaps, De hl. Gummarus,... cristische sludie (1944).

 

 

San Bruno el Grande, Arzobispo de Colonia (965 d.C.).

(11 de octubre).

Parecería que el título de “el Grande” debería aplicarse al santo fundador de los cartujos. Sin embargo, tal título se aplica tradicionalmente al poderoso príncipe-obispo, San Bruno de Colonia, quien vivió ochenta años antes que su homónimo y colaboró ardientemente con su hermano, el emperador Otón I el Grande, en la creación de Alemania y del imperio. Bruno era el más joven de los hijos del emperador Enrique y de Santa Matilde. Nació el año 925 y, desde sus primeros años, dejó ver que había heredado las buenas disposiciones de sus padres. Cuando tenía apenas cuatro años, fue enviado a la escuela de la catedral de Utrecht, donde adquirió un gran amor por los estudios. Se dice que la obra de Prudencio era entonces su libro de cabecera y, más tarde, ya en la corte imperial, unos bizantinos le enseñaron el griego. Su hermano Otón le convocó a la corte cuando Bruno tenía catorce años. No obstante su juventud, pronto llegó a ocupar puestos de importancia. El año de 940, fue nombrado secretario confidencial del emperador. Poco después, fue ordenado diácono y recibió, como beneficios, las abadías de Lorsch y Corvey. Aunque estaba prohibido recibir múltiples beneficios, en este caso resultó bien, ya que el santo reformó ambas abadías. San Bruno recibió la ordenación sacerdotal a los veinticinco años. Inmediatamente pasó a Italia con su hermano Otón, actuando como su canciller, y empleó su gran influencia para realizar el deseo imperial de la unión entre la Iglesia y el Estado. Pero el santo no había llegado aún a la cima de su brillante carrera; en efecto, el año 953, la sede de Colonia quedó vacante y Otón lo nombró arzobispo de aquella ciudad.

Durante los doce años en los que desempeñó ese cargo, San Bruno jugó un papel muy importante en la política imperial, que estaba íntimamente unida con los asuntos eclesiásticos, sin descuidar jamás sus deberes religiosos y pastorales. Desde luego, su vida era un ejemplo de piedad y de bondad. Por otra parte, San Bruno mantenía a raya las ambiciones del clero y de los nobles mediante frecuentes visitas. Para mantener el nivel espiritual de su arquidió-cesis, se valía sobre todo de la difusión de la sana doctrina y del espíritu monástico. Ya antes de ser obispo, había empleado toda su influencia para reformar el imperio y, por cierto que la influencia de un arzobispo hermano del emperador era muy poderosa. Mientras Otón se hallaba en Italia, su yerno, Conrado el Rojo, duque de Lorena, se levantó en armas; el emperador derrotó a Conrado y concedió a San Bruno el ducado de Lorena. Aunque el ducado no iba unido al título de arzobispo, el nombramiento de San Bruno dio origen al poder temporal de los arzobispos de Colonia, quienes se convirtieron en príncipes del Sacro Romano Imperio. La habilidad de San Bruno en el gobierno era tan grande como su bondad. El santo demostró particular aptitud para apaciguar las numerosas disputas políticas entre los habitantes de Lorena y consiguió imponer el orden y la autoridad del imperio en la región. En esa tarea de unificación le ayudó mucho su clero, muy instruido y disciplinado, tuvo tanto tino en sus numerosas elecciones de prelados que se le apodó “el creador de obispos.” El momento culminante de la carrera de San Bruno lúe el año 961, cuando el emperador llegó a Roma para ser coronado, ya que durante su ausencia dejó a San Bruno y a su medio hermano Guillermo, arzobispo de Mainz, como corregentes del Imperio y tutores de su sobrino, el rey de Romanos.

San Bruno el Grande murió cuatro años después, el 11 de octubre de 965, cuando sólo tenía cuarenta años de edad. Su culto en la diócesis de Colonia fue confirmado en 1870.

 

La biografía de San Bruno, escrita por su discípulo Ruotgerio, es una de las biografías medievales más fidedignas y satisfactorias. Puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. V, y en MGH., Scriptores, nueva serie, ed. Irene Ott (1951); cf. en la antigua edición el vol. IV, pp. 224-274. La biografía a la que nos referimos fue escrita cuatro años después de la muerte de San Bruno. Se encontrará un magnífico estudio de su obra en H. Schors, Annalen d.histor. Vereins f. d. Niederrhein, 1910, 1911, 1917. Cf. también Hauck, Kirchengenschichte Deutschlands, vol. III, pp. 41 ss.

 

 

San Maximiliano, Obispo de Lorch, Mártir (¿284? d.C.).

(12 de octubre).

Maximiliano fue el apóstol de la región del Imperio Romano conocida con el nombre de Nóricum, que se extendía entre Estiria y Baviera. Según la tradición, fue él quien introdujo el cristianismo en Lorch, cerca de Passau y ahí sufrió el martirio; pero los detalles que nos dan las “actas”, que datan del siglo XIII, no merecen crédito alguno. Según dichas actas, el santo nació en Cilli (Steiermark) de Estiria y, a los siete años, se le confió a un sacerdote para que le educase. Algunos años después, Maximiliano repartió entre los pobres su rica herencia y emprendió una peregrinación a Roma. El Papa Sixto II le envió a evangelizar Nóricum, y el santo fijó su residencia episcopal en Lorch; no obstante las persecuciones de Valeriano y Aureliano, el santo sobrevivió veinte años y convirtió a numerosas personas. Pero en el reinado de Nume-riano, el prefecto de Nóricum lanzó una nueva persecución, y San Maximiliano fue convocado para que ofreciese sacrificios a los dioses. Al rehusarse a ello, fue decapitado fuera de las murallas de la ciudad de Cilli, en un sitio que todavía se muestra a los visitantes.

 

Las actas pueden verse en Acta Sanctorum, oct., vol. IV, con la introducción acostumbrada. Véase también Ratzinger, Forschungen z. bayr. Gesch. (1898), pp. 325 ss; y J Zeiller, Les origines chrétiennes dans les provinces danubiennes (1914).

 

 

Santos Félix, Cipriano y Compañeros, Mártires (c. 484 d.C.).

(12 de octubre).

El segundo párrafo del Martirologio Romano en el día de hoy, reza así: “En África, el triunfo de 4966 santos, confesores y mártires sacrificados por los vándalos en el reinado del arriano Hunerico. Entre la inmensa multitud de fieles se contaban varios obispos, sacerdotes y diáconos de las diferentes Iglesias. Primero fueron desterrados a un espantoso desierto, por defender la fe católica. Los moros torturaron cruelmente a muchos de ellos. A unos los obligaron a correr sobre los filos de las espadas, a otros los apedrearon, a otros más les ataron las piernas y los arrastraron sobre las rocas hasta despedazarlos. Finalmente, todos alcanzaron la corona de un glorioso martirio. Entre ellos se encontraban los obispos Félix y Cipriano, distinguidos sacerdotes del Señor.” Víctor de Vita, obispo africano que fue testigo presencial de los hechos, describe en detalle la persecución de los vándalos arríanos cuyo resumen acabamos de leer.

Hunerico desterró por centenares a los cristianos al desierto de Libia, donde perecieron en las más feroces torturas. Algunos fueron encerrados en una reducida construcción, donde los visitó el obispo Víctor, quien más tarde, describió aquella estrecha cárcel, como un foso tan siniestro y espantoso como el tristemente célebre “agujero negro” de Calcuta. Cuando llegó finalmente la orden de partir al desierto, los cristianos salieron de aquella mazmorra cantando salmos y desfilaron entre el coro de lamentaciones de sus correligionarios que estaban aún en libertad. Algunos de estos últimos, entre los que se contaban muchas mujeres y niños, siguieron voluntariamente al destierro a los confesores de la fe. Los guardias, viendo que San Félix, obispo de Abbir, era ya muy anciano y estaba casi paralítico, sugirieron a Hunerico que le dejase morir en la prisión, pero el salvaje tirano respondió que si Félix estaba demasiado débil para cabalgar, le atasen a una yunta de bueyes para que éstos le llevasen a rastras al desierto. San Félix hizo el viaje atado al lomo de una muía. Muchos de los más jóvenes y vigorosos murieron en el camino. Cuando alguno caía Atenuado, los guardias le levantaban a punta de lanza y, si veían que no día continuar el viaje, le echaban a un lado del camino para que pereciese e sed y de fatiga. San Cipriano, que era también obispo, dedicó todas sus ergías a asistir y alentar a los cristianos, hasta que fue aprehendido y desterrado: murió en el destierro, víctima de los malos tratos que había recibido.

 

Prácticamente todo lo que sabemos acerca de estos mártires se reduce a lo que nos cuenta Víctor de Vita, cuyo relato se cita y se discute en Acta Sanctorum, oct., vol. VI. Es curioso que ni en el antiguo calendario de Cartago ni en el Hieronymianum se mencione a estos mártires.

 

 

Santa Etelburga, Abadesa de Barking, Virgen (c. 678 d.C.).

(12 de octubre).

Se dice que Santa Etelburga nació en Stallington del Lindsey. Era hermana de San Erconwaldo, y se cuenta que “estaban unidos por los lazos del amor fraternal y eran como un solo corazón y una sola alma.” Enardecida por el ejemplo de su hermano, Santa Etelburga determinó consagrarse a Dios en la vida religiosa y nada pudo hacerla vacilar en su resolución, porque el mundo pierde todo poder sobre aquéllos que están sinceramente poseídos por las verdades eternas. Antes de ser elegido obispo de Londres, San Erconwaldo fundó un monasterio en Chertsey y otro en Barking, en Essex. Este último era un monasterio mixto del que Santa Etelburga fue la primera abadesa. Pero, ya que ella y las otras religiosas carecían de experiencia, Santa Hildelita fue enviada de una abadía de Francia para vigilar los primeros pasos del monasterio. Se dice que entre Santa Hildelita y Santa Etelburga existía una especie de emulación en materia de austeridad. Cuando Santa Etelburga quedó como única superiora, supo conducir suavemente a sus religiosas por el camino de la virtud y perfección cristianas. “Se mostraba en todo digna hermana de San Erconwaldo, observaba escrupulosamente la regla, era muy devota y ordenada y el cielo ilustró con algunos milagros su sabio gobierno.” San Beda relata varios de los milagros de Santa Etelburga.

Durante una epidemia, murieron varios monjes del monasterio que fueron sepultados en la iglesia. Entonces, las religiosas comenzaron a discutir si las monjas debían ser enterradas en el mismo sitio. Como no pudiesen llegar a ningún acuerdo, decidieron confiar a Dios la solución del problema. Una mañana, cuando oraban junto a la tumba de sus hermanos, después de los maitines, un rayo de luz (que, según la descripción de Beda, era tan brillante como el sol) se posó sobre la tumba de los monjes, en tanto que un segundo rayo de la misma intensidad señalaba otro sitio en la iglesia. Las religiosas comprendieron que ese prodigio “mostraba el lugar en el que sus cuerpos habían de descansar en espera del día de la resurrección.” San Beda cuenta la historia conmovedora de un niño de tres años, recogido por las religiosas, que murió pronunciando el nombre de una de ellas, llamada Edith, quien le siguió poco después a la tumba. Otra religiosa, cuyo nombre había también pronunciado el niño, entró en agonía a la media noche y pidió una antorcha, diciendo: “Seguramente pensaréis que estoy loca, pero no lo estoy. Veo esta habitación iluminada por una luz tan intensa, que la llama de la antorcha me parece más bien oscuridad.” Como sus hermanas no hiciesen caso de su petición, la moribunda exclamó: “Está bien, dejad brillar vuestra antorcha; pero su luz no es ciertamente la que va a iluminarme al amanecer.” En efecto, Dios la llamó al cielo al despuntar el alba.

Una religiosa llamada Teorigita, que había estado en cama durante nueve años, tuvo una revelación sobre la próxima muerte de Santa Etelburga. La santa había llevado una vida tan edificante, “que ninguno de los que la conocían tenía la menor duda de que su alma iría directamente al cielo”, dice Beda. Tres años más tarde, poco antes de morir, Teogirita perdió el habla, pero súbitamente la recobró y dijo: “Vuestra venida es un motivo de gran gozo para mí. Sed bienvenida.” A continuación, conversó largamente con la visitante invisible y le preguntó cuánto tiempo le quedaba de vida. Los presentes le preguntaron con quién hablaba, y la religiosa respondió: “Con mi queridísima madre Etelburga.” La diócesis de Brentwood celebra la fiesta de Santa Etelburga.

 

Muy poco se puede añadir al relato que nos dejó Beda en su Historia ecclesiastica, lib. IV (edición y notas de Plummer); sin embargo, los bolandistas publicaron también la biografía escrita por Capgrave. En los calendarios medievales (Stanton, Menology, 486) y en ciertas antífonas, etc. (Hardy, Materials, vol. I, p. 385), hay huellas del culto medieval de Santa Etelburga. Acerca de la biografía de Goscelino de Canterbury se conserva en el Gotha MS, véase Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), p. 101.

 

 

San Wilfrido, Obispo de York (709 d.C.).

(12 de octubre).

San Wilfrido se distinguió entre los primeros personajes de la Iglesia en Inglaterra por su ardiente defensa de las costumbres y de la disciplina de la Iglesia de Roma y por sus estrechas relaciones con la Santa Sede. Nació el año 634 en Nortumbría; se dice que su ciudad natal era Ripon, pero hasta ahora no está probado. La madre de Wilfrido murió pronto, y su madrastra le trataba con tal rudeza que el niño partió a los trece años a la corte del rey Oswino de Nortumbría. La reina Eanfleda le tomó cariño y le envió a proseguir sus estudios en el monasterio de Lindisfarne. Al cabo de algún tiempo, viendo Wilfrido que en el monasterio no podría alcanzar la perfección que deseaba, pues las costumbres célticas que ahí se observaban no le satisfacían, determinó hacer un viaje por Francia e Italia. En Canterbury se detuvo algún tiempo para estudiar ahí la disciplina romana bajo la dirección de San Honorio y aprendió el salterio en la versión romana, que hasta entonces no conocía. El año 654, San Benito Biscop, paisano de San Wilfrido, pasó por Kent rumbo a Roma, y San Wilfrido partió con él en ese primer viaje.

            San Wilfrido pasó un año en Lyon con el obispo de dicha ciudad, San Anemundo, el cual le tomó tanto cariño, que le ofreció la mano de su sobrina y un porvenir muy brillante; pero el joven permaneció inconmovible en su decisión de consagrarse enteramente a Dios. En Roma se puso bajo la dirección del archidiácono Bonifacio, hombre muy piadoso y sabio, que ejercía el cargo de secretario del Papa San Martín y tenía positivo placer en instruir a su joven discípulo. Más tarde, San Wilfrido volvió a Lyon, donde pasó tres anos; ahí recibió la tonsura según la costumbre romana, lo cual era como un testimonio visible de su desacuerdo con los usos célticos. San Anemundo tenía la intención de hacer de él su sucesor en la sede de Lyon, pero fue asesinado repentinamente, y San Wilfrido sólo escapó con vida porque era extranjero. Inmediatamente volvió a Inglaterra. El rey Alfredo de Deira, había oído decir que Wilfrido conocía perfectamente las costumbres romanas y le pidió que istruyese en ellas a su pueblo. Dicho monarca había fundado poco antes un monasterio en Ripon, cuyos monjes, entre los que se contaba San Cutberto, habian venido de Melrose. El rey les ordenó que adoptasen las costumbres romanas, pero el abad Eatta, Cutberto y algunos más, prefirieron retornar a lelrose. San Wilfrido fue nombrado entonces abad del monasterio, en el que rodujo la regla de San Benito. Poco después, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Agilberto, quien era entonces obispo de los sajones occidentales.

San Wilfrido empleó toda su influencia para atraer al clero del norte de Inglaterra a las costumbres romanas. La principal dificultad era la fecha de la Pascua, que los celtas observaban erróneamente. Por ejemplo, se cuenta que el rey Oswino y la reina Eanfleda, originarios ambos de Kent, solían observar la Cuaresma y la Pascua en fechas diferentes en la misma corte. Para poner fin a ese estado de cosas, el año 663 o 664, se reunió un sínodo en el monasterio de San Gildas en Streaneshalch (hoy Whitby), al que asistieron los reyes Oswy y Alfrido. Según lo referimos en nuestro artículo sobre San Coimano (18 de febrero), quien era entonces obispo de Lindisfarne, el sínodo terminó con el triunfo de los partidarios de la disciplina romana, y San Coimano se retiró a lona. Tuda fue consagrado entonces obispo para suceder a San Colmano; pero Tuda murió poco después, y el rey Alfrido elevó a San Wilfrido a la sede episcopal. Nuestro santo, que equivocadamente consideraba como cismáticos a los obispos del norte que no habían adoptado la disciplina romana, fue a Compiégne a recibir la consagración episcopal de manos de su antiguo amigo San Agilberto, quien había vuelto a su país natal. San Wilfrido, que tenía entonces unos treinta años, permaneció algún tiempo en Francia y, por causas de un naufragio, se dilató aún más su retorno a Inglaterra. Entre tanto, el rey Oswy había enviado a San Chad, abad de Lastingham, a recibir la consagración episcopal de manos de Wino, obispo de los sajones occidentales, y le había nombrado obispo de York. A su vuelta a Inglaterra, San Wilfrido encontró su sede ya ocupada y se retiró calladamente a un monasterio en Ripon. El rey Wulfhero solía convocarle frecuentemente a Mercia para que confiriese la ordenación sacerdotal a los candidatos. En una ocasión, el rey Egberto le invitó a Kent por la misma razón; San Wilfrido volvió de Kent con un monje llamado Eddio Stephanus, quien llegó a ser su amigo íntimo y su biógrafo.

El año 669, San Teodoro, que acababa de ser elegido arzobispo de Canterbury, descubrió durante la visita de su arquidiócesis que la elección de San Chad había sido irregular y le destituyó de la sede de York; en su lugar nombró a San Wilfrido. Con la ayuda de Eddio, quien había ocupado un cargo de importancia en Canterbury, San Wilfrido estableció el canto romano en las iglesias del norte, restauró la catedral de York y desempeñó sus funciones episcopales en forma ejemplar. Hizo a pie la visita de su extensa diócesis y consiguió ganarse el cariño y el respeto de su pueblo, pero no el del príncipe Egfrido, sucesor de Oswy. El año 659, Egfrido había contraído matrimonio con Santa Etelreda, hija del rey Anna de Anglia del este. La reina se negó a consumar el matrimonio durante diez años; San Wilfrido, a quien apeló la reina cuando su marido quiso hacer valer su derechos, apoyó su causa y la ayudó a abandonar el palacio y a ingresar en el monasterio de Coldingham. Ante esa actitud del santo, Egfrido se sintió ofendido y dio rienda suelta a su resentimiento. Cuando corrió la noticia de que San Teodoro tenía el proyecto de dividir la extensa diócesis sufragánea de Nortumbría, el rey apoyó el proyecto; por otra parte, se dedicó a crear obstáculos a San Wilfrido y pidió que fuese depuesto. Según parece, Teodoro prestó oídos a las quejas de Egfrido, dividió la diócesis de York y consagró a tres obispos en la propia catedral de San Wilfrido. Este apeló al juicio de la Santa Sede el año 677 o 678. Fue el primer caso de apelación de la Iglesia de Inglaterra a Roma. San Wilfrido emprendió el viaje a la Ciudad Eterna; pero los vientos contrarios arrojaron la nave a la costa de Frieslandia, y el santo pasó ahí el invierno y la primavera del año siguiente, predicando y bautizando a los habitantes de la región. Tal fue el comienzo de la misión que San Wilibrordo y otros apóstoles llevarían a feliz término más tarde.

Después de pasar algún tiempo en Francia, San Wilfrido llegó a Roma a fines del año 679. El Papa San Agatón estaba ya al corriente de los sucesos en Inglaterra, gracias a los informes de un monje a quien Teodoro había enviado a Roma con unas cartas. Para discutir el asunto, el Papa reunió un sínodo en Letrán. El sínodo dispuso que San Wilfrido debía ser restituido a su diócesis y que a él tocaba elegir a sus coadjutores o sufragáneos. En cuanto llegó a Inglaterra, San Wilfrido, que había asistido en Roma al Concilio de Letrán que condenó la herejía monoteleta, se presentó ante el rey Egfrido y le dio a leer los documentos pontificios. El monarca gritó que San Wilfrido había obtenido esos decretos del Pontífice con soborno y mandó que le encarcelaran durante nueve meses. Cuando salió de la prisión, el santo se dirigió a Sussex pasando por Wessex. Aunque aún había muchos paganos entre los sajones del sur, el rey Etelwaldo, que había sido bautizado recientemente en Mercia, le acogió con los brazos abiertos. El santo convirtió con su predicación a la mayoría de los habitantes y evangelizó también la isla de Wight. En Sussex devolvió la libertad a 250 esclavos. Cuando llegó a Sussex, el hambre y la sequía asolaban la región; pero el día en que bautizó a los primeros neófitos cayó una lluvia muy abundante. San Wilfrido enseñó también al pueblo a pescar, lo cual resultó muy benéfico, pues en la región sólo se conocía la pesca de anguilas. Los acompañantes del obispo adaptaron las redes utilizadas para atrapar anguilas de manera que sirviesen para los peces y, en la primera salida pescaron trescientas piezas. San Wilfrido regaló cien peces a los pobres, dio otros cien a quienes le habían prestado las redes y guardó los cien restantes para su comitiva. El rey le regaló entonces una parcela de tierra, donde el santo estableció un monasterio, que se convirtió más tarde en cabecera de una diócesis, que después se cambió a Chichester.

San Wilfrido tenía su residencia en la península de Selsey. Durante los cinco años siguientes, hasta la muerte del rey Egfrido, San Teodoro, que era ya muy anciano y estaba enfermo, le rogó frecuentemente que fuese a verle en casa del obispo de Londres, San Erconwaldo. Cuando por fin tuvo lugar la reunión, San Teodoro confesó toda su vida a sus dos hermanos en el episcopado y dijo a San Wilfrido: “Lo que más me duele es haber consentido en vuestra deposición sin que vos me hubieseis dado causa alguna para ello. Confieso mi crimen a Dios y a San Pedro y los pongo por testigos de que haré cuanto esté en mi mano por reparar mi falta y reconciliaros con los reyes y señores que son amigos míos. Sé que no viviré hasta el fin de este año y, antes de morir, quiero dejaros establecido como sucesor mío en mi diócesis.” San Wilfrido replicó: “Que Dios y San Pedro perdonen todas nuestras disputas. En cuanto a mi, os prometo que pediré siempre por vos. Escribid a vuestros amigos que me restituyan en mi diócesis, según lo disponen los decretos de la Santa Sede. Mas tarde, una asamblea estudiará el asunto de vuestro sucesor.” Así pues, San Teodoro escribió a Alfrido, sucesor de Egfrido, a Etelredo, rey de Mercia, a Santa Elfleda, quien había sucedido a Santa Hilda en el gobierno de la abadía de Whitby y a algunos otros. Alfrido restituyó a San Wilfrido en su diócesis el año 686 y le devolvió el monasterio de Ripon. La historia del desarrollo de los sucesos en el norte es muy oscura y complicada; el hecho es que, cinco años después, surgieron ciertas dificultades entre Alfrido y San Wilfrido, y éste fue nuevamente desterrado, el año 691. Entonces se refugió en los dominios de Etelredo de Mercia, quien le confió la administración de la sede vacante de Lichfield, y el santo desempeñó ese oficio durante cinco años. El nuevo arzobispo de Canterbury, San Berlwaldo, a quien no simpatizaba San Wilfrido, convocó el año 703 un sínodo en el cual se decretó, a instancias de Alfrido, que San Wilfrido renunciase a su diócesis y se retirase a la abadía de Ripon. San Wilfrido, en un discurso conmovedor, recordó todo la que había hecho por la Iglesia en el norte y apeló nuevamente a la Santa Sede. El sínodo se disolvió, y el santo, que tenía ya setenta años, emprendió su tercer viaje a Roma.

También sus enemigos enviaron representantes a la Ciudad Eterna, donde se examinó el asunto en varias sesiones consecutivas. Naturalmente, la comisión encargada de estudiar el caso estaba influenciada por la decisión anterior de San Agatón. Por otra parte, los enemigos de San Wilfrido admitían que su vida había sido siempre irreprochable y que es imposible deponer a un obispo contra el que no se puede probar ninguna acusación canónica. La comisión resolvió que, si era necesario dividir la sede de San Wilfrido, había sido injusto proceder a ello sin consultar al santo y sin reservarle una de las diócesis nuevas, y que sólo un sínodo provincial podía haber decretado la división de la diócesis. Además, como San Wilfrido era el mejor conocedor de los cánones de la Iglesia de Inglaterra, según lo había reconocido San Teodoro, consiguió meter en aprietos a muchos personajes de la corte. En efecto, es interesante observar que el santo jamás había exigido la jurisdicción de un metropolitano sobre la sede de York, ya que el palio había sido concedido a San Paulino y no a él. San Wilfrido encontró en Roma la protección y la aprobación que merecía su heroica virtud. El Papa Juan VI escribió a los reyes de Mercia y Nortumbría y encargó al arzobispo Bertwaldo que convocase a un sínodo para hacer justicia al santo; al mismo tiempo, amenazó con emplazar a los enemigos de San Wilfrido, si no cumplían sus órdenes.

A pesar de todo, el rey Alfrido mantuvo su oposición a San Wilfrido cuando éste retornó a Inglaterra, pero el monarca falleció el año 705 y, durante su última enfermedad, se arrepintió de todas las injusticias que había cometido contra él, según testificó su hermana Santa Elfleda. Habiendo reivindicado así los cánones y la autoridad de la Santa Sede, San Wilfrido no tuvo dificultad en aceptar un compromiso; en efecto, cedió la sede de York a San Juan de Beverley y se contentó con la diócesis de Hexham, que administró prácticamente desde su monasterio de Ripon. Eddio escribe a propósito de la toma de posesión de San Wilfrido: “Ese día se abrazaron y besaron todos los obispos, unos a otros, partieron el pan y comulgaron juntos. Una vez que dieron gracias a Dios por el feliz suceso, retornaron a sus respectivas diócesis llenos de la paz de Cristo.” El año 709, San Wilfrido visitó los monasterios de Mercia que él mismo había fundado y falleció en uno de ellos, el de Oundle, en Northamptonshire, después de haber repartido sus bienes entre sus monasterios, sus iglesias y sus antiguos compañeros de destierro. Su cuerpo fue sepultado en su iglesia de San Pedro de Ripon. T. Hodkin, en su “Historia de Inglaterra durante la conquista de los normandos”, confiesa que “la vida de San Wilfrido, con su extraña sucesión de triunfos y desventuras, es uno de los problemas más complejos de la historia del primer período anglo-sajón.” Pero el mismo autor añade: “San Wilfrido preguntó justamente una y otra vez: “¿De qué crímenes me acusáis?” Y, a lo que parece, sus enemigos no podían acusarle de ningún crimen.” Por otra parte, el historiador Hodgkin no vacila en describir al santo como “un valeroso anciano” y “el más grande de los personajes eclesiásticos” de Nortumbría. Aunque las tempestades se acumularon sobre San Wilfrido, nunca perdió el ánimo ni insultó a sus perseguidores. Su amigo y biógrafo, Eddio, le describe como un hombre “cortés con todo el mundo, muy activo, caminante infatigable, siempre dispuesto a hacer el bien, sin desalentarse jamás.” Su nombre figura en el Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en la mayoría de las diócesis inglesas y la oración que le corresponde en el breviario está tomada del antiguo oficio de la diócesis de York.

 

Además del detallado relato de Beda, los principales materiales son: una biografía muy completa escrita por su compañero y discípulo, Eddio (traducida al inglés por B. Colgrave en 1927), un poema un tanto ampuloso de Frithegod (c 945) y algunos documentos posteriores, como la biografía o las biografías de Eadmer. Dichas fuentes se hallan reunidas en el primer volumen de la obra de Raine, Historians of the Church of York (Rolls Series). Sería imposible discutir aquí los múltiples conflictos de la vida de San Wilfrido. Nuestro artículo está basado sustancialmente en los relatos de Beda y de Eddio. Aunque hay razones para sospechar que Eddio suprimió ciertos incidentes que podían ensombrecer un tanto la figura de su biografiado, no existe ninguna prueba de que haya realmente falsificado la historia. Véase R. L. Pool,e Studies in Chronology and History (1934), pp. 56-81; F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943); W. Levison, England and the Continent in the Eighth Century (1946); E. S. Duckett, Anglo-Saxon Saints and Scholars (1947). Alistair Campbell editó en 1950 el poema de Frithegod.

 

 

San Eduardo el Confesor (1066 d.C.).

(13 de octubre).

Después del abandono, las luchas y la opresión durante el reinado de los dos soberanos daneses, Harold Harefoot y Artacanuto, el pueblo inglés acogió con júbilo al representante de la antigua dinastía inglesa, San Eduardo el Confesor. “Todos reconocieron sus derechos”, y la paz y tranquilidad que prevalecieron en su reinado, hicieron de él el más popular de los monarcas ingleses, aunque hay que reconocer que los normandos, a quienes el santo había favorecido con su amistad, exageraron más tarde la importancia de su gobierno. Las cualidades que merecieron a Eduardo ser venerado como santo, se refieren más bien a su persona que a su administración como soberano, pues, si bien era un hombre piadoso, amable y amante de la paz, carecía tal vez de la energía necesaria para dominar a algunas de las poderosas personalidades que le rodeaban. Ello no significa que haya sido un hombre débil ni supersticioso, como se ha dicho algunas veces. Aunque su salud no era vigorosa, poseía una fuerza de voluntad poco aparatosa, pero capaz de triunfar de la influencia de sus enemigos. Eduardo era hijo de Etelredo y de la normanda Ema. Durante la época de la supremacía danesa, fue enviado a Normandía, cuando tenía diez años, junto con su hermano Alfredo. Este volvió a Inglaterra en 1036; fue capturado, mutilado y al fin murió a causa de los malos tratos que le prodigó el conde Godwino. En vista de ello, San Eduardo no volvió a su patria sino hasta 1042, cuando fue elegido rey; tenía entonces cuarenta años. Al cumplir cuarenta y dos, contrajo matrimonio con Edith, la hija de Godwino. Era ésta una joven muy bella y piadosa, “cuya mente era un verdadero arcón de artes liberales.” La tradición sostiene que San Eduardo y su esposa guardaron perpetua continencia, por amor a Dios, y como un medio para alcanzar la perfección; pero el hecho no es del todo cierto, y mucho menos sus motivos. Guillermo de Malmesbury, quien escribió ochenta años más tarde, afirma que todo el mundo sabía que el rey y la reina observaban la continencia, pero añade: “Lo que no se ha conseguido averiguar es si el monarca procedía así por desprecio a la familia de su esposa o simplemente por amor a la castidad.” El cronista Rogelio de Wendover repite esta opinión, pero cree que San Eduardo no quería “tener sucesores que perteneciesen a una familia de traidores.” Sin embargo, debe reconocerse que ese motivo parece traído por los cabellos. En este caso no existe razón alguna para preguntarnos por qué San Eduardo contrajo matrimonio si no pensaba consumarlo, ya que el poder del conde Godwino constituía la mayor amenaza para su reino y su matrimonio lo resguardaba.

En efecto, Godwino era el principal enemigo de un grupo de normandos cuya influencia se dejaba sentir sobre todo en la corte, tanto en el nombramiento de los obispos como en otras materias de menor importancia. Al cabo de una serie de incidentes, la hostilidad que existía entre los dos grupos hizo crisis, y Godwino junto con su familia fueron desterrados; aun la misma reina fue encerrada en un convento por algún tiempo. Ese mismo año de 1051, Guillermo de Normandía fue a visitar la corte de Eduardo y probablemente éste le ofreció entonces la sucesión; puede decirse, por tanto, que la conquista normanda no comenzó en la batalla de Hastings, sino en el momento en que San Eduardo subió al trono. Algunos meses más tarde, Godwino se presentó nuevamente en la corte, pero como ninguno de los dos adversarios quería embarcarse en una guerra civil, San Eduardo le devolvió sus posesiones, y los miembros del consejo real “pusieron fuera de la ley a todo francés que hubiese cometido crímenes, dado sentencias injustas y aconsejado mal en los dominios del rey.” El arzobispo de Canterbury y otro obispo, que eran normandos, huyeron a Francia “en una nave sin timón.” Los cronistas de la época alaban sobre todo las “leyes y costumbres del buen rey Eduardo” y el hecho de que hubiese librado al país de la guerra civil. Las únicas empresas militares de importancia fueron las que entablaron Harold de Wessey, hijo de Godwino y Gruffydd ap Llywelyn, en las Marcas de Gales, así como las expediciones del conde Siward para reforzar a Malcolm III de Escocia contra el usurpador MacBeth. La administración equitativa y justa de San Eduardo le hizo muy popular entre sus súbditos. La perfecta armonía que reinaba entre él y sus consejeros se convirtió más tarde, un tanto idealizada, en el sueño dorado del pueblo, ya que durante el reinado de Eduardo, los barones normados y los representantes del pueblo inglés ejercieron una profunda influencia en la legislación y el gobierno. Uno de los actos más populares del reinado de San Eduardo fue la supresión del impuesto para el ejército; los impuestos recaudados de casa en casa en la época del santo, fueron repartidos entre los pobres.

Guillermo de Malmesbury nos dejó la siguiente descripción del santo monarca: Era “un hombre elegido por Dios: vivía como un ángel en medio de sus ocupaciones administrativas y era evidente que Dios lo llevaba de la mano... Era tan bondadoso, que jamás hizo el menor reproche al último de sus criados.” Se mostraba especialmente generoso con los extranjeros pobres y ayudaba mucho a los monjes. Su diversión favorita era la caza con arco y con aves de presa, y solía pasar varios días seguidos en los bosques; pero ni siquiera en esas ocasiones dejaba de asistir diariamente a misa. Era alto y majestuoso, de rostro sonrosado y de barba y cabello blancos.

Durante su destierro en Normandía, San Eduardo había prometido ir en peregrinación al sepulcro de San Pedro en Roma, si Dios se dignaba poner término a las desventuras de su familia. Después de su ascenso al trono, convoco un concilio y manifestó públicamente la promesa con que se había ligado. La asamblea alabó la piedad del monarca, pero le hizo ver que su ausencia abriría el camino a las disensiones en el interior del país y a los ataques de las potencias extranjeras. El rey se dejó convencer por el peso de esas razones y determinó someter el asunto al juicio del Papa San León IX, quien le conmutó su promesa por la obligación de repartir entre los pobres una suma de dinero igual a la que hubiese gastado en el viaje y le ordenó que dotase a un monasterio en honor de San Pedro. San Eduardo escogió para esto una abadía en las cercanías de Londres, en un sitio llamado Thorney, la reconstruyó y la dotó con gran munificencia, empleando en ello su propio patrimonio, y obtuvo que el Papa Nicolás II concediese a la abadía amplios privilegios y exenciones. Dicha abadía recibió a partir de entonces el nombre de West Minster (monasterio del oeste) para distinguirla de la de San Pablo, que estaba situada al este de la ciudad. Originalmente había en el monasterio setenta monjes. Más tarde, se disolvió la comunidad y la iglesia fue transformada en colegiata por la reina Isabel I. Los monjes de la abadía de San Lorenzo de Ampleforth son los sucesores jurídicos de los monjes de la abadía fundada por San Eduardo. La iglesia actual, conocida con el nombre de Westminster Abbey, fue construida en el siglo XIII, en el sitio donde se levantaba la abadía de San Eduardo.

El último año de la vida del santo, se vio turbado por la tensión entre el conde Tostig Godwinsson de Nortumbría y sus súbditos; finalmente, el monarca tuvo que desterrar al conde. Durante las fiestas de la Navidad de ese año, se llevó a cabo con gran solemnidad y en presencia de todos los nobles, la consagración del coro de la iglesia abacial de Westminster, el 28 de diciembre de 1065. San Eduardo estaba ya muy enfermo y no pudo asistir a la ceremonia; Dios le llamó a Sí una semana más tarde. Su cuerpo fue sepultado en la abadía.

La canonización de San Eduardo tuvo lugar en 1161. Dos años después, su cuerpo, que estaba incorrupto, fue trasladado por Santo Tomás Becket a una capilla del coro de la abadía, el 13 de octubre, fecha en que se celebra actualmente su fiesta. El Martirologio Romano menciona también al santo el 5 de enero, aniversario de su muerte. En el siglo XIII, el cuerpo de San Eduardo fue trasladado a una capilla situada detrás del altar mayor, donde reposa en la actualidad; sus reliquias son las únicas que permanecieron en su sitio (si se exceptúan las reliquias de un santo desconocido llamado Wite, que se conservan en Whitchurch de Dorsetshire), después de la tormenta de impiedad desatada por Enrique VIII y sus sucesores. A San Eduardo se atribuyó por primera vez el ejercicio del poder de curar “el mal de los reyes” (la escrófula); sus sucesores ejercitaron también ese poder, aparentemente con éxito. Alban Butler afirma que, “desde la revolución de 1688, sólo la reina Ana tuvo ese poder”; pero el cardenal Enrique Estuardo (que era de iure Enrique IX y murió en 1807) también lo ejerció. San Eduardo es el principal patrono de la ciudad de Westminster y patrono secundario de la arquidiócesis; su fiesta se celebra no sólo en Inglaterra, sino en toda la Iglesia de occidente desde 1689.

 

H. R. Luard publicó en 1858 en la Rolls Series una colección de biografías de San Eduardo. Dicha colección incluye, además de un poema franco-normando y un poema latino de fecha tardía, la obra anónima titulada Vita Aeduardi Regis, escrita, según se cree, poco después de la muerte del santo. Osberto de Clare escribió otra biografía hacia 1141; fue editada en Analecta Bollandiana (vol. XLI, 1923, pp. 5-31) por M. Bloch, quien expone largamente su opinión de que la biografía anónima no es anterior al siglo XII y debió ser escrita entre los años 1103 y 1120. Sobre este punto véase H. Thurston, en The Month, mayo de 1923, pp. 448-451; y R. W. Southern, en Eng. Hist. Rev., vol. LVIII (1943), pp. 385 ss. Existe otra biografía, que es una adaptación de la de Osberto, llevada a cabo por San Etelredo; ha sido frecuentemente editada entre las obras de dicho santo. Además, hay una buena cantidad de noticias biográficas en la Crónica Angla-sajona y en las obras de Guillermo de Malmesbury y Enrique de Huntingdon. Inútil decir que los historiadores modernos han estudiado a fondo el reinado de San Eduardo, por quien generalmente no tienen gran simpatía; véase sobre todo E. A. Freeman, Norman Conquest, vol. II. Acerca de la relación de San Eduardo con Westminster, véase a Fleete, History of Westminster Abbey, editada por Armitage Robinson (1909). Por lo que se refiere a la fama de San Eduardo como legislador, F. Liebermann demostró en Gesetze der Angelsachen que el llamado “Código de San Eduardo” fue redactado cincuenta años después de la conquista normanda y que no está basado en ninguna de las leyes que se tribuyen a San Eduardo. Acerca del poder de curar el mal de los reyes, cf. M. Bloch, Les rois thaumaturges (1924).

 

 

Santos Fausto, Genaro y Marcial, Mártires (¿304? d.C.).

(13 de octubre).

Prudencio llama a estos santos “las tres Coronas de Córdoba.” Su martirio tuvo lugar en aquella ciudad andaluza. Primero Fausto, después Genaro y finalmente Marcial, que era el más joven, fueron atormentados en el potro. El juez ordenó a los verdugos que intensificasen gradualmente la tortura hasta que los mártires se decidiesen a ofrecer sacrificios a los dioses. Fausto gritó: “¡No hay más que un Dios, que es nuestro Creador!” El juez mandó que le cortasen la nariz, las orejas, los párpados y el labio inferior. A medida que le cortaban esas partes, el mártir prorrumpía en un himno de acción de gracias. Genaro no salió mejor librado que su compañero y, entretanto, Marcial presenciaba con gran constancia el horrible espectáculo, tendido en el potro. El juez le exhortó a obedecer al edicto imperial; pero Marcial respondió resueltamente: “Jesucristo es mi único consuelo. Sólo hay un Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a quien sean dados todo honor y toda gloria.” Los tres mártires fueron condenados a perecer quemados vivos y ofrecieron jubilosamente sus vidas en Córdoba, España.

 

Como en tantos otros casos, aunque las actas carecen de valor histórico, está fuera de duda el hecho del martirio de tres cristianos en Córdoba. Sus nombres se han perpetuado gracias a ciertas inscripciones del siglo V o VI y a la mención que de ellos hace el Hieronymianum; cf. CMH., pp. 530, 544. Las actas pueden verse en la obra de Ruinart y en Acta Sanctorum, oct., vol. VI.

 

 

San Geraldo de Aurillac (909 d.C.).

(13 de octubre).

Geraldo nació en el seno de una noble familia el año 855. Una larga enfermedad le retuvo lejos del mundanal ruido mucho tiempo y, durante ese retiro forzado, adquirió el santo un gran amor por el estudio, la oración y la meditación, de tal suerte que después no encontró ya gusto alguno en la vida del mundo. A la muerte de sus padres, heredó el título de conde de Aurillac. Inmediatamente repartió entre los pobres la mayor parte de sus riquezas y empezó a vestirse en forma muy modesta, como correspondía a la vida austera y frugal que llevaba. Se levantaba todos los días a las dos de la mañana, aun cuando estuviese de viaje. Inmediatamente rezaba el oficio divino y después asistía a la misa. Dividía la jornada en forma muy estricta, de acuerdo con una distribución determinada, en la que la oración y la lectura espiritual ocupaban una buena parte. San Geraldo hizo una peregrinación a Roma y al regreso erigió en Aurillac una iglesia consagrada a San Pedro y una abadía que pobló con monjes del monasterio de Vabres, en el sitio en que su padre había construido, anteriormente, una iglesia en honor de San Clemente. El santo pensó algún tiempo en tomar el hábito, pero el obispo de Cahors, San Gausberto, le aconsejó que se abstuviese, ya que en el mundo podía hacer más por el bien de sus vasallos y de sus vecinos. San Geraldo quedó ciego siete años antes de su muerte, ocurrida en Cézenac de Quercy el año 909. Fue sepultado en la abadía de Aurillac.

 

Aunque Alban Butler no profundizó mucho en la vida de San Geraldo, la biografía de este santo en Acta Sanctorum (oct., vol. VI) es una de las semblanzas más frescas y atractivas que nos quedan del período en que vivió. San Geraldo fue contemporáneo de otro gran laico, el rey Alfredo de Inglaterra; más afortunado que el monarca anglo-sajón San Geraldo tuvo por biógrafo a San Odón de Cluny. La cuestión del autor de la biografía del santo y la de las dos recensiones que existen, ha sido tratada en forma convincente por A. Poncelet, en Analecta Bollandiana, vol. XIV (1895), pp. 88-107. Véase también E. Sackur, Die Cluniacenser, quien sostiene la opinión de Poncelet, aunque basándose tal vez en datos insuficientes. Hay un resumen muy detallado de la biografía escrita por San Odón, en Baudot y Chaussin, Vies des saints...”, vol. X (1952), pp. 413-426.

 

 

San Colman, Mártir (1012 d.C.).

(13 de octubre).

A principios del siglo XI, Austria, Moravia y Bohemia, estaban envueltas en una serie de guerras y disensiones. San Colman, un escocés o irlandés que iba en peregrinación a Jerusalén, llegó por el Danubio a Stockerau, población que dista unos diez kilómetros de Viena. Los habitantes, al ver que venía del campo enemigo y que no podía explicar su presencia en forma satisfactoria (porque no conocía la lengua), le tomaron por un espía y le ahorcaron, el 13 de julio de 1012. La paciencia con que Colman soportó los sufrimientos, fue como una prueba de su santidad; por otra parte, su cadáver permaneció incorrupto, y se cuenta que obró numerosos milagros. Tres años después, el cuerpo del santo fue trasladado a la abadía de Melk. Con el tiempo. San Colman empezó a ser venerado como patrono secundario de Austria, y no faltó quien inventase que era de sangre real. Actualmente es el titular de muchas iglesias en Austria, Hungría y Baviera. El pueblo le invoca en las epidemias que diezman el ganado vacuno y caballar. El día de la fiesta del santo se lleva a cabo la bendición del ganado en Hohenscwangau, cerca de Füssen.

 

                La biografía que se atribuye a Erchenfrido, abad de Melk, puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. VI, y en MGH., Scriptores, vol. IV, pp. 675-677. Véase también a Gougaud, Gaelic Pioneers, (1923), pp. 143-145; y Lexikon fur Theologie und Kirche, vol. VI, c. 95. No se puede probar que San Colman haya sido mártir en el sentido estricto de la palabra, y el santo no ha sido canonizado formalmente. Acerca de los aspectos folklóricos del caso, cf. Báchtold-Staubli, Handwdrterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. II, pp. 95-99.

 

 

San Calixto I, Papa y Mártir (c. 222 d.C.).

(13 de octubre).

Es lástima que casi todas las noticias que poseemos sobre San Calixto I procedan de un autor hostil. Según la narración de Hipólito, Calixto era un esclavo. Su amo, un cristiano llamado Carpóforo, le confió la administración de un banco, y el joven perdió el dinero que habían depositado en él los cristianos. Seguramente la pérdida no se debió a un robo, pues Hipólito no hubiera dejado de decírnoslo. Como quiera que fuese, Calixto huyó de Roma; pero se le capturó en Porto, donde se arrojó al mar para escapar de sus perseguidores. Los jueces le condenaron a sufrir la pena del molino, que era una de las más crueles torturas que se imponían a los esclavos; sin embargo, sus acreedores lograron alcanzarle la libertad, con la esperanza de recuperar así una parte de su dinero. Poco después, Calixto fue arrestado nuevamente por causar desórdenes en una sinagoga; la verdad era que Calixto había ido a la sinagoga a importunar a los judíos para que le pagasen el dinero que le debían. Los jueces le sentenciaron en esta ocasión a trabajos forzados en las minas de Cerdeña. Más tarde, todos los cristianos que trabajaban en las minas fueron puestos en libertad gracias a la intercesión de Marcia, una de las amantes del emperador Cómodo. Sin duda que esta narración no carece de fundamento histórico, pero hay que reconocer que Hipólito presenta los hechos en la peor forma posible, ya que, por ejemplo, afirma que cuando Calixto se arrojó al mar en Porto, tenía intenciones de suicidarse.

Cuando San Ceferino ascendió al pontificado, hacia el año 199, nombró a Calixto superintendente del cementerio cristiano de la Vía Apia, que se llama actualmente cementerio de San Calixto. En una cripta especial de dicho cementerio, conocida con el nombre de cripta papal, fueron sepultados todos los Papas, desde Ceferino hasta Eutiquiano, excepto Cornelio y Calixto I. Se dice que San Calixto ensanchó el cementerio y suprimió los terrenos privados; probablemente fue esa la primera propiedad que poseyó la Iglesia. San Calixto fue ordenado diácono por San Ceferino y llegó a ser su íntimo amigo y consejero.

San Calixto fue elegido por la mayoría del pueblo y el clero de Roma para suceder a San Ceferino. San Hipólito, que era el candidato de un partido (cf. 13 de agosto), atacó violentamente al nuevo Pontífice por motivos doctrinales y disciplinarios, en particular porque Calixto I, basándose expresamente en el poder pontificio de atar y desatar, admitió a la comunión a los asesinos, adúlteros y fornicadores que habían hecho penitencia pública. Los rigoristas, encabezados por San Hipólito, se quejaban de que San Calixto hubiese determinado que el hecho de cometer un pecado mortal no era razón suficiente para deponer a un obispo; que hubiese admitido a las órdenes a quienes se habían casado dos o tres veces y que hubiese reconocido la legitimidad de los matrimonios entre las mujeres libres y los esclavos, lo cual estaba prohibido por la ley civil. Hipólito llama hereje a San Calixto por haber procedido así en esos puntos de disciplina, pero no ataca la integridad personal del Pontífice. En realidad, San Calixto condenó al heresiarca Sabelio, siendo así que San Hipólito le acusaba de practicar una forma velada de sabelianismo. San Calixto fue un gran defensor de la sana doctrina y de la disciplina. Chapman llega incluso a decir que, si tuviésemos más datos sobre San Calixto I, le consideraríamos tal vez como uno de los más grandes Pontífices de la historia.

Aunque Calixto I no vivió en una época de persecución, no faltan razones para creer que fue martirizado durante un levantamiento popular; sus “actas” afirman que fue precipitado en un pozo, pero dicho documento no merece crédito alguno. San Calixto fue sepultado en la Vía Aurelia. Probablemente, la actual capilla de San Calixto in Trastevere se yergue sobre las ruinas de otra, construida por nuestro santo en un terreno que Alejandro Severo adjudicó a los cristianos al fallarse un pleito legal contra unos taberneros; el emperador declaró que los ritos de cualquier religión eran preferibles a los escándalos de una taberna.

La certidumbre de la resurrección de la carne movió a los santos de todas las épocas a tratar con respeto los cadáveres. En este aspecto, los primeros cristianos eran extraordinariamente cuidadosos. Juliano el Apóstata, en su carta a un sacerdote pagano, afirmaba que, a su parecer, los cristianos habían ganado terreno por tres motivos: “Su bondad y caridad con los extraños, la diligencia que ponen en dar sepultura a los muertos y la dignidad de sus pompas fúnebres.” Pero debe hacerse notar que los ritos fúnebres de los cristianos no eran ni de lejos tan pomposos como los de los paganos; en lo que los aventajaban claramente era en la gravedad y en el respeto religioso, y ello procedía de la fe profunda en la resurrección de los muertos.

 

El Líber Pontificalis y las actas, que no merecen crédito alguno (Acta Sanctorum, oct., vol. VI), nos ofrecen muy pocos datos fidedignos sobre este Pontífice. Sin embargo, hay una literatura muy considerable sobre las actas del pontificado de San Calixto I. Entre las obras más importantes citaremos las de Duchesne, History of the Early Church, vol. I; A. d´Alés, L´édit de Calliste (1913); y J. Galtier, en Revue d´histoire ecclésiastique, vol. XXIII (1927), pp. 465-488. Se encontrará una amplia bibliografía en la obra de J. P. Kirsch, Kirchengeschichte, vol. I (1930), pp. 797-799. Acerca de la sepultura y la catacumba de San Calixto, cf. CMH., pp. 555-556; y DAC., vol. II, cc. 1657-1754.

 

 

San Justo, Obispo de Lyon (c. 390 d.C.).

(14 de octubre).

San justo nació en el Vivarais. Cuando era diácono de Vienne, fue elegido obispo de Lyon. Su gran celo le llevaba a censurar enérgicamente cuanto merecía reprobación. En el sínodo de Valence (374 d.C.), demostró ampliamente su amor a la disciplina y el buen orden. El año 381, San Justo asistió con otros dos obispos de la Galia al sínodo de Aquileya que se ocupó principalmente de combatir el arrianismo. San Ambrosio obtuvo en el curso de aquél sínodo la deposición de dos obispos arríanos. El santo profesaba particular respeto a San Justo, como lo prueban dos cartas que le escribió para consultarle acerca de ciertas cuestiones bíblicas.

Un asesino que había apuñalado a dos personas en las calles de Lyon, se refugió en la catedral. San Justo le entregó a las autoridades, a condición de que no le quitasen la vida, pero el pueblo se apoderó del asesino y le dio muerte. El santo obispo se sintió responsable de ese asesinato y pensó que ello le hacía inepto para el servicio del altar; por otra parte, desde tiempo atrás, deseaba retirarse a servir a Dios en la soledad y tomó el incidente como pretexto para renunciar a su sede. El pueblo no quería dejarle partir pero, a la vuelta del sínodo de Aquileya, San Justo abandonó una noche a su comitiva y huyó a Marsella, de donde se embarcó rumbo a Alejandría, con un lector llamado Viator. En Egipto vivió, sin ser reconocido, en un monasterio; pero fue finalmente descubierto por un habitante de la Galia que había ido a visitar los monasterios de la Tebaida. Inmediatamente, el pueblo de Lyon envió a un sacerdote para que le trajese consigo, pero el santo no se dejó convencer. Antíoco (quien sucedió a San Justo en el gobierno de la sede de Lyon y es también santo) determinó ir a acompañar en la soledad a su predecesor, quien murió poco después en sus brazos, el año 390. Su cuerpo fue trasladado a Lyon y sepultado en la iglesia de los Macabeos, que más tarde tomó su nombre. San Viator murió algunas semanas después que su maestro. Su nombre figura también en el Martirologio Romano (21 de octubre), donde se conmemora asimismo la traslación del cuerpo de los dos santos (2 de septiembre).

 

En Acta Sanctorum, vol. I (2 de sept.), hay una biografía muy antigua de San Justo, que parece sustancialmente fidedigna. El nombre de San Justo figura en cinco fechas diferentes en el Hieronymianum (ef. CMH., pp. 566-567), lo cual demuestra la popularidad de su culto. Sidonio Apolinar describe en una carta el entusiasmo con que pueblo acudía al santuario de San Justo el día de su fiesta. Véase también Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 162; Coville, Rechcrches sur l´histoire de Lyon (1928), 441-445; y Leclercq, DAC., vol. X, cc. 191-193.

 

 

San Bucardo, Obispo De Würzburg (754 d.C.)

(14 de octubre)

Bucardo, un sacerdote originario de Wessex, partió a predicar el Evangelio en Alemania y ofreció sus servicios a su paisano, San Bonifacio, hacia el año 732. Poco después, éste le consagró primer obispo de Würzburg, en la Franconia, donde San Quiliano había predicado el Evangelio y sufrido el martirio unos cincuenta años antes. El apostolado de San Bucardo fue muy fecundo en toda la región. El año 749, Pepino el Breve envió a San Bucardo y a San Fulrado, abad de Saint-Denis, a consultar al Papa San Zacarías sobre el asunto de la sucesión al trono de los francos, y la respuesta del Pontífice fue favorable a las ambiciones del monarca. San Bucardo trasladó las reliquias de San Quiliano a la catedral de San Salvador, en la que fundó una escuela. El santo fundó igualmente la abadía de San Andrés de Würzburg, que más tarde tomó su nombre. El año 753, sintiéndose muy agotado, renunció al gobierno de su sede y se retiró a Homburg, donde pasó el resto de su vida. Probablemente murió el 2 de febrero de 754.

 

Existen dos biografías medievales; lo curioso es que la segunda, que data de dos o tres siglos después que la primera, posee mayor valor histórico. La primera biografía puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. VI. La segunda, escrita probablemente por Engelhardo, abad del monasterio de San Bucardo, fue publicada en 1911 con el titulo de Vita sancti Burkardi, con una introducción y un comentario en alemán de F. J. Bendel. Bendel y otros autores publicaron una serie de artículos sobre San Bucardo en Archiv des hist. Vereins von Unterfranken, vol. LXVIII (1930), pp. 377-385.

 

 

San Leonardo de Vandoeuvre, Abad (c. 570 d.C.).

(15 de octubre).

En una nota al calce de su artículo sobre San Leonardo de Noblac, Alban Butler habla de su homónimo y contemporáneo, Leonardo de Vandoeuvre, quien introdujo la vida monástica en el valle de Sarthe. San Leanardo, que quería vivir en la soledad, se estableció a orillas del río Sarthe, en el sitio actualmente llamado Saint-Léonard-des-Bois. El obispo de Le Mans, San Inocencio, gran promotor de la vida monástica, se hizo muy amigo de San Leonardo. Pronto se unieron al ermitaño varios discípulos. Desgraciadamente, no faltaban algunas personas que veían con malos ojos la fundación de un monasterio, y dijeron al rey Clotario I que San Leonardo exhortaba a los súbditos del monarca a desconocer su autoridad y someter sus bienes y personas a la autoridad del monasterio. Clotario envió algunos legados a investigar sobre el asunto, pero, precisamente en el momento en que llegaron los legados, un noble hacía la renuncia a sus posesiones para tomar el hábito. Los legados hicieron notar al santo que estaba privando al rey de sus mejores soldados, a lo que Leonardo replicó que no hacía más que enseñar al pueblo a practicar los consejos del Señor, quien había exhortado a todos a renunciar a sus bienes y a seguirle. Los legados no pudieron responder a ese argumento y volvieron para informar al monarca. Con el tiempo, Clotario dejó de hostilizar a San Leonardo y aun se convirtió en protector de la abadía. Entre los amigos del santo se contó también a San Dómnolo, sucesor de San Inocencio en la sede de Le Mans. San Leonardo falleció hacia el año 570, a edad muy avanzada, en brazos de San Dómnolo.

 

En Acta Sancionan, oct., vol. VII, hay una breve biografía comentada. Véase también DCB., vol. III, pp. 686-687.

 

 

Santa Tecla de Kitzingen, Virgen (c. 790 d.C.).

(15 de octubre).

Santa tecla, de quien el Martirologio Romano hace mención en la fecha de hoy, fue una de las religiosas enviadas por Santa Tetta a Alemania para ayudar a San Bonifacio en su empresa de evangelización. Probablemente, Santa Tecla hizo el viaje junto con su pariente, Santa Lioba; en todo caso, es cosa cierta que fue súbdita suya en la abadía de Bischofsheim, hasta que San Bonifacio la nombró abadesa de Ochsenfurt. Cuando murió Santa Hadeloga, fundadora y primera abadesa del convento de Kitzingen-auf-Main, Santa Tecla fue elegida para sucederle, sin dejar por ello de gobernar la abadía de Ochsenfurt. La santa desempeñó ese cargo muchos años, con gran fervor y espíritu religioso. Su nombre no figura en la lista de las abadesas de Kitzingen, pero probablemente se alude a ella con el apelativo de Heilga, es decir, “la santa.” Santa Tecla dio gran ejemplo de humildad y caridad, no sólo a sus súbditas, sino a todos los habitantes de la región. Las reliquias de la santa y de sus predecesoras, que se hallaban en la abadía de Kitzingen, fueron vergonzosamente profanadas destruidas durante la Guerra de los Campesinos, en el siglo XVI.

 

El artículo de Acta Sanctorum, oct., vol. VII, reúne una serie de alusiones a Santa Tecla que se hallan desperdigadas en diferentes obras.

 

 

San Eutimio el Joven, Abad (898 d.C.).

(15 de octubre).

San Eutimio era un gálata nacido en Opso, cerca de Ancira. Suele dársele el nombre de “tesalónico”, porque fue sepultado en Salónica. El sobrenombre de “el joven” le distingue de San Eutimio el Grande, quien vivió cuatro siglos antes que él. El nombre de bautismo de Eutimio era Nicetas. Contrajo matrimonio cuando era muy joven y tuvo una hija a la que llamó Anastasia. El año 842, cuando apenas tenía dieciocho años, abandonó a su esposa y a su hija (en circunstancias que actualmente consideraríamos como una deserción) e ingresó a la “laura” del Monte Olimpo, en Bitinia. Durante algún tiempo, tuvo por director a San Joanicio, un monje de dicho monasterio. Más tarde, eligió por director a un tal Juan, quien le dio el nombre de Eutimio. Al cabo de cierto tiempo, Juan envió a su discípulo a ejercitarse en la vida común en el monasterio de Pissidión, donde Eutimio avanzó rápidamente por el camino de la santidad.

San Ignacio, patriarca de Constantinopla, fue arrojado de su sede por Focio el año 858. El abad Nicolás, que permaneció fiel a San Ignacio, fue también destituido de su cargo. Entonces, Eutimio se dirigió al Monte Athos en busca de mayor tranquilidad. Antes de su partida, un asceta llamado Teodoro le confirió “el gran hábito”, que era la insignia de la mayor dignidad que un monje podía alcanzar en el oriente. Eutimio partió con un compañero, pero éste no pudo resistir la austeridad de la vida solitaria en el Monte Athos y, al quedar solo Eutimio se fue a vivir con un ermitaño llamado José. El biógrafo de San Eutimio dice que José era un hombre bueno y franco, a pesar de ser armenio. Pronto, los dos ermitaños empezaron a rivalizar en austeridad. Primero, ayunaron durante cuarenta días, sin comer más que yerbas. Después, Eutimio propuso que se encerrasen en sus celdas durante tres años. Así lo hicieron y, durante ese lapso, sólo salían para recoger algunas yerbas, rara vez se dirigían la palabra y jamás a un extraño. José sólo resistió un año, pero San Eutimio vivió así los tres años. Cuando salió de su encierro, los otros monjes le felicitaron. El año 863, fue a Salónica a visitar la tumba de Teodoro, quien antes de morir había intentado en vano reunirse con su discípulo en el monte Athos. San Lutimio habitó ahí en una torre, desde lo alto de la cual solía predicar a las turbas y ejercer sus poderes de exorcista, sin salir de su amado retiro. Antes de partir de Salónica, recibió el diaconado. Como los peregrinos que iban a visitarle al Monte Athos comenzaron a aumentar, el santo se refugió con otros dos monjes, en la islita de San Eustracio. Cuando los piratas los arrojaron de ahí San Eutimio fue a reunirse con su antiguo amigo José y se quedó a vivir con él.

Algún tiempo después de la muerte de José, San Eutimio tuvo una visión en la que le fue revelado que ya había vivido suficiente tiempo en la soledad y se le ordenó que se trasladase a una montaña llamada Peristera, al este de Salonica, donde encontraría las ruinas del antiguo monasterio de San Andrés, convertidas en refugio para las bestias. Su misión consistía en reconstruir el monasterio y repoblarlo. Eutimio partió con los monjes Ignacio y Efrén y encontró, efectivamente, el monasterio arruinado y transformado en establo. Inmediatamente emprendió la reconstrucción de la iglesia y de las celdas. Al poco tiempo, empezó a multiplicarse la comunidad y San Eutimio ejerció el cargo de abad durante catorce años. Al cabo de ese período, partió a su ciudad natal de Opso, donde reclutó un gran número de hombres y mujeres, entre los que se contaban varios de sus parientes y fundó dos monasterios. Una vez que ambas fundaciones estuvieron en marcha, el santo las puso en manos del metropolitano de Salónica y se retiró a terminar sus días en la soledad del Monte Athos. Cuando sintió que se aproximaba el momento de su muerte, reunió a los otros ermitaños para celebrar con ellos la fiesta de la traslación de su patrono San Eutimio el Grande; después se despidió de ellos y partió con el monje Jorge a la Isla Santa. Ahí murió apaciblemente cinco meses después, el 15 de octubre del año 898.

Uno de los monjes de Peristera, llamado Basilio, quien fue más tarde metropolitano de Salónica, escribió la biografía de San Eutimio. En su obra relata varios milagros de su maestro, de algunos de los cuales había sido testigo y aun beneficiario. Para mostrar el don de profecía de San Eutimio, cuenta Basilio que, cuando él se hallaba haciendo el retiro acostumbrado, después de la toma de hábito, Eutimio fue a visitarle y le dijo: “Yo soy absolutamente indigno de las luces del Altísimo. Sin embargo, como director vuestro, Dios me ha revelado que el amor a la ciencia va a arrancaros del monasterio y hará de vos un arzobispo.” Basilio añade: “Efectivamente, más tarde, la ambición me llevó a preferir el torbellino de la vida activa a la paz y la soledad monacales.”

 

Según parece, el nombre de San Eutimio no figura en los smaxarios. Si se excluye la referencia del Annus ecclesiasticus graeco-slavicus de Martynov (15 de octubre), la existencia de San Eutimio era casi desconocida en occidente hasta que Louis Petit publicó el texto griego de su biografía en Revue de l´Orient chretien, vol. VI (1093), pp. 155-205 y 503-536. En 1904 se publicó otra edición de dicha biografía, junto con el oficio griego de la fiesta del santo. Según Delehaye (Les Saints Stylites, pp. CXXIX-CXXX), la alusión a la “torre vacía” en la vida de San Eutimio es una prurha (le que se trataba de un estilita. Véase E. von Dobschütz, en Bizantinische Zehschrift, vol. XVIII (1909), pp. 715-716.

 

 

Santos Martiniano, Máxima y otros Mártires (458 d.C.).

(16 de octubre).

Después de mencionar a los 270 mártires que sufrieron juntos en África, el Martirologio Romano habla del martirio de los santos Martiniano y Saturiano y sus dos hermanos. Todos los cuales, en la persecución del rey arriano Gensérico el Vándalo, fueron convertidos a la fe por la virgen Máxima, su compañera de esclavitud. A causa de su constancia en la fe, fueron flagelados por su amo, que era hereje hasta que sus huesos quedaron al descubierto. Como cada día amaneciesen ilesos, después de haber sufrido numerosos tormentos, fueron desterrados. En el exilio convirtieron a muchos bárbaros a la fe de Cristo y lograron que el Pontífice de Roma les enviase a un sacerdote y otros ministros, para bautizar a los conversos. Finalmente se los ató por los pies a un carro y fueron arrastrados por los caminos fragosos. Pero Máxima, que salió con vida i todas las pruebas, fue libertada por el poder de Dios y “murió apaciblemente en un monasterio, en el que fue madre de muchas vírgenes.”

Víctor de Vita, en su historia de las persecuciones de los vándalos, habla de estos confesores. Según él, Martiniano era un fabricante de armaduras y su amo decidió casarle con Máxima. Aunque ésta había hecho voto de virginidad, no se atrevió a rehusar, pero Martiniano la respetó y huyó con ella a un monasterio. Su amo los sacó de él y los golpeó brutalmente porque se negaban a recibir el bautismo arriano. Después de la muerte de su amo, la esposa de éste los vendió a otro vándalo, quien devolvió la libertad a Máxima y envió a Martiniano y a dos de sus compañeros a un jefe berberisco. Los tres convirtieron ahí a numerosas personas y pidieron al Papa que enviase a un sacerdote. Para castigar su atrevimiento, Genserico ordenó que fuesen arrastrados hasta que muriesen.

 

Véase el artículo sobre estos mártires en Acta Sanctorum, oct., vol. VII, pte. 2. El único documento fidedigno es el relato de Víctor de Vita.

 

 

San Galo (c. 635 d.C.).

(16 de octubre).

El más famoso de los discípulos e imitadores de San Colomba fue San Galo. Era originario de Irlanda y se educó en el gran monasterio de Bangor, bajo la dirección de los santos abades Comgalo y Colomba. En dicho monasterio florecían los estudios, sobre todo los sagrados, y San Galo llegó a ser muy versado en gramática, poética y Sagrada Escritura. Según ciertos relatos, ahí recibió la ordenación sacerdotal. Cuando San Colomba partió de Irlanda, San Galo fue uno de los doce que le siguieron a Francia, donde fundaron el monasterio de Annegray y, dos años después, el de Luxeuil. San Galo pasó ahí veinte años, pero lo único que sabemos sobre él, durante ese período, es que un día su superior le envió a pescar en un río, y el santo fue a otro, donde no consiguió atrapar un solo pez. Al ver su cesto vacío, su superior le reprendió y entonces San Galo se dirigió al río que su superior le había indicado e hizo una pesca abundantísima. El año 610, San Colomba fue desterrado del monasterio, y San Galo partió con él; como no consiguiesen ir a Irlanda, predicaron el Evangelio en las cercanías de Tuggen y del lago de Zurich. El pueblo no los recibió bien, por lo cual, según dice el biógrafo de San Galo, abandonaron a aquella multitud ingrata y desagradable para no desperdiciar en almas estériles los esfuerzos que podían fructificar en almas mejor dispuestas.” Un sacerdote llamado Wilimar les ofreció refugio en Arbón, cerca del lago de Constanza. Los siervos de Dios se construyeron un par de celdas en las proximidades Bregenz, donde convirtieron a muchos idólatras; al terminar uno de sus sermones, San Galo arrojó al río las estatuas de los ídolos. Su atrevimiento invirtió a unos y enfureció a otros. Los dos santos permanecieron ahí dos s y plantaron un huerto. Por su parte, San Galo, que era indudablemente un pescador muy hábil, ocupaba sus ratos libres en tejer redes y pescar en el lago. Pero el pueblo siguió obstinado en su idolatría y persiguió a los dos monjes. Hacia el año 612, Teodorico, el gran enemigo de San Colomba, se convirtió en el amo de Austrasia y éste decidió huir a Italia; San Galo no quería separarse de él, pero la enfermedad le impidió seguirle. Según una leyenda, San Colomba, quien no creía que su amigo estuviese realmente muy enfermo, le impuso en castigo no volver a celebrar la misa mientras él viviese, y San Galo obedeció esa orden injusta. Después de la partida de San Columba y sus hermanos, San Galo cargó con sus redes y se fue a vivir con Wilimaro en Arbón, donde pronto recuperó la salud. Entonces, el diácono Hiltibodo le ayudó a elegir, a orillas del río Steinach, un sitio en el que la pesca era abundante, y ahí se estableció el santo. Pronto se le reunieron algunos discípulos, a quienes San Galo impuso la regla de San Colomba. La fama de San Galo continuó creciendo hasta su muerte, ocurrida en 627 ó 645 en Arbón, a donde había ido a predicar.

Los biógrafos del santo narran otros detalles de su vida. Algunos son de autenticidad dudosa y otros ciertamente falsos. Una semana después de haberse establecido a orillas del Steinach con el diácono Hiltibodo, San Galo tuvo que ir a exorcizar, muy contra su voluntad, a la hija del duque Gunzo, de la que dos obispos habían intentado en vano arrojar los demonios. San Galo tuvo éxito, y el demonio escapó de la boca de la joven en forma de pájaro negro. El rey Sigeberto, de quien la joven Fridiburga era la prometida, ofreció a San Galo una sede para mostrarle su gratitud; pero el santo se negó a aceptarla y persuadió a Fridiburga de que ingresase en un convento de Melz, en vez de casarse con el monarca. A pesar de ello, Sigeberto no guardó rencor a San Galo; más tarde, los monjes de la abadía de San Galo afirmaron erróneamente que Sigeberto había regalado al santo las tierras de la abadía y la había sustraído a la jurisdicción del obispo de Constanza. La sede de Constanza fue ofrecida de nuevo a San Galo, quien volvió a rechazarla, pero nombró obispo al diácono Juan, discípulo suyo, y predicó el día de su consagración. San Galo tuvo una revelación sobre la muerte de San Colomba en Bobino; los discípulos de éste, siguiendo las instrucciones de su maestro, enviaron a San Galo su báculo abacial en prueba de que le había perdonado por no haberle acompañado a Italia. Cuando murió San Eustacio, a quien San Colomba había nombrado abad de Luxeuil, los monjes eligieron a San Galo; pero la abadía era ya entonces muy rica, y el humilde siervo de Dios apreciaba demasiado la pobreza y la vida penitente para dejarse arrancar de ella, de suerte que siguió ejerciendo su labor apostólica donde estaba. Sólo salía de su celda para ir a instruir y predicar a los habitantes de las regiones más agrestes y abandonadas. Cuando estaba en su ermita, solía pasar días y noches enteras en contemplación.

Walafrido Strabo, además de la biografía propiamente dicha, escribió un volumen sobre los milagros obrados en el sepulcro de San Galo. Dicho autor hace notar que su biografiado “poseía un gran sentido práctico” y que fue uno de los principales misioneros en Suiza. La fiesta de San Galo se celebra en Irlanda y en Suiza. Su fama ha sido superada por la del monasterio que fundó a orillas del Steinach, en el sitio que ocupa actualmente el pueblecito de Saint-Gall en el cantón suizo del mismo nombre. Otmaro organizó dicho monasterio en el siglo VIII. Sus monjes rindieron en la Edad Media incalculables servicios a la ciencia, la literatura, la música y otras artes y la biblioteca y el “scriptorium” del monasterio, se contaban entre los más famosos de la Europa occidental. El monasterio fue secularizado después de la Revolución; felizmente se conserva todavía una buena parte de la biblioteca junto a la iglesia abacial, que fue reconstruida y es hoy la catedral de la diócesis de Saint-Gall.

 

Se ha investigado mucho sobre la vida del santo. Aparte de las alusiones incidentales que se hallan en la biografía de San Colomba escrita por Jonás, existen tres documentos que tratan directamente sobre San Galo. El primero, del que desgraciadamente sólo se conservan fragmentos, fue escrito más o menos un siglo después de la muerte del santo; el segundo, cuyo autor es el abad Wetting, data de principios del siglo TX- el tercero, debido a la pluma de Walafrido Strabo, data seguramente de unos diez o veinte años después. Los tres documentos fueron editados por B. Krusch en MGH., Scriptores Merov, vol. IV, pp. 251-337. Existe además una biografía en verso escrita por Notker. Véase J. F. Kenney, The Sources for the Early History of Ireland vol. I, pp. 206208; Gougaud, Christianity in Celtic Lands (1932), pp. 140-144; y Les mints irlandais hors d´Irlande (1936), pp. 114-119; y M. Joynt, The Life of St. Gall (1927).

 

 

San Bercario, Abad (¿696? d.C.)

(16 de octubre)

A mediados del siglo VII, San Nivardo, obispo de Reims, emprendió un viaje por Aquitania, donde conoció a los padres de Bercario y, viendo las grandes cualidades de éste, les rogó que le diesen una buena educación a fin de prepararle para el sacerdocio. Así lo hicieron y, con el tiempo, Bercario recibió la ordenación sacerdotal e ingresó en la abadía de Luxeuil. Al fundar la abadía de Hautvilliers, San Nivardo nombró a San Bercario primer abad. En el ejercicio de ese cargo, San Bercario fundó en el bosque de Der otro monasterio, llamado Montier-en-Der y el convento de Puellemontier; según se dice, las primeras seis religiosas de ese convento eran unas esclavas que el santo había rescatado.

En la abadía de San Bercario había un monje joven llamado Daguino, cuya conducta era poco satisfactoria. En cierta ocasión, San Bercario le impuso una grave penitencia. Entonces Daguino, furioso al ver que su abad le reprendía constantemente, penetró en la celda de San Bercario por la noche y le apuñaló. En cuanto cometió el crimen, el miedo y los remordimientos le hicieron precipitarse a tocar a rebato la campana de la iglesia, por lo que todos los monjes acudieron inmediatamente a la celda del abad y le encontraron agonizante. El culpable confesó su crimen y fue conducido ante San Bercario, quien le perdonó inmediatamente. El santo sobrevivió dos días y falleció el 26 de marzo del año 685 ó 696, el día de Pascua. Algunas veces se le representa junto a un barril de vino, con lo que se alude a la siguiente leyenda: cuando Bercario era monje en Luxeuil, su abad le mandó llamar en el momento en que transvasaba el vino y acudió inmediatamente, sin preocuparse siquiera por tapar el tonel. Cuando volvió a la bodega, se encontró con que se había obrado el milagro de que el vino, en vez de seguir fluyendo, se había detenido en el aire como si el chorro se hubiese congelado.

 

El abad Adso escribió una biografía latina de este “mártir” un siglo después de su muerte; dicha biografía puede verse en Mabillon y en Acta Sanctorum, oct., vol. VII, pte. 2.

 

 

San Lulo, Obispo de Mainz (786 d.C.)

(16 de octubre)

Lulo era originario del reino de los sajones del oeste de Inglaterra. Se educó (“n el monasterio de Malmesbury, donde recibió el diaconado. Hacia los veinte años, sintiéndose llamado a las misiones extranjeras, pasó a Alemania. San Bonifacio, quien, según se dice, era pariente suyo, le acogió con gran gozo. Desde entonces, San Lulo compartió con San Bonifacio los trabajos del apostolado y los sufrimientos de las persecuciones. San Bonifacio le ordenó sacerdote. El año 751, le envió a Roma a consultar al Papa San Zacarías acerca de ciertos asuntos a los que no quería referirse por carta. A su regreso, San Bonifacio le eligió por sucesor suyo y le hizo su coadjutor. Cuando San Bonifacio partió a Frisia en su última misión, San Lulo tomó a su cargo la sede de Mainz.

Los historiadores suponen generalmente que la misión de San Lulo ante la Santa Sede tenía por objeto obtener la exención de la jurisdicción episcopal para la abadía de Fulda, fundada por San Bonifacio. Siguiendo las instrucciones de su maestro, San Lulo le sepultó ahí, cosa que molestó mucho a los habitantes de Mainz y de Utrecht. San Lulo, en calidad de obispo de Mainz, se negó a admitir la exención del monasterio de Fulda, depuso al abad San Estur-mio y le sustituyó por un partidario suyo. Pero el rey Pepino intervino y reconoció la independencia de Fulda; San Esturmio recuperó su cargo de abad, y San Lulo fundó entonces el monasterio de Herzfeld. En los treinta años que duró su gobierno de la diócesis, San Lulo dio muestras de ser un pastor muy enérgico y asistió a varios concilios en Francia y otros países.

Según lo prueban las cartas que recibía de Roma, Francia e Inglaterra, el santo tenía fama de ser muy sabio. Desgraciadamente no se conservan sus respuestas; sólo nos quedan nueve cartas suyas, publicadas junto con las de San Bonifacio. El contenido es muy interesante. En la cuarta carta se advierte la afición de San Lulo por adquirir libros extranjeros; otras cartas prueban su fidelidad a sus amigos, su celo pastoral y el empeño que tenía en hacer que se observasen los cánones. En una de las cartas ordena que se celebren las misas, oraciones y ayunos “prescritos contra las tempestades” para que Dios haga cesar las lluvias que dañan la cosecha. En la misma carta anuncia la muerte del Papa y manda que se digan las oraciones acostumbradas. En una carta a San Lulo, Cutberto, abad de Wearmouth, refiere que ha mandado celebrar noventa misas por sus hermanos difuntos en Alemania. En aquella época existía la costumbre de comunicar a las diversas iglesias los nombres de los difuntos, como lo demuestran varias cartas de San Bonifacio a sus hermanos de Inglaterra y una al abad de Monte Cassino. Hacia el fin de su vida, San Lulo se retiró a la abadía de Herzfeld, donde murió.

 

La principal fuente sobre la vida de San Lulo es la biografía de Lamberto abad de Herzfeld, por más que no sea muy fidedigna, ya que fue escrita dos siglos después de la muerte del santo. Puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. vil, pte. 2; pero el mejor texto es el de la edición de las obras de Lamberto hecha por Holder-Egger (1894), pp. 307-340. Las cartas de San Lulo se encuentran en la edición de M. Tangí, Bonifatiusbriefe (1915). Véase también H. Hahn, Bonifaz und Luí (1883); Hauck, Kirchengeschichte Deutschlands, vols. I y n; y M. Stimming, Mainzer Urkundenbuch (1923), vol. I.

 

 

San Anastasio de Cluny (c. 1085 d.C.)

(16 de octubre)

Anastasio, que había nacido en Venecia, era un monje muy sabio de la abadía de Mont-Saint-Michel, a mediados del siglo XII. Como el abad no fuese una persona muy recomendable y se le hubiese acusado de simonía, Anastasio abandonó el monasterio y se retiró a vivir como ermitaño en la región normanda de Tombelaine. Hacia el año de 1066, San Hugo de Cluny le invitó a ingresar en su monasterio. Siete años más tarde el Papa San Gregorio VII le envió a España, probablemente para incitar a los españoles a substituir la liturgia mozárabe por la latina. El cardenal Hugo de Remiremont (irónicamente apodado “Candidus”), que era entonces legado en Francia y España, había trabajado ya por esa causa. San Anastasio retornó pronto a Cluny, donde vivió apaciblemente otros siete años, al cabo de los cuales se retiró a una ermita de las cercanías de Toulouse. Según se dice, Hugo de Remiremont, quien había sido depuesto y excomulgado por sus repetidos actos de simonía, fue a reunirse con San Anastasio. El santo vivió entregado a la contemplación hasta que fue llamado nuevamente a su monasterio en 1085. Murió durante el viaje y fue sepultado en Doydes.

 

La biografía de San Anastasio, escrita por un tal Galterio, puede verse en Mabillon y en Acta Sanctorum, oct., vol. VII, pte. 2. Probablemente el santo es el autor de una “Epístola a Geraldo” sobre la Presencia Real; cf. DTC., vol. I, c. 1166.

 

 

San Lucas, Evangelista (Siglo 1).

(18 de octubre)

Por San Pablo sabemos que San Lucas no era judío, ya que no le menciona entre sus colaboradores judíos (Col. 4:10-11) El Apostol refiere igualmente, que San Lucas le ayudaba en el trabajo de evangelizacion: “Marcos, Aristarco, Demas Lucas, que comparten mis fatigas.” Dado que Lucas era médico (“Lucas, el médico amado”), podemos suponer que cuidaba de la quebrantada salud de San Pablo. El Apóstol no hace alusión alguna a los escritos de Lucas y, si se refiere a él en 2 Cor. 9:18-19, como opinaba San Jerónimo, está fuera de duda que no habla ahí del Evangelio. La primera vez que Lucas habla en nombre propio y en primera persona, durante el ministerio del Apóstol, es cuando éste partió de Tróade a Macedonia (Hechos, 16:10). Seguramente que había empezado a ser discípulo de San Pablo algún tiempo antes y no volvió a separarse de él sino cuando era necesario para el bien de las Iglesias fundadas por el Apóstol. Es prácticamente cierto que San Lucas estuvo con San Pablo en los dos períodos que éste pasó en la cárcel en Roma. Según Eusebio, Lucas era originario de Antioquia. Probablemente era griego. El mismo nos dejó en los “Hechos” el relato de los viajes y tribulaciones que compartió con San Pablo.

En el prólogo de su Evangelio, Lucas nos dice que lo escribió para que los cristianos conociesen mejor las verdades en las que habían sido instruidos. Era, ante todo, un historiador y escribía principalmente para los griegos. El mismo nos indica sus fuentes. Como había muchos que relataban los sucesos tal como los habían oído contar a “aquéllos que fueron los primeros testigos y ministros de la palabra”, también a él le pareció bien, “tras de haber estudiado los sucesos desde el principio”, referirlos en una narración ordenada. Al Evangelio de San Lucas debemos el relato detallado de la Anunciación, de la visita de María a Isabel y de los viajes de Cristo a Jerusalén (19:51; 29:28), así como la narración de seis milagros y de dieciocho parábolas que los otros evangelistas no mencionan. San Lucas escribió los “Hechos” como una especie de apéndice de su Evangelio, para dejarnos un relato auténtico de las maravillas de la fundación de la Iglesia y de algunos de los milagros obrados por Dios para confirmarla. En los doce primeros capítulos, San Lucas refiere algunas actividades de los principales apóstoles después de la Ascensión del Señor. Del capítulo 13 en adelante, habla casi exclusivamente de las actividades y milagros de San Pablo, ya que había sido testigo presencial de muchos de ellos.

San Lucas acompañó a San Pablo en sus últimos días. En efecto, después de las famosas palabras que escribió a Timoteo: “Se acerca la hora de mi muerte. He luchado un buen combate. He terminado mi carrera. He guardado la fe...”, San Pablo concluye: “Sólo Lucas está conmigo.” No sabemos a ciencia cierta qué hizo San Lucas después de la muerte del Apóstol. Las afirmaciones de los autores posteriores no concuerdan entre sí. Según una tradición muy antigua y muy extendida, San Lucas era soltero, escribió su Evangelio en Grecia y murió en Beocia, a los ochenta y cuatro años. San Gregorio de Nazianzo, quien murió el año 390, dice que predicó principalmente en Grecia y es el primero en afirmar que fue mártir, aunque sus palabras no son claras. En realidad, es muy dudoso que San Lucas haya sido mártir. El emperador Constantino II, fallecido en el año 361, mandó trasladar de Tebas de Beocia a Constantinopla las supuestas reliquias del evangelista. ..,

San Lucas es el patrón de los médicos y de los pintores. Un autor del j! siglo VI afirma que la emperatriz Eudoxia había enviado un siglo antes a Santa Pulquería, una imagen de Nuestra Señora, pintada en Jerusalén por San Lucas. Más tarde, se le atribuyeron otras pinturas, pero San Agustín afirma claramente que nadie sabía nada sobre el aspecto físico de la Santísima Virgen. En cambio, no cabe duda que las descripciones de San Lucas en sus escritos han inspirado a innumerables pintores. Los cuatro símbolos mencionados por Ezequiel se han aplicado a los cuatro evangelistas. El símbolo de San Lucas es el toro. San Ireneo dice que se trata de una alusión al sacrificio del que habla San Lucas al principio de su Evangelio.

 

Los mejores estudios sobre el autor del tercer Evangelio son de autores modernos. Mencionemos, entre otros, el admirable prefacio del P. Lagrange a su obra, UEvangile selon St Lúe (1921). Naturalmente no existe ninguna biografía propiamente dicha. Lo poco que sabemos sobre San Lucas procede del Nuevo Testamento. Harnack, aunque no católico V de tendencias racionalistas, demostró sólidamente que el médico Lucas fue el autor del tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles, no obstante las tentativas de algunos autores que, basándose en los párrafos que empiezan por “Nosotros” (“Wirstiicke”), querían probar que los Hechos eran un zurcido de tres documentos diferentes. Véase Harnack, Lukas der Arzt y sus otros escritos sobre el mismo tema, todos los cuales han sido traducidos al inglés. Sobre la vida de San Lucas hay que tomar en consideración los prefacios griego y latino de los antiguos textos del Evangelio (cf. Revue Bénédictine, 1928, pp. 193 ss.), así como la breve noticia biográfica del Canon de Muratori. Véase también el prefacio del gran comentario de E. Jacquier, Les Actes des Apotres (1926), y Teodoro Zahn, Die Apos-telgeschichte des Lukas (1919-1921). Sobre los supuestos retratos de la Virgen pintados por San Lucas, ver DAC., vol. Ix, c. 2614; y A.H.N. Green-Armytage, Portrait of St Luke (1955).

 

 

San Justo de Beauvais, Mártir (Fecha desconocida)

(18 de octubre)

El martirologio Romano dice así: “En Sinomovicus, del territorio de Beauvais, el triunfo de San Justo, mártir, el cual siendo todavía niño, fue decapitado por mandato del gobernador Ricciovaro, durante la persecución de Diocleciano.” San Justo era antiguamente muy famoso en todo el norte de Europa. La diócesis de Beauvais incluía en el canon el nombre del santo, en cuya fiesta se rezaba un prefacio propio. Pero la popularidad de su culto se debía, en parte, a la confusión de San Justo con otros santos del mismo nombre. La leyenda del mártir, por lo menos en la forma en que ha llegado hasta nosotros, no merece crédito alguno. Según ella, Justo vivía en Auxerre. Cuando tenía nueve años, acompañó a su padre, Justino, a Amiens para rescatar a su hermano Justiniano, quien había sido vendido ahí como esclavo. El amo de Justino, llamado Lupo, estaba dispuesto a vender a su esclavo; pero Justino no consiguió reconocer a su hermano. Entonces Justo, que jamás había visto a su tío, señaló a un hombre que llevaba una lámpara y gritó: “Es él.” En efecto, era Justiniano, a quien Lupo le devolvió la libertad.

Un soldado que había presenciado la escena, contó a Ricciovaro que había en la ciudad unos magos cristianos. El gobernador mandó a cuatro hombres a traerlos y les dijo que los matasen si oponían resistencia. Al llegar a Sino-povicus (actualmente Saint-Just-en-Chaussée), entre Beauvais y Senlis, los tres cristianos se sentaron a comer a la vera de una fuente. Súbitamente, Justo divisó a los cuatro soldados. Justino y Justiniano se escondieron al punto y dijeron al niño que desorientase a los esbirros. Al ver a Justo, los perseguidores le preguntaron dónde estaban sus dos acompañantes y a qué dioses tenían costumbre de ofrecer sacrificios. Justo respondió simplemente que era cristiano. Inmediatamente, uno de los soldados le cortó la cabeza para presentarla a Ricciovaro. Pero cadáver decapitado del mártir se irguió y se oyó una voz que decía: “Señor del cielo y de la tierra, recibe mi alma porque soy inocente.” A la vista de tal prodigio, los soldados huyeron. Cuando Justino y Justiniano salieron de su escondrijo, encontraron el cadáver de San Justo con la cabeza cortada en las manos. Según cuenta la leyenda, el mártir les reveló que debían sepultar el tronco en la cueva en la que se habían escondido y que debían llevar la cabeza a su madre: “Si desea verme, que mire al cielo.” Se cuenta una historia semejante de San Justino de París, cuyas “actas” se basan en las de San Justo. Los bolandistas hacen notar que “ello ha creado una gran confusión en los diversos breviarios.”

 

Aunque esta leyenda no merece ningún crédito, el hecho de que existan cuatro recensiones prueba que fue muy popular. Véase Acta Sanctorum, oct., vol. VIII; y BHL., nn. 4590-4594. En el Hieronymianum no se menciona a este San Justo; por otra parte, hay razones muy serias para dudar de que Ricciovaro, el perseguidor cuyo nombre aparece tan frecuentemente en el Martirologio Romano, haya existido jamás. En Analecta Bollandlana, vol. lXXII (1954), p. 269, hay un importante comentario y muchas referencias.

 

 

Santos Tolomeo, Lucio y un Compañero, Mártires (c. 161 d.C.)

(19 de octubre)

El martirologio Romano menciona hoy a estos tres mártires, sobre cuyo triunfo en Roma nos dejó un relato su contemporáneo, San Justino Mártir. Cierta mujer casada, de vida disoluta, se convirtió al cristianismo y trató de conseguir que su marido se hiciese catecúmeno. Como sus esfuerzos fracasasen y las blasfemias e inmoralidades de su esposo fuesen en aumento, la dama se separó de él. El marido, despechado, la denunció entonces como cristiana. La mujer obtuvo permiso de postergar el juicio, y su marido aprovechó el intervalo para hacer arrestar también a Tolomeo, quien la había instruido en la fe. Al cabo de un largo período de prisión, Tolomeo compareció ante el juez Urbicio. Este le preguntó si era cristiano, a lo que respondió afirmativamente. Sin más trámites, el juez le condenó a muerte. Entonces, un cristiano llamado Lucio protestó contra la sentencia, diciendo: “¿Cómo condenas a ese hombre que no ha cometido ningún crimen? Tu sentencia no hace honor a la justicia de nuestro sabio emperador ni al Senado.” Urbicio replicó: “Me parece que tú eres también cristiano.” Lucio reconoció que lo era y fue también condenado. Junto con ellos, sufrió también el martirio otro cristiano cuyo nombre desconocemos.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. vm, se halla la cita que Eusebio tomó de la Apología de San Justino. Véase también Urbain, Ein Martyrologium der christlichen Gemeinde zu Rom, a la luz del comenario de Delehaye sobre dicha obra en Analecta Bollaridiana, voí. XXI (1902), pp. 89-93.

 

 

San Varo, Mártir, y Santa Cleopatra, Viuda (¿Siglo IV?)

(19 de octubre)

El martirologio Romano resume así el martirio de San Varo en Egipto: “En tiempos del emperador Maximino, el soldado Varo visitó en la prisión y llevo alimentos a siete monjes. Como uno de ellos muriese, Varo se ofreció a sufrir en vez de él. Y así, sometido a los más crueles tormentos, conquistó con ellos la palma dermartirio.”

Una cristiana llamada Cleopatra recogió el cadáver de San Varo, lo oculto en un costal de lana y lo transportó a Adraba (Dere’a, al este del lago de Tiberíades), donde lo sepultó. Muchos cristianos acudían a visitar el sepulcro del mártir. Cuando Juan, el hijo de Cleopatra, so disponía a abrazar la carrera de las armas, la dama decidió construir una basílica en honor de San Varo y trasladar allá sus restos. Al mismo tiempo, encomendó a su hijo a la protección del santo, quien había sido también soldado. El día de la dedicación de la basílica, Cleopatra y Juan se encargaron de transportar los restos del mártir hasta el altar. Esa misma noche murió Juan. Cleopatra depositó el cuerpo de su hijo junto a las reliquias de San Varo y ahí se quedó hasta la noche siguiente, quejándose de la ingratitud del santo y pidiendo a Dios que resucitase a su hijo único. Finalmente, abrumada por la pena, cayó en un profundo sueño y vio a San Varo en toda su gloria, que conducía a su hijo de la mano. Después, se vio a sí misma cuando se arrojaba a los pies del santo en actitud de súplica. Varo volvió entonces los ojos hacia ella, y le dijo: “¿Crees que he olvidado todo lo que has hecho por mí? ¿Acaso no pedí a Dios que concediese a tu hijo la salud y una brillante carrera? Como ves, Dios escuchó mis oraciones, pues dio a tu hijo la salud eterna y le llamó a las filas de aquéllos que siguen al Cordero a dondequiera que va.” “Tenéis razón”, replicó Cleopatra, “pero os ruego que me obtengáis la gracia de ir a reunirme con mi hijo y con vos.” Al despertar, Cleopatra sepultó a su hijo junto a las reliquias de San Varo, según se le había indicado durante su sueño, y vivió consagrada a la devoción y penitencia los siete años que le restaban de vida. Fue sepultada junto a San Varo y a su hijo en la basílica que ella misma había construido.

El Martirologio Romano no menciona a Santa Cleopatra ni a su hijo; pero sus nombres figuran en el Menaion griego el 19 de octubre.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. VIII, pueden verse las actas griegas; pero, dado que no existen huellas del culto primitivo de Santa Cleopatra, su autenticidad histórica resulta muy sospechosa.

 

 

San Edvino (Siglo VI)

(19 de octubre)

El padre de Edvino murió cuando éste tenía quince años, y su madre le confió entonces al cuidado de San Sansón. Más tarde, el joven ingresó en el covento bretón dirigido por San Winwaloe. Un día en que Edvino y su maestro se hallaban paseando, vieron a un leproso que yacía a la vera del camino. “¿Qué podemos hacer por este pobrecito?”, preguntó Winwaloe. Edvino replicó al punto: “Haced lo que los Apóstoles de Cristo: “ordenadle que se levante y ande/” Entonces Winwaloe, que tenía una gran fe en Dios y en su discípulo, devolvió la salud al enfermo. Cuando los francos destruyeron el monasterio, San Edvino se refugió en Irlanda. Ahí vivió veinte años y murió cuando mayor era su fama por sus virtudes y milagros. Su nombre figura en el Martirologio Romano pero no en los calendarios irlandeses. Según parece, el nombre del santo es de origen anglo-sajón.

 

La biografía publicada en Acta Sanctorum, oct., vol. VIII, no merece ningún crédito. Véase LBS., vol. II, p. 466; y Duine, Sí Samson (1909).

 

San Aquilino, Obispo de Evreux (c. 695 d.C.)

(19 de octubre)

Como tantos otros santos francos de la época merovingia, Aquilino pasó varios años en las cortes y los campos de batalla antes de abrazar la carrera eclesiástica ser elegido obispo. San Aquilino nació en Bayeux, hacia el año 620, y combatio en las filas de Clodoveo II. Al volver de una campaña contra los visigodos, su esposa salió a encontrarle en Chartres y ambos decidieron quedarse ahí y consagrarse al servicio de Dios y de los pobres. Aquilino tenía entonces alrededor de cuarenta arios. Más tarde, se trasladaron a Evreux, donde vivieron en paz por espacio de diez años. A la muerte de San Eterno, el pueblo consideró a Aquilino como el hombre llamado a sucederle en el gobierno de la sede. Aquilino, angustiado por las distracciones inevitables en el desempeño de su alto cargo, se construyó una especie de celda de ermitaño, dentro de su catedral y solía retirarse a ella siempre que tenía ocasión, para orar y hacer penitencia por su grey. Durante los últimos años de su vida, el santo quedó ciego, pero siguió gobernando su diócesis con el mismo celo que antes. Dios le concedió el don de obrar milagros.

 

Existe una biografía bastante posterior que se imprimió en Acta Sanctorum, oct., vol. VIII. Véase también Mesnel, Les saints du diocése d”Evreux, pte. v (1916); y Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, p. 227.

 

 

Santa Fridesvida, Virgen (¿735? d.C.)

(19 de octubre)

Santa Fridesvida es la patrona de Oxford. Guillermo de Malmesbury nos dejó la recensión más sencilla de la leyenda de la santa en un escrito anterior al año de 1125. Fridesvida, una vez que se vio libre de las solicitudes de un reyezuelo, fundó en Oxford un monasterio y pasó ahí el resto de su vida. Según la forma más compleja de la leyenda, Fridesvida era hija del cortesano Didán y de su esposa Safrida. La educación de la niña fue confiada a una dama llamada Algiva. Cuando Fridesvida leyó que “todo lo que no es Dios es nada”, se sintió llamada a la vida religiosa. Pero el príncipe Algar, prendado de su belleza, trató de raptarla. Entonces, la joven huyó con dos compañeras por el río Isis y se ocultó durante tres años en la cueva que servía de guarida a un jabalí. Como continuase la persecución de Algar, Fridesvida invocó la ayuda de Santa Catalina y Santa Cecilia, con el resultado de que el pretendiente quedó ciego hasta que prometió dejar en paz a la doncella. Según la leyenda, ésa era la razón por la que los reyes de Inglaterra, hasta Enrique II, no iban jamás a Oxford. Para poder consagrarse más plenamente a Dios en la soledad, Santa Fridesvida construyó con sus manos una celda en el bosque de Thornbury (actualmente Binsey), donde se acercó al Reino de los Cielos mediante el fervor y la penitencia. Se cuenta que la santa hizo brotar la fuente de Binsey con sus oraciones y que los peregrinos solían acudir allá en la Edad Media. La muerte de Fridesvida suele situarse en el año 735. Dios honró su sepulcro con numerosos milagros, de suerte que se convirtió en uno de los principales santuarios de Inglaterra.

A lo que parece, la leyenda de Santa Fridesvida, tal como se conserva, carece de fundamento histórico y no merece crédito alguno. Sin embargo, es probable que la santa haya fundado un monasterio en Oxford, en el siglo VIII. El monasterio fue restablecido en el siglo XII por los canónigos regulares de San Agustín. En 1180, las reliquias de Santa Fridesvida fueron trasladadas solemnemente a la iglesia construida en su honor. El canciller y los miembros de la Universidad solían ir al santuario dos veces al año, a la mitad de la Cuaresma y el día de la Ascensión. En 1525, el cardenal Wolsey, con autorización del Papa Clemente VII, disolvió el convento de Santa Fridesvida y fundo ahí el Cardinal College; la iglesia conventual se convirtió en capilla del colegio. En 1546, Enrique VIII cambió el nombre de colegio por el de “Aedes Christi” (Christ Church) y la capilla se convirtió en catedral de la nueva diócesis de Oxford. Durante el reinado de María, la Santa Sede reconoció la diócesis y la catedral. Por entonces, las reliquias de Santa Fridesvida fueron recogidas, aunque probablemente no dispersadas, ya que el año de 1561, cierto canónigo ¿e Christ Church, que probablemente estaba loco, profanó las reliquias con un fanatismo increíble. Durante el reinado de Eduardo VI, había sido sepultada en la iglesia la monja apóstata Catalina Cathie, quien había contraído matrimonio con el fraile Pedro Mártir Vermigli. Los restos de Catalina habían sido removidos en la época de la reina María; pero el canónigo Calfhill los reunió con los de Santa Fridesvida y los sepultó en la iglesia. Al año siguiente, vio la luz un escrito latino (y otro alemán) en el que se relataban los sucesos, con ciertos comentarios seudopiadosos sobre el texto “Hic jacet religio cum super-stitione” (aquí yace la religión junto con la superstición). No es seguro que dicho texto haya sido grabado sobre el sepulcro, aunque varios autores, entre los que se cuenta Alban Butler, lo afirman así. Este comenta: “el sentido obvio de la inscripción nos lleva a pensar que aquellos hombres querían matar y sepultar toda religión.”

El nombre de Santa Fridesvida figura en el Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en la arquidiócesis de Birmingham. Se dice que en Borny de Artois se venera también a la santa con el nombre de F revisa.

 

Existen varias recensiones diferentes de la leyenda de Santa Fridesvida (véase BHL, nn. 3162-3169). En Acta Sanctorum, oct. vol. VIII, se hallará el texto íntegro o resumido de las principales recensiones. Véase también el comentario de J. Parker, The Early History of Oxford (1855), pp. 95-101; Hardy, Descriptive Catalogue (Rolls Series), vol. I, pp. 459-462; DNB., vol. XX, pp. 275-276; un artículo de E. F. Jacob en The Times, Oct. 18, 1935, pp. 15-16; y otro de F. M. Stenton en Oxoniesia, vol. I, 1936, pp. 103-112. Existe una biografía popular de P. F. Goldie, The Story of St Frideswide (1881); véase también E. W. Watson, The Cathedral Church of Christ in Oxford (1935).

 

 

San Caprasio, Mártir (¿Siglo III?)

(20 de octubre)

Según la leyenda de Agen, San Caprasio fue el primer obispo de dicha ciudad. Cuando su grey se dispersó durante la persecución, el santo siguió administrando los sacramentos en los sitios en que los fieles se hallaban escondidos. Oculto en la colina de San Vicente, San Caprasio presenció el martirio de Santa Fe (6 de octubre) y, viendo las maravillas que Dios obraba por medio de su sierva, descendió al sitio en que yacía el cadáver de la mártir y se enfrentó al prefecto Daciano. Cuando éste le preguntó quién era, Caprasio sólo dijo que un obispo cristiano. Daciano, impresionado por la juventud y apostura del santo, le prometió el favor imperial si abjuraba de la fe. Caprasio replicó que quería solamente vivir con Aquél a quien adoraba y que únicamente ambicionaba las riquezas imperecederas. El prefecto mandó a los verdugos que le torturasen; pero viendo que la constancia de Caprasio impresionaba mucho a los circunstantes, dio orden de conducirle a la prisión. Al día siguiente le condenó a muerte. En el camino al sitio de la ejecución Caprasio encontró a su madre, quien le exhortó a permanecer firme en la fe. Primo, Feliciano y Alberta, hermanos de Santa Fe, se unieron al mártir, y el gobernador no consiguió que se apartasen de él; entonces los condujo al templo de Diana para darles una última oportunidad de adorar a los dioses; como se rehusasen a ello, fueron decapitados con Caprasio. A la ejecución siguió una matanza general, ya que muchos cristianos se convirtieron al ver la constancia de los mártires y fueron apedreados por sus compatriotas o decapitados por los guardias.

Esta narración es puramente ficticia. Sin embargo, en el siglo VI había en Agen una iglesia consagrada a San Caprasio, quien fue sin duda un personaje histórico. Aunque en Agen se celebraba la fiesta de Alberta, Primo y Feliciano, lo más probable es que no hayan existido. No hay que confundir a Primo y eliciano con sus homónimos romanos, cuya fiesta se celebra el 9 de junio. El Martirologio Romano consagra un largo párrafo a San Caprasio, pero no dice que haya sido obispo, ni menciona a sus compañeros.

 

 

 

San Artemio, Mártir (363 d.C.)

El cardenal Baronio insertó el nombre de San Artemio en el Martirologio  Romano, siguiendo el ejemplo de la Iglesia de oriente, en la cual se le veneraba aunque había apoyado a los arríanos. Según se dice, Artemio era un veterano del ejército de Constantino el Grande. Nombrado prefecto imperial en Egipto, su cargo le obligó a perseguir a los cristianos y a caer en la herejía. El emperador Constancio había elevado a Jorge el Capadocio al trono episcopal de Alejandría; San Atanasio salió huyendo de la persecución de dicho emperador arriano, y Artemio, a quien su cargo obligaba a perseguirle, le buscó celosamente en todos los monasterios y ermitas del desierto de Egipto. Aunque Artemio persiguió a los católicos ordotoxos, hostilizó también celosamente a los paganos y destruyó sus templos e imágenes. Cuando Juliano el Apóstata ascendió al trono imperial, Artemio fue acusado de haber destruido numerosos ídolos, por lo que el emperador le privó de sus bienes y le mandó decapitar.

No está bien aclarado si Artemio, el prefecto de Alejandría, se identifica con el santo del mismo nombre, en cuyo famosísimo santuario de Constantinopla tuvieron lugar tantas curaciones; sin embargo, la biografía griega publicada en “Acta Sanctorum”, que se basa fundamentalmente en el testimonio del cronista arriano Filostorgio, supone que ambos santos se identifican y afirma que el emperador Constancio II encomendó a Artemio la translación de las reliquias de San Andrés Apóstol y de San Lucas Evangelista, de Acaya a Constantinopla.

 

La historia de este pretendido mártir es de particular interés a causa de los numerosos milagros obrados en su santuario. A. Papadopoulos-Kerameus publicó en Varia Graeca Sacra (1909, pp. 1-79), una descripción detallada de dichos milagros, que presentan ciertas analogías con lo que Arístides nos cuenta sobre las prácticas de los peregrinos del santuario de Esculapio en Epidauro. Véase Delehaye, Les recueils antigües des miracles des saints, en Analecta Bollandiana, vol. xliii (1925), pp. 32-38; y M. P. Mass, Artemioskult in Konstantinopel, en Byzantinisch-Neugriechische Jahrbücher, vol. I (1920) pp. 377 ss. La biografía griega se halla en Acta Sanctorum, oct. vol. VIII. Cf. P. Allard, Julien l”Apostat, vol. m (1903), pp. 21-32.

 

 

San Andrés DE Creta, Mártir (766 d.C.)

(20 de octubre)

Para distinguir a este mártir del otro San Andrés de Creta, se le llama “el Calibita” o in Krisi. Este murió unos veinticinco años antes (4 de julio). Cuando el emperador Constantino V desató la campaña contra las sagradas imágenes, San Andrés se transladó a Constantinopla para participar en la lucha. En cierta ocasión en que el propio emperador asistió en persona a la tortura de unos cristianos, San Andrés protestó violentamente en público; en seguida fue llevado a la presencia del emperador, quien le acusó de idólatra. San Andrés, por su parte, calificó a Constantino de hereje. Al punto, los presentes se arrojaron sobre él y le golpearon. Cuando los guardias le conducían, cubierto de sangre, a la prisión, Andrés gritó todavía al emperador “¡Ved cuan poco podéis contra la fe!” al día siguiente, defendió de nuevo el culto a las sagradas imágenes ante el emperador, quien le mandó azotar otra vez y recorrer las calles de la ciudad para escarmiento público. Un fanático iconoclasta aprovechó la ocasión para apuñalar al mártir, quien falleció en la Plaza del Buey. Su cadáver fue arrojado a una cloaca; pero los cristianos lo rescataron y le dieron sepultura en un sitio próximo, llamado Krisis, donde se construyó más tarde el monasterio de San Andrés.

 

La afirmación de Teófanes el Confesor de que San Andrés había sido anacoreta parece ser errónea. Existen dos versiones de las actas, aparentemente independientes entre sí; ambas se hallan en Acta Sanctorum, oct., vol. VIII. Véase también J. Pargoire, en Echos d”Orient, vol. XIII (1910), pp. 84-86.

 

 

San Hilarión, Abad (c. 371 d.C.)

(20 de octubre)

Hilarión nació en una aldea llamada Tabatha, al sur de Gaza. Sus padres eran idóaltras. El joven hizo sus estudios en Alejandría, donde conoció la fe católica y recibió el bautismo hacia lo quince años de edad. Habiendo oído hablar de San Antonio, fue a visitarle en el desierto, donde permaneció dos meses observando el modo de vida del santo ermitaño. Al cabo, disgustado por la cantidad de peregrinos que acudían a la celda de San Antonio a pedirle que curase a sus enfermos y liberase a sus posesos, volvió a su patria a servir a Dios en la soledad total. Como sus padres murieron durante su ausencia, San Hilarión dio una parte de sus bienes a sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservar nada para sí mismo (pues tenía presente el ejemplo de Ananías y Safira, según dice San Jerónimo). Después, se retiró a diez kilómetros de Majuma, en dirección a Egipto, y se estableció en las dunas, entre la orilla del mar y un pantano. Era un joven muy delicado a quien afectaban los menores excesos de frío y de calor. A pesar de ello, vestía simplemente una camisa de pelo, una túnica de cuero que San Antonio le había regalado V un corto manto de tela ordinaria. No cambió de túnica sino hasta que la que llevaba empezó a caerse en pedazos, y jamás lavó su camisa, puesto que opinaba: “Es una ociosidad lavar una camisa de pelo.” Alban Butler comenta que “el respeto que debemos a nuestros prójimos está reñido con la práctica de esas mortificaciones en el mundo.”

Durante muchos años, Hilarión no comió más que quince higos por día y nunca antes de la caída del sol. Cuando se sentía tentado por la lujuria, solía decir a su cuerpo: “¡Voy a impedir que des coces, asno infame!” y reducía su ración a la mitad. Como los monjes de Egipto, trabajaba en el tejido de cestos y en la labranza, con lo cual ganaba lo necesario para vivir. En los primeros años, habitaba en una covacha de ramas que él mismo había entretejido. Más tarde, se construyó una celda, que existía todavía en tiempo de San Jerónimo: tenía un poco más de un metro de ancho, un metro y medio de alto y apenas era un poco más larga que su cuerpo, de suerte que más parecía una tumba que una habitación. Al comprobar que los higos eran un alimento insuficiente, San Hilarión se decidió a comer algunas verduras y un poco de pan y aceite. Sin embargo, no disminuyó sus austeridades ni con la edad. Dios permitió que su siervo sufriese dolorosas pruebas. En ciertos períodos, vivía el santo en una terrible oscuridad de espíritu, con gran sequedad y angustia interior; pero cuanto más sordo parecía el cielo a sus súplicas, tanto más se aferraba Hilarión a la oración. San Jerónimo hace notar que, aunque el santo ermitaño vivió tantos años en Palestina, sólo una vez fue a visitar los Santos Lugares y no permaneció más que un día en Jerusalén. Fue a la Ciudad Santa para no dar la impresión de que despreciaba lo que la Iglesia honraba; pero no lo hizo más que una vez, porque estaba persuadido de que en todas partes se podía adorar a Dios en espíritu y en verdad.

Veinte años después de su llegada al desierto, San Hilarión obró el primer milagro. Cierta mujer casada, de la ciudad de Eleuterópolis (Bait Jibrín, en las cercanías de Hebrón), consiguió que el santo le prometiese orar para que Dios la librase de la esterilidad. Menos de un año después, la mujer tuvo un hijo. Entre otros milagros, se cuenta que San Hilarión ayudó a un domador de caballos de Majuma, llamado Itálico, a ganar una carrera al emir de Gaza. Itálico, creyendo que su adversario se valía de sortilegios para impedir que sus caballos ganasen, acudió a San Hilarión en demanda de auxilio. El santo le bendijo 7 le aconsejó que rociase de agua bendita las ruedas de sus carros. Los caballos de Itálico dejaron muy atrás a los de su adversario y el pueblo proclamó que Cristo había vencido al dios del emir. Siguiendo el ejemplo de San Hila-non, otros ermitaños empezaron a establecerse en Palestina. El santo solía ir a visitarlos poco antes de la época de la cosecha. En una de esas visitas, vio los paganos de Elusa (al sur de Barsaba) reunidos para adorar a sus idolos y oró a Dios con muchas lágrimas por ellos. Como Hilarión había curado a muchos de los paganos que ahí estaban, se acercaron a pedirle su bendición. W santo los acogió con gran bondad y los exhortó a adorar al verdadero Dios en vez de sus ídolos de piedra. Sus palabras produjeron tal efecto, que los Paganos no le dejaron partir sino hasta que proyectó la construcción de una iglesia. El propio sacerdote de los paganos, que estaba revestido para oficiar, se hizo catecúmeno.

El año 356, tuvo una revelación sobre la muerte de San Antonio. Para entonces San Hilarión tenía ya unos sesenta y cinco años y estaba muy afligido por la cantidad de personas, particularmente de mujeres, que acudían a pedirle consejo. Por otra parte, el cuidado de sus discípulos le dejaba apenas reposo, de suerte que solía decir: “Es como si hubiese vuelto al mundo y hubiese recibido mi premio en él. Toda Palestina tiene los ojos fijos en mí. Como si eso no bastase, poseo además una finca y algunos bienes, so pretexto de que mis discípulos tienen necesidad de ellos.” Así pues, San Hilarión decidió partir de Palestina. Todo el pueblo se reunió para impedírselo. El santo dijo a la multitud que no comería ni bebería hasta que le dejasen partir y así lo hizo durante siete días. Entonces le dejaron libre y escogió a algunos monjes capaces de caminar sin probar bocado hasta el atardecer y cruzó con ellos Egipto hasta llegar a la montaña de San Antonio, cerca del Mar Rojo. Ahí encontraron a dos discípulos del gran eremita, y San Hilarión recorrió con ellos el sitio palmo a palmo. Los discípulos de San Antonio le decían: “Ahí solía cantar. Ahí solía orar. Ese era el lugar en que trabajaba y aquél el sitio a donde se retiraba a descansar. El plantó esas viñas y estos arbustos. El labró personalmente aquella parcela. El excavó este estanque para regar su huerto. Ese es el azadón que usó durante muchos años.” En la cumbre de la montaña, a la que se subía por una vereda abrupta y serpenteante, visitaron las dos celdas a las que solía retirarse para huir del pueblo y de sus propios discípulos; ahí mismo se hallaba el huerto que por el poder del santo habían respetado los caballos salvajes. Sari Hilarión pidió entonces a los discípulos de San Antonio que le mostrasen el sitio en que estaba sepultado, pero no sabemos con certeza si se lo mostraron o no, pues San Antonio les había ordenado que no indicasen a nadie dónde estaba su sepultura para evitar que un personaje muy rico de los alrededores se llevase sus restos y construyese una iglesia para ellos.

San Hilarión volvió a Afroditópolis (Atfiah), donde se retiró a un desierto de los alrededores y se consagró con más fervor que nunca a la abstinencia y el silencio. Desde hacía tres años, es decir, desde la muerte de San Antonio, no había llovido en la región. El pueblo acudió a implorar las oraciones de San Hilarión, a quien consideraba como el sucesor de San Antonio. El santo levantó los ojos y las manos al cielo, e inmediatamente se desató una lluvia copiosa. Muchos labradores y pastores se curaron de las mordeduras de las serpientes al ungirse con el aceite bendecido por San Hilarión. Este, viendo que su popularidad comenzaba nuevamente a crecer, pasó un año entero en un oasis al occidente del desierto; finalmente, como no lograse vivir oculto en Egipto, decidió partir con un compañero a Sicilia. Desembarcaron en Pessaro y se establecieron en un sitio poco frecuentado, a treinta kilómetros del mar. San Hilarión recogía diariamente una carga de leña y su compañero, Zananas, la vendía en la aldea más próxima y con el dinero, compraba un poco de pan. San Hesiquio, discípulo de San Hilarión, buscó a su maestro por el oriente y por Grecia. En Modón del Peloponeso un comerciante judío le dijo que había llegado a Sicilia un profeta que obraba muchos milagros. San Hesiquio se dirigió entonces a Pessaro. Todo el mundo conocía ahí al profeta, quien era famoso no sólo por sus milagros sino también por su desinterés, ya que jamás aceptaba ningún regalo.

San Hilarión dijo a San Hesiquio que quería retirarse a un sitio en el que las gentes no entendiesen su lengua y éste le condujo entonces a Epidauro, en la Dalmacia (Ragusa). Pero los milagros que obraba San Hilarión no le permitieron vivir ignorado. San Jerónimo refiere que había ahí una serpiente enorme, que devoraba a los hombres y al ganado. San Hilarión ordenó a la serpiente que subiese sobre un montón de leña a la que prendió fuego. San Jerónimo cuenta también que a consecuencia de un terremoto, el mar amenazaba con tragarse la tierra. Entonces los habitantes, muy alarmados, condujeron a San Hilarión a la playa, como si con su sola presencia quisiesen levantar una muralla contra los embates del mar. El santo trazó tres cruces sobre la arena y tendió los brazos hacia las olas enfurecidas que inmediatamente se detuvieron de golpe y se atrepellaron hasta formar una montaña de agua para retirarse después mar adentro. San Hilarión sufría mucho al ver que, aunque no entendía la lengua de los habitantes, sus milagros hablaban por él. Sin saber dónde ocultarse de las miradas del mundo, huyó una noche a Chipre, en una pequeña nave, y se estableció a tres kilómetros de Pafos. Como los habitantes le identificasen al poco tiempo, el santo se retiró veinte kilómetros tierra adentro, a un sitio casi inaccesible y muy agradable donde, por fin, pudo vivir en paz. Ahí murió algunos años más tarde, a los ochenta de edad. Uno de los que le visitaron en su última enfermedad fue el obispo de Salamis, San Epifanio, quien más tarde narró por escrito su vida a San Jerónimo. San Hilarión fue sepultado en las cercanías de Pafos, pero San Hesiquio se apoderó secretamente de los restos de su maestro y los trasladó a su ciudad natal de Majuma.

 

La biografía escrita por San Jerónimo es nuestra principal fuente; probablemente San Jerónimo se basó en los informes de San Epifanio, quien había conocido personalmente a San Hilarión. También el historiador Sozomeno nos da algunos datos nuevos. Las informaciones de las diferentes fuentes han sido cuidadosamente reunidas en Acta Sanctorum, oct., vol. IX. Véase sobre todo Zóckler, Hilarión von Gaza, en Neue Jahrbücher für deutsche Theologie, vol. III (1894), pp. 146-178; Delehaye, Saints de Chypre, en Analecta Bollan-diana, vol. XXVI (1907) pp. 241-242; Schiwietz, Das Morgen-D”ándische Mónchtum, vol. II, pp. 95-126; y H. Leclercq, Cénobitisme, en DAC., vol. II, ce. 3157-3158.

 

 

 

Santas Úrsula y compañeras, vírgenes y mártires (Fecha desconocida).

(21 de octubre)

Actualmente, la liturgia romana trata con gran reserva el caso de Santa Úrsula y sus compañeras, martirizadas en Colonia. La comisión nombrada por Benedicto XIV tenía el proyecto de suprimir su fiesta. En el Breviario se alude a las mártires con una simple conmemoración, sin lección propia en maitines. ti Martirologio Romano se arriesga a decir que fueron martirizadas por los hunos a causa de la religión y la castidad, pero no dice una sola palabra acerca del número de las mártires ni de las circunstancias del martirio.

En la iglesia de Santa Úrsula, en Colonia, hay una inscripción latina, que data probablemente de la segunda mitad del siglo IV o principios del siglo V. Aunque el sentido de la inscripción es bastante oscuro, parece conmemorar e1 hecho de que un tal Clemacio, senador, tuvo ciertas visiones en las que se le ordenó que emprendiese la reconstrucción de la basílica de las vírgenes que habían sido martirizadas en ese sitio. La inscripción no dice nada sobre el número y los nombres de las vírgenes, ni sobre la época y las circunstancias de su martirio. Basándonos en el testimonio de la inscripción, podemos suponer que cierto número de doncellas fueron martirizadas en Colonia, en una fecha desconocida. Por otra parte, dichas doncellas eran bastante famosas como para que se construyese en su honor una basílica, probablemente a principios del siglo IV. A esto se reduce cuanto sabemos en realidad sobre Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes, cuya leyenda es tan famosa.

La forma más antigua de la leyenda es un “sermón” compuesto en Colonia, probablemente a principios del siglo IX, con motivo del día de la fiesta. El autor confiesa que no existía entonces ningún escrito sobre el martirio y se limita a repetir la leyenda oral, sin dar pruebas sobre la veracidad de su contenido. Las doncellas eran muy numerosas, tal vez varios miles. La principal era Vinosa o Pinosa. El martirio tuvo lugar durante la persecución de Maximiano. Según una leyenda, las vírgenes habían llegado a Colonia con la Legión Tebana, aunque el autor se inclina más bien a pensar que eran originarias de Inglaterra. Ninguno de los martirologios clásicos de la época menciona a estas mártires, pero Usuardo conmemora a las vírgenes Marta y Saula y sus compañeras, martirizadas en Colonia (en realidad el Martirologio Romano nombra aparte a estas vírgenes) y Wandelberto de Prüm habla de los millares de vírgenes de Cristo que padecieron el martirio a orillas del Rin el 21 de octubre. La primera mención del nombre de Santa Úrsula, que formaba parte de un grupo de once vírgenes, data de fines del siglo IX. Varias fuentes litúrgicas de esa época, dicen que Santa Úrsula formaba parte de un grupo de siete, ocho u once vírgenes, pero sólo en un caso su nombre figura en primer lugar. A principios del siglo X, empezó a hablarse de “once mil” vírgenes, no sabemos cómo ni por qué. Según una teoría, la abreviación “XI M.V.” (undecim martyres virgines) se tradujo equivocadamente por undecim milia virginum. Según otra teoría, se combinó la cifra “once”, que dan algunos documentos, con los millares de que hablan otros.

La leyenda, tal como tomó forma más tarde en Colonia, se reduce a lo siguiente: Un rey pagano solicitó la mano de Úrsula, hija de un monarca cristiano de Inglaterra. La joven quería permanecer virgen y obtuvo un plazo de tres años, que empleó en continuas travesías marítimas. Tenía diez damas de honor y cada una de ellas, lo mismo que Úrsula, llevaba mil compañeras. La expedición constaba de once navios. Al cumplirse el plazo de tres años, los vientos arrastraron los navios a la desembocadura del Rin. La caravana de doncellas se dirigió entonces a Colonia y después, a Basilea. Ahí desembarcaron Úrsula y sus compañeras, quienes cruzaron los Alpes y fueron a Roma a visitar el sepulcro de los Apóstoles. Después, volvieron por el mismo camino a Colonia. Como Úrsula se rehusase a contraer matrimonio con el rey de los hunos, fue asesinada por los bárbaros junto con todas sus compañeras. Los ángeles se encargaron de dispersar a los asesinos, de suerte que los habitantes de la ciudad pudieron recuperar los cadáveres. Clernacio construyó en su honor una basílica.

Godofredo de Monmouth da otra versión de la leyenda, de origen galo, no menos fantástica. El emperador Maximiano, es decir, Magno Clemente Máximo, conquistó las Galias el año 383 y fundó en Bretaña una colonia inglesa. compuesta en gran parte por soldados, bajo las órdenes de Ciñan Meiriadog.

Ciñan pidió al rey de Cornwall, llamado Dionoto, que enviase algunas mujeres para poblar la colonia. Dionoto respondió generosamente y envió a su propia hija? Úrsula y a otras 11,000 doncellas nobles, así como a 60,000 jóvenes del pueblo. Úrsula, que era muy hermosa, debía contraer matrimonio con Ciñan. Pero una tempestad arrastró los navios hacia el norte, a unas islas extrañas pobladas por los bárbaros, y las doncellas murieron a manos de los hunos y de los pictos.

La versión de Colonia constituye la leyenda que podríamos llamar “oficial.” Esa versión sitúa el martirio en el año 451: “Atila y los hunos, cuando se replegaban después de su derrota en la Galia, tomaron Colonia, que era entonces una ciudad cristiana muy floreciente. Sus primeras víctimas fueron Úrsula y sus compañeras inglesas” (así rezaba una antigua lección del Breviario en Inglaterra) . En el curso del siglo XII, la leyenda se complicó aún más, gracias a las “revelaciones” de Santa Isabel de Schónau y del Beato Germán José, canónigo premonstratense. Actualmente, todo el mundo está de acuerdo en que tales revelaciones eran puramente ilusorias, pero en la época en que tuvieron lugar se “descubrieron” en Colonia (1155) numerosas reliquias e inscripciones (naturalmente falsas), que pasaban por ser los epitafios de San Ciríaco Papa, de San Marino de Milán, de San Papunio, rey de Irlanda, de San Picmenio, rey de Inglaterra y de otros muchísimos personajes imaginarios que habían sufrido el martirio con Santa Úrsula y sus compañeras. Las pretendidas “revelaciones” del Beato Germán (si es que existieron realmente) eran aún más sorprendentes que las de Santa Isabel, ya que tenían por finalidad resolver los múltiples problemas de la leyenda y explicar la presencia de los huesos de hombres y aun de niños recién nacidos, entre los restos de las mártires. Indudablemente lo que se descubrió en 1155 fue una fosa común. Por otra parte, todos los indicios nos llevan a pensar que los dos abades de Deutz, falsificaron impíamente los hechos y complicaron en el fraude a Santa Isabel y al Beato Germán, sin que éstos lo supiesen. Todavía se conserva una gran cantidad de “reliquias” en la iglesia de Santa Úrsula en Colonia, sin contar las que se hallan esparcidas en el mundo entero.

Dejando a un lado la leyenda, la inscripción de Clemacio dice que éste restauró una pequeña basílica o celia memorialis, que probablemente había sido saqueada por los francos alrededor del año 353. Ahí se hallaba el sepulcro de las mártires, y Clemacio prohibió que se diese sepultura en ese lugar a otras personas. El texto de la inscripción no indica absolutamente que se tratase de un vasto cementerio en el que había millares de esqueletos.

Durante la Edad Media, se inventaron, poco a poco, los nombres de las compañeras de Santa Úrsula que figuran en diversos calendarios y martirologios. Una de las invenciones más famosas es la de Santa Córdula, de la que el Martirologio Romano dice el 22 de octubre: “Aterrorizada al ver el martirio de sus compañeras, se escondió, pero al día siguiente, arrepentida, se entregó 1 los hunos y fue la última que conquistó la palma del martirio.” La autora de esta invención fue la monja Helentrudis de Heerse, según el relato “Fuit tempore.”

 

El P. Víctor de Buck consagró al estudio de la leyenda 230 páginas in-folio en Acta  anctorum, oct., vol. IX (1858). El cardenal Wiseman resumió dicho artículo en un discurso que no fue publicado en sus obras completas; puede leerse en un volumen titulado Essays °i Religión and Litterature, publicado por Manning (1865), donde aparece con el nombre de The Truth of Supposed Legends and Pables (pp. 285-286); ahí mismo se encontrará un facsímil de la inscripción de Clemacio. El P. de Buck aportó muchos datos nuevos y útiles para la solución del problema, ya que publicó varios de los textos más importantes, pero las investigaciones posteriores no han confirmado sus conclusiones, particularmente por lo que se refiere a su hipótesis de que la fiesta conmemora el asesinato de un gran número de vírgenes cristianas, llevado a cabo por los hunos el año 451. El estudio más importante que ha aparecido desde entonces, es el del eminente especialista en cuestiones medievales, W. Levison, en Das Werden des Ursula-Legende (1928). El historiador defiende la autenticidad de la inscripción de Clemacio, pero está de acuerdo con otros arqueólogos en admitir que la inscripción es claramente anterior a la invasión de los hunos. Además de la inscripción de Clemacio, el Sermo in natali y las cortas noticias litúrgicas arriba mencionadas, el documento más importante es el antiguo relato Fuit tempore. Desgraciadamente, el P. de Buck no le atribuyó importancia alguna, porque no leyó el prólogo. Fue publicado por primera vez en Analecta Bollandiana, vol. III (1884), pp. 5-20. La leyenda comenzó a desarrollarse a partir de esa base, pero su evolución es demasiado complicada y la bibliografía demasiado nutrida para que podamos ocuparnos aquí de ellas. Sobre estos puntos, véase a M. Coens, en Analecta Bollandiana, vol. xlvii A1929, pp. 80-110; G. Morin, en Eludes, Textes, Découvertes (1913), pp. 206-219, quien cita hábilmente a Procopius, De Bello Gothico, lib. IV, c. 20; T.F. Tout, Historical Essays; H. Leclercq, en DAC., vol ni, ce. 2172-2180; LBS., vol. IV (1913), pp. 312-347; y Neuss, Die Anfange des Christentums in Rheinlande (1933). Una de las últimas obras sobre el tema, particularmente lo que concierne a las representaciones en el arte, es el libro de Guy de Tervarent, La légende de Ste Ursule (2 vols., 1931). El texto de Clemacio puede verse también en LBS., DAC., y Catholic Encyclopedia, loe. cit. Nuestra cita de Godofredo de Monmouth está tomada de su History of the Kings of Britian lib. v, ce. 12-16. Por lo que toca a la afirmación de que San Dunstano transmitió la leyenda tal como se cuenta en Fuit lempore, es curioso notar que el santo recibió la consagración episcopal el 21 de octubre y que varios de los santos citados en esa leyenda eran venerados desde muy antiguo en Glastonbury y en el occidente de Inglaterra. Si, como se cree actualmente, San Dunstano nació en 910 y no en 925, es muy posible que haya conocido a Hoolf, el enviado del emperador Otto.

 

 

San Malco (Siglo IV)

(21 de octubre)

Los datos que poseemos sobre San Maleo, de quien el Martirologio Romano hace mención en esta fecha, proceden de San Jerónimo, quien afirma haberlos oído de labios del propio San Maleo. Hallándose en Antioquía, hacia el año 375, San Jerónimo visitó la ciudad de Maronia, que distaba unos cincuenta kilómetros, y conoció ahí a un anciano muy piadoso llamado Maleo (Malek). Interesado por lo que había oído contar sobre él, San Jerónimo interrogó personalmente a Maleo, quien le refirió su historia. Había nacido en Nísibis y era hijo único. Desde muy joven, determinó consagrarse enteramente a Dios. Como se sintiese inclinado a casarse, huyó inmediatamente al desierto de Kal-kis para reunirse con unos ermitaños. A los pocos años, se enteró de la muerte de su padre y pidió permiso a su abad para ir a consolar a su madre. El abad no vio con buenos ojos el proyecto y advirtió a Maleo que se trataba de una sutil tentación del demonio. Maleo insistió en que había heredado de su padre algún dinero con el que pensaba contribuir al ensanchamiento del monasterio, pero el abad, que era un hombre de Dios y sabía a qué atenerse, no se dejó persuadir y rogó a su joven discípulo que renunciase al proyecto. Sin embargo, Maleo pensó que tenía el deber de ir a consolar a su madre y partió contra la voluntad de su abad.

La caravana en la que viajaba Maleo fue atacada por los beduinos, entre Alepo y Edesa, y uno de los cabecillas lo tomó prisionero junto con una joven y condujo a ambos al corazón del desierto, más allá del Eufrates. Ahí Maleo se vio obligado a pastorear los rebaños del beduino, cosa que no le desagradaba. Naturalmente no le gustaba vivir entre gentiles, bajo el terrible sol del desierto al que no estaba acostumbrado. Pero, como él decía: “parecíame mi suerte muy semejante a la del santo Jacob y a la de Moisés, ya que ambos habían sido pastores en el desierto. Me alimentaba de dátiles, queso y leche. Oraba incesantemente en mi corazón y solía cantar los salmos que había aprendido entre los monjes.” El amo de Maleo, que estaba muy satisfecho con él, pues los esclavos no eran ordinariamente tan obedientes y fáciles de manejar como aquel prisionero, decidió buscarle una compañera. Un miembro de una tribu errante del desierto no podía comprender que un hombre determinase libremente permanecer célibe, ya que los jóvenes que aún no se habían casado, estaban obligados a vivir como criados en la tienda de otro hombre, puesto que únicamente las mujeres podían hacer los trabajos domésticos para atender a los hombres. Cuando el beduino ordenó a Maleo que contrajese matrimonio con su compañera de cautiverio, éste se alarmó, dado que era monje y sabía que la joven era casada. Sin embargo, según parece, la joven no se oponía al proyecto. Pero cuando Maleo declaró que estaba dispuesto a suicidarse antes que contraer matrimonio, la joven, herida en su amor propio (pues la naturaleza humana es siempre la misma a través de los siglos), le dijo que no tenía el menor interés por él y que podían simplemente fingir que estaban casados para complacer a su amo. Así lo hicieron, por más que la situación no satisfizo del todo a ninguno de los dos. Maleo confesó a San Jerónimo: “Llegué a querer a esa mujer como a una hermana, pero sin poder tenerle la confianza que se tiene a una hermana.”

Un día en que Maleo se entretenía en observar un hormiguero, se le vino a la cabeza la idea de que la vida ordenada y laboriosa de los monjes se asemejaba mucho a la de una colonia de hormigas. Ese recuerdo le entristeció mucho, pues recordó cuan feliz había sido entre los monjes. Aquella misma noche, al volver del pastoreo, dijo a su compañera que estaba decidido a huir. Ella, que quería también ir a reunirse con su marido, resolvió partir con Maleo. Así pues, ambos huyeron juntos una noche, llevando sus provisiones en dos pellejas de cabra. Inflando las pellejas, consiguieron atravesar el Eufrates. Pero, al tercer día de marcha, divisaron a su amo y a otro hombre, que venían en su busca, jinetes en sendos camellos. Inmediatamente se escondieron cerca de la entrada de una caverna. El amo de Maleo, imaginando que se habían refugiado ahí, envió a su compañero a buscarlos. Como éste no volviese, el beduino penetró en la caverna y tampoco volvió a salir. ¡Cuál no sería el asombro de Maleo y su compañera cuando vieron salir de la caverna una leona con su cachorro en el hocico y dentro encontraron a los dos beduinos muertos! Inmediatamente se apoderaron de los camellos y partieron con la mayor rapidez posible.

Al cabo de diez días, llegaron a un campamento romano en Mesopotamia. El capitán, a quien refirieron su historia, los envió a Edesa. San Maleo retornó más tarde a su ermita de Kalkis y fue a terminar sus días en Maronia, donde le conoció San Jerónimo. Su compañera de cautiverio no consiguió encontrar a su marido. Entonces, acordándose del amigo con el que había compartido tantas penas y que la había ayudado a escapar, fue a establecerse cerca de el, sin impedirle el servicio de Dios y de sus prójimos. Ambos murieron a edad muy avanzada.

 

En Jetó SanctoTum, oct., vol. IX, puede verse el texto de San Jerónimo ampliamente comentado. Un monje de Canterbury, Reginaldo (quien falleció hacia 1110), compuso varios poemas sobre San Maleo; cf. The Oxford Book of Medieval Latín Verse (1928), pp. 73-75, y p. 221, núm. 50. En Classical Bulletin, 1946 (Saint Louis, U.S.A.), pp. 31-60, puede verse el texto y una traducción inglesa. Dichos poemas son de poco valor histórico, ya que fueron compuestos probablemente con miras a la edificación; cf. Comm. Man. Rom.”, y P. Van den Ven, en Le Muséon, vol. XIX(1900), pp. 413 ss., y XX, 208 ss.

 

 

Santa Celina De Meaux, Virgen (Siglo V)

(21 de octubre)

Celina, una doncella de noble cuna, habitaba en la ciudad de Meaux, donde se detuvo una temporada Santa Genoveva durante uno de sus viajes fuera de París. Admirada por las virtudes de la santa, Celina le manifestó su ardiente deseo de consagrarse al Señor. Genoveva la alentó y la joven tomó el hábito de las vírgenes. Pero el prometido de Celina se opuso desde un principio a ese proyecto y, al conocer la resolución de la doncella, amenazó con recurrir a la violencia para raptarla. Dice la leyenda que Genoveva y Celina, perseguidas de cerca por el galán y sus amigos, tuvieron que refugiarse en una iglesia, donde, por un milagro del cielo, las puertas del bautisterio se cerraron herméticamente por sí solas, y fue imposible abrirlas hasta que los perseguidores se retiraron. De esta manera, Celina pudo conservar su virginidad toda su vida y dedicarse a las buenas obras y la oración.

Se ignora la fecha de la muerte de Celina. Su encuentro con la santa de París debe haber ocurrido en el año 465 o en el 480. Se sabe que al morir gozaba de una gran fama de santidad. Fue sepultada en las proximidades de Meaux y, posteriormente, los benedictinos construyeron sobre su tumba una capilla que subsistió hasta los días de la Revolución. En aquella época, las reliquias de la santa, mezcladas con las de otros bienaventurados, fueron enterradas en el cementerio de la catedral de Meaux, donde se veneran hasta hoy.

El culto a Santa Celina, virgen, se ha limitado a la diócesis de Meaux y, con frecuencia, se ha confundido a esta santa con la Santa Celina, viuda, madre de San Remigio, que se venera el mismo día y a la que tratamos a continuación.

 

Véase la Vita Genovafae, en el Mon. Germ, hist. Script. rer. merov., vol III, pp. 226-227, que se encuentra en la Biblioteca hagiográfica latina, nn. 3334-3335. A Tillemont en Mémoires, vol. xvi, pp. 628-629; Acta Sanctorum, 21 de octubre, vol. Ix, pp. 306-309; a V. Leroquais en Les Sacramentaires et les missels mss., vol. III, p. 49 y Les Bréviaires mss., vol. II, pp. 217-219 y vol. III, pp. 94 y 346.

 

 

 

Santa Celina, la madre de San Remigio (remi) (c. 458 d.C.)

(21 de octubre)

Lo Mismo que Santa Silvia, madre del Papa Gregorio el Grande, y muchas otras madres de santos que también alcanzaron la santidad, Celina (a su homónima, la virgen de Meaux, se la honra igualmente en la fecha de hoy) fue famosa a causa de su hijo, puesto que dio al mundo ese gran santo, Remigio o Remi, obispo de Reims, a quien se festeja el 1° de octubre.

De acuerdo con el pseudo Venancio Fortunato, Celina y su esposo pertenecían a la nobleza. En cierta ocasión, un monje llamado Montano, que por tres veces consecutivas había recibido un aviso celestial en sueños, vaticinó a Celina que daría a luz un hijo que llegaría a ser un hombre de grandísimos méritos. A su debido tiempo, Remigio vino al mundo.

Hinemar de Reims complementó estos datos tan escasos en el siglo nueve: Celina y Emilio, su marido, habían tenido dos hijos: Principio, quien llegó a ser obispo de Soissons, y su hermano Emilio, quien a su vez tuvo un hijo, San Lupo, sucesor de su tío Principio en la sede de Soissons, a la que gobernó hasta la muerte de Remigio (Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, 1915, pp. 89-90).

Cuando el monje Montano anunció el nacimiento del niño, Celina quedó muy desconcertada, puesto que tanto ella como su marido ya eran entrados en años. Pero Montano, que era ciego, reiteró su profecía y aun agregó estas palabras: “Cuando hayas parido al niño cuyo nacimiento te anuncio, me frotarás los ojos con unas gotas de la leche de tus pechos y así recuperaré la vista.”

Fue el propio Remigio, a los pocos días de nacido, quien puso su mane-cita, mojada con la leche del pecho de su madre, en los ojos de Montano, y éste obtuvo la gracia de volver a ver. Hinemar hace la advertencia de que, al nacer, Remigio quedó limpio de toda culpa por obra del Espíritu Santo. Había sido concebido “en la iniquidad, como todo hombre”, pero contrariamente a lo que sucede en la condición humana, “su madre no lo parió en los delitos de la prevaricación, sino en la gracia de la remisión.”  Por esa razón, Remigio se asemejaba a San Juan Bautista (Luc. 1:15) ya Isaac (Gen. 17:16). Nació en el país de Laon y se le impuso el nombre de Remigio porque estaba destinado a regir, a dirigir la nave de su Iglesia a merced de las olas tempestuosas y también sería el “Remedio” (otro significado de su nombre) contra la justa cólera de Dios o bien contra la ferocidad de los paganos.

Luego de cursar breves estudios en los que destacó sobremanera, Remigio tuvo deseos de imitar el ejemplo del monje Montano, se retiró al convento y así se separó para siempre de Celina. De acuerdo con uno de los párrafos del testamento de San Remigio, su madre había sido sepultada en Labrinacum (Lavergny), cerca de Laon, en el Aisne. La traslación de sus restos a Laon, según Molanus y Vermeulen, los editores del Martirologio de Usuardo (ed. Du Sollier, Anvers, 1714, p. 194) tuvo lugar un 5 de abril. Actualmente, en la diócesis de Reims se conmemora a Santa Celina el 22 de octubre.

 

La única biografía de Santa Celina, atribuida a un monje de San Amando llamado Hucbaldo (930), se ha perdido. Véase el Mont. Germ. hist. Auct. antiq. (el pseudo Fortunato), vol. IV-2, p. 64; el Script. merov., vol. III, pp. 259-263 y 344, donde se encuentran los escritos de Hinemar y el testamento de San Remigio. En cuanto al nombre de la santa, las notas del pseudo Fortunato dan el de Chilinia, Cilina y Cylinia, pero se ha adoptado Celina, que es el que le da el Thesaurus linguae latinae Onomasticon, vol. II y el Acta Sanctorum. Véase a Ch. d”Héricault en Les Méres des Saints, 1895; a H. Bels en figures des peres et méres chrétiens (1908). El Acta Sanctorum, vol. lX, pp. 318-322; el yertorium hymnologicum de U. Chevalier, vol. VI, 1920, p. 19, que contiene himnos en honor de la santa, compuestos en Laon hacia 1495. Les Sacramentaires et missels mss. de V. Leroquais, vol. m, 1924, p. 351; Les Breviaries mss., vol. II, p. 143 y vol. V, p. 61;

 

 

San Fintano de Taghmon, Abad (c. 635 d.C.)

(21 de octubre)

Primeros monjes irlandeses se distinguieron por su extremada austeridad. Según se cuenta, San Fintano fue uno de los más austeros, y a sus mortificaciones voluntarias se añadieron las enfermedades. Durante dieciocho años estuvo en el monasterio de Cluain Inis, bajo la dirección de San Senell y después, partió al monasterio de lona. Los relatos irlandeses afirman que, cuando San Fintano llegó a lona, San Colomba ya había muerto y que San Baitén, su sucesor, dijo a San Fintano que retornase a su patria, pues San Colomba había predicho que fundaría un monasterio en Irlanda y sería padre de muchos monjes. Según la tradición escocesa, San Fintano pasó algún tiempo en lona y volvió a su patria el año 597, cuando murió San Colomba. El hecho es que, a principios del siglo VII, San Fintano fundó el monasterio de Tagh-mon (Tech Munnu), en Wexford. Siendo abad, defendió celosamente los usos célticos acerca de la fecha de la Pascua, así como otras costumbres locales. En el sínodo de Magh Lene (630) y en otros, se opuso violentamente a San Lase-riano y a todos los que, inspirados por el deseo del Papa Honorio I, querían que Irlanda se unificase con el resto de la cristiandad en la celebración de la Pascua.

El monasterio de Taghmon se hizo pronto muy famoso. En las biografías de San Canicio, San Mochua y San Molua, se habla de su fundador. Estos dos últimos santos afirman que San Fintano tuvo la lepra en una época. Por otra parte, parece haber existido cierta rivalidad entre él y San Molua. En efecto, San Fintano “se irritó” cuando el ángel que acostumbraba visitarle dos veces por semana le dijo que había faltado un día porque tuvo que recibir en el cielo el alma de San Molua. Deseando emular la santidad del abad de Clonfert, San Fintano pidió a Dios que le enviase muchas enfermedades para soportarlas con paciencia y merecer una acogida semejante en el Reino de los Cielos.

 

Existen tres biografías latinas de San Fintano (cf. Plummer, Miscellanea HagiogTaphica Hibernica, p. 255). La más larga puede verse en Acta Sanctorum, oct. vol. IX. Plummer editó la tercera; véase VSH., vol. II, pp. 226-239 y la introducción, pp. 84 ss.; J. F. Kenney Sources fot the early History of hland, vol. I, p. 450.

 

 

San Abercio, Obispo de Hierópolis (c. 200 d.C.)

(21 de octubre)

En el siglo II, vivía en la Frigia Salutaris cierto Abercio Marcelo, que era obispo de Hierópolis. A los setenta y dos años de edad, hizo una peregrinación a Roma y al regreso, pasó por Siria, por Mesopotamia y visitó Nísibis. En todas partes encontró cristianos fervorosos, que habían sido purificados por el bautismo y se nutrían del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Cuando volvió a Frigia, se construyó un sepulcro en el que mandó colocar una inscripción en la que se relataba con términos simbólicos e ininteligibles para los no cristianos, el viaje que había hecho a Roma para “contemplar la majestad” del Pastor universal y omnividente.

Un hagiógrafo griego, interpretando esa inscripción a su modo, escribió una biografía de San Abercio. Según esa ingeniosa narración, el santo obispo convirtió con su predicación y milagros a tantas personas, que se le dio el título de “igual de los Apóstoles.” Su fama llegó a oídos del emperador Marco Aurelio, quien le mandó llamar a Roma, pues su hija Lucila estaba endemoniada. (En esa forma, la simbólica reina vestida de oro, mencionada en la inscripción se convierte en la hija del emperador). San Abercio exorcizó con éxito a la joven y ordenó al demonio que trasportase desde el hipódromo romano hasta su Ciudad episcopal la piedra de un altar, para emplearla en la construcción de su sepulcro. El autor de la biografía tomó algunos episodios de la vida de otros santos y presentó en el apéndice de su obra el original de la inscripción de Abercio.

Los historiadores solían considerar el contenido de la inscripción con la misma desconfianza que la biografía de la que formaba parte, hasta que en 1822, el arqueólogo inglés W. M. Ramsey descubrió en Kelendres, cerca de Sínada, una inscripción fechada el año 216. Era el epitafio de un tal Alejandro, hijo de Antonio; pero los primeros y los últimos versos eran prácticamente una transcripción de los de la inscripción de Abercio. El año siguiente, Ramsey descubrió en los muros de las termas de Hierópolis otros fragmentos que completaban casi en su totalidad la parte del epitafio de Abercio que faltaba en la primera piedra. Gracias a esas dos inscripciones y al texto de la biografía de San Abercio, se consiguió completar una inscripción de gran valor. Sin embargo, no todos los historiadores admitían que Abercio fuese cristiano; interpretando los símbolos de la inscripción en forma muy subjetiva, algunos llegaban a decir que había sido un sacerdote de Cibeles o de otro culto sincretista. Finalmente, al cabo de innumerables investigaciones, se llegó a la conclusión de que el Abercio de la inscripción había sido realmente un obispo cristiano. El nombre de Abercio figura en la liturgia griega desde el siglo X; también ee halla en el Martirologio Romano actual, donde se dice que fue obispo de Hierápolis (sede de San Papías) en vez de Hierópolis. Este último error procede de la biografía griega arriba mencionada.

 

Existe una literatura muy abundante acerca de las inscripciones descubiertas por Ramsey en Hierópolis, que dicho arqueólogo regaló al Museo de Letrán. Pero las discusiones han añadido muy poco a la interpretación del obispo anglicano Linghfoot, quien analizó la inscripción con seguro instinto de arqueólogo en Ignatius and Polycarp, vol. I (1885). G. Ficker y A. üieterich sostienen que Abercio no era cristiano, pero no han logrado aportar la menor prueba en favor de su tesis. F. J. Dólger, Ichthys (sobre todo vol. II, 1922, pp. 454-507), responde muy hábilmente a todas las objeciones. En el artículo de Leclercq, DAC (vol. I, ce. 66-87), hay buenas ilustraciones y una bibliografía muy completa; en el artículo del mismo autor en Catholic Encyclopedia, vol. I, pp. 40-41, se hallará el texto griego y una traducción inglesa. Por lo que se refiere a la vida de Abercio, T. Nissen hizo una edición crítica de las dos biografías griegas más antiguas, en S. Abercü Vita (1912); aunque los textos carecen de valor histórico, contienen ciertos datos geográficos de importancia, así como algunas citas muy curiosas de Bardesanes. El P. Thurston publicó dos artículos sobre San Abercio en The Month (mayo y julio de 1890); pero en 1935, declaró que habría que modificar considerablemente el segundo de esos artículos.

 

 

Santos Felipe, obispo de Heraclea y Compañeros, Mártires (304 d.C.)

(22 de octubre)

Felipe, obispo de Heraclea, capital de Tracia, fue martirizado durante la persecución de Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad sus obligaciones de diácono y de sacerdote, fue elegido obispo de Heraclea. Gobernó su diócesis con gran virtud y prudencia durante la persecución. A fin de extender y perpetuar la obra de Dios, formó a muchos discípulos en las ciencias sagradas y en la piedad sólida. Dos de ellos, el sacerdote Severo y el diácono Hermes, tuvieron la dicha de acompañar a San Felipe en el martirio. Hermes, antiguo magistrado de la ciudad, empezó a practicar el trabajo manual desde el momento en que recibió el diaconado y convenció a su hijo para que hiciese lo propio. Cuando Diocleciano publicó sus primeros edictos persecutorios, muchas personas aconsejaron a San Felipe que huyese de la ciudad; pero el santo se negó a hacerlo y continuó con sus exhortaciones a su grey para mantener la constancia y la paciencia. El gobernador envió a un tal Aristómaco a clausurar las puertas de la iglesia. Felipe le dijo: “¿Crees acaso que Dios vive entre cuatro paredes más bien que en el corazón de los hombres?” En seguida, el obispo reunió a los cristianos fuera de la iglesia. Al día siguiente, los esbirros del emperador sellaron los vasos y los libros sagrados. Los fieles entristecidos, se reunieron frente a la iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra 1 puerta y, para alentarlos, comenzó a hablar con palabras de fuego y se negó a retirarse.

El gobernador Bassus, se enteró de que Felipe y sus cristianos celebraban el día del Señor delante de la iglesia y los mandó traer a su presencia. “¿Quién i V0sotros es el maestro?”, preguntó. Felipe respondió: “Yo.” Bassus le dijo: “Bien sabes que el emperador ha prohibido que os reunáis. Entrégame los vasos de oro y plata y los libros que acostumbráis leer.” El obispo replicó: “Estamos dispuestos a entregarte los vasos, porque Dios no se complace en los metales preciosos sino en la caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos, ni yo puedo entregarlos.” El gobernador mandó llamar a los verdugos y ordenó a uno de ellos que atormentase a Felipe. Este soportó el tormento con invencible valor. Kermes dijo al gobernador que, aunque destruyese todos los libros de la verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra de Dios. Bassus le mandó azotar. En seguida, Publio, ayudante del gobernador, acompañó a Mermes al sitio en que estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó apoderarse de algunos y, cuando Hermes trató de impedirlo, le dio tan tremenda bofetada, que le dejó el rostro bañado en sangre. El gobernador reprobó la conducta de Publio y ordenó que curasen la herida de Hermes. En seguida, envió a los prisioneros a la plaza central y mandó a los guardias que destruyesen el techo de la iglesia. Los soldados aprovecharon la ocasión para quemar los libros sagrados, y las llamas se elevaron tan alto, que los presentes quedaron maravillados. Cuando Felipe, quien se hallaba en la plaza central, se enteró de lo sucedido, habló largamente sobre la venganza de Dios que amenaza a los malvados y recordó al pueblo que los templos de los ídolos se habían incendiado muchas veces.

Entonces, se presentó en la plaza un sacerdote pagano con sus ministros, llevando consigo todo lo necesario para el sacrificio. También llegó Bassus, seguido por la multitud. Algunos de los presentes se compadecían de los cristianos, otros, especialmente los judíos, clamaban contra ellos. Bassus exhortó a San Felipe a ofrecer sacrificios a los dioses, a los emperadores y a la fortuna de la ciudad; después, le señaló una estatua de Hércules y le dijo que se contentaría con que la tocase. El obispo replicó que las imágenes eran muy útiles a los escultores, pero que no podían hacer bien alguno a quienes las adoraban. Entonces Bassus, volviéndose hacia Hermes, le preguntó si él estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermes respondió: “No. Yo también soy cristiano.” Bassus le preguntó: “Si Felipe ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su ejemplo?” Hermes replicó que no y que tampoco conseguirían que Felipe sacrificase a los dioses. Después de emplear toda clase de amenazas y promesas para que ofreciesen el sacrificio, el gobernador mandó que los mártires fuesen conducidos a la prisión. En el camino unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se levantó sonriente, con gran admiración de la turba. Los mártires entraron en “a prisión cantando gozosamente un salmo de agradecimiento a Dios. Pocos días lespués el gobernador permitió que se trasladasen a la casa de un tal añeras, a donde muchos cristianos y neófitos acudieron a oír las instrucciones e los mártires. Más tarde, los prisioneros fueron conducidos a una prisión continua al teatro que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los cristianos pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.

En el ínterin, el gobernador Bassus fue sustituido por Justino. El cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus era un hombre razonable y su esposa había sido cristiana durante algún tiempo; en cambio, Justino era un hombre muy cruel. Zoilo, el magistrado de la ciudad, condujo a Felipe a precia de Justino, quien le repitió la orden del emperador y le exhortó a ofrecer sacrificios. Felipe respondió: “Soy cristiano y no puedo obedecer tus órdenes. Si quieres, puedes castigarnos, pero no conseguirás que obedezcamos.” Justino le amenazó con la tortura, y el obispo respondió: “Dame tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder alguno capaz de obligarme a ofrecer sacrificios.” Justino le dijo que los guardias iban a llevarle a rastras hasta la prisión. Felipe replicó: “¡Dios lo quiera!” Entonces Justino ordenó que le atasen los pies y le arrastrasen a la prisión. Los guardias le arrastraron sobre las piedras con tal violencia, que Felipe llegó a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron y le llevaron en brazos a la mazmorra.

Los perseguidores habían buscado durante largo tiempo al sacerdote Severo, quien se había escondido. Finalmente, movido por el Espíritu Santo, Severo se entregó y fue enviado a la prisión. Los tres mártires pasaron siete meses en un horrible calabozo. Después, fueron trasladados a Adrianópolis, a una casa particular, para esperar la llegada del gobernador. Al día siguiente, Justino mandó conducir a Felipe a las termas y dio orden de que le azotasen hasta que la carne se cayese a pedazos. El valor del mártir impresionó no sólo a la turba, sino al propio Justino, quien le envió nuevamente a la prisión. En seguida mandó llamar a Kermes para azotarle. Los miembros de la corte le querían bien, pues había sido un magistrado muy popular en Heraclea. Pero Hermes permaneció firme en la fe y fue nuevamente enviado a la prisión. Los mártires dieron gracias a Dios por esa primera victoria. Tres días después, Justino los convocó de nuevo. Habiendo exhortado en vano a Felipe, se volvió hacia Hermes y le dijo: “Tu compañero es insensible a los horrores de la muerte. Espero que tú comprendas el valor de la vida y ofrezcas sacrificios a los dioses.” Hermes respondió con una invectiva contra la idolatría. Justino gritó enfurecido: “Hablas como si quisieses convertirme al cristianismo.” En seguida consultó a sus consejeros y pronunció la sentencia: “Ordenamos que Felipe y Hermes, que por su desobediencia a los edictos imperiales se han hecho indignos del nombre y los derechos de los ciudadanos romanos, sean quemados públicamente para que el pueblo aprenda a obedecer.”

Los mártires fueron con gran gozo al sitio de la ejecución. Como Felipe tenía los pies destrozados, fue llevado en brazos. Hermes, que caminaba también con gran dificultad, dijo a Felipe: “Maestro, apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan nuestros pies, puesto que ya no nos serviremos de ellos?” Después, se volvió hacia la multitud y dijo: “El Señor me ha revelado el martirio que me espera. Soñé que una paloma blanca como la nieve venía a posarse sobre mi cabeza, descendía sobre mi pecho y me daba a comer un manjar exquisito. Entonces comprendí que el Señor se había complacido en llamarme al honor del martirio.” Una vez llegados al sitio de la ejecución, los verdugos, según la costumbre, enterraron a Felipe en la arena hasta la altura de las rodillas y le ataron las manos a la espalda. Lo mismo hicieron con Hermes, el cual, como no pudiese sostenerse sin la ayuda de un bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó riendo: “Se ve que el diablo no es capaz de sostenerme ni siquiera en estas circunstancias.” Antes de que los verdugos prendiesen fuego a la pira, Hermes se dirigió a un cristiano llamado Velogio y le dijo: “Os ruego por nuestro Salvador Jesucristo que digáis a mi hijo que pague cuanto se haya gastado en mí para que tenga yo la conciencia tranquila, pues aun las leyes de este mundo mandan que se paguen las deudas. Decidle también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el trabajo de sus manos, como yo. Y que sea bueno con todos.” En seguida, los guardias le ataron las manos y encendieron la hoguera. Los mártires alabaron a Dios y le dieron gracias mientras pudieron hablar. Sus cuerpos no se desintegraron. El cuerpo de Felipe, que era ya un hombre anciano, parecía haber rejuvenecido y tenía las manos extendidas como si se hallase en oración. El cadáver de Hermes conservaba su color natural, sólo las orejas estaban un poco amoratadas. Justino ordenó que los cuerpos de los mártires fuesen arrojados al río, de donde algunos cristianos de Adrianópolis consiguieron rescatarlos con redes. El sacerdote Severo, que estaba aún en la prisión, se alegró al enterarse del triunfo y la gloria de sus compañeros y pidió ardientemente a Dios que le concediese compartirlos, como había compartido su defensa de la fe. Dios escuchó sus oraciones, y Severo fue martirizado al día siguiente. El edicto que mandaba quemar los escritos sagrados y destruir las iglesias, indica que el martirio tuvo lugar después de la publicación de los edictos persecutorios de Diocleciano. El Martirologio Romano sitúa erróneamente el martirio en la época de Juliano el Apóstata y añade el nombre de San Eusebio, quien no pertenece a este grupo.

 

El martirio de Felipe, Severo y Hermes es uno de los episodios mejor probados de la persecución de Diocleciano. El Breviarium sirio del siglo IV conmemora el martirio el 22 de octubre. Podemos además citar como una confirmación indirecta la alusión que se hace al triunfo de estos mártires en la pasión de San Gurio y sus compañeros. (Cf. Gebhardt y Dobschütz, Texte und Untersuchungen, vol. XXXVII, p. 6). El texto de las actas latinas de Felipe de Heraclea puede verse en Ruinart y en Acta Sanctorum, oct., vol. Ix. H. Leclercq tradujo ese documento al francés, en Les Martyrs, vol. II, pp. 238-257. Cf. P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, núm. 27, Note Agiografiche, fase. 5 y 175, 9.

 

 

Santas Nunila Y Alodia, Vírgenes y Mártires (851 d.C.)

(22 de octubre)

La gran era de los mártires en España empezó el año 850, con el reinado de Abderramán II. Estas dos vírgenes se contaron entre las innumerables mártires que sellaron con su sangre su fidelidad a Dios durante la persecución morisca. Nunila y Alodia, que eran hermanas, vivían en Huesca. Su padre era mahometano y su madre cristiana. Las dos jóvenes habían sido educadas en el cristianismo por su madre, la cual después de la muerte de su esposo, tuvo el poco tino de casarse con otro mahometano. Este, que era un personaje de importancia, trató con brutalidad a sus hijastras. Nunila y Alodia tuvieron muchos pretendientes, pero, como habían decidido consagrar su virginidad a Dios, rechazaron a todos y obtuvieron finalmente el permiso para ir a vivir con una tía suya que era cristiana. Cuando Abderramán promulgó sus leyes persecutorias, s dos doncellas fueron arrestadas al punto, ya que tanto su familia como la vida piadosa que llevaban eran muy conocidas. Nunila y Alodia comparecieron grozosamente ante el juez, sin el menor temor. El perseguidor empleó primero los halagos y las promesas, pero después pasó a las amenazas. Como ninguno de los dos métodos tuviese éxito, confió a las dos jóvenes a ciertas mujeres de mala vida, con la esperanza de que el mal ejemplo hiciese su obra. Pero Cristo iluminó y protegió a sus siervas, y las prostitutas se vieron obligadas a declarar juez que no había manera de doblegar a las dos jóvenes. Este las condenó a perecer decapitadas. El Martirologio Romano conmemora en la a de hoy el triunfo de las mártires.

 

Prácticamente todo lo que sabemos sobre Nunila y Alodia procede del Memoriale Sanctorum de San Eulogio. Véanse las citas y el comentario de Acta Sanctorum, oct. vol. IX.

 

 

San Donato, Obispo de Fiésole (C. 876 d.C.)

(23 de octubre)

Según la tradición de Fiésole, San Donato, que era irlandés, hizo una peregrinación a Roma, a principios del siglo IX. A la vuelta, pasó por Fiésole, precisamente cuando el clero y el pueblo se hallaban reunidos para elegir a un nuevo obispo, después de haber rogado fervorosamente al Espíritu Santo que les concediese un pastor capaz de dirigirlos en las difíciles circunstancias por las que atravesaban. Nadie se habría fijado en Donato cuando éste entró en la catedral, pues era un hombre insignificante y de baja estatura, pero en ese preciso instante las campanas se echaron a vuelo y los cirios del altar se encendieron solos. El pueblo interpretó aquello como una señal del cielo en favor de Donato e inmediatamente le eligió por aclamación.

El biógrafo de San Donato cita varios versos, un epitafio compuestos por el santo, afirma que fue un gran maestro de gramática y prosodia y que los reyes Lotario I y Luis II le distinguieron con su confianza. Uno de los poemas de la biografía describe la belleza de Irlanda. La fiesta de San Donato de Fiésole se celebra actualmente en toda Irlanda.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. IX, hay varias biografías. Véase DNB., vol. XV, p. 216; M. Esposito, en Journal of Theological Studies, vol. XXXIII (1923), p. 129; L. Gougaud, Les saints irlandais hors d”Irlande (1936), p. 76; A. M. Tommasini, Irish Saints in Italy (1937), pp. 383-394; y J. Kenney, Sources for the Early History of Ireland, vol. I, pp. 601-602.

 

 

San Teodoreto o Teodoro, Mártir (362 p.C.)

(23 de octubre)

Juliano el Apóstata nombró prefecto de Antioquía, la capital imperial, a su tío Julián, quien había apostatado como él. Tan pronto como Julián se enteró de que en una iglesia de la ciudad había una buena cantidad de oro y plata, mandó recogerla. Los clérigos huyeron, pero Teodoreto, que era un sacerdote muy celoso, se negó a abandonar a sus feligreses y siguió reuniéndoles para la celebración de los divinos misterios. El prefecto de la ciudad le ordenó que entregase los vasos sagrados y como éste se negase, Julián le acusó de haber derribado las estatuas de los dioses y de haber construido iglesias cristianas en la época de su predecesor. Teodoreto confesó que había construido varias iglesias sobre las tumbas de los mártires y echó en cara al prefecto su apostasía. Julián le mandó torturar, pero un ángel impidió a los verdugos que siguiesen haciéndole daño. Entonces, Julián, ciego de cólera, ordenó a los verdugos que le ahogasen. Teodoreto les dijo tranquilamente: “Id por delante; yo os seguiré para humillar al Enemigo.” El prefecto le preguntó quién era “ el Enemigo.” El mártir replicó: “Es el demonio, por cuya causa tú combates. Jesucristo, el Salvador del mundo, es quien nos da la victoria.” En seguida, el santo explicó al perseguidor, con cierto detalle, los misterios de la Encarnación y de la Redención. Julián le amenazó con darle muerte ahí mismo y Teodoreto le profetizó que moriría pronto en forma espantosa. Julián le condeno perecer decapitado y la sentencia fue ejecutada. En seguida, Julián se apoderó de los vasos sagrados, los arrojó por tierra y los profanó vilmente.

Cuando Julián informó a su sobrino acerca de los sucesos, el emperador le respondió que no tenía derecho a condenar a muerte a los cristianos por razón de su religión y le manifestó que el asesinato de Teodoreto iba a dar a los discípulos del Galileo ocasión de quejarse del emperador y de honrar a un nuevo mártir. Julián, que no esperaba tal respuesta de su sobrino, quedó muy deprimido. Aquella misma noche, cayó gravemente enfermo y murió tristemente al cabo de más de cuarenta días de agonía.

 

Aunque Ruinart incluye el relato de este martirio entre sus Acta Sincera, es difícil aceptar todos los detalles milagrosos que se cuentan en ellas. En Acta Sanctorum, oct., vol. x se encontrará el texto de las actas y un comentario. P. Franchi de Cavalieri descubrió una versión más antigua de las actas (Note Agiografiche, vol. v, pp. 59-101). El Hieronymianum y el Martirologio Romano llaman Teodoro a nuestro mártir; a lo que parece, le identifican con un joven llamado Teodoro, torturado en Antioquía en tiempos de Juliano el Apóstata, quien reprendió por ello al prefecto Salustio (Rufinus, Hist. Eccl., lib. X). Existen muchas pruebas de que este Teodoro fue muy venerado en Antioquía, porque se salvó milagrosamente de la muerte.

 

 

San Severino, Obispo de Burdeos (c. 420 d.C.)

(23 de octubre)

El martirologio Romano afirma que San Severino murió en Burdeos, aunque era “obispo de Colonia.” Se trata de una confusión de Severino de Burdeos con Severino de Colonia. El santo obispo de Colonia se distinguió por su celo contra el arrianismo y murió a principios del siglo V. Según la leyenda, Severino, que era sacerdote, se hallaba un día paseando por el campo, cuando oyó una voz que le decía: “Severino, vas a ser obispo de Colonia.” El santo preguntó: “¿Cuándo?” “Cuando florezca tu báculo”, fue la respuesta. Severino plantó su báculo y éste echó raíces y floreció. Entonces, el santo fue elegido obispo de Colonia. San Gregorio de Tours afirma que San Severino tuvo en Ton gres una revelación acerca de la muerte y el triunfo de San Martín en la gloria. Hallándose en plena lucha contra la herejía, Severino oyó otra voz que le ordenaba que se trasladase a Burdeos, y obedeció al punto. El obispo de Burdeos, San Amando, recibió del cielo la orden de cederle la sede y así lo hizo.

 

Las investigaciones modernas han puesto en claro que la biografía de San Severino escrita por Venancio Fortunato es la única fidedigna y que en ella se basan todas las otras biografías. Dicha obra fue descubierta y publicada por primera vez por H. Quentin, La plus ancienne Vie de S. Seurin (1902). W. Levison la reeditó en MGH., Scriptores Merov, vol. VII, pp. 205-225. Según parece, San Severino había sido obispo de Tréveris antes de trasladarse a Burdeos; pero no hay razón alguna para relacionarle con Colonia. Por una confusión muy curiosa (cf. Analecta Bollandiana, vol. XXXIII, 1920, pp. 427-428), la leyenda de San Fuerte, obispo imaginario de Burdeos, se deriva, según parece, de la biografía de San Severino.

 

 

San Severino Boecio, “Mártir” (524 d.C.)

(23 de octubre)

Ainicio Manlio Severino Boecio nació hacia el año 480. Pertenecía a una de as más ilustres familias romanas, la “gens Anicia”, de la que también desceñía probablemente el Papa San Gregorio Magno. Severino, que perdió muy joven a sus padres, quedó al cuidado de Aurelio Símaco, de quien llegó a ser íntimo amigo y con cuya hija, Rusticiana, contrajo matrimonio. A esto se reduce cuanto sabemos acerca de su juventud. Debía ser sin duda muy estudioso, pues antes de cumplir treinta años era ya famoso por su erudición. Severino Boecio emprendió la traducción al latín de todas las obras de Platón y Aristóteles, cuya armonía fundamental quería demostrar. Desgraciadamente, no consiguió terminar esta tarea; sin embargo, Casiodoro observa que, gracias a sus traducciones, los italianos conocieron no sólo a Platón y Aristóteles, sino también “al músico Pitágoras, al astrónomo Tolomeo, al matemático Nicómaco, el geómetra Euclides ... y al físico Arquímedes.” Ello nos da una idea de la multiplicidad de los talentos e intereses de Boecio, quien además hizo aportaciones personales en materia de lógica, matemáticas, geometría y música. Por otra parte, no carecía de talento práctico, ya que Casiodoro le pide en una carta que construya un reloj de agua y un reloj de sol para el rey de Borgoña. Boecio era también teólogo (no olvidemos que la familia de los Anicios era cristiana desde la época de Constantino) y se conservan varios tratados suyos, en particular uno sobre la Santísima Trinidad. Las obras de Boecio ejercieron gran influencia en la Edad Media, sobre todo en el desarrollo de la lógica. No en vano se le ha llamado “el último de los filósofos romanos y el primero de los teólogos escolásticos.” Sus traducciones fueron durante mucho tiempo la base del estudio de la filosofía griega en occidente.

Boecio nació poco después de que Rómulo “Augústulo”, el último de los emperadores romanos de occidente, entregó el poder al bárbaro Odoacro. Cuando éste fue asesinado y el patricio Teodorico asumió el poder en Italia, Boecio tenía unos trece años. El padre de Boecio había aceptado el nuevo estado de cosas, y Odoacro le había confiado un cargo de importancia. Boecio siguió su ejemplo y entró en la vida pública, no obstante su amor por la escolástica. El mismo explica que le movió a ello la doctrina de Platón, según la cual “las naciones serían felices si los filósofos las gobernasen, o si tuviesen la suerte de que sus gobernantes se convirtiesen en filósofos.” Teodorico le nombró cónsul el año 510. Doce años más tarde, Boecio llegó a lo que él calificó de “el momento más brillante de su vida”, pues sus dos hijos fueron nombrados cónsules y él pronunció ante ellos un discurso de alabanza a Teodorico. Poco después, el rey le nombro “maestro de oficios”, que era uno de los cargos más importantes y de mayor responsabilidad. Pero su caída estaba muy próxima.

El anciano Teodorico entró en sospechas de que ciertos miembros del senado romano estaban conspirando en Constantinopla con el emperador Justino para arrojar a los ostrogodos de Italia. El ex-cónsul Albino fue acusado de participar en la conspiración y Boecio subió a la tribuna a defenderle. No sabemos con certeza si tal conspiración existió o no; en todo caso, parece cierto que Boecio no tomó parte en ella. Sin embargo, fue encarcelado en la prisión de Ticinum (Pavía). Se le acusaba no sólo de traición, sino también de sacrilegio, es decir de haber empleado las matemáticas y la astronomía para fines impíos. Los jueces fallaron en su contra y Boecio pronunció un discurso amargamente despectivo contra el senado, ya que sólo Símaco, su suegro, había salido a defenderle.

Durante los nueve meses que pasó preso, Boecio escribió la “Consolación de la Filosofía”, que es la más famosa de sus obras. Se trata de un diálogo, interrumpido por varios poemas, entre el autor y la filosofía. Esta consuela a Roecio al mostrarle la vanidad de los efímeros éxitos terrenos y el valor eterno de las ideas: la desgracia no afecta a quienes saben apreciar la divina sabiduría y el gobierno del universo es justo y equitativo a pesar de las apariencias. El autor no habla de la fe cristiana, pero trata numerosos problemas de metafísica y ética. La “Consolación de la Filosofía” llegó a ser una de las obras más populares en la Edad Media, no sólo entre los filósofos y teólogos. Fue uno de los libros que tradujo al inglés el rey Alfredo el Grande.

La prisión de Boecio terminó con el asesinato. Según se dice, fue brutalmente torturado. Fue sepultado en la antigua catedral de Ticinum. Sus reliquias se encuentran actualmente en la iglesia de San Pedro in Ciel d’Oro, en Pavía.

A lo que parece, todo el mundo consideró a Boecio como mártir. La influencia y popularidad de sus obras en la Edad Media se debió, en parte, a que había muerto por la fe.* Sin embargo, todas las pruebas indican más bien que murió por razones políticas. Cierto que Teodorico era arriano, pero ese elemento no intervino en la condenación de su antiguo ministro de Estado. No es imposible que la idea del martirio de Boecio haya procedido de la convicción popular de que había sido condenado “injustamente”, ya que en la antigüedad se confundía fácilmente el martirio con la condenación injusta, aunque no interviniese el odio de la fe.

Desde el siglo XVIII, se ha planteado un problema aún más fundamental: ¿Boecio practicaba realmente el cristianismo en la época de su muerte? Está fuera de duda que durante mucho tiempo fue cristiano y practicó su religión. En efecto, en 1877, se descubrió una nueva prueba para confirmar que Boecio fue realmente el autor de los tratados teológicos que se le atribuyen. Pero la dificultad es la siguiente: ¿Cómo es posible que un cristiano que había escrito varios tratados en defensa de la fe, se haya contentado, bajo el peso de una acusación injusta y hallándose amenazado de muerte, con escribir una obra para su propio consuelo, en la que no hay nada de propiamente cristiano, excepto una o dos citas indirectas de la Biblia? Según Boswell, el historiador Johnson formulaba así el problema en 1770: “Es sorprendente, dado el tema de la obra y la situación en que se hallaba Boecio, que haya sido “magis philosophus quam christianus” (más filósofo que cristiano).”

Es imposible ignorar tal problema, por más que nadie lo haya planteado en la Edad Media. Baste con decir que, cuando se planteó por primera vez, los principales eruditos optaron más bien por “descristianizar” a Boecio; pero, poco a poco, la teoría opuesta fue tomando fuerza, y actualmente se cree que Boecio permaneció cristiano hasta el fin de su vida. Citemos simplemente a dos eruditos, un protestante y un católico: “El viejo problema de la posición religa de Boecio carece de sentido... Un teólogo cristiano pudo muy bien escribir la “Consolación”, no para exponer su propio punto de vista, sino para volver en cuanto filósofo los principales problemas del pensamiento” (E. K. and, en Harvard Studies in Classical Philology, vol. XI, pte. I). La Consolación –  o Filosofía es “una obra maestra. A pesar de su actitud deliberadamente reticente, constituye una expresión perfecta de la fusión del espíritu cristiano con la tradición clásica” (Christopher Dawson, en The Making of Europe, p. 51).

En Pavía y en la iglesia de Santa María in Pórtico de Roma se celebra todavía la fiesta de San Severino Boecio, mártir. Podría pensarse que la confirmación de su culto, llevada a cabo por León XIII en 1883, zanjó definitivamente los problemas del martirio y de la religión de Boecio. Pero una confirmación de culto, aunque exija el mayor respeto, no es un acto en el que el Papa ejerce su infalibilidad. La confirmación del culto permite simplemente que se siga venerando a un personaje y no siempre va precedida de un examen a fondo de los problemas históricos relacionados con ese personaje.

 

* Ver ejemplo el “Paraíso” de Dante, canto X, 125 ss. Dante alude con frecuente Consolatione; no sabemos por qué, considera dicho tratado como una obra traduccion conocida” “En Calidad era tan conocida que, a fines de la Edad Media, existían Acciones o adaptaciones en alemán, provenzal, anglo-normando, francés, polaco, húngaro griego, hebreo e inglés.

 

La monografía de H. F. Stewart (1891) sobre Boecio sigue siendo una de las obras más importantes. Entre los estudios más modernos vale la pena leer los de H. R. Patch, The Tradition of Boethius (1935), y H. Barret, Botethius: Some Aspects of his Times ands Work (1940). En la obra de Patch hay una bibliografía de veinte páginas. Las obras completas de Boecio, publicadas por primera vez en Venecia, en 1497, pueden verse en Migue, PL., vols., lxiii y lxiv. Los tratados teológicos y la Consolación se hallan en Loeb Classical Library (texto latino y traducción inglesa). La traducción del De Consolatione hecha por el rey Alfredo, quien añadió cierto color cristiano, se encuentra en Oxford üniversity Press Library of T ranslations. En la edición del De Consolatione philosophiae (1925), hecha por Fortescue y Smith, se sugiere la idea de que Boecio lo escribió en el destierro, antes de caer prisionero y estar amenazado de muerte; pero esa explicación se presta a fuertes objeciones. En la biblioteca Bodleiana, hay un manuscrito del De Consolutione que el obispo Leofrico regaló a la catedral de Exeter hacia 1050. La obra de Nicolás Caussin, The Holy Court, que contiene una extravagante biografía de Boecio, fue traducida al inglés en 1650 por Sir Tomás Hawkins y otros católicos, quienes consideraban la vida de Boecio como un ejemplo que debían seguir los católicos bajo las leyes persecutorias. La Cima Company de Nueva York ha anunciado, en una colección de escritos de la patrística, una traducción del De Consolatione por el P. G. G. Walsh y una traducción de escritos selectos de Boecio por el Dr. A. C. Pegis. La iglesia de Santa María in Pórtico (in Campitelli) se erigió en el sitio que ocupaba antiguamente la casa de Santa Galla (5 de octubre), quien era cuñada de Boecio.

 

 

San Román, Obispo de Rouen (c. 640 d.C.)

(23 de octubre)

Poseemos muy pocos datos seguros acerca de este obispo. Su padre, quien, según se dice, había sido convertido por San Remigio, pertenecía a una familia franca. Román fue enviado muy joven a la corte de Clotario II. A la muerte de Hidulfo (c. 530), fue elegido obispo de Rouen. Las reliquias de la idolatría no hicieron más que aguzar el celo del santo, quien convirtió a muchos infieles y destruyó los restos de un templo de Venus. Entre otros muchos milagros se cuenta que, durante una inundación del Sena, el santo se arrodilló a la orilla del agua, con un crucifijo en la mano y que las aguas se retiraron inmediatamente. San Román es particularmente famoso en Francia, debido al privilegio de la arquidiócesis de Rouen (que duró hasta la época de la Revolución) de poner en libertad a un condenado a muerte, en honor del santo, el día de la fiesta de la Ascensión. El capítulo solía enviar al parlamento de Rouen una orden de no proceder a las ejecuciones, dos meses antes de la fiesta; el día señalado, se condenaba a muerte al prisionero y en seguida se le ponía en libertad para que trasportase el relicario de San Román en la procesión solemne. El prisionero escuchaba dos exhortaciones y después se le comunicaba que había sido perdonado en honor de San Román. Según la leyenda, el hecho que original tal privilegio, fue que San Román dio muerte a una enorme serpiente con la ayuda de un asesino, pero en ningún escrito ni biografía del santo, anteriores al siglo XIV, se menciona ese hecho. Lo más probable es que se haya introducido el privilegio de la liberación de un asesino como un símbolo de la Redención. Dicha costumbre recibía los nombres de “Privilége de la Fierté” y “Chásse de St. Romain.” El santo murió alrededor del año 640.

 

Existen varias biografías cortas de San Román; pero todas son de época posterior, de suerte que su valor histórico es muy discutible. Los textos, completos o resumidos, pueden verse en Acta Sanctorum, oct., vol. X. En Vacandard, Vie de St Ouen (1902), pp. 356-358, hay notas muy interesantes sobre esas biografías y sus respectivos autores. Véase también Duchesne, Pastes Épiscopaux, vol. II, p. 207; y L. Pillon, en Gazette des Beaux- Arts, vol. XXX (1903), pp. 441-454.

 

 

San Ignacio, Patriarca de Constantinopla (877 d.C.)

(23 de octubre)

San Ignacio era de ilustre cuna: su madre era hija del emperador Nicéforo I y su padre, Miguel Rangabe, llegó a ser emperador. El reinado de Miguel fue de corta duración. En efecto, el año 813, fue depuesto en favor de Miguel el Armenio, y sus dos hijos fueron mutilados y encerrados en un monasterio. El más joven de los dos, Nicetas, tomó el nombre de Ignacio y se hizo monje. El abad de su monasterio le hizo sufrir mucho. Después de su ordenación sacerdotal, fue elegido abad, a la muerte de su predecesor. El año 846, fue nombrado patriarca de Constantinopla. Sus virtudes brillaron espléndidamente en ese cargo; pero la libertad con que se opuso al vicio y reprendió a los pecadores públicos le atrajo una violenta persecución. El cesar Bardas, tío del emperador Miguel III, fue acusado de incesto. En la Epifanía del año 857, Ignacio le rehusó la comunión públicamente. Bardas persuadió al emperador Miguel el Ebrio (tal apodo, aunque muy significativo, no es del todo justo) de que se deshiciese del patriarca. El emperador y su tío, ayudados por el obispo Gregorio de Sira-cusa, inventaron diversas acusaciones, depusieron a Ignacio y le enviaron al destierro.

En realidad, no se trataba solamente de una venganza individual, sino de una lucha sorda entre dos partidos: por una parte, los miembros de la casa imperial y el clero de la corte, apoyados por la mayoría de los elementos moderados. Por otra parte, un grupo de rigoristas extremosos, que defendían “la independencia del poder religioso”, encabezados por los monjes del monasterio Studius. San Ignacio apoyaba a estos últimos y, por ello, fue desterrado a a isla de Terebintos. A pesar de lo que se dijo más tarde, el santo parece haber enunciado ahí al gobierno de su diócesis, aunque tal vez en forma condicional, cardas nombró patriarca a un hombre de ciencia y talento excepcionales, lía-nado Focio. En la semana anterior a la Navidad del año 858, Focio, que era “, tomó el hábito de monje y recibió sucesivamente las órdenes de lector, subdiacono, diácono, sacerdote y obispo. Cuando escribió al Papa Nicolás I para nunciarle su elección, éste envió a unos legados a Constantinopla para investigar el asunto.

Las consecuencias de la encuesta, que fueron muy importantes, pertenecían mas bien a la historia general de la Iglesia. Hagamos notar solamente que s investigaciones de los últimos cincuenta años han revelado la complejidad “1 asunto y han modificado, para bien o para mal, las conclusiones que se habían aceptado durante muchos siglos. Antiguamente se creía que se trataba de un intento de Constantinopla de mantener tenazmente su independencia completa de Roma, encabezada por el archicismático Focio; actualmente, sabemos que fue en realidad un aspecto de una lucha de partidos político-eclesiásticos, en la que los partidarios de San Ignacio se mostraron tan rebeldes a la Santa Sede como Focio en sus peores momentos.

Nueve años más tarde, en 867, el emperador Miguel III, quien había tomado parte el año anterior en el asesinato de Bardas, fue asesinado por Basilio el Macedonio, que se apoderó del trono. Basilio procedió a deponer a Focio de la sede patriarcal (que había de volver a ocupar diez años después) y llamó a San Ignacio del destierro para ganarse el apoyo de sus partidarios. Entonces, San Ignacio incitó a San Adriano II, quien había sucedido a Nicolás I en el trono pontificio, a convocar un concilio ecuménico. La reducida asamblea que se reunió en Constantinopla el año 869 fue el octavo Concilio Ecuménico y el cuarto de Constantinopla. Los Padres conciliares excomulgaron a Focio y condenaron a sus partidarios, pero los trataron con bondad.

En los años que le quedaban de vida, San Ignacio desempeñó los deberes de su oficio con celo y energía, aunque desgraciadamente no con la misma prudencia. En efecto, por irónico que parezca, el santo continuó la política de Focio respecto de la Santa Sede en la cuestión de la jurisdicción patriarcal sobre los búlgaros y llegó incluso a incitar al príncipe búlgaro, Boris, a expulsar a los sacerdotes y obispos latinos y a acoger a los que él le había enviado. Naturalmente, eso indignó al Papa Juan VIII, quien envió a unos legados para que amenazaran a Ignacio con la excomunión; pero San Ignacio murió el 23 de octubre del año 877, antes de que llegase la embajada a Constantinopla.

La santidad personal de Ignacio, la valentía con que atacó los vicios de los más altos personajes y la paciencia con que soportó los sufrimientos que se le impusieron injustamente, le han merecido figurar en el Martirologio Romano. Los católicos latinos de Constantinopla, así como los bizantinos, tanto católicos como disidentes, celebran la fiesta de San Ignacio.

 

En Acta Sanctorum, oct. vol. X, hay una traducción latina de la biografía griega de San Ignacio, escrita por Nicetas de Paflagonia. El historiador Dvornik dice que es “apenas mejor que un panfleto político, de veracidad muy discutible.” El texto griego puede verse en Migne, PG., vol. CV. En Mansi y en Hefele-Leclercq, Concites vol., IV, se encontrarán la correspondencia diplomática y otros documentos de la época. La opinión sobre Focio empezó a cambiar desde que A. Lapótre publicó su obra Le Pape Jean VIH (1895) y E. Amann sus artículos sobre Juan VIII, Juan IX, Nicolás I y Focio, en DTC. Véanse los estudios de V. Laurent, V. Grumel, H. Grégoire, y sobre todo Photian Schism de F. Dvornik (1948). Cf. Fliche y Martin, Hist de FEglise, t. VI, pp. 465-475, 483-490 (sobre San Ignacio), y 465-501 (sobre Focio). En DTC., vol. VII, hay un artículo muy completo sobre San Ignacio; pero es de opiniones más conservadoras, lo mismo que la obra monumental de Hergenróther, Photius.

 

 

San Rafael Arcángel.

(24 de octubre)

La Biblia sólo menciona por su nombre a tres de los siete arcángeles que, según la tradición judío-cristiana, se hallan más cerca del trono de Dios: Miguel, Gabriel y Rafael. La Iglesia, sobre todo la Iglesia de oriente, veneraba a estos tres arcángeles desde época muy remota. Benedicto XV extendió a toda la Iglesia de occidente las fiestas de San Gabriel y San Rafael. En el Libro de Tobías se cuenta que Dios envió a San Rafael a ayudar al anciano Tobías, quien estaba ciego y se hallaba en una gran aflicción, y a Sara, la hija de Raquel, cuyos siete maridos habían muerto en la noche del día de las bodas. Cuando Tobías el joven fue a Media a cobrar un dinero que se debía a su padre, San Rafael, tornó la forma humana y el nombre de Azarías, le acompañó en el viaje, le ayudó en sus dificultades y le explicó cómo podía casarse con Sara sin peligro alguno. El propio Tobías dice: “Me condujo en el viaje y me hizo volver sano y salvo. Cobré el dinero a Gabelo. Me ayudó a casarme, y arrojó de mi esposa el mal espíritu y consoló a sus padres. A mí me salvó de las fauces del pez y a ti te hizo ver la luz del cielo. Hemos sido colmados de bienes por su medio.” Estas curaciones y el nombre de Rafael, que significa “Dios ha obrado la salud”, han movido a ciertos comentaristas a identificarle con el ángel que movía el agua en la piscina milagrosa de la que habla San Juan (5:1-4). La liturgia corrobora tal identificación, ya que el Evangelio de la misa de San Rafael es precisamente ese pasaje de San Juan. En el Libro de Tobías (12:12-15), el propio arcángel se describe como “uno de los siete que están en la presencia del Señor” y cuenta que había ofrecido continuamente a Dios las oraciones del joven Tobías.

 

Véase Acta Apostolicae Sedis, vol. XII (1922); cf. nuestro artículo sobre San Miguel Arcángel (29 de sept.). Acerca de las menciones de San Rafael en los documentos cristianos y acerca de la fiesta actual, véase Schuster, The Sacramentary, vol. v, pp. 189-191. en el Ethiopic Synaxarium (1928), vol. IV, pp. 1274-1278, hay un curioso relato de la dedicación de una iglesia a San Rafael en una isla de la costa de Alejandría, a principios del siglo V.

 

 

San Félix, Obispo de Tibiuca, Mártir (303 d.C.)

(24 de octubre)

A los comienzos de la persecución de Diocleciano, muchos cristianos entregaron a los perseguidores los libros sagrados para que los quemasen. Algunos trataron de disculpar su proceder o disminuir su culpabilidad, como si las circunstancias pudiesen justificar la cooperación en una acción impía o sacrílega. Félix, obispo de África proconsular, lejos de seguir el mal ejemplo de tantos otros cristianos, se sintió más bien espoleado a adoptar una conducta vigorosa y vigilante. El magistrado de Tibiuca, Magniliano, le ordenó que entregase todos los libros y escritos sagrados para quemarlos. El mártir replicó que estaba obligado a obedecer a Dios antes que a los hombres y entonces, Magniliano le envió al procónsul de Cartago. Según cuenta el relato del martirio, el procónsul, enfurecido por la valiente confesión del santo, le cargó de cadenas y “e encerró en una horrible mazmorra. Nueve días después, le envió en un navío Italia para que le juzgase Maximino. La travesía duró cuatro días; el obispo fue encerrado en la cala del barco con los caballos y no probó alimento ni bebida. Los cristianos de Agrigento, de Sicilia y de todas las ciudades por donde pasó el santo, le acogieron jubilosamente. En Venosa de la Apulia, el prefecto mandó quitarle los grillos y le preguntó si realmente poseía libros sagrados y por qué razón se rehusaba a entregarlos. Félix replicó que no podía negar que poseyese libros sagrados, pero que jamás los entregaría. Sin más averiguaciones, el prefecto le mandó decapitar. En el sitio de la ejecución San Felix dio gracias a Dios por su bondad y, en seguida, tendió la cabeza al verdugo para ofrecerse en sacrificio a Aquél que vive por los siglos de los siglos. Tenía entonces cincuenta y seis años. Fue una de las primeras víctimas de la persecución de Diocleciano.

La leyenda de la deportación de San Félix a Italia y su martirio en ese país es una invención del hagiógrafo, quien quería hacer de él un santo italiano. Está fuera de duda que San Félix fue martirizado por el procónsul de Cartago. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la famosa “basílica Fausti” “de dicha ciudad.

 

El P. Delehaye publicó un notable estudio sobre el relato del martirio de San Félix, en Analecta Bollandiana, vol. XXXIX(1921), pp. 241-276. Los materiales reunidos en Acta Sanctorum, oct., vol. X, eran insuficientes. El P. Delehaye publicó los textos más representativos de los dos principales grupos e hizo una reconstrucción admirable del documento primitivo en el que se basan fundamentalmente las dos familias de textos. Como lo dijimos arriba, la deportación del mártir a Italia es una invención de los hagiógrafos posteriores, quienes bordaron libremente sobre el texto original. Según afirma el P. Delehaye (cuya opinión se identifica con la expresada por M. Monceaux en Revue Archéológique, 1905, vol. I, pp. 335-340), Félix fue condenado a muerte por el procónsul de Cartago. A lo que parece, el martirio tuvo lugar el 15 de julio, o tal vez el 16. La fiesta fue trasladada primero al 30 de julio y más tarde al 24 de octubre, debido a ciertas confusiones; acerca de este punto, cf. Delehaye, y sobre todo Dom Quentin, Les martyrologes historiques, pp. 522-532 y 697-698.

 

 

San Proclo, Arzobispo de Constantinopla (446 d.C.)

(24 de octubre)

San Proclo era originario de Constantinopla. Recibió la orden del lectorado cuando era muy joven. Aunque era discípulo de San Juan Crisóstomo, llegó a ser secretario del mayor enemigo de éste, Ático, obispo de Constantinopla, quien le confirió el diaconado y el sacerdocio. A la muerte de Ático, muchos quisieron elegir obispo a Proclo. Al fin, Sisinio fue elegido obispo de Constantinopla y nombró a Proclo obispo de Cízico. Pero los habitantes de esa ciudad se negaron a aceptarle y eligieron a otro en su lugar. Así pues, San Proclo se quedó en Constantinopla, donde alcanzó gran fama con su predicación. Cuando murió Sisinio, muchos volvieron a proponer la candidatura de Proclo; pero el elegido fue Nestorio, quien pronto empezó a propagar sus errores. San Proclo defendió valientemente la verdad contra él. El año 429, predicó un sermón en el que proclamó la maternidad divina de la Virgen María. En dicho sermón se hallaba la famosa frase: “No proclamamos a un hombre deificado, sino que confesamos a un Dios encarnado.” Nestorio fue depuesto y a Maximiano se le eligió para sucederle. A la muerte de éste, el año 434, San Proclo, que nunca había podido tomar posesión de la sede de Cízico, fue promovido a la de Constantinopla.

El tacto y la bondad con que supo tratar a los más obstinados nestorianos y a otros herejes constituyen los rasgos más característicos del santo. Los obispos armenios le consultaron sobre la doctrina y los escritos de Teodoro de Mopsuestia, que ya había muerto, pero seguía siendo muy famoso en aquella región. San Proclo escribió en respuesta el “Tomo a los Armenios”, que es la más famosa de sus obras. En ella condenaba la doctrina mencionada por su parentesco con el nestorianismo y exponía la verdadera doctrina sobre la Encarnación, todo ello sin nombrar a Teodoro, el cual había muerto en comunión con la Iglesia y cuya memoria era muy venerada. San Proclo exhortaba a los armenios a seguir la doctrina de San Basilio y San Gregorio Nazianceno, cuyas obras eran muy estimadas entre ellos. Otros polemistas fueron menos moderados que San Proclo. Con la ayuda de la emperatriz Santa Pulquería, éste trasladó los restos de San Juan Crisóstomo de Comana del Ponto a la Iglesia de los Apóstoles en Constantinopla. Todo el pueblo salió en procesión a recibir las reliquias, y los intransigentes discípulos de San Juan Crisóstomo se sometieron finalmente a su bondadoso sucesor.

Durante el episcopado de San Proclo hubo un violento terremoto en Constantinopla. Los hombres vagaban entre las ruinas, aterrados, en vana búsqueda de un sitio donde guarecerse; muchos huyeron al campo. Proclo, acompañado de su clero, salió para prestar ayuda a sus feligreses, confortó al pueblo y le exhortó a implorar misericordia divina. El Menologio griego de Basilio, en base al testimonio de un cronista que escribió tres siglos y medio después de los hechos refiere que, mientras el pueblo imploraba la misericordia divina, rezando el “Kyrie eleison”, un niño fue arrebatado por los aires hasta perderse de vista. Cuando volvió a la tierra, el niño declaró que había oído los coros angélicos que cantaban: “Santo Dios, Santo y Fuerte, Santo Inmortal”, y falleció inmediatamente después. El pueblo repitió esas palabras y agregó: “Ten misericordia de nosotros.” Entonces los temblores cesaron. Desde aquel momento San Proclo introdujo en la liturgia el “trisagio.” No consta con certeza que lo haya introducido él realmente, pero lo cierto es que la primera mención del trisagio data del Concilio de Calcedonia, que tuvo lugar pocos años después, y es muy posible que San Proclo y su pueblo hayan empleado dicha oración durante el terremoto.

San Cirilio de Alejandría describe a San Proclo como “un hombre muy religioso, perfectamente al tanto de la disciplina eclesiástica y muy observante de los cánones.” Sócrates, el historiador griego, quien le conoció personalmente, escribe: “Pocos podrían igualarle en santidad. Era bondadoso con todos, porque estaba convencido de que la bondad sirve mejor que la severidad a la causa de la verdad. Por ello estaba resuelto a no irritar ni provocar a los herejes, con lo cual restituyó a la iglesia, en su persona, la mansedumbre y bondad que le son propias y que desgraciadamente le habían faltado en tantos casos. Fue verdaderamente un modelo de prelado.” San Proclo murió el 24 de julio de 446.

Se han conservado algunas de sus cartas y sermones. Alban Butler comenta: El estilo de este padre es conciso, sentencioso, lleno de salidas ingeniosas capaces mas bien de deleitar que de mover el corazón. Es un estilo que supone mucho trabajo y estudio; si bien este padre lo empleó con gran éxito, no se puede comparar su estilo con la gravedad llena de naturalidad de un San Basilio ni con la suavidad de un San Juan Crisóstomo.”

 

En Acta Sancionan, oct., vol. x, hay un artículo bastante completo sobre San Proclo, hecho a base de citas de los historiadores de la Iglesia y otras fuentes. Véase también F. X. Bauer, Proklos von Constantinopel (1918), y Bardenhewer, Geschichte er altkirchuchen Literatur, vol. IV, pp. 202-208. Desde que se publicó el texto sirio del azar of Heraclides, se ha discutido mucho acerca de la verdadera doctrina de Nestorio, suerte que la literatura sobre el tema es muy extensa; cf. el artículo Nestorius en DTC.

 

 

Santos Aretas, los Mártires de Najrán y San Elesbaan (523 d.C.)

(24 de octubre)

A principios del siglo VI, los etíopes aksumitas cruzaron el Mar Rojo y extendieron su dominio sobre los árabes y judíos de Himyar (Yemen), a quienes impusieron un virrey. Dunaán, un miembro de la familia himyarita que había sido arrojada del trono, se levantó en armas y tomó Zafar. Como se había convertido al judaísmo, asesinó a los miembros del clero y convirtió la iglesia en sinagoga. En seguida puso sitio a Najrán, que era uno de los grandes centros cristianos. La ciudad se defendió tan valientemente que Dunaán, sintiéndose incapaz de conquistarla, le ofreció la amnistía si se rendía. Los defensores aceptaron la oferta; pero Dunaán, en vez de cumplir su palabra, permitió a los soldados que saqueasen la plaza y condenó a muerte a todos los cristianos que no apostatasen. El organizador de la defensa fue el jefe de la tribu de Banu Horith (que desde entonces se llamó de San Aretas) con muchos de sus hombres y todos fueron decapitados. Los sacerdotes, los diáconos y las vírgenes consagradas fueron arrojados en fosos llenos de fuego. Como la esposa de Aretas se negase a acceder a las proposiciones amorosas de Dunaán, éste mandó ejecutar a sus hijas delante de ella y la obligó a beber su sangre; en seguida ordenó que la degollasen. El Martirologio Romano cuenta que un niño de cinco años se arrojó a la hoguera en la que se consumía su madre. Cuatro mil hombres, mujeres y niños fueron asesinados.

El obispo Simeón de Beth-Arsam, legado del emperador Justino I, se hallaba en la frontera persa con una tribu árabe. Cuando se enteró de lo sucedido, transmitió la noticia al abad de Cabula, que se llamaba también Simeón. Al misino tiempo, los refugiados de Najrán difundieron la noticia por todo Egipto y Siria. La impresión que el hecho produjo no se borró en varias generaciones; Mahoma menciona esa matanza en el Corán y condena al infierno a los asesinos (sura LXXXV). El patriarca de Alejandría escribió a los obispos de oriente con la recomendación de que conmemorasen a los mártires, que orasen por los supervivientes y señalando como culpables del crimen a los antiguos judíos de Tiberíades que, en realidad, eran inocentes. Tanto el emperador como el patriarca escribieron al rey aksumita Elesbaán (a quien los sirios llaman David y los etíopes Caleb), para clamar venganza por la sangre de los mártires. El monarca no necesitaba que le incitasen a la venganza y partió al punto, con su ejército, a reconquistar su poder en Himyar. Elesbaán tuvo éxito en la campaña. Dunaán murió en el campo de batalla y su capital fue ocupada por el enemigo. Alban Butler afirma que Elesbaán, “convencido de que había derrotado al tirano con la ayuda divina, se mostró muy clemente y moderado con los vencidos.” Tal afirmación es falsa. Cierto que Elesbaán reconstruyó Najrán e instaló a un obispo alejandrino, pero tanto en el campo de batalla como en el trato a los judíos que habían incitado a Dunaán a la matanza, se condujo con crueldad y codicia propias de la barbarie de una nación semipagana. Sin embargo, se cuenta que al fin de su vida renunció al trono en favor de su hijo, regaló su corona a la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén y se retiró al desierto como anacoreta. Así lo afirma el Martirologio Romano el 27 de este mes.

Baronio introdujo en el Martirologio Romano los nombres de San Elesbaán y de los mártires de Najrán, sin tener en cuenta que todos ellos eran monofisitas, por lo menos en el sentido material de la palabra.

 

El texto griego del relato del martirio puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. x. Se conserva también el texto sirio escrito por Simeón. Véase Guidi, en Atti della Accad, dei Lincei, vol. VII (1881), pp. 471 ss; Deramey, en Revue de l”histoire des religions, vol. XXVIII, pp. 14-42; la Revue des études juives, vols. XVII, XX y XXI, donde hay un ensayo de Halévy y la respuesta de Duchesne; Nóldeke, en Góttingen Gel. Anzeiger, 1889, PP- 825 ss; y DCB., vol. II, pp. 70-75.

 

 

San Martin o Marcos (c. 580 d.C.)

(23 de octubre)

El martirologio Romano menciona hoy a Marcos, un famoso anacoreta de Campania y hace alusión a la crónica que escribió sobre él Gregorio el Grande, quien le llama Martín. San Gregorio cuenta en sus Diálogos que muchos de sus amigos habían conocido personalmente a Martín y habían presenciado sus milagros y que él había oído hablar mucho del santo anacoreta al Papa Pelagio II. Martín vivía solo en una estrecha cueva del Monte Mársicus (Mondragone). Por un milagro de Dios, no necesitaba beber y durante tres años tuvo que soportar la diaria presencia del demonio bajo la forma de una serpiente (“su disfraz preferido”). Cuando Martín llegó a establecerse en la cueva, lo primero que hizo fue clavar una cadena en la roca y atársela al tobillo para no alejarse de ahí aunque quisiera. Cuando San Benito se enteró de ello (según parece, Martín había sido monje en Monte Cassino), le envió el siguiente mensaje que tiene, realmente, el estilo del santo: “Si en verdad eres siervo de Dios, no hace falta una cadena de hierro; basta con la cadena de Cristo.” San Martín se quitó entonces la cadena y, más tarde, la regaló a sus discípulos para que sustituyesen la frágil cuerda del pozo. Sobre la cueva del ermitaño había una roca enorme, y el pueblo vivía en constante temor de que se derrumbase sobre él. Finalmente un tal Mascator se presentó con otros muchos a echar abajo la roca. Martín se negó a retirarse de su cueva, pero dio permiso a Mascator de que procediese a echar a rodar la enorme piedra. Los trabajadores apenas se atrevían a tocarla por temor de que aplastase al ermitaño; pero la roca saltó sin tocar la cueva y rodó monte abajo sin hacer daño a nadie.

 

Nuestra única fuente de información son los Diálogos de San Gregorio.

 

 

San Maglorio, Obispo de Dol (Siglo VI)

(24 de octubre)

San Umbrafel, quien más tarde se hizo monje en el monasterio dirigido por su sobrino, San Sansón, estaba casado con Aírela, hija de Meurig de Morgannwg. Según se dice, tuvieron un hijo en Glamorgan, a quien pusieron por nombre Maelor («en latín, Maglorius). Según los biógrafos de Maglorio, que fueron rnuy posteriores a los hechos y aceptaron fácilmente las leyendas, el niño se confió al cuidado de San Illtyd. Más tarde, se hizo monje, y San Sansón le ordenó diácono y le llevó consigo a Bretaña. Ahí Maglorio fue nombrado abad del monasterio de Kerfunt y compartió las fatigas misionales con San Sansón. Cuando este murió, Maglorio le sucedió en los cargos de abad y obispo de L’ol pero, como ya resentía el peso de los años, renunció en favor de San Budoc. Maglorio se retiró entonces a un rincón aislado de la costa. Pero ni ahí se vio libre del pueblo que acudía sin cesar en su busca para que curase a sus enfermos o, simplemente, con la esperanza de verle hacer un milagro. San Maglorio curó, entre otros, a cierto jefe de tribu, llamado Sark, quien sufría de una enfermedad de la piel. Para mostrar su agradecimiento, Sark regaló al santo una parte de su isla, donde Maglorio se estableció con sus discípulos. El santo construyó un monasterio en lo que actualmente se llama el señorío de Sark y organizó al pueblo para oponer resistencia a los invasores del norte. San Maglorio visitó también la isla de Jersey para librarla de un “dragón” y los habitantes le demostraron su agradecimiento con la cesión de algunas tierras. Durante las epidemias y los períodos de hambre, San Maglorio trabajó heroicamente por el pueblo, y Dios bendijo su ministerio obrando por su intercesión muchos milagros. Durante los últimos meses de su vida, el santo se esforzó por interpretar literalmente las palabras del salmista: “Haré lo posible por vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida” y no salía de la iglesia, sino cuando era absolutamente necesario.

La diócesis de Rennes celebra la fiesta de San Maglorio; también se le conmemora en la diócesis de Portsmouth, ya que las islas del Canal eran, antiguamente, el principal centro del culto al santo. Ricardo Rolle menciona a San Maglorio en “El fuego del amor” (c. 13).

 

Existen varias biografías medievales muy breves; cf. BHL., nn. 5139-5147. En DNB hay un artículo muy completo de la Srita. Batenson (vol. XXXV, pp. 323-324), y otro en LBS., vol. III, pp. 407 ss. Pero las contribuciones más valiosas son las de A. de la Borderie y F. Duine: del primero véase Histoire de Bretagne vol. I (1896), y del segundo Inventaire y Memento des sources hagiographiques de Bretagne. Según parece, Maglorio no fue nunca obispo de Dol, y las fechas de su vida son muy inseguras.

 

 

San Martin de Vertou, abad (Siglo VI).

(24 de octubre)

Prácticamente no sabemos nada cierto sobre el santo, ya que las dos biografías que se conservan fueron escritas varios siglos después de su muerte y narran principalmente sus milagros; por otra parte, se ha confundido a San Martín de Braga, quien fue obispo de Dumium en Portugal, con San Martín de Vertou, el cual vivió como ermitaño en el bosque de Dumen de Bretaña. Nuestro santo nació en Nantes, en el seno de una familia franca. San Félix le confirió el diaconado y le envió a predicar en el Poitou. Según la leyenda, a pesar de todos sus esfuerzos, Martín sólo consiguió convertir a los dueños de la casa en que habitaba. A éstos les aconsejó que huyesen de la catástrofe que se avecinaba y él mismo abandonó la ciudad en la que había trabajado en vano. Inmediatamente después de su salida, un terremoto la destruyó y quedó cubierta por las aguas. El sitio se llama actualmente Lago de Grandlieu y la población de Herbauges, a la orilla del lago, sustituye a la que quedó sumergida. Además, hay en las cercanías un menhir o columna de piedra, ya que la esposa del dueño de la casa en que habitaba San Martín volvió los ojos hacia la ciudad y quedó convertida en estatua. Acerca de esta leyenda podemos repetir el moderado comentario que hace Camden a propósito de una fábula semejante que se cuenta sobre Llyn Safaddan, de Breconshire: “Sospecho que se trata de una simple fábula y como tal hay que considerarla.”

Después de su fracaso misional, San Martín se retiró a un bosque de la ribera izquierda del Sévre, donde fundó una ermita que se transformó, con el tiempo, en la abadía de Vertou. El santo evangelizó la región. Se le atribuyen varias otras fundaciones, como la del convento de las religiosas de Durieu, en el que murió. Según se dice, los monjes de Vertou robaron el cuerpo de su maestro mientras las religiosas de Durieu cantaban el oficio nocturno de los muertos, la víspera del entierro. Entre otras leyendas que se cuentan sobre San Martín de Vertou (a quien se confunde en este caso con su homónimo de Braga), se dice que un príncipe inglés tenía una hija poseída por los malos espíritus. Uno de los demonios declaró, por boca de la joven, que sólo podía ser vencido por las oraciones de un santo varón llamado Martín. Inmediatamente el príncipe envió mensajeros en todas las direcciones en busca del hombre de Dios. Finalmente, los mensajeros llegaron a Vertou y convencieron a San Martín para que les acompañase. Apenas puso el santo los pies en Inglaterra, el demonio sintió que se aproximaba y, como no quería hacerle frente, atormentó por última vez a su víctima y huyó. Naturalmente, la joven tomó el velo de manos de su salvador.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. X, los bolandistas parecen haber reunido todos los textos que existen sobre la vida y milagros de este oscuro santo.

 

 

San Evergisto, Obispo de Colonia (c. 600 d.C.)

(24 de octubre)

Cuando san severino de Colonia fue a visitar la diócesis de Tongres, en Bélgica, le presentaron a un niño que quería consagrarse al servicio divino. El santo adivinó que Evergisto (o Ebregiselo) poseía un alma escogida y tomó por su cuenta su educación. Más tarde hizo de él su archidiácono. Evergisto estaba con San Severino cuando éste tuvo la visión de la llegada del alma de San Martín al cielo. Aunque advirtió que no vio ni oyó nada; sin embargo, envió inmediatamente a un mensajero a Tours para que comprobase la muerte de San Martín. Evergisto sucedió a su maestro en el gobierno de la diócesis de Colonia. Un día, fue a visitar la iglesia de los “Santos Dorados” y saludó a los mártires con el versículo: Exultabunt sancti in gloria; inmediatamente, la voz de un coro invisible le respondió Laetabuntur in cubiculis suis. Una noche se hallaba en Tongres ocupado en el ejercicio de su ministerio pastoral y se dirigió a una iglesia de Nuestra Señora. En el camino unos bandoleros le asaltaron y le dieron muerte.

Esta es la leyenda de Colonia, tal como la recuerda el Martirologio Romano en la fecha de hoy; sin embargo, parece que San Evergisto vivió más tiempo Y no murió de muerte violenta. San Gregorio de Tours cuenta que Evergisto formaba parte del grupo de obispos enviados por Childeberto II a restablecer la observancia en el convento de religiosas de Poitiers; también afirma que san Evergisto se curó de sus dolores de cabeza después de hacer oración en la iglesia de los “Santos Dorados” de Colonia.

 

Los datos  que poseemos son muy confusos. En Analecta Bollandiana, vol. VI (1887), 98, así como en otras obras, se publicó una pretendida biografía de Evergisto; pero ese escrito data del siglo XI y carece de valor histórico. W. Levison discute el en Festschrift für A. Brackman (1931), pp. 40-63; cf. Duchesne, Pastes Episaux, vol. III, p. 176. Acerca de los “Santos Dorados”

 

 

Santos Crisanto Y Daría, Mártires (Fecha desconocida).

(25 de octubre)

El culto de estos mártires en Roma, que data de muy antiguo, prueba que existieron realmente y que dieron su vida por Cristo; pero el relato de su martirio es una invención de fecha muy posterior. Según dicho relato, Crisanto era hijo de un patricio llamado Polemio, quien se trasladó, con su hijo, de Alejandría a Roma, durante el reinado de Numeriano. Un sacerdote llamado Carpóforo, instruyó y bautizó a Crisanto. Al enterarse, Polemio se indignó en extremo y con objeto de que Crisanto renunciase a la castidad y a su nueva religión, introdujo en su habitación a cinco mujeres de mala vida. Como la estratagema no diese resultado, Polemio propuso a su hijo que contrajese matrimonio con una sacerdotisa de Minerva, llamada Daría. No sabemos cómo ni por qué, Crisanto aceptó la proposición de su padre, convirtió a Daría al cristianismo y ambos guardaron la virginidad en el matrimonio. Juntos convirtieron en muchos personajes de la sociedad romana. Finalmente, fueron denunciados y  Aparecieron ante el tribuno Claudio. Este entregó a Crisanto a un pelotón de soldados, con la orden de obligarle por todos los medios a ofrecer sacrificios Hércules. Los soldados sometieron a Crisanto a diferentes torturas, pero la firmeza del mártir fue tal que el propio tribuno, su esposa Hilaria y sus dos hijos confesaron a Cristo. También los soldados siguieron su ejemplo. El emperador mandó asesinarlos a todos. Hilaria consiguió escapar, pero fue capturada más tarde, cuando se hallaba orando ante el sepulcro de los mártires. El Martirologio Romano conmemora a San Claudio y sus compañeros el 3 de diciembre. Entre tanto, Daría había sido enviada a una casa de prostitución, donde la defendió un león que se había escapado del circo. Para acabar con la fiera, los soldados tuvieron que incendiar la casa. Daría y Crisanto comparecieron entonces ante el propio Numeriano, quien los condenó a muerte. Fueron primero apedreados y después, enterrados vivos en una antigua mina de arena de la Vía Salaria Nova. El día del aniversario de la muerte de los mártires, algunos cristianos se reunieron ahí a orar junto a su sepulcro. El emperador se enteró de que los fieles se hallaban dentro y mandó tapiar la entrada de la mina con rocas y tierra, de suerte que los cristianos murieron ahí. Se trata de los santos Diodoro (sacerdote), Mariano (diácono) y sus compañeros, a quienes se conmemora el 19 de diciembre.

Es probable que San Crisanto y Santa Daría hayan sido realmente apedreados y enterrados en vida en una mina. Se cuenta que su tumba y la de los cristianos martirizados el día de su aniversario fue descubierta más tarde. San Gregorio de Tours describió de oídas el santuario que se había erigido sobre la mina, pero sin nombrar a los mártires. En el siglo IX, las pretendidas reliquias de San Crisanto y Santa Daría fueron trasladadas a Prüm en la Prusia renana y, cuatro años después, a Münstereifel, donde se encuentran en la actualidad. El sepulcro de los mártires se hallaba en las cercanías del cementerio de Trasón, en la Vía Salaria Nova, donde hay varias antiguas minas de arena.

 

Existen dos textos de la leyenda: uno griego y otro latino. Ambos se encuentran en Acta Sanctorum, oct., vol. XI. En CMH. (12 de agosto), Delehaye discute muy extensamente los datos históricos. El 12 de agosto es propiamente el día de la conmemoración de estos mártires, pero se les menciona también el 20 de diciembre. Delehaye hace notar que la fecha del 25 de octubre, escogida por el Martirologio Romano para la celebración de la fiesta, proviene probablemente de un relato de la traslación de las reliquias en dicha fecha. El calendario de mármol de Ñapóles (c. 850) parece confirmar esta opinión. Se sabe que el Papa San Dámaso escribió un epitafio para el sepulcro de los mártires; pero el que se le atribuía antiguamente dala ciertamente de una fecha posterior. Véase J. P. Kirsch, Festkalender (1924), pp. 90-93; y DAC, vol. III, ce. 1560-1568.

 

 

Santos Crispín y Crispiniano, Mártires (Fecha desconocida).

(25 de octubre)

Estos dos mártires fueron muy famosos en el norte de Europa durante la Edad Media. Actualmente, se les recuerda particularmente en Inglaterra a causa del discurso que Shakespeare pone en labios de Enrique V, la víspera de la batalla de Agincourt (“Enrique V”, act., IV, esc., 3). Desgraciadamente el relato del martirio, que es muy posterior a los hechos, no merece crédito alguno. Según dicho relato, Crispín y Crispiniano fueron de Roma a la Galia a predicar el Evangelio a mediados del siglo III, junto con San Quintín y otros misioneros. Se establecieron en Soissons, donde instruyeron a muchos en la fe de Cristo. Predicaban durante el día, pero en la noche, de acuerdo con el ejemplo de San Pablo, se ganaban la vida remendando zapatos, a pesar de que eran de noble cuna. Los dos hermanos vivieron así varios años y más tarde, cuando el emperador Maximiano fue a la Galia, fueron acusados ante él. Maximiano, probablemente más por complacer a los acusadores que por satisfacer su propia crueldad y susperstición, mandó que Crispín y Crispiniano compareciesen ante Ricciovaro, que era un enemigo irreconciliable del cristianismo (si es que existió en realidad). Ricciovaro los sometió a diversas torturas y trató en vano de ahogarlos y cocerlos vivos. Ese fracaso le encolerizó tanto, que se arrojó en la hoguera preparada para los mártires, a fin de quitarse la vida. Entonces, Maximiano mandó decapitar a los dos hermanos. Se cuenta que Crispín y Crispiniano sólo aceptaban por su trabajo lo que sus clientes les ofrecían buenamente, cosa que predispuso a los paganos en favor del cristianismo. Más tarde se construyó una iglesia sobre el sepulcro de los mártires, y San Eligió el Herrero se encargó de embellecerla. San Crispín y San Crispiniano son los patronos de los zapateros, curtidores y talabarteros.

El Martirologio Romano afirma que las reliquias de los mártires fueron transladadas de Soissons a la iglesia de San Lorenzo in Panisperna, en Roma. En realidad, no sabemos nada acerca de estos mártires y es muy posible que hayan muerto en Roma y que sus reliquias hayan sido posteriormente transladadas a Soissons, donde empezó a tributárseles culto.

La tradición local que relaciona a estos mártires con el pequeño puerto de Faversham de Kent no figura en el artículo de Alban Butler. Sin embargo, debía ser muy conocida en su tiempo, puesto que todavía existe. Se cuenta que los dos hermanos se refugiaron en dicho puerto para huir de la persecución y que abrieron una zapatería en el sitio que ocupa actualmente la “Posada del Cisne”, en el extremo de la calle Preston, “cerca del Pozo de la Cruz.” Un tal Mr. Southouse, que escribió alrededor del año 1670, dice que, en su época, “muchas personas extranjeras que practicaban el noble oficio de zapateros solían visitar el lugar”, de suerte que la tradición debía ser conocida fuera de Inglaterra. En la parroquia de Santa María de la Caridad había un altar dedicado a San Crispín y San Crispiniano.

E ejemplo de estos santos muestra que se equivocan de medio a medio los cristianos que se consideran dispensados de aspirar a la perfección a causa de la atención que exige el cuidado de la familia y del oficio. Si tales cristianos no alcanzan la perfección, se debe a su negligencia y debilidad. Muchas personas se han santificado trabajando en una finca o regenteando un comercio. San Pablo fabricaba tiendas, San Crispín y San Crispiniano eran zapateros, la Santísima Virgen se ocupaba del cuidado de su casa. Jesús trabajaba con su padre adoptivo y aun los monjes que se apartaban totalmente del mundo para dedicarse a la contemplación de las cosas divinas, tejían esteras y cestos, labraban tierra o copiaban y empastaban libros. Todos los estados de vida ofrecen numerosas ocasiones de ejercitar las buenas obras y de santificarse.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. XI, puede verse el relato del martirio de estos santos, un comentario muy completo. La historicidad del martirio está garantizada por la encion del Hieronymianum en este día: In Galiis civitate Sessionis Crispini et Crispiniani; Duchesne, Pestes Episcopaux, vol. III, pp. 141-152.

 

 

Santos Frontón y Jorge, Obispos (Fecha desconocida).

(25 de octubre)

No cabe duda de que estos dos santos existieron realmente y evangelizaron Périgord; pero la leyenda de su vida fue inventada o modificada con el objeto de relacionar con los Apóstoles el origen de la sede de Périgueux. Según dicha leyenda, Frontón pertenecía a la tribu de Judá y nació en Licaonia. Se convirtió a la fe por el testimonio de los milagros de nuestro Señor, fue bautizado por San Pedro, y llegó a ser uno de los setenta y dos discípulos de Cristo. Acompañó a San Pedro a Antioquía y a Roma, de donde el príncipe de los Apóstoles le envió junto con San Jorge a predicar en la Galia. Jorge murió en el camino, pero el báculo de San Pedro le resucitó, como en el caso de San Materno de Tréveris y San Marcial de Limoges. San Frontón predicó con gran éxito. Sobre su ministerio se cuentan muchos detalles extravagantes y milagros fantásticos. El centro de su predicación era Périgueux, donde se le venera como primer obispo. La leyenda posterior ha sido enriquecida con un incidente que procede de la vida de otro San Frontón, que fue ermitaño en el desierto de Nitria. San Jorge, a quien se venera como primer obispo de Le Puy, evangelizó la región de Velay.

La leyenda primitiva afirma que San Frontón nació en Leuquais de Dordogne (no en Licaonia), bastante cerca de la región de Périgueux, que debía evangelizar más tarde. Los anacronismos y rasgos extravagantes abundan tanto en esta leyenda como en la que acabamos de resumir; sin embargo, hay motivos para creer que el autor de la leyenda primitiva se basó en ciertos datos históricos, y en la vida de San Gerardo (que data del siglo VII) se habla claramente del sepulcro de San Frontón en Périgueux.

En “Vidas de santos...” (vol. X, 1952), los benedictinos de París narran una deliciosa anécdota tomada de la introducción de Andrés Lavertujon a su edición de la “Crónica de Sulpicio Severo”, quien afirma que la encontró en una vida de San Frontón: “Lo que más nos llamó la atención en la vida extraordinaria de San Frontón fue lo siguiente: El procónsul Esquirio había desterrado al santo a un bosque en las cercanías de Périgueux. Frontón habría muerto de hambre, si el orgulloso romano, acuciado por los remordimientos, no le hubiese enviado setenta camellos cargados de víveres para él y sus compañeros. Añorando aquellos camellos que se paseaban por las orillas de nuestro río Dordogne, preguntamos al sacerdote que nos había narrado la historia: “Padre, ¿por qué ya no hay camellos aquí?” “Porque ya no los merecemos”, fue su respuesta.

 

Las páginas consagradas al santo en Acta Sanctorum, oct., vol. XI, están ya anticuadas. Véase Analecta Bollandiana, vol. XLXVIII (1930), pp. 324-360, donde hay una discusión seria sobre los documentos. M. Cuens editó, bajo el título de La Vie ancienne de St. Front, el texto de la más antigua biografía del santo, según lo había reconocido Duchesne en Pastes Episcopaux, vol. II, pp. 130-134.

 

 

San Gaudencio, Obispo de Brescia (c. 410 d.C.)

(25 de octubre)

A lo que parece, San Gaudencio fue educado por San Filastro, obispo de Brescia, a quien llama “padre.” Como sus paisanos tuviesen a Gaudencio en alta estima, el santo decidió hacer una peregrinación a Jerusalén, con la esperanza de que sus compatriotas le olvidasen, pero no lo consiguió. En Cesárea de Capadocia conoció a las hermanas y a las sobrinas de San Basilio, quienes le entregaron las reliquias de los Cuarenta Mártires, seguras de que Gaudencio las veneraría con el mismo fervor que ellas. San Filastro murió durante 1a ausencia de Gaudencio, el pueblo y el clero de Brescia le eligieron obispo y se obligaron bajo juramento, a no aceptar otro pastor. San Gaudencio se doblegó cuando los obispos de oriente le amenazaron con negarle la comunión si no aceptaba el cargo. Fue consagrado por San Ambrosio alrededor del año 387. E1 sermón que el nuevo obispo predicó en esa ocasión puso de manifiesto el temor que, por humildad, le inspiraban su juventud y su inexperiencia.

Los habitantes de Brescia cayeron pronto en la cuenta del tesoro que tenían en aquel pastor tan santo. Por aquel entonces, vivía refugiado en Brescia un noble caballero llamado Benévolo, por haber caído en desgracia de la emperatriz Justina, al negarse a redactar un edicto en favor de los cristianos. Benévolo profesaba una veneración auténtica por San Gaudencio, hasta el extremo de que en cierta ocasión, cuando estaba enfermo e impedido de asistir a los sermones que pronunciaba el obispo, le envió un mensaje para suplicarle que se los escribiese. Gracias a que San Gaudencio accedió a la petición de Benévolo, entre los veintiún sermones del santo que se conservan hasta hoy, diez están escritos de su puño y letra. En el segundo de los que Gaudencio envió a su enfermo admirador, pronunciado ante los neófitos que habían recibido el bautismo el Sábado Santo, explicaba los misterios de la Sagrada Eucaristía, sobre los que no podía explayarse en presencia de los catecúmenos. Sobre el particular decía, entre otras cosas: “El Creador y Señor de la naturaleza, que hace brotar el pan de la tierra, convirtió también en pan su propio Cuerpo, porque así lo había prometido y podía hacerlo. Aquél mismo que transformó el agua en vino, hizo vino de su propia Sangre.”

En un prefacio que el mismo Gaudencio escribió para la colección de sus discursos, pone en guardia al lector contra las ediciones falsificadas. Edificó en Brescia una iglesia a la que dio el nombre de “Asamblea de los Santos” y a su consagración invitó a muchos obispos. En aquella ocasión, pronunció el décimo séptimo sermón de los veintiuno que se conservan. En él, anunciaba que en su nueva iglesia se hallaban depositadas algunas reliquias de los Apóstoles y de otros santos y afirmaba, asimismo, que la mínima porción de la reliquia de un mártir es tan eficaz en sus virtudes como la reliquia entera.

Así pues, agregaba, para que merezcamos el patrocinio de tantos santos, acerquémonos a suplicarles con entera confianza y ardiente deseo que nos obtengan todos los bienes que pedimos por su intercesión. Cristo, dador de todas las gracias, será así glorificado.”

El año 405, el Papa San Inocencio I envió a San Gaudencio y a otros dos legados al oriente, para defender la causa de San Juan Crisóstomo ante Arcadio. Aquel escribió una carta a San Gaudencio para agradecerle su intervención. Los legados fueron aprisionados en Tracia, donde se los despojó de todos sus papeles y se los incitó con halagos a declararse en comunión con el usurpador de la sede de San Juan Crisóstomo. Se cuenta que San Pablo se apareció a uno de los diáconos de la comitiva para alentarlos en su lucha. Finalmente los legados volvieron sanos y salvos a Roma, aunque parece que sus enemigos deseaban que naufragasen, pues les enviaron en un navío destartalado. San Gaudencio murió probablemente el año 410. Rufino le calificó de “gloria de los doctores de la época en que vive.” El Martirologio Romano le conmemora en te día. El 14 de octubre conmemora a otro San Gaudencio, obispo de Rímini, quien fue tal vez martirizado por los arríanos el año 359. Los canónigos  guiares de Letrán celebran su fiesta.

 

No existe ninguna biografía propiamente dicha de San Gaudencio; sin embargo en Acta Sanctorum, oct., vol. XI, hay un artículo bastante completo, tomado de las alusiones y cartas de los contemporáneos del santo. En Brixia sacra, revista eclesiástica de Brescia, han aparecido varios artículos sobre San Gaudencio; véase, por ejemplo vol. VI y vol. XII (1915-1916). Cf. Lanzoni, Diócesis Italia (1927), vol. II, pp. 963-965;” y Journal of Theological Studies, vol. XII (1914), pp. 593-596. Acerca de los sermones del santo, véase A. Gluek, Sti. Gaudentii... tractatus (1936).

 

 

Santos Engracia, Frutos y Valentín, Mártires (c. 745 d.C.).

(25 de octubre)

Sepúlveda era un caserío de Castilla la Vieja, encaramado sobre las pendientes rocosas de la Sierra de Guadarrama, a la entrada del paso de Somo Sierra. Más o menos cuatro leguas al noroeste de Sepúlveda, hay una enorme roca que domina un precipicio de casi cien metros de profundidad, estrecho y oscuro cañón, en cuyo fondo corre el río Duratón, que las gentes del lugar conocen desde tiempos inmemoriales con el nombre de Cuchillada. En aquella peña agreste y aislada del resto del mundo, vivían a fines del siglo VII los hermanos Frutos y Valentín y su hermana Engracia. Dice la tradición que aquella Cuchillada se abrió en las rocas milagrosamente para proteger a Frutos, perseguido de cerca por los moros. En aquel nido de águilas se estableció Frutos. Le siguieron sus hermanos: Valentín fue a morar en un vecino nicho de piedra y Engracia se refugió en una gruta abierta en el muro de roca que caía sobre el río. Al imaginarla ahí, joven, hermosa y llena de devoción y amor a Dios, se sueña con las palabras del Cantar de los Cantares (2:14): “¡Oh casta paloma mía!, tú que anidas en los agujeros de las peñas, en las concavidades de las murallas, muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos; pues tu voz es dulce y bello tu rostro.”

Frutos murió en paz sobre su observatorio de eternidad, hacia el año 715, poco después de la invasión de los árabes, pero su hermano y su hermana perdieron la vida a manos de los invasores. Frutos fue sepultado en un pequeño santuario al que inmediatamente comenzaron a acudir los fieles cristianos de los alrededores. Alfonso VI de Castilla cedió aquella capilla con sus terrenos a Fortunio, abad de Silos, en la diócesis de Burgos, en el año de 1076 y, en el curso de los veinte años siguientes se edificó en el lugar una nueva iglesia, consagrada el año 1100 y que aún existe.

Buena parte de las reliquias de San Frutos fue trasladada a la ciudad de Segovia, al pie de la Sierra de Guadarrama, de donde se le nombró patrono. En 1681, una de las reliquias del santo tuvo el honor de ser venerada en el Escorial. A fines del siglo XIX, la iglesia de San Frutos era el santuario más frecuentado en la diócesis de Segovia, y los días 25 de octubre, fecha de su fiesta, el templo era pequeño para contener a tantos peregrinos.

En 1476, una bula de Sixto IV dio a los dos hermanos el título de mártires para su culto en Silos. Un misal de Segovia impreso en 1500 nombra a Valentín, confesor, y a Engracia, virgen. Más tarde, a los tres se los venero como mártires en la diócesis de Segovia.

El investigador benedictino Dom Férotin publicó una inscripción grabada en el año 1019 por tres peregrinos en una piedra de la ermita de San Valentín, que atestigua la popularidad del culto a este santo y sus hermanos.

En 1570, un abad de Silos escribió un relato de los numerosos milagros obrados en aquel lugar santo. Se cuenta, por ejemplo, que en 1225, cuando llegaron los peregrinos para las fiestas de la Santísima Trinidad, venía entre ellos un caballero de Segovia con su esposa. El hombre tenía profundos agravios contra su mujer y estaba dispuesto a matarla. Cuando ambos ascendían por la pendiente, hacia la ermita de San Valentín, empujó a la mujer hacia el abismo. La infortunada profirió un grito desgarrador y cayó hasta el fondo. Los peregrinos y los religiosos bajaron a toda prisa y encontraron a la dama ilesa, arrodillada junto al río dando gracias a Dios y a San Frutos por su salvación. Después de aquel prodigio, la mujer abandonó a su esposo para ingresar a un monasterio y no pasó mucho tiempo sin que su esposo, arrepentido, hiciera lo propio.

 

Acta Sanctorum, oct. vol. XI, pp. 692-704. Lo que ahí dice se complementa con la obra de M. Férotin, Hist. de l’abbaye de Silos, 1897, pp. 217-223, 293-294, 339 y 343. La Bio-bibliographie, vol. I, 1905, cois. 1621-1622, de U. Chévaliere. En cuanto al milagro de la mujer arrojada al precipicio, véase Le Sacrement de l”amour, tercera ed. 1950, de Ch. Massabki.

 

 

Santos Luciano y Marciano, Mártires (¿250? d.C.)

(26 de octubre)

Según el relato de su martirio, Luciano y Marciano, que habían estudiado la magia negra, se convirtieron al cristianismo al ver que sus supersticiones no tenían poder alguno sobre una doncella cristiana. Iluminados por la luz de la fe, quemaron públicamente sus libros en Nicomedia. Una vez que lavaron sus crímenes con el sacramento del bautismo, distribuyeron sus posesiones entre los pobres, y se retiraron a la soledad para fortalecerse con la oración y la mortificación, en la gracia que acababan de recibir. Más tarde, hicieron varios viajes al extranjero para predicar a Cristo entre los gentiles. Cuando Decio publicó sus edictos persecutorios en Bitinia, Luciano y Marciano fueron arrestados. El procónsul Sabino, ante el cual comparecieron, preguntó a Luciano quién le había autorizado a predicar en el nombre de Jesucristo. El mártir replicó: “Todo ser humano está autorizado a tratar de apartar del error a sus hermanos.” También Marciano se glorió en el poder de Jesucrito. Cuando el juez los condenó a la tortura, los mártires le hicieron notar que, en la época en que adoraban a los ídolos y practicaban la magia abiertamente, no habían incurrido en ningún castigo, en cambio ahora que eran buenos ciudadanos se los condenaba a la tortura. Sabino los amenazó entonces con nuevos tormentos. Marciano replicó: “Estamos prontos a sufrirlos, pero de ningún modo abjuraremos del verdadero Dios, pues con ello mereceríamos ser enviados al fuego que no se extingue.” Entonces, Sabino los condenó a perecer quemados en vida. Los mártires se dirigieron con gran gozo al sitio de la ejecución, cantando himnos de agradecimiento a Dios. Esta leyenda es simplemente una novela fundada en un hecho histórico, ya que hubo realmente un grupo de mártires en Nicomedia.

 

Se conservan los textos latino y sirio de la pasión de estos mártires; probablemente, el texto original era griego, pero se ha perdido. El texto latino puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. XI. El texto sirio fue editado por S. E. Assemani Acta ss. mart. orientalium, vol. II, pp. 49 ss.), quien lo tomó de un manuscrito del siglo V o VI. El reviario sirio, de principios del siglo V, conmemora también a estos mártires el 26 de octubre; pero a Luciano le llama Silvano, y sitúa el martirio en Antioquía. El Hierony-mianum celebra a nuestros mártires junto con Floro. Delehaye discute la cuestión en cmh., p. 572.

 

 

San Rustico, Obispo de Narbona (c. 461 d.C.)

(26 de octubre)

Rustico, que nació en el sur de la Galia, era hijo del obispo llamado Bonoso. se cree que en una carta de San Jerónimo, escrita hacia el año 411 y dirigida a el le aconsejaba adoptar la vida eremítica. El año 427, Rústico fue elegido obispo de Narbona. La diócesis estaba entonces en crisis, pues los invasores godos difundían el arrianismo y los católicos se hallaban muy divididos. Finalmente, San Rústico escribió al Papa San León I para exponerle sus dificultades (que, según parece, procedían del sínodo que él misino había reunido en 458) y para pedirle permiso de renunciar. El Papa le disuadió de ello y escribió una extensa carta al obispo acerca del gobierno de su diócesis. San Rústico construyó en Narbona una catedral donde todavía se conserva la inscripción que mandó grabar para conmemorar la dedicación. Aunque consta que los otros obispos estimaban mucho a San Rústico, prácticamente todo lo que sabemos sobre él es que asistió al sínodo de Arles, en el que se aprobó el “tomo” de San León contra los monofisitas.

La figura de este obispo galo es particularmente interesante, porque su nombre aparece en cuatro inscripciones descubiertas en Narbona o en sus cercanías. La primera de esas inscripciones, que es la más completa, narra incidentalmente no sólo que Rústico era hijo de Bonoso, sino que también un hermano de su madre, llamado Arador, era obispo. Otra de las inscripciones, descubierta muy recientemente, contiene las siguientes palabras: Orate pro me Rustico vestro (Pedid por mí, vuestro Rústico).

 

No existe ninguna biografía propiamente dicha del santo; sin embargo, los bolandistas, reuniendo los datos dispersos en diversas fuentes, consiguieron hacer un artículo bastante completo (Acta Sanctorum, oct., vol. XI). Acerca de las inscripciones véase Leclercq, DAC, vol. XII (1935), ce. 828 y 847-854. Cf. También Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. I, p. 303.

 

 

San Frumencio, Obispo de Aksum (c. 380 d.C.).

(27 de octubre)

Hacia el año 330, cierto filósofo de Tiro, llamado Meropio, deseoso de ver el mundo y aumentar sus conocimientos, emprendió un viaje a las costas de Arabia. Le acompañaron en ese viaje dos discípulos: Frumencio y Edesio. Al regresar, el navío en que iban tocó un puerto de Etiopía. Los nativos del país atacaron a los marineros y ejecutaron a todos los pasajeros, excepto a los dos jóvenes, quienes estudiaban bajo un árbol, a cierta distancia. Cuando los nativos los descubrieron, los llevaron a la presencia del rey, el cual residía en Aksum, en la región de Tigre. El monarca se sintió atraído por los modales y la ciencia de los jóvenes cristianos y al poco tiempo, nombró a Frumencio, que era el mayor, secretario suyo, e hizo a Edesio copero de palacio. Poco antes de morir, el rey agradeció a los dos jóvenes sus servicios y les devolvió la libertad. La reina, que ocupó la regencia durante la minoría de su hijo mayor, pidió a Frumencio y Edesio que se quedasen a su servicio. Frumencio, que tenía a su cargo la administración, persuadió a ciertos Mercaderes cristianos para que se estableciesen en el país; no sólo obtuvo permiso de la reina para que practicasen libremente su religión, sino que, con el ejemplo de su propio fervor, era un modelo viviente para los infieles. Cuando los dos hijos del rey tomaron en sus manos las riendas del gobierno Frumencio y Edesio renunciaron a sus cargos, a pesar de los ruegos de los monarcas. Edesio volvió a Tiro; ahí recibió la ordenación sacerdotal y refirió sus aventuras a Rufino, quien las consignó en su “Historia de la Iglesia.” Por su parte, Frumencio, cuyo principal deseo consistía en convertir a los etíopes fue a Alejandría a pedir al obispo San Atanasio que enviase un pastor a los etíopes. San Atanasio, juzgando que Frumencio era el más capacitado para llevar a cabo la obra que había comenzado, le consagró obispo. Tal fue el principio de las relaciones de los cristianos de Etiopía con la Iglesia de Alejandría, que persisten aún en nuestros días.

Probablemente, la consagración de San Frumencio tuvo lugar en 340 o inmediatamente después de 346 (o tal vez entre los años 355 y 356). El santo volvió a Aksum, donde con su predicación y milagros obró numerosas conversiones. Se cuenta que consiguió ganar al cristianismo a los dos reyes, Abreha y Asbeha, cuyos nombres figuran en el santoral etíope. Pero el emperador Constancio, que era arriano, concibió un odio implacable por San Frumencio, porque estaba unido con San Atanasio por los lazos de la fe y el cariño. Viendo que no podía atraerle a la herejía, Constancio escribió a los dos reyes etíopes que enviasen a San Frumencio a Jorge, el obispo instruso de Alejandría, quien se encargaría de velar por “su bienestar.” En la misma carta, el emperador los prevenía contra Atanasio “por sus muchos crímenes.” Lo único que consiguió Constancio con su carta fue que ésta cayese en manos de San Atanasio, quien la incluyó en su “Apología.” San Frumencio murió antes de convertir a todos los aksumitas. Después de su muerte, se le dieron los títulos de “Abuna” (nuestro padre) y “Aba salama” (padre de la paz). El primado de la Iglesia disidente de Etiopía lleva todavía hoy el título de “Abuna.”

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. lili, se encontrarán el relato de Rufino y otros documentos; uno de estos últimos es una copia de una larga inscripción griega descubierta en Aksum, que conmemora las hazañas de Aizanas, rey de los homeritas, y de su hermano Saizanas. Ahora bien, Constancio escribió precisamente a Aizanas y Saizanas la carta de la que hablamos arriba, que se conserva en la Apología de San Atanasio; por consiguiente, no puede ponerse en duda que San Frumencio haya predicado realmente el Evangelio en Aksum. Aunque tal vez el relato de Rufino está desfigurado por ciertas adiciones legendarias, es perfectamente histórico que San Atanasio consagró a San Frumencio obispo de Aksum. Cf. Guidi, en Enciclopedia italiana, vol. XIV, pp. 480-481, y en DHG., vol. I, ce. 210-212; Leclercq, en DAC., vol. v, ce. 586-594; Duchesne, Histoire ancienne de l’Eglise, vol. III, pp. 576-578; y el relato que hay sobre San Frumencio en el Sinaxario Etíope (ed. Budge, 1928), vol. IV, pp. 1164-1165. Según F. G. Holwecq, la antigua diócesis de Lousiana (erigida en los Estados Unidos en 1787) celebraba la fiesta de San Frumencio; tal vez se trataba de un gesto de benevolencia para con los esclavos de origen africano.

 

 

San Odrano, Abad (563 d.C.)

(27 de octubre)

Odrano, “noble y sin mancha”, abad de Meath, fue uno de los doce que partieron de Loch Foyle a lona con San Colomba. Adamnan afirma que era de origen bretón. Poco después de desembarcar, sintió Odrano que se acercaba el momento de su muerte y dijo: “Voy a ser el primer cristiano que muera en esta región.” San Colomba replicó: “Yo te aseguro que irás al Reino de los Cielos y te prometo que nadie conseguirá una gracia en mi sepulcro sin habértela pedido a tí también.” Como San Colomba no quería morir a su amigo, le dio inmediatamente la bendición y salió de la casa. Hallaba paseando en el patio, cuando de repente miró hacia el cielo. Sus comparantes le preguntaron qué miraba, y Colomba repuso que veía la batalla que se libraba en el aire entre los buenos y los malos espíritus. Agregó que también veía a los ángeles que llevaban en triunfo el alma de San Odrano al cielo. Así pues, San Odrano fue el primero de los monjes irlandeses que murió y fue sepultado en lona. El sitio de su sepultura, que se halla en el único cementerio de la isla, se llama “Reilig Orain.” Se dice que el santo fundó el monasterio de Leitrioch Odrain (Latteragh de Tipperary). Aunque a esto Se reduce todo lo que sabemos sobre él se le celebra como obispo en toda Irlanda.

 

El Félire de Oengus, que no llega a identificar plenamente a San Odrano, es la mejor prueba de que se sabe muy poco acerca del santo. En Acta Sanctorum, oct., vol. XII, hay una noticia biográfica muy vaga. Véase también Forbes. KSS., p. 426. En los Anales de Ulster se dice que San Odrano nació el año 548.

 

 

Santos Simón y Judas Tadeo, Apóstoles (Slglo I d.C.)

(28 de octubre)

La Sagrada Escritura llama a San Simón, “el cananeo” y el “zelotes”, palabras que significan “el hombre lleno de celo”, por más que algunos autores cometan la equivocación de creer que el primero de esos sobrenombres indica que Simón nació en Cana de Galilea. El sobrenombre de “cananeo” alude al celo del apóstol por la ley judía antes de su conversión, lo mismo que el de “zelotes”, el cual no significa necesariamente que haya pertenecido al partido judío de los “zelotes.” Lo único que el Evangelio nos dice sobre el es que fue elegido por Cristo entre los doce, con los cuales recibió al Espíritu Santo en Pentecostés. No sabemos nada más sobre su vida posterior, y las diversas leyendas se contradicen entre sí. El Menologio de Basilio afirma que San Simón murió apaciblemente en Edessa. En cambio la tradición occidental, tal como aparece en la liturgia romana, sostiene que después de predicar en Egipto fue a reunirse con San Judas en Mesopotamia, que ambos predicaron varios años Persia y que fueron martirizados ahí. Por ello, la Iglesia de occidente los celebra juntos, en tanto que la Iglesia de oriente separa sus respectivas fiestas. 1 Apóstol Judas Tadeo (o Lebeo), “el hermano de Santiago”, era probablemente hermano de Santiago el Menor. No sabemos cómo ni cuándo entró a formar parte de los discípulos de Cristo, pues la primera vez que el Evangelio le menciona es en la lista de los doce. Después de la Ultima Cena, cuando Cristo prometió que se manifestaría a quienes le escuchasen, Judas le Preguntó por qué no se manifestaba a todos. Cristo le contestó que El y su Padre visitarían a todos los que le amasen: “Vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Juan, 16:22-23). Como en el caso de San Simón, no sabemos nada de la vida de San Judas Tadeo después de la Ascensión del Señor y la venida del Espíritu Santo. Se atribuye a San Judas una de las epístolas canónicas, que tiene muchos rasgos comunes con la segunda epístola de San Pedro. No está dirigida a ninguna persona ni iglesia particular y exhorta a los cristianos a “luchar valientemente por la fe que ha sido dada a los santos. Porque algunos en el secreto de su corazón son... hombres impíos, que convierten la gracia de nuestro Señor Dios en ocasión de riña y niegan al único soberano regulador, nuestro Señor Jesucristo.”

Con frecuencia se ha confundido a San Judas Tadeo con el San Tadeo de la leyenda de Abgar (véase Addai y Mari, 5 de agosto) y se ha dicho que murió apaciblemente en Beirut de Edessa. Como lo indicamos arriba, según la tradición occidental, fue martirizado en Persia con San Simón. Eusebio repite la leyenda de que dos nietos de San Judas, Zoquerio y Santiago, comparecieron ante el emperador Domiciano, quien estaba alarmado porque le habían dicho que seguían siendo leales a la casa real de David; pero cuando vio que eran unos campesinos pobres y humildes y supo que el Reino por el que luchaban no era de este mundo, se burló de ellos y los dejó libres.

 

Existe un presunto relato del martirio de los dos Apóstoles; pero el texto latino no es ciertamente anterior a la segunda mitad del siglo VI. Dicho documento se ha atribuido a un tal Abdías, de quien se dice que fue discípulo de Simón y Judas y consagrado por ellos primer obispo de Babilonia. Este es, sin duda, el origen del curioso párrafo que se encuentra en la fecha de hoy en el Félire de Oengus: “Amplia es su asamblea: Babilonia es su sepulcro: Tadeo y Simón, su hueste es enorme.” Acerca del pseudo-Abdías véase R. A. Lipsius, Die apocryphen Apostelgeschichten. .., vol. I pp. 117 ss.; y Batiffol, en DTC., vol. I, c. 23. El Hieronymianum menciona juntos en este día a Simón y Tadeo y afirma que fueron martirizados en Suanis, civitate Persarum; acerca de este punto, cf. CMH, y Gutschmid, Kleine Schriften, vol. II, pp. 368-369. Sobre la invocación de San Judas Tadeo corno patrono de “los casos desesperados”, cf. Acta Sanctorum, oct., vol. XII, p. 449; y L. du Broc, Les saints patrons des corporations et protecteurs, vol. II, pp. 390 ss.

 

 

Santos Anastasia y Cirilo, Mártires (Fecha desconocida).

(28 de octubre)

El cardenal Baronio introdujo en el Martirologio Romano el párrafo siguiente, que se lee en la fecha de hoy: “En Roma, el martirio de los santos Anastasia la mayor, virgen, y Cirilo. Durante la persecución de Valeriano, el prefecto Probo mandó cargar de cadenas a esa virgen y ordenó que fuese golpeada y torturada con garfios y con fuego. Como siguiese firme en la confesión de Cristo, le cortaron los pechos, le arrancaron las uñas, le rompieron los dientes, le cortaron las manos y los pies. Finalmente, fue decapitada y pasó así al Celestial Esposo, adornada con las joyas de tantos sufrimientos. Cirilo dio de beber a Anastasia cuando ésta pidió agua y en premio de ello fue martirizado.” La tradición romana no habla de estos mártires, a quienes se empezó a venerar en el oriente. El texto griego que relata el martirio dice que Anastasia era una doncella patricia de veinte años y que vivía en una comunidad de vírgenes consagradas. Los soldados del prefecto irrumpieron en el monasterio y llevaron a Anastasia a la presencia del prefecto Probo, quien mandó que la desnudasen. Como la santa replicase que ello constituiría una vergüenza mayor para Probo que para ella, fue torturada en la forma en que lo indica Martirologio. Sus restos fueron más tarde trasladados a Constantinopla.

 

Las actas del martirio se conservan en griego y en latín, como puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. XII. J. P. Kirsch se inclina a creer que la única mártir histórica fue Ja que murió en Sirmium (25 de diciembre); pero, como su fiesta se celebraba en diferente fecha en el oriente, algún hagiógrafo griego tuvo a bien inventar una nueva leyenda de una virgen del mismo nombre y la embelleció con los detalles fantásticos que citamos en nuestro artículo. Véase Lexikon für Theologie und Kirche, vol. I (1930), c. 389.

 

 

San Salvio (¿Siglo VI?).

(28 de octubre)

Se ha confundido a nuestro santo con San Salvio de Albi y con San Salvio de Amieris (y a éstos con otro San Salvio). Sin embargo, el Salvio al que nos referimos aquí, fue, según parece, un ermitaño del bosque de Bray de Normandía. En realidad no sabemos nada sobre él, pero Alban Butler presenta el resumen de un manuscrito que se conservaba en su tiempo en el castillo de Saint-Saire (Eure-et-Loire), que pertenecía a los condes de Boulainvilliers. He aquí su resumen:

“Los documentos del metropolitano de Rouen demuestran que, hacia el año 800 y casi durante un siglo después, había en el bosque de Bray un sitio destinado a honrar y conservar la memoria de San Salvio... Quedan ciertas pruebas de que San Salvio fue un ermitaño, en un manuscrito de hace unos cinco o seis siglos, en el que se conserva el oficio de su fiesta, también existe una imagen del santo en un vitral de una antigua capilla subterránea: está vestido de ermitaño, de rodillas y orando con las manos extendidas. Los milagros y curaciones extraordinarios que Dios obró en el sitio en que se hallaba la ermita del santo, ayudaron a propagar su fama y movieron al pueblo a construir ahí una iglesia o capilla... Los canónigos de Rouen pagaron los gastos que se hicieron para barbechar las tierras más accesibles de los alrededores, de suerte que pudiesen sostenerse los sacerdotes encargados del oficio divino en la capilla. Tal fue el origen de la parroquia de San Salvio, así como de la fundación del señorío que posee ahí el capítulo de Rouen.”

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. xn, hay un breve artículo sobre el santo. No existe ninguna biografía propiamente dicha, fuera de la de las lecciones del breviario. El P. Grosjaen supone que el breviario que consultó Alban Butler fue tal vez uno de los dos que se conservan actualmente en la Biblioteca Municipal de Amiens (MS. 111 ó 112) • ambos fueron copiados hacia 1250 y en ambos se hallan las lecciones.

 

 

San Faron, Obispo de Meaux (c. 672 d.C.)

(28 de octubre)

La santidad eminente de San Farón, que fue uno de los primeros obispos de Meaux de quienes se conserva memoria, ha hecho de su nombre el más famoso entre los de los prelados que figuran en los calendarios de dicha diócesis. San Farón era hermano de San Chainoaldo de Laon y de Santa Burgundófora, la primera abadesa de Faremoutier. Tras de pasar su juventud en la corte del rey Teodoberto de Austrasia, Farón se trasladó a la corte de Clotario II. Cuando dicho príncipe, enfurecido por las insolentes palabras de ciertos embajadores sajones, los mandó aprisionar y juró que los condenarían a muerte, San Farón se valió de una estratagema para conseguir qué les perdonase. Llevaba una vida muy santa y edificante, por lo cual, a los treinta y cinco años, determinó abrazar la vida religiosa, si su esposa se lo permitía. Blidechilda no sólo consintió, sino que se retiró a un sitio en una de sus posesiones; ahí murió algunos años más tarde, no sin haber exhortado a su marido a perseverar en su vocación, pues éste había querido, en un momento dado, volver a reunirse con su mujer. San Farón recibió la tonsura en la diócesis de Meaux. El año 628, la sede quedó vacante, y el santo fue consagrado obispo. Dagoberto I le nombró canciller suyo y San Farón usó toda su influencia para proteger a los inocentes, a los huérfanos y a las viudas y para socorrer a todos los necesitados.

El santo prelado trabajó con celo y vigilancia infatigables y luchó por convertir a los que practicaban aún la idolatría. Su biógrafo refiere que devolvió la vista a un ciego al conferirle el sacramento de la confirmación y cuenta además otros milagros. Poco después de la consagración episcopal de San Farón, San Fiacro llegó a Meaux, y el santo obispo le regaló algunas de sus tierras para que fundase una ermita en Breuil. San Farón fundó en los suburbios de Meaux el monasterio de la Santa Cruz, que más tarde tomó su nombre, y lo confió a los monjes de San Columbano de Luxeuil. El año 668, hospedó a San Adrián, que más tarde llegó a ser obispo de Canterbury, cuando iba de camino para Inglaterra.

 

La biografía de San Farón, escrita por Hildegardo, obispo de Meaux, unos 200 años después de la muerte del santo, no es de gran valor histórico. Fue publicada por Mabillon; B. Krusch hizo una edición crítica de ella en MGH., Scriptores Merov., vol. VII, pp. 171-206. Se trata indudablemente del original del que está tomada la narración más corta que se halla en Acta Sanctorum. En la biografía escrita por Hildegardo se habla de una balada que el pueblo solía cantar en recuerdo de la victoria de Clotario sobre los sajones; dicha balada se llamaba “La Cantilena de San Farón.” Como se trata de un espécimen de la primitiva lengua romance, existe una bibliografía bastante abundante sobre esa balada; cf. DAC., vol. V, ce. 1114-1124. Acerca de San Farón, véase Beaumier-Besse, Abbaycs et prieures de Frunce, vol. I, pp. 304 ss.; Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, p. 477; y H. M. Delsart,

 

 

San Narciso, Obispo de Jerusalén (c. 215 d.C.)

(29 de octubre)

San Narciso era ya muy anciano cuando fue elegido obispo de Jerusalén. Eusebio cuenta que, en su tiempo, los cristianos de Jerusalén recordaban todavía algunos milagros del santo obispo. Por ejemplo, como los diáconos no tuviesen aceite para las lámparas la víspera de la Pascua, Narciso pidió que trajesen agua, se puso en oración y después mandó que la vertiesen en las lámparas. Así lo hicieron, y el agua se transformó en aceite. La veneración que los buenos profesaban a San Narciso, no le libró de los ataques de los malos. En efecto, algunos de ellos, molestos por la severidad con que el santo exigía el cumplimiento de la disciplina, le acusaron de cierto crimen, que Eusebio no especifica. Sin embargo, por más que confirmaron su testimonio pidiendo al cielo que los castigase si no decían la verdad, nadie les creyó; pero San Narciso se sirvió de la calumnia como excusa para retirarse algún tiempo a la soledad, como tanto lo había deseado. Así pues, vivió varios años alejado de su diócesis e ignorado del mundo. A fin de que ésta no sufriese detrimento, los obispos de los alrededores pusieron al frente de ella a Dio, a quien sucedieron Germánico y Gordio. Durante el gobierno de Gordio, se presentó nuevamente San Narciso, como si hubiese resucitado de entre los muertos. Los fieles, muy contentos de que su pastor hubiese regresado, le persuadieron de que tomase de nuevo las riendas de la diócesis, y así lo hizo el santo; pero, sintiéndose ya muy anciano, nombró a San Alejandro por coadjutor suyo (cf. nuestro artículo sobre San Alejandro, 18 de marzo). En una carta que éste escribió poco después del año 212, dice que San Narciso tenía 116 años.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. XII, los bolandistas han reunido todos los datos posibles e imaginables acerca de San Narciso, tomándolos de Eusebio y otras fuentes.

 

 

San Teuderio, Abad (c. 575 d.C.).

(29 de octubre)

San Teuderio nació en Arcisia (Saint-Chef d’Arcisse) del Delfinado. Después de haber practicado la vida monástica en Lérins y de haber recibido la ordenación sacerdotal de manos de San Cesario de Arles, regresó a su ciudad natal; ahí se le unieron varios discípulos, para quienes construyó primero una serie de celdas y más tarde un monasterio cerca de Vienne. Desde antiguo existía ahí la costumbre de elegir a uno de los monjes más santos para que llevase voluntariamente vida de recluso. El elegido se retiraba a una celda, en la que pasaba -1 tiempo orando y ayunando para obtener la divina misericordia sobre el pueblo y sobre él. Tal práctica habría constituido una superstición y un abuso, si las gentes hubiesen abandonado la oración y penitencia so pretexto de que otro las practicaba en su favor. El pueblo eligió a San Teuderio para ese estado de penitencia. El santo aceptó gozosamente y pasó los últimos doce años de su vida en la iglesia de San Lorenzo, cumpliendo fervorosamente su obligación. Dios le concedió un extraordinario don de milagros que le hizo muy famoso. E1 santo murió alrededor del año 575.

 

B. Krusch, en MGH., Scriptores Merov., vol. III, pp. 526-530, hizo una nueva edición de la biografía publicada anteriormente por Mabillon y los bolandistas. El autor de dicha “grafía fue Ado (siglo IX) y su obra no merece gran crédito; sin embargo, es falso que Ado haya introducido en su martirologio el nombre de Teuderio. Cf. Quentin, Martyro-loges historiques, p. 477.

 

 

Santa Ermelinda o Hermelinda, Virgen (¿Siglo VI?).

(29 de octubre)

De acuerdo con el hagiógrafo Van der Essen, la “vida” de Santa Ermelinda forma parte de un conjunto de biografías novelescas y fabulosas que él llama “el ciclo de falsos carolingios.” La obrilla fue escrita en el siglo nueve, una época en que las historias locales y las bellas genealogías estaban a la orden del día. En el mencionado ciclo se encuentran los nombres de personajes tan legendarios como Gudula, Reinalda y su madre Amalberga, Farailda y Berlinda.

Ermelinda o Hermelinda, nombre germánico que significa “la serpiente de Armin”, estaba emparentada con la dinastía real de los Pepino. Desde niña, mostró una especial inclinación hacia la piedad y se aprendió de memoria el salterio. Cuando escuchaba la palabra de Dios, repetía las frases sin cesar, una y otra vez, “exactamente igual, dicen sus biógrafos, a la forma en que una vaca rumia su pastura.” Al llegar a la adolescencia, sus padres le anunciaron su intención de casarla y, en el mismo instante, Ermelinda se cortó los cabellos, se vistió con andrajos y declaró que se había consagrado a Cristo y a la vida de pobreza. De nada valieron los ruegos, las promesas y ofrecimientos de sus padres, porque a fin de cuentas la decidida joven se salió con la suya y partió de su casa sola, como una mendiga, en una peregrinación sin rumbo. Se detuvo en un lugar donde actualmente se encuentra la ciudad de Beauvechain, en la arquidiócesis de Malinas, donde construyó una celda para vivir. A diario, en invierno o en verano, descalza y cubierta con sus harapos, iba a la iglesia de la vecina población de Jodoigne para orar durante largas horas. No pasó mucho tiempo sin que dos señores del lugar, jóvenes y desordenados, advirtiesen la belleza de Ermelinda y concibiesen por ella una ardiente pasión. Uno de aquellos hombres sobornó al sacristán de la iglesia a fin de que le ayudara a raptar a Ermelinda una noche en que fuera a orar. Pero aquella noche en que los raptores estaban al acecho y la doncella se disponía a salir de su celda, un ángel se interpuso en su camino y le dijo simplemente: “Retírate.” Ermelinda obedeció sin chistar y, aquella misma noche, abandonó su celda y comenzó a vagar sin rumbo otra vez. El ángel se le apareció de nuevo y le indicó un agradable sitio, no lejos de Meldert, y le reveló que aquél era el lugar que Dios le tenía destinado para que le sirviese. En efecto, ahí construyó Ermelinda otra celda donde vivió hasta el fin de sus días en la más rigurosa austeridad, entregada siempre a la oración y la meditación. Murió a la edad de ochenta años antes de que terminara el siglo sexto y fue sepultada en Meldert, donde se le construyó una capilla que tuvo mucho culto.

Los hagiógrafos afirman que, posteriormente, el rey Pepino construyó en Chaumont, cerca de Meldert, una iglesia y un monasterio en honor de su santa pariente Ermelinda; pero al parecer, durante la incursión de los normandos, todo aquello fue arrasado, puesto que no quedan vestigios. Las reliquias de la santa, que habían sido depositadas en el monasterio mencionado, desaparecieron durante aquellas incursiones, pero en 1236, los monjes de la abadía de Everbode las recuperaron y las conservaron en una urna para ofrecerlas a la veneración de los fieles.

 

Los datos vagos sobre la vida de Santa Ermelinda, se encuentran en Bibliath. hag. dai., nn 2605-2607; en Acta Sanctorum, octubre, vol. XII, pp. 842-872; Analecta Bollandiana, vol LXIX, p. 356; el Elude crit. et lit. sur les Vitae des saints mérov, de Vane. Belgique, 1907, PP- 296-306 y 307-309, de L. Van der Essen. Asimismo conviene consultar a M. Zimmerrnann, en Kalend, Bénéd., vol. III Biobibliogr., vol. I, col. 1351.

 

 

San Serapion, Obispo de Antioquía (c. 212 p.C.).

(30 de octubre)

El dcumento conocido con el nombre de “Doctrina de Addai”, que data de fines del siglo IV, refiere que San Serapión fue consagrado por Ceferino, obispo de Roma; sin embargo, parece que San Serapión ocupó la sede de Antioquía varios años antes de que comenzase el pontificado de San Ceferino. El Martirologio Romano dice que era famoso por su ciencia. En todo caso, la historia le recuerda por sus escritos teológicos. Eusebio cita el resumen de una carta íntima que San Serapión escribió a Cárico y Poncio, en la que condena el montañismo, que había alcanzado cierta popularidad gracias a las pseudoprofecías de dos mujeres histéricas. El santo escribió también una exhortación a un tal Domnino, quien había apostatado durante la persecución y practicaba el “voluntarismo” judío.

Durante el episcopado de Serapión hubo una controversia en Rhossos de Cilicia acerca de la lectura pública del llamado “Evangelio de Pedro”, que era un escrito apócrifo de origen gnóstico. Al principio, Serapión, que no había leído el libro y tenía confianza en la ortodoxia de su grey, permitió que se leyese en público. Más tarde, pidió una copia de la obra a la secta que lo propagaba, “a los que solemos llamar Docetas” (es decir, ilusionistas, porque sostenían que la humanidad de Cristo era aparente y no real). Tras de leer el libro, el santo escribió a la Iglesia de Rhossos para prohibir que se siguiese leyendo, porque había descubierto en él “ciertas adiciones a la verdadera doctrina del Salvador . En esa carta San Serapión anunciaba a los cristianos de Rhossos que pronto iría a exponerles la verdadera fe.

En el oriente no se venera a San Serapión. En cambio, su nombre figura en el Martirologio Romano. Los carmelitas le tributan culto especial, pues, por extraño que parezca, pretenden que el santo perteneció a su orden.

 

En Acta Sanctorum, oct., vol. XIII se hallan reunidos prácticamente todos los datos que poseemos sobre San Serapión. Cierto que los bolandistas no citan la Doctrina de Addaí; pero, como lo dijimos en nuestro artículo sobre San Addai (5 de agosto), dicha obra no merece crédito alguno. Es interesante notar que el Breviarium sirio más antiguo menciona el 14 de mayo a Serapión, obispo de Antioquía.

 

 

San Marcelo El Centurión, mártir (298 d.C.)

(30 de octubre)

Los detalles del martirio de San Marcelo, que fue uno de los mártires aislados que padecieron antes de la gran persecución de Diocleciano, se conservan en un documento fidedigno. El P. Delehaye observa que el caso del centurión Marcelo es análogo al del soldado Maximiliano (12 de marzo). “Aunque no se obligó a ninguno de los dos a ofrecer sacrificios ni a ejecutar ningún acto de idolatría, ambos juzgaron, contra el parecer de muchos, que la carrera militar era incompatible con la práctica de la religión cristiana. Sus contemporáneos, míe no paraban mientes en la causa determinante de la sentencia, se fijaron únicamente en el motivo religioso de la conducta de estos héroes y los juzgaron dignos del glorioso nombre de mártires.” Presentamos a continuación el texto de las actas, que es muy corto.

En la ciudad de Tingis (Tánger), en la época del gobernador Fortunato, cuando todo el mundo celebraba el cumpleaños del emperador, uno de los centuriones, llamado Marcelo, que consideraba los banquetes como una práctica pagana, se despojó del cinturón militar ante los estandartes de su legión y dio testimonio en voz alta, diciendo: “Yo sirvo al Rey Eterno, Jesucristo, y no seguiré al servicio de vuestros emperadores. Desprecio a vuestros dioses de madera y de piedra, que no son más que ídolos sordos y mudos.”

Al oír eso, los soldados quedaron desconcertados. En seguida tomaron preso a Marcelo y refirieron lo sucedido al gobernador Fortunato, quien ordenó conducir al mártir a la prisión. Cuando terminaron las fiestas, el gobernador reunió a su consejo y convocó al centurión. Cuando éste llegó, el gobernador Astasio Fortunato le dijo: “¿Por qué te quitaste el cinturón militar en público, en desacato a la ley militar, y porqué arrojaste tus insignias?”

 

Marcelo: “El 21 de julio, día de la fiesta del emperador, ante los estandartes de nuestra legión, proclamé en público y abiertamente que yo era cristiano y que no podía servir al ejército, sino sólo a Jesucristo, el Hijo de Dios Padre Todopoderoso.

Fortunato: “No puedo pasar por alto ese modo de proceder tan precipitado, de suerte que daré cuenta a los emperadores y al cesar. Voy a enviarte a mi señor Aurelio Agricolano, diputado de los prefectos pretorianos.

El 30 de octubre, el centurión Marcelo compareció ante el juez, a quien se comunicó lo siguiente: “El gobernador Fortunato ha remitido a tu autoridad al centurión Marcelo. He aquí una carta suya, que te leeré si lo deseas.” Agricolano dijo: “Lee.” Entonces se leyó el informe oficial: “De parte de Fortunato a ti, mi señor”, etc. Entonces Agricolano preguntó a Marcelo: “¿Hiciste lo que dice el informe oficial?”

Marcelo: “Sí.”

Agricolano: “¿Servías regularmente en el ejército?”

Marcelo: “Sí.”

Agricolano: “¿Qué te impulsó a cometer la locura de arrojar las insignias Y a hablar en esa forma?”

Marcelo: “No es una locura temer a Dios.”

Agricolano: “¿Dijiste realmente todo lo que cuenta el informe oficial?”

Marcelo: “Sí.”

Agricolano: “¿Arrojaste las armas?”“

Marcelo: “Sí, porque a un cristiano que sirve a Cristo, no le es lícito militar en los ejércitos de este mundo.”

Agricolano: “La acción de Marcelo merece un castigo.” En seguida pronunció la sentencia: “Marcelo, que tenía el rango de centurión, ha admitido e el mismo se degradó al arrojar públicamente las insignias de su dignidad. r otra parte, el informe oficial hace constar que pronunció palabras insensatas. En vista de lo cual, disponemos que perezca por la espada.”

 

Cuando le conducían al sitio de la ejecución, Marcelo dijo: “Que mi Dios sea bueno contigo, Agricolano.” En esa forma tan digna, partió de este mundo el glorioso mártir Marcelo.

 

Todos los historiadores admiten que las Actas de Marcelo se cuentan entre los documentos más fidedignos de ese tipo; cf., por ejemplo, Harnack, Chronologie, vol. II, pp. 473-474. Analecta Bollandiana, vol. XII (1923), pp. 257-287, editó y comentó los dos textos de las actas; Kruger tomó eso en cuenta en la tercera edición de “Ausgewahlte Martyre-rakten” de Knopf (1929). Véase también P. Franchi de Cavalieri, en Nuovo Buüettino di Arch. Crist. (1906), pp. 237-267; y B. de Gaiffier, Analecta Bollandiana, vol. lxi (1943), pp. 116-139. Cf. San Casiano (3 de diciembre).

 

 

San Asterio (c. 410 d.C.)

(30 de octubre)

Todo lo que sabemos sobre este santo, aparte de que fue obispo, es que recibió su educación, como él mismo lo cuenta, de un escita o un godo muy inteligente que había estudiado en Antioquía. San Asterio, que ya antes de recibir las órdenes sagradas se dedicaba a la oratoria, fue un predicador notable; se conservan veintiuna homilías suyas. En su panegírico de San Focas defendió el culto de los santos, la veneración de sus reliquias, las peregrinaciones a sus santuarios y los milagros obrados por ellos. En el siguiente sermón, que trata de los santos mártires, dice San Asterio: “Conservamos sus cuerpos en preciosos sepulcros porque son vasos de bendición, órganos de sus benditas almas y tabernáculos de sus santos espíritus. Nos ponemos bajo su protección, porque los mártires defienden a la Iglesia como los soldados guardan un fuerte. Los cristianos acuden de todas partes y celebran grandes fiestas para honrar sus sepulcros. Los mártires presentan a Dios nuestras oraciones...” San Asterio describe magníficamente las solemnes ceremonias con que las multitudes celebraban la fiesta de los mártires. Como algunos criticasen la veneración de los mártires y de sus reliquias, el santo respondió: “No veneramos a los mártires en cuanto hombres, sino en cuanto fieles servidores de Dios. Depositamos sus reliquias en hermosos sepulcros y les construimos ricos santuarios para sentirnos movidos a emular los honores que les tributamos.”

El Martirologio Romano no hace mención de este San Asterio, en cambio nombra, el 21 de octubre, a otro santo del mismo nombre y afirma que fue él quien sacó el cuerpo de San Calixto del pozo en el que había sido arrojado. Este segundo Asterio fue ahogado en el Tíber.

 

No existe ninguna biografía propiamente dicha del santo. En Acta Sanctorum, oct., vol. XIII sermones han sido objeto de estudios especiales; véase por ejemplo, A. Bretz Sutdien und Texte zu Asterius von Amasea, y M. Richard, en Revue Biblique, 1935, pp. 538-548.

 

 

San Quintín, Mártir (Fecha desconocida)

(31 de octubre)

San Quintín era romano. Según la leyenda, partió a la Galia en compara de San Luciano de Beauvais. Ambos predicaron juntos en ese país, y no se separaron sino hasta llegar a Amiens. San Quintín se quedó ahí, para acer el intento de ganar a Cristo esa región con el trabajo y la oración. Su premio fue la corona del martirio. El prefecto Ricciovaro, habiendo tenido noticias de los progresos del cristianismo en Amiens, mandó aprehender a San Quintín. Al día siguiente, el santo misionero compareció ante el prefecto, que trató en vano de doblegarle con promesas y amenazas. Como no lo lograse, le mandó azotar y le encerró en una mazmorra, a donde los cristianos no podían ir a visitarle. El relato del martirio de San Quintín está formado por una serie de torturas y milagros inventados. Se cuenta que se le atormentó en el potro hasta descoyuntarle todos los huesos; después se le desgarró con garfios, se le convirtió aceite hirviente en la espalda y se le aplicaron a los costados antorchas encendidas. Con la ayuda de un ángel, Quintín escapó de la prisión, pero los guardias le arrestaron nuevamente cuando predicaba en la plaza pública. Al partir de Amiens, Ricciovaro mandó que Quintín fuese conducido a Augusta Veroman-duorum (actualmente Saint Quentin) y ahí trató de doblegarle otra vez. Finalmente, avergonzado al verse vencido por el santo, Ricciovaro mandó torturarle de nuevo y degollarle. En el momento de la ejecución, una paloma salió del cuello cercenado y se perdió en el cielo. El cadáver fue arrojado al río Somme, pero los cristianos lo recuperaron y lo sepultaron cerca de la ciudad.

 

Dado que San Gregorio de Tours habla ya de una iglesia dedicada a San Quintín, no hay razón para dudar que haya sido un mártir auténtico. Pero su biografía ha sido embellecida con toda clase de agregados legendarios y existen versiones muy diferentes: véase una lista de ellas en BHL., nn. 6999-7021. En el largo artículo consagrado a San Quintín, en Acta Sanctorum, oct., vol. XIII, se citan varios textos de la leyenda y algunos relatos de la translación de las reliquias. De entonces acá, se han descubierto otras versiones, entre las que se cuenta cierto número de poemas carolingios (Analecta Bollandiana, vol. XX, 1901, pp. 1-44). Es interesante notar que Beda conoció la leyenda de San Quintín; véase Martyrologes historiques de Dom Quentin, quien opina que el pasaje de Beda es auténtico.

 

 

San Foilan, Abad (c. 655 d.C.)

(31 de octubre)

San Foilán era hermano de San Fursey. Ambos hermanos y un tercero, San Ultán, llegaron juntos a Inglaterra después del año 630 y fundaron un monasterio en Burgh Castle, de Yarmouth. Después de evangelizar a los anglos del este durante algún tiempo, San Fursey pasó a la Galia, donde murió hacia el ano 648. El este de Anglia fue invadido por Penda y los mercios, quienes saquearon el monasterio de Brugh Castle. Entonces, Foilán y Ultán decidieron seguir el ejemplo de su hermano. Así pues, partieron a Neustria, como lo había hecho Fursey y fueron muy bien acogidos por Clodoveo II. De Péronne, San Foilán pasó a Nivelles, donde la Beata Itta, viuda del Beato Pepino de Landen, había fundado un monasterio del que su hija Gertrudis era abadesa. Itta regaló a Foilán unas tierras para que fundase un monasterio. San Foilán permaneció e estrecho contacto con la abadía de Nivelles, donde ejerció gran influencia. Además, se dedicó a predicar en Brabante y dejó ahí profunda huella. San Foilan es uno de los más famosos entre los misioneros irlandeses de segunda importancia que vivieron en los monasterios del continente.

Hacia el año 655, la víspera del día de la fiesta de San Quintín, San Foilán cantó la misa en Nivelles y, en seguida, partió de viaje con tres compañeros Al pasar por el bosque de Seneffe, unos bandoleros cayeron sobre ellos, les robaron y los asesinaron. Los cadáveres no fueron descubiertos sino hasta el 16 de enero del año siguiente. Santa Gertrudis mandó que fuesen sepultados en la abadía que San Foilán había fundado. En algunas regiones de Bélgica se venera a San Foilán como mártir, porque murió en el desempeño de una misión eclesiástica. Algunos autores afirman que fue obispo, pero tal afirmación carece de pruebas.

 

En Acta Sanctorum se hallarán algunos textos relacionados con el santo. El documento más importante es el apéndice de ciertos manuscritos de la primera biografía de San Foilán. B. Krusch, que lo publicó en MGH., Scriptores Merov., vol. IV, pp. 449-451, opina que su autor fue testigo presencial de los hechos y que era probablemente un monje irlandés que estaba al servicio de las religiosas de Nivelles. Dicho documento describe la muerte y el entierro del santo. Véase también Kenney, Sources for the Early History of Ireland, vol. I, pp. 503-504; Crépin, Le Monastere des Scots des Fossés, en La Ierre wallonne, vols. VIII (1923), pp. 357-385, y IXX (1923),. pp. 16-26; y L. Gougaud, Christianity in Celtic Lands, pp. 147-148.

 

 

San Wolfgango, Obispo de Regensbukgo (994 d.C.)

(31 de octubre)

San Wolfgango, que pertenecía a una familia suaba, nació hacia el año 930. Sus padres le enviaron muy joven a la abadía de Reichenau, en una isla del Lago de Constanza, que era entonces un floreciente centro del saber. Ahí se hizo amigo de un joven de la nobleza, llamado Enrique, hermano de Poppón, el obispo de Wurzburgo. Este útlimo había fundado una escuela en su ciudad episcopal, y Enrique convenció a Wolfgango de que se trasladase con él a dicha escuela. La inteligencia de que dio muestras el joven suabo, despertó entre sus compañeros la admiración y la envidia. El año 956, Enrique fue elegido arzobispo de Tréveris. Se llevó a Wolfgango a su arquidiócesis y le nombró profesor en la escuela de su catedral. En Tréveris Wolfgango cayó bajo la influencia de un monje muy dinámico, llamado Ramuoldo, y secundó con gran entusiasmo los esfuerzos de Enrique por promover la religión en la arquidiócesis. Enrique murió el año 964. Wolfgango se hizo entonces benedictino en un monasterio de Einsiedeln, cuyo abad era un inglés llamado Gregorio. El abad cayó pronto en la cuenta de que las cualidades de Wolfgango eran todavía mayores que su fama y le nombró director de la escuela del monasterio. San Ulrico, obispo de Augs-burgo, le confirió la ordenación sacerdotal. Ello despertó el celo misionero de Wolfgango, quien partió a evangelizar a los magiares de Panonia. La empresa no tuvo el éxito que merecía. Por entonces, el emperador Otón II se enteró de que el santo era una persona idónea para ocupar la sede de Regensburgo (Raisbona), que estaba vacante. Inmediatamente le mandó llamar a Frankfurt y le confirió el beneficio temporal, por más que Wolfgango le rogó que le dejase volver a su monasterio. La consagración episcopal tuvo lugar en Regensburgo, en la Navidad del año 972.

San Wolfgango no abandonó jamás el hábito monacal y en la práctica de su ministerio episcopal mantuvo las austeridades de la vida conventual. Lo primero que hizo, una vez que se estableció en su diócesis, fue emprender la reforma de1 clero y de los monasterios, especialmente de dos conventos de monjas poco cantes. Una de las principales rentas de la sede procedía de la abadía de San  Emmermam de Regensburgo. Hasta entonces había dependido del obispo, “s resultados habían sido tan malos como en otros casos análogos. Wolfgango tevolvió la autonomía y confió su gobierno a Ramuoldo, a quien mandó llamar del Tréveris. El santo era incansable en la predicación, y su intenso espíritu de oración confería una eficacia especial a su palabra. Cumplió con gran fidelidad y vigilancia todas sus obligaciones episcopales durante los veintidós años que ocupó la sede. Se refieren varios milagros obrados por él y su generosidad con los pobres llegó a ser proverbial. En una ocasión en que escaseaba el vino ciertos sacerdotes ignorantes empezaron a emplear agua en vez de vino en la misa; naturalmente, eso horrorizó al santo obispo, quien distribuyó el vino de su propia bodega por toda la diócesis.

Durante algún tiempo, San Wolfgango abandonó el gobierno de su diócesis y se retiró a la soledad; pero unos cazadores descubrieron su retiro y le obligaron a volver a Regensburgo. Como quiera que fuese, la vocación monacal del santo no le impidió cumplir con sus obligaciones seculares, ya que asistió a varias dietas imperiales y acompañó al emperador en una campaña a Francia. San Wolfgango cedió una parte de Bohemia, que pertenecía a su diócesis, para que se fundase una nueva, cuya sede se estableció en Praga. El duque Enrique de Baviera tenía gran veneración por el santo y le confió la educación de su hijo Enrique, quien fue más tarde emperador y santo canonizado. En el curso de un viaje por el Danubio, rumbo a Austria, San Wolfgango cayó enfermo y falleció en la pequeña población de Puppingen, no lejos de Linz. Fue canonizado en 1052. Su fiesta se celebra en muchas diócesis de Europa Central y en las casas de los canónigos regulares de Letrán, ya que San Wolfgango restableció entre su clero la vida canonical.

 

Poseemos muchos datos acerca de este santo. El libro del monje Amoldo sobre la abadía de San Emmerman, así como la biografía de Wolfgango, escrita por Othlo, son fuentes muy valiosas; fueron editadas cuidadosamente, junto con otros documentos, en Acta Sanctorum, nov., vol. II, pte. I. Véase también la biografía popular, que no carece de sentido crítico, publicada por Otlo Hafner con el título de Der hl. Woljgang, ein Stern des X. Jahrhunderts (1930); también el estudio arqueológico de J. A. Endres, Beitrdge zur Kunst und Kultiirgeschichte des miltelalterlichen Regensburgs; y I. Zibermayr, Die St Woljgangslegende in ihrem Entstehen und Einflusse auf die ósterreichische Kunst (1924).

 

 

Noviembre.

 

La Fiesta De Todos Los Santos

(1 de noviembre)

En las iglesias en las que se canta en público el oficio divino, el martirologio se lee todos los días después del rezo de prima. La lectura termina siempre con las siguientes palabras: “Y en otras partes, otros muchos santos mártires, confesores y santas vírgenes.” En la fecha de hoy, la Iglesia celebra a todos aquellos que han sido beatificados o canonizados oficialmente y a aquellos cuyos nombres figuran en los diversos martirologios y listas de santos locales. Así pues, las palabras “otros muchos” no se refieren exclusivamente a los mártires, confesores y vírgenes en el sentido estricto, sino también a todos aquellos, conocidos por los hombres o sólo por Dios que, en sus circunstancias y estado de vida propios, lucharon por conquistar la perfección y gozan actualmente en el cielo de la vista de Dios. Así pues, la Iglesia venera en este día a todos los santos que reinan juntos en la gloria. El objeto de esta fiesta es agradecer a Dios por la gracia y la gloria que ha concedido a sus elegidos; movernos a imitar las virtudes de los santos y a seguir su ejemplo; implorar la divina misericordia por la intercesión de tan poderosos abogados; reparar las deficiencias en que se pueda haber incurrido al no celebrar dignamente a cada uno de los siervos de Dios en su fiesta propia, y glorificar a Dios en aquellos santos que sólo El conoce y a los que no se puede celebrar en particular. Por consiguiente, el fervor con que celebramos esta fiesta debería ser un acto de reparación por la tibieza con que dejamos pasar tantas otras fiestas durante el año, ya que en la conmemoración de hoy, imagen del banquete celestial que Dios celebra eternamente con todos los santos, a cuyos actos de alabanza y agradecimiento nos unimos, están comprendidas todas las otras fiestas del año. En ésta, como en las demás conmemoraciones de los santos, Dios constituye el objeto supremo de adoración y a El va dirigida finalmente la veneración que tributamos a sus siervos, pues El es el dador de todas las gracias. Nuestras oraciones a los santos no tienen otro objeto que el de alcanzar que intercedan por nosotros ante Dios. Por tanto, cuando honramos a los santos, en ellos y por ellos honramos a Dios y a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, redentor y salvador de la humanidad, rey de todos los santos y fuente de su santidad y de su gloria.

Estos gloriosos ciudadanos de la celestial Jerusalén han sido elegidos por Dios entre los miembros de todos los pueblos y naciones, sin distinción alguna. Hay santos de todas las edades, de todas las razas, y condiciones sociales, para mostrarnos que todos los hombres son capaces de ir al cielo. Unos santos nacieron en el lujo de los palacios y otros en humildes cabañas; unos fueron militares, otros comerciantes, otros magistrados; hay clérigos, monjes, religiosas, personas casadas, viudas, esclavos y hombres libres. No existe estado alguno de  vida en el que nadie se haya santificado. Y todos los santos se santificaron, precisamente, en las ocupaciones de su estado y en las circunstancias ordinarias de vida: lo mismo en la prosperidad que en la adversidad, en la salud que en enfermedad, en los honores que en los vilipendios, en la riqueza que en la pobreza. De cada una de las circunstancias de su vida supieron hacer un medio de santificación. Así pues, Dios no exige que el hombre abandone necesariamente el mundo, sino que santifique su estado propio por el despego del corazón v la rectitud de la intención. Como se ve, todos los estados de vida han sido engrandecidos por algún santo.

Con frecuencia se arguye que el ideal de santidad que la Iglesia presenta es incompatible con la existencia en el mundo, precisamente aquélla en la que se hallan la mayoría de los hombres. Para reforzar esta objeción, se suele repetir que el número de clérigos y religiosos que han alcanzado la santidad es mayor, no sólo relativamente, sino aun absolutamente, que el de los laicos. Pero tal afirmación no está probada ni se puede probar. Si se habla únicamente de aquellos que han sido beatificados o canonizados, es cierto que hay entre ellos muchos más religiosos que laicos, más obispos que sacerdotes y más hombres que mujeres. Pero la canonización y la beatificación no constituyen más que una “ratificación”, por decirlo así, con que la Iglesia honra a ciertos individuos, al escogerlos entre los muchos que contribuyen a su santidad total. Y en tal elección intervienen, necesariamente, muchos factores puramente humanos. Las órdenes religiosas poseen medios y motivos suficientes para llevar adelante la “causa” de ciertas personas que, en otras circunstancias, sólo habría sido conocida de sus íntimos. La dignidad episcopal trae consigo una notoriedad y una carga particulares y proporciona, al mismo tiempo, los medios y la influencia necesarios para la introducción de la causa. Entre las causas de beatificación o canonización que en los últimos tiempos han despertado más interés en el mundo entero y no sólo en un país, orden o diócesis particular, la gama es mucho más variada que en el pasado: Pío X era Papa, pero el Cura de Ars era simplemente párroco; Teresita del Niño Jesús era una humilde religiosa; Federico Ozanam, Contardo Ferrini, Luis Necchi, Matías Talbot, eran laicos; la Beata Ana María Taigi estaba casada con un pobre criado, y su beatificación se debió, después de Dios, al interés que pusieron en ella los trinitarios, de cuya orden fue terciaria. Al leer las biografías completas de muchas de las fundadoras de congregaciones religiosas que han sido beatificadas o canonizadas recientemente, se advierte la importancia que se atribuye en la actualidad a la práctica de las obras de misericordia espirituales y corporales, con frecuencia, se deja casi en la oscuridad o se trata en forma general y superficial, la cuestión de la “vida interior” (en esto, la Beata María Teresa Soubiran constituye una excepción muy notable). Esos santos y beatos alcanzaron la perfección en medio de una vida muy agitada, consagrada directamente al bien del prójimo, de suerte que puede decirse que vivieron tan “en el mundo” como cualquier laico. Esto, que por lo demás no es cosa nueva, puede alentar a quienes se inclinan a creer que, fuera de la vida religiosa, o por lo menos fuera de una v*da consagrada especialmente al servicio de Dios, es muy difícil “ser realmente santo.” No hay más que un Evangelio, un sólo Sacrificio, un sólo Redentor, un cielo y un camino para el cielo. Jesucristo vino a mostrárnoslo, sus enseñanzas no cambian y se aplican a todos los hombres. Es absolutamente falso que los cristianos que viven en el mundo no estén obligados a buscar la prefección, o que el camino por el que han de alcanzar la salvación sea distinto del de los santos.

Los santos no sólo tienen importancia desde el punto de vista ético, en cuanto modelos de virtud. Poseen también una significación religiosa muy profunda, no sólo en cuanto miembros vivos y operantes del Cuerpo Místico de Cristo, que a través de El están en contacto vital con la Iglesia militante y purgante, sino también en cuanto frutos de la Redención que han alcanzado el fin de la visión beatífica: “Han atravesado la honda tribulación y han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero. Por eso se hallan ante el trono de Dios...” J. J. Olier, fundador de Saint-Sulpice, escribía: “La fiesta de todos los santos, a lo que creo, es más importante, en cierto sentido, que la de la Pascua o la de Ascensión. En este misterio se perfecciona Cristo, ya que, en cuanto Cabeza nuestra, sólo alcanza su plenitud unido a todos sus miembros, que son los santos. Es una fiesta gloriosa, porque pone de manifiesto la vida oculta de Jesucristo. La grandeza y perfección de los santos es enteramente la obra del Espíritu divino que habita en ellos.”

Existen numerosos vestigios indicadores de que, desde tiempo atrás se celebraba una fiesta colectiva de todos los mártires. (“Mártir”, en aquella época era sinónimo de “santo”). Aunque ciertos pasajes de Tertuliano y de San Gregorio de Nissa que suelen citarse a este propósito, son demasiado vagos, en la obra de San Efrén (c. 373), titulada Carmina Nisibena, nos hallamos ya en terreno más firme, puesto que el santo menciona una fiesta que se celebraba en honor de “los mártires de todo el mundo.” Según parece, la solemnidad tenía lugar el 13 de mayo; esto nos inclina a pensar que en la elección de la fecha de la dedicación del Panteón Romano, que es también el 13 de mayo, según lo explicaremos después, intervino cierta influencia oriental. Por otra parte, sabemos que desde el año 411 y aun antes, se celebraba en toda Siria una fiesta de “todos los mártires”, el viernes de la semana de Pascua, como lo dice expresamente el Breviarium sirio. Los católicos del rito caldeo y los nestorianos celebran dicha fiesta en la misma fecha. Las diócesis bizantinas celebraban y aun celebran la fiesta de todos los santos, el domingo siguiente al de Pentecostés, o sea el día en que nosotros celebramos a la Santísima Trinidad. En un sermón que pronunció en Constantinopla San Juan Crisóstomo, para hacer el “panegírico de todos los mártires que han padecido en el mundo”, indicaba que apenas una semana antes se había celebrado la fiesta de Pentecostés.

Hasta la fecha, permanece muy oscura la cuestión de los orígenes de la fiesta de Todos los Santos en el occidente. Tanto en el Félire de Oengus como en el Martirologio de Tallaght, se conmemora el 17 de abril a todos los mártires y, el 20 del mismo mes, a “todos los santos de Europa.” Según la frase del Martirologio de Tallaght, se celebra en este día la communis sollemnitas omnium sanctorum et virginum Híberniae et Britanniae et totius Europae. Por lo que toca a Inglaterra, hacemos notar que el texto primitivo del Martirologio de Beda no mencionaba a todos los santos, pero en ciertas copias que datan del fin del siglo VIII o del comienzo del IX, se lee el 19 de noviembre: Natole sancti Caesarii et festivitas omnium sanctorum. Dom Quentin emitió las hipótesis de que, al dedicar el Panteón Romano a la Santísima Virgen y a todos los mártires (13 de mayo, c. 609; el Martirologio Romano lo conmemora todavía), San Bonifacio IV tenía la intención de establecer una especie de fiesta de todos los santos, por lo menos así lo creyeron, tal vez, Ado y algunos otros, según se deduce de una frase de Beda, quien habla de la dedicación del Panteón en su “Historia de la Iglesia” y en el De temporum ratione. Beda dice que el papa decidió que “convenía que en el futuro se honrase la memoria de todos los santos en el sitio que hasta entonces había estado consagrado a la adoración, no de Dios sino de los demonios.” Ahora bien, tal afirmación no se encuentra en el Líber Pontificalis, que Beda tenía ante los ojos. Como quiera que sea, está fuera de duda que, en el año 800, Alcuino tenía ya la costumbre de celebrar el 19 de noviembre “la solemnidad santísima” de todos los santos, a la que precedía un triduo de ayuno. Alcuino estaba al tanto de que su amigo Arno, obispo de Salzburgo, celebraba también dicha fiesta, puesto que Amo había presidido poco tiempo antes un sínodo en Baviera, donde se había incluido esta fiesta en la lista de las celebraciones. También tenemos noticia de cierto Casiulfo, el cual, alrededor del año 775, pidió a Carlomagno que instituyese una fiesta precedida por un día de vigilia y ayuno, “en honor de la Trinidad, de la Unidad, de los ángeles y de todos los santos.” El calendario de Bodley (MS. Digby 63, siglo IX, Inglaterra del norte) designa como una de las fiestas principales a la de Todos los Santos, fijada para el I9 de noviembre. Según parece, la influencia de las Galias fue la que movió a Roma a adoptar finalmente esta fecha.

 

Acerca de los orígenes de la fiesta, véase Tertuliano, De corona, c. 3; Gregorio de Nissa, en Migne, PG.r vol. XLVI, c. 953; Ephrem Syrus, Carmina Nisibena, ed. Bicknell, pp. 23, 84; Crisóstomo, en Migne, PG., vol. I, c. 705, D. Quentin, Martyrologes histo-riques, pp. 637-641; y Revue Bénédictine, 1910, p. 58, y 1913, p. 44. Acerca del problema general, véase Cabrol, en DAC., vol. V, ce. 1418-1419; y sobre todo Acta Sanctorum, Propyleum decembris, pp. 488-489, donde se demuestra que constituye un error el haber atribuido a Oengus una alusión al lo. de noviembre como fiesta de todos los santos. Cf. también Duchesne Líber pontificalis, vol. I, pp. 417, 422-432; acerca de la tradición oriental, véase Nilles, Calendarium utriusque ecclesiae, particularmente vol. I, p. 314, y vol. II, pp. 334 y 424. Báchtold-Stáubli, Handwb”rterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. I, pp. 263 ss., discute los asepctos folklóricos de la fiesta. Cierto número de órdenes religiosas tienen privilegio para celebrar la fiesta de todos sus santos. Muchas diócesis, sobre todo en Francia, solían celebrar antiguamente la fiesta de todos los santos locales; actualmente, esas celebraciones particulares han desaparecido, aunque en Irlanda la fiesta de todos los santos de la isla se celebra todavía el 6 de noviembre.

 

 

Santos Cesario y Julián, Mártires (Fecha desconocida).

(1 de noviembre)

Las “Actas” de estos mártires no son auténticas. Suprimiendo algunos milagros estereotipados, Alban Butler las resume así:

Existía en Terracina, Italia, la bárbara costumbre de que, en ciertas ocasiones solemnes, un joven se ofreciese voluntariamente en sacrificio a Apolo, que era el dios tutelar de la ciudad. Tras un período en el que el pueblo satisfacía odos los caprichos del joven elegido, éste se ofrecía como víctima y se arrojaba u mar desde un acantilado. Cesario, que era un diácono africano, presenció cierta ocasión la escena, y no pudiendo contener su indignación, habló abiertamente contra tan abominable superstición. El sacerdote del templo le mandó estar y le acusó ante el gobernador. Al cabo de dos años de prisión, Cesario e condenado por el gobernador a ser arrojado al mar en un saco, junto con sacerdote cristiano llamado Julián. Aunque no sabemos qué fue lo que realmente sucedió, lo cierto es que los nombres de San Cesario y San Julián figuran en los martirologios primitivos. En Roma hubo desde el siglo VI una Iglesia consagrada a San Cesario, que es actualmente un título cardenalicio.

 

Véase Acta Sanctorum, nov., vol., I, donde hay cuatro diferentes versiones de las actas y la paráfrasis griega de una de ellas. La iglesia de San Cesario está en el Palatino. Se ha dicho que fue erigida en ese barrio imperial porque el nombre del santo recordaba el de los cesares. Véase Delehaye, Origines du cuite des martyrs, pp. 308-409; Lanzoni, Rivista di archeologia cristiana, vol. I, pp. 146-148; Duchesne, Nuovo bullettino di arch. crist., 1900, pp. 17 ss.; y J. P. Kirsch, Des Stadtrromische Fest-Kalender, p. 208.

 

 

San Benigno de Dijon, Mártir (¿Siglo III?).

(1 de noviembre)

Aunque el Martirologio Romano afirma que San Benigno fue discípulo de San Policarpo en Esmirna y que fue martirizado en Dijon, durante el reinado de Marco Aurelio, Alban Butler sólo se atreve a decir que fue un misionero romano que sufrió el martirio en Dijon, “probablemente en el reinado de Aureliano.” Pero aun esto es demasiado, ya que no sabemos dónde nació San Benigno, y la fecha que Butler fija es, probablemente, bastante posterior. No es imposible que San Benigno haya sido discípulo de San Ireneo de Lyon y que le hayan martirizado en Epagny. Aunque más tarde empezó a venerársele en Dijon, lo cierto es que, a principios del siglo VI, no se le conocía ahí.

San Gregorio de Tours dice que, en aquella época, los habitantes de Dijon veneraban una tumba, y que su bisabuelo San Gregorio, obispo de Langres, opinaba que en ella estaba enterrado un pagano; pero un ángel le reveló milagrosamente en sueños que era el sepulcro del mártir San Benigno. Así pues, Gregorio de Langres restauró el sepulcro y construyó una basílica sobre él. El obispo no sabía nada sobre la vida del mártir, pero ciertos peregrinos que venían de Italia le regalaron una copia de “La pasión de San Benigno.” Es muy poco probable que tal documento haya sido redactado en Roma, ya que, en realidad, el estilo de esa obra indica más bien que fue escrita por un contemporáneo de Gregorio de Langres en Dijon y es enteramente espuria.

“La pasión de San Benigno” refiere que San Policarpo de Esmirna tras la muerte de San Ireneo (quien en realidad murió cincuenta años después de San Policarpo), vio una aparición del santo. A raíz de ella, envió a dos sacerdotes, Benigno y Adoquio, así como al diácono Tirso, a predicar el Evangelio en las Galias. Tras una naufragio en Córcega, donde se unió al grupo San Andéolo, los misioneros desembarcaron en Marsella y se dirigieron a la Costa de Oro. En Autun los hospedó un tal Fausto, y San Benigno bautizó a San Sin-foriano, el hijo de su huésped. Los misioneros se separaron ahí. San Benigno convirtió en Langres a Santa Leonila y a sus tres nietos gemelos (cf. San Espeusipo, 17 de enero). Después se trasladó a Dijon, donde predicó con gran éxito y obró muchos milagros. Al estallar la persecución, el juez Terencio denunció a Benigno ante el emperador Aureliano, quien estaba entonces en la Galia. (Por consiguiente, el martirio de San Benigno tuvo lugar unos cien años después de la muerte de San Policarpo). El santo misionero fue aprehendido en Epagny, cerca de Dijon. Tras sufrir numerosos tormentos y pruebas, a las que opuso otros tantos milagros no menos extraordinarios, el verdugo le deshizo la cabeza con una barra de hierro y le perforó el corazón. El cadáver fue sepultado en una tumba que semejaba un monumento pagano para engañar a los perseguidores. Mons. Duchesne ha demostrado que esta leyenda constituye el primer eslabón de una cadena de novelas religiosas, escritas a principios del siglo VI, con el objeto de describir los orígenes de las diócesis de Autun, Be-sancon, Langres y Valence (los santos Andoquio y Tirso, Ferréolo y Ferrucio, Benigno, Félix, Aquileo y Fortunato). Tales obras no merecen el menor crédito, v aun la existencia histórica de los mártires es dudosa.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. I, hay seis versiones diferentes de La pasión de San Benigno. Además del comentario de los bolandistas, véase Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. I, PP- 51-62, y Leclercq, en DAC., vol. IV, ce. 835-849.

 

 

San Austremonio, Obispo de Clermont (¿Siglo IV?)

(1 de noviembre)

No sabemos con certeza sobre este santo sino que fue misionero en Auvernia, lo mismo que San Estremonio, y que se le venera como apóstol y primer obispo de Clermont. Los historiadores discuten hasta la época en que vivió. Según San Gregorio de Tours, fue uno de los siete obispos enviados de Roma a la Galia a mediados del siglo III. Su culto se popularizó gracias a una visión que tuvo un diácono junto al sepulcro del santo, en Issoire. La leyenda de San Austremonio se fue desarrollando a partir del siglo VI. Según esa leyenda, el santo fue uno de los setenta y dos discípulos del Señor. Fue asesinado por un rabino judío, a cuyo hijo había convertido. El rabino le cortó la cabeza y la arrojó en un pozo. Los cristianos la descubrieron gracias al rastro de sangre que había dejado desde el sitio del asesinato hasta el pozo. Por ello, se veneraba como mártir a San Austremonio. (En Clermont se le venera todavía). Su cuerpo fue sepultado en Issoire. En realidad, no hay ningún motivo para considerar a San Austremonio como mártir, y su nombre no figura en el Martirologio Romano.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. I, hay tres biografías legendarias; la tercera de ellas se ha atribuido sin razón a San Praejectus. Los bolandistas publicaron además otros textos relacionados con las traslaciones de las presuntas reliquias y los milagros obrados por ellas. Véase Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, pp. 119-122; Poncelet, en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1894), pp. 33-46; Leclercq, en DAC., vol. III, ce. 1906-1914; y L. Levillain, en Le Moyen-Age, 1904, pp. 281-337. Parece cierto que San Praejectus escribió o terminó una obra sobre su predecesor, Austremonio, pero la obra se perdió.

 

 

Santa María, Virgen y Mártir (¿Siglo IV?).

(1 de noviembre)

María era esclava de un oficial romano llamado Tértulo. Había sido bautizada desde pequeña y era la única cristiana de la casa en que servía. Hacía mucha oración y ayunaba con frecuencia, particularmente en las fiestas de los ídolos. Su devoción no agradaba a su ama; en cambio, su fidelidad y diligencia la complacían en extremo. Cuando estalló la persecución, Tértulo trató de persuadir a María a que abjurase de la fe, pero no logró vencer su constancia, temiendo perderla si llegaba a caer en manos del prefecto, Tértulo la azotó despiadadamente y la encerró en un cuarto oscuro. Pronto se divulgó la noticia, prefecto acusó a Tértulo de haber ocultado a una cristiana en su casa.

María fue entregada al punto a la autoridad. Viendo que la joven confesaba ilientemerrte a Cristo ante los jueces, el pueblo pidió que fuese quemada viva. Maria, después de pedir a Dios que le diese valor para seguir confesándole, dijo al juez: “El Dios a quien sirvo está conmigo. No temo tus tormentos, pues solo pueden quitarme la vida y estoy pronta a dar la mía por Jesucristo.” El juez ordenó a los verdugos que la torturasen, y éstos lo hicieron con tanta crueldad, que los presentes incapaces de soportar el espectáculo, profirieron voces para que se suspendiera la tortura y pidieron que se pusiese en libertad a la víctima. El juez la entregó a un soldado para que la ejecutase, pero éste, compadecido al verla indefensa, la ayudó a escapar. Aunque María murió naturalmente, el Martirologio Romano la considera como mártir, teniendo en cuenta lo que sufrió por Cristo.

 

El P. Van Hooff, bolandista, lo mismo que E. le Blant, se inclinaba a pensar que las actas de esta mártir tenían fundamento histórico. Pueden verse en Acta Sanctorum, nov., vol. I. Como quiera que sea, el texto, tal como ha llegado hasta nosotros, fue retocado en una época posterior para adaptarlo al gusto de entonces. Hay en él detalles extravagantes tomados de otras novelas biográficas; además, el autor sitúa el martirio en la época de Marco Aurelio, con muy poca probabilidad. En el Hieronymianum se habla de “María, la esclava”, aunque no es seguro que tal alusión se refiera a esta mártir. Dom Quentin (Les Martyrologes historiques, p. 180) explica que el nombre de María la esclava pasó de los martirologios de Ado y Usuardo al Martirologio Romano.

 

 

San Maturino (¿Siglo IV?)

(1 de noviembre)

La biografía de San Maturino, que es totalmente legendaria, cuenta que nació en Larchant, en el territorio de Sens, y que sus padres eran paganos. A diferencia de su padre, quien perseguía a la Iglesia, Maturino abrió su corazón al Evangelio y, a los doce años, fue juzgado digno de recibir el bautismo. Sus primeros convertidos fueron sus propios padres. A los veinte años, recibió Maturino la ordenación sacerdotal, y Dios le concedió una gracia especial para arrojar a los malos espíritus. Su obispo tenía tal confianza en él, que le confió el gobierno de la diócesis mientras él iba a Roma. El santo predicó en el Gátinais, donde convirtió a muchas gentes. Cuando su fama de exorcista llegó a Roma, se le convocó a dicha ciudad para que librase a una doncella noble, a quien el demonio atormentaba mucho. Según la leyenda, San Maturino murió en la Ciudad Eterna. Su cuerpo fue trasladado a Sens y, más tarde, a su pueblo natal. Los hugonotes destruyeron las reliquias. A lo que parece, el culto de San Maturino nunca estuvo muy extendido. En Francia se suele llamar “maturinos” a los frailes trinitarios, porque tenían en París una iglesia dedicada a este santo.

 

Véase Acta Sanctorum, nov., vol. I, donde se hallará el texto latino de la leyenda, con un comentario. El culto local de San Maturino ha sido estudiado a fondo por E. Thoison en una serie de artículos publicados en los Anuales de la Société hist.-archéol. Gátinais (1886-1888). Cf. H. Gaidoz, en Mélusine, vol. V (1890), pp. 151-152.

 

 

San Marcelo, Obispo de París (c. 410 d.C.)

(1 de noviembre)

Se cuenta que San Marcelo nació en París. Sus padres no se distinguían por su alto nivel social, pero la santidad de Marcelo fue su mejor presea. El joven se entregó enteramente a la práctica de la virtud y a la oración, de suerte que, según su biógrafo, parecía completamente desprendido del mundo y aun del cuerpo. Prudencio, el arzobispo de París, viendo el carácter serio de Marcelo y los rápidos progresos que había hecho en las ciencias sagradas, le ordenó de lector y más tarde le hizo archidiácono suyo. A partir de entonces, el santo realizo, según se dice, muchos milagros. Cuando murió Prudencio, Marcelo fue elegido unánimemente para sucederle. Se dice que, con su autoridad y sus oraciones, defendió a su grey contra las invasiones de los bárbaros. Su biógrafo refiere milagros extravagantes, entre otros una señalada victoria sobre un dragón. Pero, como comenta Alban Butler, “la veracidad de estos hechos depende de la del autor, quien escribió cien años después y, siendo extranjero, debió fiarse de hablillas y leyendas populares.” San Marcelo murió a principios del siglo V. Su cuerpo fue sepultado en la catacumba de su nombre en la ribera izquierda del Sena; actualmente ese distrito es un suburbio de París y se llama Saint-Marceau.

 

Los críticos modernos atribuyen sin vacilar la biografía de San Marcelo a San Venancio Fortunato, quien con perdón de Butler no era un extranjero en las Galias, excepto en el sentido técnico. B. Krush editó dicha biografía en MGH., Auctores anti-quissimi, vol. IV, pte. 2, pp. 49-54; puede verse también en Acta Sanctorum, nov., vol. I. Véase Duchesne, Pastes Épiscopaux, vol. II, p. 470.

 

 

San Marciano (c. 387 p.C.)

(1 de noviembre)

San Marciano nació en Cyrrhus, en Siria. Su padre pertenecía a una familia patricia. Marciano abandonó la casa paterna y partió de su patria. Como no le gustase hacer las cosas a medias, se retiró a un desierto entre Antioquía y el Eufrates. Ahí escogió el rincón más escondido y se encerró en una estrecha celda, tan baja y tan reducida de tamaño, que no podía estar de pie ni acostado sin encogerse. Tal soledad era como un paraíso para él, pues podía consagrarse enteramente al canto de los salmos, la lectura espiritual, la oración y el trabajo. Sólo se alimentaba de pan y aun eso en pequeña cantidad; sin embargo, jamás pasaba el día entero sin comer, pues quería tener fuerzas para hacer lo que Dios le pedía que hiciera. La luz sobrenatural que recibía en la contemplación, le dio un amplio conocimiento de las grandes verdades y misterios de la fe. No obstante su gran deseo de vivir ignorado de los hombres, su fama llegó a otros países y, al fin, tuvo que admitir por discípulos a Eusebio y Agapito. Con el tiempo, fue aumentando el número de sus discípulos y nombró abad a Eusebio. En cierta ocasión le visitaron a un tiempo San Flaviano, patriarca de Antioquía y otros obispos para rogarle que les hiciese una exhortación, como tenía por costumbre. La dignidad de su auditorio impresionó a Marciano, quien no supo qué decir durante unos momentos. Como los obispos le incitasen a hablar, les dijo: “Dios nos habla a cada momento a través de las creaturas y del universo que nos rodea. Nos habla también por su Evangelio, en el que nos enseña a cumplir nuestro deber para con los demás y con nosotros mismos. ¿Qué otra cosa podría yo deciros?”

San Marciano obró varios milagros y su fama de taumaturgo le molestaba mucho, de suerte que jamás prestaba oídos a quienes acudían a su intercesión para obtener un milagro. Así, en cierta ocasión en que un habitante de Beroea le pidió que bendijese un poco de aceite para curar a su hija enferma, el santo se negó absolutamente, sin embargo, la enferma recobró la salud en ese mismo instante. Marciano vivió hasta edad muy avanzada. En sus últimos años, sufrió mucho a causa de la importunidad de los que querían conservar su cuerpo cuando muriese. Algunos de éstos, entre los que se contaba su sobrino Alipio» llegaron incluso a construir capillas en diferentes sitios para darle sepultura. San Marciano resolvió el problema al pedir a Eusebio que le enterrase en un sitio secreto. El sitio de su sepultura no fue descubierto sino hasta cincuenta años después de su muerte. Entonces se trasladaron sus reliquias a un sitio que se convirtió en lugar de peregrinación.

 

Todo lo que sabemos acerca de San Marciano procede de la Historia Religiosa de Teodoreto. Puede verse el texto griego, con una traducción latina comentada, en Acta Sanctorum, nov., vol. I.

 

 

Santa Winifreda, Virgen y Mártir (c. 650 d.C.)

(3 de noviembre)

Winifreda es la más famosa de las santas de Gales, tanto en su patria como fuera de ella. Sin embargo, las tradiciones escritas que se conservan, datan de cinco siglos después de su muerte. Alban Butler las resume así:

El padre de Winifreda era un hombre muy rico de Tegeingl, en el Flintshire. Su madre era hermana de San Beuno, con quien la santa vivió algún tiempo. Solía escuchar con gran atención las enseñanzas de su tío, y le impresionaban profundamente las verdades que Dios le revelaba por boca de éste. Según se dice, el joven Caradogo, señor de Hawarden, se enamoró locamente de Winifreda. Como no consiguiese convencerla de que se casase con él, se dejo llevar por la cólera y, cierto día la persiguió hasta la iglesia que había construido San Beuno y ahí le cortó la cabeza. Roberto de Shrewsbury refiere, en su “Vida de los Santos” que la tierra se tragó a Caradogo. También cuenta que, en el sitio en que fue asesinada Winifreda, brotó la fuente que mana todavía, en cuyo fondo hay piedrecillas veteadas de rojo y en cuyas orillas crece un musgo de suave perfume. Según dicho autor, San Beuno resucitó a la joven con sus oraciones, después de colocarle la cabeza sobre el cuello cortado; en el sitio de la herida sólo quedó una leve cicatriz. El degüello de Santa Winifreda tuvo lugar el 22 de junio y, por ello, se conmemora todavía su martirio en esa fecha. Poco después, San Beuno partió a fundar la Iglesia de Clynnog Fawr, en Arfon. A la muerte de su tío, Winifreda abandonó también la casa paterna e ingresó en el convento de Gwytherin, en Denbigshire. Un santo abad, llamado Eleri, gobernaba el convento, que era para hombres y mujeres. Cuando murió la abadesa, Tenoi, Santa Winifreda la sucedió en el cargo. Ahí murió, quince años después de su milagrosa resurrección y fue sepultada ahí mismo por San Eleri. Sus reliquias estuvieron en Gwytherin hasta 1138, año en que fueron trasladadas con gran pompa a la abadía benedictina de Shrewsbury. Roberto, el prior de dicha abadía, escribió la vida de la santa poco después de la traslación. En 1398, se instituyó la fiesta de Santa Winifreda en toda la provincia de Canterbury.

Aunque los que afirman que Santa Winifreda no existió nunca van demasiado lejos, hay que confesar que los datos que poseemos son demasiado posteriores para que podamos basarnos en ellos con seguridad, según lo hace notar el P. De Smedt en su estudio. Pero los hechos posteriores relacionados con la santa son más fáciles de controlar. La fuente milagrosa que mencionamos antes (la fuente constituye un lugar común en las leyendas célticas y en otras), dio su nombre a Holywell (que en gales se llama Tre Fynnon). Los autores de las dos biografías medievales hablan de ciertos milagros relacionados con las reliquias y santuarios dedicados a la santa, y Alban Butler da ciertos detalles acerca de cinco curaciones obradas en Holywell en el siglo XVII. Los detalles están tomados de la obra que el P. Felipe Metcalf, S. J., publicó en 1712, basándose en la biografía escrita por Roberto. Por ella sabemos que dos de las cinco personas curadas eran protestantes. A lo que parece, ha habido peregrinaciones a la fuente de Santa Winifreda y se han obrado ahí curaciones durante mil años, casi sin interrupción, como lo prueban los abundantes documentos públicos y privados que hablan de los hechos. Por ejemplo, el día de la fiesta de la santa, en 1629, a pesar de que se perseguía entonces a los católicos, acudieron unos 14,000 peregrinos, entre los que se contaban 150 sacerdotes. El Dr. Johnson afirma haber visto a unos peregrinos que se bañaban en la fuente, el 3 de agosto de 1774. La fe nunca se extinguió en Holywell, que en la época de la persecución se convirtió en un refugio de jesuítas. Estos entregaron la parroquia al clero diocesano en 1930. Las autoridades eclesiásticas tienen una concesión civil sobre la fuente. Los edificios que la rodean, fueron construidos por Margarita, condesa de Richmond y Derby, madre de Enrique vil y por otros miembros de la nobleza. Una vez que los jesuítas se convirtieron en custodios de ese viejo santuario, los peregrinos empezaron a acudir en número todavía mayor (especialmente los de Lancaster). Se obran ahí curaciones aparentemente milagrosas hasta en la época actual. Alban Butler hace notar, con razón, que “aunque tal vez los autores de las biografías de Santa Winifreda se hayan dejado engañar acerca de ciertos detalles, ello no disminuye para nada, ni la santidad de la mártir, ni la devoción de su santuario.” Después de citar las palabras de un tal Dr. Linden que recomendaba las aguas e la fuente de Santa Winifreda por sus propiedades curativas naturales, diciendo que eran “causa de innumerables curaciones auténticas”, Butler añade: in embargo, al emplear las medicinas naturales, deberíamos siempre orar al edico Celestial. Por otra parte, está fuera de duda que Dios se complace con frecuencia en desplegar su poder milagroso en ciertos sitios de peregrinación.”

Las diócesis de Menevia y de Shrewsbury celebran la fiesta de Santa Winifreda. El Martirologio Romano la menciona, privilegio que sólo comparten con ella los santos galeses Asaf, Sansón, Maglorio y algunos otros, pero no San David. Debido a la excavación de minas en los alrededores de Holywell, la fuente, a la que el poeta Miguel Dryton y otros habían celebrado durante siglos como una de las más grandes maravillas naturales de la Gran Bretaña, se secó en 1917. Posteriormente, se llevaron a cabo unos trabajos para hacer brotar ahí una parte de las reservas subterráneas originales. En vista de la posibilidad de que las minas acabaran por secar totalmente la fuente, Lady Moystin de Talacre y otras personalidades, obtuvieron en 1904 que el Parlamento impusiese ciertas restricciones a los proyectos de los ingenieros; pero tal medida resultó insuficiente.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. I, el P. De Smedt consagra sesenta y siete páginas in-folio a Santa Winifreda, su fuente y sus milagros. En el mismo artículo publica una edición crítica de las biografías del pseudo-Eleri y de Roberto de Shrewsbury, tomadas de los manuscritos que se conservan. El texto de la vita prima (tomado del MS. Cotton Claudius A. v) puede verse también, junto con una traducción, en A. W. Wade-Evans, Vitae sanctorum Britanniae (1944). El P. Thurston reimprimió en 1917, con introducción y notas, la Vida de Santa Winifreda, escrita en 1712 por el P. Felipe Metcalf. Caxton había publicado ya, hacia 1485, otra biografía y el P. Falconer la tradujo del latín al inglés, en 1635. La obrita del P. Metcalf se hizo famosa porque, un año después de su publicación, la atacó violentamente W. Fleetwood, obispo de St. Asaph. Acerca de otros puntos interesantes relacionados con Santa Winifreda y la fuente, véase The Month (nov. 1893, pp. 421-437). En Analecta Bollandiana, vol. VI (1887), pp. 305-352, se publicó una interesante colección de milagros obrados en Holywell en el siglo XVII.

 

 

San Huberto, Obispo de Lieja (727 d.C.).

(3 de noviembre)

 “Dios llamó a su servicio a San Huberto y lo apartó de la vida mundana en forma extraordinaria. Desgraciadamente, los relatos populares, plagados de contradicciones, han oscurecido las circunstancias de esa vocación, de suerte que no poseemos datos ciertos sobre la vida del santo sino hasta que empezó a servir a la Iglesia, bajo el gobierno de San Lamberto, obispo de Maestricht.” La “forma extraordinaria” sobre la que Alban Butler habla con tan encomiable reserva, fue la siguiente: Huberto, que era muy aficionado a la caza, salió a perseguir a un ciervo un Viernes Santo, cuando todos estaban en la iglesia. En un claro del bosque el animal se volvió, y Huberto pudo ver que llevaba un crucifijo entre los cuernos. Al punto se detuvo, lleno de estupor y oyó una voz que le decía: “Huberto, si no vuelves hacia Dios, caerás en el infierno.” El santo cayó de rodillas, preguntando qué era lo que debía hacer y la voz le dijo que fuese en busca del obispo de Maestricht, Lamberto, quien se encargaría de guiarle. Como se ve, esta leyenda coincide exactamente con la de la conversión de San Eustaquio (20 de septiembre).

Como quiera que haya ocurrido su conversión, el hecho es que Huberto entró a servir a San Lamberto y fue ordenado sacerdote. Cuando el obispo fue asesinado en Lieja, hacia el año 705, Huberto le sucedió en el gobierno de la diócesis. Algunos años más tarde, trasladó los restos de San Lamberto de Maestricht a Lieja, que no era entonces más que un pueblecito sin importancia, a orillas del Mosa. San Huberto depositó las reliquias del mártir en una iglesia que él mismo había construido en el sitio del martirio, y estableció ahí su catedral. Hasta entonces, la cabecera de la diócesis había sido Maestricht. Por ello se venera a San Lamberto como principal patrono de la misma y a San Huberto como fundador de la ciudad y de la catedral y como primer obispo de la nueva sede.

En aquella época, los bosques de las Ardenas se extendían desde el Mosa hasta el Rin y, en algunos sitios, el Evangelio no había echado todavía raíces. San Huberto penetró hasta los rincones más remotos e inhospitalarios de la región y abolió el culto de los ídolos. En su ministerio apostólico Dios le concedió el don de milagros. Su biógrafo cuenta que el día de rogativas el santo obispo partió de Maestricht, en procesión, por los campos y poblados, acompañado por el clero y la multitud. Encabezaban la procesión, según la costumbre, el estandarte de la cruz y las reliquias de los santos y todos sus integrantes cantaban las letanías. Una posesa interrumpió súbitamente aquella procesión, pero San Huberto le ordenó que guardase silencio y la curó al hacer sobre ella la señal de la cruz. Se cuenta que San Huberto tuvo una premonición de su muerte y que vio la gloria que le esperaba. Un año más tarde, fue a Brabante a consagrar una iglesia. Inmediatamente después, cayó enfermo en Tervueren, cerca de Bruselas. Murió apaciblemente seis días más tarde, el 30 de mayo de 727. Su cuerpo fue trasladado a Lieja y sepultado en la iglesia de San Pedro. El año 825, fue trasladado a la abadía de Andain, que tomó entonces el nombre del santo, cerca de la frontera de Luxemburgo, en las Ardenas. Probablemente la fiesta de San Huberto se celebra el 3 de noviembre, porque en esa fecha fueron depositadas en Lieja sus reliquias, dieciséis años después de su muerte. San Huberto y San Eustaquio son los patronos de los cazadores. Se invoca también a San Huberto contra la hidrofobia.

 

Antiguamente, los belgas profesaban gran devoción a San Huberto y tal vez se la siguen profesando. Por ello, nada tiene de extraño que el P. Carlos De Smedt, escribiendo en 1887, haya dedicado a nuestro santo un artículo de 171 páginas en Acta Sanctorum (nov., vol. I). La biografía primitiva del santo, que es muy corta y se debe a la pluma de uno de los contemporáneos, no habla de los orígenes de Humberto, ni dice que haya estado en la corte de Austrasia, ni que haya sido casado. Floriberto, el “hijo” de San Huberto que llegó a ser obispo, era probablemente sólo su hijo espiritual. La introducción y la serie de biografías publicadas por De Smedt demuestran que los detalles que se cuentan sobre la juventud y conversión del santo, no son anteriores al siglo XIV. Sin embargo, la leyenda del ciervo y otros milagros atribuidos al santo contribuyeron a popularizar su culto mucho más allá de los confines de los Países Bajos. En Lorena y en Baviera se fundaron dos órdenes de caballería bajo el patrocinio de San Huberto. Existe una literatura muy abundante sobre las reliquias del santo y los aspectos folklóricos de su vida. Acerca de este último punto, véase Báchtold-Stáubli, Handwórterbuch des deutchen Aberglaubens, vol. IV. pp. 425-454; E. Van Heurck, Saint Hubert et son cuite en Belgique (1925); y L. Huyghebaert, Sint Hubertus, patroom von de jagers... (1949). Cf. también Poncelet, en Revue Charlemangne, vol. I (1911), pp. 129-145; Analecta Bollandiana, vol. XIV, (1927), pp. 84-92 y 345-362; H. Leclercq, en DAC., vol. IX (1930), ce. O 631 y 655-656. Es muy útil la obrita de Dom Réjalot, Le cuite et les religues de S. nubert (1928). Desde el punto de vista histórico, la mejor obra es la de F. Baix, La ierre Wallonne. vol. XVI (1927). Véase también Une relation inédite de la conversión de S. Hubert, ed. M. Coens, en Analecta Bollandiana, vol. XIV (1927), pp. 84-92.

 

 

San Pirmino, Obispo (753 d.C.)

(3 de noviembre)

 “A primera evangelización del antiguo gran ducado de Badén fue principalmente obra de varios monasterios, entre cuyos fundadores se distinguió San Pirmino. Probablemente era originario del sur de la Galia o de España y salió de ahí huyendo de los moros. Pirmino restauró la abadía de Dissentis, en Grisons que había sido destruida por los avaros. Pero, sobre todo, es famoso porque fue el primer abad de Reichenau. En efecto, el santo fundó dicho monasterio el año 724, en una isla del lago de Constanza. Según se dice, fue la primera abadía benedictina en tierra alemana. En una época, la influencia de Reichenau rivalizó con la de Saint Gall. Por razones políticas, el fundador fue desterrado de ahí y pasó a Alsacia, donde fundó el monasterio de Murbach, entre Tréveris y Metz. También fundó la abadía benedictina de Amorbac, en el sur de la Franconia. Se atribuye a San Pirmino un manual de instrucción popular, muy conocido en la época carolingia, llamado Dicta Pirmini o Scarapsus. Aunque estuvo en varias regiones, San Pirmino no fue nunca obispo de Meaux, contra lo que dice el Martirologio Romano. Murió el año 753.

 

Existe una biografía latina de Pirmino, escrita en el siglo IX. Ha sido editada, tomando por base diversos manuscritos antiguos, en MGH. Scriptores, vol. XV, y en Acta Sanctorum, nov., vol. II. Dicha biografía, muy corta y escueta, compuesta por un monje anónimo de Hornbach, fue la fuente principal de una biografía posterior más vaga y escrita en verso. En Acta Sanctorum hay una introducción muy completa para ambas biografías. Véase también E. Egli, Kirchengeschichte Schweiz (1893), pp. 72-82; J. Clauss, Die Heiligen des Elsass (1935), pp. 246-247; G. Jecker, en Die Kultur der Abtei Reichenau, vol. I (1925), pp. 19-36, y Die Heimant des hl. Pirmin (1927) del mismo autor.

 

 

Santos Vital Y Agrícola, Mártires (Fecha desconocida)

(4 de noviembre)

Se Cuenta que el año 393, Eusebio, obispo de Bolonia, tuvo una visión en la que se le dijo que en el cementerio judío de dicha ciudad estaban sepultados dos mártires cristianos: Vital y Agrícola. El obispo descubrió y mandó trasladar las reliquias, y San Ambrosio de Milán asistió a la ceremonia. San Ambrosio habló de estos mártires en un sermón sobre la virginidad y exhortó a su auditorio a recibir con respeto las reliquias que se iban a depositar bajo el altar, como prenda de salvación. Este pasaje de San Ambrosio es el único testimonio que tenemos sobre el martirio de los santos Vital y Agrícola, a quienes antiguamente se veneraba en el occidente mucho más que en la actualidad.

Pero, aunque nadie había oído hablar de estos mártires antes de la revelación de Eusebio, poco a poco empezaron a aparecer algunos relatos de su martirio. En ellos se dice que Agrícola vivía en Bolonia, y que el pueblo le amaba mucho por su bondad y su virtud. Vital, que era esclavo suyo, se convirtió al cristianismo gracias a su amo y padeció el martirio antes que él, en el circo. Cuando murió, no le quedaba en el cuerpo parte sana. La ejecución del amo se dilató para que presenciase la muerte del esclavo y se decidiese a abjurar de la fe. Pero el ejemplo de Vital no hizo sino dar nuevos ánimos a Agrícola, y ello provocó la ira de los jueces y del pueblo. Agrícola pereció crucificado. Los verdugos se ensañaron con él y le fijaron al madero con muchos clavos.

 

San Gregorio de Tours se quejaba de que en su época no existía ningún relato propiamente dicho del martirio de estos santos. Pero la leyenda se encargó de llenar más tarde esa laguna con dos relatos ficticios, que se han atribuido sin razón a San Ambrosio. En Acta Sanctorum, nov., vol. II, puede verse el documento auténtico de San Ambrosio y el texto de las actas pseudo-ambrosianas, así como otros muchos documentos sobre la materia. Acerca del culto tan popular de estos mártires, cf. Delehaye, Origines du cuite des martyrs, y CMH., pp. 623-624. La nota de esta última obra se encuentra el 27 de noviembre, día en que el Hieronymianum cita los nombres de Agrícola y Vital (en este orden); sin embargo, parece que la fiesta se celebraba en Bolonia, el 4 de noviembre, desde el siglo VIII, como lo demuestra el antiguo calendario que Dom G. Morin describe en Revue Bénédictine, vol. XIX (1902), p. 355. Cf. Dom Quentin, Martyrologes historiques, PP. 251 y 627.

 

 

San Claro, Mártir (¿Siglo VIII?)

(4 de noviembre)

El martirologio Romano tomó el nombre de San Claro, sacerdote y mártir del martirologio francés del benedictino Usuardo. En el siglo IX, se veneraba a este santo en Francia, donde su fiesta se celebra todavía en algunas diócesis. Se dice que era inglés de nacimiento, ya que vino al mundo en Rochester De ahí se trasladó a Normandía, donde vivió como ermitaño y predicó la religión con el ejemplo y la palabra. Después se estableció en Naqueville cerca de Rouen, donde tuvo la desgracia de atraer las miradas de una mujer de alta categoría que le persiguió hasta el extremo de obligarle a refugiarse en un bosque de los alrededores. Para vengarse de él, la mujer pagó a dos bandoleros para que le cortasen la cabeza. San Claro era uno de los santos cuya imagen se hallaba en los frescos de la capilla del Venerabile de Roma. La población francesa de Saint-Clair-sur-Epte, cerca del sitio del martirio, debe su nombre a este santo.

El 8 de este mes, el Martirologio Romano menciona a otro San Claro, “cuyo epitafio escribió San Paulino.” Se trata de un sacerdote de Tours, que murió unos cuantos días antes que su maestro San Martín.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. II, se hallará un estudio detallado de las fuentes, que son bastante poco satisfactorias. Además de la conmemoración del martirologio de Usuardo, existe una biografía latina casi tan corta como las tres lecciones del breviario que ciertamente no es anterior al siglo XII. Varios datos sospechosos nos hacen pensar que no se trata de un relato fidedigno, pero está fuera de duda que San Claro fue muy venerado en una época.

 

 

San Juanicio (846 d.C.)

San Juanicio, que había tenido una juventud muy disoluta, alcanzó después, por la penitencia, tal grado de santidad, que los griegos le llaman “el grande” y le veneran como a uno de sus monjes más ilustres. El Martirologio Romano le menciona en este día. Juanicio era originario de Bitinia, donde ejerció de niño el oficio de pastor. A los diecinueve años, pasó a formar parte de la guardia militar de Constantino” Coprónimo. Se dejó llevar por la tendencia de la época y, el futuro santo apoyó a los perseguidores de las sagradas imágenes, pero un monje de gran santidad le apartó de los errores de su vida disoluta, y Juanicio llevó una existencia ejemplar durante seis años. A los cuarenta de edad, abandonó el ejército y se retiró al Monte Olimpo, en Bitinia. Ahí se instruyó en los rudimentos de la vida monástica, aprendió a leer, a rezar de memoria el salterio y se ejercitó en los deberes de su nuevo estado. El santo llamaba a ese proceso “la maduración del corazón.” Más tarde, se retiró a la vida eremítica y llegó a ser famoso por sus dones de profecía y milagros, así como por su prudencia en la dirección de las almas. Por uno de sus milagros, devolvió la libertad a cierto número de hombres que habían caído prisioneros de los búlgaros y, con otro prodigio, expulsó a un mal espíritu que atormentaba a San Daniel de Tasión.

San Juanicio ingresó después en el monasterio de Eraste, cerca de Brusa, donde defendió celosamente la ortodoxia contra el emperador León V y otros iconoclastas. Ahí estuvo en estrecha relación con los famosos santos Teodoro el Estudita y Metodio de Constantinopla. Este último, por consejos de San Juanicio, calmó a aquellos de sus discípulos que se habían dejado llevar por un celo indiscreto y exigían que se invalidasen las órdenes conferidas por los obispos iconoclastas. Juanicio le dijo a Metodio: “Son hermanos nuestros que han caído en el error. Trátalos como tales en tanto que persisten en sus faltas, pero devuélveles sus antiguas dignidades cuando se arrepientan, a no ser que se trate claramente de herejes o perseguidores.” San Juanicio se encaró con gran valentía, con el emperador Teófilo, el cual, además de prohibir las sagradas imágenes, había decretado que no se honrase a los santos con ese nombre. San Juanicio profetizó que Teófilo acabaría por restaurar las imágenes en las iglesias, pero tal vaticinio no se cumplió sino hasta el reinado de Teodora, la viuda del emperador, la cual nunca había traicionado la ortodoxia. Uno de los discípulos que tuvo San Juanicio en su ancianidad, fue San Eutimio de Tesalónica. Después de muchos años de conservar la reputación del más distinguido de los ascetas y profetas de su tiempo, San Juanicio se retiró a una ermita, donde murió el 3 de noviembre de 846. Tenía entonces noventa y dos años y había visto triunfar por dos veces a la ortodoxia sobre la herejía iconoclasta que él había practicado en su juventud y a la cual se había opuesto después tan vigorosamente.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. II, los bolandistas publicaron íntegramente dos biografías griegas muy detalladas y las tradujeron al latín. Sus autores, Pedro y Sabas, eran dos monjes griegos que habían sido discípulos de San Juanicio. Según parece, la biografía de Pedro es la más antigua, pero la de Sabas está mejor escrita y es más completa, en conjunto. Acerca de la fecha de la muerte del santo, cf, Pargoire, en Echos d’Orient, vol. IV (1900), pp. 75-80. En Vergorgene Heilige des griech ostens, de Dom Hermann (1931), hay una breve semblanza biográfica.

 

 

Beato Emerico (1031 d.C.)

En 1931, se celebró con gran solemnidad en Hungría el noveno centenario de la muerte del Beato Emerico. Desgraciadamente, no tenemos muchos datos fidedignos sobre su vida. Fue el único hijo de San Esteban, rey de Hungría. Nació en 1007, y San Gerardo Sagredo se encargó de su educación. Cuando el emperador Conrado II proyectaba apoderarse de las rentas de la diócesis de Bamberga, le propuso al joven Emerico que participase en la expoliación, pero el rey San Esteban lo impidió. Las “instrucciones” de San Esteban a su hijo no son auténticas. Es cierto que el monarca tenía la intención de compartir sus responsabilidades con Emerico (aunque es falso que haya renunciado a la corona en favor de él), pero antes de que tuviese tiempo de hacerlo, Emerico murió en una cacería. Cuando le llegó la noticia, San Esteban exclamó: “Dios le amaba, por eso me lo quitó tan pronto.” El príncipe fue sepultado en la iglesia de Szekesfehervar y, en su sepulcro se obraron numerosos milagros. El padre y el hijo fueron elevados al honor de los altares al mismo tiempo, en 1083. Comúnmente se atribuye a Emerico el título de santo pero el Martirologio Romano le llama “beatus.”

 

Existe una biografía latina escrita por un clérigo anónimo, casi un siglo después de la muerte del beato; el P. Poncelet hizo una edición crítica de dicho texto en Acta lunctorum, nov., vol. II. La biografía no es muy de fiar desde el punto de vista histórico, íero puede completarse con los datos que se encuentran en Anuales Hildesheimenses, en la Vida de San Esteban, etc. CL C. A. Macartney, The Medieval Hungarian Historians (1953).

 

 

Antos Zacarías e Isabel (Siglo I).

(5 de noviembre)

San Zacarías y Santa Isabel fueron los padres de San Juan Bautista. Zacarías era sacerdote de la Antigua Ley. Su esposa pertenecía a la familia de Aarón. Ambos eran “agradables a los ojos del Señor y observaban todos los mandatos y disposiciones de la Ley, con gran fidelidad.” No tenían hijos y habían llegado ya a una edad en que no podían esperar tenerlos, cuando un ángel se apareció a Zacarías, en el momento en que éste oficiaba en el templo y le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu plegaria ha sido escuchada, e Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, al que pondrás por nombre Juan (...) Desde el seno de su madre será lleno del Espíritu Santo y. a muchos de los hijos de Israel convertirá al Señor su Dios.”

San Lucas relata en el primer capítulo de su Evangelio las circunstancias de la realización de la profecía: la visita de María a su prima Isabel, la cual, llena también del Espíritu Santo, la saludó como bendita entre las mujeres; el himno de alabanza de María: “Mi alma glorifica al Señor”; la curación de Zacarías después del nacimiento de su hijo para que pudiese exclamar proféticamente: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo.” Esto es todo lo que sabemos acerca de Zacarías e Isabel. Sin embargo, era opinión común de los Santos Padres, como Epifanio, Basilio y Cirilo de Alejandría, que San Zacarías había muerto mártir. Según un escrito apócrifo, fue asesinado en el templo, “entre la puerta y el altar”, por mandato de Herodes, porque se había negado a decir dónde estaba su hijo. Como quiera que haya sido, el Martirologio Romano no menciona el martirio al conmemorar a Zacarías e Isabel el 5 de noviembre, día en que se celebra su fiesta en Palestina. El nombre de San Zacarías figura en la conmemoración de los santos en la misa del rito mozárabe.

 

Como hemos dicho, todo lo que sabemos sobre Zacarías e Isabel se reduce a lo que nos cuenta San Lucas en el primer capítulo de su Evangelio. San Pedro Damián opinaba que era vana curiosidad tratar de informarse de aquellas cosas que los evangelistas no quisieron decirnos (Tercer sermón sobre el nacimiento de Nuestra Señora). Quienes no estén de acuerdo con él, pueden ver a Bardenhewer, Biblische Studien, VI, 87 (1901) y los diversos diccionarios y enciclopedias bíblicas.

 

 

Santos Galación y Epistema (Sin fecha).

(5 de noviembre)

Es desconcertante observar que los padres de Galación se llamaban Clitofón y Leucipa, pues ello demuestra que la leyenda de Galación y Epistema no es roas que una continuación cristiana de la novela de Tacio. Desgraciadamente, el cardenal Baronio siguió el ejemplo de la Iglesia de oriente e introdujo sus nombres en el Martirologio Romano. Por ello no está de más que tratemos brevemente el asunto. Clitofón y Leucipa, que vivían en Emesa de Siria, sufrían mucho por no haber tenido hijos. Leucipa prestó amablemente auxilio a un ermitaño cristiano llamado Onofrio y le ocultó de los perseguidores. En prernio, recibió la gracia de la fe. Dios respondió a sus oraciones y le permitió que concibiese, con lo cual Clitofón se convirtió también. Como el hijo  ue nació tenía la tez blanca como la leche, le dieron por nombre Galación v alakteon). Con el tiempo, Galación se convirtió en un joven muy apuesto y bien dotado. Su padre le casó con una bella pagana llamada Episterna (“Conocimiento”). Como Clitofón era muy conocido por sus aventuras amorosas, el continuador de la novela de Tacio hace de su hijo un héroe de la virginidad escogida por amor a Dios. Después de contraer matrimonio, Ga-lación dijo a Epistema que quería vivir en estado de virginidad. La joven, a quien tal cosa pareció sumamente extraña y desagradable, hizo cuanto pudo por disuadirle. Naturalmente, fracasó en la empresa. Galación le explicó entonces los misterios de la religión, y Epistema consintió en recibir el bautismo de sus manos. En seguida, vendieron todos sus bienes, repartieron el producto entre los pobres y Galación se retiró a la ermita de Publión, en el desierto del Sinaí, en tanto que Epistema ingresó en una comunidad de vírgenes consagradas. Tres años después, Galación fue arrestado y compareció ante el magistrado de Emesa. Cuando Epistema lo supo, se entregó a las autoridades para sufrir con su esposo. Los guardias le arrancaron los vestidos para avergonzarla, pero los cincuenta y tres oficiales que se hallaban presentes quedaron ciegos. Los dos esposos fueron golpeados y torturados, se les arrancó la lengua, se les cortaron los pies y, finalmente, murieron decapitados.

 

Los bolandistas publicaron en Acta Sanctorum, nov., vol. III, las dos versiones griegas de esta fábula piadosa. La primera se atribuye a un tal Eutolmio, la segunda, menos antigua, fue publicada entre las obras que se atribuyen a Simeón Metafrasto. Es de notar que ninguna de las dos versiones precisa en qué persecución murieron los héroes, pues no se nombra a Decio ni a Diocleciano. Sin embargo, el Martirologio Romano nombra a Decio.

 

 

San Leonardo de Noblac (¿Siglo VI?).

(6 de noviembre)

Aunque San Leonardo fue uno de los santos más populares en el occidente de Europa al fin de la Edad Media, su nombre no empezó a ser conocido sino hasta el siglo XI, cuando apareció una biografía suya que carece de valor histórico. Según esa biografía, Leonardo era hijo de un noble franco, a quien San Remigio había convertido al cristianismo. Clodoveo I, que era su padrino de bautismo, ofreció a San Leonardo una sede episcopal, pero éste no quiso aceptarla. En cambio, tomó el hábito en el monasterio de Micy, cerca de Orléans. Al cabo de algún tiempo, deseoso de mayor soledad, se retiró a un bosque, en las cercanías de Langres, donde se construyó una celda. Ahí moraba enteramente solo en la presencia de Dios, sin otro alimento que las frutas y verduras que cultivaba. Cierto día, Clodoveo llegó a cazar en aquellos parajes y su esposa empezó a sentir ahí los primeros dolores de un parto difícil. Pero al fin, la reina dio a luz felizmente, gracias a las oraciones de San Leonardo, por lo que Clodoveo prometió regalar a éste todas las tierras que pudiese recorrer en una noche al paso de su asno. San Leonardo estableció en sus vastos terrenos una comunidad que, con el tiempo, floreció extraordinariamente. En la antigüedad se llamó a aquel monasterio la abadía de Noblac, pero hoy recibe el nombre de San Leonardo. El santo evangelizó las regiones circundantes. Según se dice, murió ahí a mediados del siglo VI y fue muy venerado por sus virtudes y milagros.

A partir del siglo XI, la devoción a San Leonardo se popularizó mucho, sobre todo en el noroeste y el centro de Europa. Su nombre figura en muchos calendarios de Inglaterra, donde existen varias iglesias dedicadas a él. En el siglo XIII, la fiesta del santo en Worcester era, en cierto sentido, día de obligación de asistir a la misa y sólo estaba permitida cierta clase de trabajo, como el de arar la tierra. La iglesia de Noblac se convirtió en un importante centro de peregrinación. San Leonardo era el patrono de las parturientas y también de los prisioneros de guerra, porque, según la leyenda, Clodoveo había prometido poner en libertad a todos los prisioneros que el santo visitase. Del siglo XIV al XVIII, en una sola población de Baviera, se atribuyeron a la intercesión de San Leonardo más de 4,000 curaciones. Lo único que queda ahora de ese culto tan intenso, es cierta devoción popular local y la celebración de la fiesta en Limoges, Munich y algunos otros sitios.

 

El artículo sobre San Leonardo en Acta Sanctorum, nov., vol. ni, es excepcional-mente completo y serio, pues fue escrito en 1910 por el P. Alberto Poncelet, experto en Hagiografía merovingia y carolingia. B. Krusch había hecho ya una edición crítica del texto de la biografía latina, en MGH., Scriptores Merov., vol. ni; los bolandistas publican también dicho texto y añaden una larga serie de relatos de los milagros posteriores. Poncelet está de acuerdo con Krusch en que la biografía fue compuesta hacia e1 año 1025 (ciertamente no antes de 1017) y que, por sí sola, no basta siquiera para probar que San Leonardo existió realmente. Según parece, no hay inscripciones, martirologios, calendarios ni iglesias anteriores al siglo XI en los que figure el nombre del santo. probablemente la devoción a San Leonardo como patrono de los prisioneros de guerra tomo incremento debido a que Bohemundo de Antioquía, que había caído prisionero de los musulmanes, fue puesto en libertad en 1103. Consta históricamente que Bohemundo hizo una peregrinación a Noblac y regaló un ex-voto en señal de gratitud (cf. Analecta “ollandiana, vol. XXXI, 1912, pp. 24-44). En 1863, el canónigo Arbellot publicó una biografía en francés; existen también otras más, que carecen absolutamente de sentido crítico. G. Kurth discute en Clovis, vol. II pp. 167 y 259-260, los anacronismos de la vida de San Leonardo. Se ha escrito mucho sobre las prácticas de devoción popular y el folklore relacionado con San Leonardo; véase, por ejemplo, W. Hay, V’olkstumliche (1932), pp. 264-269. Es curioso notar que el sitio en que se tenía más devoción a este santo francés era Baviera, según lo demuestra G. Shierghofer en Alt-Bayerns Umritte und Leonhardifahrten (1913), y Umrittbrauch (1922); véase también Rudolf Kriss en V”olkskundliches aus alt-bayerischen Gnadenstatten (1930) y a Max Rumpf en Religiose Volkskunde (1933), p. 166.

 

 

San Winnoc, Abad (¿717? d.C.)

(6 de noviembre)

Winnoc fue probablemente inglés. Era todavía joven, cuando visitó con otros tres compañeros, el monasterio de San Pedro de Sithiu (Saint-Omer), que había sido fundado poco antes. El fervor de los monjes y la prudencia del abad impresionaron tanto a los cuatro jóvenes, que tomaron ahí mismo el hábito. El cronista del monasterio afirma que, al poco tiempo, Winnoc brillaba como la estrella matutina entre los ciento cincuenta monjes del monasterio.

Heremaro, un hombre que había abrazado poco antes la fe, pensó que convenía fundar un nuevo monasterio en la remota región donde habitaban los morinos para instruirlos y darles buen ejemplo y, con esa intención, regaló a San Bertino algunas tierras en Wormhout, cerca de Dunquerque. San Bertino envío a sus cuatro monjes ingleses a fundar el nuevo monasterio. San Winnoc y   hermanos trabajaron incansablemente en la construcción de la iglesia, de Ias celdas y de un hospital para los enfermos. El sitio se convirtió pronto en un importante centro misional. Se atribuían muchos milagros a San Winnoc, quien vivía entregado al servicio de sus hermanos y de sus vecinos paganos. Aun en su ancianidad, solía moler el grano para los pobres y él mismo accionaba el molino de mano, sin ayuda de nadie. Algunos, admirados de que el santo tuviese fuerzas para ejecutar ese trabajo sin descanso, se asomaron por una rendija, y vieron míe el molino daba vueltas sin que Wrinnoc lo tocase. Naturalmente, consideraron aquello como un milagro.

San Winnoc murió el 6 de noviembre del año 717, según una tradición que data del siglo XIV. El conde Balduino IV fundó y dotó en Bergues una abadía, la entregó a los monjes de Sithiu y la enriqueció con las reliquias de San Winnoc. Las tierras del monasterio de Wormhout pasaron a poder de esa abadía. La población se llama actualmente Bergues-Saint-Winnoc.

 

Aunque San Winnoc está apenas relacionado con la Gran Bretaña, su nombre figura en casi todos los calendarios de los siglos X y XI. (Véanse los calendarios editados por F. Wormald de la Henry Bradshaw Society, en 1934). Cosa todavía más sorprendente: el Oíd English Martyrology (c. 850) no sólo menciona al santo, sino que describe el milagro del molino. En Acta Sanctorum, nov., vol. III, hay tres biografías latinas de San Winnoc. La única importante es la primera, escrita tal vez en el siglo VIII, ya que las otras dos se basan en ella. Dicha biografía ha sido editada también por Levison, en MGH., Scriptores Merov, vol. v. Véase a Vander Essen en Etude critique sur les saints méroving, pp. 402 ss.; Flahault, Le cuite de St Winnoc á Wormhout (1903); y Duine, Memento, p. 64. Según parece, San Winnoc es el titular de Saint Winnow de Cornwall. En una excelente monografía (1940), el canónigo Doble expone las razones que le mueven a pensar que San Winnoc era gales, que fundó la iglesia de Cornwall y que pasó más tarde a Sithiu por la Bretaña.

 

 

San Demetriano, obispo de Khytri (c. 912 d.C.).

(6 de noviembre)

            San Demetriano nació en el pueblecito de Sika, en Chipre. Su padre era un sacerdote muy venerado en ese sitio. Se casó muy joven, pero su esposa murió a los tres meses y Demetriano tomó el hábito en el monasterio de San Antonio. Pronto se hizo famoso por su piedad y su poder de curación. Después de su ordenación sacerdotal, fue elegido abad y gobernó el monasterio con gran prudencia y santidad. Cuando la sede de Khytri (la antigua Citerea; actualmente Kyrka) quedó vacante, Demetriano fue elegido obispo. El santo tenía entonces casi cuarenta años y no se sentía atraído por las responsabilidades y ocupaciones del episcopado. Así pues, huyó a refugiarse con un amigo llamado Pablo, quien le escondió en una cueva. Pero al poco tiempo, Pablo, lleno de remordimientos, reveló a las autoridades dónde se hallaba San Demetriano, quien no tuvo más remedio que aceptar la consagración. Gobernó la sede unos veinticinco años. Poco antes de su muerte, los sarracenos asolaron la región y se llevaron como esclavos a muchos cristianos. Se cuenta que San Demetriano siguió a los invasores e intercedió por los prisioneros. Los sarracenos, impresionados por la ancianidad y el desinterés del santo, devolvieron la libertad a los esclavos. San Demetriano es uno de los obispos y santos más famosos de Chipre.

 

Existe una biografía griega de San Demetriano de la que sólo hay un manuscrito, un santo mutilado hacia el fin. H. Grégoire hizo una edición en Byzantinische Zeitschrift, vol. XVI (1907), pp. 217-237. Todavía más cuidadosa es la edición hecha por el P. Delehaye Acta Sanctorum, nov., vol. III. Delehaye opina que la biografía fue escrita a mediados

del siglo X.

 

 

San Barlaam de Khutyn, Abad (1193 d.C.).

(6 de noviembre)

Barlaam nació en el seno de una rica familia de Novgorod, Rusia. Su nombre de bautismo era Alejo. Cuando murieron sus padres, el joven vendió sus propiedades, repartió entre los pobres la mayor parte del producto y se retiró a un sitio solitario de las riberas del Volga, llamado Khutyn. La fama de sus virtudes le atrajo, con el tiempo, a algunos compañeros. El santo los organizó en forma de comunidad monástica, asumió el gobierno de la abadía y adoptó el nombre de Barlaam. El abad reconstruyó en piedra la capilla de madera y la dedicó a la Transfiguración. Los peregrinos y visitantes empezaron a acudir en gran número al nuevo monasterio. Uno de los más distinguidos fue el duque Yaroslav, quien se convirtió en bienhechor del monasterio. San Barlaam no vivió mucho tiempo después de haber fundado la abadía. Murió el 6 de noviembre de 1193, tras haber tomado las medidas necesarias para que su obra le sobreviviese y haber elegido al monje Antonio por sucesor suyo. Dios obró numerosos milagros en el sepulcro de Barlaam, cuyas reliquias fueron entronizadas solemnemente en 1452.

Un monje servio llamado Pacomio escribió la biografía del santo. En la misa bizantina de Rusia se menciona a San Barlaam durante la preparación de los objetos sagrados.

 

Véase Martynov, Annus ecclesiasticus Graeco-Slavicus; Acta Sanctorum, oct., vol. XI; y cf. nuestra nota bibliográfica de San Sergio (25 de septiembre).

 

 

San Herculano, Obispo de Perugia, Mártir (c. 547 d.C.)

(6 de noviembre)

Cuando los godos tomaron la ciudad de Perugia, después de siete años de sitio, el rey Totila condenó al obispo Herculano a una muerte terrible, ya que los verdugos debían arrancarle tiras de piel desde la cabeza hasta los pies, antes de decapitarle. El encargado de ejecutar la tortura fue suficientemente humano para cortarle la cabeza antes de haberle arrancado toda la piel. El cuerpo del mártir fue arrojado a un foso en las afueras de la ciudad. Los cristianos se apresuraron a sepultar el cadáver junto con la cabeza. San Gregorio el Grande afirma que, cuando lo desenterraron para trasladarlo a la iglesia de San Pedro, cuarenta días después, la cabeza estaba unida al tronco como si nunca hubiese sido cortada.

Sobre el santo que nos ocupa, se tiene el dato cierto de que un joven que buscó refugio en Perugia, cuando los godos tomaron Tifernum (Citta di Castello), recibió ahí la ordenación sacerdotal de manos de San Herculano. Posteriormente, aquel sacerdote fue el obispo de Tifernum y fue canonizado como San Florindo, a quien se conmemora el 13 de este mes. Los habitantes de Perugia veneran también a otro San Herculano obispo de dicha ciudad. Según se dice, era un sirio que había ido a Roma, de donde fue enviado a evangelizar Perugia. Ahí murió martirizado. Probablemente los dos Herculanos se identifican.

 

Los bolandistas sostienen que sólo hubo un San Herculano de Perugia; discuten el caso el lo. de marzo y citan el pasaje de San Gregorio el Grande. También en nov. vol.III p. 322, hacen una breve alusión a nuestro mártir. El relato del milagro y los frescos de Bonfigli en el “Palazzo” del Municipio han contribuido a perpetuar la memoria de San Herculano.

 

 

San Wilibrordo, Obispo de Utrecht (739 d.C.)

(7 de noviembre)

San Wilibrordo nació en Nortumbría en 658. Antes de cumplir los siete años, sus padres le enviaron al monasterio de Ripon, gobernado entonces por San Wilfrido. A los veinte años, Wilibrordo emigró a Irlanda, donde se reunió con San Egberto y San Wigberto, quienes habían ido a estudiar en las escuelas conventuales de dicho país, en busca de una vida monacal más perfecta. Con ellos estudió San Wilibrordo durante siete años las ciencias sagradas. San Egberto tenía la intención de trasladarse al norte de Alemania para predicar el Evangelio, pero no pudo realizar su proyecto. Su compañero, San Wigberto, volvió a Irlanda al cabo de dos años de evangelizar sin éxito alguno. Entonces, San Wilibrordo, quien tenía treinta y un años y acababa de recibir la ordenación sacerdotal, pidió a sus superiores que le enviasen a esa misión tan ardua y peligrosa. Sus superiores accedieron, y Wilibrordo partió con otros once monjes ingleses, entre los que se contaba San Wigberto.

El año 690, desembarcaron en la desembocadura del Rín; de ahí se dirigieron a Utrecht y después a la corte de Pepino de Heristal, quien los alentó a evangelizar la región de la baja Frieslandia, situada entre el Mosa y el mar. Pepino había arrebatado esa región al pagano Radbodo. San Wilibrordo fue antes a Roma, donde se postró a los pies del Papa San Sergio I y le pidió permiso de evangelizar las naciones idólatras. El Pontífice le concedió amplia jurisdicción y le dio reliquias para la consagración de iglesias. San Wilibrordo y sus compañeros predicaron con éxito en la región de Frieslandia que los francos habían conquistado. San Wilfrido consagró obispo a San Wigberto en Inglaterra. Tal vez ello molestó a Pepino, porque Wigberto partió pronto a evangelizar a los boructvaros. Pepino envió entonces a San Wilibrordo a Roma, con una carta en la que recomendaba al Papa que le consagrase obispo.

San Sergio le recibió con grandes honores, sentado en la cátedra de San Pedro, cambió su nombre por el de Clemente y le ordenó obispo de los frisios en la basílica de Santa Cecilia, el día de la fiesta de esta santa, en el año 696. San Wilibrordo sólo permaneció en Roma dos semanas antes de volver a Utrecht, donde fijó su sede y construyó la iglesia del Salvador. El celo infatigable con que trabajó por la conversión de los paganos, demostró que con la consagración episcopal había recibido del cielo una gracia especial para ensanchar el Reino de Dios. Algunos años después de su consagración, ayudado por pepino y por la abadesa Santa Irmina, fundó en Luxemburgo la abadía de Echternach, que pronto se convirtió en el centro de su influencia.

San Wilibrordo misionó también en la Frieslandia superior, donde todavía reinaba Radbodo y llegó hasta Dinamarca; pero lo único que consiguió ahí fue comprar a treinta jóvenes daneses, a quienes instruyó, bautizó y llevó consigo en su viaje de vuelta. Alcuino cuenta que, en ese viaje, una tempestad desvió al navio hacia la isla de Heligoland, que los daneses y los frisios consideraban como tierra sagrada. En aquella isla constituía un sacrilegio matar a los animales, comer los productos de la tierra y sacar agua de las fuentes, sin observar profundo silencio. Para desengañar a los habitantes, San Wilibrordo mató algunos animales para dar de comer a sus acompañantes y bautizó a tres personas en una fuente, pronunciando en voz alta las palabras rituales. Los idólatras, que creían que San Wilibrordo se iba a volver loco o iba a caer muerto en el acto, no sabían si atribuir a la clemencia o a la impotencia de su dios, el hecho de que nada sucediese al santo. Finalmente, decidieron informar del suceso a Radbodo, quien mandó echar suertes para elegir a una víctima cuyo sacrificio aplacase al dios. La suerte recayó sobre un miembro de la comitiva de San Wilibrordo, que fue sacrificado por la superstición del pueblo y murió mártir de Jesucristo. Después de Heligoland, San Wilibrordo visitó Walcheren, donde, con su caridad y paciencia, convirtió a muchos paganos. Cuando derribó y destruyó a un ídolo, uno dé los sacerdotes paganos le persiguió para darle muerte, pero el santo consiguió escapar y volvió sano y salvo a Utrecht. El año 714 nació Carlos Martel, hijo de Pepino el Breve, quien fue más tarde rey de los francos. San Wilibrordo le bautizó y, según cuenta Alcuino, predijo que su gloria superaría a la de todos sus predecesores.

El año 715, Radbodo reconquistó la parte de Frieslandia que había perdido y perjudicó mucho a la obra de San Wilibrordo, pues destruyó iglesias, mató misioneros y obligó a muchos a apostatar. San Wilibrordo tuvo que huir, pero Radbodo murió el año 719, y el santo pudo predicar de nuevo con entera libertad en toda la región. San Bonifacio le ayudó en ese trabajo, ya que pasó tres años en Frieslandia antes de ir a Alemania. Beda dice en su historia, escrita hacía el año 731: “Wilibrordo, llamado también Clemente, vive todavía. Es un anciano venerable, que lleva treinta y seis años de ser obispo y suspira por el premio celestial, tras haber superado muchas pruebas espirituales.” El Beato Alcuino e describe como hombre de estatura regular, de aspecto venerable y elegante, le palabra y carácter llenos de gracia y alegría, prudente en el consejo, incansable en la predicación y el ministerio apostólico, atento siempre a no descuidar la oración pública, la meditación y la lectura espiritual. San Wilibrordo y sus compañeros implantaron la fe en muchas regiones de Holanda y de los Países vajos, en las que San Amando y San Lebvino no habían llegado a penetrar, gracias a sus labores, los frisios, que constituían un pueblo bárbaro y rudo, se civilizaron y progresaron en la virtud, poco a poco. Con frecuencia se califica al santo de “Apóstol de Frisia”, título al que tiene perfecto derecho, pero no hay  que olvidar que San Wigberto desempeñó también un papel muy importante en los primeros años de la misión y aun parece haber sido la cabeza principal por los demás, los frisios, como los otros pueblos, no se convirtieron con la rapidez que los hagiógrafos medievales suponen. “Wilibrordo fue para Inglaterra lo que Colomba había sido para Irlanda, ya que inauguró un siglo de influencia espiritual de Inglaterra en el continente.” (W. Levison).

San Wilibrordo acostumbraba ir de vez en cuando a hacer un retiro en. Echternach. Al fin de su vida, se retiró definitivamente a dicho monasterio donde murió a los ochenta y un años de edad, el 7 de noviembre de 739. Fue sepultado en la iglesia abacial, que desde entonces se convirtió en sitio de peregrinación. En dicho santuario se celebra, el miércoles de Pentecostés, una curiosa ceremonia llamada “la danza de los santos.” No sabemos qué origen tiene, pero lo cierto es que se ha llevado a cabo desde 1553 hasta el presente (excepto de 1786 a 1802). Se trata de una procesión que va desde el puente del Sure hasta el santuario. Los participantes, en filas de cinco y cogidos de la mano, avanzan bailando al son de la música; por cada tres pasos que dan hacia adelante dan dos hacia atrás. En la procesión toman parte sacerdotes, religiosos y aun obispos, y la ceremonia termina con la bendición del Santísimo. Cualesquiera que sean sus orígenes, el hecho es que la procesión reviste actualmente un carácter penitencial y tiene por fin rogar por los epilépticos y por todos los que sufren enfermedades mentales. La fiesta de San Wilibrordo se celebra en la diócesis inglesa de Hexham y en Holanda.

 

El artículo del P. Poncelet en Acta Sanctorum, nov., vol. ni, merece toda alabanza no sólo por su claridad, sino también por el conocimiento magistral que posee el autor sobre todo el período. El P. Poncelet habla de las alabanzas que tributaron a San Wilibrordo sus contemporáneos (Beda, San Bonifacio, etc.) y publica íntegramente el texto de Alcuino, revisado críticamente, así como la biografía de Teofrido, abad de Echternach, aunque esta última añade apenas nada a las otras fuentes históricas. Es de notar que en el Manuscrito Epternach del Hieronymianum (MS París Latin 10837) hay otro calendario que contiene una nota escrita por el propio San Wilibrordo el año 728, en la que afirma que él, Clemente, cruzó el mar el año 690 y fue consagrado obispo por el Papa Sergio, en Roma, el año 696. Véase sobre éste y otros detalles el Calendar of St. Willibrord, editado por H. A. Wilson en la Henry Bradshaw Society (1918). Se encontraran también excelentes artículos sobre el santo en DNB y DCB. Acerca de “la danza de los santos”, de Echternach, cf. John Morris, en The Month, dic. de 1892, pp. 495-513; y Krier, Die Springprozession in Echternach (1870). Una biografía inglesa de San Wilibrordo, que había sido escrita con miras a publicarla en la colección anglicana de J. H. Newman (¿por T. Meyrick?), fue publicada sin nombre de autor en 1877. W. Levison ha publicado también los principales textos relacionados con el santo. Sus conclusiones coinciden casi siempre con las del P. Poncelet, particularmente por lo que se refiere a la genuinidad del llamado “testamento” de San Wilibrordo. En 1934 Levison incluyó en la continuación de MGH., Scriptores, vol. xxx (pp. 1368-1371) una colección de milagros atribuidos al santo. En la iglesia de Santa Gertrudis de Utrecht se descubrieron ciertas presuntas reliquias de San Wilibrordo; W. J. A. Visser las describió; acerca de esto véase Analecta Bollandiana, vol. III (1934), pp. 436-437. Cf. también G. H. Verbist, St. Willibrord, apotre des Pays-Bas (1939): y W. Levison, England and the Continent... (1946), sobre todo pp. 53-69. C. H. Talbot tradujo, en Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954), la biografía escrita por Alcuino.

 

 

Los Cuatro Santos Coronados, Mártires (¿306? d.C.).

(8 de noviembre)

En el Martirologio Romano se lee en la fecha de hoy: “En Roma, a cinco kilómetros de la ciudad sobre la Vía Lavicana, el martirio de los santos Claudio, Nicóstrato, Sinforiano, Castorio y Simplicio. Primero estuvieron en la prisión, después fueron horriblemente flagelados con látigos armados con trozos de plomo; finalmente, como nada consiguiese hacerlos apostatar, fueron ahogados en el río por orden de Diocleciano. Igualmente, en la Vía Lavicana el nacimiento para el cielo de los cuatro santos coronados. Estos hermanos, que se llamaban Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, fueron golpeados con látigos emplomados hasta que murieron, en el reinado del mismo emperador. Como sus nombres eran entonces desconocidos (aunque después se supieron por divina revelación), se decidió celebrarlos juntos con el título de los Cuatro Santos Coronados, y así se ha seguido haciendo en la Iglesia, aun después de la revelación de sus nombres.”

Estos dos pasajes, así como las actas en que se basan, crean un problema que no ha llegado todavía a resolverse con certeza. Los nombres de Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, que el Martirologio Romano y el Breviario afirman fueron revelados, están en realidad tomados del martirologio de la diócesis de Albano, donde se celebra la fiesta de los Santos Coronados el 8 de agosto. Por otra parte, en otros documentos se llama a estos santos Claudio, Nicóstrato, Sinforiano y Castorio. Ahora bien, estos cuatro santos, junto con San Simplicio, fueron martirizados en Panonia, durante el reinado de Diocleciano, y no en Roma como afirma el Martirologio Romano.

Existen dos versiones diferentes de la leyenda: las “actas” romanas, que son vagas y de carácter convencional, y las “actas de Panonia”, vividas, interesantes y anteriores a las otras. En estas últimas, como lo hace notar el P-Delehaye, hay una magnífica descripción de las bodegas y talleres imperiales Sirmium (Mitrovic, en Yugoslavia) y Diocleciano aparece no como el monstruo de crueldad del que estamos acostumbrados a oir hablar, sino como un emperador de carácter bastante inestable, pero poseído de una verdadera pasión de construir. Las esculturas y bajo relieves en madera labrados por los cristianos Claudio, Nicóstrato, Sinforiano, Castorio y Simplicio, llamaron tanto la atención del emperador (Simplicio se había convertido al cristianismo, pues creía que la habilidad de sus compañeros de oficio procedía de su religión), que les encomendó cierto número de obras. Los escultores hicieron lo que les había pedido, excepto una estatua de Esculapio, pues eran cristianos (Hay que notar que su cristianismo no les impidió esculpir una estatua del dios sol). El emperador se limitó a confiar la estatua de Esculapio a otro escultor, diciendo: “Ya es bastante que su religión les permita esculpir obras tan bellas.”

Pero la opinión pública empezó a clamar contra Claudio y sus compañeros, quienes fueron finalmente encarcelados por haberse negado a ofrecer sacrificios a los dioses. Sin embargo, Diocleciano y el carcelero Lampadio los trataron bien al principio. Pero Lampadio murió súbitamente y, como sus parientes echasen la culpa a los cinco cristianos, el emperador tuvo al fin que condenarlos a muerte. Así pues, se los encerró en cajas de plomo que fueron arrojadas al río. Tres semanas más tarde, un tal Nicodemo recuperó los cuerpos.

Un año después Diocleciano construyó en Roma, en las termas de Trajano un templo dedicado a Esculapio y ordenó que todos los soldados ofreciesen sacrificios al dios. Cuatro cormculari se rehusaron a ello, por lo cual fueron flagelados con látigos armados con puntas de plomo, hasta que murieron. Sus cadáveres fueron arrojados a la fosa común. San Sebastián* y el Papa Milcíades los recuperaron; más tarde, como los nombres de los mártires hubiesen caído en el olvido, ordenaron que se los conmemorase con los nombres de Claudio, Nicóstrato, Sinforiano y Castorio.

En el Monte Celio, de Roma, se construyó una basílica en honor de los Cuatro Santos Coronados, probablemente durante la primera mitad del siglo V. Dicha basílica llegó a ser y es aún, la iglesia titular de uno de los cardenales. Ciertos indicios parecen indicar que los santos a los que la basílica estaba dedicada eran, en realidad, los mártires de Panonia, aunque ignoramos por qué se suprimió el nombre de Simplicio, y que sus reliquias fueron posteriormente trasladadas a Roma. Ciertos autores opinan que, al cabo de algún tiempo, se supo la verdadera historia de los mártires; entonces algún hagiógrafo, para explicar por qué eran cuatro y no cinco, inventó la leyenda arriba citada, según la cual, los Cuatro Coronados eran romanos y no originarios de Panonia y eran soldados y no escultores. A este propósito, el P. Delehaye comenta que tal invención es “el oprobio de la hagiografía.”

Es muy natural que los gremios de la Edad Media hayan profesado gran devoción a los Cuatro Coronados, que habían sido escultores. En el Museo Británico (MS. Royal XVII.A.i) se conserva un poema en el que se fijan las reglas de un gremio medieval. Tiene una sección titulada Ars quatuor corona-torum, que comienza así:

 

“Oremos ahora al Dios Todopoderoso

y a María, su santa Madre.”

 

* Los nombres de Claudio, Nicóstrato, Sinforiano y Castorio, a los que se añade el e Victorino, ocurren también en la leyenda de San Sebastián. Fueron convertidos por el sacerdote San Policarpo. El Martirologio Romano los menciona el 7 de julio.

 

En seguida narra brevemente la leyenda “de estos cuatro mártires, a los que se honra mucho en este oficio.” Quienes deseen saber más detalles encontrarán

 

“En la leyenda de los santos (i.e el libro Legenda Sanctorum)

los nombres de los cuatro coronados.

Su fiesta se ha de celebrar sin falta

ocho días después de Todos Santos.”

 

Los albañiles ingleses conservan en cierto modo esta tradición. En Inglaterra la revista más seria sobre la construcción tiene el nombre de Ars Quatuor Coronalorum. Beda cuenta que cerca del año 620 se construyó en Canterbury una iglesia dedicada a los Cuatro Santos Coronados.

 

Estaría fuera de lugar discutir aquí detalladamente los problemas arriba mencionados. En Acta Sanctorum, nov., vol. III, el P. Delehaye escribió en 1910 un artículo de treinta y seis páginas in-folio; en él editó el texto de las actas de Panonia, escritas probablemente por un tal Porfirio, así como una recensión del siglo X, escrita por un tal Pedro de Ñapóles. La Depositio Martyrum del siglo IV, confirmada por el Sacramentado Leonino y otros, no deja duda alguna de que en Roma se tributaba culto a estos máritres desde antiguo. Delehaye se inclina absolutamente por la opinión de que el único grupo de mártires que existió realmente fue el de los de Panonia, cuyas reliquias fueron transladadas a Roma y enterradas en la catacumba de la Vía Lavicana (cf. Analecta Bollandiana, vol. XXXII, 1913, pp. 63-71; Les passions des martyrs ..., 1921, pp. 328-344; Elude sur le légendier romain, 1936, pp. 65-73; y CMH., pp. 590-591). Pero otros autores proponen teorías diferentes: Mons. Duchesne, en Mélanges d’archéologie et d’histoire, vol. XXXI, 1911, pp. 231-246; P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, vol. XXIV, 1912, pp. 57-66; y J. P. Kirsch, en Historisches Jahrbuch, vol. XXXVIII, 1917, pp. 72-97.

 

 

San Willehaldo, Obispo De Bremen (789 d.C.)

(8 de noviembre)

Willehaldo era originario de Nortumbría, en Inglaterra. Probablemente se educó en York, pues fue amigo de Alcuino. Después de su ordenación, las conquistas espirituales que muchos de sus paisanos habían hecho para Cristo (como San Wilibrordo en Frieslandia y San Bonifacio en Alemania), le encendieron en deseos de ir a predicar al verdadero Dios en alguna de esas naciones bárbaras. Hacia el año 766, desembarcó en Frieslandia y empezó a predicar en Dokkum, cerca del sitio en que San Bonifacio y sus compañeros habían recibido la corona del martirio el año 754. (El Martirologio Romano afirma, erróneamente, que Willehaldo fue discípulo de San Bonifacio). Después de bautizar a algunos conversos, el santo se internó hacia la región de Overyssep, sin dejar de predicar por el camino. En Humsterland, Willehaldo y sus compañeros estuvieron a punto de perecer, ya que los habitantes echaron suertes para decidir si debían exterminarlos Pero Dios dispuso que la suerte los favoreciese. En vista de ese incidente, San Willehaldo juzgó más prudente volver a Drenthe y trabajar en los alrededores de Utrecht, cuyos habitantes eran menos hostiles. A pesar de la obra llevada a cabo por San Wilibrordo y sus sucesores, quedaban todavía muchos paganos por convertir. Desgraciadamente, el celo indiscreto de algunos misioneros hizo más mal que bien. En efecto, ciertos compañeros de Willehaldo demolieron los templos de los paganos, quienes se enfurecieron tanto, que decidieron darles muerte. Uno de ellos descargó con tal fuerza su espada sobre el cuello del santo, que su cabeza habría ido a dar muy lejos, a no ser porque el acero pegó contra un grueso cordón del que llevaba siempre colgado un relicario, lo que le salvó la vida, según dice su biógrafo. Este incidente se parece sospechosamente al que se cuenta de San Wilibrordo en la isla de Walcheren.

Habiendo tenido tan poco éxito entre los frisios, San Willehaldo se trasladó a la corte de Carlomagno, quien el año 780, le envió a evangelizar a los sajones, a los que acababa de someter. El santo se dirigió a los alrededores de la actual Bremen y fue el primer misionero que cruzó el Weser. Algunos de sus compañeros llegaron hasta más allá del Elba. Durante algún tiempo, todo iba perfectamente, pero el año 782, Los sajones se rebelaron contra los francos y mataron a todos los misioneros que cayeron en sus manos. San Wilehaldo huyó por mar a Frieslandia. Poco después, aprovechó una oportunidad para trasladarse a Roma a informar al Papa Adriano I acerca del estado de su misión. Después pasó dos años en el monasterio de Echternach, que San Wilibrordo había fundado. Ahí reunió a sus compañeros de misión, a los que la guerra había dispersado, e hizo una copia de las Epístolas de San Pablo.

Carlomagno ahogó en sangre la rebelión de los sajones. Willehaldo regresó entonces a la región que se extiende entre el Weser y el Elba, donde fundó numerosas iglesias. El año 787, Carlomagno le nombró obispo de los sajones. El santo fijó su residencia en Bremen. Según parece, dicha ciudad se fundó por aquella época. El celo de San Willehaldo en la predicación era ilimitado. El 19 de noviembre de 789 consagró su catedral, construida de madera, en honor de San Pedro. Algunos días más tarde, cayó gravemente enfermo. Uno de sus discípulos le dijo llorando: “No abandonéis vuestro rebaño a la furia de los lobos.” El respondió: “¿Cómo podéis impedirme que vaya a Dios? Dejo a mis ovejas en las manos de Aquél que me las confió, cuya misericordia es capaz de protegerlas.” Su sucesor le sepultó en la nueva iglesia de piedra construida en Bremen. San Willehaldo fue el último de los grandes misioneros ingleses del siglo VIII.

 

Casi todos los datos que poseemos sobre San Willehaldo provienen de una biografía latina escrita hacia el año 856 por un clérigo de Bremen. Antiguamente, se atribuía esa biografia a San Anscario; actualmente se ha abandonado esa teoría, aunque parece que  San Anscario escribió la relación de los milagros que acompaña a la biografía. El mejor texto de ambos documentos es el que publicó A. de Poncelet en Acta Sanctorum, nov.,

 

 

San Teodoro Tiro, Mártir (¿306? p.C).

(9 de noviembre)

Un antiguo panegírico, que se atribuye a San Gregorio de Nissa, pronunciado el día de la fiesta de San Teodoro, comienza agradeciendo a su intercesión el haber preservado al Ponto de las incursiones de los escitas, quienes habían asolado a todas las provincias circundantes. El panegirista implora la protección del santo, diciendo: “Como soldado, defiéndenos; como mártir, habla por nosotros y alcánzanos la paz. Si necesitamos de otros intercesores, reúne a tus hermanos en el martirio y ruega con ellos por nosotros. Mueve a Pedro y a Pablo y a Juan, a mostrar su solicitud por las iglesias que ellos fundaron. Que no brote herejía alguna y que la cristiandad se convierta en un campo fecundo, gracias a tu intercesión y a la de tus compañeros.” El panegirista afirma que la intercesión del mártir arrojaba a los demonios y curaba a los enfermos. Los peregrinos solían acudir al santuario para admirar los frescos de la vida del santo que había en él; después se acercaban al sepulcro, cuyo contacto consideraban como una fuente de bendiciones y recogían un poco del polvo de aquel sitio para conservarlo como un tesoro. Cuando se les permitía tocar las reliquias, se las aplicaban con gran reverencia a los ojos, a la boca y a las orejas. “Hablan al santo como si estuviese presente y elevan sus oraciones a aquél que está junto a Dios y, puede obtener todas las gracias que quiera.” El panegirista pasa después a referir la vida y el martirio de San Teodoro.

Este mártir, cuyo santuario era un gran centro de devoción en Eucaíta, se alistó cuando era joven en el ejército romano. Entonces se le dio el sobrenombre de “Tiro” (el recluta), probablemente porque pertenecía a la Cohors tironum. Según la leyenda más antigua, la legión de Teodoro fue enviada a los cuarteles de invierno del Ponto. Hallándose en Amasea, el santo se negó a participar en los ritos idólatras de sus compañeros. Fue entonces conducido ante el gobernador de la provincia y el tribuno de su legión, quienes le preguntaron cómo se atrevía a profesar una religión que los emperadores habían condenado bajo pena de muerte. El replicó valientemente: “No conozco a vuestros dioses. Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, es mi único Dios. Si mis palabras os ofenden, cortadme la lengua. Todo mi cuerpo está pronto a ofrecerse en sacrificio, si Dios lo quiere así.” Por el momento le pusieron en libertad, pero Teodoro, que quería a toda costa probar a los jueces que su resolución era inflexible, incendió un templo pagano. Cuando compareció por segunda vez ante el gobernador y su ayudante, profesó la fe antes de que tuviesen tiempo de preguntarle algo. Los jueces trataron de doblegarle con amenazas y promesas, pero no se dejó convencer. Así pues, fue brutalmente flagelado y sometido a toda clase de torturas, en medio de las cuales conservó su serenidad, finalmente, los jueces le remitieron a la prisión, donde los ángeles entraron a consolarle por la noche. Después de otro interrogatorio, los jueces le condenaron a perecer quemado vivo. Una dama, llamada Eusebia, recogió sus cenizas y las sepultó en Eucaíta.

Esta leyenda no merece crédito alguno, pero se refiere ciertamente a un mártir real, aunque no sabemos si era o no soldado. Con el tiempo, las “actas” de su martirio se enriquecieron con detalles fantásticos, y Teodoro llegó a ser uno de los más famosos “santos soldados”, incluido entre los “Grandes Mártires” de oriente. La leyenda acabó por ser tan complicada y contradictoria que, para explicar los hechos, hubo que inventar la existencia de otro soldado del mismo nombre: San Teodoro de Heraclea (7 de febrero). La popularidad de San Teodoro Tiro era tan grande, que treinta y ocho de los famosos ventanales del coro de la catedral de Chartres, que datan del siglo XIII, representan escenas de su vida. A él está también dedicada la iglesia de San Teodoro (“Toto”) situada al pie del Palatino. El 17 de febrero del año 971 (día de al fiesta del santo en el oriente), el emperador Juan Zimiskes ganó una importante batalla contra los rusos, en Doristolon y atribuyó su victoria al hecho de que el santo había capitaneado sus huestes; a raíz de ese triunfo, el emperador reconstruyó la iglesia de San Teodoro en Eucaíta y dio a la ciudad el nombre de Teodorópolis. En el oriente se venera todavía mucho a San Teodoro, y su nombre figura en la “preparación” de la liturgia bizantina, junto con el de otros dos santos guerreros: San Jorge y San Demetrio.

 

El P. Delehaye estudió a fondo el caso de San Teodoro. En su obra, Les légendes grecques des saints militaires, editó cinco versiones diferentes del martirio y los milagros del santo y las discutió ampliamente. La alusión más antigua al culto del santo se halla en el sermón que se atribuye a San Gregorio de Nissa. Aunque no se puede afirmar con absoluta certeza que San Gregorio haya sido el autor, el panegírico es ciertamente muy antiguo. Puede verse en Migne, PG., vol. XIII, pp. 736-738; también se encuentra en Acta Sanctorum, nov. vol. IV, donde Delehaye estudia otra vez muy a fondo las leyendas de Teodoro el recluta y Teodoro el general; también edita ahí muchas versiones de las acias, unas en griego y otras en latín, para ilustrar la forma en que las leyendas se fueron diversificando y multiplicando. Véase nuestro artículo sobre Teodoro el general, el 7 de febrero. Mons. Wilpert sostiene que en el mosaico de la iglesia de San Teodoro en Roma, están representados, por separado, el general y el recluta, pero no todos los autores están de acuerdo con tal identificación. Véase sobre este punto Analecta Bollan-diana, vol. xlii (1925), p. 389; sobre los milagros de San Teodoro, cf. ibid., pp. 41-45. En Anatolian Studies presented to Sir. W. M. Ramsay (1923), hay otro estudio del P. Delehaye sobre Eucháita et St Théodore (pp. 129-134). Künstle (Ikonographie, vol. II, PP-551-552), estudia la figura de San Teodoro en el arte, pero los estudios de los mosaicos orientales, llevados a cabo por Diehl, Bréhier, de Jerphanion y otros expertos, son todavía más importantes.

 

 

San Agripino, Obispo (Fines del Siglo III)

(9 de noviembre)

Dice el Martirologio Romano: “En Ñapóles de Campania, San Agripino, obispo, célebre por sus milagros.”

En el siglo IX, el autor de la Gesta episcoporum neapolitanorum nos da la sucesión de los obispos de Ñapóles, haciendo breves elogios de cada uno en términos vagos. El de Agripino, sexto de la lista, más cálido que el de los otros, nos revela la popularidad del santo: “Agripino, obispo, patriota, defensor de la ciudad, no cesa de rogar a Dios por nosotros, sus servidores. Acrecentó el rebaño de los que creen en el Señor y los reunió en el seno de la Santa Madre Iglesia. Por esto mereció oír las palabras: Bien está siervo bueno, puesto que has sido fiel en las cosas pequeñas, te constituiré sobre las grandes; entra en el o de tu Señor. Sus restos fueron transportados finalmente a la Estefanía, en donde reposan con honor.”

Agripino vivió a fines del siglo III. No se puede precisar nada, ni dar e1 más mínimo detalle sobre su actividad. La traslación a la que hace mención el autor de la Gesta, la efectuó el obispo Juan, que gobernó la sede durante siete años. Sus reliquias, que estaban en un oratorio de las catacumbas de San Genaro, fueron llevadas a la Estefanía, iglesia construida al fin del siglo V. En 1744, el cardenal José Spinelli, deseando identificar las reliquias de su catedral, encontró una urna de mármol con esta inscripción: “Reliquias dudosas que se piensa sean del cuerpo de San (divus) Agripino.”

Durante los siglos IX y X, muchos autores consignaron el relato de los milagros obtenidos por la intercesión de San Agripino, quien en la actualidad es casi tan famoso como San Genaro.

 

Ver Hagiographia latina, nn. 174-177; Acta Sanctorum, 9 de noviembre, vol. IV, pp. 118-128; B. Capasso, Monumenta ad Neapolitani ducatus historiam pertinentia, vol. I, pp. 239 322-329; Mazochius, De sanctorum Neapolitanae Ecclesiae episcoporum cultu, vol. I, Ñapóles, 1753, pp. 38-40; H. Achelis, Die Katakomben von N capel, Leipzig, 1936, pp 5-6, 28-29; H. Delehaye, Hagiographie napolitaine, en Analecta Bollandiana, vol. LVIII, 1939, pp. 30-140; F. Lanzoni, Le diócesi a” Italia, p. 225.

 

 

San Benigno, Obispo (467 d.C.)

(9 de noviembre)

Se cuenta que San Patricio, en el curso de su viaje de la localidad irlandesa de Saúl a la de Tara, se detuvo algunos días en la casa de un reyezuelo llamado Secnan, en Meath, y le convirtió con toda su familia. Las enseñanzas del santo impresionaron particularmente a Benigno, el hijo de Secnan. Se cuenta que el niño iba a dejar flores sobre el lecho de San Patricio cuando éste dormía. En el momento en que San Patricio se disponía a partir de Meath, Benigno se echó a sus pies y le rogó que le llevase consigo; así lo hizo el santo, y Benigno llegó a ser su discípulo más querido y su sucesor. San Benigno se distinguió por su bondad y buen carácter y por su habilidad en el canto; por eso, el pueblo le llamaba “el salmista de Patricio.” A él se atribuye la evangeliza-tión de Clare y Kerry, de donde pasó más tarde a Connaught. Se cuenta también que San Patricio fundó una iglesia en Drumlease. en la diócesis de Kil-more, cuyo cuidado confió a San Benigno, quien la gobernó durante veinte años. Parece cierto que San Benigno era la mano derecha de San Patricio; juntos compusieron el código de leyes conocido con el nombre de Senchus Mor, y, después de la muerte de éste su discípulo se convirtió en el principal obispo de Irlanda.

Guillermo de Malmesbury cuenta que San Benigno renunció a su cargo e1 año 460 y se trasladó a Glastonbury, donde se reunió con San Patricio,  u maestro le envió a vivir en una ermita y le ordenó que construyese su celda en el sitio en que su báculo floreciese. El milagro tuvo lugar en un sitio pantanoso, llamado Feringmere, donde murió y fue sepultado San Benigno. En 1901, sus reliquias fueron trasladadas a la abadía de Glastonbury. Evidentemente que se trasladaron los restos de un ser humano en esa ocasión, pero carece de valor histórico la leyenda que relaciona a San Patricio y San Benigno con Glastonbury.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. IV, pp. 145-188, el P. Paul Grosjean hizo el prirner intento serio por escribir una biografía real de San Benigno. Dicho autor publicó la bio-grafía irlandesa hasta entonces inédita, cuyo único manuscrito, copiado por Miguel O”Qery se halla en Bruselas. Se trata más bien de un panegírico que de una biografía; ciertos párrafos están escritos en verso y el contenido se reduce prácticamente a una serie Je extravagantes milagros. Como se ve, la obra no es muy informativa. Los detalles de la vida de San Benigno se encuentran dispersos en los documentos sobre San Patricio, publicados en colecciones como The Tripartite Life (Rolls Series). Lo que Guillermo de Malmesbury y Juan de Tynemouth cuentan sobre San Benigno es de poco valor, ya que se basan principalmente en las leyendas de Glastonbury; el deán Armitage Robinson ha demostrado cuan poco valor tienen estas últimas, en Two Glastonbury Legends. Acerca de The Book of Rights, que se atribuye a San Benigno, véase Eoin MacNeill, Celtic Ireland, pp. 73-95. Acerca del Senchus Mor, cf. Haddan y Stubbs, Councils, vol. II, pp. 339 ss.; y Bury, Life of St Patrick, pp. 355-357. Es curioso que el Félire de Oengus no mencione a San Benigno. Véase al P. Grosjean, An Early Fragment on St Patrick... in the Life of St Benen, en Seanchas Ardmhacha, vol. I, n. 1 (Armagh, 1954), pp. 31-44.

 

 

San Viton, Obispo De Verdón (c. 525 d.C.)

(9 de noviembre)

El obispo San Fermín murió cuando Clodoveo tenía sitiada su ciudad episcopal y se cuenta que, después de tomar Verdún, el monarca nombró obispo al anciano San Euspicio. Pero éste, que quería ser monje, se negó a aceptar el cargo y propuso a su sobrino Vitón, quien fue elegido en su lugar. El episcopado de San Vitón duró más de veinticinco años. Se cuenta que convirtió a los paganos que quedaban en su diócesis. Sin embargo, los datos que poseemos sobre la vida del santo son legendarios. Por ejemplo, se dice que acabó con un dragón ahogándolo en el Mosa. Actualmente, se recuerda sobre todo a San Vitón, por la importante comunidad de benedictinos que lleva su nombre. En efecto, se dice que el santo fundó fuera de las murallas de Verdún un seminario. El año 952, los edificios pasaron a manos de los benedictinos, quienes consagraron la iglesia abacial a San Vitón (Saint-Vanne). En 1600, el prior de la abadía, Dom Didier de la Cour, llevó a cabo una profunda reforma, a raíz de la cual las abadías de Saint-Vanne y de Moyenmoutier, se convirtieron en el centro de un grupo de abadías reformadas en Lorena, Champagne y Bor-goña, que constituyeron la nueva congregació.n de San Vitón y San Hidulfo, en 1604. Catorce años más tarde, los monasterios franceses se separaron para formar la congregación de San Mauro. Ambas congregaciones fueron suprimidas durante la Revolución, pero en 1837, resucitaron para formar con Cluny la congregación de Solesmes. La fiesta de San Vitón se celebra en las abadías de dicha congregación y en Verdún.

 

Existe el manuscrito de una biografía latina todavía inédita, de la que Mabillon habla en Acta Sanctorum O.S.B., vol. VI, pte. 1, pp. 496-500. Como dicha biografía data de cinco siglos después de la muerte de San Vitón, Mabillon juzgó que no valía la pena publicarla, aunque editó una corta colección de milagros obrados en el santuario del santo. Surio publicó un compendio de la biografía. Véase también Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. III, p. 70. Acerca de Moyenmoutier y la reforma, cb. Gallia Christiana, vol. XIII, pp. 1165 ss.; y L. Jérome, L”Abbaye de Moyenmoutier (1902).

 

 

Santa Teoctiste, Virgen (Sin Fecha).

(10 de noviembre)

El martirologio Romano menciona hoy la muerte de Santa Teoctiste en la isla de Paros. Sin embargo, los bolandistas opinan que se trata de una pura fábula, de una imitación de la historia de los últimos años de Santa María Egipcíaca, de una “novela piadosa escrita por algún ocioso para alimentar el apetito religioso de la gente sencilla.” Según esa leyenda, el año 902, un tal Nicetas partió en la expedición capitaneada por el almirante Himerio contra los árabes de Creta. Ahí fue a visitar las ruinas de la iglesia de Nuestra Señora de Paros y conoció a un anciano sacerdote que había vivido como ermitaño en la isla durante treinta años. El ermitaño habló a Nicetas de la crueldad de los árabes y le refirió lo que un hombre llamado Simón le había contado algunos años antes, acerca de Teoctiste. Simón había ido con algunos amigos a cazar a Paros. Cuando se habían adentrado en la isla, oyeron una voz que les decía: “No os acerquéis más. Soy una mujer y sentiría vergüenza de que me vieseis, pues, estoy desnuda.” Los asombrados cazadores arrojaron una capa en dirección al arbusto de donde procedía la voz y a poco vieron salir a una mujer. Esta les contó que se llamaba Teoctiste y que había vivido en Lesbos, con su familia. Los árabes la habían raptado y llevado a Paros, donde había conseguido escapar y ocultarse en el bosque hasta la partida de sus captores. Esto había acontecido treinta años antes. Desde entonces, Teoctiste había vivido como anacoreta, alimentándose de plantas y frutos. Los vestidos se le habían ido cayendo en pedazos. Hasta entonces, no había podido asistir a la misa ni recibir la Eucaristía, de suerte que rogó a Simón que regresara a traerle la comunión. Al año siguiente, Simón y sus compañeros le llevaron la comunión en una píxide. Teoctiste la recibió rezando el Nunc dimittis. Poco después, los cazadores volvieron a despedirse de ella y la encontraron agonizante. Antes de darle sepultura, Simón le cortó una mano para llevársela corno reliquia. Pero, cuando se embarcó, la nave no pudo alejarse de la costa hasta que Simón restituyó la mano, que se soldó milagrosamente al brazo. Cuando los compañeros de Simón acudieron a presenciar esa maravilla, el cadáver había desaparecido.

Antiguamente, se creía que el hombre que había oído esta leyenda de labios del ermitaño, era Simeón Metafrasto, el gran compilador bizantino de leyendas hagiográficas, porque la fábula de Teoctiste forma parte de su colección. Pero en realidad, Simeón se limitó a copiarla tal como la había escrito Nicetas; lo único que añadió fue un prefacio de tono edificante, en el que no aclara suficientemente si los hechos, narrados en primera persona, se referían a él. Simeón Metafrasto, cuyo nombre figura en los “menaia” griegos el 28 de este mes, vivió unos cincuenta años después de la expedición de Himerio.

 

En Acta Sanctorum, nov., vol. IV (9 de nov.), Delehaye estudia muy a fondo la cuestión, edita el original griego de Nicetas tomándolo de diversos manuscritos, y hace notar las variantes del texto de Metafrasto. Véase también Legends of the Saints, p. 88.

 

 

Santos Trifon, Respicio y Ninfa, Mártires (Fecha Desconocida).

(10 de noviembre)

Los nombres de estos tres santos figuran juntos en el Martirologio Romano, porque las presuntas reliquias de los tres se conservan en la iglesia del hospital del Espíritu Santo de Roma. Se dice que Trifón era frigio y que de niño, pastoreaba una parvada de gansos. Sobre Respicio no sabemos nada. La primera vez que su nombre aparece unido al de Trifón, es en una “pasión” del siglo XI, que un monje de Fleury copió de otras más antiguas. Se trata de una novela histórica sobre la ejecución de unos mártires que murieron en Nicea durante la persecución de Decio, según se dice. Una versión afirma que Santa Ninfa era una doncella palermitana que huyó a Italia y fue martirizada en Porto, en el siglo IV. Otra versión refiere que, cuando los godos volvieron a Sicilia en el siglo VI, Ninfa huyó de Palermo a Toscana, donde sirvió santamente a Dios y murió apaciblemente en Savona.

 

Aunque Ruinart incluyó las actas de Trifón y Respicio en su Acta Sincera, Delehaye afirma en Acta Sanctorum, nov., vol. IV, que todas las versiones del relato de la vida, el martirio y los milagros de estos santos son muy poco satisfactorias. Harnack, Chronologie der altchristlichen Litteratur, vol. II, p. 470 opina como Delehaye, quien publicó en su artículo los principales textos griegos y latinos. Trifón era un santo muy popular en la Iglesia griega, que celebra su fiesta el 15 de febrero. Véase P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, vol. XIX, pp. 45-74; y Arnauld en Echos d”Orient, 1900, pp. 201-205.

 

 

San Aedo Mac Bricc, Obispo (589 D.C.).

(10 de noviembre)

Cuando nació San Aedo, hijo de Brecc de Hy Neill, acontecieron muchos sucesos maravillosos y un extranjero predijo que sería grande a los ojos de Dios. Como el padre de Aedo le destinaba al estado laico, no le envió a la escuela, sino que le puso a trabajar en sus tierras. Un día, San Brendano de Birr y San Canicio ayudaron al joven a buscar una piara de cerdos que se había extraviado. Cuando murió Brecc, los hermanos de Aedo le privaron de su patrimonio. El joven, para obligarlos a que le entregasen sus bienes, se robó a una doncella de la casa y huyó con ella a Rathlihen de Offaly. Pero el obispo local, San Ilatan, le instó para que renunciase a su herencia y dejase partir a la doncella. Así lo hizo Aedo, quien se quedó con el obispo. Algún tiempo después, San Ilatan tuvo una visión mientras su discípulo araba el campo y, a raíz de ella, le envió a fundar un monasterio en su región de origen. Se dice que la principal de las fundaciones de San Aedo fue Cilláir, en Westmeath, pero su influencia se dejó sentir en sitios bastante alejados de ahí.

Se cuentan muchos milagros de San Aedo. Algunos son muy extravagantes. Por ejemplo, se dice que poseía el don de curar a los enfermos, que en varias ocasiones fue arrebatado por el aire (aun con su carro), que transformó el agua en vino y que resucitó a tres personas que habían sido degolladas por unos bandoleros. También se cuenta que Santa Brígida (o un hombre) fue a él a pedirle que la curase de un dolor crónico de cabeza y que el santo consiguió que Dios le pasase el dolor a él. De San Aedo, como de San Odón de Cluny, se refiere que, en una ocasión, vio a una joven lavarse la cabeza después de las vísperas del sábado (es decir cuando ya había comenzado el descanso dominical); el santo ordenó que se le cayese el cabello hasta que se arrepintiese de haber quebrantado el precepto del descanso dominical. Poco antes de su muerte, al santo dijo a uno de sus monjes: “Preparaos a emprender conmigo el viaje al cielo.” El monje no tenía el menor deseo de morir. En cambio, un campesino que se hallaba presente exclamó: “Pluguiese a Dios mandarme ir con vos.” El santo le dijo: “Id a lavaros y preparaos.” Así lo hizo el campesino y volvió a acostarse en el lecho de San Aedo. Ambos murieron juntos. En ese mismo momento, San Colomba, que se hallaba en la lejana lona, vio volar al cielo el alma de San Aedo y comunicó la noticia a sus hermanos.

 

Existen tres biografías latinas de San Aedo, pero ninguna en irlandés. El P. Grosjean publicó íntegros los textos latinos en Acta Sanctorum, nov., vol. IV. Fue la primera edición completa del segundo texto, del que C. Plummer había citado algunos fragmentos cuando publicó la tercera biografía, en VSH., vol. I, pp. 34-35. La segunda biografía difiere poco de la primera, que se conserva en el Codex Salmaticensis y fue publicada en 1888. Las copiosas notas del P. Grosjean confieren gran valor a su artículo. Véase también el prefacio de Plummer a VSH., vol. I, pp. XXVI-XXVII, y G. Stokes, en “Journal” de la R. Soc. of Antiq., artículo Irlanda, vol. XXVI (1896), pp. 325-335. Según parece, el pueblo solía invocar a San Aedo contra los dolores de cabeza; cf. J. F. Kenney, Sources, vol. I, p. 393.

 

 

San Justo, Arzobispo de Canterbury (c. 627 D.C.)

(10 de noviembre)

San justo formaba parte del grupo de misioneros que el Papa San Gregorio Magno envió el año 601 a ayudar a San Agustín en Inglaterra. Tres años después, San Agustín le consagró primer obispo de Rochester. El rey Etelberto construyó ahí una iglesia dedicada a San Andrés, porque los misioneros romanos venían de la iglesia de San Andrés de la Colina Coeli. Cuando San Lorenzo sucedió a San Agustín en la sede de Canterbury, San Justo escribió junto con él y con San Melitón de Londres una carta a los obispos y abades irlandeses, invitándolos a adoptar ciertas costumbres romanas. Dichos santos escribieron otra semejante a los británicos cristianos. A propósito de esta última, dice irónicamente Beda: “Todavía puede verse lo que en realidad consiguieron con eso.”

El año 616, después de la muerte del rey Etelberto, se desató una reacción de los paganos en Kent y entre los sajones del este. Viendo eso, San Lorenzo, San Justo y San Melitón, decidieron retirarse algún tiempo, pues no podían hacer ningún bien en tanto que durase la oposición de los príncipes paganos. San Justo y San Melitón partieron a la Galia. Un año más tarde, San Justo volvió a Inglaterra, ya que San Lorenzo, movido por una aparición de San Pedro, había conseguido convertir al rey Edbaldo de Kent. San Justo fue elegido arzobispo de Canterbury el año 624. El Papa Bonifacio V le envió el palio, junto con una carta en la que le delegaba el derecho patriarcal de consagrar obispos para Inglaterra. En dicha carta, el Pontífice deja ver la estima que profesaba a San Justo, pues habla de “la perfección a que ha llegado vuestra obra”, de la promesa de Dios de estar con quienes le sirven fielmente (“Su misericordia se ha complacido en manifestar particularmente en vuestro ministerio el cumplimiento de esa promesa”) y de la “gran paciencia” de San Justo. La carta concluye de esta manera: “Así pues, hermano mío, debéis esforzaros por conservar con perfecta lealtad lo que la Santa Sede os ha confiado, en prenda de lo cual os enviamos este símbolo de autoridad (es decir, el palio) para que lo llevéis sobre los hombros... Que Dios os guarde, queridísimo hermano.” San Justo murió poco después. Antes de morir, consagró a San Paulino y le mandó acompañar a Etelburga de Kent cuando ésta partió al norte a contraer matrimonio con el rey Edwino de Nortumbría, que era pagano. Como lo hace notar Beda, esa alianza “fue la ocasión para que el país abrazara la fe.” La diócesis de Southwark celebra la fiesta de San Justo.

 

La principal fuente sobre la vida de San Justo es la Historia Ecclesiastica de Beda (edic. y notas de Plummer). Delehaye publicó en Acta Sanctorum, nov., vol. IV, la biografía escrita por Goscelin en el siglo XI. Acerca de las reliquias de los primeros arzobispos de Canterbury, véase W. St John Hope, Recent Discoveries in the Abbey Church of St Austin at Canterbury (1916). En el sacramentario irlandés conocido con el nombre de Stowe Missal figuran los nombres de Justo, Melitón y Lorenzo, pero no el de San Agustín.

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San Martin, Obispo de Tours (397 d.C.).

(10 de noviembre)

El gran San Martín, gloria de las Galias y lumbrera de la Iglesia de occidente en el siglo IV, nació en Sabaria de Panonia. Sus padres, que eran paganos, fueron más tarde a establecerse a Pavía. Su padre era un oficial del ejército, que había empezado como soldado raso. Es curioso notar que San Martín ha pasado a la historia como “santo militar.” Como era hijo de un veterano, a los quince años, tuvo que alistarse en el ejército contra su voluntad. Aunque no era todavía cristiano bautizado, vivió algunos años más como monje que como soldado. Cuando se hallaba acuartelado en Amiens, tuvo lugar el incidente que ha hecho tan famoso al santo en la historia y en el arte. Un día de un invierno muy crudo, se encontró en la puerta de la ciudad con un pobre hombre casi desnudo, que temblaba de frío y pedía limosna a los transeúntes. Viendo Martín que las gentes ignoraban al infeliz mendigo, pensó que Dios le ofrecía la oportunidad de socorrerle; pero, como lo único que llevaba eran sus armas y su uniforme, sacó su espada, partió su manto en dos y regaló una de las mitades al mendigo, guardando la otra para sí. Algunos de los presentes se burlaron al verle vestido en forma tan ridícula, pero otros quedaron avergonzados de no haber socorrido al mendigo. Esa noche, Martín vio en sueños a Jesucristo vestido con el trozo del manto que había regalado al mendigo y oyó que le decía: “Martín, aunque sólo eres catecúmeno, me cubriste con tu manto.” Sulpicio Severo, discípulo y biógrafo del santo, afirma que Martín se había hecho catecúmeno a los diez años, por iniciativa propia, y que, en cuanto tuvo la visión que acabamos de describir, “voló a recibir el bautismo.”

Sin embargo, no abandonó inmediatamente el ejército. Pero después de la invasión de los bárbaros, cuando se presentó ante su general Julián César con sus compañeros para recibir su parte del botín, se negó a aceptarla y le dijo: “Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame en adelante servir a Jesucristo. Reparte el botín entre los que van a seguir luchando; yo soy soldado de Jesucristo y no me es lícito combatir.” El general se enfureció y le acusó de cobardía. Martín replicó que estaba dispuesto a marchar al día siguiente a la batalla en primera fila y sin armas en el nombre de Jesucristo. Julián César le mandó encarcelar, pero pronto se llegó a un armisticio con el enemigo, y Martín fue dado de baja en el ejército. Inmediatamente, se dirigió a Poitiers, donde San Hilario era obispo y el santo doctor le acogió gozosamente entre sus discípulos.*

Una noche, mientras dormía, recibió Martín la orden de partir a su patria. Cruzó los Alpes, donde logró escapar de unos bandoleros en forma extraordinaria, llegó a Panonia y ahí convirtió a su madre y a algunos otros parientes y amigos, pero su padre persistió en la infidelidad. En la Iliria se opuso con tal celo a los arríanos, que fue flagelado públicamente y expulsado de la región. En Italia se enteró de que los arríanos triunfaban también en la Galias y habían desterrado a San Hilario, de suerte que se quedó en Milán. Pero el obispo arriano, Auxencio, le expulsó de la ciudad. Entonces, el santo se retiró, con un sacerdote, a la isla de Gallinaria, en el Golfo de Genova, y ahí permaneció hasta que San Hilario pudo volver a Poitiers, el año 360. Como Martín se sintiese llamado a la soledad, San Hilario le cedió unas tierras en el actual Ligugé. Pronto fueron a reunirse con él otros ermitaños. La comunidad (según la tradición, fue la primera comunidad monástica de las Galias) se convirtió, con el tiempo, en un gran monasterio que existió hasta 1607; en 1852, lo ocuparon los benedictinos de Solesmes. San Martín pasó ahí diez años, dirigiendo a sus discípulos y predicando en la región, donde se le atribuyeron muchos milagros. Hacía el año 371, los habitantes de Tours decidieron elegirle obispo, como él se negase a aceptar el cargo, los habitantes de Tours le llamaron con el pretexto de que fuese a asistir a un enfermo y aprovecharon la ocasión para llevarle por la fuerza a la iglesia. Algunos de los obispos a quienes se había convocado para la elección, argüyeron que la apariencia humilde e insignificante de Martín le hacía inepto para el cargo, pero el pueblo y el clero no hicieron caso de tal objeción.

San Martín siguió viviendo como hasta entonces. Al principio, fijó su residencia en una celda de las cercanías de la iglesia, pero como los visitantes le interrumpiesen constantemente, acabó por retirarse a lo que fue más tarde la famosa abadía de Marmoutier. El sitio, que estaba entonces desierto, tenía por un lado un abrupto acantilado y por el otro, un afluente del Loira. Al poco tiempo, habían ya ido a reunirse con San Martín ochenta monjes y no pocas personas de alta dignidad. La piedad, los milagros y la celosa predicación del santo, hicieron decaer el paganismo en Tours y en toda la región. San Martín destruyó muchos templos, árboles sagrados y otros objetos venerados por los paganos. En cierta ocasión, después de demoler un templo, mandó derribar también un pino que se erguía junto a él. El sumo sacerdote y otros paganos

 

*  Sobre este punto, la narración de Sulpicio Severo ofrece considerables dificultades cronológicas.

 

aceptaron derribarlo por sí mismos, con la condición de que el santo, que tanta confianza tenía en el Dios que predicaba, aceptase colocarse junto al árbol en el sitio que ellos determinasen. Martín accedió y los paganos le ataron al tronco. Cuando estaba a punto de caer sobre él, el santo hizo la señal de la cruz y el tronco se desvió. En otra ocasión, cuando demolía un templo en Antun, un hombre le atacó, espada en mano. El santo le presentó el pecho, pero el hombre perdió el equilibrio, cayó de espaldas y quedó tan aterrorizado, que pidió perdón al obispo. Sulpicio Severo narra éstos y otros hechos milagrosos, algunos de los cuales son tan extraordinarios, que el propio Sulpicio Severo dice que, ya en su época, no faltaban “hombres malvados, degenerados y perversos” que se negaban a creerlos. El mismo autor refiere algunas de las revelaciones, visiones y profecías con que Dios favoreció a San Martín. Todos los años, solía el santo visitar las parroquias más lejanas de su diócesis, viajando a pie, a lomo de asno o en barca. Según su biógrafo, extendió su apostolado desde la Turena hasta Chartres, París, Antun, Sens y Vienne, donde curó de una enfermedad de los ojos a San Paulino de Ñola. En cierta ocasión en que un tiránico oficial imperial llamado Aviciano llegó a Tours con un grupo de prisioneros y se disponía a torturarlos al día siguiente, San Martín partió apresuradamente de Marmoutier para interceder por ellos. Llegó cerca de la medianoche e inmediatamente fue a ver a Aviciano, a quien no dejó en paz sino hasta que perdonó a los prisioneros.

En tanto que San Martín conquistaba almas para Cristo y extendía, pacíficamente su Reino, los priscilianistas, que constituían una secta gnóstico-maniquea fundada por Prisciliano, empezaron a turbar la paz en las Calías y en España. Prisciliano apeló al emperador Máximo de la sentencia del sínodo de Burdeos (348), pero Itacio, obispo de Ossanova, atacó furiosamente al hereje y aconsejó al emperador que le condenase a muerte. Ni San Ambrosio de Milán ni San Martín, estuvieron de acuerdo con la actitud de Itacio, quien no sólo pedía la muerte de un hombre, sino que además mezclaba al emperador en los asuntos de la jurisdicción de la Iglesia. San Martín exhortó a Máximo a no condenar a muerte a los culpables, diciéndoles que bastaba con declarar que eran herejes y estaban excomulgados por los obispos. Pero Itacio, en vez de aceptar el parecer de San Martín, le acusó de estar complicado en la herejía. Sulpicio Severo comenta a este propósito que esa era la táctica que Itacio solía emplear contra todos aquéllos que llevaban una vida demasiado ascética para su gusto. Máximo prometió, por respeto a San Martín, que no derramaría la sangre de los acusados; pero, una vez que el santo obispo partió de Tréveris, el emperador acabó por ceder y dejó en manos del prefecto Evodio la decisión final. Evodio, por su parte, viendo que Prisciliano y algunos otros eran realmente culpables de algunos de los cargos que se les hacían, los mandó decapitar. San Martín volvió más tarde a Tréveris a interceder tanto por los priscilianistas españoles, que estaban bajo la amenaza de una sangrienta persecución, como por dos partidarios del difunto emperador Graciano. Eso le puso en una situación muy difícil, en la que le pareció justificado mantener la comunión con el partido de Itacio, pero más tarde tuvo ciertas dudas sobre si se había mostrado demasiado suave al proceder así.*

 

* San Siricio, Papa, censuró tanto al emperador como a Itacio por su actitud en el asunto de los priscilianistas. Fue ésa la primera sentencia capital que se impuso por herejía, y el resultado fue que el priscilianismo se difundió por España.

 

San Martín tuvo una revelación acerca de su muerte y la predijo a sus discípulos, los cuales le rogaron con lágrimas en los ojos que no los abandonase. Entonces el santo oró así: “Señor, si tu pueblo me necesita todavía, estoy dispuesto a seguir trabajando. Que se haga tu voluntad.” Cuando le sobrecogió la última enfermedad, San Martín se hallaba en un rincón remoto de su diócesis. Murió el 8 de noviembre del año 397. El 11 de noviembre es el día en que fue sepultado en Tours. Su sucesor, San Bricio, construyó una capilla sobre su sepulcro; más tarde, fue sustituida por una magnífica basílica. La Revolución Francesa destruyó la siguiente basílica que se construyó ahí. La actual iglesia se levanta en el sitio en que se hallaba el santuario saqueado por los hugonotes en 1562. Hasta esa fecha, la peregrinación a la tumba de San Martín era una de las más populares de Europa. En Francia hay muchas iglesias dedicadas a San Martín y lo mismo sucede en otros países. La más antigua iglesia de Inglaterra lleva el nombre de este santo: se trata de una iglesia en las afueras de Canterbury, y Beda dice que fue la primera que se construyó durante la ocupación romana. De ser cierto esto, debió tener otro nombre al principio, y recibió el de San Martín cuando San Agustín y sus monjes tomaron posesión de ella. A fines del siglo VIII, había por lo menos otras cinco iglesias dedicadas a San Martín en la Gran Bretaña, entre las que se contaba, naturalmente, la iglesia de San Niniano de Whithorn. El nombre de San Martín figura en el canon de la misa en el “Misal de Bobbio.”

 

En BHL, hay una lista de sesenta y cinco textos latinos medievales relacionados con San Martín, naturalmente la literatura que existe sobre ellos es inmensa. La fuente principal es Simplicio Severo, quien visitó a San Martín en Tours y cuyos relatos son mucho más importantes que cualquiera de los documentos posteriores. Cuando murió San Martín, Sulpicio ya había terminado su biografía. Algún tiempo después, revisó su obra e introdujo en ella el texto de tres largas cartas que había escrito en el intervalo; en la última de ellas describía la muerte y los funerales del santo. Entre tanto, había escrito también una crónica general, en cuyo capítulo 50 del libro II trata de la actuación de San Martín en la controversia priscilianista. Finalmente, el año 404 compuso un diálogo con algunos otros materiales, donde compara a San Martín con los ascetas primitivos y cuenta algunas anécdotas. El texto editado por C. Halm en el Corpus de Viena (vol. I, pp. 107-216) no ha sido superado hasta la fecha; véase sin embargo la sección consagrada a Sulpicio Severo en el Libro de Armagh, editado por el profesor John Gwyn (1913). Casi un siglo y medio después de la muerte de San Martín, su sucesor en la sede de Tours, San Gregorio, hizo otra importante contribución a la historia de su venerado predecesor. Desgraciadamente, las cronologías de Sulpicio y de Gregorio son diferentes con frecuencia. E. Babut aprovechó esas diferencias para hacer una crítica destructiva en su obra titulada Sí Martin de Tours (1912), que en su época causó sensación. La respuesta detallada del P. Delehaye en Analecta Bollandiana (vol. XXXIV, 1920, pp. 1-136) es tal vez la última palabra en la materia. Otra gran autoridad, C. Julián, llegó a conclusiones que concuerdan sustancial-mente con las de Delehaye (cf. Revue des Etudes anciennes, vols. xxiv y xxv, e Histoire de  la Gaule, vol. VIII). Las biografías y estudios sobre diferentes aspectos de la vida de San Martín son muy numerosos. Ver sobre todo las obras de A. Lecoy de la Marche, C. H. van Rhijn, P. Ladoué, y la útilísima obrita de Paul Monceaux. Acerca de San Martín el arte, cf. Kiinstle, Ikonopraphie, vol. II, pp. 438-444; y el volumen de H. Martin en la lección L’art et les saints. San Martín ha jugado también un papel muy importante en formación de tradiciones populares; por ejemplo, en muchos dichos populares franceses fígura su nombre. Por lo que respecta a Francia, véase Lecoy de la Marche; por lo que toca al folklore alemán, cf. Báchtold-Stáubli, Handivórtcrbuch des deutschen Aberglaubens, vol. V, ce. 1708-1725. Acerca de la influencia de San Martín en Irlanda, véase J. Ryan, irish Monasticism (1931); y Grosjean, en Analecta Bollandiana, vol. IV (1942), pp. 300-311 348. En cuanto a las iglesias dedicadas a San Martín en Inglaterra, cf. W. Levison England and the Continent (1946), p. 259. Como prueba de la devoción a San Martín que existía en Inglaterra en la Edad Media, haremos notar que el calendario del Book Of Common Prayer conmemora no sólo su muerte, sino también el día de la traslación de sus reliquias (4 de julio).

 

 

San Mennos, Mártir (Fecha Desconocida).

(11 de noviembre)

San Mennos era un soldado del ejército romano, originario de Egipto. Se hallaba en Cotyaeum de Frigia cuando estalló la persecución de Diocleciano. Inmediatamente, desertó del ejército y se refugió en las montañas, donde llevó una vida de oración y penitencia. En cierta ocasión en que se celebraban unos juegos en Cotyaeum, el santo, salió de su retiro y se presentó en el circo, donde anunció a gritos que era cristiano. Al punto fue arrestado y conducido ante el presidente, el cual, después de mandarle golpear y atormentar, le condenó a morir decapitado. Los cristianos recobraron las reliquias del santo y las trasladaron a Egipto. Los milagros obrados en la tumba de San Mennos convirtieron pronto el sitio en centro de peregrinaciones. Su culto se difundió mucho en el oriente. Con el tiempo, la leyenda fue deformando la historia, de suerte que San Mennos llegó a formar parte de los “santos militares.” Naturalmente, se le atribuyeron los milagros más absurdos, uno de los cuales, según dice Tillemont, era “escandaloso en el más alto grado.” (Por cierto que el mismo milagro se atribuye también a Santos Cosme y Damián). El P. Delehaye opina que lo único cierto sobre San Mennos es que era egipcio y que sufrió el martirio en su país natal. En honor del santo se construyeron iglesias en Cotyaeum y otros sitios lo que dio origen a la creación de toda una serie de santos del mismo nombre relacionados con diferentes ciudades.

El santuario más importante de San Mennos, donde descansaban sus reliquias, era el de Bumma (Karm Abu-Mina), al sureste de Alejandría. Hasta la época de la invasión de los árabes (siglo VII), era el principal sitio de peregrinación. Mons. K. M. Kaufmann emprendió en 1905 unas excavaciones que pusieron al descubierto la basílica, el monasterio, las termas y otros edificios. Se encontraron entonces muchísimas huellas del antiguo culto popular del santo. Por ejemplo, había una gran cantidad de frascos marcados con la inscripción “Recuerdo de San Mennos”, en los que se vendía el agua de una fuente cercana; ya antes se habían encontrado frascos del mismo tipo en África y Europa, pero hasta entonces se había supuesto que contenían “aceite de San Mennos” tomado de las lámparas del santuario. En 1943, el patriarca ortodoxo de Alejandría, Cristóbal II, escribió una encíclica en la que atribuía el que Egipto se hubiese salvado de la invasión, tras de la batalla de El Alamein a las “oraciones que elevó a Dios el santo y glorioso mártir Mennos, taumaturgo de Egipto.” El patriarca proponía que se reconstruyese el santuario de San Mennos, en las proximidades de El Alamein, como un monumento a los caídos.

El Martirologio Romano menciona también hoy a otro San Mennos, que vivió como ermitaño en los Abruzos. Era originario de Asia Menor, de raza griega. El Papa San Gregorio habla de su santidad y celo en sus Diálogos.

 

Como en el caso de San Gregorio el Grande, se trata aquí de un mártir cuya existencia histórica no puede ponerse en duda, dado que desde antiguo se le tributaba culto 1ocal y aun mundial, pero cuya verdadera historia se perdió y fue suplantada por la leyenda. Algún hagiógrafo inventó la leyenda primititva, que se fue transmitiendo a las siguientes generaciones con infinitas variaciones y fue traducida a numerosos idiomas orientales y occidentales. Existen tres familias diferentes de la versión griega de la pasión He San Mennos; pero los hechos sustanciales están tomados simplemente de la historia de Otro mártir, cuyo nombre se sustituyó por el de Mennos. Dicho mártir es San Gordio, acerca He cuyo martirio San Basilio predicó un panegírico. Historiadores como Krumbacher, Delehaye, P. Franchi de Cavalieri, K. M. Kaufmann, etc., etc., han investigado mucho sobre San Mennos. El hecho más importante es el de las excavaciones llevadas a cabo en este siglo por Mons. Kaufmann en el sitio del antiguo santuario; el distinguido arqueólogo describió los resultados de sus investigaciones en su volumen infolio, Die Menas-stadt un das Natinolheiligtum der altchristhlicen Aegypter (1910). El P. Delehaye ha escrito mucho sobre el tema. Véase Analecta Bollandiana, vol. XXIX (1910), pp. 117-150; y vol. XLIII, pp. 46-49; Origines du cuite des martyrs (1933), pp. 222-223 y passim; Les passions ¿es martyrs et les genres littéraires, pp. 388-389; y CMH., pp. 595-596. Véase también Budge Texts relating to St. Mena of Egypt (1909); P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, vol. XIX (1908), pp. 42-108; y H. Leclercq, en DAC., vol. XI, ce. 324-397, donde se encontrará una nutrida bibliografía.

 

 

San Teodoro El Estudita, Abad (826 d.C.).

(11 de noviembre)

San Platón, abad del monasterio de Simbóleon en el Monte Olimpo, en Bitinia, tenía un cuñado cuyos tres hijos fueron a establecerse en sus posesiones de Sakkoudion, cerca del Monte Olimpo, para llevar ahí vida eremítica. El más fervoroso de los tres hermanos era el mayor de ellos, Teodoro, quien iba a cumplir veintidós años. Los jóvenes persuadieron a San Platón para que renunciase al gobierno de su abadía y se encargase de gobernar a los ermitaños de Sakkoudion. Más tarde, San Teodoro fue enviado a Constanti-nopla para recibir la ordenación sacerdotal. El joven hizo tales progresos en la virtud y el saber, que su tío Platón le confió la dirección de la comunidad con el consentimiento unánime.

El joven emperador Constantino IV se divorció de su esposa y se casó con Teódota, que era pariente de San Platón y San Teodoro. Ambos protestaron contra ese abuso. Constantino, que deseaba ganarse a Teodoro, le hizo grandes promesas y trató especialmente bien a sus parientes. Como no obtuviese ningún resultado, Constantino fue entonces a los baños de Brusa, cerca de Sakkoudion, con la esperanza de que San Teodoro fuese a hacerle una visita de cumplimiento; pero ni el abad, ni ninguno de sus monjes se presentaron a recibirle. El emperador regresó furioso a su palacio e inmediatamente envió a un pelotón de soldados con órdenes de desterrar a Teodoro y a sus más fieles seguidores. Todos fueron desterrados a Tesalónica, donde se publicó un edicto que prohibía a los habitantes darles asilo y ayudarlos, de suerte que ni siquiera los monjes de la región se atrevieron a tenderles la mano. San Platón, que era ya muy anciano, fue encerrado en una celda en Constantinopla. San Teodoro le escribió desde Tesalónica un relato del viaje, en el que le contaba las vicisitudes por las que habían atravesado él y sus compañeros y expresaba su admiración por su antiguo maestro. El exilio sólo duró algunos meses. La forma en que terminó, es un ejemplo característico de la ambición brutal que reinaba ahí en aquella época. En efecto, el año 797, Irene, la madre del emperador, destronó a su hijo y mandó sacarle los ojos. Irene, que reinó seis años, llamó del destierro a Teodoro y sus compañeros. El santo regresó a Sakkoudion y reorganizó el monasterio, pero el año 799, como el monasterio era una presa fácil para los árabes, los monjes se refugiaron dentro de las murallas de la ciudad. Entonces, se confió a San Teodoro la dirección del célebre monasterio de Studios, que el cónsul Studius había construido el año 463, en un viaje que hizo de Roma a Constantinopla. Constantino Coprónimo había expulsado a los monjes, de suerte que cuando llegó San Teodoro apenas había una docena. Bajo su gobierno, el monasterio llegó a tener un millar de habitantes, entre monjes y criados. En materia de legislación monástica, San Teodoro fue quien más contribuyó a desarrollar la tradición procedente de San Basilio. San Atanasio el Lauriota aplicó la legislación de San Teodoro en el Monte Athos y de ahí se extendió a Rusia, Bulgaria y Servia, donde todavía es la base de la vida monástica. San Teodoro fomentó los estudios y las bellas artes; la escuela de caligrafía que fundó fue famosa durante largo tiempo. Los escritos del santo constituyen una serie de sermones, instrucciones, himnos litúrgicos y tratados de ascética monástica, en los que se muestra muy moderado, si se le compara con otros orientales. El santo dijo en cierta ocasión a un ermitaño: “No practiquéis la austeridad para satisfacer vuestro amor propio. Comed pan, bebed alguna vez, usad zapatos en invierno y comed carne cuando os haga falta.” Teodoro gobernó apaciblemente el monasterio durante ocho años, en medio del remolino de la política imperial, hasta que la cuestión del adulterio de Constantino volvió a surgir.

El emperador Nicéforo I eligió al futuro San Nicéforo, que era entonces laico, para ocupar la sede patriarcal de Constantinopla. Como San Nicéforo no había recibido las órdenes, San Teodoro, San Platón y otros monjes se opusieron al nombramiento. El emperador los tuvo presos durante veinticuatro días, al cabo de los cuales, a instancias de Nicéforo y de un reducido grupo de obispos, restituyó la jurisdicción al sacerdote José, que había sido degradado por haber bendecido el matrimonio de Constantino IV con Teódota. San Teodoro y otros se negaron a mantener la comunión con José y a aceptar la decisión de que el matrimonio había sido válido. Así pues, San Teodoro, San Platón y José (que era hermano de San Teodoro y arzobispo de Tesalónica), fueron aprisionados en la Isla de la Princesa. Teodoro explicó el asunto por carta al Papa, y San León III le contestó alabando su prudencia y su constancia. Los enemigos de Teodoro habían hecho correr en Roma el rumor de que éste había caído en la herejía y estaba despechado por no haber sido nombrado patriarca, de suerte que San León III prefirió abstenerse de un juicio definitivo. Los monjes estuditas fueron dispersados en diferentes monasterios y muy mal tratados. El destierro de San Teodoro y sus compañeros duró dos años, hasta la muerte del emperador Nicéforo, ocurrida el año 811.

Teodoro y el patriarca Nicéforo se reconciliaron, ya que su actitud en el doloroso problema de la veneración de las imágenes era idéntica. En nuestro artículo sobre San Nicéforo (13 de marzo) hemos dado ya ciertos detalles sobre la segunda persecución iconoclasta, que tuvo lugar durante el reinado de Leo V, el Armenio. San Teodoro negó abiertamente que el emperador tuviese derecho a inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos y, el Domingo de Ramos, cuando San Nicéforo había sido ya expulsado, ordenó a sus monjes que saliesen a la calle en solemne procesión con las sagradas imágenes, cantando un himno que comienza así: “Reverenciamos tu sagrada imagen, bendito santo • Desde ese momento, San Teodoro se convirtió en el jefe del movimiento ortodoxo. Como continuase en la defensa del culto a las imágenes, el emperador le desterró a Misia, desde donde continuó exhortando a los fieles por cartas de las Que se conservan algunas. Cuando se descubrió su correspondencia, el emperador le desterró a Bonita, en la Anatolia, y mandó decir al carcelero, Nicetas, que flagelase a su víctima. Aquél vio conmovido la alegría con que San Teodoro se despojaba de su túnica y ofrecía al látigo su cuerpo consumido por los ayunos y, lleno de compasión, hizo salir de la mazmorra a todos los presentes, colocó una zalea de borrego sobre el lecho del santo y descargó sobre ella los golpes para que los oyesen los que se hallaban afuera. Finalmente. Nicetas se rasguñó los brazos para manchar con su sangre el látigo y salió a mostrarlo a los otros. San Teodoro pudo escribir más cartas a los fieles, a los patriarcas y una al Papa Pascual, a quien decía: “Escucha, obispo apostólico, pastor que Dios ha puesto para guiar el rebaño de Jesucristo: tú has recibido las llaves del Reino de los Cielos, tú eres la piedra sobre la que ha sido edificada la Iglesia, tú eres Pedro, puesto que ocupas su sede. Ven en ayuda nuestra.” El Pontífice escribió a Constantinopla algunas cartas, que resultaron infructuosas. Entonces, San Teodoro le escribió para agradecerle con estas palabras: “Tú has sido desde el principio la fuente pura de la ortodoxia, tú eres el puerto seguro de la Iglesia universal, su amparo contra las acometidas de los herejes y la ciudad de refugio que Dios nos ha dado.”

San Teodoro y su fiel discípulo Nicolás, estuvieron presos en Bonita durante tres años. Sus sufrimientos eran indecibles: en el invierno, el frío era muy intenso; en el verano, se ahogaban de calor y padecían hambre y sed, pues los guardias sólo les echaban por una claraboya un trozo de pan cada tercer día. San Teodoro afirma que muchas veces creyó morir de hambre y añade: “Pero Dios es todavía demasiado misericordioso con nosotros.” Probablemente hubiesen muerto de hambre, si un oficial de la corte que visitó la cárcel por casualidad, no hubiese ordenado que se les diese bien de comer. El emperador Leo interceptó una carta en la que el santo exhortaba a los fieles a desafiar a “la infame secta de los iconoclastas”, ordenó al prefecto del oriente que castigase al autor. El prefecto no se dejó ganar por la compasión, como el carcelero Nicetas y mandó azotar al monje Nicolás, a quien Teodoro había dictado la carta, y a éste le condenó a sufrir cien azotes. Después de la tortura, los verdugos dejaron al santo tirado en el suelo durante largo tiempo, expuesto a los rigores del frío de febrero. San Teodoro no pudo comer ni dormir durante muchos días y, si escapó con vida, fue gracias a Nicolás que olvidó sus propios sufrimientos, le alimentó gota a gota con una cucharita y le vendó sus heridas, no sin antes cortarle los trozos de carne infectada en las llagas. San Teodoro sufrió lo indecible durante tres meses. Antes de que estuviese totalmente restablecido, se presentó un oficial imperial con el encargado de conducirle a Esmirna, junto con Nicolás. Durante el día caminaban a marchas forzadas y, por la noche, se los encadenaba.

El arzobispo de Esmirna, que era un iconoclasta furibundo, mandó vigilar estrechamente al santo y llegó a decirle que iba a pedir que el emperador le mandase decapitar o, por lo menos, cortarle la lengua. Pero la persecución termino el año 820 con el asesinato de quien la había provocado. El sucesor de Leo, Miguel el Tartamudo, fingió al principio suma moderación y levantó las sentencias de destierro. San Teodoro el Estudita regresó al cabo de siete años de prisión y escribió una carta de agradecimiento al emperador, exhortándole a permanecer unido a Roma —la primera de las Iglesias— y a permitir el culto de las imágenes. Pero Miguel se negó a permitir el culto de las imágenes y a devolver sus cargos al patriarca, al abad de Studios y a todos los prelados ortodoxos que no estuviesen de acuerdo con esa medida. San Teodoro, después de hacer vanos intentos por convencer al emperador, partió de Constantinopla (en realidad era una forma de destierro) e hizo un recorrido por los monasterios de Bitinia para alentar y reconfortar a sus partidiarios. “El invierno ha pasado ya —les decía—, pero aún no ha llegado la primavera. El cielo se despeja y hay buenas esperanzas. El fuego está ya apagado, pero las cenizas humean todavía.” La influencia de San Teodoro llegó a ser tan grande, que los monjes en general y los estuditas en particular se convirtieron en el baluarte de la ortodoxia. Algunos de los discípulos del santo fueron a reunirse con él en un monasterio de la península de Akrita. A principios de noviembre de 826, San Teodoro enfermó ahí. Al cuarto día de su enfermedad, pudo ir hasta la iglesia a celebrar el santo sacrificio, pero el mal fue en aumento, y el santo dictó a su secretario sus últimas instrucciones. Dios le llamó a Sí el siguiente domingo, 11 de noviembre. Sus restos fueron transportados al monasterio de Studios dieciocho años más tarde.

En el oriente hay gran veneración por San Teodoro el Estudita. El Martirologio Romano dice que es “famoso en toda la Iglesia.” El santo merece ese elogio como legislador monástico, como defensor de la suprema autoridad de Roma y como valiente propugnador del culto de las imágenes, por el que tanto sufrió. San Teodoro hizo la guerra a los iconoclastas por motivos teológicos y no porque considerara las imágenes como un adorno esencial de las iglesias, ya que desaprobaba absolutamente la representación pictórica de los vicios, las virtudes y otros “excesos injustificados de la fantasía religiosa.” Por otra parte, no creía que la devoción a las imágenes fuese absolutamente necesaria (él mismo parece haberla practicado muy poco), sino sólo una ayuda para los “hermanos más débiles.” En sus instrucciones sobre la oración habla de la unión de la mente y el corazón con Dios sin la ayuda exterior de las imágenes. Pero comprendía claramente que negar la validez del culto a las imágenes, equivalía a negar la validez de ciertos principios teológicos esenciales. Se conservan muchos escritos de San Teodoro, entre los que hay cartas, tratados sobre la vida monástica y el culto de las imágenes, sermones y cierto número de himnos. Dichos escritos reflejan su integridad y despego del mundo, que rayan en ese puritanismo que caracterizó a muchos de sus discípulos y que en algunos de sus sucesores llegó a extremos que turbaron la paz de la Iglesia.

 

En PG., vol. XCIX, hay dos biografías de San Teodoro y otros documentos referentes a él, así como sus escritos. Su vida estuvo tan íntimamente relacionada con las controversias de la época que, para comprenderla, hay que referirse a las obras de historia general de L Iglesia. Véase Pargoire, L”Eglise Byzantine de 527 a 874 (1923); Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, particularmente lib. 18, vol. III, pte. 2; Mons. Mann, Lives of the Popes, vol. II, pp. 795-858; y Bréhier, La Querelle des Images (1904). Entre las obras más directamente relacionadas con San Teodoro, mencionaremos a J. Hausherr, Sí Théodore. .. d”apres ses catéchéses (1926), en la colección Orientalia Christiana, n. 22; Alice Gardner Théodore of Studium (1905); H. Martin, St Théodore (1906); Dobschütz, Methodius una die Stiíditen, en Byzandnische Zeitschrift, vol. XVII (1909), pp. 41-105; y G. A. Schneider Der hl. Theodor von Studion (1900). En Analecta Bollandiana hay varios artículos sobrf San Teodoro. El P. C. Van de Vorst publicó por primera vez el elogio del santo sobre Teófanes (vol. XXXI, 1912) y otro texto griego sobre la traslación de sus reliquias (vol. XXXII), así como un estudio de sus relaciones con Roma y otro sobre el “catecismo breve de San Teodoro (vol. XXXIII). Véase también en DAR., el artículo sobre la actitud del santo en la controversia iconoclasta (vol. VII, ce. 272-284). El príncipe Max de Sajonia publicó una excelente semblanza de tipo popular, titulada Der hl. Theodor (1929); y cf. N. H. Baynes y C. L. B. Moss, Byzantlum (1948).

 

 

San Bartolomé de Grottaferrata, Abad (c. 1050 d.C.).

(11 de noviembre)

San Nilo, el fundador de la abadía griega de Grottaferrata de Toscana, murió el año 1004. Después de él, se sucedieron rápidamente en el cargo, Pablo, Cirilo y Bartolomé. Los tres habían sido discípulos de San Nilo. Se considera a San Bartolomé como segundo fundador del monasterio, porque San Nilo y sus primeros dos sucesores sólo alcanzaron a limpiar el terreno y a empezar a construir, en tanto que Bartolomé terminó el monasterio y lo dejó firmemente organizado. Los sarracenos habían invadido Sicilia y el sur de Italia y habían arrojado de ahí a los monjes. San Bartolomé hizo de su monasterio un centro de cultura y de copia de manuscritos. El mismo era muy hábil en el arte de la caligrafía, y compuso cierto número de himnos litúrgicos.

Un canon del oficio litúrgico de San Bartolomé, dice así: “Cuando viste al Romano Pontífice destronado, supiste, padre, persuadirle a que renunciase a la tiara y acabase felizmente sus días en un monasterio.” Estas palabras constituyen una alusión a la tradición de Grottaferrata, tal vez verdadera, acerca de los últimos años de Benedicto IX, cuyo abuelo, el conde Gregorio de Tusculum, había regalado las tierras en que se construyó el monasterio. Benedicto IX, en su turbulento y escandaloso pontificado de doce años, renunció a la tiara a cambio de cierta suma de dinero y trató después de apoderarse nuevamente de ella; pero en 1048, fue expulsado de Roma y se dirigió a Grottaferrata lleno de remordimientos. San Bartolomé se mostró muy categórico: puesto que con su conducta se había hecho indigno del potincado y aun del sacerdocio, debía renunciar definitivamente a la tiara y pasar el resto de su vida haciendo penitencia. (Hay que notar que Benedicto no tenía entonces más que treinta y seis años). Bajo la influencia del abad, los remordimientos de Benedicto se transformaron, poco a poco, en arrepentimiento sincero, de suerte que se quedó en Grottaferrata y murió ahí. Este relato del papel que desempeñó San Bartolomé en la vida de Benedicto IX, se encuentra en la biografía del santo, escrita probablemente por su tercer sucesor, el abad Lucas I. En la abadía hay otros documentos que apoyan el relato, pero, al parecer, Benedicto retenía el título de Papa en 1055, año de su muerte. El gobierno vigoroso de San Bartolomé elevó su monasterio a una altura que le permitió desempeñar un papel de importancia en la historia de los Estados Pontificios en la Edad Media; pero ello fue la causa de la decadencia religiosa del monasterio, que continuó hasta su restauración en el siglo XIX.

 

En Migne, PG., vol. CXXVII ce. 476-516, hay dos textos griegos sobre San Bartolomé. En la bliblioteca de Grottaferrata se conservan todavía algunos de los manuscritos copiados Por el santo; en la iglesia abacial hay un antiguo mosaico en el que están representados San Nilo y San Bartolomé. Mons. Mann, Lives of the Popes, vol. V, p. 292, estudia el punto de la renuncia de Benedicto IX. Véase también S. G. Mercati, en Enciclopedia Italiana, vol. VI, p. 254; L. Bréhier, en DHG., vol. VI, pp. 1006-1007; y F. Halkin, en Analecta Bollandiana, vol. LXI (1943), pp. 202-210; dicho autor hace notar que uno de los dos textos griegos arriba citados, el Encomium, se refiere a otro San Bartolomé.

 

 

San Martin I, Papa y Mártir (¿656? d.C.)

(12 de noviembre)

San Martin nació en Todi, ciudad de Umbría, y se distinguió entre el clero de Roma por su santidad y saber. Era diácono cuando el Papa Teodoro I le envió como “apocrisarius” o nuncio, a Constantinopla. En julio del año 649, a la muerte de Teodoro, fue elegido para sucederle en el pontificado. En octubre del año siguiente, reunió un Concilio en Letrán contra los que negaban que Cristo hubiese tenido voluntad humana (monoteletismo). Dicho Concilio formuló la doctrina ortodoxa de las dos voluntades y anatematizó la herejía monoteleta. También censuró dos edictos imperiales: la “Ektesis” de Heraclio y el “Typos” de Constante; el primero, porque contenía una exposición de la fe que favorecía a los monoteletas y el segundo, porque imponía silencio sobre la cuestión de las dos voluntades a ambas partes. Los Padres del Concilio de Letrán hicieron la siguiente declaración, que parece una cita del Papa Honorio I, aunque no se menciona su nombre: “El Señor nos ha mandado hacer el bien y condenar el mal, pero no desarraigar el bien y el mal por igual. No podemos condenar por igual el error y la verdad.” Los decretos del Concilio fueron promulgados en todo el oriente y el occidente. San Martín I exhortó a los obispos de África, España e Inglaterra, a acabar con el monoteletismo, y nombró en el oriente un vicario para que pusiese en vigor las decisiones conciliares en los patriarcados de Antioquía y Jerusalén.

Ello molestó al emperador Constante II, quien ya antes había enviado a Roma a un exarca para que sembrase la disensión entre los obispos que asistían al Concilio. Como la misión del exarca hubiese fracasado, Constante envió a Teodoro Kalíopes a Roma con orden de llevar al Papa a Constantinopla. El Papa, que estaba entonces enfermo, se refugió en la basílica de Letrán. Cuando Kalíopes y sus soldados irrumpieron en la basílica, le hallaron recostado frente al altar. El Pontífice no opuso resistencia alguna. Kalíopes le sacó secretamente de Roma y le obligó a embarcarse en Porto. Durante el viaje, que fue muy largo, San Martín estuvo muy enfermo de disentería. En el otoño del año 653, llegó a Constantinopla, donde estuvo prisionero tres meses. Por entonces escribió en una carta: “No se me ha permitido lavarme, ni siquiera con agua fría, desde hace cuarenta y siete días. Estoy deshecho, aterido de frío y la disentería no me deja reposo ... La comida que me dan me hace daño. Espero que Dios, que lo sabe todo, moverá a mis perseguidores al arrepentimiento después de mi muerte.” El senado, ante el cual compareció el Pontífice, acusado de traición, le condenó sin haberse dignado oírle. Como San Martín lo hizo notar a sus acusadores, la verdadera causa de su condenación era el haberse negado a firmar el “Typos.” Tras haber sido maltratado y envilecido en público, cosa que provocó la indignación del pueblo, San Martín pasó otros tres meses en la prisión. Finalmente, consiguió escapar con vida, gracias a la intercesión del patriarca Pablo en su lecho de muerte y, en abril del año 654, fue desterrado a Kherson, en la Crimea.

El Pontífice escribió un relato sobre el hambre que reinaba en la región, la dificultad para conseguir alimentos, la barbarie de los habitantes y la negligencia con que le trataban:

 

“Estoy sorprendido de la indiferencia de quienes, habiéndome conocido antes, me han olvidado tan totalmente, que ni siquiera parecen saber que todavía existo. Más me sorprende todavía la indiferencia con que los miembros de la iglesia de San Pedro consideran la suerte de uno de sus hermanos. Si dicha iglesia no tiene dinero, no carece ciertamente de grano, aceite y otras provisiones, de las que podría enviarnos una pequeña cantidad. ¿Cómo es posible que el miedo impida a tantas gentes cumplir el mandato del Señor de socorrer a los necesitados? ¿Acaso he dado muestras de ser un enemigo de la Iglesia universal o de ellos en particular? Como quiera que sea, ruego a Dios, por la intercesión de San Pedro, que los conserve firmes e inconmovibles en la verdadera fe. En cuanto a mi pobre cuerpo, Dios se encargará de cuidarlo. Dios está conmigo, ¿por qué voy a preocuparme? Espero en su misericordia que no prolongará mucho tiempo mi vida.”

 

El deseo de San Martín se cumplió, ya que murió unos dos años después. Fue el último Pontífice mártir. Su fiesta se celebra en el occidente el 12 de noviembre. En el oriente se celebra en diferentes fechas. La liturgia bizantina le llama “glorioso defensor de la verdadera fe” y “ornato de la divina cátedra de Pedro.” Un contemporáneo de San Martín I le describió como hombre de gran inteligencia, saber y caridad.

 

La principal fuente son las cartas del propio santo, aunque no todas han llegado hasta nosotros en forma satisfactoria. Hay también un relato de un contemporáneo (véase la edición de Duchesne del Líber Pontificalis, vol. I, pp. 336 ss., con sus admirables notas), y la Commemoratio, que es una narración escrita por uno de los clérigos que acompañaron al Papa al destierro. Este último documento y las cartas del Pontífice pueden verse en Migne, PL., vols. LXXXVII y CXXIX. La vida de San Eligió escrita por San Ouen, y la biografía griega de San Máximo el Confesor aportan algunos detalles. Basándose en estos documentos, Mons. Duchesne reconstruyó en forma bastante completa la historia del pontificado de Martín I: Lives of the Popes, vol. I, pte. I, pp. 385-405 (1902); pero de entonces acá, se han hecho valiosos estudios sobre el tema, entre los cuales hay que mencionar la publicación hecha por el P. P. Peeters de una biografía inédita del santo en griego (Ana-lecta Bollandiana, vol. li, 1933, pp. 225-262). Véase también R. Devreesse, La vie de St Máxime le Confesseur, en Analecta Bollandiana, vol. XLVI, 1928, pp. 5-49, y vol. LIII, 1935, pp. 49 ss.; W. Peitz, en Historisches Jahrbuch, vol. XXXVIII (1917), pp. 213-236 y 428-458; Duchesne, UEglie au Véme. siécle, (1925), pp. 445-453; E. Amann, en DTC., vol. X ce. 182-194, etc.

 

 

San Nilo el Viejo (c. 430 d.C.).

(12 de noviembre)

Entre los discípulos de San Juan Crisóstomo había uno llamado Nilo, quien ocupaba un alto cargo en Constantinopla. Algunos investigadores llegan a decir que era prefecto de la ciudad. Nilo estaba casado y tenía dos hijos. Cuando éstos habían crecido, Nilo, se sintió llamado a la vida eremítica y acordó con su esposa que ambos abandonarían el mundo. Su hijo Teódulo partió con él a establecerse entre los monjes del Monte Sinaí. Desde ahí Nilo escribió dos cartas de protesta al emperador Arcadio cuando éste desterró a San Juan Crisóstomo de Constantinopla. Algunos años más tarde, los árabes saquearon el monasterio, asesinaron a muchos monjes y se llevaron preso a Teódulo. Nilo los siguió con la esperanza de rescatar a su hijo. Por fin, lo encontró en Eleusa, al sur de Beersheba, ya que el obispo de esa ciudad, compadecido de la suerte de Teódulo, le había comprado a los árabes y le había dado trabajo en la iglesia. El obispo de Eleusa confirió la ordenación sacerdotal a Nilo y a su hijo antes de que partiesen al Sinaí.

San Nilo llegó a ser muy conocido por los escritos teológicos, bíblicos y sobre todo ascéticos que se le atribuyen. En su tratado sobre la oración recomienda que pidamos ante todo a Dios el don de oración y que supliquemos al Espíritu Santo que haga brotar en nuestros corazones los deseos que le son irresistibles; también recomienda que pidamos a Dios que se haga su voluntad en la forma más perfecta posible. A las personas que viven en el mundo predica la templanza, la meditación sobre la muerte y la obligación de la limosna. San Nilo estaba siempre pronto a comunicar a otros sus conocimientos ascéticos. Las cartas suyas que se conservan, muestran cuan lejos había llegado en la vida interior y en el estudio de la Sagrada Escritura y cuan frecuentemente acudían a consultarle personas de todas las clases sociales. Una de dichas cartas constituye la respuesta de San Nilo al prefecto Olimpiodoro, quien había construido una iglesia y quería saber si podía adornarla con mosaicos de tema profano, como escenas de cacería, imágenes de pájaros, animales y cosas por el estilo. San Nilo reprobó la idea y aconsejó a Olimpiodoro que pusiera escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento “para instruir a los que no saben leer.” Agregó que sólo debe haber una cruz, situada en el punto principal de la iglesia. San Nilo escribió todo un tratado para demostrar que la vida eremítica es mejor que la de los monjes que viven en comunidad en las ciudades, pero hace notar que también los ermitaños tienen sus dificultades y pruebas particulares. El santo tenía experiencia en eso, pues sufrió violentas tentaciones, turbaciones y asaltos de los malos espíritus. San Nilo escribió a cierto “estilita” que su retiro en lo alto le había sido dictado por la soberbia: “El que se exalta será humillado.”

Aunque Tillemont y Alban Butler aceptan sin vacilar la autoridad de las Narrationes (Migne, P.G., vol. LXXIX, pp. 583-694), la vida de San Nilo se presta a graves dudas. En primer lugar, no hay razón alguna para creer que San Nilo ocupara un alto cargo oficial, ni que fuera casado, ni que se estableciera en el Sinaí, ni que viviera aventuras extraordinarias buscando a su hijo. Aunque los sinaxarios perpetúan esa leyenda, tales datos no concuerdan con los auténticos de las cartas de San Nilo. Por otra parte, probablemente, el escritor Nilo era un monje de Ancira de Galacia (actualmente Ankara), distinto de nuestro santo.

 

Véanse los pasajes de Migne, PG., citados en el artículo; K. Heussi, Untersuchungen zil Nilus dem Asketen, en Texte und Untersuchungen (1917); F. Degenhart, Der hl. Nilus Sinaita (1915), y Neue Beitráge zur Nilusforschung (1918); FTC, vol. XI (1931), ce. 661-674, donde se encontrará un bibliografía muy amplia.

 

 

San Millán de La Cogolla, Abad (574 d.C.)

(12 de noviembre)

En españa se tiene a San Millán de la Cogolla (capucha) como patrono de una de sus regiones. El Martirologio Romano hace notar que su biografía fue escrita por San Braulio, obispo de Zaragoza, unos cincuenta años después de la muerte del santo. Durante muchos siglos, Castilla y Aragón se han disputado el honor de haber sido la patria de San Millán, quien fue pastor en su juventud. A los veinte años, sintió el llamado de Dios y se retiró algún tiempo a vivir como ermitaño. Después volvió a su pueblo natal, pero, como los visitantes le importunasen constantemente, partió a refugiarse en las montañas de Burgos. Ahí vivió cuarenta años (según la tradición, se estableció en la montaña en que se fundó más tarde la abadía de San Millán), hasta que el obispo de Tarazona le mandó que recibiese las órdenes sagradas y atendiese una parroquia. Desgraciadamente, los otros miembros del clero no comprendieron las heroicas virtudes que el santo había atesorado en la vida eremítica y le acusaron ante el obispo de despilfarrar los bienes de la Iglesia en sus limosnas. El obispo desposeyó a San Millán de su beneficio, y éste pasó el resto de su vida en la soledad con algunos discípulos. Algunos llaman a San Millán el primer benedictino español, pero naturalmente el monasterio de La Cogolla no abrazó la regla de San Benito sino hasta mucho después.

 

La biografía latina escrita por Braulio puede verse en Mabillon, vol. I, pp. 198-207. En Florez, España Sagrada, vol. I, hay un relato de la traslación de las reliquias del santo y de los milagros obrados en su santuario. Véase también T. Minguella, San Millán de la Cogolla, estudios históricos (1883), y V. de la Fuente, San Millán, presbítero secular (1883). L. Vázquez de Parga publicó en 1943, en Madrid, una nueva edición crítica de la Vita.

 

 

San Livino, Obispo y Mártir (Fecha desconocida).

(12 de noviembre)

La iglesia de Irlanda celebra hoy la fiesta de San Livino. El Martirologio Romano afirma que fue martirizado en Bélgica. De San Livino, como de varios otros misioneros irlandeses, se dice que fue obispo de Dublín. En su biografía medieval se cuenta que su padre era un noble escocés y su madre una princesa irlandesa, y que recibió el bautismo y las órdenes sagradas de manos de San Agustín de Canterbury. Después de su consagración episcopal, San Livino partió de Irlanda a Flandes con otros tres compañeros. San Floriberto de Gante los acogió a su llegada. San Livino evangelizó a los paganos de Brabante, donde una dama le dio hospedaje. El santo murió a manos de los paganos, que le decapitaron en Eschen, cerca de Alost. Sus reliquias fueron finalmente depositadas en San Pedro de Gante.

El biógrafo de San Livino afirma que se basó en el testimonio de los discípulos personales del santo, pero la obra era desconocida antes del siglo XI y se parece demasiado a la biografía de San Lebuino. Los historiadores actuales afirman casi unánimemente que el San Livino de Irlanda y de Gante, del que habla el Martirologio Romano, se identifica con San Lebuino, quien fue ciertamente misionero en Holanda y a quien se venera en ese país.

 

En Mabillon, vol. II, pp. 449-461, puede verse la biografía medieval escrita por un tal “Bonifacio pecador”, que se atribuía antiguamente a San Bonifacio. Se trata de una obra que carece de valor histórico, según lo demostró O. Holder-Egger en Historische Aufsdtze an G. Waitz gewidmet (1886), pp. 622-665. J. Kenney dice en Source for the Early History of Ireland, p. 509: “probablemente, Livino se identifica con San Lebuino de De-venter, que estuvo en Holanda.” Acerca de este punto véase Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), pp. 285-308.

 

 

San Bricio, Obispo De Tours (444 d.C.).

(13 de noviembre)

San Martín de Tours se encargó de educar a Bricio en Marmoutier. Hay que reconocer, sin embargo, que durante mucho tiempo Bricio no fue una honra para su maestro, a quien trataba con dureza y desprecio. San Martín no i( despidió por temor de librarse con ello de una prueba enviada por Dios. Además, si la leyenda es verdadera, el santo había previsto ya que Bricio sería su sucesor. En efecto, cuando Bricio era diácono, había dicho que San Martín estaba loco. Cuando éste le preguntó por qué creía semejante cosa, Bricio negó haber dicho que estaba loco. Pero San Martín le aseguró que había oído el insulto y añadió: “A pesar de ello, no he dejado de pedir por ti y, algún día serás obispo de Tours, pero sufrirás mucho en ese cargo.” Bricio pensó entonces que su maestro estaba realmente loco. Sulpicio Severo, en uno de sus diálogos, hace decir a Bricio que él es un modelo de conducta porque se educó en Marmoutier, en tanto que San Martín se había educado en campos militares y estaba ya chocheando. Pero súbitamente, Bricio se arrojó a los píes de San Martín y le pidió perdón. El santo, que siempre estaba dispuesto a perdonar, le dijo: “Si Cristo pudo soportar a Judas, yo podré ciertamente soportar a Bricio.”

San Martín murió el año 397, y Bricio fue elegido para sucederle. Al principio, no estuvo a la altura de su cargo y algunos intentaron en vano, en varias ocasiones, hacer que le condenasen hasta que se le acusó de haber pecado con una mujer, cuando llevaba ya treinta y tres años de episcopado. San Gregorio de Tours afirma que Bricio probó su inocencia mediante un milagro asombroso; sin embargo, fue expulsado de su sede y viajó a Roma a protestar de su inocencia. Los siete años que pasó en el destierro le transformaron totalmente. Cuando murió Armencio, quien había administrado su diócesis en su ausencia, San Bricio regresó a su sede. En los años que le quedaban, llevó una vida tan ejemplar y se dedicó tan intensamente al ministerio pastoral, que el pueblo le veneró como santo cuando murió.

Veinticinco años después de la muerte de San Bricio, se celebraba ya su fiesta en Tours con una vigilia. Su culto se extendió rápidamente. En Inglaterra llegó a ser muy popular (el nombre de San Bricio figura todavía en el calendario anglicano), pero actualmente sólo se le recuerda por la matanza del día de su fiesta, en el año 1002, fecha en que Etelredo mandó asesinar en masa a los daneses y provocó así la invasión de Inglaterra por Sweyn.

 

Casi todo lo que sabemos sobre San Bricio procede de los escritos de Sulpicio Severo sobre San Martín y de las tradiciones populares que relata San Gregorio de Tours. Sin duda que hay muchos detalles dudosos en la biografía de San Bricio, pero sobre esos puntos remitimos al lector a los especialistas en la materia: Poncelet, en Analecta Bollandiana, vol. XXX (1911), pp. 88-89, y Delehaye, ibid., vol. XXXVIII (1920), pp. 5-136, sobre todo 105 y 135. Las cartas del Papa Zósimo están resumidas por Jaffé-Kaltenbrunner en Regesta Pontificum, nn. 330-331; el texto completo puede verse en Migne PL; vol. XX, ce. 650-663. En el segundo de estos textos se declara expresamente que Lázaro, el acusador de Bricio, fue “pro calumniatore damnatus, cum Bricci inoocentis episcopi vitam falsis objetionibus appetisset.” Probablemente lo que popularizó la devoción de San Bricio en Inglaterra y en Italia, fue su estrecha relación con San Martín. En casi todos los calendarios publicados por F. Wormald en la Henry Bradshaw Society, se menciona el nombre de San Bricio el 13 de noviembre.

 

 

San Eugenio, Arzobispo de Toledo (657 d.C.)

(13 de noviembre)

Un obispo llamado Eugenio, que era astrónomo y matemático, ocupó la sede Toledo. Su sucesor, San Eugenio, era músico y poeta, de origen godo. Siendo monje de Zaragoza, se escondió en un cementerio para evitar que le eligiesen Obispo; pero fue descubierto y obligado a aceptar la consagración. Se conservan algunos escritos del santo, tanto en prosa como en verso. Se dice que era también buen músico y que trató de elevar el nivel del canto sacro que había degenerado mucho. San Eugenio gobernó su sede con gran edificación. Su sucesor fue San Ildefonso, un sobrino suyo. Alban Butler habla también de otro San Eugenio de Toledo, a quien el Martirologio Romano conmemora el 15 de noviembre. En realidad, se trata de un mártir relacionado con San Dionisio de París, pero que nada tuvo que ver con España. El 17 de noviembre, el Martirologio Romano menciona a un tercer San Eugenio, diácono de San Cenobio de Florencia y discípulo de San Ambrosio.

 

Hay cierta confusión en las primeras listas episcopales de Toledo, de suerte que la existencia de Eugenio I es discutible. Probablemente la leyenda publicada en Analecta Bollandiana, vol. II, es un mito. En cambio, no se puede dudar ni de la existencia histórica, ni de las actividades literarias del Eugenio que murió el año 657. San Ildefonso habla brevemente de él en De viris illustribus, cap. XIV (Migne, PL., vol. XCVI, c. 204). Sus obras poéticas fueron publicadas y anotadas en MGH., Auctores Antiquissimi, vol. XIV. Véase sobre este punto Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), pp. 297-298. Cf. í. Madoz, en Revue d”histoire ecclésiastique, vol. XXXV (1939), pp. 530-533.

 

 

San Nicolás I, Papa (867 d.C.).

(13 de noviembre)

Cuando Nicolás I murió, el 13 de noviembre del año 867, después de nueve años de pontificado, todos los hombres de buena voluntad le lloraron. Los romanos consideraron los aguaceros que cayeron entonces sobre Roma como una señal de la pena del cielo, porque el difunto Papa había merecido realmente los títulos de “Santo” y “Grande” que las futuras generaciones habían de darle. Uno de sus contemporáneos escribía: “Desde la época del bienaventurado Gregorio (el Grande), no había ocupado la cátedra pontificia ninguno que pudiera comparársele. Nicolás daba órdenes a los reyes y señores como si fuese el amo del mundo. Era amable, bondadoso y modesto con los obispos y sacerdotes buenos y con los buenos cristianos; en cambio, era duro y terrible con los malvados. Puede decirse con verdad que Dios nos dio en él a un segundo Elias.” En efecto, Nicolás I fue el Papa más grande entre Gregorio I e Hildebrando. Pertenecía a una distinguida familia romana, y Sergio II le tomó a su servicio. San León IV y Benedicto III le emplearon también. Cuando murió este último, el año 858, Nicolás, que no era más que diácono, fue elegido Papa. Su primer problema fue hacer frente a la delicada situación de Coristantinopla, que era la segunda sede de la cristiandad. En nuestro artículo sobre San Ignacio de Constantinopla (23 de octubre) relatamos la forma en que Bardas César y el emperador Miguel III desposeyeron de su sede al patriarca y pusieron a Focio en su lugar. Sobrevinieron otras complicaciones y todo el pontificado de San Nicolás se resintió por la dificultad en las relaciones entre Roma y Constantinopla. A ese propósito, San Nicolás I recibió una carta del monarca búlgaro, Boris, recientemente bautizado, quien le hacía diversas preguntas. La respuesta de San Nicolás fue “una obra maestra de prudencia pastoral que constituye uno de los más bellos documentos de la historia del pasado.” El santo reprochó a Boris la crueldad con que trataba a los paganos y le prohibió tratar de convertirlos por la fuerza. Igualmente, incitó a los búlgaros a ser menos supersticiosos, menos crueles en la guerra y a no emplear la tortura. Naturalmente, San Nicolás hubiese querido que esa nueva porción de la cristiandad se sometiese a su autoridad; pero Boris eligió finalmente la autoridad de Constantinopla.

San Nicolás I fue un valiente defensor de la integridad del matrimonio, de los débiles y oprimidos y de la igualdad de todos los hombres ante la ley de Dios. No sólo tuvo que defender el sacramento del matrimonio contra el rey Lotario de Lorena, sino también contra los obispos complacientes que habían aprobado el divorcio de éste y su nuevo matrimonio. Cuando Carlos el Calvo, de Borgoña, consiguió que los obispos francos excomulgasen a su hija Judit por haber contraído matrimonio con Balduino de Flandes sin permiso de su padre, Nicolás intervino en favor de la libertad del matrimonio, recomendó a los obispos que en adelante se mostrasen menos severos y pidió a Hincmaro de Reims que tratase de reconciliar a Carlos con su hija.

Hincmaro fue sin duda una figura preclara entre los obispos de la Edad Media, pero era un hombre soberbio y ambicioso. Con motivo de la apelación a la Santa Sede, hecha por uno de los sufragáneos de Hincmaro contra la sentencia de su metropolitano, San Nicolás I, lo mismo que otros Papas, tuvo que obligar a éste a reconocer el derecho de la Santa Sede a intervenir en los asuntos de importancia. San Nicolás excomulgó también por dos veces al arzobispo Juan de Ravena, a causa de la intolerancia con que trataba a sus sufragáneos y a otros miembros del clero y también, porque se oponía abiertamente a las decisiones de Roma. Por su actitud, adquirió el Papa la fama de ser un juez justo y firme y mucha gente de todas las clases sociales y de todos los puntos de Europa, acudió a él en demanda de justicia.

Con la caída del imperio de Carlomagno, la situación de la Iglesia de occidente era muy delicada. Cuando Nicolás I ascendió al trono pontificio, los nobles concedían y arrebataban a su gusto las sedes episcopales y, con frecuencia, las ponían en manos de obispos jóvenes, inexpertos y aun viciosos. El arma de la excomunión se empleaba constantemente sin la menor discreción (y así se hizo durante mucho tiempo). El desprecio con que se miraba a algunos miembros del clero, se había transformado en desprecio por los cargos que ocupaban. Finalmente, las prácticas penitenciales habían degenerado o caído en el olvido, con lo que se había producido una gran corrupción de costumbres. San Nicolás hizo cuanto pudo por oponerse a esos abusos durante su breve pontificado y combatió infatigablemente la maldad y la injusticia, lo mismo entre el alto y el bajo clero que entre los laicos. Ciertamente que San Nicolás no carecía de ambición, pero su objetivo consistía en colocar a la Santa Sede en una situación privilegiada para que pudiese hacer mayor bien a las almas.* El anglicano Milman escribió a este propósito: “Si Nicolás I trató despectivamente a los reyes de Francia, debemos reconocer que el poder real se había ganado el desprecio del mundo entero. Cierto que Nicolás anuló un decreto de un sínodo nacional, constituido por los más distinguidos prelados de la Galia, pero el sínodo había sido ya condenado por todos aquéllos que estaban en favor de la justicia y la inocencia.” Cuando surgía un escándalo o un desorden, el Pontífice “no dejaba descanso a su cuerpo ni reposo a sus miembros” hasta que hubiese hecho todo lo posible por poner el remedio.

San Nicolás se mostró especialmente solícito en los asuntos de su diócesis, sin descuidar por ello los asuntos de toda la cristiandad. Por ejemplo, tenía una lista de todos los inválidos de Roma, a los que enviaba diariamente la comida a sus casas. Además, en el palacio del Pontífice se repartían víveres a los pobres que no estaban baldados; cada uno recibía una especie de talón en el que estaba marcado el día de la semana en que debía presentarse a recoger las provisiones. La salud de San Nicolás no era muy fuerte, y la energía con que trabajaba acabó por arruinarla. “Nuestro Padre celestial, escribió el Pontífice, se ha complacido en visitarme con tan fuertes dolores, que no sólo no me dejan responder personalmente a vuestras preguntas, pero ni siquiera dictar mis respuestas.” La muerte le sobrevino en Roma, el 13 de noviembre de 867. Sin Nicolás el Grande, cuya fiesta se celebra todos los años en Roma, fue un hombre “paciente y moderado, humilde y casto, de rostro hermoso y agradable presencia. Se expresaba con gran sabiduría y modestia, como si ignorase la grandeza de sus actos. Fue muy penitente y amante de los Sagrados Misterios, amigo de las viudas y los huérfanos y paladín de toda la cristiandad.” (Líber Pontificalis). Cuando San Nicolás yacía inconsciente en su lecho de muerte, uno de sus servidores le robó el dinero que había reunido para los pobres.

 

* Se ha acusado a Nicolás I de haber empleado las “Falsas Decretales” sabiendo l  eran falsas. En realidad, las usó muy poco y sin saber que eran falsas, pues nadie lo luía antes del siglo XV. Las Falsas Decretales fueron compuestas en Francia, de donde Pasaron a Italia.

 

La figura de San Nicolás pertenece a la historia general de la Iglesia. No existe ninguna biografía primitiva que trate de sus virtudes personales. El relato del Líber Pontificalis (edic. Duchesne, vol. II, pp. 151-172), debido probablemente a la pluma de Anastasio el Bibliotecario, tiene menos carácter de inventario que otras noticias biográficas anteriores. Son excelentes las biografías que se encuentran en Mann, Lives of the Popes, vol. III (1906), pp. 1-148 y en la obrita de Jules Roy, Sí Nicholas I (trad. ingl., 1901); en ambas hay una lista de las principales fuentes y obras que merecen consultarse. Pero de entonces acá, han visto la luz otros documentos importantes. La correspondencia de Nicolás I puede verse en Migne, PL., vol. CXIX, y en MGH., Epistolae, vol. VI; acerca de esta última obra, cf. E. Ferels, en Nenes Archiv, vol. XXXVII (1912) y vol. XXXIX (1914), así como la obra del mismo autor, titulada Papst Nicolaus und Anastasias Bibliothecarius (1920). Véase también a Duchesne, en Les Premiéis Temps de l”Etat pontifical (1911); F. Dvornik, Les Slaves, Byzance et Rome au IXéme. siécle (1926), y The Photian Schism (1948); F. X. Seppelt, Das Papstitm im Früh-Mittebalter (1934), pp. 241-284. Acerca de la cuestión de las falsas Decretales, véase a P. Fournier y G. Le Bras, en Histoire des Collections canoniques en Occident, vol. I (1931), pp. 127-233; y J. Haller, Nikolaus I und Pseudo-Isidor (1936).

 

 

San Abo de Fleury, abad (1004 d.C.)

(13 de noviembre)

San Abo de Fleury fue uno de los monjes más sabios de su época. Alrededor del año 971, San Oswaldo de York, que era entonces obispo de Worcester, fundó un monasterio en Ramsey, en Huntingdonshire. San Oswaldo había tomado el hábito de San Benito en Fleury-sur-Loire y, hacia el año 986, empleo los servicios de San Abo como director de la escuela de Ramsey. San Abo, que había estudiado en París, Reims y Orléans, desempeñó ese cargo durante dos años, al cabo de los cuales volvió a Fleury para continuar sus estudios de filosofía, matemáticas y astronomía. Pero ese período de tranquilidad no duro mucho tiempo, ya que fue elegido abad cuando murió el que ejercía ese cargo. Pero la elección fue muy reñida y la oposición entre los dos partidos no se confinó al monasterio. Finalmente, la cuestión quedó decidida en favor de San Abo, gracias a Gerberto, quien algunos años más tarde ocupó la cátedra pontificia con el nombre de Silvestre II.

La carrera prelacia! de San Abo fue muy azarosa, porque el santo intervino enérgicamente en los asuntos de su época. En efecto, hizo cuando pudo por conseguir la exención de los monasterios del dominio de los obispos, participó en varios sínodos, y fracasó en su intento de hacer que Roma reconociese el segundo matrimonio de Roberto II, que había sido muy irregular. Pero San Abo es famoso sobre todo por sus escritos, entre los que se cuentan una colección de cánones y una biografía de San Edmundo de Inglaterra, rey y mártir. Por una carta de San Abo, sabemos que se le empleó con frecuencia para restablecer la paz en los monasterios. La causa de su muerte fue su celo por la disciplina y, por eso, se la venera como mártir. En efecto, el año 1004, fue a restablecer el orden en el monasterio de La Réole, en Gascuña. Precisamente entonces, estalló una reyerta entre los monjes y la servidumbre del monasterio y, en el calor de la lucha, el santo fue apuñalado. Herido gravemente, se arrastró como pudo hasta su celda y ahí murió en brazos de un monje. Una o dos diócesis de Francia celebran la fiesta de San Abo; sin embargo, el culto del santo es bastante discutible por falta de documentos suficientes.

 

Existe una biografía fidedigna de San Abo, escrita por su contemporáneo Aimoin; puede verse en Mabillon, vol. VI, pte. I, pp. 32-52, junto con la carta circular que se escribió para anunciar la muerte trágica del santo. En Migne, PL., vol. CXXXIX, hay varios escritos de San Abo y una colección de sus cartas, pero no existe ninguna edición completa de sus obras. Los estudios matemáticos y científicos del santo han llamado la atención de los eruditos; véase, por ejemplo, M. Cantor, Vorlesungen über d. Geschichte der Mathematik (1907), vol. I, p. 845-847. A pesar de lo que se ha dicho, San Abo no tuvo nada que ver con las falsas decretales; véase a Sackur en Die Cluniacenser, vol. I, pp. 270-299 y la obra de Fournier y Le Bras, mencionada en la bibliografía precedente. En 1954, Dom Cousin publicó una obra titulada S. Abbo de Fleury, un savant, un paster, un martyr.

 

 

Santos Gurio, Samonas y Abibo, Mártires (Siglo IV).

(15 de noviembre)

Las reliquias de estos mártires se hallan en uno de los dos principales santuarios de Edesa, en Siria. Según la leyenda, Gurio y Samonas fueron encarcelados durante la persecución de Diocleciano. Como se negasen a sacrificar a los dioses, se los colgó de una mano y se les ataron pesas en los pies. Después, estuvieron tres días en una horrible mazmorra, sin comer ni beber. Cuando los sacaron de ahí, Gurio estaba agonizante. Samonas fue torturado cruelmente otra vez, pero permaneció firme en la fe. Ambos murieron decapitados. Más tarde, un diácono de Edesa llamado Abibo se escondió durante la persecución de Licinio, pero al fin se entregó para ganar la corona del martirio. El magistrado ante el que se presentó, hizo el intento de persuadirle a que abjurase de la fe y escapase con vida, pero Abibo se negó a ello. Así pues, fue sentenciado a la hoguera. Su madre y otros parientes le acompañaron al sitio de la ejecución. Los verdugos le permitieron que les diese el beso de paz antes de arrojarle a las llamas. Los cristianos recogieron el cuerpo del mártir, que no se había consumido, y lo sepultaron junto a sus amigos, Gurio y Samonas.

El Martirologio Romano menciona hoy a los tres mártires, pero en dos párrafos separados. Es curioso notar que se venera a estos santos como “vengadores de los contratos que no se cumplen.”

 

Existen varias versiones griegas del martirio de San Gurio y sus compañeros; véase el catálogo de BHG., nn. 731-736. Además, hay también algunos textos orientales en sirio (uno de cuyos fragmentos más antiguos fue descubierto por Efrén Rahmani) y Una versión armenia. Parece indudable que el original estaba escrito en sirio. E. von Dobschütz estudió muy a fondo la cuestión en Texte und Untersuchungen, vol. xxxvn, pte. 2; véase el comentario de esa obra en Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp. 332-334. El Profesor Burkitt publicó en Euphemia and the Goth (1913) una traducción inglesa de la versión más elaborada de un texto sirio, cuyo autor pretende haber sido testigo presencial de los hechos. F. C. Conybeare, tradujo la versión armenia en The Guardian (1897). El hecho del martirio está fuera de duda, pues el Breviario Sirio dice: “En la ciudad de Edesa, los confesores Shamona y Gurio.” Jacobo de Sarug predicó una homilía en honor de estos mártires.

 

 

San Desiderio, Obispo de Cahors (655 d.C.)

(13 de noviembre)

San Desiderio es uno de los diferentes santos a quienes se venera en Francia con el nombre de Didier (o Géry). Su padre era un noble que tenía vastas posesiones en las cercanías de Albi. El biógrafo del santo deduce la profunda piedad de su madre por las cartas que le escribía. Desiderio llegó a ocupar un puesto de importancia en la corte de Clotario II de Neustria. Ahí conoció a San Arnulfo de Metz, a San Eligió y a otros santos varones, así como a algunos personajes menos edificantes. Rústico, el hermano de Desiderio, fue consagrado obispo de Cahors y murió asesinado poco después. (En Cahors se le venera como mártir). Desiderio fue elegido para sucederle en 630, aunque no era clérigo. Fue un obispo muy celoso y eficaz. Su correspondencia nos da una idea de la amplitud de su campo de actividad, ya que se preocupó por el bienestar material y espiritual de sus subditos. San Desiderio exhortaba a los nobles a dotar las casas religiosas y promovió celosamente la vida monástica de hombres y mujeres. El mismo dirigía un convento que había fundado y además, construyó y dotó el monasterio de San Amancio y erigió tres iglesias. No contento con ello, construyó un acueducto y reparó las fortificaciones de Cahors. Pero la principal preocupación del santo fue siempre la vida cristiana de su pueblo; con esas miras, hizo cuanto pudo por formar a su clero en la virtud y las letras, así como por mantener la disciplina clerical en todo su rigor. Murió el año 655, cerca de Albi. Fue sepultado en Cahors. Dios obró varios milagros en su sepulcro.

 

Existe una biografía latina de gran valor histórico, compuesta a fines de siglo VIII o principios del IX, que contiene ciertas cartas y documentos de importancia histórica. La mejor edición es la que hizo Krusch en MGH., Scriptores Merov, vol. IV, pp. 547-602; pero puede verse también en Migne, PL., vol. LXXXVII, ce. 219-239.

 

San Maclovio, Obispo (Siglo VII)

(15 de noviembre)

Los hagiógrafos medievales cuentan que Maclovio nació en el sur de Gales, cerca de Llancarfan y que se educó en el monasterio del lugar. Cuando terminó sus estudios, sus padres querían que abandonase el monasterio, pero él se negó. Después de pasar algún tiempo escondido en una de las islas del mar de Severa, regresó para recibir la ordenación sacerdotal. Maclovio determinó partir de Inglaterra, tal vez a causa de las grandes epidemias que asolaron al país a mediados del siglo VI. Se embarcó con rumbo a Bretaña, se estableció en la isla donde se encuentra actualmente la población de Saint-Malo y empezó a evangelizar la región de Aleth (Saint-Servan). Construyó iglesias y fundó monasterios, protegió a los pobres contra los abusos de los ricos y convirtió a muchas gentes. Cuando se dirigía de un sitio a otro en sus viajes misionales, solía rezar los salmos en voz alta. San Maclovio se atrajo la hostilidad de algunos personajes. Después de la muerte del jefe que primero le había perseguido y después le había protegido, los enemigos del santo empezaron a levantar cabeza. Maclovio decidió entonces partir. Así pues, se embarcó con treinta y tres monjes, anatematizó solemnemente a sus enemigos desde el navio y empezó a costear hacia el sur. Se estableció en Saintes y pasó ahí varios años, hasta que los habitantes de Aleth enviaron una embajada, pidiéndole que regresase, pues había una gran sequía en toda la región y el pueblo la consideraba como un castigo por la forma en que se había tratado al obispo. San Maclovio hizo un viaje a Aleth y, en cuanto llegó, se desató un copioso aguacero. Sin embargo, el santo no se quedó ahí, sino que emprendió el viaje de vuelta a Saintes y falleció en el curso del mismo.

Los biógrafos de San Maclovio refieren un buen número de leyendas y milagros inverosímiles. En particular, afirman que, siguiendo el ejemplo de San Brendano, partió en busca de la fabulosa isla de los Santos y que celebró la Pascua sobre el lomo de una ballena.

 

En BHL., nn. 5116-5124, se citan cuatro o cinco biografías medievales. La más conocida es la que se atribuye al diácono Bili, quien la escribió en la segunda mitad del siglo IX. Probablemente Bili y los otros biógrafos anónimos (BHL, 5117), se basaron en una biografía primitiva, que se ha perdido. Los textos pueden verse en la obra de Plaine y La Borderie, Deux vies inédites de S. Malo (1884). La cuestión es demasiado complicada para discutirla aquí; véase sobre todo F. Lot, Mélanges d”histoire bretonne (1907), pp. 97-216; Duchesne, en Revue Celtique, vol. XI (1890), pp. 1-22; Poncelet, en Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), pp. 483-486.

 

 

San Euquerio, Obispo de Lyon (449 d.C.)

(16 de noviembre)

Después de San Ireneo, la figura más brillante de la diócesis de Lyon es la de Euquerio. Era un galo-romano de buena posición. Contrajo matrimonio con un mujer llamada Gala, quien le dio dos hijos: Salonio y Verano. Ambos estudiaron en el monasterio de Lérins, ambos fueron obispos y alcanzaron el honor Je los altares. Al cabo de algunos años, San Euquerio se retiró también a Lérins. San Juan Casiano, refiriéndose a Euquerio y a Honorato, abad de Lérins, los llamó los dos modelos de ese almacigo de santos. Movido del deseo de mayor soledad, San Euquerio fue a establecerse en la isla de Santa Margarita. Ahí escribió su obra sobre la excelencia de la vida solitaria, que dedicó a San Hilario de Arles. A su primo Valeriano dedicó una exhortación incomparable. Es imposible leerla sin experimentar un profundo desprecio por el mundo y un gran deseo de hacer que el servicio de Dios se convierta en lo único importante. El santo pinta de tal modo la ilusión del mundo y la tran-sitoriedad de todos sus placeres, que el lector se siente como deslumhrado por una estrella fugaz que sólo brilla unos instantes. San Euquerio escribe: “He conocido a algunos hombres que alcanzaron el ápice del honor y las riquezas. La fortuna les sonreía y ponía a sus pies todos los bienes, sin que tuviesen que molestarse en pedirlos o buscarlos. El éxito superaba sus propios deseos. Pero desaparecieron en un instante. Sus vastas posesiones pasaron a otras manos y ellos no existían ya.”

Casiano dice que Euquerio era como una brillante estrella de virtudes sobre el cielo del mundo. En efecto, con su ejemplo edificó a todos los monjes con quienes vivió. Probablemente el año 434, tuvo que abandonar su retiro para asumir el gobierno de la diócesis de Lyon. Fue un pastor fiel, humilde, rico en buenas obras, de poderosa elocuencia y gran saber. A él se atribuye la fundación de varias iglesias y monasterios de Lyon. El año 449, terminó su santa vida con una santa muerte. San Paulino de Ñola, San Honorato, San Hilario de Arles, San Sidonio y otros grandes hombres de su época, fueron amigos suyos y alabaron su virtud. San Euquerio fue un escritor muy fecundo. Sal-viano le escribía: “He leído las cartas que me escribisteis. Son concisas, pero llenas de doctrina; se leen con facilidad y se aprende mucho en ellas. En una palabra, son dignas de vuestra inteligencia y piedad.” No todas las obras que se han atribuido a San Euquerio fueron escritas por él y hay también algunas atribuciones dudosas. Una de sus cartas constituye un documento muy importante para la historia de la leyenda de San Mauricio y la Legión Tebana (22 de septiembre).

 

No existe ninguna biografía propiamente dicha. Genadio habla brevemente de San Euquerio en De viris illustribus. Tillemonl estudia con cierto detalle la vida del santo, en Mémoires, vol. XV, pp. 126-136 y 848-857, y descarta con argumentos convincentes la hipótesis de que hubo en Lyon otro obispo llamado Euquerio. Las obras del santo pueden verse en Migne, PL., vol. l; algunas fueron reeditadas en el Corpus script. eccles. lat. de Viena. Acerca de las actividades literarias de San Euquerio, cf. DTC., vol. V, ce. 1452-1454; y Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. IV, pp. 561-570. El Laterculus de Polemio Silvio o Salvio está dedicado a Euquerio; el mejor texto es el de Mommsen, en Corpus inscr., vol. I (2a. ed.), pp. 254 ss.

 

 

San Afán, Obispo (¿Siglo VI?)

(16 de noviembre)

En EL atrio de la iglesia de Llanafan Fawr, que se levanta en las colinas próximas a Builth Wells, en el condado de Brecknock, hay una tumba antigua con la siguiente inscripción: “Hic lacet Sanctus Avanus Episcopus” (“Aquí descansa San Afán, Obispo”). La existencia de esa inscripción, que despierta naturalmente la curiosidad de los visitantes, es la única razón que tenemos para mencionar aquí a San Afán, ya que no sabemos nada sobre su vida. Probablemente la inscripción no es anterior al siglo XIII; pero San Afán vivió mucho antes. Algunos autores lo identifican con el santo Afán, de la casa de Cunedda, pariente de San David. Dicho personaje del siglo VI, conocido con el nombre de Afán de Builth, fue el principal santo de la región en que habitó. Según una leyenda local, fue asesinado por unos piratas irlandeses.

Gerardo el Gales, en el capítulo primero de su “Viaje a través de Gales”, refiere lo siguiente: “En el reinado de Enrique I, el señor de Radnor, que es el territorio contiguo a Builth, entró en la iglesia de San Afán con sus jaurías y pasó ahí la noche irreverentemente. Al despertarse en la madrugada (como suelen hacerlo los cazadores), sus perros estaban rabiosos y él estaba ciego. Al cabo de algunos años de ceguera y sufrimiento, dicho caballero hizo una peregrinación a Jerusalén, pues el santo se había cuidado bien de no quitarle la vista del alma. Ahí tomó sus armas, hizo que le montasen en un caballo, y se lanzó contra el enemigo. En esa forma terminó la vida honrosamente.” Esta anécdota revela las ideas religiosas del siglo XII, pero desgraciadamente no revela nada sobre San Afán.

 

Véase LBS., vol. I, s.v., y T. Jone, History of Brecknock, vol. II, pp. 225-226 (1908).

 

 

San Gregorio El Taumaturgo, Obispo de Neocesarea (268 d.C.)

(16 de noviembre)

Teodoro, quien más tarde cambió su nombre, por el de Gregorio y recibió el sobrenombre de “el Taumaturgo” por sus milagros, nació en Neocesarea del Ponto. Sus padres pertenecían a la nobleza y eran paganos. Cuando Gregorio tenía catorce años, murió su padre. El joven continuó su carrera de leyes. La hermana de Gregorio hizo un viaje a Cesárea de Palestina para ir a reunirse con su esposo, quien ocupaba ahí un cargo oficial. En dicho viaje la acompañaron Gregorio y su hermano Atenodoro, el cual fue más tarde obispo y sufrió mucho por la fe. Poco antes, Orígenes, establecido en Cesárea, había abierto ahí una escuela. Desde la primera entrevista que tuvo con Gregorio y con su hermano, Orígenes cayó en la cuenta de que ambos poseían buenas aptitudes para los estudios y disposiciones para la virtud, por lo que se sintió impulsado a infundirles el amor de la verdad y el deseo de alcanzar el soberano bien del hombre. Fascinados por las palabras de Orígenes, los jóvenes renunciaron a su proyecto de proseguir su carrera de leyes en la escuela de Beirut, e ingresaron en la de Orígenes. Gregorio hace justicia a su maestro, pues asegura que los guiaba por el camino de la virtud, no sólo con sus palabras sino también con su ejemplo. También afirma que les inculcó la idea de que en todas las cosas lo importante es conocer la primera causa, con lo cual los orientó hacia la teología. Orígenes los hizo leer todo lo que los filósofos y los poetas habían escrito sobre Dios, haciéndoles caer en la cuenta de lo que había de falso y de verdadero en cada uno y recalcándoles la impotencia de la mente humana para alcanzar la plenitud de la verdad en el terreno más importante, que es el de la religión. Los dos hermanos acabaron por convertirse plenamente al cristianismo y prosiguieron sus estudios bajo la dirección de tan excelente maestro durante varios años. El año 238 regresaron a su patria. Antes de separarse de Orígenes, Gregorio le dio las gracias en un discurso que pronunció ante un nutrido auditorio, donde alabó los métodos de su maestro y la prudencia con que los había guiado en sus estudios, aparte de dar detalles muy interesantes sobre la pedagogía de Orígenes. También se conserva una carta de Orígenes a su discípulo, en la que llama a Gregorio su “respetado hijo” y le exhorta a emplear en servicio de la religión los talentos que había recibido de Dios; también le aconseja que aproveche todos los elementos de la filosofía pagana que puedan servir para ese fin, como los judíos aprovecharon los despojos de los egipcios para construir el tabernáculo del verdadero Dios. Gregorio tenía la intención de practicar la abogacía en su patria; pero poco después de su llegada fue elegido obispo de Neocesarea, aunque en la ciudad sólo había diecisiete cristianos. Sabemos muy poco acerca del largo episcopado del santo. Es cierto que San Gregorio de Nissa, en el panegírico de su homónimo, da muchos datos sobre los milagros que valieron a éste el sobrenombre de “el Taumaturgo”, pero está probado que la mayoría son legendarios. Como quiera que fuese, Neocesarea era por entonces una ciudad rica Y populosa, en la que reinaban la idolatría y el vicio. San Gregorio, consumido Por el celo y la caridad, se entregó enérgicamente al cumplimiento de sus deberes pastorales, y Dios le concedió un don extraordinario de milagros. San Basilio dice que, “con la ayuda del Espíritu Santo, tenía un poder formidable sobre los malos espíritus. En cierta ocasión, secó un lago que era causa de pleitos entre dos hermanos. Su capacidad de predecir el futuro le elevaba a la altura de los profetas. Los milagros que obraba eran tan notables, que amigos y enemigos le consideraban como un nuevo Moisés.”

Poco después de tomar posesión de la sede, San Gregorio fue a alojarse en casa de Musonio, un personaje importante de la ciudad, quien le había invitado a vivir con él. Ese mismo día, empezó el santo a predicar y, antes de caer la noche, había convertido ya a un número suficiente para formar una pequeña iglesia. Al día siguiente, se apretujaban ante la puerta de la casa de Musonio muchos enfermos, a los que Gregorio devolvió la salud y convirtió al cristianismo. Pronto, los cristianos llegaron a ser tan numerosos, que Gregorio pudo construir una iglesia, ya que todos colaboraron en la empresa con sus limosnas y su trabajo. En nuestro artículo del 11 de agosto referimos cómo consiguió San Gregorio que Alejandro el Carbonero fuese elegido obispo de Comana. La prudencia y el tacto de San Gregorio movían a las gentes a consultarle acerca de cuestiones civiles y religiosas y, en ese sentido, fueron muy útiles al santo sus estudios de leyes. San Gregorio de Nissa y su hermano San Basilio, se enteraron por su abuela, Santa Macrina de lo que se decía del Taumaturgo, ya que la santa había vivido cuando era pequeña en Cesárea, más o menos en la época en que murió San Gregorio. San Basilio afirma que la vida del Taumaturgo reflejaba la sublimidad del fervor evangélico. En sus prácticas de devoción mostraba gran reverencia, recogimiento y jamás oraba con la cabeza cubierta. Amaba la sencillez y modestia en las palabras: el “sí” y el “no”, constituían la médula de sus conversaciones. Aborrecía la mentira y la falsedad; en sus palabras, lo mismo que en su conducta, no había jamás la menor sombra de cólera o de amargura.

Cuando estalló la persecución de Decio, el año 250, San Gregorio aconsejó a los cristianos que se escondiesen para no exponerse al peligro de perder la fe. El se retiró al desierto, en compañía de un antiguo sacerdote pagano, a quien había convertido y hecho diácono suyo. Los perseguidores se enteraron de que se había refugiado en cierta montaña, enviaron a un pelotón de soldados a buscarle, pero éstos volvieron sin la presa y dijeron que sólo habían encontrado árboles. Entonces, el hombre que había señalado el sitio en que se hallaba escondido San Gregorio, se dirigió al bosque y encontró al santo con su acompañante, entregados a la oración. A la vista de aquellos hombres santos, comprendió que Dios debía protegerlos y que El había hecho que los soldados los confundiesen con los árboles. Así, el que había denunciado a los cristianos se convirtió al cristianismo.

A la persecución siguió una epidemia, y a la epidemia una invasión de los godos, por lo que no es de extrañar que San Gregorio haya tenido poco tiempo para escribir si, en semejantes circunstancias, debía dedicarse a sus tareas pastorales. El mismo describe las dificultades de su ministerio en la “Carta Canónica” que escribió con motivo de los problemas suscitados por la invasio de los bárbaros. Se cuenta que el santo organizaba entretenimientos en los días de las fiestas de los mártires y que ello contribuyó a atraer a los paganos y a popularizar las reuniones religiosas entre los cristianos. Por lo demás, segura mente el santo estaba convencido de que también las diversiones sanas, ademas de las prácticas religiosas, constituían una manera de venerar a los mártires

En todo caso, San Gregorio es, a lo que sabemos, el único misionero que empleó los mencionados métodos en los tres primeros siglos y se debe advertir que era un griego muy culto.

Poco antes de su muerte, San Gregorio hizo investigaciones para averiguar cuántos infieles quedaban todavía en la ciudad y al enterarse de que sólo había diecisiete, exclamó lleno de gozo: “¡Gracias sean dadas a Dios! Cuando llegué a esta ciudad no había más que diecisiete cristianos.” Después de orar por la conversión de los infieles y la santificación de los que ya creían en el verdadero Dios, rogó a sus amigos que no le sepultasen en un sitio distinguido, puesto que había vivido en el mundo como peregrino sin buscarse a sí mismo y quería también compartir la suerte de las gentes ordinarias después de la muerte. Según se dice, las reliquias del santo fueron trasladadas a un monasterio bizantino de Calabria. En todo caso, en el sur de Italia y en Sicilia se le venera especialmente y se le invoca contra los terremotos y las inundaciones, en recuerdo de la forma milagrosa en que detuvo las aguas desbordadas del río Lycus.

 

Los datos que poseemos sobre el santo, son muy poco satisfactorios, si excluimos lo que el propio Gregorio cuenta de sus relaciones con Orígenes y las alusiones casuales que se encuentran en los escritos de San Basilio, San Jerónimo y Eusebio. San Gregorio de Nissa, en su panegírico, cuenta muchos milagros, pero habla muy poco de la vida del santo. Por otra parte, la biografía griega (cuyo mejor texto es el de Acta Martyrum de Bedjan, vol. VI, 1896, pp. 83-106), es todavía menos fidedigna. Existen además una biografía armenia y una latina, ambas de poco valor. Véase Ryssel, Gregorius Thaumaturgus, sein Leben und seine Schriften (1880); Funk, en Theologische Quartalschrif (1898), pp. 81 ss.; Journal of Theological Studies (1930), pp. 142-155. Hay un valioso artículo de M. Jugie sobre los sermones que se atribuyen a San Gregorio, en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1925), pp. 86-95; el autor prueba claramente que muchas de las atribuciones carecen de fundamento, pero se inclina a aceptar la autenticidad de los sermones que se conservan en armenio, aunque rechaza el que F. C. Conybare tradujo al inglés en Expositor (1896), pte. I, pp. 161-173. Sin embargo, los críticos admiten generalmente la autenticidad del panegírico de Orígenes, del tratado sobre el Credo, de la epístola canónica y del estudio dedicado a Teopompo; este último sólo se conserva en sirio. La mayor parte de los escritos publicados en Migne, PG., vol. X, son ciertamente espurios, o por lo menos sospechosos. Véase Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. II, pp. 315-332.

 

 

San Dionisio, Obispo de Alejandría (265 d.C.)

(17 de noviembre)

San Basilio y otros escritores griegos honran a este prelado con el epíteto de el Grande”, y San Atanasio le llama el “Maestro de la Iglesia Católica.” Alejandría, donde Dionisio hizo sus estudios, era entonces el centro del saber. El joven, que era aún pagano, se entregó ardientemente a los estudios. El mismo cuenta que se convirtió a la fe tanto por una visión que tuvo y una voz que escucho, cuanto por el examen imparcial de los documentos. Con el tiempo, llegó a ser profesor en la escuela catequética de Orígenes y supo desempeñar su cargo con tal tino que, cuando Heraclas fue elegido obispo, le confió durante quince años la direccion de la escuela. El año 247, Dionisio fue elevado al episcopado. Poco después, el populacho, azuzado por un profeta pagano de Alejandría, se dedicó a perseguir violentamente a los cristianos. Dionisio describió esa persecución en una arta a Fabio, obispo de Antioquía. Poco después, el edicto de Decio dio alas a los perseguidores, de suerte que el gobernador de Alejandría mandó a un pelotón de soldados a arrestar al obispo en cuanto se promulgó el edicto. Los soldados buscaron a Dionisio en todas partes, excepto en su casa, de la que no había salido para nada. Cuatro días después, el santo trató de escapar con sus criados y familiares, pero el grupo fue descubierto y todos fueron arrestados, excepto uno de los criados, quien contó lo sucedido a un campesino que se dirigía a una boda. Aunque el campesino no era cristiano, consideró que aquello constituía una ocasión excelente para reñir con la policía y corrió a dar aviso a los otros invitados a la boda. Inmediatamente, todos acudieron a rescatar a los prisioneros, como “movidos por un solo impulso” y dispersaron a los guardias. San Dionisio, creyendo que se trataba de un grupo de bandoleros, se ofreció a entregarles sus prendas de vestir, pero una vez aclaradas las cosas, cuando los invitados a la boda le dijeron que estaba en libertad, el santo se afligió mucho por haber perdido la corona del martirio y se negó a partir. Pero aquellos egipcios, que no entendían de místicas le montaron por la fuerza en un borrico y le condujeron a refugiarse en el desierto de Libia. Ahí permaneció Dionisio con dos compañeros, gobernando la sede de Alejandría desde su retiro, hasta que cesó la persecución.

“Más tarde, el cisma de Novaciano contra el Papa San Cornelio desgarró la unidad de la Iglesia. El antipapa envió a Dionisio una embajada para ganarle a su causa, pero el santo respondió: “Deberías haber sufrido cualquier cosa antes de desgarrar la unidad de la Iglesia con un cisma. Morir en defensa de la unidad hubiera sido tan glorioso como morir en defensa de la fe y aun más glorioso, según mi opinión, porque de la unidad depende la seguridad de toda la Iglesia. Si vuelves con tus hermanos a la unidad, tu pecado será perdonado y si no puedes lograr que tus hermanos vuelvan, salva por lo menos tu propia alma.” Para oponerse a la herejía de Novaciano que negaba que la Iglesia tuviese el poder de perdonar ciertos pecados, San Dionisio ordenó que no se rehusase la comunión a la hora de la muerte a ninguno que la pidiere en las debidas disposiciones. Como Fabio de Antioquía se inclinaba a favorecer el rigorismo de Novaciano para con los pecadores, Dionisio le escribió varias cartas en las que combatía ese principio. En una de ellas refiere que un hombre llamado Serapión, quien llevaba hasta entonces una vida irreprochable, había tomado parte en un sacrificio pagano, por lo cual se le negó la comunión. Durante su última enfermedad, nadie quería darle la absolución y el enfermo desesperado, comenzó a gritar: “¿Por qué me retenéis aquí? ¡Dadme la libertad que necesito!” En seguida, envió a su nietecito en busca de un sacerdote y como éste no podía acudir, le envió la Sagrada Eucaristía por medio del niño, como se acostumbraba hacer en los períodos de persecución. En esa forma, Serapión murió en paz. San Dionisio afirma que Dios le prolongó milagrosamente la vida para que pudiese recibir la comunión. Por aquella época, empezó a hacer estragos una epidemia de peste que duró varios años. San Dionisio escribió un relato de la catástrofe, donde compara la caridad de los cristianos, muchos de los cuales murieron mártires, con el egoísmo de los paganos, quienes a pesar de ello, murieron en mayor número. Combatiendo el error que sostenía que Cristo había de reinar en la tierra con sus elegidos mil años antes del día del juicio, Dionisio dio muestras de ser un exegeta agudo; en efecto, el entusiasmo con que combatió ese error dogmático, le permitió descubrir en el Apocalipsis ciertos argumentos que algunos “críticos avanzados” habían de emplear siete siglos más tarde. El santo tomó también parte en la controversia sobre el bautismo conferido por los herejes; según parece, él personalmente se inclinaba a considerarlo como inválido, pero se atuvo a las normas del Papa San Esteban I. También tuvo que combatir el sabelianismo, que se había difundido entre Jos cristianos de Pentápolis. Escribiendo contra ellos, San Dionisio expresó ciertas opiniones por las que fue denunciado ante el Papa que llevaba su mismo nombre, y el Pontífice San Dionisio escribió contra los errores del obispo, de suerte que éste publicó después una explicación de su doctrina.

El año 257, Valeriano renovó la persecución. El prefecto de Egipto, Emiliano, convocó a juicio a San Dionisio con algunos miembros de su clero y los exhortó a ofrecer sacrificios a los dioses protectores del imperio. San Dionisio replicó: “No todos los hombres adoran las mismas divinidades. Nosotros honramos a un solo Dios, creador de todas las cosas, quien ha conferido el poder imperial a Valeriano y a Galieno. A El elevamos nuestras oraciones por la paz y prosperidad de su reinado.” El prefecto trató de convencerlos para que adorasen a las divinidades romanas junto con su Dios y, como no consiguió ningún resultado, los desterró a Kefro, en Libia.

El destierro duró dos años. Cuando San Dionisio regresó a su diócesis en 260, la ciudad de Alejandría estaba en pleno desorden. En efecto, una cuestión política había provocado la guerra civil, y la violencia reinaba en toda la ciudad. Los incidentes más insignificantes eran ocasión de cruentas reyertas. Todos los hombres portaban armas, por las calles se encontraban tirados los cadáveres y la sangre corría por todas partes. La actitud pacífica de los cristianos no los salvaba de la violencia, y San Dionisio se quejaba de que no se podía permanecer en casa ni salir a la calle sin peligro de la vida. El santo se vio obligado a comunicarse por carta con sus fieles, pues decía que era menos aventurado hacer un viaje del oriente al occidente que ir de un sitio a otro en Alejandría. A estas desgracias vino a añadirse la peste. En tanto que los cristianos se dedicaban a asistir caritativamente a los enfermos, los paganos arrojaban a las calles los cadáveres putrefactos y aun echaban fuera de sus casas a los agonizantes. San Dionisio murió en Alejandría a fines del año 265, después de haber gobernado su diócesis con gran prudencia y santidad durante diecisiete años. San Epifanio cuenta que su recuerdo se conservó en la ciudad gracias a una iglesia que se le dedicó, pero sobre todo, gracias a sus virtudes y sus escritos, de los que sólo se conservan algunos fragmentos.

El Martirologio Romano menciona a San Dionisio el día de hoy y el 3 de octubre. En esta última fecha, afirma erróneamente que el santo fue martirizado con sus compañeros en su primer destierro. El nombre de San Dionisio figura en el canon de las misas maronita y siria.

 

Casi todo lo que sabemos sobre San Dionisio procede de Eusebio y de las cartas del santo conservadas por Eusebio. En los escritos de San Atanasio y otros Padres antiguos hay algunas alusiones de poca importancia. La mejor edición de lo que queda de los escritos de San Dionisio, es la de C. L. Feltoe (1904), quien publicó además, en “lo, ciertas traducciones y comentarios. Chapman dedicó al santo un artículo muy comodo eto en la Catholic Encyclopedia. Véase también Bardenhewer, Geschichte der altkirchli-chen Literatur, vol. II, pp. 206-237; DTC., vol. IV (1911), ce. 425-527; Journal of Theolo-Sical Studies, vol. XXV (1924), pp. 364-377; Zeitschrift f. N.—T. Wissenschaft (1924), pp. 235-247; las monografías de F. Dittrich (1867) y L Burel (1910); y Delehaye, Les Passions des martyrs ... (1921), pp. 429-435.

 

 

Santos Alfeo Y Zaqueo, Mártires (303 d.C.)  

(17 de noviembre)

En el primer año de la persecución de Diocleciano, al acercarse la fecha de la celebración de los juegos conmemorativos del vigésimo aniversario de su acceso al trono, el gobernador de Palestina consiguió que el emperador perdonase a todos los criminales, excepto a los cristianos. Precisamente entonces, fue arrestado en Gadara el diácono Zaqueo. Los guardias le azotaron brutalmente, le desgarraron con garfios de hierro y le encerraron en la prisión con las piernas casi descoyuntadas en el potro. A pesar de esa postura tan dolorosa, Zaqueo alababa a Dios gozosamente noche y día. Pronto fue a reunirse Alfeo con él en la prisión. Era éste un lector de la iglesia de Cesárea, originario de Eleuterópolis y de familia distinguida. Durante la persecución, había arriesgado la vida por exhortar a los cristianos a permanecer firmes. Finalmente fue arrestado. El prefecto, que no fue capaz de rebatir sus réplicas durante el interrogatorio, le envió a la prisión. La segunda vez que Alfeo compareció ante su juez, éste le mandó azotar y desgarrar con garfios de acero. Después, le envió a la mazmorra en que se hallaba Zaqueo, con la orden de que también a él se le descoyuntase en el potro. Los mártires fueron condenados a muerte la tercera vez que comparecieron ante el juez. Fueron decapitados el 17 de noviembre de 303.

 

 

Lo único que sabemos acerca de estos santos es lo que Eusebio cuenta en Mártires de Palestina, lib. I, c. 5. Véase CMH., pp. 604-605.

 

 

Santos Acisclo Y Victoria, Mártires (¿siglo iv?)

(17 de noviembre)

En La Liturgia mozárabe estos santos gozan de suficiente importancia como para tener oficio propio. Suele decirse que murieron en la persecución de Diocleciano, pero la fecha en que los diversos autores sitúan su vida y su muerte, varía en más de un siglo. En el “Memorial de los Santos”, San Eulogio dice que eran hermanos y que habían nacido en Córdoba. Cuando se les acusó de ser cristianos, fueron encarcelados, golpeados y torturados para obligarlos a apostatar. Finalmente, se les ejecutó en el circo. Acisclo fue decapitado y Victoria murió atravesada por las flechas. Una dama llamada Minciana, sepultó los cuerpos en su casa de campo. Más tarde, se construyó ahí una iglesia, en la que fueron sepultados muchos mártires de la persecución de los árabes.

 

La pasión medieval (Florez, España Sagrada, vol. X, pp. 485-491) es una novela piadosa. La existencia de Victoria es discutible, en cambio, está fuera de duda que Acisclo fue realmente martirizado. Prudencio hace mención de él, y su nombre figura en el Hieronymianum (véase CMH., pp. 606-607) el 18 de nov., donde se dice curiosamente que “en este día se juntan rosas.” También existe una inscripción española del siglo VI acerca de las reliquias de San Acisclo, como lo hace notar J. Vives, Inscripciones cristianas de la España romana y visigoda (1942), n. 316.

 

 

San Aniano, Obispo de Orléans (c. 453 d.C.)

(17 de noviembre)

Aniano nació en Vienne. Durante algún tiempo, vivió ahí como ermitaño. Mas tarde, atraído por la fama de santidad del obispo Evurcio, se trasladó a Orléans. Hacia el fin de su vida, San Evurcio determinó renunciar a su cargo y reunió una asamblea para elegir a su sucesor. Según la leyenda, se pusieron los nombres de cuatro candidatos dentro de la urna, y un niño sacó el de Aniano. Para estar seguros de que no se trataba de un puro azar, se confirmó la elección con las “sortes biblicae.” Al tomar posesión de su catedral, San Aniano, de acuerdo con la costumbre, pidió al gobernador de la ciudad que pusiese libertad a los presos. El gobernador se negó, pero poco después estuvo a punto de perder la vida e interpretó aquel suceso como una señal del cielo. Entonces hizo lo que el obispo le había pedido.

El año 451, Adía y los hunos amenazaban sitiar Orléans. Como en tantos otros casos, se atribuye al obispo la preservación de la ciudad, puesto que San Aniano ayudó a organizar la defensa, alentó al pueblo y pidió urgentemente auxilio al general romano Aecio. Pero Aecio procedió con lentitud y los bárbaros tomaron la ciudad. Cuando se disponían ya a partir con el botín y los prisioneros, tuvieron que hacer frente a las tropas de Aecio, que los expulsaron de Orléans y los obligaron a huir al otro lado del Sena. San Aniano, que era ya muy anciano, murió dos años después.

 

Las dos biografías latinas que existen son tardías y poco fidedignas. B. Krusch editó la mejor de las dos en MGH., Scriptores Merov, vol. III, pp. 104-117. San Gregorio de Tours describe con cierto detalle la liberación de Orléans y la atribuye a San Aniano. Véase también C. Duhan, Vie de St Aignan (1877); y L. Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, p.  60.

 

 

San Gregorio, Obispo de Tours (594 d.C.)

(17 de noviembre)

El mas conocido de los obispos de la antigua diócesis de Tours, después de San Martín, fue Jorge Florencio, quien más tarde tomó el nombre de Gregorio. Nació el año 538, en Clermont Ferrand. Pertenecía a una distinguida familia de Auvernia, pues era biznieto de San Gregorio de Langres y sobrino de San Galo de Clermont, a cuyo cuidado se le confió cuando quedó huérfano de padre. Galo murió cuando Gregorio tenía diecisiete años. El joven salió con bien de una peligrosa enfermedad y decidió consagrarse al servicio de Dios. Desde entonces, empezó a estudiar la Sagrada Escritura bajo la dirección de San Avito I, en Clermont, donde recibió la ordenación sacerdotal. El año 573, por deseo del rey Sigeberto I y de todo el pueblo de Tours, fue elegido para suceder en el gobierno de la sede a San Eufronio.

Era aquella una época muy turbulenta en toda la Galia y particularmente en Tours. Al cabo de tres años de guerra, a partir de la elección de San Gregorio, la ciudad cayó en manos del rey Chilperico, quien no tenía ninguna simpatía por el obispo, de manera que éste debió enfrentarse a un enemigo poderoso. En abierta oposición al mandato de la madrastra de Meroveo, el hijo de Chilperico, San Gregorio le dio asilo en el santuario y, además, tuvo el valor de apoyar a San Pretéxtalo de Rouen, a quien Chilperico convocó a juicio por haber bendecido el matrimonio de Meroveo con Brunilda, su tía política, “oco después, Gregorio intervino en la confiscación de las tierras del condado de Tours, que estaban en posesión de un hombre indigno llamado Leudastio. Este le acusó de deslealtad política ante el rey y de haber calumniado a la rema Fredegunda. San Gregorio compareció ante un concilio, pero la since-ndad con que juró que era inocente y la dignidad de su conducta, movieron a los obispos a ponerle en libertad y a castigar a Leudastio por su falso testimonio. Chilperico, como tantos otros monarcas de su tiempo, se creía teólogo. En este punto, San Gregorio tuvo también conflictos con él, porque no podía disimular que Chilperico era un mal teólogo y que la forma como expresaba sus ideas era aún peor. Chilperico murió el año 584. Tours cayó primero en manos de Guntramo de Borgoña y después en las de Childeberto II; ambos soberanos trataron amistosamente a Gregorio, quien pudo dedicarse tranquilamente a escribir y a administrar su diócesis.

Bajo el gobierno de San Gregorio, la fe y las buenas obras aumentaron en Tours. El santo reconstruyó su catedral, así como otras iglesias y supo atraer a la fe y a la unidad a muchos herejes, a pesar de que no era un gran teólogo. San Odón de Cluny alaba su humildad, su celo por la religión y su caridad para con todos, especialmente para con sus enemigos. Se le atribuyeron en vida varios milagros, que él atribuía a su vez a la intercesión de San Martín y otros santos, cuyas reliquias llevaba siempre consigo.

Aunque San Gregorio fue uno de los obispos merovingios más activos, actualmente se le recuerda sobre todo como historiador y hagiógrafo. Su “Historia de los francos” es una de las fuentes principales de la historia primitiva de la monarquía francesa, que nos proporciona muchos datos sobre su autor. Menos valiosas desde el punto de vista histórico, son otras obras suyas, como los tratados “Sobre la gloria de los mártires” y sobre otros santos, “Sobre la gloria de los confesores” y “Sobre las vidas de los Padres.” Según la costumbre de su tiempo, el santo narra en extenso los milagros y otros hechos maravillosos y, sólo de vez en cuando, deja ver su espíritu crítico. En este sentido, el juicio de Alban Butler es muy moderado: “En sus nutridas colecciones de milagros, dice Butler, parece dar crédito a las leyendas populares con demasiada frecuencia.”

 

Lo que sabemos sobre la vida de San Gregorio de Tours se deriva principalmente de sus obras. Venancio Fortunato y ciertas crónicas de la época proporcionan algunos datos suplementarios. Existe una biografía de San Gregorio (Migne, PL., vol. LXXI, ce. 115-128), pero data del siglo X y tiene poco valor por sí misma. Se ha escrito mucho sobre Gregorio de Tours, pero menos desde el punto de vista hagiografía) que del literario. Una de las obras más notables en este aspecto, es la de G. Kurth, Histoire poétique des Mérovingiens (1893). Véase también Eludes Fronques (1919) del mismo autor; L. Halphen, en Mélanges Lot (1925), pp. 235-244; B. Krusch, en Mitheilungen Inst. Oester. Geschichte (1931), pp. 486-490; DAC., vol. VI, ce. 1711-1753; y Delehaye, Les Recueils des Mirades des Saints, en Analecta Bollandiana, vol. xliii (1925), pp. 305-325. La mejor edición de las obras de Gregorio es la de Krusch y Levison, en MGH., Scriptores Merov, vol. I, pte. I (1937-51). Hay un interesante artículo de Harman Grisewood en Saints and Ourselves (1953), pp. 25-40.

 

 

Santa Hilda, Abadesa de Whitby (680 d.C.)

(17 de noviembre)

Seguramente que el culto de esta santa abadesa comenzó muy poco después de su muerte, pues su nombre figura ya en el calendario de San Wilibrordo, escrito a principios del siglo VIII. Hilda era hija de Hererico, sobrino de San Ed-wino, rey de Nortumbría. Fue bautizada por San Paulino junto con san Edwino, a los trece años de edad. Según dice Beda, los primeros treinta y tres años de su vida “los pasó noblemente en el estado secular y, todavía más noblemente, dedicó la otra mitad de su vida al servicio de Dios en la religión.” Santa Hilda se trasladó al reino de Anglia del este. Tenía la intención de retirarse al monasterio de Celles, en Francia, donde se hallaba su hermana Hereswita, pero San Aidán la convenció para que volviese a Nortumbría, donde fundó una pequeña abadía junto al río Wear. Más tarde, fue nombrada abadesa del monasterio mixto de Hartlepool, donde lo primero que hizo fue establecer el orden, guiada “por su prudencia innata y su amor al servicio divino.”

Unos diez años después, fue trasladada a Streaneshalch (que se llamo más tarde Whitby), ya fuese para reformar una abadía o para fundarla. Se trataba también de una abadía mixta. Los religiosos y las religiosas vivían completamente separados, pero se reunían en la iglesia para el canto del oficio divino. Según la costumbre, la abadesa era superiora en todo, excepto en lo estrictamente espiritual. Beda escribe que Santa Hilda desempeñó su oficio con tanto tino, “que no sólo las gentes del pueblo, sino aun los reyes y príncipes solían consultarla y seguir sus consejos. A aquéllos que estaban bajo su dirección, los obligaba a leer con asiduidad la Sagrada Escritura y a ejercitarse constantemente en las buenas obras, de suerte que llegasen a ser aptos para las funciones eclesiásticas y el servicio del altar.” Algunos de los monjes de Santa Hilda llegaron a ser obispos, como San Juan de Beverly. El poeta Caed-mon, que servía en el monasterio, tomó finalmente el hábito por consejo de la santa y fue venerado localmente como santo, después de su muerte. Santa Elfleda, discípula de Hilda, fue su sucesora en el gobierno de la abadía. El éxito con que la santa supo gobernar la abadía y ganarse el afecto de sus subditos puede verse en las páginas que le dedica Beda en su Historia E eclesiástica. Probablemente por razón de su magnífica situación, se escogió la abadía de Whitby para el sínodo convocado en el año 664 para discutir la fecha en que debía celebrarse la Pascua y otros problemas espinosos. Santa Hilda y sus subditos se aliaron con los escoceses en favor de las costumbres célticas, pero triunfó el partido opuesto, encabezado por San Wilfrido, y el rey Oswy impuso en Nortumbría la costumbre romana. Sin duda que Santa Hilda obedeció a la decisión del sínodo, pero es posible que haya quedado un poco resentida por la actitud de San Wilfrido, ya que más tarde apoyó decididamente a San Teodoro de Canterbury contra él en la cuestión de las diócesis del norte.

Siete años antes de su muerte, Santa Hilda contrajo una enfermedad de la que no volvió a sanar. Sin embargo, en ese lapso “no dejó nunca de dar gracias al Creador y de instruir en privado y en público a sus subditos. Con su ejemplo exhortaba a todos a servir fielmente a Dios en la salud y a darle gracias en la enfermedad y en la adversidad.” Santa Hilda murió probablemente al amanecer del 17 de noviembre de 680. Como dice Beda, una religiosa “que la amaba apasionadamente” y que no pudo asistir a su muerte porque estaba encargada de las postulantes, tuvo una visión de lo sucedido y lo refirió a las religiosas que estaban con ella. Otra religiosa, llamada Begu, que se hallaba en la casa de Hackness, a veinte kilómetros de distancia, oyó en sueños el tañido de unas campanas y vio el alma de su abadesa partir al cielo. Inmediatamente, convocó a sus hermanas y pasaron toda la noche orando en la iglesia. Al amanecer “llegaron los hermanos desde el sitio en que la santa había pasado a mejor vida, con la noticia de su muerte.” Cuando los daneses destruyeron el monasterio de Whitby, las reliquias de Santa Hilda se perdieron o fueron trasladadas a un sitio desconocido. Su fiesta se celebra todavía en la diócesis de Middlesbrough.

 

Casi todo lo que sabemos sobre Santa Hilda se reduce a lo que cuenta Beda en su Historia Ecclesiastica. Véanse, sin embargo, las notas de la edición de C. Plummer y también Howorth, The Golden Days of Early English Church, vol. III, pp. 186-195 y passim, Cf. Stanton, Menology, pp. 551-552.

 

 

San Román de Antioquia, Mártir (304 d.C.)

(17 de noviembre)

Eusebio cuenta el martirio de Román, diácono de la iglesia de Cesárea, en su relato sobre los mártires de Palestina, ya que, si bien sufrió el martirio en Antioquía, era originario de Palestina. Poseemos además un panegírico escrito por San Juan Crisóstomo y un poema de Prudencio sobre el mártir. Cuando estalló la persecución de Diocleciano, Román exhortó a los fieles de la región a permanecer firmes en la fe. Hallándose en Antioquía en el juicio de unos prisioneros cristianos, los exhortó al ver que éstos se disponían a ofrecer sacrificios por miedo a los tormentos. Inmediatamente fue hecho prisionero, azotado y condenado a perecer en la hoguera. Una violenta tempestad apagó las llamas. Entonces el emperador, que se hallaba en la ciudad, ordenó que se arrancase de raíz la lengua al mártir. La orden fue ejecutada, pero Román prosiguió, milagrosamente, exhortando a los presentes a amar y adorar al único y verdadero Dios. El emperador le envió de nuevo a la prisión, donde los verdugos le descoyuntaron las piernas en el potro y le, colgaron de una viga del techo. San Román soportó la tortura largo tiempo y murió estrangulado en la prisión. Prudencio (quien pide al mártir que con sus oraciones le alcance la gracia de pasar del rebaño de los cabritos al de las ovejas) menciona a un niño anónimo de siete años, que alentado por San Román, confesó al verdadero Dios y fue azotado y decapitado. El Martirologio Romano le da el nombre de Bárula, pero Eusebio no habla de él.

 

Delehaye hace notar en CMH (pp. 605-606) que, además del relato de Ensebio, del panegírico de San Juan Crisóstomo y del poema de Prudencio, constituye un testimonio muy importante sobre el culto a San Román la mención que de él hace el Breviarium sirio de principios del siglo V. Por otra parte, el patriarca de Antioquía, Severo, fue consagrado a principios del siglo VI en una iglesia dedicada a nuestro santo y ahí predicó varios sermones en su honor. Según parece, Prudencio fue el primero que mencionó la existencia del niño que acompañó a San Román en el martirio. Se trata de un problema demasiado complicado para discutirlo aquí. Delehaye ha demostrado que Bárula es casi seguramente el mártir sirio Baralaha o Barlaam, cuyo nombre se asoció en las antiguas listas al de San Román. Véase Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp. 129-145; vol. XXXVIII (1920), Pp. 241-284; y sobre todo, el vol. I (1932), pp. 241-283. En este último artículo Delehaye insiste en el importante papel que desempeñó en este asunto la Homilía de Resurrectione; A. Wilmart demostró que esta homilía era obra de Eusebio de Edesa, quien murió el año 359.

 

 

San Odón de Cluny, Abad (942 d.C.)

(18 de noviembre)

Desde mediados del siglo X hasta principios del siglo XII, la abadía de Cluny fue sin duda la institución que mayor influencia ejerció sobre la vida monástica en el occidente de Europa. Su papel sólo cedía en importancia al del papado, ya que constituía el centro y la principal autoridad de una vasta “reforma” monástica, por lo que marcó la vida y el espíritu de los monjes de San Benito durante un período mucho más extenso y su influencia se deja sentir todavía. La influencia y la autoridad de Cluny se debieron a siete de sus ocho primeros abades, de los que San Odón fue el segundo. El santo se educó primero con la familia de Fulko II, conde de Anjou, y después, con la del duque Guillermo de Aquitania, fundador de la abadía de Cluny. Odón recibió la tonsura a los diecinueve años, fue nombrado canónigo de la iglesia de San Martín de Tours y pasó algunos años estudiando en París. Ahí se dedicó con gran entusiasmo a la música con Remigio de Auxerre, su maestro. Un día, al leer las reglas de San Benito, Odón quedó impresionado al comprobar cuánto distaba su existencia de la perfección y entonces, determinó ingresar en la vida religiosa. Poco después, se trasladó al monasterio de Baume-les-Messieurs, en la diócesis de Bensangon, donde el abad Berno le concedió el hábito el año 909.

El duque Guillermo fundó al año siguiente la abadía de Cluny y la confió a San Berno, quien nombró a San Odón director de la escuela que el monasterio tenía en Baume. Se cuenta que, en cierta ocasión cuando San Odón se hallaba de viaje, la hija de su huésped acudió a él por la noche a pedirle auxilio, pues su padre quería casarla contra su voluntad. El santo no pudo resistir a las lágrimas y súplicas de la joven, la ayudó a escapar de su casa y la llevó consigo a Baume. No sin razón, el abad de Odón se enojó por la precipitada decisión de su subdito y le ordenó que velara cuidadosamente por la joven y la pusiese en sitio seguro. Odón, que llevaba diariamente de comer a la joven, la instruyó sobre la vida religiosa y la colocó en un convento de religiosas. Con la edad, el santo se hizo más prudente y fue nombrado para suceder a San Berno en el gobierno de la abadía de Cluny.

San Berno había emprendido ya la reforma de varios monasterios desde Cluny. San Odón continuó la reforma en mayor escala. Uno de los monasterios que reformó fue el de Fleury sobre el Loira, que estaba destinado a ejercer una gran influencia en Inglaterra. Alguien escribió acerca de la escuela de San Odón en Cluny: “En ella se educa tan bien a los niños como en los castillos de sus padres.” La vida en Cluny no era fácil. Cierto monje se quejó una vez ante San Odón de que San Berno gobernaba la abadía con mano de hierro. Lo cierto es que hacía falta una rígida disciplina para mantener el orden entre los vigorosos espíritus del siglo X, y Cluny no era una excepción. San Odón gobernó también con férrea energía y solía intimidar a los monje? rebeldes hablándoles de métodos de gobierno aún más severos que el suyo. Pero no siempre procedía así. Por ejemplo, refiriéndose a los actos de caridad, contó un día que un joven estudiante, al dirigirse a la iglesia a cantar maitines, en una cruda madrugada de invierno, había encontrado en la puerta del templo a un mendigo medio desnudo. El estudiante se quitó la capa y se la echó al mendigo sobre los hombros, de suerte que tiritó de frío durante el largo oficio. Después de laudes, se acostó en su lecho para calentarse un poco y encontró entre las sábanas una moneda de oro, con lo que tenía más que suficiente para comprarse una capa. El biógrafo comenta: “Entonces yo no sabía quién había sido el héroe de este incidente, pero lo descubrí más tarde.” Naturalmente, el héroe fue el propio Odón, quien en Tours había aprendido a imitar a San Martín.

El año 936, San Odón fue a Roma por primera vez, convocado por el Papa León VII. La ciudad estaba entonces sitiada por Hugo de Provenza, quien se daba a sí mismo el nombre de rey de Italia y profesaba gran respeto a San Odón. El Papa había llamado al santo para que tratase de concluir la paz entre Hugo de Provenza y Alberico, “el patricio de los romanos.” San Odón logró un triunfo provisional, negociando el matrimonio de Alberico con la hija de Hugo. En la abadía de San Pablo Extramuros “reglamentó en forma apostólica la vida espiritual del monasterio y, con sus exhortaciones, fomentó en todos los corazones la fe, la piedad y el amor de la verdad.” El espíritu de Cluny se había extendido ya más allá de las fronteras de Francia, y la influencia de San Odón se dejó sentir particularmente en los monasterios de Monte Cassino, Pavía, Ñapóles y Salerno. En cierta ocasión, el santo estuvo a punto de perecer apedreado por un campesino quien pretendía que los monjes de San Pablo le debían dinero. San Odón pagó al campesino lo que se le debía y olvidó el incidente. Pero pronto se enteró de que Alberico había sentenciado a aquel hombre a perder el brazo derecho. Inmediatamente, el santo fue a pedir la anulación de la sentencia y consiguió que el campesino fuese puesto en libertad. Durante los seis años siguientes, Odón tuvo que volver dos veces a Roma a tratar de mantener la paz entre Hugo y Alberico y aprovechó ambas ocasiones para ensanchar el campo de su celo de reforma. Entre tanto, la empresa iba ganando terreno en Francia, donde los nobles devolvían al santo los monasterios que hasta entonces habían gobernado ilegalmente, y los superiores le invitaban a visitar sus abadías y a reformarlas. Naturalmente, no faltaron monjes que no se resignaban a perder su cómoda situación y obstaculizaban cuanto podían el trabajo del santo. Por ejemplo, algunos acusaron a los de Cluny de lavar su ropa interior los sábados después de las vísperas. Como los religiosos de Cluny no respondiesen nada y continuasen con su tarea semanal, uno de los acusadores exclamó: “Yo no soy una serpiente que silba ni un buey que muge, sino un hombre que habla. ¿Acaso queréis enseñarnos la regla de San Benito guardando silencio?.” Dicho esto, fue a quejarse a su abad. Los monjes de Fleury recibieron al santo con piedras y espadas y aun le amenazaron con darle muerte si entraba en la iglesia. San Odón les habló con cariño, les dio tres días para tranquilizarse y, al cabo de ese plazo, penetró montado en su asnillo como si nada hubiese sucedido. “Le recibieron como a un padre y su escolta partió sin necesidad de intervenir.”

El año 942, Odón fue a Roma por última vez. Al regreso, se detuvo en el monasterio de San Julián de Tours. Después de asistir a las ceremonias de la fiesta de su patrono, San Martín, tuvo que guardar cama y falleció el 18 de noviembre. Uno de sus últimos actos fue componer un himno en honor de San Martín, que se conserva todavía. A pesar de la enorme actividad de su vida, San Odón encontró todavía tiempo para escribir otro himno, doce antífonas en verso, en honor de San Martín, tres libros de estudios de moral, una biografía de San Geraldo de Aurillac y un largo poema sobre la Redención. Sus biógrafos afirman también unánimemente que escribió varias obras sobre la música sagrada, pero no se conserva ninguna, por más que se le han atri-buido falsamente ciertas partituras.

 

Un monje de Cluny, llamado Juan, y otro monje, llamado Malgodo, escribieron sendas biografías de San Odón; pueden verse en Mabillon, vol. V, y en Migne, PL., vol. XXXIII E. Sackur, en Neues Archiv, vol. XV, pp. 105-112, habla de otra recensión de la biografía escrita por Juan, pero es de fecha posterior. La biografía moderna de O. Ringholz (1885) es excelente. Existe también en la colección Les Saints el ensayo biográfico de Dom du Bourg, titulado Saint Odón, que es agradable pero no muy exacto. Véase también Sackur Die Cluniacenser, vol. I, pp. 36-120; A. Hessel, en Historische Zeitschrift, vol. 128 (1923)” pp. 1-25. Acerca de las relaciones de Cluny con Inglaterra, cf. L. M. Smith, The Early History of the Movement of Cluny (1925), y D. Knowles, The Monastci Order in England (1949), c. VIII; Watkin Williams, Monastic Studies (1938), pp. 24-36.

 

 

San Barlaam, mártir (¿siglo IV ?)

(19 de noviembre)

Se conserva un panegírico de San Juan Crisóstomo sobre este mártir. En cambio, las “actas” de su martirio, por lo menos tal como han llegado hasta nosotros, son espurias. Dichas actas cuentan que Barlaam era labrador de un pueblecito de las cercanías de Antioquía. Su profesión de fe en Cristo provocó a los perseguidores, quienes le tuvieron largo tiempo en la cárcel antes de juzgarle. El juez se burló de la apariencia y el lenguaje rústicos de Barlaam, pero no pudo menos de admirar su virtud y su constancia. Aunque fue cruelmente azotado, no se le oyó una sola queja. Después se le descoyuntaron los miembros en el potro. Como tampoco eso diese resultado, el prefecto le amenazó con la muerte y mandó que se le mostraran las espadas y mazos manchados con la sangre de otros mártires. Barlaam las contempló sin pronunciar palabra. El juez, avergonzado al verse vencido, le envió nuevamente a la prisión, en tanto que imaginaba un tormento peor. Finalmente, creyó haber descubierto un método para hacer que Barlaam ofreciese sacrificios, a pesar de su resolución de no hacerlo. El prisionero fue conducido ante un altar sobre el que había un brasero con carbones encendidos. Los guardias le pusieron incienso en la mano y se la sujetaron sobre las brasas, extendida y con la palma hacia arriba; si Barlam hacía el menor movimiento, el incienso caería sobre las brasas, como si ofreciese sacrificio. Aunque, en realidad, tal movimiento instintivo no hubiese sido un acto de idolatría, Barlaam, temiendo el escándalo de sus hermanos, mantuvo firme la mano sobre el fuego hasta que se quemó enteramente y cayó con el incienso sobre las brasas. Cualesquiera que hayan sido las circunstancias y la época del martirio de San Barlaam, lo cierto es que tuvo lugar en Antioquía y no en Cesárea de Capa-docia como afirma el Martirologio Romano.

 

Es casi seguro que este Barlaam se identifica con el San Bárula del 18 de noviembre relacionado con San Román. Véase Delehaye, Analecta Bollandiana, vol. XXII, pp. 129-145-y las obras citadas en nuestro artículo sobre San Román.

 

 

Santos Nerseo, Obispo de Sahgerd y Compañeros, Mártires (343 d.C.)

(20 de noviembre)

En el AÑO cuarto de la terrible persecución que desató en Persia Sapor II, fueron arrestados el obispo de Sahgerd, llamado Nerseo, y su discípulo José. Sapor II se hallaba entonces en dicha ciudad. Cuando los reos comparecieron ante él, el soberano dijo a Nerseo: “Tus cabellos grises y la juventud de tu discípulo me inclinan a la benevolencia. Piensa en tu propia vida. Ofrece sacrificios al sol, y yo te cubriré de honores.” Nerseo respondió: “Tus halagos no nos engañan. Yo tengo ya más de ochenta -años y he servido a Dios desde niño. Ruego a Dios que me preserve de todo mal que no permita que yo le traicione, adorando la obra de sus manos.” Como el rey le amenazase con la muerte, el anciano replicó: “Aunque nos mataras siete veces, no cedería-nios.” Entonces se sacó a los mártires fuera del campamento. En el sitio de la ejecución, donde se hallaba reunida una gran multitud, José dijo al obispo: “Mirad a esa multitud que está esperando que la bendigáis antes de subir a la Patria.” Nerseo le abrazó y le dijo: “Feliz de ti, bendito José, que has roto las cadenas de este mundo y has entrado por el sendero estrecho que conduce al Reino de los Cielos.” Los dos fueron decapitados.

En las mismas actas se narra también el triunfo de otros mártires. Uno de ellos fue un eunuco de palacio que se negó a ofrecer sacrificios. Vardano, un sacerdote que había apostatado por miedo al martirio, fue el encargado de darle muerte. Cuando Vardano vio a su víctima, se echó a temblar y no se atrevió a proceder a la ejecución. El mártir le dijo: “¿Cómo podéis matarme vos, que sois sacerdote? Seguramente que me equivoco al daros el nombre de sacerdote. Haced lo que tenéis que hacer, pero no olvidéis la muerte del apóstata Judas.” El impío Vardano dio un paso vacilante y apuñaló al mártir.

 

El P. P. Peeters (Acta Sanctorum, nov. 10, vol. IV), en un artículo muy completo sobre San Nerseo, publicó el texto sirio de las actas, una traducción latina y una inmensa bibliografía. E. Assemani había publicado anteriormente las actas en Acta Martyrum Orien-talium, vol. I, pp. 99 ss. También Bedjan y Hoffman las habían publicado ya.

 

San Edmundo El Mártir (870 d.C.)

(20 de noviembre)

En el siglo IX, los daneses empezaron a hacer incursiones cada vez más frecuentes en las costas de Inglaterra. A mediados del siglo, “los paganos pasaron el primer invierno en nuestra tierra.” El día de Navidad del año 855, los nobles y el clero de Norfolk, reunidos en Attleborough, coronaron por rey a Edmundo, quien tenía entonces catorce años. Al año siguiente, el pueblo de Suffolk reconoció también su soberanía. Se dice que fue un gobernante tan talentoso y hábil como virtuoso. Para emular al rey David y poder participar en los divinos oficios, aprendió todo el salterio de memoria. El benedictino Lidgate escribió en el siglo XV: “Era piadoso y bueno, celestialmente alegre, prudente en sus actos, y la gracia se manifestaba poderosamente en él...” Por entonces, tuvo lugar la más numerosa de las invasiones que los daneses habían llevado a cabo hasta entonces. La “Crónica Anglo-Sajona” dice: “Un poderoso ejército de daneses desembarcó en el país de los anglos. Ahí pasaron el invierno y se les proporcionaron caballos. Los anglos hicieron la paz con ellos.” Los invasores cruzaron el Humber y tomaron York. En seguida avanzaron con dirección a Mercia, hasta Nottingham, saqueando, quemando y esclavizando. El año 870, cruzaron Mercia, de vuelta a Anglia del este, y establecieron sus cuarteles de invierno en Thetford. “En aquel invierno, Edmundo les presento batalla, los daneses triunfaron, mataron al rey sometieron a toda la tierra y destruyeron todos los monasterios que encontraron.”

Este resumen corto y escueto nos dice cuanto sabemos con certeza sobre la muerte de San Edmundo. Alban Butler resume de la manera siguiente las tradiciones que se encuentran en Abbo de Fleury y otros cronistas. Los bárbaros invadieron los dominios de San Edmundo, incendiaron la ciudad de Thetford, (que había tomado por sorpresa) y sembraron la desolación por donde pasaron. El rey reunió apresuradamente un ejército. En las cercanías de Thetford se enfrentó con un destacamento de daneses y estuvo a punto de ganar la batalla. Pero, poco después, llegaron refuerzos al enemigo. Viendo que no podía presentar batalla con un ejército tan reducido como el suyo, San Edmundo se retiró a su castillo de Framlingham de Suffolk. El jefe de los bárbaros, Ingvar, le propuso la paz bajo condiciones que el monarca no podía aceptar, tanto por motivos religiosos como por la lealtad que debía a sus subditos. No le quedó, pues, otro remedio que huir, pero fue rodeado por el enemigo en Hoxne, a orillas de Waveney. Según otros autores, permitió voluntariamente que le tomasen preso en la iglesia. Nuevamente se le hicieron proposiciones inadmisibles que el santo desechó, declarando que amaba más su religión que su propia vida y que jamás salvaría ésta al precio de aquélla. Entonces, Ingvar mandó que le atasen a un árbol y le azotasen. San Edmundo soportó el tormento con mansedumbre, invocando el nombre de Jesús. En seguida le cosieron a flechazos, pero sin darle muerte, de suerte que su cuerpo “parecía un erizo, cuya piel está cubierta de púas, o un puercoespín.” Finalmente, Ingvar desató al santo, le arrancó del árbol al que le habían clavado las flechas y mandó que le decapitasen.

El cuerpo de San Edmundo fue sepultado en Hoxne. Hacia el año 903, sus reliquias fueron trasladadas a Beodricsworth, que se llama actualmente Bury St Edmund”s. El año de 1010, durante las invasiones de los daneses, las reliquias fueron depositadas en la iglesia de San Gregorio de Londres, cerca de la catedral de San Pablo y, tres años más tarde, volvieron nuevamente a Bury. Durante el reinado de Canuto, se fundó la gran abadía benedictina de St Edmundsbury, que tuvo por reliquia principal los restos de San Edmundo. Los comentarios de Tomás Carlyle (en “Past and Present”) sobre la crónica de Joselino de Brakelond, en la que se describe cómo el abad Sansón trasladó las reliquias de San Edmundo a una nueva iglesia, en 1198, contribuyeron a popularizar mucho los nombres de San Edmundo y su abadía. Antiguamente, se profesaba gran devoción al mártir en Inglaterra, donde se construyeron numerosas iglesias en honor suyo. En el siglo XIII y en los siguientes, la fiesta de San Edmundo era de obligación. Su fiesta se celebra todavía en la diócesis de Westminster y Northampton, así como en las abadías benedictinas de Inglaterra.

 

Thomas Arnold editó en Memorials of St Edmund’s Abbey (Rolls Series, vol. I) una pasión escrita por Abbo de Fleury, otra debida a la pluma de Gaufrido de Fontibus, una colección de milagros compuesta por el archidiácono Hermán y otra compuesta por el abad Cansón. Arnold hace notar, en la introducción, que Guillermo de Malmesbury y otros ronistas pretenden añadir algunos datos, pero que son de poco valor. Lo mismo hay que decir de La vie de Saint Edmund le Roy (poema francés del siglo XIII, publicado por Arnold en el vol. II) y del poema inglés compuesto por el monje de Bury, Dan Lydgate. La biografía moderna de J. B. Mackinlay (1893) carece desgraciadamente de sentido crítico (véase The Month, oct. 1893, pp. 275-280). En cambio, Lord Francis Hervey, Zorolla Sti. Eadmundi (1907) y History of King Edmund (1929), estudió muy cuidadosamente el tema. Se ha discutido mucho acerca de la supuesta traslación de las reliquias de San Edmundo a la iglesia de Saint Sernin, en Toulouse, así como de la vuelta de una parte de ellas a Inglaterra en 1901. Véase Stanton, Menology, pp. 559-561. H. Kjellman publicó nuevamente en Góteborg, en 1935, La Vie de Saint Edmund; y E. Butler volvió publicar la crónica de Joselino en 1949. Cf. R. M. Wilson, The Lost Literature of Medieval England (1952).

 

 

San Berenbardo, Obispo de Hildesheim (1022 d.C.)

(20 de noviembre)

La familia de Berenbardo era sajona. Este quedó huérfano cuando era todavía pequeño y su tío, el obispo Volkmaro de Utrecht, le tomó a su cargo y le envió a la escuela catedralicia de Heidelberg. Más tarde, Berenbardo fue a terminar sus estudios en Mainz, donde recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Wiligis. Berenbardo se dedicó a cuidar a su tío y no aceptó ningún beneficio sino hasta después de la muerte de éste. El anciano murió el año 987. San Berenbardo fue nombrado entonces capellán imperial y tutor del emperador Otón III, que era todavía niño. La influencia de San Berenbardo en la vida de Otón III fue muy poderosa, aunque insuficiente. Seis años más tarde, el santo fue elegido obispo de Hildesheim. Construyó ahí la gran iglesia y el monasterio de San Miguel y gobernó con prudencia y habilidad. San Berenbardo fue siempre muy aficionado al arte religioso, particularmente a toda clase de trabajos en metal. Como su diócesis era muy rica, pudo promover las artes y proteger a los mejores artistas. Tangmaro, el biógrafo de San Berenbardo, que fue también su preceptor, afirma que el santo era muy hábil en la pintura, así como en los trabajos en metal y que empleaba buena parte de su tiempo en esas artes. A él se atribuyen algunos objetos muy hermosos de metal labrado, que se conservan en Hildesheim.

Desgraciadamente, el gobierno de San Berenbardo, que duró treinta años, se vio turbado por una disputa con el arzobispo de Mainz, San Wiligis, quien reclamaba ciertos derechos sobre el gran convento de Gandersheim. La disputa había comenzado en tiempos del predecesor de San Berenbardo. Una religiosa llamada Sofía la reavivó, ya que acudió al arzobispo de Mainz cuando el obispo de Hildesheim la llamó al orden por su mala conducta. El conflicto duró más -de siete años, por más que ya antes la Santa Sede había fallado en favor de San Berenbardo, cuya conducta fue irreprochable durante toda la disputa. Finalmente, San Wiligis se sometió públicamente y pidió perdón por su falta de prudencia y la obstinación que había mostrado. San Berenbardo murió el 20 de noviembre de 1022, después de tomar el hábito de San Benito. Fue canonizado en 1193.

 

El mejor texto de la biografía escrita por Tangmaro es el de MGH., Scriptores, vol. IV, pp. 754-782; puede verse también en Migne, PL., vol. CXL, ce. 393-436. Véase Neues Archiv, vol. XXV, pp. 427 ss.; V.C. Habitcht, Der hl. Berwards von Hildesheim Kunstwerke (1922 Archiv für Kulturgeschichte, vol. XVII (1921), pp. 273-285; y F. J. Tschan, Sí Bernward of Hildesheim: his Life and Times (2 vols., 1942-1952, University of Notre Dame Press, U.S.A.).

 

 

San Gelasio I, Papa (496 d.C.)

(21 de noviembre)

El sucesor de San Félix II en la cátedra de San Pedro fue un Pontífice enérgico y hábil, “famoso en todo el mundo por su saber y santidad”, según dice un contemporáneo suyo. Gelasio mantuvo la firme actitud de su predecesor para con el “cisma acaciano” provocado por los monofisitas. Después de la muerte de Acacio, Eufemio, el patriarca de Constantinopla, trató de poner fin al cisma, pero el emperador Anastasio I se declaró en favor del “Henotikon” y era imposible entrar en comunión con Roma sin repudiar dicho documento y sin reconocer la condenación de Acacio. El Papa escribió al patriarca: “Hermano Eufemio, un día nos presentaremos al juicio de Cristo, rodeados por todos aquellos que han defendido la fe. Ahí se verá si la gloriosa confesión de San Pedro no hizo todo lo posible por salvar a los que le habían sido confiados y si los que le negaron la obediencia procedieron con obstinación y espíritu de rebeldía.”

En varias ocasiones, sobre todo en sus cartas, San Gelasio recalcó la supremacía de la sede de Pedro, particularmente en un párrafo de una carta al emperador Anastasio, en el que exponía las normas que deben regir las Delaciones entre las autoridades civiles y religiosas. Sin embargo, llamando al obispo de Constantinopla “sufragáneo de segunda importancia de Heraclea”, San Gelasio pensaba seguramente más en el pasado que en el presente. El santo insistió mucho en que los obispos debían emplear la cuarta parte de sus rentas en obras de caridad y se opuso absolutamente al intento de resucitar la fiesta pagana de las “Lupercalia.” Es interesante notar que San Gelasio defendía la comunión bajo las dos especies, pues los maniqueos consideraban el vino como malo y se abstenían del cáliz eucarístico. Se cree que San Gelasio escribió mucho, pero se conservan muy pocos de sus escritos. Genadio, un sacerdote contemporáneo del Pontífice, refiere que compuso un sacramentario, pero el Sacramentario Gelasiano es de época posterior. Antiguamente se atribuía a San  elasio un decreto sobre los libros canónicos de la Sagrada Escritura, pero esta probado que no fue él el autor de dicho decreto.

 

Nuestras principales fuentes de información son el Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol  I, pp. 254-257, y las cartas del Pontífice; estas últimas pueden verse en Thiel, Epistolae Romanorum Pontificum, con el suplemento de Lowenfeld, Epistolae Pontificum Romanara Ineditae (1885). Véase también A. Roux, Le Pape St Célase (1880); Grisar, Geschicht Roms und der Papste, vol. I, pp. 452-457; y Hefele-Leclercq, Concites, vol. II, pp. 940 J Por lo que se refiere al famoso Decretum de libris reclpiendis et non recipiendis, en la actualidad se admite generalmente que no puede atribuirse a San Gelasio; la forma en ha llegado a nosotros data del siglo VI y es una compilación de documentos de origen diverso, algunos de los cuales se deben al Papa Dámaso, otros a Hormisdas, etc. Vease la monografía de E. von Dobschütz, en Texte und Untersuchungen, vol. XXXVIII, pte s Chapman, en Revue Bénédictine, vol. XXX (1913), pp. 187-207 y 315-333; y DAC., vol. V ce. 727-747. La edición más conocida del Sacramentarlo Gelasiano es la de H. A. Wilsoii (1894); pero véase también Mohlberg y Baumstark, Die álteste erreichbare Gestalt des Líber Sacramentorum (1927), y E. Bishop en Litúrgica Histórica, pp. 39-61.

 

 

San Columbano, Abad de Luxeuil y de Bobbio (615 d.C.)

(21 de noviembre)

El Más grande de los monjes misioneros irlandeses que actuaron en el continente europeo, debió nacer más o menos cuando murió San Benito, el patriarca de los monjes de occidente, cuya regla adoptarían un día todos los monasterios de San Columbano. Columbano nació en Leinster y recibió una buena educación. Estuvo a punto de echarla a perder cuando era joven a causa de las tentaciones de la carne. En efecto, ciertas “Lascivae puellae” (mujercillas de mala vida), según cuenta Joñas, el biógrafo del santo, trataron de corromperle, y Columbano se sintió muy tentado a ceder. En su aflicción, pidió consejo a una mujer muy piadosa, que durante años había vivido alejada del mundo, y ésta le dijo que, si era necesario, partiese de su patria para huir de la tentación.” ¿Crees que podrás resistir? Acuérdate de los halagos de Eva y de la caída de Adán; acuérdate de Sansón vencido por Dalila; recuerda a David, a quien la belleza de Betsabé apartó del buen camino, acuérdate del sabio Salomón engañado por las mujeres. Huye, escapa lejos de ese río en el que tantos han caído.” Columbano creyó encontrar en esas palabras algo más que el prudente consejo a un joven que atraviesa por una prueba tan común en la adolescencia y las interpretó como un llamamiento a renunciar al mundo y abrazar la vida religiosa. Así pues, abandonó a su madre, a pesar de que ésta trató de impedírselo, y se fue a vivir en una isla de Lough Erne, llamada Cluain Inis, con el monje Sinell. Más tarde, se trasladó a la famosa escuela monástica de Bangor, en Belfast Lough. No sabemos cuánto tiempo pasó ahí; Joñas dice que “muchos años.” Probablemente, tenía alrededor de cuarenta y cinco años cuando obtuvo permiso de San Congall para partir del monasterio. Con doce compañeros, se trasladó a la Galia, donde las invasiones de los bárbaros, las guerras civiles y la relajación del clero, habían reducido la religión a un estado lamentable.

Los monjes irlandeses empezaron inmediatamente a predicar al pueblo con el ejemplo de su caridad, penitencia y devoción. Su fama llegó a oídos del rey Guntramo de Borgoña, el cual, hacia el año 500, regaló a San Columbano unas tierras para que construyese en Annegray, en las montañas de los Vosgos, su primer monasterio. El biógrafo del santo relata ciertos incidentes que recuerdan algunas escenas de la vida de San Francisco de Asís. Pronto, el convento de Annegray resultó insuficiente, pues muchísimos monjes querían vivir bajo la dirección de Columbano. El santo construyó entonces el monasterio de Luxeuil, no lejos del primero, y también el de Fontes (actualmente Fontaine), que se llamó así por las fuentes que ahí había. Estas tres fundadas y la de Bobbio fueron las que Columbano llevó a cabo personalmente.

Sus discípulos establecieron numerosos monasterios en i1 rancia, Alemania, Suiza e Italia, que se convirtieron en centros de religión e industria, en el período oscuro de la Edad Media. San Columbano estableció como fundamento de su regla el amor de Dios y del prójimo, y sobre ese precepto general erigió todo el edificio. Mandó que los monjes comiesen en forma muy sencilla y en proporción al trabajo que ejecutasen. Dispuso que comiesen diariamente para poder cumplir con sus obligaciones. Prescribió el tiempo que debían emplear en la oración, en la lectura y en el trabajo manual. El santo afirmaba que recibió esas reglas de sus mayores, es decir, de los monjes irlandeses. Impuso a todos los monjes la obligación de orar en privado en sus celdas, y señaló que lo esencial es la oración del corazón y la concentración de la mente en Dios. La regla se complementa con un penitencial en el que se determinan las penitencias que deben imponerse a los monjes por cada falta, por leve que ésta sea. La regla de San Columbano difiere principalmente de la de San Benito por su severidad, tan característica del cristianismo céltico. En efecto, las menores transgresiones se castigan con ayunos a pan y agua y disciplinas. El rezo del oficio divino es particularmente largo. (El máximo es de setenta y cinco salmos diarios en invierno). Puede decirse que en materia de austeridad, los monjes célticos rivalizaban con los de oriente.

Al cabo de doce años de gran paz, los obispos francos empezaron a mostrar cierta hostilidad contra los monjes de San Columbano y convocaron a éste ante un sínodo para que justificase sus costumbres célticas (fecha de la Pascua, etc.). El santo se negó a comparecer, “para no caer en disputas de palabras”; pero dirigió a la asamblea una carta en la que él, “pobre extranjero en estas regiones por la causa de Cristo”, suplica humildemente que le dejen en paz, e indica claramente que el sínodo tiene asuntos más graves en qué ocuparse que la fecha de la Pascua. Como los obispos insistiesen, San Columbano apeló a la Santa Sede. En sus cartas a dos diferentes Papas protestó de su ortodoxia y de la de sus monjes, explicó las costumbres irlandesas y pidió que se las confirmara. El tono de las cartas es muy sincero y, para excusarse por ello, dice el santo: “Perdonadme, os ruego, bendito Pontífice, el atrevimiento que me lleva a escribir en forma tan presuntuosa. Os ruego que, por lo menos una vez, os acordéis de mí en vuestras santas oraciones, pues soy un indigno pecador.”

Pronto se vio San Columbano envuelto en una tempestad más seria. El rey de Borgoña, Teodorico II, profesaba gran respeto al santo, pero éste le reprendió por tener concubinas en vez de casarse, lo cual molestó mucho a la reina Brunequilda, abuela de Teodorico, que había sido regente del reino, pues temía que, si su nieto se casaba, ella perdería su influencia. La cólera de Brunequilda llegó al colmo cuando Columbano se negó a bendecir a los cuatro hijos naturales de Teodorico, diciendo: “No heredarán el reino, pues son mal nacidos.” Por otra parte, el santo negó a Brunequilda la entrada en su monasterio, como lo hacía con todas las mujeres y aun con los laicos. Como eso era contrario a la costumbre franca, Brunequilda lo aprovechó como pretexto para excitar a Teodorico contra San Columbano. El resultado fue que el año 610, el santo y todos sus monjes irlandeses fueron deportados a Irlanda. Es imposible que los obispos hayan intervenido en la expulsión por debajo del agua. Desde Nantes escribió San Columbano su famosa carta a los monjes que habían quedado en Luxeuil. Montalembert dice que esa carta contiene “algunos de los pensamientos más bellos que el genio cristiano haya producido jamás.”

El santo se embarcó en Nantes; pero una tempestad le obligó a volver a tierra. Entonces, San Columbano se dirigió, pasando por París y Meaux, a la corte de Teodeberto II de Austrasia, que estaba en Metz. El monarca le acogió amablemente. Bajo su protección, Columbano y algunos de sus discípulos fueron a predicar a los infieles de las cercanías del lago de Zurich. Corno no fuesen ahí bien recibidos, se trasladaron a un hermoso valle de las cercanías del lago de Constanza, actualmente Bregenz. Ahí encontraron un oratorio abandonado dedicado a Santa Aurelia y junto a él construyeron sus celdas. Pero también ahí los métodos enérgicos de algunos de los misioneros, especialmente de San Galo, provocaron al pueblo contra ellos. Por otra parte, Austrasia y Borgoña estaban en guerra. Teodoberto resultó vencido y sus propios subditos le entregaron a su hermano Teodorico, quien le envió a su abuela Brunequilda.

San Columbano, viendo que su enemigo era el amo de la región en que se hallaba y que su vida corría peligro, cruzó los Alpes (por más que tenía ya unos setenta años). En Milán fue muy bien acogido por el rey arriano Agilulfo de Lombardía y su esposa Teodelinda. El santo empezó inmediatamente a combatir el arrianismo, contra el que escribió un tratado, e intervino en el asunto de los Tres Capítulos. Aquellos escritos fueron condenados por el quinto Concilio Ecuménico de Constantinopla, porque favorecían el nestorianismo. Los obispos de Istria y algunos de los de Lombardía defendieron los Tres Capítulos con tal ardor, que rompieron la comunión con el Papa. El rey y la reina indujeron a San Columbano a que escribiese francamente al Papa San Bonifacio IV en defensa de esos escritos, urgiéndole a velar por la ortodoxia. San Columbano conocía mal el tema de la controversia. Por lo demás, no dejó de formular claramente su ardiente deseo de permanecer en la unidad de la fe, su intensa devoción a la Santa Sede y su convicción de que “el pilar de la Iglesia ha estado siempre en Roma.” En seguida añadía: “Nosotros los irlandeses, que vivimos en el extremo de la tierra, somos seguidores de San Pedro y San Pablo y de los discípulos que escribieron los libros canónicos inspirados por el Espíritu Santo. No aceptamos nada que no esté conforme con las enseñanzas evangélicas y apostólicas... Confieso que me hace sufrir la mala fama que tiene la cátedra de San Pedro en esta región... Como lo he dicho antes, estamos ligados a la cátedra de San Pedro. Cierto que Roma es grande y famosa por sí misma, pero ante nosotros, sólo es grande y famosa por la cátedra de San Pedro.” Admitiendo que se expresa con demasiada franqueza (pues llega a llamar al Papa Vigilio “causa de escándalo”), escribió en la misma carta: “Si en ésta o en alguna otra de mis cartas... encontráis expresiones dictadas por un celo excesivo, atribuidlas a indiscreción y no a orgullo. Velad por la paz de la Iglesia..., emplead la voz y los gestos del verdadero pastor y defended a vuestro rebaño de los lobos.” San Columbano llama al Papa “pastor de pastores”, “jefe de los jefes”, “Pontífice único, cuyo poder se engrandece honrando al Apóstol Pedro.”

Agilulfo regaló a Columbano una iglesia en ruinas y ciertas tierras de Ebovium (Bobbio). En ese valle de los Apeninos, situado entre Genova y Pia” cenza, emprendió el santo la fundación de la abadía de San Pedro. A pesar de su avanzada edad, trabajó personalmente en la construcción. Pero lo que deseaba ardientemente, era el retiro para prepararse a bien morir. Cuando visitó a Clotario II de Neustria, a su regreso de Nantes, había profetizado que Teodorico caería tres años más tarde. La profecía se cumplió. Teodorico había muerto, Brunequilda fue brutalmente asesinada y Clotario era el amo de Austrasia y de Borgoña. Recordando la profecía de San Columbano, el monarca le invitó a volver a Francia. El santo no pudo aceptar la invitación pero rogó a Clotario que se mostrase bondadoso con los monjes de Luxeuil. Poco después murió, el 23 de noviembre de 615.

Alban Butler, que escribió a mediados del siglo XVIII, decía: “Luxeuil es todavía un monasterio muy floreciente”, ocupado por la congregación benedictina de San Vitono. Pero cincuenta años después, la Revolución Francesa puso fin a la larga, azarosa y gloriosa historia de Luxeuil. En cuanto al monasterio de Bobbio, cuya biblioteca llegó a ser una de las mayores durante la Edad Media, empezó a declinar desde el siglo XV y fue suprimido por los franceses en 1803; la biblioteca había empezado a dispersarse casi tres siglos antes. Sin embargo, todavía se celebra la fiesta de San Columbano en la pequeña diócesis de Bobbio. El Martirologio Romano le menciona el 21 de noviembre y los benedictinos celebran su fiesta en el mismo día. En el norte de Italia quedan numerosas huellas del culto que se tributaba antiguamente al santo.

 

Un monje de Bobbio, llamado Joñas, escribió una biografía poco después de la muerte de San Columbano. Dicha obra es nuestra principal fuente. B. Krusch hizo una edición crítica en MGH., Scriptores Merov., vol. IV, pp. 1-156. En estos últimos años se ha escrito mucho sobre San Columbano, como puede verse en la excelente noticia biográfica que le dedica Dom Gougaud en Les Saints Irlandais hors d’Irlande (1936), pp. 51-62, y en Chris-tlanity in Celtic Lands (1932). Véase también E. Martin, Sí. Calumban (1905); G. Metlake, The Life and Writings of St Calumban (1914); H. Concannon, Life of St Calumban (1915); J. J. Laux, Der hl. Kolumban (1919); J. F. Kenney, The Sources for the Early History of Ireland, vol. I (1929), pp. 186-191; M. Stokes, Six Months in the Appenines... (1892); J. M. Clauss, Die Heiligen des Elsasses (1935); A. M. Tommasini, Irish Saints in Italy (1937); L. Gougaud, Le cuite de St Calumban, en Revue Mabillon, vol. xxv; (1935), pp. 169-178; y M. M. Dubois, St Calumban (1950). La sección de la obra de Montalembert, Monks of the West, sobre San Columbano, se imprimió por separado en los Estados Unidos en 1928. Hay que leer las cartas del santo en el texto de MGH., Epistolae, vol. III, pp. 154-190. La autenticidad del penitencial que se le atribuye es dudosa; en cambio, su regla parece auténtica y se ha escrito mucho sobre ella. El texto puede verse en Migne, PL., vol. LXXX, ce. 209 ss.; mejor aún es el texto de Zeitschrift f. Kirchengeschichte (1895 y 897). Me. Neill y Gaymer publicaron una traducción inglesa del penitencial en Medieval Handbooks of Penance (1938). También se ha atribuido a San Columbano un comentario sobre los salmos, pero ciertamente no fue él el autor; véase Dom Morin, en Revue Béné-dictine, vol. XXXVIII (1926), pp. 164-177. Es curioso que Oengus no mencione a San Columbano  en el Félire, a pesar de que su nombre figura en el Hieronymianum. El P. P. Grosjean volvió a estudiar recientemente el difícil problema de la cronología de la vida del santo, en Analecta Bollandiana, vol. lxiv (1946), pp. 200-215.

 

 

Santa Cecilia, Virgen Y Mártir (Fecha desconocida)

(22 de noviembre)

Durante más de mil años, Santa Cecilia ha sido una de las mártires de la primitiva Iglesia más veneradas por los cristianos. Su nombre figura en el canon de la misa. Las “actas” de la santa afirman que pertenecía a una familia patricia de Roma y que fue educada en el cristianismo. Solía llevar un vestido de tela muy áspera bajo la túnica propia de su dignidad, ayunaba varios días por semana y había consagrado a Dios su virginidad. Pero su padre, que veía las cosas de un modo diferente, la casó con un joven patricio llamado Valeriano. El día de la celebración del matrimonio en tanto que los músicos tocaban y los invitados se divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantar a Dios en su corazón y a pedirle que la ayudase. Cuando los jóvenes esposos se retiraron a sus habitaciones, Cecilia, armada de todo su valor, dijo dulcemente a su esposo: “Tengo que comunicarte un secreto. Has de saber que un ángel del Señor vela por mí. Si me tocas como si fuera yo tu esposa, el ángel se enfurecerá y tú sufrirás las consecuencias; en cambio si me respetas, el ángel te amará como me ama a mí.” Valeriano replicó: “Muéstramelo. Si es realmente un ángel de Dios, haré lo que me pides.” Cecilia le dijo: “Si crees en el Dios vivo y verdadero y recibes el agua del bautismo, verás al ángel.” Valeriano accedió y fue a buscar al obispo Urbano, quien se hallaba entre los pobres, cerca de la tercera mojonera de la Vía Apia. Urbano le acogió con gran gozo. Entonces se acercó un anciano que llevaba un documento en el que estaban escritas las siguientes palabras: “Un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todo y en nuestros corazones.” Urbano preguntó a Valeriano: “¿Crees esto?” Valeriano respondió que sí y Urbano le confirió el bautismo. Cuando Valeriano regresó a donde estaba Cecilia, vio a un ángel de pie junto a ella. El ángel colocó sobre la cabeza de ambos una guirnalda de rosas y lirios. Poco después, llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano y los jóvenes esposos le ofrecieron una corona inmortal si renunciaba a los falsos dioses. Tiburcio se mostró incrédulo al principio y preguntó: “¿Quién ha vuelto de más allá de la tumba a hablarnos de esa otra vida?” Cecilia le habló largamente de Jesús. Tiburcio recibió el bautismo, y al punto vio muchas maravillas.

Desde entonces, los dos hermanos se consagraron a la práctica de las buenas obras. Ambos fueron arrestados por haber sepultado los cuerpos de los mártires. Almaquio, el prefecto ante el cual comparecieron, empezó a interrogarlos. Las respuestas de Tiburcio le parecieron desvarios de loco. Entonces, volviéndose hacia Valeriano, le dijo que esperaba que le respondería en forma más sensata. Valeriano replicó que tanto él como su hermano estaban bajo el cuidado del mismo médico, Jesucristo, el Hijo de Dios, quien les dictaba sus respuesta. En seguida comparó, con cierto detenimiento, los gozos del cielo con los de la tierra; pero Almaquio le ordenó que cesase de disparatar y dijese a la corte si estaba dispuesto a sacrificar a los dioses para obtener la libertad. Tiburcio y Valeriano replicaron juntos: “No, no sacrificaremos a los dioses, sino al único Dios, al que diariamente ofrecemos sacrificio.” El prefecto les preguntó si su Dios se llamaba Júpiter. Valeriano respondió: “Ciertamente no. Júpiter era un libertino infame, un criminal y un asesino, según lo confiesan vuestros propios escritores.”

Valeriano se regocijó al ver que el prefecto los mandaba azotar y hablo en voz alta a los cristianos presentes: “¡Cristianos romanos, no permitáis que mis sufrimientos os aparten de la verdad! ¡Permaneced fieles al Dios único y pisotead los ídolos de madera y de piedra que Almaquio adora!” A pesar de aquella perorata, el prefecto tenía aún la intención de concederles un respiro para que reflexionasen; pero uno de sus consejeros le dijo que emplearían el tiempo en distribuir sus posesiones entre los pobres, con lo cual impedirían gUe el Estado las confiscase. Así pues, fueron condenados a muerte. La ejecución se llevó a cabo en un sitio llamado Pagus Triopius, a seis kilómetros de Roma. Con ellos murió un cortesano llamado Máximo, el cual, viendo la fortaleza de los mártires, se declaró cristiano.

Cecilia sepultó los tres cadáveres. Después fue llamada para que abjurase de la fe. En vez de abjurar, convirtió a los que la inducían a ofrecer sacrificios. El Papa Urbano fue a visitarla en su casa y bautizó ahí a 400 personas, entre las cuales se contaba a Gordiano, un patricio, quien estableció en casa de Cecilia una iglesia que Urbano consagró más tarde a la santa. Durante el juicio, el prefecto Almaquio discutió detenidamente con Cecilia. La actitud de la santa le enfureció, pues ésta se reía de él en su cara y le atrapó con sus propios argumentos. Finalmente, Almaquio la condenó a morir sofocada en el baño de su casa. Pero, por más que los guardias pusieron en el horno una cantidad siete veces mayor de leña, Cecilia pasó en el baño un día y una noche sin recibir daño alguno. Entonces, el prefecto envió a un soldado a decapitarla. El verdugo descargó tres veces la espada sobre su cuello y la dejó tirada en el suelo. Cecilia pasó tres días entre la vida y la muerte. En ese tiempo los cristianos acudieron a visitarla en gran número. La santa legó su casa a Urbano y le confió el cuidado de sus servidores. Fue sepultada junto a la cripta pontificia, en la catacumba de San Calixto.

Esta historia tan conocida que los cristianos han repetido con cariño durante muchos siglos, data aproximadamente de fines del siglo V, pero desgraciadamente no podemos considerarla como verídica ni fundada en documentos auténticos. Tenemos que reconocer que lo único que sabemos con certeza sobre San Valeriano y San Tiburcio es que fueron realmente martirizados, que fueron sepultados en el cementerio de Pretéxtalo y que su fiesta se celebraba el 14 de abril. La razón original del culto de Santa Cecilia fue que estaba sepultada en un sitio de honor por haber fundado una iglesia, el “titulus Caeciliae.” Por lo demás, no sabemos exactamente cuándo vivió, ya que los especialistas sitúan su martirio entre el año 177 (de Rossi) y la mitad del siglo IV (Kellner).

El Papa San Pascual I (817-824) trasladó las presuntas reliquias de Santa Cecilia, junto con las de los santos Tiburcio, Valeriano y Máximo, a la iglesia de Santa Cecilia in Transtévere. (Las reliquias de la santa habían sido descubiertas, gracias a un sueño, no en el cementerio de Calixto, sino en el de Pretéxtate). En 1599, el cardenal Sfondrati restauró la iglesia de Santa Cecilia in Transtévere y volvió a enterrar las reliquias de los cuatro mártires, oegún se dice, el cuerpo de Santa Cecilia estaba incorrupto y entero, por más que el Papa Pascual había separado la cabeza del cuerpo, ya que, entre los anos 847 y 855, la cabeza de Santa Cecilia formaba parte de las reliquias de los Cuatro Santos Coronados. Se cuenta que, en 1599, se permitió ver el cuerpo de Santa Cecilia al escultor Maderna, quien esculpió una estatua de tamaño natural, muy real y conmovedora. “No estaba de espaldas como un cadáver en la tumba,” dijo más tarde el artista, sino recostada del lado derecho, como si estuviese en la cama, con las piernas un poco encogidas, en la actitud una persona que duerme.” La estatua se halla actualmente en la iglesia de Cecilia, bajo el altar próximo al sitio en el que se había sepultado nuevamente el cuerpo en un féretro de plata. Sobre el pedestal de la estatua puso el escultor la siguiente inscripción: “He aquí a Cecilia, virgen, a quien yo vi incorrupta en el sepulcro. Esculpí para vosotros, en mármol, esta imagen de la santa en la postura en que la vi.” De Rossi determinó el sitio en que la santa había estado originalmente sepultada en el cementerio de Calixto, y Se colocó en el nicho una réplica de la estatua de Maderna.

Sin embargo, el P. Delehaye y otros autores opinan que no existen pruebas suficientes de que, en 1599, se haya encontrado entero el cuerpo de la santa en la forma en que lo esculpió Maderna. En efecto, Delehaye y Dom Quentin subrayan las contradicciones que hay en los relatos del descubrimiento que nos dejaron Baronio y Bosio, contemporáneos de los hechos. Por otra parte en el período inmediatamente posterior a las persecuciones no se hace mención de ninguna mártir romana llamada Cecilia. Su nombre no figura en los poemas de Dámaso y Prudencio, ni en los escritos de Jerónimo y Ambrosio, ni en la “Depositio Martyrum” (siglo IV). Finalmente, la iglesia que se llamó más tarde “titulus Sanctae Caeciliae” se llamaba originalmente “títulus Caeciliae”, es decir, fundada por una dama llamada Cecilia.

Santa Cecilia es muy conocida en la actualidad por ser la patrona de los músicos. Sus “actas” cuentan que, al día de su matrimonio, en tanto que los músicos tocaban, Cecilia cantaba a Dios en su corazón. Al fin de la Edad Media, empezó a representarse a la santa tocando el órgano y cantando. En la primera antífona de los laudes del oficio de su fiesta, se suprimieron las palabras “en su corazón.”

 

Mombritius publicó íntegras las actas legendarias. Delehaye las resumió en la obra que citaremos más abajo. Los textos más interesantes pueden verse en el artículo de Dom Quentin en DAC., vol. II, ce. 2712-2738. Existe una bibliografía muy abundante. H. Delehaye ha estudiado muy a fondo el asunto en Elude sur le légendier romain (1936), pp. 73-96. En dicha obra cita, además del artículo de Dom Quentin, las obras siguientes: De Rossi, Roma sotterranea, vol. II, pp. XXXII-XLII; Erbes, Die heilige Caecilia in Zusammenhang mit der Papstcrypta, en Zeitschrift für Kirchengeschichte (1888), pp. 1-66; J. P. Kirsch, Die heilige Caecilia in der rómischen Kirche (1910), y Die romischen Titelkirchen im Altertum (1918), pp. 113-116 y 155-156; P. Franchi de Cavalieri, Recenti studi intorno a S. Cecilia, en Note agiografiche, vol. IV (1912), pp. 3-38; F. Lanzoni, en Rivista di archeologia cristiana, vol. II, pp. 220-224; Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, p. 297, y vol. II, pp. 52-68; P. Styger, Rómische Martyrergrüfte (1935), pp. 83-84 y 88; y L. de Lacger, en Bulletin de littérature ecclésiastique (1923), pp. 21-29. Mons. J. P. Kirsch resume sus opiniones en Cathollc Encyclopedia, vol. III, pp. 471-473. Acerca de las representaciones de Santa Cecilia en el arte, cf. Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 146-150. Baudot y Chaussin estudian con cierto detenimiento la leyenda y el culto de Santa Cecilia., en Vies des Saints, vol. XI (1954), pp. 731-759.

 

 

Santos Filemon Y Apia, Mártires (Siglo I)

(22 de noviembre)

Pilemón, que era un ciudadano de Colosa, en Frigia, rico y noble, se convirtió probablemente en Efeso, gracias a la predicación de San Pablo, de quien llegó a ser amigo personal. Los miembros de su casa se distinguían por su devoción y su piedad y parece que los cristianos se reunían ahí a celebrar los divinos misterios. Sin embargo, Onésimo, uno de los esclavos de Filemón, lejos de imitar los buenos ejemplos que recibía, robó a su amo y huyó a Roma. Ahí conoció a San Pablo en la prisión. El espíritu de caridad y religión con que le trató el Apóstol, cambió el corazón de Onésimo, quien se convirtió en su hijo espiritual. San Pablo hubiese querido que Onésimo se quedase ayudarle, pero, como Filemón tenía derecho a sus servicios, el Apóstol envió al esclavo a Colosa, con la carta que en la Biblia se llama la “Epístola a Filemón.” Esa carta muestra la ternura y el poder de persuasión de San Pablo, quien llama a Filemón su amado compañero de trabajo y alaba su caridad y su fe. A Apia, que era probablemente la esposa de Filemón, la llama “nuestra queridísima hermana” y a Arquipo, “el soldado, compañero nuestro.” En seguida, el Apóstol recuerda modestamente a Filemón que, aunque podría darle órdenes en nombre de Cristo, prefiere rogarle que por amor a El perdone a Onésimo y le acoja, “no como siervo, sino como hermano muy querido, pues lo es para mí y cuánto más para ti, así en la carne como en el Señor.” No sabemos cómo tomó Filemón la petición de San Pablo, pero la tradición afirma que concedió la libertad a Onésimo, le perdonó su falta e hizo de él su compañero de trabajo en la obra de evangelización.

Esto es todo lo que San Pablo dice en su carta a Filemón, y a eso se reduce cuanto sabemos con certeza, acerca de él. Sin embargo, no faltan leyendas donde se afirma que llegó a ser obispo de Colosa o de Gaza y que fue martirizado en Efeso o en Colosa. El Martirologio Romano resume así la leyenda oriental más corriente: “En tiempos de Nerón, cuando los gentiles irrumpieron en la iglesia de Colosa de Frigia el día de la fiesta de Diana, Filemón y Apia fueron arrestados, en tanto que los otros huyeron. El gobernador Artocles los mandó azotar y después, enterrados en un agujero hasta la altura del pecho, fueron aplastados con piedras.”

 

Los nombres de estos santos figuran en los sinaxarios y “menaia” griegos, generalmente el 23 de noviembre, junto con otro mártir llamado Arquipo. Véase la edición de Delehaye del Synaxarium Constantinopolitanum, ce. 247-248.

 

 

San Clemente I, Papa Y Mártir *(C 99 d.C.)

(23 de noviembre)

EL tercer sucesor de San Pedro, probablemente San Clemente, fue contemporáneo de los santos Pedro y Pablo, según se cree. En efecto, San Ireneo escribía en la segunda mitad del siglo II: “Vio a los bienaventurados apóstoles y habló con ellos. La predicación de éstos vibraba aún en sus oídos y conservaba sus enseñanzas ante los ojos.” Orígenes y otros autores le identifican con el Clemente a quien San Pablo llama su compañero de trabajos (Fil., 4:3) y así lo repiten la misa y el oficio del santo; pero se trata de una identificación muy dudosa. Ciertamente, no fue nuestro santo el Clemente Fla-vio condenado a muerte el año 95. Pero no es imposible que haya sido un liberto de la servidumbre del emperador, cuyos ascendientes fueron judíos. No poseemos ningún detalle sobre su vida. Las “actas” del siglo IV, que son apócrifas, afirman que convirtió a una pareja de patricios, llamados Sisinio Y Teodora, y a otros 423. Aquello le atrajo el odio del pueblo y el emperador Trajano le desterró a Crimea, donde tuvo que trabajar en las canteras. La fuente más próxima distaba diez kilómetros, pero Clemente descubrió, por

 

* En la misa y en el oficio de San Clemente se conmemora a Santa Felicitas. Nosotros hablamos de ella el 10 de julio, junto con sus “siete hijos.” inspiración del cielo otro manantial más próximo, donde pudieron beber los numerosos cristianos cautivos. El santo predicó en las canteras con tanto éxito que, al poco tiempo, había ya setenta y cinco iglesias. Entonces, fue arrojado al mar con un ancla colgada al cuello. Los ángeles le construyeron un sepulcro bajo las olas. Cada año, las aguas se abrían milagrosamente para dejar ver el sepulcro.

 

San Ireneo dice: “En la época de Clemente, estalló una importante sedición entre los hermanos de Corinto. La iglesia de Roma les envió una larga carta para restablecer la paz, renovar la fe y para anunciarles la tradición que había recibido recientemente de los apóstoles.” Esa carta hizo famoso el nombre del Papa Clemente I. En los primeros tiempos de la Iglesia, la carta de Clemente tenía casi tanta autoridad como los libros de la Sagrada Escritura y solía leerse junto con ellos en las iglesias. En el manuscrito de la Biblia (Codex Alexandrinus, siglo V) que Cirilo Lukaris, patriarca de Constantinopla, envió al rey Jacobo I de Inglaterra, había una copia de la carta de Clemente. Patricio Young, encargado de la biblioteca real de Inglaterra, la publicó en Oxford,, en 1633.

San Clemente comienza por dar una explicación de que las dificultades por las que atraviesa la Iglesia en Roma (la persecución de Diocleciano) le habían impedido escribir antes. En seguida, recuerda a los corintios cuan edificante había sido su conducta cuando todos eran humildes, cuando deseaban más obedecer que mandar y estaban más prontos a dar que a recibir, cuando estaban satisfechos con los bienes que Dios les había concedido y escuchaban diligentemente su Palabra. En aquella época eran sinceros, inocentes, sabían perdonar las injurias, detestaban la sedición y el cisma. San Clemente se lamenta de que hubiesen olvidado el temor de Dios y cayesen en el orgullo, en la envidia y en las disensiones y los exhorta a deponer la soberbia y la ira, porque Cristo está con los que se humillan y no con los que se exaltan. El cetro de la majestad de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no se manifestó en el poder sino en la humillación. Clemente invita a los corintios a contemplar el orden del mundo, en el que todo obedece a la voluntad de Dios: los cielos, la tierra, el océano y los astros. Dado que estamos tan cerca de Dios y que El conoce nuestros pensamientos más ocultos, no deberíamos hacer nada contrario a su voluntad y deberíamos honrar a nuestros superiores; las necesidades disciplinares han obligado a crear obispos y diáconos, a quienes se debe toda obediencia. Las disputas son inevitables y los justos serán siempre perseguidos. Pero señala que unos cuantos corintios están arruinando su iglesia. “Obedezca cada uno a sus superiores, según la jerarquía establecida por Dios. Que el fuerte no olvide al débil y que el débil respete al fuerte. Que el rico socorra al pobre y que el pobre bendiga a Dios, a quien debe el socorro del rico. Que el sabio manifieste su sabiduría, no en sus palabras, sino en sus obras. Los grandes no podrían subsistir sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes. En un cuerpo, la cabeza no puede nada sin los pies, ni los pies sin la cabeza. Los miembros menos importantes son útiles y necesarios al conjunto.” En seguida, Clemente afirma que en la Iglesia los más pequeños serán los más grandes ante Dios, con tal de que cumplan con su deber. Termina con la petición de que le “envíen pronto de vuelta a sus dos mensajeros, en paz y alegría, para que nos anuncien cuanto antes que reinan ya entre nosotros la paz y concordia por la que tanto hemos orado y que tanto deseamos. Así podremos regocijarnos de vuestra paz.

En la carta hay un pasaje muy conocido, que el historiador anglicano Lightfoot califica de “noble reprensión” y de “primer paso hacia la dominación pontificia.” Helo aquí: “Si algunos desobedecen las palabras que El nos ha comunicado, sepan que cometen un pecado grave e incurren en un peligro muy serio. Pero nosotros seremos inocentes de ese pecado.” La carta de Clemente es muy importante por sus hermosos pasajes, porque constituye una prueba del prestigio y autoridad de que gozaba la sede romana a fines del siglo I y porque está llena de alusiones históricas incidentales. Además, “constituye un modelo de carta pastoral... , una homilía sobre la vida cristiana.” Existen otros escritos, llamados “Pseudoclementinos”, que se atribuían antiguamente al Papa. Entre ellos se cuenta otra carta a los corintios, que estaba también incluida en el “codex” alejandrino de la Biblia.

Se venera a San Clemente como mártir, pero los autores más antiguos no mencionan su martirio. No sabemos dónde murió. Tal vez durante su destierro en Crimea. Sin embargo, es muy poco probable que las reliquias que San Cirilo trasladó de Crimea a Roma, a fines del siglo IX, hayan sido realmente las de San Clemente. Dichas reliquias fueron depositadas bajo el altar de San Clemente, en la Vía Celia. Debajo de la iglesia y de la basílica que se construyó encima en el siglo IV, se conservan unas habitaciones de la época imperial. De Rossi pensaba que ahí había vivido San Clemente I. En todo caso, no sabemos quién fue el Clemente que dio su nombre a esa iglesia que se llamaba originalmente titidus Clementis. El nombre de San Clemente I figura en el canon de la misa. Nuestro santo es uno de los llamados “Padres Apostólicos”, que son los que conocieron personalmente a los apóstoles o recibieron su influencia casi directa.

 

Tal vez, la mejor colección de las alusiones a San Clemente que se hallan en la literatura cristiana primitiva, es la del obispo anglicano de Durham, J. B. Lightfoot, Apostolic Fathers, pte. I, vol. I, pp. 148-200. Las citas más importantes, como son las del De viris illustribus de San Jerónimo, del Líber Pontificalis y de los sacramentarios y calendarios, pueden verse en CMH., pp. 615-616. Existe un relato del martirio, en latín y en griego. Franchi de Cavalieri y Delehaye opinan que el original es el texto latino. De dicho relato se deriva la leyenda, perpetuada por el Breviario Romano, acerca del sepulcro marítimo y del ancla que se usó para ahogar a San Clemente. Los textos pueden verse en F. Diekamp, Paires apostolici, vol. II (1913), pp. 50-81. Los Pseudo-clementinos, que se dividen en las Homilías y los Reconocimientos, popularizaron mucho el nombre de San Clemente; pero naturalmente no añaden nada desde el punto de vista histórico o hagiográ-fico. Se ha escrito mucho sobre San Clemente en los últimos años. Uno de los estudios más recientes y completos es el de H. Delehaye, Elude sur le légendier romain (1936), pp. 96-116. El autor hace notar que, como en el caso de Santa Cecilia, el “títulus Clementis” se transformó con el tiempo en “sancti Clementis.” Véase también P. Franchi de Cavalieri, en Note agiografiche, vol. V, pp. 3-40; I. Franko, Sí Klemens in Chersonesus (1906); I- P. Kirsch, Die romischen Titelkirchen (1918). En Loeb Classical Library, The Apostolic Fathers (1930), puede verse el texto griego de la carta de San Clemente, junto con una traducción inglesa de Kirsopp Lake. Hay otra traducción más reciente, hecha por J. A. Kleist, en el vol. I de la serie American Ancient Christian Writers, The Epistles of St Clement... and St Ignatius ... (1946).

 

 

San Anfiloco, Obispo De Iconium (c. 400 d.C.)

(23 de noviembre)

Anfíloco fue amigo íntimo de San Gregorio Nazianceno, su primo, y de San Basilio, aunque era más joven que ellos. Las cartas de esos dos santos a Anfíloco son nuestra principal fuente de información. Anfíloco nació en Capadocia. En su juventud, fue retórico en Constantinopla, donde, según parece tuvo dificultades económicas. Siendo todavía joven, se retiró a un sitio solí-tario de las proximidades de Nazianzo, junto con su padre que era ya muy anciano. San Gregorio daba a su amigo un poco de grano a cambio de las legumbres de su huerto. En una carta se queja, en broma, de que siempre sale perdiendo en el negocio. El año 374, cuando tenía unos treinta y cinco años, Anfíloco fue elegido obispo de Iconium y aceptó el cargo muy contra su voluntad. El padre de Anfíloco se quejó a San Gregorio de que le habían privado de su hijo. En su respuesta, el santo afirmó que no tuvo parte alguna en el nombramiento y que él también sufría al verse privado de su amigo. San Basilio, a quien probablemente se debía el nombramiento, escribió a Anfíloco una carta de felicitación. En ella le exhorta a no dejarse arrastrar nunca al mal, aunque esté de moda y existan otros precedentes, puesto que está llamado a guiar a los otros y no a dejarse guiar por ellos. Inmediatamente después de su consagración, San Anfíloco fue a visitar a San Basilio en Cesárea. Ahí predicó al pueblo y sus sermones fueron más apreciados que los de todos los extranjeros que habían predicado en la ciudad. San Anfíloco consultó frecuentemente a San Basilio acerca de diversos puntos de doctrina y disciplina y, gracias a sus ruegos, escribió San Basilio su tratado sobre el Espíritu Santo. San Anfíloco fue quien predicó el panegírico de San Basilio en sus funerales. Nuestro santo reunió en Iconium un concilio contra los herejes macedonianos, que negaban la divinidad del Espíritu Santo y, en el año 381, asistió al Concilio Ecuménico de Constantinopla contra los mismos herejes. Ahí conoció a San Jerónimo, a quien leyó su propio tratado sobre el Espíritu Santo. Anfíloco pidió al emperador Teodosio I que prohibiese las reuniones de arríanos, pero el emperador se negó porque juzgaba demasiado rigurosa esa medida. Poco después fue el santo a palacio. Arcadio, que había sido ya proclamado emperador, estaba junto a su padre. San Anfíloco saludó a Teodosio e ignoró a su hijo. Cuando Teodosio se lo hizo notar, el santo acarició la mejilla de Arcadio. Teodosio montó en cólera. Entonces Anfíloco le dijo: “Veo que no soportas que se trate con ligereza a tu hijo. ¿Cómo puedes, pues, sufrir que se deshonre al Hijo de Dios?” Impresionado por esas palabras, el emperador prohibió poco después las reuniones públicas y privadas de los arríanos. San Anfíloco combatió también celosamente la naciente herejía de los mesalianos.. Eran éstos maniqueos e iluminados, que ponían la esencia de la religión en la oración exclusivamente. El santo presidió en Sida de Panfilia un sínodo contra dichos herejes. San Gregorio Nazianceno llama a San Anfíloco obispo irreprochable, ángel y heraldo de la verdad. El padre de nuestro santo afirmaba que curaba a los enfermos con sus oraciones.

 

Conocemos bastante bien a San Anfíloco, gracias a las referencias que se hallan en la literatura cristiana de la época. Además, existen dos biografías griegas, que pueden verse en Migne, PG., vol. XXXIX, pp. 13-25, y vol. CXVI, pp. 956-970. La colección de fragmentos de las obras del santo que hay en Migne, no es completa. Se hallarán otros fragmentos en K. Holl, Amphilochius von Ikonium (1904), y G. Ficker, Amphilochiana (1906). Véase también Bardenhewer, Altkirchliche Literatur, vol. III, pp. 220-228; DHG., vol. II, pp. 1346-1348; y DCB., vol. I, pp. 103-7.

 

 

San Gregorio, Obispo de Girgenti (c. 603 p. c.)

(23 de noviembre)

Según una biografía muy poco fidedigna, cuyo autor, Leoncio, pretende pasar en contemporáneo del santo y monje de San Sabas de Roma, Gregorio nació en las cercanías de Girgenti (Agrigentum), en Sicilia, y fue educado por San potamión, obispo del lugar. En Palestina, a donde hizo una peregrinación, paso cuatro años estudiando en diversos monasterios y recibió el diaconado en Jerusalén. Después pasó a Antioquía y a Constantinopla, donde, según dice Nicéforo Calixto, se le consideró como uno de los hombres más santos y sabios de la época. Finalmente, el santo fue a Roma, donde se le nombró obispo de Girgenti. Muy pronto, su celo por la disciplina molestó a sus subditos y el santo fue víctima de una infame conspiración. En efecto, sus enemigos introdujeron en casa de San Gregorio a una mujer de mala vida, la “sorprendieron” ahí intencionalmente y acusaron al obispo. San Gregorio fue convocado a Roma, donde probó su inocencia y regresó a su sede. Se suele identificar a nuestro santo con el Gregorio de Agrigento a quien alude San Gregorio Magno en sus cartas, pero la cronología de la vida de San Gregorio de Agrigento es muy incierta. Es famoso sobre todo por su comentario griego sobre el Ecle-siastés. Su nombre figura en el Martirologio Romano y su fiesta se celebra en las iglesias griegas de rito bizantino, al que perteneció en vida.

 

En Migne, PG., vol. XCVIII, ce. 549-716, se halla la larga biografía escrita por Leoncio. Hay también otra biografía en PG., vol. CXVI, ce. 190-269. Véase DCB., vol. II, pp. 776-777; Bardenhewer, Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. V, pp. 105-107; y L. T. White, en American Historical Review, vol. XII (1936), pp. 1-21.

 

 

San Trudo (c. 690 d.C.)

(23 de noviembre)

En el siglo VII, había todavía muchos paganos en la providencia de Brabante. En la región de Hasbaye se venera a San Trudo especialmente, por el celo con que predicó ahí el Evangelio. Sus padres eran francos. Trudo se consagró al servicio de la Iglesia. San Remado le envió a la escuela catedralicia de Metz, donde fue ordenado por San Clodulfo. Después, volvió el santo a la región que le había visto nacer. Ahí predicó el Evangelio a los paganos y en sus posesiones construyó una iglesia y un monasterio. La actual Saint-Trond, entre Lovaina y Tongres, deriva su nombre de dicho monasterio. San Trudo fundó también un convento de religiosas en las cercanías de Brujas.

 

La biografía que escribió el diácono Donato, menos de un siglo después de la muerte del santo, es fidedigna en conjunto. Además de la edición de Mabillon, hay una más crítica hecha por Levison en MGH., Scriptores Merov., vol. VI. La biografía que escribió Teoderico es de poco valor. Véase Van der Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens (1907), PP. 91-96. El antiquísimo texto de Wissenburg del Hieronymianum menciona a San Trudo. Véase M. Coens, en Analecta Bollandiana, vol. LXXII (1954), pp. 90-94, 98-100.

 

 

Santa Catalina de Alejandría, Virgen y Mártir (Fecha Desconocida).

(25 de noviembre)

Desde el siglo X o aun antes, se venera mucho en el oriente a Santa Catalina de Alejandría. Sin embargo, desde la época de las Cruzadas hasta el siglo XVIII, la santa fue todavía más popular en occidente. En efecto, se le dedicaron numerosas iglesias y se celebraba su fiesta con gran solemnidad; se la incluyó en el número de los Catorce Santos Protectores y se la veneró como patrona de las estudiantes, de los filósofos, de los predicadores, de los apologistas, de los molineros, etc. Adán de San Víctor escribió un poema en su honor. Su voz fue una de las que oyó Santa Juana de Arco. Bossuet le dedicó uno de sus más célebres panegíricos. A pesar de todo, no sabemos con certeza absolutamente nada sobre la vida de la santa.

Según sus “actas”, que carecen de valor, pertenecía a una noble familia de Alejandría. En el curso de sus profundos estudios, Catalina conoció el cristianismo y se convirtió a él gracias a una aparición de la Virgen y el Niño Jesús. Cuando estalló la persecución de Majencio, Catalina, que sólo tenía dieciocho años y era extraordinariamente bella, se presentó ante él y le echó en cara su tiranía. Majencio, no pudo contestar a sus argumentos contra los dioses y reunió a cincuenta filósofos para que los rebatiesen. Los filósofos se convirtieron a la fe, vencidos por la sabiduría de Catalina y fueron condenados Por el emperador a perecer en la hoguera. En seguida, Majencio trató de convencer a la santa con halagos y le ofreció casarla con un príncipe. Catalina se rehusó indignada, por lo cual fue golpeada y encarcelada. Majencio partió a inspeccionar un campo militar. A su regreso, se enteró de que su esposa y un cortesano habían ido, por curiosidad, a visitar a Catalina y se habían convertido, junto con 200 soldados de la guardia. El emperador los mandó matar, Y condenó a Catalina a morir en una rueda erizada de puntas afiladas, (de ahí procede el nombre de la “rueda de Santa Catalina”). Pero, no bien pusieron los guardias a Catalina sobre la rueda, se desataron milagrosamente sus ataduras, la rueda se rompió, y las puntas de hierro volaron por el aire y mataron a muchos de los presentes. Entonces la santa fue decapitada: de su cuello brotó un líquido blanco como la leche. Existen ciertas variantes de la leyenda, tales como la conversión de Catalina en Armenia y los detalles que inventaron los chipriotas en la Edad Media para probar que la santa había vivido en Chipre

Todos los textos de las “actas” afirman que los ángeles trasladaron su cuerpo al Sinaí, donde más tarde se construyó una iglesia y un monasterio; pero el caso es que los primeros peregrinos que fueron al Sinaí no sabían nada sobre esa leyenda. El año 527, el emperador Justiniano construyó un monasterio fortificado para los ermitaños del Sinaí. Según se dice, allá fueron trasladadas las presuntas reliquias de Santa Catalina en el siglo VIII o en el IX Actualmente, el gran monasterio del Sinaí, tan famoso en una época, no es más que una sombra de lo que fue, pero todavía conserva las supuestas reliquias de Santa Catalina, bajo el cuidado de los monjes de la Iglesia ortodoxa de oriente. Alban Butler cita las siguientes palabras del arzobispo Falconio de Santa Severina: “El significado de la expresión de que los ángeles trasladaron el cuerpo de la Santa al Sinaí, es que los monjes lo llevaron a su monasterio para enriquecerlo devotamente con tan preciosa reliquia. Como es bien sabido, en cierta época, el hábito religioso se designaba con el nombre de “hábito angélico” y se llamaba a los monjes “ángeles” por su pureza celestial y sus funciones,” Las expresiones “Vida angelical” y “Hábito angélico” se usan todavía con frecuencia en la vida religiosa del oriente.

Alban Butler comenta en otra parte: “El sexo femenino no es menos apto que el masculino para las ciencias sublimes, ni se distingue menos por la vivacidad de su genio.” Todavía en la actualidad se considera a Santa Catalina como patrona de los filósofos cristianos, por razón de su erudición.

 

Hay muchas versiones griegas y latinas de la leyenda de Santa Catalina. Los caracteres esenciales del relato no varían mucho de una versión a otra. El texto griego de Simeón Metafrasto, que data de fines del siglo X, puede verse en Migne, P. G. vol. CXVI, pp. 276-301. Hay otro texto ligeramente anterior; véase BHG., n 31. El tono de la noticia biográfica del cardenal Schuster, The Sacramentary (1930), vol. V, p. 302, prueba que la opinión general de los historiadores es que la leyenda de Santa Catalina no merece crédito alguno. El cardenal afirma que dicha leyenda no tiene desgraciadamente ningún documento en su apoyo. Los antiguos calendarios orientales y egipcios no mencionan su nombre. En el occidente, el culto de la santa empezó apenas hacia el siglo X.” Cf. Delehaye, Les martyrs d’Egypte (1923), pp. 35-36, 123-124; y Legends of the Saints, p. 57; W. L. Schreiber, Die Legende des hl. Catherine von Alexandria (1931). Acerca de Santa Catalina en el arte, cf. Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 369-374, y Drake, Saints and their Emblems (1916), p. 24. Acerca de los aspectos folklóricos, véase Báchtold-Stáubli, Handworterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. IV, pp. 1074-1084. Se encontrará una buena presentación de todo el asunto en Baudot y Chaussin, Vies des Saints, vol. XI (1954), pp. 854-872.

 

 

San Mercurio, Mártir (Fecha Desconocida).

(25 de noviembre)

San mercurio es uno de los “santos guerreros”, tan populares en el oriente. Está fuera de duda que murió realmente por la fe. Pero las diversas versiones je sus actas son simplemente novelas piadosas. Según ellas, Mercurio era hijo ¿e un oficial escita que se hallaba en Roma. Mercurio abrazó también la carrera militar, y llegó a tener el grado de “primicerius.” Cuando los bárbaros amenazaron a Roma, el emperador Decio quedó aterrado. Mercurio le alentó y se pUSO al mando de las tropas imperiales, armado de una espada que un ángel le había dado. Después de una gran victoria, Decio notó que Mercurio no asistía a la ceremonia de acción de gracias a los dioses y le mandó llamar. Al presentarse, Mercurio se despojó de la capa y el cinturón militar en presencia del emperador, diciendo: “No negaré a mi Señor Jesús.” Decio, temeroso de herir la simpatía de los romanos por Mercurio, envió a éste a Cesárea de Capadocia para que fuese ahí torturado. Según la leyenda oriental, 113 años más tarde, San Basilio invocó la ayuda de San Mercurio contra Juliano el Apóstata. Dios hizo entonces de San Mercurio el instrumento de su venganza, ya que el santo bajó del cielo blandiendo una espada y con ella dio muerte al infiel emperador. En Egipto se llama a San Mercurio “Abu Saifain (“Padre de las Espadas”), en razón de sus proezas militares y del arma con que siempre se le representa. En dicho país hay muchas iglesias dedicadas a nuestro santo. Según se dice, San Mercurio se apareció en Antioquía a los soldados de la primera Cruzada, junto con San Jorge y San Demetrio.

 

El P. Delehaye estudió muy a fondo la leyenda de San Mercurio. En su obra, Les légendes grecques des saints militaires (1909), no sólo discute los incidentes narrados en ese relato tan poco fidedigno (pp. 91-101), sino que edita en un apéndice (pp. 234-258) los dos textos griegos de mayor interés. A lo que parece, la afirmación del peregrino Teo-dosio (c. 525) de que San Mercurio está sepultado en Cesárea, constituye el primer testimonio cierto acerca de la existencia del mártir. Dada la popularidad de que goza el santo en Egipto, nada tiene de extraño que su nombre figure en muchos sinaxarios etíopes. En la traducción de Sir E. Wallis Budge de dichos sinaxarios (4 vols., 1928), hay un índice muy completo, en el que se encuentran numerosas referencias a San Mercurio. Budge publicó también en Miscellaneous Coptic Textes (1915), una traducción de una pasión copla. Véase S. Binon, Essai sur le cycle de St Mercare (1937), y Documents grecs inédits relatifs ... (1937).

 

 

San Pedro, Obispo De Alejandría, Mártir (311 d.C.)

(26 de noviembre)

Eusebio califica a este prelado de excelente maestro de la religión cristiana y gran obispo, y dice que fue admirable por su virtud y su conocimiento de la Sagrada Escritura. San Pedro sucedió a San Teonás en la sede de Alejandría el año 300. Gobernó esa iglesia durante doce años. En los últimos nueve de su gobierno, tuvo que hacer frente a la persecución de Diocleciano y de sus sucesores. Pedía constantemente a Dios que otorgase a él y a sus fieles, la gracia y el valor necesarios, y exhortaba a los cristianos a mortificar su voluntad para estar preparados a morir por Cristo. Con su ejemplo y su palabra reconfortaba a los confesores del cristianismo, de suerte que fue el padre de muchos mártires que sellaron con su sangre el testimonio de su fe. La vigilancia y solicitud del santo se extendían a todas las diócesis de Egipto, Tebaida y Libia. Como en esa vasta región hubo numerosos cristianos que apostataron, San Pedro publicó catorce cánones sobre la manera de tratar a los apóstatas que querían reconciliarse con la Iglesia. Más tarde, toda la Iglesia de oriente adoptó esos cánones.

Con el tiempo, San Pedro tuvo que esconderse fuera de Alejandría. Durante su ausencia se produjo el cisma meleciano (diferente del cisma meleciano que estalló en Antioquía, cincuenta años más tarde y que tuvo mayor importancia) . No sabemos exactamente qué fue lo que sucedió. Según parece, el obispo de Licópolis, llamado Melecio, empezó a apropiarse las funciones de metropolitano, que correspondían a San Pedro, y ordenó sacerdotes en algunas diócesis cuyos obispos vivían aún, pero estaban escondidos. Para justificar su proceder y aparecer como un defensor de la disciplina, Melecio empezó a difundir ciertas calumnias sobre San Pedro y aun llegó a decir que éste se había mostrado demasiado indulgente con los apóstatas. Con ello, provocó el cisma que turbó a toda la Iglesia de Egipto, precisamente en los momentos en que los cristianos necesitaban de toda su energía para hacer frente a la persecución. Como Melecio se obstinase en su error, San Pedro no tuvo más remedio que excomulgarlo.

Desde el sitio en que se hallaba escondido, el santo continuó administrando su diócesis y alentando a los fieles perseguidos, hasta que por fin, pudo regresar a su sede. Pero muy poco después, estalló la persecución de Maximino Daia, cesar del oriente. San Pedro fue capturado inopinadamente y ejecutado sin juicio previo. El Martirologio Romano hace mención de otros cuatro obispos y de 600 fieles egipcios a los que “la espada de los perseguidores abrió las puertas del cielo.”

En Egipto se llama a San Pedro “sello y término de la persecución”, porque fue el último de los mártires de Alejandría. También se le llama algunas veces el que pasó a través del muro.” La “pasión” griega, que carece de toda autoridad, explica así este curioso título: cuando San Pedro fue arrestado, los cristianos se apelotonaron a la puerta de la prisión para rogar por él y se negaron a retirarse. Al llegar la orden de ejecución, la muchedumbre era tan numerosa, que los oficiales encargados del ajusticiamiento no podían pasar. Entonces, decidieron abrirse paso a sangre y fuego entre la multitud. San “edro se entero de las intenciones de sus verdugos y, para no ser la ocasión de tal carnicería, mandó decir secretamente al comandante que perforase el muro de la prisión y le sacase por ahí, durante la noche. Así se hizo, en efecto La lluvia y el viento impidieron que la multitud oyese el ruido que hacían los trabajadores. San Pedro instó a los guardias a darse prisa para evitar que la muí-titud se diese cuenta y fue ejecutado sin que ninguno de los fieles lo supiese.

 

Existen varias versiones griegas y latinas de una supuesta pasión de San Pedro; pero no merecen crédito alguno. Véase CMH., pp. 620-621. Por otra parte, Eusebio, en Historia  eclesiástica, libs. VII, VIII y IX menciona varias veces a este mártir; y el antiguo Bre-viarium sirio dice el 24 de noviembre: “En Alejandría la Grande, el obispo Pedro, antiguo confesor.” Aunque el santo escribió mucho, sólo se conservan algunos fragmentos de sus obras. Hay pruebas de que San Pedro fue muy venerado desde antiguo; por ejemplo, su nombre figuró muy pronto en el Typikon de Jerusalén. Cf. Tillemont, Mémoires, vol. V pp. 755-757; Bardenhewer, Geschichte der altkirchlicen Literatur, vol. II, pp. 203-211-DTC., vol. XII, ce. 1802-1804; Analecta Bollandiana, vol. LXVII (1949), pp. 117-130. Hay un resumen de los cánones sobre los apóstatas en DCB., vol. IV, pp. 331-332.

 

 

San Siricio, Papa (399 d.C.)

(26 de noviembre)

Benedicto XIV incluyó el nombre de San Siricio en el Martirologio Romano, donde se dice que el santo “se distinguió por su ciencia, piedad y celo por la religión, ya que condenó a varios herejes y reforzó con decretos muy saludables la disciplina eclesiástica.” Los principales de esos herejes fueron el monje Joviniano, que negó la virginidad perpetua de María, así como su mérito, y Donoso, obispo de Sárdica, que aprobó esos errores. En cuanto a la disciplina, San Siricio la reforzó en la carta que escribió para responder a ciertas preguntas del obispo Himerio de Tarragona. Esa instrucción, que San Siricio mandó comunicar a los demás obispos por medio de Himerio, es el primer decreto pontificio que se conserva íntegro. Entre otras cosas, el Papa mandó que los sacerdotes y diáconos casados cesen de cohabitar con sus esposas. Este es el documento más antiguo que se conoce acerca de la actitud de la Santa Sede en la cuestión del celibato eclesiástico. San Siricio envió también esa carta a los obispos de África. El santo Pontífice apoyó a San Martín de Tours y excomulgó a Félix de Tréveris por haber participado, junto con Itacio, en la ejecución del hereje Prisciliano, llevada a cabo por orden del emperador.

El año 390, San Siricio consagró la basílica de San Pablo Extramuros, que había sido ensanchada por el emperador Teodosio I. El nombre del Pontífice se conserva todavía en una columna que no fue destruida por el incendio de 1823. San Siricio gobernó la Iglesia durante quince años y a su muerte fue sepultado en el cementerio de Priscila.

 

Tenemos muy pocos datos sobre la vida personal de San Siricio; el Líber Pontificóos (ed. Duchesne), vol. I, pp. 217-218, nos dice algunas cosas sobre su administración. Véase también Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, vol. II, pp. 68-80; Tillemont, Mémoires, vol. X; y E. Gaspar, Geschichte des Papsttums, vol. I (1930), pp. 257 ss. También hay una larga noticia biográfica en DCB., vol. IV, pp. 696-702.

 

 

San Basilio (c. 620 d.C.)

(26 de noviembre)

Basilio nació en Limoges, a mediados del siglo VI. Después de servir algún tiempo en el ejército, se sintió llamado por Dios a la vida monástica. Hizo entonces una peregrinación al santuario de San Remigio, en Reims, y el arzobispo le envió al monasterio de Verzy. San Basilio era un monje ejemplar, pero, como Dios 1e llamase a una vida de mayor soledad, su abad le dio permiso de retirarse a una celda aislada, situada en la cumbre de una colina de las cercanías. Ahí vivió el santo hasta su muerte. Se atribuyen muchos milagros a San Basilio. Por ejemplo, se cuenta que en cierta ocasión en que el conde de Champagne andaba de cacería en aquellos parajes, un ciervo huyó en dirección a la celda del santo y se refugió junto a él; los sabuesos del conde se detuvieron en seco a cierta distancia y no quisieron acercarse por nada. Esa manifestación de la santidad de la celda de un ermitaño impresionó tanto al conde, que regaló al santo muchas tierras. Entre los discípulos del santo en la vida solitaria se cuenta a San Sindulfo. El Martirologio Romano menciona a los dos santos ermitaños.

 

Existen tres cortas biografías latinas. La primera fue publicada por Mabillon, vol II, pp. 60-62; el mejor texto de la segunda es el de MGH., Scriptores, vol. XIII pp. 449-451: la tercera puede verse en Migne, PL., CXXXVII, ce. 643-658. Véase también E. Quentelot. Sí Basle et le monastére de Verzy (1892).

 

 

San Conrado, Obispo de Constanza (975 d.C.)

(26 de noviembre)

San conrado pertenecía a la gran familia de los güelfos. Era el segundo hijo del conde Enrique de Altdorf, quien fundó la abadía de Weingarten, en Würtem-berg, que todavía existe. Conrado hizo sus estudios eclesiásticos en la escuela catedralicia de Constanza. Poco después de su ordenación sacerdotal, fue nombrado preboste de la catedral. El año 934, a la muerte del obispo, fue elegido para sucederle. San Ulrico, obispo de Augsburgo, quien había favorecido su elección, solía visitarle frecuentemente, y llegó a unirlos una amistad muy íntima. San Conrado, que había renunciado a todo lo que no fuese Dios, cambió e. su hermano sus posesiones por unas tierras más próximas a Constanza. Con sus rentas construyó y dotó tres hermosas iglesias en honor de San Mauricio, San Juan Evangelista y San Pablo, restauró muchas otras y repartió el resto de sus bienes entre su diócesis y los pobres.

En aquella época, eran muy frecuentes las peregrinaciones a Jerusalén. San Conrado visitó tres veces los Santos Lugares y supo hacer de sus viajes verdaderas peregrinaciones de penitencia y devoción. A esto se reduce prácticamente todo lo que dicen de cierto las biografías del santo, que fueron escritas mucho después de su muerte. Suele representarse al santo con un cáliz y una araña. La razón es la siguiente: Un día de Pascua, mientras celebraba la misa, una araña cayó en su cáliz. Entonces se creía que todas las arañas, o por lo menos la mayoría, eran venenosas. Sin embargo, San Conrado se tragó la araña por devoción y respeto a los santos misterios, y ello no le hizo ningún daño. Murió al cabo de más de cuarenta años de episcopado, en 975; fue canonizado en 1123. Para la época en que vivió, se mantuvo bastante alejado de la política, sin embargo, consta que acompañó al emperador Otón I a Italia el año 962.

 

La biografía que escribió Udascalco de Maissach más de un siglo después de la e del santo es muy poco satisfactoria y está llena de leyendas. Puede verse en Pertz, Scriptores, vol. IV, pp. 430-460; hay ahí otro relato que dice prácticamente lo mismo Se encuentran algunos datos más en la Historia Weljorum Weingartensis (editada tamibién por Pertz, en Scriptores, vol. XXI, pp. 454-477. También hay algunos documentos sobre el episcopado de Conrado en Ladewig, Regesta episcoporum Constantiensium, \G\ i, (1886), pp. 44-48. Posteriormente, el culto de San Conrado se popularizó mucho, debido tal vez a que los reformadores arrojaron sus reliquias al lago en 1526; la cabeza se salvó gracias a que estaba escondida. Véase el Diocesan-Archiv de Friburgo, vol. XI pp. 255: 272, y vol. XXIII (1893), pp. 49-60; Mayer, Der hl. Konrad (1898); Grober “y Merk Das St Konrads Jubilaeum (1923); y Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 385-388.

 

 

San Nicon “Metanoeite” (998 d.C.)

(26 de noviembre)

Nicón, originario del Ponto, abandonó a sus amigos de juventud y huyó a un monasterio llamado Crisopetro. Ahí vivió doce años, entregado a la oración y practicando las penitencias más austeras. El fruto espiritual que producían entre los monjes sus exhortaciones y conferencias, movió a sus superiores a emplearle en la predicación de la palabra de Dios al pueblo. Así pues, San Nicón partió a misionar en Creta, que acababa de arrebatarse a los sarracenos. El santo reconvirtió a muchos cristianos que habían abrazado la religión del Islam. Como empezaba siempre sus sermones con la palabra “Metanoeite” (“¡Arrepentios!”), el pueblo le dio ese sobrenombre. San Nicón enseñaba a sus oyentes a aplicar el hacha a la raíz de los vicios y, de ese modo, consiguió conversiones maravillosas. Después de casi veinte años de predicar en Creta, se trasladó al continente; en Esparta y otras regiones de Grecia anunció la palabra divina y confirmó su doctrina con milagros. Murió el año 998 en un monasterio del Peloponeso. Su nombre figura en el Martirologio Romano y en los martirologios griegos.

 

Marlene y Durand dieron a conocer la biografía griega de San Nicón, al publicar una traducción latina ep Amplissima Collectio, vol. VI, pp. 837-887. En 1906, S. Lambros editó el texto griego, tomándolo de otro manuscrito del Monte Atos. El documento es muy interesante desde el punto de vista histórico. Se conserva también lo que pasa por ser el testamento del santo, con sus últimas recomendaciones espirituales. Véase también la obra del príncipe Max de Sajonia, Das christliche Helias (1919), pp. 129-133; y DTC., vol. XI, ce. 655-657.

 

 

Santos Barlaam Y Josafat (Fecha desconocida)

(27 de noviembre)

 “En la frontera de la India con Persia el nacimiento para el cielo de los Santos Barlaam y Josafat, sobre cuyos maravillosos hechos escribió San Juan Damasceno.” El cardenal Baronio introdujo estas palabras en el Martirologio Romano, pero el documento en el que se basó no fue escrito por San Juan Damasceno. Según ese relato, un rey de la India que perseguía a los cristianos, se enteró de que alguien había predicho que su hijo Josafat se convertiría aJ cristianismo y, para evitarlo, encerró a éste en el mayor aislamiento. Sin embargo, un asceta llamado Barlaam se hizo pasar por el vendedor de una “perla de gran precio”, para llegar hasta Josafat, a quien convirtió al cristianismo. El rey, que se llamaba Abenner, trató de reconquistar a su hijo, pero él mismo acabó por abrazar la fe cristiana y se hizo ermitaño. Josafat renunció al trono para ir a reunirse con Barlaam en el desierto y ahí pasó el resto de su vida.

Se trata de una novela imaginaria sobre dos santos que no existieron nunca. El documento se basa en la leyenda de Siddharta Buda, a quien su padre, que era raja, mantuvo aislado del mundo para impedir que se hiciera derviche. La versión cristiana de esta leyenda se popularizó mucho tanto en el oriente como en el occidente, y fue traducida a muchas lenguas. Gracias a eso, se conservó un documento importante de la apologética cristiana, escrito en el siglo II por un filósofo ateniense llamado Arístides, ya que el autor de la leyenda de Barlaam lo incorporó a su obra. La superchería se descubrió a fines del siglo XIX, pues entonces se encontró en la biblioteca del monasterio del Sinaí una versión siria de la “Apología” de Arístides. (Algunos años antes, los monjes mekitaristas habían descubierto en Venecia una traducción armenia). En esa forma, la leyenda de Buda se popularizó en la cristiandad bajo apariencias cristianas, junto con una defensa de las enseñanzas de la Iglesia sobre el Dios único.

 

En los tiempos modernos se ha escrito mucho sobre esta leyenda. Bastará mencionar aquí el artículo Josaph de H. Leclercq en DAC., vol. VII, ce 2359-2554, en el que se encontrarán abundantes referencias. El texto griego y la traducción inglesa pueden verse en la Loeb Classical Library (1914); fueron editados por G. R. Woodward y H. Mattingly. Actualmente se dice que “Juan el Monje” de Mar Saba, adaptador o traductor de la obra, no era otro que San Eutimio (13 de mayo). El texto fue traducido al latín en Constantinopla hacia el año 1048; véase P. Peeters, en Analecta Bollandiana, vol. XLIX (1931), pp. 276-312; y Byzantion, vol. VII, p. 692. Véase también J. Sonet, Le román de Barlaam et Josaphat (1949). En Antioquía hubo un mártir genuino llamado Barlaam (19 de nov.)

 

 

Santiago El Interciso, Mártir (c. 421 d.C.)

(27 de noviembre)

La segunda gran persecución persa comenzó hacia el año 420, a causa del celo indiscreto del obispo Abdías. La principal víctima de aquella persecución fue Santiago. Gozaba éste de gran favor ante el rey Yezdigerdo I. Cuando dicho príncipe emprendió la persecución de los cristianos, Santiago no tuvo valor para renunciar a su amistad, de suerte que abandonó o disimuló la fe en el verdadero Dios, que había profesado hasta entonces, lo que afligió mucho a su madre y a su esposa. Cuando murió el rey Yezdigerdo, ambas escribieron a Santiago, echándole en cara la cobardía de su conducta. Impresionado por esa carta, Santiago empezó a comprender su falta. Desde entonces, dejó de ir a la corte, renunció a todos los honores que su cobardía le había procurado y se arrepintió públicamente. El nuevo rey, Bahram le mandó llamar. Santiago confesó que era cristiano. Bahram le reprochó su ingratitud, recordándole todos los honores que su padre le había conferido. Santiago replicó serenamente: “¿Dónde está ahora? ¿Qué ha sido de él?” Tal respuesta molestó mucho a Bahram, quien amenazó a Santiago con someterlo a una muerte lenta. “1 santo respondió: “Cualquier género de muerte no pasa de ser un sueño, yuiera Dios que muera yo como los justos.” Bahram replicó: “La muerte no;s un sueño, es el terror de los reyes.” Santiago le dijo: “La muerte aterra a los reyes y a cuantos no conocen a Dios, porque la esperanza de los malvados es efímera.” El rey replicó: “¿De modo que tú, que no adoras al sol, ni a la luna, ni al fuego, ni al agua, que son emanaciones de Dios, nos llamas a nosotros malvados?” Santiago repuso: “Yo no te acuso, pero afirmo que das el nombre de Dios a las criaturas.”

El consejo del rey resolvió que, si Santiago no renunciaba a Cristo, debía ser colgado y destrozado su cuerpo, miembro a miembro. Toda la ciudad acudió a presenciar esa nueva forma de tortura. Los cristianos se dedicaron a orar para que Dios concediese al mártir la perseverancia. Los verdugos tiraron violentamente al mártir por los brazos como para descoyuntárselos. En esa postura le explicaron el género de muerte que le esperaba y le exhortaron a abjurar para obedecer al rey y evitar el castigo. Más aún, le dijeron que bastaba con que fingiese abjurar momentáneamente y que después se le dejaría en libertad de practicar su religión. Santiago respondió: “Esta muerte que parece tan terrible es un precio muy bajo para comprar la vida eterna.” En seguida, volviéndose hacia los verdugos, les dijo: “¿Qué esperáis? Empezad vuestra tarea.” Cuando los verdugos le cortaron el primer dedo del pie derecho, el mártir dijo en voz alta: “Salvador de los cristianos, recibe la primera rama del árbol. El árbol se pudrirá; pero volverá a echar retoños y a cubrirse de gloria. La vid muere durante el invierno, pero resucita en la primavera. También el cuerpo reflorecerá después de ser podado.” Cuando le cortaron el primer dedo de la mano, el mártir exclamó: “Mi corazón se regocija en el Señor, y mi alma se llena de gozo en Dios, mi Salvador.” Y así siguió alabando a Dios según le iban cortando los dedos. Cuando ya no le quedaba ningún dedo en las manos ni en los pies, dijo alegremente al verdugo: “Ya acabaste con los retoños. Corta ahora las ramas.” En seguida le cortaron los miembros, trozo a trozo. Cuando ya no le quedaba a Santiago más que el tronco, aún alababa a Dios, hasta que un soldado le cortó la cabeza. El autor de las “actas”, que afirma haber presenciado el martirio, añade: “Todos imploramos entonces la intercesión del glorioso Santiago.” Los cristianos dieron al mártir el sobrenombre de “Inter-cisus”, que significa “descuartizado.”

 

Bedjan editó el texto sirio de las actas en Acta 1897), vol. II, pp. 539-558. Existe una traducción alemana vol. xxn, pp. 150-162. La historia llegó a ser muy popular, daria. Existen adaptaciones en griego, latín, copto, etc. Acta sanctorum martyrum orientalium et occidentalium, se profesaba especial devoción a Santiago. Se supone que trasladadas a Braga, en Portugal. E. P. D. Devos enumera en Analecta Bollandiana, vol. LXXI (1953), pp. 157-200, martyrum et sanctorum 1890-en Biblia thek der Kirchenváter, aunque es en gran parte legen-Véase también S. E. Assemani, vol. I, pp. 242-258. En Chipre algunas de sus reliquias fueron los documentos sobre el mártir, y LXXII, pp. 213-256.

 

 

San Virgilio, Obispo de Salzburgo (784 d.C.)

(27 de noviembre)

San Virgilio era irlandés (llamado Feargal o Ferghil). En los “Anales de los Cuatro Maestros” y en los “Anales de Ulster” se dice aue fue abad de Aghaboe.

Hacia el año 743, emprendió una peregrinación a Tierra Santa, pero se detuvo dos años en Francia y no llegó más allá de Baviera. Ahí, el duque Odilón de Baviera le nombró abad de San Pedro de Salzburgo y administrador de la diócesis. El obispo del lugar, que era también irlandés, se encargaba de los ministerios propiamente episcopales, en tanto que San Virgilio se reservaba la predicación y la administración. Así lo hizo hasta que sus colegas le obligaron a aceptar la consagración episcopal. En cierta ocasión, encontró a un sacerdote que sabía tan poco latín, que ni siquiera pronunciaba correctamente la fórmula del bautismo. San Virgilio, basándose en que el error era accidental y no de fe, decidió que no era necesario repetir los bautismos administrados por dicho sacerdote. San Bonifacio, quien era entonces arzobispo de Mainz desaprobó el veredicto de San Virgilio. Entonces, ambos santos apelaron al Papa San Zacarías, el cual confirmó la opinión de Virgilio y se mostró sorprendido de que Bonifacio la hubiese combatido.

Algún tiempo después de este incidente, San Bonifacio acusó nuevamente a San Virgilio ante la Santa Sede, por haber enseñado que debajo de la tierra había otro mundo y otros hombres y otro sol y otra luna. San Zacarías respondió que era ésa una “doctrina perversa y malvada, que ofende a Dios y a nuestras almas” y añadió que, si llegaba a probarse que Virgilio la había enseñado, debía ser excomulgado por un sínodo. Algunos han aprovechado este incidente como materia de controversia, pero sin razón, porque no se sabe exactamente cuál era la doctrina de San Virgilio sobre la tierra y otros tipos de hombres. Por otra parte, lo que era evidentemente peligroso en su enseñanza, radicaba en la implicación de una negación de la unidad de la raza humana, de la universalidad del pecado original y de la Redención. Debemos reconocer que es muy explicable que la doctrina de San Virgilio haya provocado sospechas en el siglo VIII, si acaso enseñó realmente que la tierra era redonda y que había hombres en las antípodas. No existe el menor indicio de que San Virgilio haya sido juzgado, condenado y obligado a retractarse, pero sin duda que demostró a quienes le criticaban que no creía nada que ofendiese “a Dios y a su alma”, ya que fue consagrado obispo hacia el año 767 o antes.

San Virgilio reconstruyó en grande la catedral de Salzburgo, a la que trasladó el cuerpo de San Ruperto, fundador de la sede. El santo bautizó en Salzburgo a dos duques eslavos de Carintia y, a petición de ellos, envió allá al obispo San Modesto y a otros cuatro predicadores, a los que siguieron más tarde otros misioneros. El propio San Virgilio predicó en Carintia hasta las fronteras de Hungría, en la región en que el Drave se une al Danubio. Poco después de regresar a su diócesis, cayó enfermo y murió apaciblemente en el Señor el 27 de noviembre de 784. Fue canonizado en 1233. Su fiesta se celebra en Irlanda y en ciertas regiones de Europa Central, donde se le venera como el apóstol de los eslovacos.

 

La biografía publicada en MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 86-95, es una obra tardía que no merece entero crédito. Más convincente es el epitafio encomiástico escrito por Alcuino (MGH., Poetae Latini, vol. I, p. 340). Véase la valiosa noticia biográfica de L. Gougaud, Les saints irlandais hors d”Irlande (1936), pp. 170-172; y cf. J. Ryan, Early Irish Missionaries ... and St Vergil (1924); H. Frank, Die Klosterbischófe des Frankreiches (1932); y B. Krusch, en MGH., Scriptores Merov, vol. VI, pp. 517 ss. Acerca de la disputa cosmológica, véase H. Krabbo, en Mitteilungen des Instituís für Osterreichische Geschichtsforschung, vol. XXIV (1903), pp. 1-28; y H. Van der Linden, en Bulletins de VAcad. royale de Belg Classe des lettres, 1914, pp. 163-187. Cf. también Analecta Bollandiana, vol. XLVI (1928), p. 203.

 

 

San Sostenes, Discípulo de San Pablo (Siglo I)

(27 de noviembre)

En la fecha de hoy, el Martirologio Romano dice: “Cerca de Corinto, el nacimiento al cielo de San Sostenes, uno de los discípulos del bienaventurado Apóstol Pablo, quien de él hace mención en su Epístola a los Corintios. Habiéndose convertido este Sostenes, jefe de la sinagoga de Corinto, fue golpeado con violencia delante del procónsul Gallion, consagrando así, en glorioso principio, las primicias de su fe.”

El nombre de Sostenes se encuentra dos veces en el Nuevo Testamento: en los “Hechos de los Apóstoles” (18:18) y en la primera Epístola a los Corintios (1:1) la que inicia San Pablo como un saludo en el que asocia “al hermano Sostenes.” Cuando escribió esta epístola, el Apóstol residía en Efeso. ¿Vivía Sostenes en esta ciudad o era compañero de viaje de San Pablo? En este último caso, ¿tuvo San Pablo la deferencia de nombrarlo tan sólo porque era originario de Corinto? Todas estas preguntas quedan sin respuesta, a menos que se haga coincidir a este Sostenes con su homónimo, jefe de la sinagoga en Corinto (Alio, Prémiere épitre aux Corinthiens, pp. 1-2).

Este Sostenes fue víctima de una curiosa aventura en Corinto. Furiosos los judíos ante los éxitos del apostolado de San Pablo, condujeron a Sostenes ante el tribunal del procónsul Gallion, diciendo: “Este hombre enseña a las gentes a adorar a Dios de una manera contraria a la Ley.” Antes de que San Pablo pudiera abrir la boca, Gallion dijo a los judíos: “Si se tratara de una injusticia o de una maldad, yo os escucharía con toda razón, pero puesto que se trata de discusiones de palabras, de nombres y de vuestra Ley, esto a vosotros os toca. Yo no quiero entrometerme en vuestros asuntos.” Y los despidió del tribunal. En seguida, los judíos cogieron al jefe de la sinagoga, Sostenes, y lo golpearon ante el tribunal. Y a todo ello, Gallion no prestó la menor atención.

San Lucas, relatando la escena sin dar detalles, ha dejado el campo abierto a las interpretaciones. Según San Juan Crisóstomo (In Act. hom., 30:2), seguido por el Martirologio Romano, Sostenes fue golpeado porque se acataba de convertir al cristianismo, y con aquella prueba mostró su fidelidad a la religión. Esta explicación, muy honrosa para Sostenes, no ha sido aceptada por la mayor parte de los autores, quienes piensan que Sostenes había llevado a los judíos para que declararan contra San Pablo, y que fue golpeado por sus mismos compañeros, descontentos de haber sido molestados para nada.

Los que identifican a los dos Sostenes, pretenden que el jefe de la sinagoga, convertido por San Pablo, lo acompañó en seguida a sus viajes. Puesto que era conocido en Corinto, el Apóstol lo empleó en sus relaciones con los corintios, ksta teoría tiene un sabor de novela histórica tan marcado, que nadie osa darle crédito.

Los testimonios antiguos son muy dudosos y no dan ninguna luz. Según Eusebio (Hist. eccl., 1, I, c. XII, 1) dice que el Sostenes citado en la Epístola a los Corintios era uno de los setenta discípulos de Nuestro Señor. Por lo tanto Eusebio rechaza la identificación. Los “sinaxarios”, que mencionan a Sostenes el 8 y el 9 de diciembre, el 29 o el 30 de marzo, se inclinan a la identificación (Synax. Eccl. Const., cois 289, 292, 558, 573, 586) y pretenden que murió siendo obispo de Colofón (al oeste del Asia Menor, entre Efeso y Esmirna).

 

En los martirologios occidentales, Adón cita a Sostenes, el jefe de la sinagoga, el 11 de junio: “En Corinto, San Sostenes, discípulo del Apóstol San Pablo” y el 28 de noviembre: “Aniversario de San Sostenes, discípulo de los apóstoles.” Sería falso querer sacar de esta doble mención una conclusión cualquiera. Adó llenó su martirologio con personajes del Nuevo Testamento pero no tuvo cuidado de no confundir a los homónimos. Ver Quentin, Les martyrol, hist. du Mayen Age, pp. 430, 461, 589, 601.

 

 

San Esteban el Joven, Mártir (764 d.C.)

(28 de noviembre)

San Esteban el joven, uno de los más famosos mártires de la persecución iconoclasta, nació en Constantinopla. Cuando tenía quince años, sus padres le confiaron a los monjes del antiguo monasterio de San Auxencio, no lejos de Calcedonia. El oficio del joven consistía en comprar las provisiones. Con motivo de la muerte de su padre, Esteban tuvo que ir a Constantinopla. Aprovechó la ocasión para vender sus posesiones y repartir el producto entre los pobres. Una de sus dos hermanas era ya religiosa; la otra partió a Bitinia con su madre, y ambas se retiraron también a un monasterio. Cuando murió el abad Juan, Esteban fue elegido para sucederle, a pesar de que sólo tenía treinta años. El monasterio consistía en una serie de celdas aisladas, desperdigadas en la montaña. El nuevo abad se estableció en una cueva de la cumbre. Ahí unió el trabajo a la oración: se ocupaba en copiar libros y en fabricar redes. Algunos años más tarde, Esteban renunció al cargo y en un sitio más retirado aún se construyó una celda tan estrecha, que el santo no podía estar de pie ni recostarse, sin chocar con los muros. En esa especie de sepulcro se encerró a los cuarenta y dos años de edad.

El emperador Constantino Coprónimo continuó la guerra que su padre, Leo, había declarado a las imágenes. Como era de esperar, encontró entre los monjes la oposición más fuerte y contra ellos tomó las medidas más rigurosas, Como estaba al tanto de la gran influencia de Esteban, el emperador se esforzaba para que suscribiese el decreto promulgado por los obispos iconoclastas en el sínodo del año 754. El patricio Calixto hizo el intento de convencer al santo para que lo firmase, pero fracasó en la empresa. Constantino, furioso al ver la firma de San Esteban, envió a Calixto con un grupo de soldados para que sacasen a rastras al santo de su celda. Esteban se hallaba ya tan extenuado, que los soldados tuvieron que llevarle cargado hasta la cumbre de la montana. Algunos testigos venales acusaron a San Esteban de haber convivido con su hija espiritual, la santa viuda Ana. Esta protestó de su inocencia y, al negarse a dar testimonio contra el santo, como lo pedía el emperador, fue encarcelada en un monasterio donde murió poco después, a consecuencia de los malos tratos.

El emperador, que buscaba un nuevo pretexto para condenar a muerte í Esteban, le sorprendió cuando confería el hábito a un novicio, cosa que estaba prohibida. Inmediatamente, los soldados dispersaron a los monjes e incendiaron el monasterio y la iglesia. Esteban fue llevado preso en un navio a un monasterio de Crisópolis, donde se reunieron para juzgarle Calixto y algunos obispos. Al principio, le trataron cortesmente, pero después empezaron a maltratarle con brutalidad. El santo les preguntó cómo se atrevían a calificar de ecuménico un concilio que no había sido aprobado por los otros patriarcas, y defendió tenazmente la veneración de las sagradas imágenes. Por ello, fue desterrado a la isla de Proconeso de Propóntide. Dos años más tarde, Constantino Coprónimo mandó que fuese trasladado a una prisión de Constantinopla. Unos cuantos días después, el santo compareció ante el emperador. Este le preguntó si creía que pisotear una imagen era lo mismo que pisotear a Cristo. Esteban replicó: “Ciertamente que no.” Pero en seguida, tomando una moneda, preguntó qué castigo merecía el que pisoteara la imagen del emperador que había en ella. La sola idea de ese crimen provocó gran indignación. Entonces Esteban preguntó: “¿De modo que es un crimen enorme insultar la imagen del rey de la tierra y no lo es arrojar al fuego las imágenes del Rey del cielo?” El emperador le mandó azotar, cosa que los verdugos hicieron con extremada violencia. Cuando Constantino se enteró de que el santo no había muerto en el suplicio, exclamó: “¿No hay nadie capaz de librarme de ese monje?” Inmediatamente, uno de los presentes corrió a la cárcel y arrastró al mártir por las calles de la ciudad, donde la multitud le golpeó con piedras y palos, hasta que un hombre le destrozó la cabeza con un mazo. El Martirologio Romano menciona junto con San Esteban a otros monjes que sufrieron por la misma causa en la misma época.

 

En Migne, PG., vol. c, pp. 1069-1086, puede verse la biografía escrita por Esteban, “diácono de Constantinopla.” Alguien ha hecho notar que en esa obra hay ciertos pasajes tomados de la “Vida de San Eutimio” escrita por Cirilo de Escitópolis. Se encontrará un breve relato del matirio en B. Hermann, Verborgene Heilige des griechischen Ostens (1931).

 

 

 

San Simeón Metafrasto (c. 1000 d.C.)

(28 de noviembre)

Simeón Metafrasto (es decir, “el Repetidor”) merece un sitio en una vida de santos, por la misma razón que los beatos Adó de Vienne y Jacobo de Vorágine, ya que fue el principal compilador de las leyendas de los santos que se conservaban en los menologios de la Iglesia bizantina. Aunque Miguel Pselos (1078) escribió la vida de Simeón, en realidad tenemos muy pocos datos ciertos sobre ella. A diferencia de los otros dos hagiógrafos que acabamos de mencionar, Simeón Metafrasto no fue obispo. Pselos dice que era “logozete”, es decir, una especie de secretario de estado. Emprendió su trabajo sobre los santos, por mandato de un emperador (probablemente Constantino VII Porfiriogénito). Los historiadores actuales suelen identificarle con el Simeón Logozete que escribió una crónica en el siglo X.

La colección de leyendas de San Simeón hacen de él uno de los escritores griegos medievales más conocidos. Sin embargo, no se ha llegado todavía a averiguar con certeza qué fuentes utilizó y dónde encontró ciertos materiales. Se le ha acusado de falsificación y de credulidad infantil, pero Ehrhard, Delehaye y otros autores, han reivindicado su memoria. En realidad, las numerosas historias ridiculas que relata corrían de boca en boca en su tiempo por tradición oral o escrita y Simeón no hizo más que anotarlas. Fue el principal compilador de leyendas griegas y, no sin razón, se le ha comparado con Jacobo de Vorágine Su colección fue traducida al latín y publicada en Venecia a mediados del siglo X.

En la Iglesia bizantina se celebra su fiesta el 28 de noviembre. En el occidente no se le tributa culto, como lo hicieron notar los padres latinos en la séptima sesión del Concilio de Florencia.

 

Véase A. Ehrhard, Die Legendensammlung des Symeon Metaphrasies... (1897)-H. Delehaye, en Analecta Bollandiana, vol. XVI (1897), pp. 312-329, y vol. XVII (1898)” pp. 448-452; American Ecclesiastical Review, vol. XXVIII (1900), pp. 113-120; Encyclopaedia Britannica, lia. edic., vol. XXVI, p. 285; A. Fortescue, en Catholic Encyclopaedia, vol. X, pp. 225-226 y H. Leclercq, en DAC., t. XI, ce. 420-426. La colección de leyendas puede verse en Migne, PG., vols. CXIV-CXVI; el vol. CXIV contiene la biografía escrita por Pselos y el oficio de la fiesta de San Simeón; en Analecta Bollandiana, vol. LXVIII (1950), pp. 126-134, se hallarán los poemas que escribió Nicéforos Ouranos sobre la muerte de San Simeón. Contra la hipótesis de que Simeón vivió a mediados del siglo XI, véase A. Ehrhard, Uberlieferung und Bestand der hagiographischen und homiletischen Literatur der griechischen Kirche, en Texte und Untersuchungen zur Gesch. der altchristlichen Literatur, vol. II, pp. 307 ss.

 

 

San Saturnino, Obispo De Toulouse, Mártir (¿Siglo III?)

(29 de noviembre)

Se venera A San Saturnino como evangelizador y primer obispo de Toulouse. Fortunato dice que convirtió a muchos idólatras con su predicación y milagros.

Se supone que predicó aquende y allende los Pirineos. El autor de su “pasión” que data de antes del siglo VII, relata que el santo reunía a los fieles de Tou-louse en una pequeña iglesia y hace notar que el principal templo de la ciudad estaba situado entre dicha iglesia y la casa del santo. Los oráculos solían hablar en el templo, pero durante largo tiempo habían permanecido mudos, y los paganos atribuyeron aquel silencio a la presencia del obispo cristiano. Así pues, los sacerdotes se apoderaron de él un día, cuando el santo pasaba frente al templo, y le arrastraron al interior. Ahí le advirtieron que si no aplacaba a los dioses ofreciéndoles sacrificios, sería sacrificado él mismo. Saturnino replicó: “Yo adoro a un solo Dios y sólo a El ofreceré sacrificio de alabanza. Vuestros dioses son malos y se complacen más en el sacrificio de vuestras almas que en el de vuestros toros. ¿Cómo voy a temerlos, puesto que vosotros mismos reconocéis que tiemblan ante un cristiano?” Los infieles, encolerizados por esa respuesta, ataron al santo por los pies a un toro que iba a ser sacrificado y azuzaron al animal para que echase a correr colina abajo. Los sesos del mártir quedaron diseminados en la pendiente. El toro siguió arrastrando el cuerpo hasta que se reventó la cuerda. Los restos de Saturnino quedaron abandonados ante las puertas de la ciudad hasta que dos mujeres los escondieron en un foso. Más tarde, las reliquias fueron trasladadas a la gran iglesia de San Saturnino. La iglesia que se levanta en el sitio en que se detuvo el toro se llama todavía “Taur.” Más tarde, la leyenda embelleció la vida del santo, diciendo que había sido enviado a la Galia por el Papa Clemente o por los mismos Apóstoles.

 

Por extraño que parezca, Ruinart incluyó la pasión de San Saturnino en su Acta Sincera. Delehaye estudia en CMH todos los puntos importantes. San Gregorio de Tours menciona más de una vez a San Saturnino y su basílica de Toulouse y es evidente que tenía ante los ojos el texto de la pasión del mártir. Tanto Venancio Fortunato como Sidonio Apolinar honran al santo obispo y hacen eco al relato legendario de su martirio. Los calendarios mozárabes conmemoran también al santo el día de hoy. Véase Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. I, p. 26 y pp. 306-307.

 

 

San Andrés, Apóstol, Patrono de Rusia y de Escocia (Siglo I).

(30 de noviembre)

San Andrés nació en Betsaida, población de Galilea situada a orillas del lago de Genezaret. Era hijo del pescador Joñas y hermano de Simón Pedro. La Sagrada Escritura no especifica si era mayor o menor que éste. La familia tenía una casa en Cafarnaún y en ella se alojaba Jesús cuando predicaba en esa ciudad. Cuando San Juan Bautista empezó a predicar la penitencia, Andrés se hizo discípulo suyo. Precisamente estaba con su maestro, cuando Juan Bautista, después de haber bautizado a Jesús, le vio pasar y exclamó: “¡He ahí al cordero de Dios!” Andrés recibió luz del cielo para comprender esas palabras misteriosas. Inmediatamente, él y otro discípulo del Bautista siguieron a Jesús, el cual los percibió con los ojos del espíritu antes de verlos con los del cuerpo. Volviéndose, pues, hacia ellos, les dijo: “¿Qué buscáis?” Ellos respondieron que querían saber dónde vivía y Jesús les pidió que le acompañasen a su morada. Andrés y sus compañeros pasaron con Jesús las dos horas que quedaban del día. Andrés comprendió claramente que Jesús era el Mesías y, desde aquel instante, resolvió seguirle. Así pues, fue el primer discípulo de Jesús. Por ello los griegos le llaman “Precíete” (el primer llamado). Andrés llevó más tarde a su hermano a conocer a Jesús, quien le tomó al punto por discípulo y le dio el nombre de Pedro. Desde entonces, Andrés y Pedro fueron discípulos de Jesús. Al principio no le seguían constantemente, como habían de hacerlo más tarde, pero iban a escucharle siempre que podían y luego regresaban al lado de su familia a ocuparse de sus negocios. Cuando el Salvador volvió a Galilea, encontró a Pedro y Andrés pescando en el lago y los llamó definitivamente al ministerio apostólico, anunciándoles que haría de ellos pescadores de hombres. Abandonaron inmediatamente sus redes para seguirle y ya no volvieron a separarse de El. Al año siguiente, nuestro Señor eligió a los doce Apóstoles; el nombre de Andrés figura entre los cuatro primeros en las listas del Evangelio. También se le menciona a propósito de la multiplicación de los panes (Juan, vi, 8-9) y de los gentiles que querían ver a Jesús (Juan, xil, 20-22).

Aparte de unas cuantas palabras de Eusebio, quien dice que San Andrés predicó en Scitia, y de que ciertas “actas” apócrifas que llevan el nombre del apóstol fueron empleadas por los herejes, todo lo que sabemos sobre el santo procede de escritos apócrifos. Sin embargo, hay una curiosa mención de San Andrés en el documento conocido con el nombre de “Fragmento de Muratori”, que data de principios del siglo III: “El cuarto Evangelio (fue escrito) por Juan, uno de los discípulos. Cuando los otros discípulos y obispos le urgieron (a que escribiese), les dijo: “Ayunad conmigo a partir de hoy durante tres días, y después hablaremos unos con otros sobre la revelación que hayamos tenido, ya sea en pro o en contra. Esa misma noche, fue revelado a Andrés, uno de los Apóstoles, que Juan debía escribir y que todos debían revisar lo que escribiese.” Teodoreto cuenta que Andrés estuvo en Grecia; San Gregorio Nazianceno especifica que estuvo en Epiro, y San Jerónimo añade que estuvo también en Acaya. San Filastrio dice que del Ponto pasó a Grecia, y que en su época (siglo IV) los habitantes de Sínope afirmaban que poseían un retrato auténtico del santo y que conservaban el ambón desde el cual había predicado en dicha ciudad. Aunque todos estos autores concuerdan en la afirmación de que San Andrés predicó en Grecia, la cosa no es absolutamente cierta. En la Edad Media era creencia general que San Andrés había estado en Bizancio, donde dejó como obispo a su discípulo Staquis (Rom. xvi, 9). El origen de esa tradición es un documento falso, escrito en una época en que, convenía a Constantinopla atribuirse un origen apostólico para no ser menos que Roma, Alejandría y Antioquía. (El primer obispo de Bizancio del que consta por la historia, fue San Metrófanes, en el siglo IV). El género de muerte de San Andrés y el sitio en que murió son también inciertos. La “pasión” apócrifa dice que fue crucificado en Patras de Acaya. Como no fue clavado a la cruz, sino simplemente atado, pudo predicar al pueblo durante dos días antes de morir. Según parece, la tradición de que murió en una cruz en forma de “X” no circuló antes del siglo IV. En tiempos del emperador Constancio II (f 361), las presuntas reliquias de San Andrés fueron trasladadas de Patras a la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla. Los cruzados tomaron Constantinopla en 1204, y, poco después las reliquias fueron robadas y trasladadas a la catedral de Amalfi, en Italia.

San Andrés es el patrono de Rusia y de Escocia. Según una tradición que carece de valor, el santo fue a misionar hasta Kiev. Nadie afirma que haya ido también a Escocia, y la leyenda que se conserva en el Breviario de Aberdeen y en los escritos de Juan de Fordun, no merece crédito alguno. Según dicha leyenda, un tal San Régulo, que era originario de Patras y se encargó de trasladar las reliquias del apóstol en el siglo IV, recibió en sueños aviso de un ángel de que debía trasportar una parte de las mismas al sitio que se le irtdicaría más tarde. De acuerdo con las instrucciones, Régulo se dirigió hacia el noroeste, “hacia el extremo de la tierra.” El ángel le mandó detenerse donde se encuentra actualmente Saint Andrews, Régulo construyó ahí una iglesia para las reliquias, fue elegido primer obispo del lugar y evangelizó al pueblo durante treinta años. Probablemente, esta leyenda data del siglo VIII. El 9 de mayo se celebra en la diócesis de Saint Andrews la fiesta de la traslación de las reliquias.

El nombre de San Andrés figura en el canon de la misa, junto con los de otros Apóstoles. También figura, con los nombres de la Virgen Santísima y de San Pedro y San Pablo, en la intercalación que sigue al Padrenuestro. Esta mención suele atribuirse a la devoción que el Papa San Gregorio Magno pro-fesaba al santo, aunque tal vez data de fecha anterior.

 

Duchesne, Delehaye y otros autores descartan la relación de San Andrés con la ciudad de Pairas, pero no faltan autores que la afirman como cierta. Por ejemplo, Kellner dice (Heortology, p. 289): “Más cierto es el hecho de que fue martirizado en Pairas, como consta por un documento fidedigno.” (Ya autor se refiere a la pasión que publicó Max Bonnet en Analecta Bollandiana, vol. XIII, pp. 373-378). “Además de esle documento exisle una conocida encíclica escrila por los sacerdoles y diáconos de Acaya; aunque puede crilicarse esa encíclica en ciertos aspectos, en todo lo esencial concuerda con el relato del martirio.” Eslo nos parece exagerado. Sin embargo, hay que reconocer que los calendarios griegos y latinos de todas las épocas fijan casi unánimemente la fiesta de San Andrés el 30 de noviembre. El Hieronymianum dice el 5 de febrero: “Pairas in Achaia ordinatio episcopatus sancti Andraeae apostoli.” La encíclica del clero de Acaya puede verse en Migne, PG., vol. II, pp. 1217-1248. Los escritos apócrifos relativos a San Andrés fueron publicados por M. Bonnet en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1894); más tarde fueron reeditados aparte. Existen también textos etíopes, coptos y de otros países de oriente. Véase Dictionnaire de la Bible: Supplément, vol. I, ce. 504-509; Flamion, Les actes apocryphes de I’apotre André (1911); Henecke, N eutestamentliche Apocryphen (1904), pp. 459-473, y Handbuch (1904), pp. 544-562. La leyenda de San Andrés interesó a los ingleses desde muy antiguo; el poema anglo-sajón ululado Andreas, que se basa en dicha leyenda, fue probablemente escrito por Cinewulfo hacia el año 800. Acerca de la relación de San Andrés con Escocia, cf. W. Skene, Celtic Scotland, vol. I, pp. 296-299. La referencia de Eusebio se halla en Hist. EccL, lib. III. El texlo del Fragmenlo de Muralori puede verse en DAC., vol. XII, c. 552, donde hay un facsímile del manuscrito original.

 

 

Santos Sapor E Isaac, Obispos y Mártires (339 d.C.)

(30 de noviembre)

La larga y violenta persecución de los cristianos de Persia, en la época de Sapor II, fue provocada por la sospecha de que éstos estaban unidos con los emperadores romanos contra su propio país. Por ello, la adhesión al mazdeís-mo, la religión nacional, se consideró como una prueba de lealtad. Mahanes, Abraham y Simeón fueron los primeros cristianos que cayeron en manos de los funcionarios reales. Poco después, fueron aprisionados también los obispos Sapor e Isaac, por haber construido iglesias y convertido a algunos mazdeístas. El rey dijo a los cinco cristianos: “¿No habéis oído que yo desciendo de Dios? Y, sin embargo, ofrezco sacrificios al sol y tributo honores divinos a la luna. ¿Quiénes sois vosotros para oponeros a mis leyes?” Los mártires respondieron: “Nosotros sólo reconocemos a un Dios y solamente le adoramos a El.” El obispo Sapor añadió: “Confesamos a un Dios, creador de todas las cosas y a Jesucristo, su Hijo.” El rey ordenó a los guardias que le golpeasen en la boca. Estos cumplieron la orden con tal violencia, que le rompieron los dientes. En seguida, le golpearon el cuerpo con mazos hasta quebrarle los huesos. Isaac compareció después de Sapor: el rey le echó en cara el atrevimiento que le había llevado a construir iglesias. El mártir confesó a Cristo con inflexible constancia. Entonces, el monarca mandó llamar a algunos apóstatas y los obligó con amenazas a lapidar a Isaac hasta que muriese. Al enterarse del martirio de su compañero, Santo Sapor se llenó de gozo. Dos días más tarde, falleció en la prisión a consecuencia de las heridas que había recibido. Para asegurarse de que estaba bien muerto, el bárbaro monarca mandó que le cortasen la cabeza y se la llevasen a enseñar. Después comparecieron los otros tres que se mostraron tan inflexibles como Isaac y Sapor. El rey ordenó a los guardias que arrancasen la piel a Mahanes desde la cabeza hasta el ombligo. El santo murió en la tortura. A Abraham se le quemaron los ojos con un hierro candente. Simeón fue enterrado hasta el pecho y traspasado con flechas.

 

En el siglo XVIII, S. E. Assemani publicó las actas sirias del martirio de los dos obispos, en Acta Sanctorum Martyrum Orientalium et Occidentalium, vol. I, pp. 225-230. pero es mejor el texto que publicó Bedjan, basándose en la comparación de diversos manuscritos, en Acta martyrum et sanctorum, vol. II (1891). Posiblemente Sapor es el mismo mártir que menciona el antiguo Breviarium sirio entre “los obispos de Persia”; sin especificar la fecha de la fiesta, el Breviarium dice simplemente: “Juan y Shabur (Sapor), obispos de la ciudad de Beth-Seleucia.”

 

 

San Ansano, Mártir (¿304? d.C.)

(1 de diciembre)

Se venera a San Ansano, romano por nacimiento, como el primer apóstol de Siena. En efecto, las conversiones que logró en aquella ciudad fueron tan numerosas, que se le dio el apodo de “el bautizador.” Durante la persecución de Diocleciano, fue encarcelado, torturado y decapitado. En el sitio de su ejecución, fuera de las murallas de la ciudad, hay todavía una iglesia. En 1170, las reliquias de San Ansano fueron trasladadas a la catedral. Los restos del santo obraron entonces varios milagros. Alguien se encargó de registrarlos en una biografía fabulosa. Según dicha obra, Ansano fue denunciado por su propio padre. El joven confesó la fe, pero consiguió huir de Roma y se dirigió a Toscana. En el camino predicó en Bagnorea y fue hecho prisionero en el sitio en que se levanta actualmente la iglesia de Nuestra Señora de las Cárceles. En Siena se profesa todavía gran devoción a este joven mártir: “En los subterráneos que hay debajo del hospital, suelen reunirse varias cofradías que, según se dice, datan de la época de los primeros cristianos de Siena, convertidos por San Ansano, los cuales acostumbran reunirse secretamente en ese sitio en los días de las persecuciones romanas.”

 

No existen huellas del culto antiguo de San Ansano. Baluze-Mansi, Miscellanea (vol. IV, pp. 60-63), publicaron dos textos de la pasión del santo; por su extensión, equivalen a dos lecciones del breviario y su estilo delata la época en que fueron escritos. Cf. Catalogus coa. hagiog. Bruxel., vol. I, pp. 129-132, de los bolandistas. Véase E. G. Gardner, Story of Siena, p. 187 y passim; y V. Lusini, San Giovanni di Sienna, quien afirma que los documentos prueban que, el año 881, se dedicó a San Ansano una iglesita, cuyas ruinas existen todavía. Se presume que dicha iglesia fue el primer bautisterio de Siena.

 

 

San Acerico, Obispo de Verdún (588 d.C.)

(1 de diciembre)

Acerico nació en Verdún o en las cercanías (tal vez en Arville), hacia el año 521. Llegó a formar parte del clero de la iglesia de San Pedro y San Pablo de Verdún. A los treinta y tres años, sucedió a San Desiderio en el gobierno de la diócesis. San Gregorio de Tours y San Venancio Fortunato, quienes fueron a visitarle a Verdún, escribieron sobre él en forma muy laudatoria: “Los pobres reciben socorro; los tristes, esperanzas; los desnudos, vestido. Lo que es de uno es de todos”, dice Venancio Fortunato. San Agerico gozó del favor del rey Sigeberto I y fue él quien bautizó a su hijo Childeberto y actuó como consejero suyo cuando ascendió al trono. Sin embargo, el santo no consiguió obtener del joven rey gracia para Bertefredo y otros nobles rebeldes que se refugiaron en el santuario. En efecto, Bertefredo fue asesinado por los hombres del rey en la propia capilla del obispo. Más agradable es otra anécdota que se cuenta acerca de la amistad de Childeberto y Agerico. En cierta ocasión, el santo invitó a palacio a todos los personajes de la corte y éstos bebieron tanto, que el vino comenzó a escasear. Entonces, San Agerico mandó traer la última Barrica y la bendijo; gracias a ello, la barrica alcanzó para satisfacer a todos los comensales. También se le atribuye el milagro de haber salvado un criminal de Laon que estaba condenado a muerte, y para quien el santo obtuvo el perdón. Agerico murió el año 588. Se dice que sufrió un ataque al corazón por no haber podido salvar a Bertefredo. Fue sepultado en la iglesia de San Andrés y San Martín, que él mismo había construido en Verdún. A principios del siglo XI, se estableció ahí una abadía dedicada a San Agerico.

 

Además de los datos que nos dan San Gregorio de Tours y San Venancio Fortunato, Hugo de Flavigny escribió una especie de biografía, reuniendo los datos de esas fuentes (Migne, PL., vol. CIX, ce. 126-131). En el Catalogus coa. hag. lat. Bib. Nat., París, vol. It pp. 479-482, hay dos biografías latinas de época posterior, pero ninguna de las dos contiene datos de valor. Véase también DHG., vol. I, ce. 1223-1224.

 

 

 

San Eligió o Eloy, Obispo de Noyon (660 d.C.)

(1 de diciembre)

El nombre de Eligió, así como el de su padre, Equerio, y el de su madre, Aerrigia, prueban que era de origen galo-romano. Nació en Chaptelat, cerca de Limoges, alrededor del año 588. Su padre, un artesano, comprobó qlle Eligió tenía grandes aptitudes para el grabado en metal y le colocó corno aprendiz en el taller de Abón, el encargado de acuñar la moneda en Limoges Una vez que hubo aprendido el oficio, Eligió atravesó el Loira y se dirigió a París, donde conoció a Bobbo, el tesorero de Clotario II. El monarca encomendó a Eligió la fabricación de un trono adornado de oro y piedras preciosas. Con el material que le dieron, Eligió construyó dos tronos como el que se le había pedido. Clotario quedó admirado de la habilidad, la honradez, la inteligencia y otras cualidades del joven, por lo que inmediatamente le tomó a su servicio y le nombró jefe de la casa de moneda. El nombre de Eligió se ve todavía en algunas monedas acuñadas en París y Marsella durante los reinados de Dagoberto I y Clodoveo II. El biógrafo de Eligió dice que él labró los relicarios de San Martín (Tours), San Dionisio (Saint-Denis), San Quintín, Santos Crispino y Crispiniano (Soissons), San Luciano, San Germán de París, Santa Genoveva y otros. La habilidad y la posición del santo, así como su amistad con el rey, hicieron de él un personaje importante. Eligió no dejó que la corrupción de la corte manchase su alma y acabase con su virtud, pero supo adaptarse perfectamente a su estado. Por ejemplo, se vestía magníficamente, de suerte que en ciertas ocasiones sus trajes eran de pura seda (material muy raro entonces en Francia) y estaban bordados con hilo de oro -y adornados con piedras preciosas. Cuando un forastero preguntaba dónde vivía Eligió, las gentes respondían: “Id a tal calle; su casa es la que está rodeada por una muchedumbre de pobres.”

Es curioso el incidente que se produjo cuando Clotario pidió a Eligió que prestase el juramento de fidelidad. El santo, ya fuese por escrúpulo de jurar sin necesidad suficiente, ya fuese por temor de lo que el monarca podría mandarle que hiciese o aprobase, se excusó de prestar el juramento con una obstinación que molestó al rey durante algún tiempo, hasta que al fin, Clotario comprendió que la razón de la repugnancia de Eligió procedía realmente de su rectitud de conciencia y quedó convencido de que esa misma rectitud suplía con creces los juramentos de los otros ministros. San Eligió rescató a muchos esclavos. Algunos de ellos permanecieron a su servicio y le fueron fieles durante toda su vida. Entre ellos se contaba un sajón llamado Tilo, a quien se venera como santo el 7 de enero y que fue el primero de los discípulos que siguieron al santo del taller cortesano a su diócesis. En la corte Eligió se hizo amigo de Sulpicio, Bertario, Desiderio, Rústico (hermano del anterior) y, sobre todo, de Audoeno. Todos ellos llegaron, con el tiempo, a ser obispos y santos canonizados. Audoeno (llamado también Ouen) debe haber sido todavía muy joven cuando le conoció San Eligió; a él se atribuyó durante largo tiempo la Fita Eligii, que los historiadores consideran en la actualidad como obra de un monje que vivió más tarde en Noyon. En esa biografía se describe a San Dionisio en la corte, diciendo que era “alto, de facciones juveniles, de barba y cabello ensortijados sin artificio alguno; sus manos eran finas y de dedos largos, en su rostro se reflejaba una bondad angelical y su expresión era grave y natural.”

Dagoberto I heredó la estima y la confianza que su padre profesaba al santo, sin embargo, como tantos otros monarcas, Dagoberto prefería que su consejero le guiase en los asuntos públicos y políticos más que en las cuestiones íntimas de su conducta moral. El rey regaló a San Eligió las tierras de Solignac del Limousin para que fundase un monasterio. Los monjes, que se establecieron ahí el año 632, observaban una regla que combinaba las de San Columbano y San Benito. Bajo la dirección experta del fundador, tres de los monjes se distinguieron en diferentes artes. Dagoberto regaló también a Eligió una casa en París para que fundase un convento de religiosas, que el santo puso bajo la dirección de Santa Áurea. Eligió pidió al rey unos terrenos para completar los edificios, y el monarca se los cedió. El santo sobrepasó ligeramente la superficie que el rey le había otorgado y, en cuanto cayó en la cuenta, fue a pedirle perdón. Dagoberto, sorprendido de tal honradez, dijo a los cortesanos: “Algunos de mis subditos no tienen el menor escrúpulo en robarme posesiones enteras, en tanto que Eligió se angustia por haber tomado unas pulgadas de tierra que no le pertenecen.” Naturalmente, un hombre tan honrado podía ser un embajador maravilloso, por lo que, al parecer. Dagoberto le envió a negociar con el príncipe de los turbulentos bretones, Judecael.

San Eligió fue elegido obispo de Noyon y Tournai. Por la misma época, su amigo San Audoeno fue elegido obispo de Rouen. Ambos recibieron la consagración episcopal el año 641. San Eligió se distinguió en el servicio de la Iglesia tanto como se había distinguido en el del rey. En efecto, su solicitud paternal, su celo y su vigilancia fueron admirables. Desde luego, se preocupó por la conversión de los infieles, pues la mayoría de los habitantes de la región de Tournai no se habían convertido aún al cristianismo. Una gran porción de Flandes debe la conversión a San Eligió. El santo predicó en los territorios de Amberes, Gante y Courtrai. Por más que los habitantes, salvajes como fieras, se burlaban de él por ser “romano”, el santo no se dio por vencido, sino que asistió a los enfermos, protegió a todos contra la opresión y empleó cuantos medios le dictó su caridad para vencer su obstinación. Poco a poco, los bárbaros se ablandaron y algunos se convirtieron. San Eligió bautizaba cada día de Pascua a cuantos había llevado a la luz del Evangelio durante el año. Su biógrafo nos dice que predicaba al pueblo todos los domingos y días de fiesta, y que le instruía con celo infatigable. En la biografía del santo hay un extracto de varios de sus sermones en uno solo, con lo que basta para comprobar que Eligió tomaba pasajes enteros de los sermones de San Cesario de Arles. Tal vez sería más correcto decir que fue su biógrafo el que tomó esos pasajes de San Cesario, pero lo cierto es que en las dieciséis homilías que se atribuyen a San Eligió, se observa la misma influencia de San Cesario. Una de esas homilías es probablemente auténtica. Se trata de un sermón muy interesante, en el que el santo predica contra las supersticiones y las prácticas paganas entre las que menciona las fiestas del lo. de enero y del 24 de junio, y la costumbre de no trabajar los jueves (“dies Jovis”) por respeto a Júpiter. También prohibe los maleficios (así los bíblicos como los de otras especies), la adivinación de la suerte; el análisis de los presagios y otras supersticiones que existen todavía en muchos países. En seguida, incita a la oración, a la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, a la unción de los enfermos, a la señal de la cruz y a la recitación del Credo y de la oración del Señor.

En Noyon San Eligió fundó un convento de religiosas. Para gobernarlo, hizo venir de París a su protegida, Santa Godeberta, y a uno de los monjes del monasterio que se hallaba situado fuera de la ciudad, en el camino a Soissons. kl santo promovió mucho la devoción a los santos del lugar; durante su episcopado, fueron esculpidos por él mismo o bajo su dirección, algunos de los relicarios mencionados arriba. San Eligió desempeñó un papel muy importante en la vida eclesiástica de su tiempo. Poco antes de su muerte, durante un corto período, fue consejero de la reina regente, Batilde, quien apreciaba mucho su criterio. El biógrafo del santo da algunos ejemplos que muestran la alta estima que le profesaba la reina, ya que ambos tenían en común no sólo la manera de ver los problemas políticos, sino también una gran solicitud por los esclavos (Batilde, cuando niña, fue vendida como esclava). El efecto de aquellos sentimientos se reflejó en los resultados del Concilio de Chalón (c. 647), que prohibió la venta de esclavos fuera del reino, e impuso la obligación de dejarlos descansar los domingos y días de fiesta. El único escrito ciertamente auténtico de San Eligió es una encantadora carta que envió a su amigo San Desiderio de Cahors: “Cuando tu alma se vuelca en oración ante el Señor acuérdate de mí, Desiderio, que me eres tan querido como otro yo... Te saludo de todo corazón y con el más sincero afecto. También te saluda nuestro fiel compañero Dado.” Este era San Audoeno. Cuando llevaba diecinueve años de gobernar su diócesis, San Eligió tuvo una revelación sobre la proximidad de su muerte y la predijo a su clero. Poco después, contrajo una fiebre. A los seis días convocó a todos los miembros de su casa para despedirse de ellos. Como todos se echasen a llorar, el santo no pudo contener las lágrimas. En seguida, los encomendó a Dios y murió unas cuantas horas más tarde. Era el lo de diciembre del año 660. Al enterarse de que el santo estaba enfermo, la reina Batilde partió apresuradamente de París, pero llegó a la mañana siguiente de ía muerte de Eligió. La reina organizó los preparativos para trasladar los restos al monasterio que había fundado en Chelles, aunque otros querían que fuesen trasladadados a París. El pueblo de Noyon se opuso a todos los proyectos y Eligió fue sepultado en la ciudad. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la catedral, donde se conservan todavía, en gran parte. Durante mucho tiempo, San Eligió fue uno de los santos más populares de Francia. En la Edad Media, se celebraba su fiesta en toda la Europa del norte. San Eligió es el patrono de los orfebres y los herreros. También se le invoca en lo relacionado con los caballos, por razón de ciertas leyendas. El santo practicó su oficio toda su vida y todavía se conservan algunas obras que se le atribuyen.

 

Tal vez la vida de San Eligió es, entre las de los santos merovingios, la que más revela sobre la vida cristiana en esa época, por lo que no es extraño que se haya escrito mucho sobre el santo. La obra básica es la Vita S. Eligii, un documento excepcionalmente largo, que, según dijimos arriba, se atribuye a San Audoeno. El mejor texto es el que editó B. Krusch en MGH., Scriptores Merov, vol. IV, pp. 635-742; puede verse también en Migne, PL., vol. LXXXVII, ce. 477-658. Es cosa cierta que San Audoeno escribió sobre su amigo, pero la biografía que se conserva fue escrita en Noyon más de medio siglo después. Aunque probablemente dicha obra contiene la mayor parte de la de San Audoeno, la refunde y la completa en muchos aspectos. Hay un excelente artículo de E. Vacandard sobre San Eligió, en DTC., vol. IV, ce. 2340-2350; existen varios artículos más del mismo autor sobre el tema, entre los que mencionaremos particularmente los de la Revue des questions historiques (1898-1899), donde discute muy a fondo la cuestión de la autenticidad de las homilías que se atribuyen al santo. Véase también Van der Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens (1904), pp. 324-336; H. Timerding, Diechrist. Frühzeit Deutschlands, vol. I (1929), pp. 125-149; S. R. Maitland, The Dark Ages (1889), PP-101-140; y P. Parsy, Saint Eloi (1904), en la colección Les Saints. H. Leclercq, en su largo artículo del DAC., vol. IV, ce. 2674-2687, especifica en detalle las obras de arte que se atribuyen a San Eligió. Acerca de los “sermones misionales” y de la influencia de San Cesario en las homilías de San Eligió, véase W. Levison, England and the Continent.  (1946), apéndice X, pp. 302-314, Venus, a Man.

 

 

Santa Bibiana, Virgen y Mártir (Fecha Desconocida).

(1 de diciembre)

La Iglesia romana de Santa Bibiana existía ya en el siglo V. El Líber Pontificalisafirma que fue dedicada por el Papa San Simplicio y que en ella se hallaban los restos de la santa. Sin embargo, no sabemos nada cierto acerca de la época y las circunstancias de su martirio. Los datos que dan sobre ella y su familia el Martirologio Romano y las lecciones del Breviario están tomados de una leyenda posterior que no merece ningún crédito. Según dicha leyenda, Santa Bibiana fue martirizada en tiempos de Juliano el Apóstata. Había nacido en Roma. Era hija de Dafrosa y Flaviano, el prefecto de la ciudad. Sus padres eran muy buenos cristianos. Los perseguidores arrestaron a Flaviano, le quemaron el rostro con un hierro candente y le desterraron a Acquapendente, según se lee en el Martirologio Romano, el 22 de este mes. Después de la muerte de Flaviano, Dafrosa, que se mostró tan fiel a Cristo como su marido, estuvo encarcelada algún tiempo en su propia casa y finalmente fue decapitada. Bibiana y su hermana Demetria fueron castigadas con la confiscación de todos sus bienes, de suerte que durante cinco meses sufrieron grandes pobrezas. Las dos vírgenes pasaron ese tiempo en su casa, orando y ayunando. Durante el juicio, Demetria cayó muerta delante del juez. Este confió a Bibiana al cuidado de Rufina, mujer muy artera, para que poco a poco, la hiciese cambiar de parecer. Pero los halagos de Rufina se estrellaron contra la constancia de Bibiana. Viendo que no conseguía apartarla de la fe y de la práctica de la castidad, Rufina empezó a emplear métodos brutales que resultaron igualmente infructuosos. Finalmente, la santa falleció atada a una columna, mientras la azotaban con látigos cargados de plomo. Los verdugos abandonaron el cuerpo para que se lo comieran los perros. Pero al cabo de dos días, como los perros no se acercasen al cadáver, un sacerdote llamado Juan se lo robó durante la noche y lo sepultó cerca del palacio de Licinio, en la misma casa en que estaban enterradas su madre y su hermana.

La tradición ha asociado el nombre de Juan con el de San Pimenio, quien fue tutor de Juliano el Apóstata antes de que éste abandonase la Iglesia. Cuando Juliano empezó a perseguir a los cristianos, Pimenio huyó a Persia. Más tarde, volvió a Roma y encontró en la calle al emperador. Este exclamó al verle: “¡Gloria sea dada a mis dioses y diosas por veros de nuevo!” El santo replicó: “¡Gloria sea dada a mi Señor Jesucristo, el nazareno que fue crucificado, porque no os he visto en mucho tiempo!” Juliano mandó que le arrojasen al punto al Tíber. Como lo ha demostrado Delehaye, esta leyenda procede de fábulas ha-giográficas ligeramente más antiguas, en particular, que las relacionadas con la vida de los santos Juan y Pablo. Por otra parte, no es imposible que el nombre de Pimenio se derive de la palabra griega “poimén”, que significa pastor; en ese caso, se trataría de la leyenda de “San Pastor.”

 

El P. Delehaye ha estudiado muy a fondo la leyenda de Santa Bibiana, en Etude sur le légendier romain (1936), pp. 124-143; en un apéndice publica el autor dos textos le particular importancia (pp. 259-268) titulados Passio Sancti Pygmenii y Vita Sancti Pastoris. En realidad, el personaje principal de esta leyenda es Pimenio o Pigmenio, no Bibiana. El Hieronymianum menciona a esta última. Véase también el artículo de M. E. Donckel, Studien über den Kultus der hl. Bibiana, en Romische Quartalschrift, vol. XLIII (1935), pp. 22-33; y Quentin, Les martyrologes historiques, pp. 494-495. Como la leyenda cuenta que Santa Bibiana estuvo encarcelada con unos locos, antiguamente se la veneraba mucho como patrona de los epilépticos y enfermos mentales.

 

 

San Cromacio, Obispo de Aquileya (c. 407 d.C.)

(1 de diciembre)

Cromacio se educó en la ciudad de Aquileya, en la que probablemente había nacido. Ahí vivió con su madre (la buena opinión que tenía San Jerónimo de esta viuda, puede verse en la carta que le escribió el año 374), su hermano, que también llegó a ser obispo y sus hermanas solteras. Después de su ordenación sacerdotal, San Cromacio tomó parte en el sínodo de Aquileya contra el arrianismo (381), bautizó a Rufino siendo todavía joven y adquirió gran reputación. El año 388, a la muerte de San Valeriano, fue elegido obispo de Aquileya y llegó a ser uno de los prelados más distinguidos de su tiempo. Fue muy amigo de San Jerónimo, con quien sostuvo correspondencia epistolar y quien le dedicó varias de sus obras. No por ello dejó de ser amigo de Rufino y trató de hacer las veces de pacificador y moderador en la disputa origenista. Precisamente San Cromacio fue quien incitó a Rufino a traducir la “Historia Eclesiástica” de Eusebio y otras obras y, por consejo suyo, San Ambrosio escribió su comentario sobre la profecía de Balaam. El santo ayudó también a San Heliodoro de Altino a financiar la traducción de la Biblia hecha por San Jerónimo. Cromacio fue un partidario enérgico y valioso de San Juan Crisós-tomo, quien le profesaba gran estima. El obispo de Aquileya escribió al emperador Honorio para protestar contra la persecución de que era objeto San Juan Crisóstomo, y Honorio transmitió la protesta a su hermano Arcadio. Desgraciadamente, los esfuerzos de San Cromacio no produjeron efecto alguno. El santo fue un autorizado comentarista de la Sagrada Escritura; se conservan diecisiete de sus estudios sobre algunos pasajes del Evangelio de San Mateo y una homilía sobre las Bienaventuranzas. San Cromacio murió hacia el año 407. Su nombre figura en el Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en las diócesis de Gorizia y de Istria, que antiguamente formaban parte de la provincia de Aquileya.

 

A lo que parece, no existe ninguna biografía propiamente dicha. En los últimos años, se ha estudiado con cierto interés la figura del santo, por razón de las obras que se le atribuyen. Véase Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 548-551; P. de Puniet, en Revue d’histoire ecclésiastique, vol. VI (1905), pp. 15-32, 304-318; P. Pas chini, en Revue Bénédictine, vol. XXVI (1909), pp. 469-475. Las obras que se atribuyen a San,Cromacio pueden verse en Migne, PL., vol. XX, ce. 247-436; pero el texto es muy poco satisfactorio. Al santo hay que atribuir probablemente la ExTjositio de oratione dominica, publicada por M. Andrieu en Les Ordines romani du haut moycn-age, vol. II (1948), PP. 417-447.

 

 

San Lucio (Fecha Desconocida).

(3 de diciembre)

En la primera parte del Líber Pontificalis, que fue escrita hacia el año 530, se dice a propósito del Papa San Eleuterio (c. 174-189): “El monarca inglés, Lucio, le escribió diciéndole que podría hacerse cristiano por orden suya”, es decir, pidiéndole que enviase misioneros. El Venerable Beda transcribe ese texto casi con las mismas palabras y escribe en su “Historia Eclesiástica”: “En el año 156, después de la Encarnación del Señor, Marco Antonio Vero (es decir, Marco Aurelio), el décimo cuarto después de Augusto, fue coronado emperador, junto con su hermano Aurelio Cómodo (es decir, Lucio Vero). En esa época, cuando el santo Eleuterio ocupaba la cátedra romana, Lucio, rey de los britanos, escribió a éste una carta para manifestarle que, por mediación suya, deseaba hacerse cristiano. Pronto vio satisfecho su religioso deseo. Los britanos conservaron la fe en toda su pureza y plenitud, como la habían recibido, y entre ellos reinaron la paz y la tranquilidad hasta el tiempo del emperador Diocleciano.” Beda hace una tercera alusión a la conversión de Lucio, hacia el fin de su “Historia Eclesiástica”, en la recapitulación. Lo único incorrecto es la cronología, no obstante los esfuerzos de Beda por enmendarla.

Con el transcurso del tiempo, la leyenda amplió y embelleció el hecho original. Nenio lo relata con muchas adiciones, en el siglo IX. A Lucio le llama con el nombre céltico de Lleufer Mawr, es decir, “Gran Esplendor” y al Papa le da el nombre de “Eucaristo.” Su Líber Landavensis afirma que los enviados de Lucio a Roma se llamaban Elvino y Meduino (editor este último de la obra de Guillermo de Malmesbury), y añade que el Pontífice envió a los misioneros Fagano y Deruviano. Godofredo de Monmouth agrega por su parte que, en cuanto toda la región se convirtió a la fe, Lucio la dividió en provincias y diócesis. Dice que murió y fue sepultado en Gloucester. Juan Stow, en su historia de Londres en el siglo XVI, escribe a propósito de San Pedro de Cornhill: “En esta iglesia hay una mesa sobre la que alguien escribió en tiempos lejanos, aunque no sé por orden de quién, que el rey Lucio hizo de esa ciudad la sede metropolitana de un arzobispo y la constituyó en principal diócesis del reino, lo que fue durante cuatro siglos, hasta la llegada del monje Agustín.” En otro sitio, el mismo autor cita, tomándolos de Jocelin de Furness, los nombres de los catorce arzobispos apócrifos que gobernaron esa iglesia hasta el año 587. El autor apunta: “Esto es lo que dice Jocelin sobre los arzobispos. Dejo a los eruditos la tarea de determinar el crédito que merece tal testimonio.”

Lo importante es determinar si la afirmación del Líber Pontificalis, que Beda reproduce, tiene o no fundamento histórico. Durante mucho tiempo nadie dudó de ello, pero en tiempos de Alban Butler ya comenzaba a discutirse la cuestión, aunque el autor no juzgó que valiese la pena tomar en cuenta las discusiones.

La cuestión del origen de la leyenda es diferente. Se ha dicho que fue inventada deliberadamente, durante las controversias entre la antigua y la nueva Iglesia de Inglaterra, para demostrar el origen romano de la cristiandad británica y la sumisión de los ingleses a la Santa Sede. Pero la leyenda existía ya en Roma antes de que estallasen esas disensiones y, cuando Beda la repitió en Inglaterra la tormenta ya había pasado. En una palabra, no existe prueba alguna de que la historia de Lucio se haya empleado como argumento en favor de Roma sino hasta después de la Reforma, y es de lamentar que los apologistas se hayan valido de ella. Harnack emitió una hipótesis plausible e interesante, por más que no esté probada. En efecto, dicho autor hace notar que el rey Agbar IX de Edesa se llamaba Lucio Elio Septimio Megas Agbar, y que se convirtió probablemente al cristianismo en tiempos del Papa Eleuterio. Por otra parte, en los documentos antiguos se latinizaba el nombre de Birtha (es decir, la fortaleza de Edesa) llamándola “Britium Edessenorum.” Algún copista, al transcribir el relato de la conversión de Lucio Abgar (“Hic accepit epistulam a Lucio, in Brido rege ...”), pudo equivocarse y escribir: “a Lucio, Brittanio rege.”

 

Varios autores han estudiado con cierto detalle la leyenda de Lucio y el Papa Eleuterio: Duchesne, Líber Pontificalis, pp. CCXXII ss.; Haddan y Stubbs, Councils, vol. I, pp. 25-26; C. Plummer, en su edición de la Ecclesiastical History de Beda, vol. II, p. 14; J. P. Kirsch, en Catholic Encyclopedia, vol. V, p. 379; A. Harnack, en Sitzungsberichte de la Academia de Berlín (1904), pp. 906-916 (cf. Engl. Hist. Rev., vol. XXII, pp. 767-770); y H. Leclercq, en DAC., vol. IX, ce. 2661-2663. Ninguno de estos autores se inclina a considerar que la leyenda tiene un fundamento histórico. Acerca de Deruviano y Fagano, véase J. Armitage Robinson, Two Glastonbury Legends (1926). Cf. V. Berther, en Zeits-chrijt fiir Schweizerische Kirchegeschichte, vol. XXXII (1938), pp. 20-38, 103-124.

 

 

San Casiano, Mártir (¿298? d.C.)

(3 de diciembre)

Se cuenta que, cuando San Marcelo el Centurión fue juzgado en Tánger por Aurelio Agricolano (30 de octubre), un escribiente llamado Casiano se encargó de tomar las actas del proceso. Cuando éste oyó que Agricolano pronunciaba la sentencia de muerte contra Marcelo, que había servido tan fielmente al emperador, gritó que no estaba dispuesto a seguir tomando nota y arrojó al suelo el estilo y las tabletas. En medio del asombro de los presentes y las risas de Marcelo, Aurelio Agricolano se levantó de un salto, bajó atropelladamente de la tribuna judicial y preguntó a Casiano por qué había arrojado las tabletas y vociferado en esa forma indigna. Casiano respondió que lo había hecho porque la sentencia era injusta. Entonces Agricolano le mandó apresar.

“Ahora bien, dicen las “actas”, el bienaventurado mártir Marcelo se había reído porque el Espíritu Santo le había revelado el futuro y se regocijaba de que Casiano estuviese destinado para compartir su martirio. Aquel mismo día, se cumplió el deseo de Marcelo, quien fue martirizado ante una gran muchedumbre. Poco después, es decir, el 3 de diciembre, el fiel Casiano fue conducido al mismo sitio en el que había sido juzgado Marcelo y sus respuestas fueron casi idénticas a las del Centurión, por lo que mereció obtener la corona del martirio, con la ayuda de nuestro Señor Jesucristo, cuyo es el honor y la gloria, la excelencia y el poder, por los siglos de los siglos. Amén.”

Acerca de la explicación que da el autor sobre la risa de San Marcelo, séanos permitido comentar que no hacía falta un carisma del Espíritu Santo para comprender que Casiano iba a ser condenado. Lo más probable es que San Marcelo se haya reído al ver el divertido espectáculo de un juez que saltaba de la tribuna lleno de cólera, porque un escribiente le desafiaba delante de toda la corte de justicia.

 

Ruinart incluyó las acias de San Marcelo y San Casiano en Acta Sincera; pero el P-Delehaye (Analecta Bollandiana, vol. XII, 1923, pp. 257-287) no concede probabilidad alguna a la idea de que el relato que poseemos sea una copia taquigráfica de lo que sucedió. S embargo, los hechos básicos son verdaderos. Por lo que toca a Casiano, es cierto que e Tánger de la Mauritania se veneraba a un mártir de ese nombre, ya que Prudencio escribe en Peristephanon, IV, 45: Ingeret Tingis sua Cassianum; sin embargo, Delehaye (loe. cit., pp. 276-278) aduce fuertes razones para probar que fue relacionado con Marcelo, cuyas acias eran muy conocidas, porque no se sabía nada sobre él. Véase también Monceaux, Hist-lit. de l’Afrique chrétienne, vol. III, pp. 119-121; Leclercq, en DAC., vol XI, c. 1140 Analecta Bollandiana, vol. LXIV (1946), pp. 281-282; y nuestra nota bibliográfica sobre San Marcelo (30 de octubre).

 

 

San Pedro Crisologo, Arzobispo de Ravena, Doctor de La Iglesia (c. 450 d.C.)

(4 de diciembre)

San Pedro nació en Imola, en la Emilia oriental. Estudió las ciencias sagradas, y recibió el diaconado de manos de Cornelio, obispo de Imola, de quien habla con la mayor veneración y gratitud. Cornelio formó a Pedro en la virtud desde sus primeros años y le hizo comprender que en el dominio de las pasiones y de sí mismo residía la verdadera grandeza y que era éste el único medio de alcanzar el espíritu de Cristo. Según la leyenda, San Pedro fue elevado a la dignidad episcopal de la manera siguiente: Juan, el arzobispo de Ravena, murió hacia el año 433. El clero y el pueblo de la ciudad eligieron a su sucesor y pidieron a Cornelio de Imola que encabezase la embajada que iba a Roma a pedir al Papa San Sixto III que confirmase la elección. Cornelio llevó consigo a su diácono Pedro. Según se cuenta, el Papa había tenido la noche anterior una visión de San Pedro y San Apolinar (primer obispo de Ravena, que había muerto por la fe), quienes le ordenaron que no confirmase la elección. Así pues, Sixto III propuso para el cargo a San “edro Crisólogo, siguiendo las instrucciones del cielo. Los embajadores acabaron por doblegarse. El nuevo obispo recibió la consagración y se trasladó a Ravena, donde el pueblo le recibió con cierta frialdad. Es muy poco probable que San Pedro haya sido elegido en esta forma. El emperador Valentiniano I y su madre, Gala Placidia, residían entonces en Ravena. San Pedro gozó de su estima y confianza, así como de las del sucesor de Sixto III, San León Magno. Cuando San Pedro llegó a Ravena, aún había muchos paganos en su diócesis y abundaban los abusos entre los fieles. El celo infatigable del santo consiguió extirpar el paganismo y corregir los abusos. En la ciudad de Clas-sis, que era entonces el puerto de Ravena, San Pedro construyó un bautisterio y una iglesia dedicadas a San Andrés. Se distinguió por la inmensa caridad e incansable vigilancia con que atendió a su grey, a la que alimentó constantemente con el pan de vida, que es la palabra de Dios. Se conservan todavía muchos sermones del santo que son siempre muy cortos, pues temía fatigar a sus oyentes.

En el siglo IX, se escribió una biografía de Pedro que da muy pocos datos sobre él. Alban Butler llenó esa laguna con citas de los sermones del santo, que él califica de “más bien instructivos que patéticos. En ellos se encuentran largas exposiciones doctrinales y pocas exhortaciones y afectos. No se puede considerar a esos sermones como modelo de elocuencia, por más que la fama del santo como predicador le haya valido el título de Crisólogo, es decir, orador áureo o excelente.” Sin embargo, aunque el estilo oratorio de San Pedro no es perfecto (bien que Butler afirma en otra parte que su vocabulario es “exacto, sencillo y natural”), el contenido de sus sermones movió a Benedicto XIII a declarar al santo doctor de la Iglesia, en 1729. Butler omitió este dato. Se cuenta que San Pedro predicaba con tal vehemencia que a veces la emoción le impedía seguir hablando. Predicó en favor de la comunión frecuente y exhortó a los cristianos a convertir la Eucaristía en su alimento cotidiano. El heresiarca Eutiques, que fue condenado por San Flavio el año 448, escribió una circular a los prelados más distinguidos para justificarse. En su respuesta, San Pedro le decía que había leído su carta con la pena más profunda, porque así como la pacífica unión de la Iglesia alegra a los cielos, así las divisiones los entristecen. Y añade que, por inexplicable que sea el ministerio de la Encarnación, nos ha sido revelado por Dios y debemos creerlo con sencillez. En seguida, exhorta a Eutiques a someterse sin discusión. Ese mismo año, San Pedro Crisólogo recibió con grandes honores en Ravena a San Germán de Auxerre; el 31 de julio, ofició en los funerales del santo francés, y conservó como reliquias su capucha y su camisa de pelo. San Pedro Crisólogo no sobrevivió largo tiempo a San Germán. Habiendo tenido una revelación sobre su muerte próxima, volvió a su ciudad natal de Imola, donde regaló a la iglesia de San Casiano varios cálices preciosos. Después de aconsejar que se procediese con diligencia a elegir a su sucesor, murió en Imola el 2 de diciembre, probablemente el año 450, y fue sepultado en la iglesia de San Casiano.

 

La biografía latina tan poco satisfactoria, que es nuestra única fuente de información sobre la vida personal de este Doctor de la Iglesia, fue escrita por el abad Agnellus el año 836. En Migne, PL., hay dos textos: vol. III, ce. 13-20, y vol. CVI, ce. 533-559. Pero la mejor edición es, sin duda, la de Testi Rasponi, Codex pontificalis ecclesiae Ravennatis, vol. I (1924). Vale la pena leer la semblanza biográfica de D. L. Baldisserri, San Pier Crisologo (1920), así como las monografías alemanas de H. Dapper (1867) y G. Bóhmer (1919). Se ha discutido mucho sobre los sermones que se atribuyen a San Pedro. Véase Mons. Lanzoni, sermoni di S. Pier Crisologo (1909); F. J. Peters, Petras Chrysologus ais Homilet (1918); Baxter, en Journal of Theol. Studies, vol. XXIX (1928), pp. 362-368; también C. Jenkins en Churck Quarterly Review, vol. CIII ol enumera las razones que hay para atribuir al santo el “Rotulus” de Ravena; pero la cosa no es clara. Los sermones atribuidos a San Pedro Crisólogo pueden verse en Migne, PL., vol. III; en la obra de Liverani, Spicilegium Liberianum (1863), pp. 125-203, hay otros sermones y se aprovechan otros manuscritos. Véase también Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. IV. PP- 604-610.

 

 

Santa Barbara, Virgen y Mártir (Fecha Desconocida).

(4 de diciembre)

 En la epoca del reinado de Maximiano, había un hombre muy rico llamado Dióscoro, que adoraba y veneraba a los ídolos. Dióscoro tenía una hija llamada Bárbara. Para que ningún hombre pudiese ver la gran belleza de su hija, Dióscoro construyó una torre alta y bien defendida y encerró en ella a la joven. Muchos príncipes fueron a ver a Dióscoro para solicitar la mano de su hija. Dióscoro fue a ver a Bárbara y le dijo: “Hija mía, ciertos príncipes han venido a verme para pedirme tu mano. Por ello, te ruego que me comuniques tus intenciones y me digas qué quieres hacer.” Entonces Santa Bárbara se volvió, muy irritada, hacia su padre y le dijo: “Padre mío, te ruego que no me obligues a casarme, pues ni lo deseo, ni he pensado siquiera en ello.”... Poco después, Dióscoro salió de la torre y se fue a un país lejano, donde permaneció largo tiempo.

“Entonces Santa Bárbara, la doncella de nuestro Señor Jesucristo, bajó de la torre a ver unas termas que su padre estaba construyendo. Al punto, se dio cuenta de que sólo había dos ventanas, una hacia el norte y la otra hacia el sur, lo que la sorprendió y maravilló sobremanera. Preguntó a los obreros por qué no habían puesto más ventanas. Ellos le respondieron que su padre lo había dispuesto y ordenado así. Entonces Santa Bárbara les dijo: “Hacedme ahí otra ventana”... En esas termas la santa doncella fue bautizada por un hombre de Dios, y ahí vivió algún tiempo. Siguiendo el ejemplo del santo precursor del Señor, San Juan Bautista, sólo comía miel y langostas. En las termas, como en la piscina de Siloé, los ciegos de nacimiento recobraron la vista... Un día, la bendita doncella subió a la torre y vio los ídolos que su padre solía adorar y venerar. Súbitamente, la joven recibió la luz del Espíritu Santo y adquirió una sutileza y claridad maravillosas en el amor de Jesucristo, ya que el Dios Todopoderoso la revistió de gloria soberana y acrisolada castidad. La santa virgen Bárbara, fortalecida con la fe, venció al demonio. En efecto, en cuanto vio los ídolos, escupió despectivamente sobre ellos, diciendo: “Todos aquellos a los que vosotros habéis inducido en error y creen en vosotros serán como vosotros.” En seguida, se retiró y alabó al Señor en la torre.”

“Y cuando la obra estaba ya terminada, su padre regresó de su viaje. Cuando vio que había tres ventanas, preguntó a los obreros: “¿Por qué habéis hecho tres ventanas?” Y ellos respondieron: “Porque tu hija nos lo ordenó.” Entonces Dióscoro mandó llamar a su hija y le preguntó por qué había mandado hacer tres ventanas, a lo que ella respondió: “Mandé que hiciesen tres ventanas, porque tres ventanas dan luz a todo el mundo y todas las criaturas, en tanto que dos ensombrecen el universo.” Entonces su padre se dirigió con ella a las termas, y le preguntó en el camino cómo era que tres ventanas daban más luz que dos. Y Santa Bárbara respondió: “Esas tres ventanas representan claramente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, los cuales son tres Personas y un solo Dios, en el que debemos creer y al que debemos adorar.” Entonces Dióscoro, lleno de cólera, sacó ahí mismo su espada para matarla. Pero la santa virgen se puso en oración y, al punto, fue milagrosamente trasladada a una lejana roca de la montaña. Dos pastores que guardaban ahí sus ovejas la vieron volar... Pero su padre subió a buscarla y, tomándola de los cabellos, la arrastró monte abajo y la encerró a toda prisa en la prisión... Entonces, el juez se sentó a juzgarla. Viendo la gran belleza de Bárbara, le dijo: “Así pues, elige entre sacrificar a los dioses y salvar tu vida, o morir cruelmente torturada.” Santa Bárbara respondió: “Me ofrezco en sacrificio a mi Dios, Jesucristo, Creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas .

Después de ser apaleada, la santa tuvo una visión del Señor en su mazmorra. Más tarde, fue nuevamente azotada y torturada. Y “el juez mandó que fuese decapitada por la espada. Y entonces, su padre, muy enojado, la arrebató de manos del juez y la condujo a la cumbre de una montaña. Y Santa Bárbara se alegró al ver que se aproximaba el momento en que iría a recibir el premio de su victoria. Y mientras su padre la arrastraba a la montaña, ella hizo su oración, diciendo: “Señor Jesucristo, Creador del cielo y de la tierra, te ruego que me concedas tu gracia y escuches mi oración por todos aquellos que recuerden tu nombre y mi martirio. Te suplico que olvides sus pecados, pues Tú conoces nuestra fragilidad.” Entonces oyó una voz del cielo que le decía: “Ven Bárbara, esposa mía, ven a descansar en la morada de Dios mi Padre, que está en los cielos. Yo te concedo lo que acabas de pedirme.” Y después de oír estas palabras, se acercó a su padre y recibió la corona del martirio junto con Santa Juliana. Y, cuando su padre bajaba de la montaña, un fuego del cielo descendió sobre él y le consumió, de suerte que sólo quedaron las cenizas de su cuerpo. Esta bienaventurada virgen, Santa Bárbara, recibió la corona del martirio con Santa Juliana, el segundo día de las nonas de diciembre. Un noble llamado Valentino sepultó los cadáveres de las dos mártires en un pueblecito, donde obraron muchos milagros para gloria y alabanza de Dios Todopoderoso.” Así cuenta la “Leyenda Dorada” la historia de una de las santas más populares de la Edad Media. Sin embargo, es muy dudoso que la virgen y mártir Bárbara haya existido jamás y es cosa cierta que la leyenda es espuria. Los martirologios antiguos no mencionan a Santa Bárbara; su leyenda no es anterior al siglo VII, y su culto no se popularizó sino hasta el siglo IX. La época y el sitio del martirio varían según las diferentes versiones, que hablan de Toscana, Roma, Antioquía, Heliópolis y Nicomedia. Santa Bárbara es una de los Catorce Santos Protectores. Se le invoca contra el rayo y el fuego. Por asociación, es también patrona de los artilleros, ingenieros militares y mineros, posiblemente debido al género de muerte del padre de la santa. El incidente de las tres ventanas que mandó construir a los obreros en las termas, así como la torre que suele representarse en las pinturas de Santa Bárbara, han hecho de ella la patrona de los arquitectos, constructores y albañiles. La oración que la santa hizo en el momento de su muerte dio origen a la idea de que protege especialmente a quienes se hallan en peligro de morir sin sacramentos.

 

Casi todos los autores están de acuerdo en afirmar que el original de la leyenda fi escrito en griego. No existen vestigios de culto antiguo de la santa, de suerte que hay que considerar la leyenda como una simple novela. Existen numerosas versiones en latín, sirio y otros idiomas. Puede verse el texto sirio en la obra de la Sra. Agnes Smith-Lewis, Sludia Sinaitica, vols. IX y X (1900)) junto con una traducción inglesa. Cf. también Weyh, Die syrische Barbara Legende (1912). Los textos latinos se hallarán en N. Mülter Acta S. Barbarae (1703), y en P. Paschini, Santa Barbara, note agiografiche (1927). Tal vez la recensión más antigua es la que publicó A. Wirth, Danae in christlichen Legender, (1892), pp. 105-111; pero el editor tiende a exagerar el origen pagano de la leyenda Santa Bárbara y otras por el estilo. Se ha escrito mucho acerca de la inclusión de Santí Bárbara entre los Catorce Santos Protectores, así como sobre los diferentes aspectos de su patrocinio. Véase, por ejemplo, H. Marchesi, Santa Barbara protetrice del cannonier (1895); Peine, Sí. Barbara, die Schutzheilige der Bergleiite und der Artillerie (1896); J. Moret, Ste Barbe, patronne des mineurs (1876); pero hasta ahora no se ha explicado satisfactoriamente cómo llegó la santa a ser la palrona de gremios tan diversos. El nombre Je Santa Bárbara figura ya en un calendario inglés (Bodleian MS., Digby 63) de fines del siglo IX, el 4 de diciembre. El emblema más característico de la santa en el arte es la torre. Véase Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 112-115. Acerca de la Santa en el folklore, véase Báchtold-Stáubli, Handwórterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. I, ce. 905-910.

 

 

San Marutas, Obispo de Maiferkat (c. 415 d.C.)

(1 de diciembre)

Este Santo prelado fue un ilustre Padre de la Iglesia siria de fines del siglo IV. Era obispo de Maiferkat, que se encuentra entre el Tigris y el Lago Van, cerca de la frontera de Persia. El santo reunió las “actas” de los mártires que sufrieron ahí durante la persecución de Sapor, y trasladó a su diócesis tal cantidad de reliquias, que la ciudad episcopal acabó por llamarse Martiró-polis. Todavía conserva ese nombre y es una sede titular. San Marutas escribió varios himnos en honor de los mártires. Suelen cantarse en los oficios en los que se emplea la lengua siria. El año 339, Yezdigerdo ascendió al trono de Persia. San Marutas fue entonces a Constantinopla a suplicar al emperador Ar-cadio que defendiese a los cristianos ante el nuevo monarca. La corte estaba entonces muy ocupada con el asunto de San Juan Crisóstomo. San Marutas estaba tan gordo que cuando pisó accidentalmente a Girino de Calcedonia, en una reunión de obispos, le arrancó la piel del pie. La herida se gangrenó, y Cirino murió a consecuencias de ello. En una carta que San Juan Crisóstomo escribió a Santa Olimpia, desde el destierro, le cuenta que había escrito dos veces a San Marutas y le ruega que vaya a visitarlo en su nombre: “Necesito de su ayuda en los asuntos persas. Tratad de averiguar si ha tenido éxito en su misión. Si tiene miedo de escribirme personalmente, decidle que os cuente a vos lo sucedido. No retardéis un solo día vuestra visita.”

Cuando fue a la corte de Persia como embajador de Teodosio el joven, • an Marutas hizo cuando pudo por conseguir que el rey se mostrase benévolo con los cristianos. El historiador Sócrates dice que, gracias a sus conocimientos de medicina, el santo curó a Yezdigerdo de unas violentas jaquecas; desde entonces, el rey le llamó “el amigo de Dios.” Los mazdeístas, temerosos de que * rey se convirtiese al cristianismo, recurrieron a un truco. En efecto, escondieron a un hombre debajo del piso del templo. Cuando el monarca fue ahí a orar, el hombre gritó: “Arrojad de este lugar santo a quien ha cometido el sacrilegio de prestar fe a un sacerdote cristiano.” Yezdigerdo decidió expulsar a Marutas de su reino. Pero el santo le persuadió de que fuese otra vez al templo y mandase levantar el piso para descubrir al impostor. Así lo hizo Yezdigerdo, y el resultado de ello fue que descubierto el impostor, dio a Marutas permiso de construir iglesias en donde quisiera. Como quiera que fuese, Yezdigerdo favoreció ciertamente a San Marutas y, gracias a esa ayuda, éste se dedicó a restablecer el orden entre los cristianos persas.

La obra de organización de San Marutas duró hasta la invasión árabe del siglo VIL Pero la esperanza de los cristianos (y el temor de los mazdeístas) de que Yezdigerdo II se convirtiese en “el Constantino de Persia” no llegó a realizarse. La obra de pacificación llevada a cabo por San Marutas fue destruida por la violencia de Abdas, obispo de Susa, quien provocó una nueva persecución al final del reinado de Yezdigerdo. Probablemente para entonces, San Marutas ya había muerto puesto que falleció antes que Yezdigerdo, quien murió el año 520. El Martirologio Romano dice que San Marutas fue “famoso por sus milagros y se ganó el respeto aun de sus adversarios.” Se le considera como el principal de los doctores sirios, después de San Efrén, a causa de los escritos que se le atribuyen.

 

El historiador Sócrates, Bar Habraeus y el Líber furris de Mari ibn Sulaiman nos dan bastantes datos sobre San Marutas. Existe una biografía armenia de época tardía; los mekhitaristas la publicaron en Venecia en 1874, con una traducción latina. Dicha obra fue publicada en inglés, con notas muy interesantes, en Harvard Theological Review (1932), pp. 47-71. Véase también Bardenhewer, Geschichte d. altkirchl. Literatur, vol. IV, pp. 381-382; Labourt, Le Christianisme dans FEmpire per se (1904), pp. 87-90; W. Wright, Syriac Literature (1894), pp. 44-46; Oriens Christianus (1903), pp. 384 ss.; Harnack, Texte und Untersuchungen, vol. XIX (1899); y la larga nota de Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, vol. II, pp. 159-166. Se duda si San Marutas fue realmente el autor de todas las obras que se le atribuyen.

 

 

San Annon, Obispo de Colonia (1075 d.C.)

(4 de diciembre)

El padre de Annón era un noble suabo cuya familia había vivido tiempos mejores, por lo cual esperaba que si su hijo, que era muy inteligente, hacia una brillante carrera secular, podría devolver a la familia su antiguo lustre. Sin embargo, un pariente del conde Walterio, que era canónigo en Bamberga, le persuadió de que le confiase la educación de Annón. Así pues, el joven fue a hacer sus estudios en la escuela episcopal de Bamberga, de la que llegó a ser director. Annón, que era bien parecido, hábil, erudito y elocuente, llam” la atención del emperador Enrique III, quien le hizo capellán suyo en 1 El santo tenía entonces cuarenta y seis años. Más tarde, el emperador le nombr arzobispo de Colonia y canciller del imperio. El nombramiento no satisl a todos, particularmente a los habitantes de Colonia, pues pensaban que familia de Annón no era bastante distinguida. Pero la magnificencia de las < remonias de la consagración acalló a los críticos. Ese mismo año murió Enrique III; el gobierno del imperio pasó nominalmente a manos de su esposa, Inés de Poitou, quien debía ocupar la regencia durante la minoría de Enrique Era ésta una mujer bondadosa, que carecía de talento político y era incapa  de hacer frente enérgicamente a las circunstancias. Su política le enajeno los nobles. En Pentecostés del año 1062 Enrique fue raptado y trasladado Colonia. Annón fue nombrado tutor del niño y regente del imperio, junto con Adalberto, obispo de Bremen. Cuando el joven monarca creció, se sacudió la tutela de San Annón y dio mano libre a Adalberto. En el cisma que provocó contra el Papa Alejandro II el antipapa Cadalo de Parma, Annón encabezó a los obispos alemanes que apoyaban a Alejandro. A pesar de ello, se le convocó a Roma, acusado de haber estado en contacto con Cadalo. Como si fuese poco, dos años después, fue acusado de simonía; pero consiguió probar su inocencia. Desgraciadamente, el santo no se vio libre del nepotismo, que era tan común entre los obispos de su época; en efecto, concedió muchos beneficios a sus sobrinos y partidarios y, en una ocasión eso acarreó la ruina al beneficiario.

Esto ocurrió cuando Annón nombró obispo de Tréveris a su sobrino Conrado. Tal nombramiento desagradó profundamente a los nobles y al clero de la ciudad, ya que canónicamente tenían derecho a elegir a su obispo y estimaban mucho ese privilegio. Annón hizo caso omiso de sus reclamaciones, por más que no ignoraba que su poder estaba en decadencia. Así pues, envió a Conrado con el obispo de Espira y una escolta de hombres armados a tomar posesión de la sede. Los descontentos se aliaron con el conde Teodorico, tan poderoso como poco escrupuloso. Aunque éste era laico, reclamaba el derecho de conceder la investidura al arzobispo de Tréveris, alegando que poseía tal derecho por prescripción. Cuando Conrado y su escolta atravesaban Briede-burgo, los hombres del conde cayeron sobre ellos. El obispo de Espira consiguió escapar con vida, aunque no sin que le robasen cuanto llevaba. Conrado fue conducido ignominiosamente a un castillo, donde estuvo prisionero. Finalmente, fue arrojado desde las murallas. Como no muriese inmediatamente, los soldados le dieron muerte a puñaladas. Un campesino encontró su cadáver cubierto de hojas en un bosque. El cuerpo fue trasladado a la abadía de Tholey, donde empezó a venerarse a Conrado como mártir.

Casi toda la vida de San Annón consiste en una serie de hechos relacionados con la turbulenta historia política de su época y más bien resulta poco edificante en la actualidad, dado que los prelados ya no tienen que participar “ex officio” en el gobierno y los negocios públicos. Sin embargo, el santo no dejó que sus obligaciones y actividades seculares le hiciesen olvidar que el bien de su diócesis constituía su primer deber. Sobre todo cuando su prestigio ante el emperador comenzó a decaer y su vio excluido de la vida pública, San Annón se dedicó a reformar su diócesis por los mismos medios de que se habían valido San Pedro Damián, el cardenal Hildebrando y con una energía parecida a la de ellos. En efecto, transformó varios monasterios y fundó otros; construyó y ensanchó muchas iglesias; reformó la moralidad pública, y distribuyó limosnas con gran generosidad. Pero, si bien San Annón fortificó la posición de su sede y ayudó liberalmente a sus subditos, no consiguió nunca vencer la oposición que existía contra él en Colonia, y ello le amargó sus últimos años, finalmente, optó por retirarse a la abadía de Sieburgo, fundada por él y pasó ahí los últimos doce meses de su vida en rigurosa penitencia. Murió el 4 de iciembre de 1075. En una época de costumbres muy corrompidas, el santo se istinguió por su pureza y austeridad. Las virtudes que practicó en su vida Pnvada le merecieron el honor de los altares.

 

Un monje de Sieburgo escribió en el siglo XII una biografía del santo, tan larga como poco satisfactoria. R. Kópke la editó con notas muy útiles en MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 463-514. El texto de Migne, PL., vol. CXLIII, es defectuoso en muchos capítulos. La biografía alemana antigua, titulada Annolied, es interesante desde el punto de vista lingüístico, pero carece de valor histórico. Véase también Hauck, Kirchengeschichte Deutsch-lands, vol. III, pp. 712 ss.; A. Stonner, Heilige der deutschen Friihzeit (1935), vol. II; y DHG., vol. III, ce. 395-396. Acerca de la canonización de San Annón, véase Brackman en Neues Archiv, vol. XXXII (1906), pp. 151-165. Teodorico de Verdún escribió antes de 1089 una biografía de San Conrado, el sobrino de San Annón; puede verse en MGH. Scriptores, vol. VIII, pp. 212-219, donde fue editada por G. Waitz. En la biografía publicada en Acta Sanctorum, junio, vol. I, hay muchos incidentes fabulosos interpolados .

 

 

San Osmundo, Obispo de Salisbury (1099 d.C.)

(4 de diciembre)

Un documento de fines del siglo XV afirma que Osmundo era hijo del conde Enrique de Séez y de Isabel, medio-hermana de Guillermo el Conquistador. Es cosa cierta que el santo fue a Inglaterra con los normandos y sucedió a Herfast en el cargo de canciller del reino. En 1078, el rey Guillermo nombró a Osmundo obispo de Salisbury. Lanfranco de Canterbury le confirió la consagración. Sa-lisbury en aquella época no pasaba de ser una fortaleza construida sobre la colina conocida actualmente con el nombre de Oíd Sarum. Hermán, el predecesor de Osmundo, había empezado a construir la catedral. Osmundo la terminó y la consagró en 1092, pero cinco días más tarde, un rayo cayó sobre la obra y la destruyó en gran parte. Los cimientos de la catedral construida por San Osmundo se ven todavía en la colina; el sitio es actualmente un campo de juego en los suburbios de New Sarum. El santo organizó el capítulo de su catedral al modo normando: el canciller era a la vez director de la escuela de clérigos, y los canónigos estaban obligados a residir ahí y a cantar en el coro el oficio divino. El ejemplo tuvo gran trascendencia, ya que en esa época varias de las catedrales más importantes de Inglaterra estaban atendidas por monjes y no por el clero secular. San Osmundo formó parte de la comisión regia encargada de “la revisión del Libro de Domesday” (registro del catastro). Igualmente, fue uno de los principales prelados que estuvieron en Oíd Sarum en 1086, cuando se aprobó el Libro de Domesday y los nobles juraron que permanecerían leales al rey contra cualquier enemigo. En el pleito entre Guillermo el Rojo y San Anselmo acerca de las investiduras, San Osmundo opinó que San Anselmo había tomado sin necesidad una actitud demasiado intransigente. En el concilio de Rockingham, en el que San Anselmo apeló en forma emocionante a sus hermanos en el episcopado, San Osmundo se puso del lado del rey; sin embargo, poco antes de su muerte, se arrepintió y pidió perdón a San Anselmo por habérsele opuesto.

El nombre de San Osmundo es particularmente conocido entre los liturgis-tas. En la época del santo y largo tiempo después, muchas diócesis de la cristiandad tenían sus “usos” litúrgicos propios, diferentes a los de Roma. Los libros litúrgicos de Salisbury eran particularmente confusos. San Osmundo se encargó de ordenarlos, y redactó una serie de reglas sobre la celebración d la misa, el rezo del oficio divino y la administración de los sacramentos, par uniformar las costumbres de su diócesis. Un siglo después, la mayoría de J diócesis inglesas y galesas habían adoptado ya “los usos de la Distinguida Noble Iglesia de Sarum.” En 1172, fueron adoptados en Irlanda y, hacia 1250, en Escocia. En Inglaterra siguieron observándose ordinariamente hasta despue de la época de María Tudor, es decir, hasta que fueron gradualmente sustituidos por el rito romano reformado por San Pío V. El nuevo rito se introdujo en el Colegio de Douai en 1557. Esa obra de revisión litúrgica exigía comparar muchos manuscritos, y San Osmundo reunió una nutrida biblioteca en su catedral. Según se cuenta, el santo escribió una biografía de San Adelmo, su predecesor en el gobierno eclesiástico del occidente de Wessex, a quien profesaba gran veneración; por ello asistió a la entronización de sus reliquias en Malmesbury.

A pesar de sus múltiples actividades públicas, San Osmundo pasó largas temporadas en su ciudad episcopal, donde copió y encuadernó muchos libros de la biblioteca de su catedral. Guillermo de Malmesbury le alaba por su pureza de vida y hace notar que estaba libre de las dos grandes tentaciones de los prelados de su época: la ambición y la avaricia. San Osmundo se disgustó por el rigor y severidad con que trataba a sus penitentes; pero no era más riguroso con ellos que consigo mismo. Murió en la noche del 3 al 4 de diciembre de 1099 y fue sepultado en su catedral. Aunque el obispo de Salisbury, Ricardo Poore, pidió en 1228 que fuese canonizado, ello no tuvo lugar sino hasta 1457. El año de la canonización de San Osmundo sus reliquias fueron trasladadas de Oíd Sarum a la capilla de Nuestra Señora, en la nueva catedral de Salisbury. Enrique VIII destruyó el relicario. Alban Butler afirma que las reliquias fueron sepultadas en la misma capilla. Un fragmento de la dala sepulcral, en el que se lee la fecha MXCIX, se ve todavía en la nave de la catedral. El nombre de San Osmundo figura en el Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en las diócesis de Westminster, Clifton y Plymouth.

 

No existe ninguna biografía muy antigua de San Osmundo, pero según parece, se conserva un texto biográfico incompleto en el MS. Cotton, Titus F. III del Museo Británico. Casi todo lo que sabemos sobre el santo procede de Guillermo de Malmesbury y Simeón de Durham. Todavía se conservan varios documentos relacionados con la canonización; casi todos son catálogos de milagros. Fueron editados en 1901 por H. R. Malden (Wiltshire Record Society); los originales se hallan en la catedral de Salisbury. Véase también W. H. Frere, The Sarum Use, 2 vols (1898 y 1901); W. H. R. Jones, The Resgister of St Osmund, 2 vols (1883-84), en la Rolls Series; Bradshaw y Wordsworth, Lincoln Cathedral Statutes, vol. III, pp. pp. 869 ss.; DNB., vol. XLII, pp. 313-315; y Dict. of Eng. Church History, pp. 427-428. W. J. Torrance escribió en 1920 una biografía de criterio anglicano.

 

 

San Saras, Abad (532 d.C.)

(5 de diciembre)

San Sabas, uno de los patriarcas más renombrados entre los monjes de Palestina, nació en Mutalaska de Capadocia, no lejos de Cesárea, el año 439. Su padre era un oficial del ejército. Este, obligado a partir a Alejandría con su esposa, confió a su hijo Sabas y la administración de sus posesiones a su cuñado. La tía de Sabas le maltrató de tal manera que el niño huyó de la casa a los ocho años y se refugió en la casa de su tío Gregorio, hermano de su padre, con la esperanza de ser ahí menos infeliz. Gregorio exigió entonces que se le confiase también la administración de los bienes de su hermano, lo cual dio origen a dificultades y pleitos legales entre los dos tíos de Sabas. I niño, que era de temperamento pacífico y sufría mucho por ser causa de discordias, huyó al monasterio de Mutalaska. Al cabo de algunos años, sus dos tíos, avergonzados de su conducta, decidieron sacarle del monasterio, devolverle sus propiedades y convencerle de que contrajese matrimonio. Pero el joven Sabas había gustado ya la amargura del mundo y la suavidad de Cristo, y su corazón estaba tan apegado a Dios, que no hubo argumento capaz de arrancarle del monasterio. A pesar de que era el más joven de los monjes, en fervor y virtud los aventajaba a todos. En cierta ocasión en que Sabas ayudaba al panadero, éste puso a secar sus vestidos junto al horno, pero los dejó olvidado; y se le quemaron. Viendo al pobre monje muy afligido por ello, Sabas   se trasladó a Jerusalén para tomar ejemplo de los anacoretas de esa regio Pasó el invierno en un monasterio gobernado por el santo abad Elpidio. 1 monjes querían que Sabas se quedase con ellos, pero el joven, que desea! mayor silencio y retiro, prefirió el modo de vida de San Eutimio, quien había negado a abandonar su celda aislada a pesar de que se había construid” un monasterio expresamente para él. Sabas pidió a San Eutimio que le aceptase por discípulo; pero el santo, juzgándole demasiado joven para el retiro absoluto, le recomendó a San Teoctisto, el cual era superior de un monasterio que quedaba a unos cinco kilómetros de la colina en la que él vivía.

Sabas se consagró con renovado fervor al servicio de Dios. Trabajaba el día entero y velaba en oración buena parte de la noche. Como era muy vigoroso, ayudaba a los otros monjes en los trabajos más pesados, cortaba leña y acarreaba agua al monasterio. Sus padres fueron a visitarle ahí. Su padre quería que ingresara en el ejército y disfrutase de las riquezas que él había amasado. Como el joven se negase, le rogó que por lo menos aceptara algún dinero para poder vivir; pero Sabas sólo aceptó tres monedas de oro y las entregó al abad a su regreso. A los treinta años de edad, Sabas consiguió que San Eutimio le diese permiso de pasar cinco días por semana en una cueva lejana. Empleaba ese tiempo en la oración y el trabajo manual. Partía del monasterio el domingo por la tarde, con una carga de hojas de palma, y regresaba el sábado por la mañana con cincuenta canastas, porque tejía diez canastas al día. San Eutimio eligió a Sabas y a Domiciano para que le acompañasen a su retiro anual en el desierto de Jebel Quarantal, donde, según la tradición, ayunó el Señor durante cuarenta días. Los tres monjes iniciaron su penitencia el día de la octava de la Epifanía y volvieron al monasterio el Domingo de Ramos. Durante aquel primer retiro San Sabas perdió el conocimiento a causa de la sed. San Eutimio, compadecido de él, rogó a Jesucristo que se apiadase de su fervoroso soldado; acto seguido golpeó la tierra con su bastón e hizo brotar una fuente. Sabas bebió un poco y recobró las fuerzas. Después de la muerte de Eutimio, San Sabas se adentró todavía más en el desierto, rumbo a Jericó. Ahí pasó cuatro años sin hablar con nadie. Después, se trasladó a una cueva situada frente a un acantilado, al pie del cual, corría el torrente Cedrón. Para subir a la cueva y bajar de ella, el santo empleaba una cuerda. Su único alimento eran las yerbas silvestres que crecían entre las rocas, excepto cuando los habitantes de la región le llevaban un poco de pan, queso, dátiles y otros alimentos. Para tomar un poco de agua, tenía que recorrer una distancia considerable.

Al cabo de algún tiempo, empezaron a acudir muchos monjes que querían servir a Dios bajo la dirección del santo. Este se resistió al principio; pero finalmente fundó una nueva “laura.” Una de las primeras dificultades que surgieron, fue la escasez de agua. Pero el santo, viendo un día a un asno cocear la tierra, mandó excavar en ese sitio. Ahí se descubrió una fuente que dio de beber a muchas generaciones. San Sabas llegó a tener ciento cincuenta discípulos; sin embargo, no había entre ellos ningún sacerdote, pues el santo opinaba que ningún religioso podía aspirar a tan alta dignidad sin incurrir en presunción. Ello movió a algunos de sus discípulos a quejarse ante Salustio, patriarca de Jerusalén. El obispo juzgó infundadas las acusaciones que hicieron al santo; pero, comprendiendo que hacía falta en la comunidad un sacerdote para restablecer la paz, ordenó a San Sabas el año 491. El santo tenía entonces cincuenta y tres años. Su fama de santidad atrajo a los monjes de las regiones más distantes. En la “laura” del santo había egipcios y armenios, de suerte que éste tomó disposiciones para que pudiesen celebrar los oficios en sus respectivos idiomas. Después de la muerte del padre de Sabas, su madre sg trasladó a Palestina y sirvió a Dios bajo su dirección. Con el dinero que su madre había llevado, San Sabas construyó dos hospitales, uno para los forasteros y otro para los enfermos; también construyó un hospital en Jericó y otro en una colina de las alrededores. El año 493, el patriarca de Jerusalén nombró a San Sabas archimandrita de todos los monjes de Palestina que vivían en celdas aisladas (ermitaños) y a San Teodosio de Belén archimandrita de todos los que vivían en comunidad (cenobitas).

Siguiendo el ejemplo de San Eutimio, San Sabas partía de la “laura” una o más veces al año y, por lo menos, pasaba la cuaresma sin ver a nadie. Algunos de sus monjes se quejaron de ello. Como el patriarca no atendiese a sus quejas, unos sesenta de ellos abandonaron la “laura” y se establecieron en las ruinas de un monasterio de Tecua, en donde había nacido el profeta Amos. Cuando San Sabas se enteró de que los disidentes se hallaban en grandes dificultades, les envió víveres y los ayudó a reconstruir la iglesia. El santo fue arrojado de su “laura” por algunos rebeldes; pero San Elias, el sucesor de Salustio de Jerusalén, le mandó volver. Entre otras cosas, se cuenta que el santo se echó una vez a dormir en una cueva que era la madriguera de un león. Cuando la fiera volvió, cogió entre las fauces al santo por los vestidos y le echó fuera. Sin inmutarse por ello, Sabas volvió a la cueva y llegó a domar al león. Pero la fiera puso en aprietos al santo en varias ocasiones, de suerte que Sabas le dijo que, si no podía vivir en paz con él, más valía que retornase a su madriguera. Así lo hizo el león.

Por entonces, el emperador Anastasio apoyaba la herejía de Enrique y desterró a muchos obispos ortodoxos. El año 511, envió a San Sabas a ver al emperador para que dejase de perseguir a los cristianos. San Sabas tenía setenta años cuando emprendió ese viaje a Constantinopla. Como el santo parecía un mendigo, los guardias del palacio del emperador dejaron pasar a los otros miembros de la embajada, pero no a él. Sabas no dijo nada y se retiró. Una vez que el emperador hubo leído la carta del patriarca, en la que éste se hacía lenguas de Sabas, preguntó dónde estaba éste. Los guardias le buscaron por todas partes hasta encontrarlo en un rincón, orando. Anastasio dijo a los abades que pidieran lo que quisiesen; cada uno de ellos presentó sus peticiones, excepto San Sabas. Como el emperador le urgiese a hacerlo, dijo que no tenía nada que pedir para él y que sólo deseaba que el emperador restableciese la paz en la Iglesia y no molestase al clero. Sabas pasó todo el invierno en Constantinopla. Con frecuencia, visitaba al emperador para discutir con él contra la herejía. A pesar de todo, Anastasio desterró a Elias de Jerusalén y le sustituyó por un tal Juan. Entonces, San Sabas y otro monje partieron apresuradamente a Jerusalén y persuadieron al intruso de que por lo menos no repudiase los edictos del Concilio de Calcedonia. Se cuenta que San Sabas asistió en su lecho de muerte a Elias en una ciudad llamada Aila, junto al Mar Rojo. En los años siguientes, estuvo en Cesárea, Escitópolis y otros sitios, predicando la verdadera fe, y convirtió a muchos a la ortodoxia y a mejor vida.

A los noventa y un años, a petición del patriarca Pedro de Jerusalén, el santo emprendió otro viaje a Constantinopla, con motivo de los desórdenes producidos por la rebelión de los samaritanos y su represión por parte de las tropas imperiales. Justiniano le acogió con grandes honores y le ofreció dotar sus monasterios. Sabas replicó, agradecido, que no necesitaban renta alguna mientras los monjes sirviesen fielmente a Dios. En cambio, rogó al emperador que rebajase los impuestos a los habitantes de Palestina, si tomaba en cuenta lo que habían tenido que sufrir a consecuencias de la rebelión de los samaritanos. Igualmente, le pidió que construyese en Jerusalén un hospital para los peregrinos y una fortaleza para proteger a los ermitaños y a los monjes contra los merodeadores. El emperador accedió a todas sus peticiones. Un día en que éste se ocupaba de los asuntos de San Sabas, el abad se retiró de su presencia a la hora de tercia para decir sus oraciones. Su compañero, Jeremías, le hizo notar que no estaba bien retirarse así de la presencia del emperador. £1 santo replicó: “Hijo mío, el emperador cumple con su deber y nosotros debemos cumplir con el nuestro.” Poco después de regresar a su “laura”, el santo cayó enfermo. El patriarca logró convencerle de que se trasladase a una iglesia vecina, donde le asistió personalmente. Los sufrimientos del santo eran muy agudos; pero Dios le concedió la gracia de una paciencia y resignación perfectas. Cuando Sabas comprendió que se aproximaba su última hora, rogó al patriarca que mandara trasladarle a su “laura.” Inmediatamente, procedió a nombrar a su sucesor y a darle sus últimas instrucciones. Después, pasó cuatro días sin ver a nadie, ocupado únicamente de Dios. Murió al atardecer del 5 de diciembre de 532, a los noventa y cuatro años de edad. Sus reliquias fueron veneradas en su principal monasterio, hasta que los venecianos se las llevaron.

San Sabas es una de las figuras señeras del monaquismo primitivo. Su fiesta se celebra en la Iglesia de oriente y en la de occidente. Su nombre figura en la preparación de la misa bizantina. El “Typikon” de Jerusalén, que consiste en una serie de reglas sobre la recitación del oficio divino, la celebración de las ceremonias y es la norma oficial en casi todas las iglesias del rito bizantino, se atribuye al santo, lo mismo que una regla monástica; pero, a decir verdad, es dudoso que San Sabas haya sido realmente su autor. El principal de sus monasterios, la Gran “Laura” de Mar Saba (así llamado en honor del santo), existe todavía en la barranca del Cedrón, a unos deciséis kilómetros de Jerusalén, en el desierto que se extiende hacia el Mar Muerto. Entre los monjes famosos de aquel monasterio, se cuentan San Juan Damasceno, San Juan el Silencioso, San Afrodisio, San Teófanes de Nicea, San Cosme de Majuma y San Teodoro de Edesa. En una época, el monasterio estuvo en ruinas, pero el gobierno ruso lo restauró en 1840. Actualmente está ocupado por monjes de la Iglesia ortodoxa de oriente, cuya vida no es indigna del ejemplo del santo fundador. Después del monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí (y tal vez de los monasterios de Dair Antonios y Dair Boulos en Egipto), el de Mar Saba es el más antiguo de los monasterios habitados del mundo y, ciertamente el más notable. El paisaje dersértico en el que está situado y la majestad de los edificios, que parecen fortalezas, no ceden a los del monasterio de Santa Catalina. La fuente de San Sabas aún mana agua, su palmera todavía produce dátiles, los monjes llaman “pájaros de San Sabas” a las urracas que abundan en el sitio y les dan de comer.

 

La biografía de San Sabas, escrita en griego por Cirilo de Escitópolis, es uno de los más famosos y fidedignos documentos hagiográficos de los primeros tiempos. El texto íntegro se encuentra en Cotelerius, Ecclesiae Graecae Monumento, vol. ni, pp. 220-376, y en la edición que hizo E. Schwartz de Kyrillos von Skytopolis (1939). Existe otra biografía, cuya adaptación se atribuye a Metafrasto; fue publicada por Kleopas Koikylides como apéndice a los dos primeros volúmenes de la revista griega, Nea Sion (1906). La biografía de San Sabas fue traducida al árabe relativamente pronto. Acerca de la cronología, cf. Loofs, en Texte und Untersuchungen ,vol. III (que trata de Leoncio de Bizancio), pp. 274-297. Sobre las obras literarias y litúrgicas que se atribuyen a San Sabas, cf. A. Erhard, en Kirchenlexikon, vol. X (1897), ce. 1434-1437, y otro artículo más completo del mismo autor, en Rómische Quartalschrift, vol. VII (1893), pp. 31-79. J. Phokylides publicó en griego un estudio exhaustivo y satisfactorio sobre San Sabas y su monasterio (Alejandría 1927). Cirilo de Escitópolis era todavía un niño cuando conoció a San Sabas y quedó muy impresionado; según parece, ingresó en el monasterio de San Eutimio el año 544 y pasó al de Mar Saba, poco antes de su muerte, ocurrida en 558.

 

 

Santa Crispina, Mártir (304 d.C.)

(5 de diciembre)

San Agustín menciona frecuentemente a Crispina, que era en su tiempo una de las mujeres más conocidas del África. Por el santo, sabemos que se trataba de una dama de alta alcurnia, originaria de Tagara de Numidia, casada y con varios hijos, que no cedía en virtud, firmeza y constancia a las famosas mártires Santa Inés y Santa Tecla. Durante la persecución de Diocleciano Crispina compareció ante el procónsul Anulino en Teveste, acusada de haber ignorado las órdenes del emperador. Su juez le preguntó:

 

—¿Entiendes lo que significa el decreto?

—Ni siquiera lo conozco, repuso Crispina.

Anulino—El decreto manda que sacrifiquéis a todos nuestros dioses por el bien de los emperadores, de acuerdo con las leyes promulgadas por nuestros señores Diocleciano y Maximiano, los piadosos augustos, y por Constancio, el más ilustre de los cesares.

Crispina—Jamás ofreceré sacrificios a otro que no sea el Dios único y a nuestro Señor Jesucristo, su Hijo, que nació y sufrió por nosotros.

Anulino—Abjura de esa superstición y dobla la cabeza ante nuestros sagrados dioses.

Crispina—Yo adoro a mi Dios, todos los días y no conozco otros dioses.

Anulino—Eres contumaz e irrespetuosa y vas a hacer que se descargue sobre ti la severidad de la ley.

Crispina—Si es necesario, estoy dispuesta a sufrir por mi fe.

Anulino—¿Eres tan vanidosa como para no renunciar a tu locura y adorar a nuestras sagradas divinidades?

Crispina—Yo adoro a mi Dios todos los días y no conozco otros dioses.

Anulino—Te he dado a conocer el edicto para que lo obedezcas.

Crispina—El edicto que yo observo es el de mi Señor Jesucristo.

Anulino—Si no obedeces la orden de nuestros emperadores, perderás la cabeza. Toda África se ha sometido, y tú tendrás que hacerlo también.

Crispina—Yo sacrificaré al Señor que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. Pero jamás conseguirás que ofrezca sacrificios a los espíritus malignos.

Anulino—¿De suerte que no estás dispuesta a aceptar a los dioses a los que tienes que ofrecer sacrificios, ni siquiera para salvar tu vida?

Crispina—Una religión que se impone por la fuerza no es verdadera.

Anulino—¿Doblarás finalmente la cerviz y quemarás un poco de incienso en los templos sagrados?

Crispina—No lo he hecho nunca desde que nací y no lo haré mientras viva.

Anulino—Deberías hacerlo, cuando menos para escapar al castigo.

Crispina—No temo tus amenazas, pero en cambio temo al Dios del cielo. $ le desobedezco, cometeré un sacrilegio y El me arrojará lejos de Sí, y n° resucitaré en el día de Su venida.

Anulino—No puede ser un sacrilegio obedecer a la ley.

Crispina—Sí lo es. ¿Acaso te parece mejor un sacrilegio contra Dios que una desobediencia a los emperadores? ¡Te equivocas! Dios es grande y todopoderoso. El hizo el mar y las plantas y la tierra firme. ¿Cómo puedo tener en cuenta a los hombres, que son obra de Sus manos, si los comparo con El?

Anulino—Profesa la religión romana de nuestros señores, los invencibles emperadores, como lo hacemos nosotros.

Crispina—Yo sólo reconozco a un Dios. Vuestros dioses son ídolos de piedra, estatuas esculpidas por manos de hombres.

Anulino—¡Blasfemas! Así no escaparás con vida.

Anulino mandó que cortasen el cabello a Crispina y le rasurasen la cabeza. Así la expuso a las mofas del pueblo. Como la mártir permaneciese inconmovible, Anulino le preguntó:

—¿Deseas vivir, o prefieres morir en el tormento, como tus compañeras Máxima, Donadla y Segunda?”

Crispina—Si lo que yo quisiera fuese perder mi alma y condenarme al fuego eterno, adoraría a tus demonios como tú me lo pides.

Anulino—Si sigues burlándote de nuestros venerables dioses, te mandaré decapitar.

Crispina—¡Loado sea Dios! Si adorara a tus dioses, me perdería.

Anulino—Así pues, ¿persistes en tu locura?

Crispina—Mi Dios —el que era y el que es— quiso que yo naciera. El me condujo a la salvación a través de las aguas del bautismo y ahora me sostiene para que no cometa yo el sacrilegio al que tú me incitas.

Anulino—¿Podemos seguir soportando a esta impía Crispina?

El procónsul mandó que se leyesen en voz alta las actas de la sesión y, en seguida, condenó a Crispina a morir por la espada. Ella exclamó al oír la sentencia:

— ¡Bendito sea Dios, que me ha mirado con misericordia y me ha salvado de tus manos!

La ejecución tuvo lugar en Teveste el 5 de diciembre de 304.

 

La pasión de esta mártir puede verse en las Acta Sincera de Ruinart; pero es mejor el texto de P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, vol. IX (1902), pp. 23-31. Este documento se distingue entre los demás del mismo tipo, que generalmente están escritos en estilo declamatorio y llenos de milagros extravagantes. Sin embargo, como lo hizo notar Delehaye, no es posible considerarlo íntegramente como el texto de las actas oficiales del juicio: Les passions des martyrs ... (1921), pp. 110-114. Cf. P. Monceaux, en Mélanges Boissier (1903), pp. 383-389. El “Calendario de Cartago” y el Hieronymianiim hacen pensar que Crispina formaba probablemente parte de otro grupo de mártires. En Teveste (Tebesa) hubo una gran basílica, en la que probablemente estaban las reliquias de la santa; cf. Gsell Les monuments antigües de FAlgérie, vol. II, pp. 265-291.

 

 

San Nicecio, Obispo de Tréveris (C. 566 d.C.)

(5 de diciembre)

Varios hombres muy destacados de la época de Nicecio de Tréveris, como San Gregorio de Tours y San Venancio Fortunato, dan testimonio de los méritos de este santo, que fue el último obispo galo-romano de Tréveris, en los primeros tiempos del triunfo de los francos en la Galia. Nicecio nació en Auvernia. Como el cabello del niño formaba una especie de tonsura, las gentes “o interpretaron como un signo de que abrazaría el estado eclesiástico. En efecto, Nicecio se hizo monje y llegó a ser abad de su monasterio, que probablemente estaba en Limoges. En ese cargo atrajo sobre sí las miradas de Teo-dorico I. Cuando murió San Aprúnculo, obispo de Tréveris, el clero y el pueblo enviaron una embajada al rey para pedirle que nombrase obispo a San Galo de Clermont. Teodorico se negó a ello y nombró a Nicecio. Los oficiales del monarca acompañaron al obispo electo a Tréveris, y éste mostró desde aquel momento qué clase de prelado iba a ser. En efecto, cuando la comitiva acampó para pasar la noche, los soldados de la escolta soltaron a sus caballos en los campos de los vecinos. Nicecio les ordenó que los trajesen de nuevo al campamento, pero los oficiales se rieron de él. Entonces, Nicecio amenazó con excomulgar a los opresores de los pobres y partió él mismo en busca de los caballos. El santo había predicado con frecuencia a sus monjes sobre el texto que dice que “el hombre puede caer de tres modos: por el pensamiento, por la palabra y por la obra”, y reprendió sin temor a Teodorico y a su hijo Teodeberto por los excesos que cometían. Tal vez esos dos monarcas aprovecharon los consejos de San Nicecio. En todo caso, Clotario I se mostró menos condescendiente, ya que, cuando el santo le excomulgó por sus crímenes, él le desterró. El destierro fue de corta duración, pues Clotario murió al poco tiempo, y su hijo Sigeberto, que le sucedió en el gobierno de esa porción de sus dominios, restituyó a Nicecio su diócesis.

El santo obispo asistió a varios importantes sínodos en Clermont y otras ciudades y restableció infatigablemente la disciplina en una diócesis en la que los desórdenes civiles habían causado grandes estragos. El santo llevó a su diócesis obreros italianos para reconstruir su catedral y fortificar la ciudad por el lado del Mosela. También fundó una escuela para el clero; pero su ejemplo era la mejor escuela, tanto para los clérigos como para los laicos. Aunque San Nicecio gozaba del favor del rey Sigeberto, su celo no dejó de acarrearle persecuciones, pues no había miedo ni respeto humano que le impidiese defender la causa de Dios. En particular se creó enemigos tratando de desarraigar la costumbre de los matrimonios incestuosos, porque excomulgaba a los culpables. Se conservan algunas cartas del santo. Una de ellas, escrita alrededor del año 561, está dirigida a Clodesinda, hija de Clotario I, casada con el arriano Alboíno, rey de Lombardía. San Nicecio le aconseja que trate de convertir a su marido a la fe ortodoxa, haciéndole notar los milagros obrados en la Iglesia católica por las reliquias de algunos santos a quienes los arríanos veneraban también. Y prosigue: “Haced que el rey envíe mensajeros a la iglesia de San Martín. Si se atreven a entrar en ella, se darán cuenta de que los ciegos recobran la vista, los sordos el oído y los mudos la palabra; los leprosos y enfermos salen curados, como nosotros mismos lo hemos visto... ¿Y qué diré de las reliquias de los santos obispos Germán, Hilario y Lupo, cuyos milagros son innumerables? Aun los endemoniados confiesan el poder de esas reliquias. ¿Sucede acaso lo mismo en las iglesias de los arríanos? Ciertamente no. Un demonio nunca exorciza a otro.” Una segunda carta está dirigida al emperador Justiniano, a quien su esposa había arrastrado a una especie de semimonofisismo. Nicecio le dice que en Italia, África, España y Galia se ha lamentado su caída, y que se condenará si no abjura de sus errores. San Nicecio murió hacia el año 566, tal vez el 19 de octubre, fecha en que se celebra su fiesta en Tréveris. El Martirologio Romano lo conmemora en este día.

 

Casi todo lo que sabemos sobre San Nicecio proviene de las Vitae Patrum de Ore de Tours. Lo que se conserva de la correspondencia del santo puede verse en I., Epistolae, vol. ni, pp. 116, etc. Véase también a Duchesne en Fastes Episcopaux, vol. ni, PP- 37-38.

 

 

San Nicolás de Barí, Obispo de Mira (Siglo IV).

(6 de diciembre)

La Gran veneración que se ha profesado al santo durante tantas generaciones y el número de iglesias y altares que se le han dedicado en todas partes, son el mejor testimonio de su santidad y de la gloria de que goza con Dios. Según se dice, nació en Patara de Licia, una antigua provincia del Asia Menor. La capital, Mira, próxima al mar, era una sede episcopal. Cuando quedó vacante, Nicolás fue elegido obispo y ahí se hizo famoso por su extraordinaria piedad, su celo y sus sorprendentes y numerosos milagros. Los relatos griegos sobre su vida afirman que estuvo encarcelado por la fe y la confeso gloriosamente, al fin de la persecución de Diocleciano. San Nicolás asistió al Concilio de Nicea, donde se condenó al arrianismo. El silencio que guardan algunos autores sobre estos datos los hacen sospechosos. El santo murió en Mira y fue sepultado en su catedral.

Este conciso resumen de Alban Butler nos dice cuanto se sabe sobre la vida ¿e San Nicolás y un poco más. En realidad, lo único que aparece seguro es que fue obispo de Mira en el siglo IV. Sin embargo, no escasean los materiales biográficos, como la biografía que se atribuye a San Metodio, patriarca de Constantinopla, quien murió el año 847. Pero el biógrafo afirma que, “hasta el presente, la vida de este distinguido pastor ha sido desconocida para la mayoría de los fieles” y, en consecuencia, trata de llenar esa laguna, casi cinco siglos después de la muerte del santo. Dicha biografía es la más fidedigna de las fuentes “biográficas”, sobre las que se ha escrito mucho, desde el punto de vista crítico y desde el expositivo. La fama de que ha disfrutado San Nicolás durante tantos siglos, exige que hablemos sobre estas leyendas.

Se dice que desde la más tierna infancia Nicolás sólo comía los miércoles y los viernes por la tarde, según los cánones. “Sus padres le educaron extraordinariamente bien, y el niño siguió el ejemplo que ellos le daban. La Iglesia le cuidó con la solicitud con que la tórtola cuida a sus polluelos, de suerte que conservó intacta la inocencia de su corazón.” A los cinco años de edad, empezó a estudiar las ciencias sagradas: “día tras día, la doctrina de la Iglesia iluminó su inteligencia y despertó su ansia de conocer la verdadera religión.” Sus padres murieron cuando él era todavía joven y le dejaron una herencia considerable. Nicolás decidió consagrarla a obras de caridad. Pronto se le presentó la oportunidad. Un habitante de Patara había perdido toda su fortuna y tenía que mantener a sus tres hijas, pues éstas no podían casarse sin dote. El pobre hombre pensaba ya en dedicar a sus hijas a la prostitución para poder comer. Cuando Nicolás se enteró de ello, tomó una bolsa con monedas de oro y, al amparo de la oscuridad de la noche, la arrojó por la ventana en la casa de aquel hombre. Con ese dinero, se casó la hija mayor. Sari Nicolás hizo lo mismo por las otras dos. El padre de las jóvenes se puso al acecho en la ventana, descubrió a su bienhechor y le agradeció expresivamente su caridad. Según parece, con el tiempo, los artistas confundieron las tres bolsas de oro con tres cabezas de niño; de ahí nació la absurda leyenda de que el santo había resucitado a tres niños a los que un posadero había asesinado y sepultado en un montón de sal.

San Nicolás llegó a la ciudad de Mira precisamente cuando el clero y el pueblo celebraban una reunión para elegir obispo. Dios hizo comprender a los electores que San Nicolás era el hombre indicado para el cargo. Era por entonces el principio del siglo IV, cuando se desencadenaron las persecuciones. Como Nicolás era el principal sacerdote de los cristianos en esa ciudad y predicaba con toda libertad las verdades de la fe, fue arrestado por los magistrados, quienes le mandaron torturar y le arrojaron cargado de cadenas en la pnsiórí; con otros muchos cristianos. Pero cuando el grande y religioso Constantino, elegido por Dios, fue coronado con la diadema imperial de los romanos, los prisioneros fueron puestos en libertad. También el ilustre Nicolás recobró la libertad y pudo regresar a Mira. San Metodio afirma que, “gracias a las enseñanzas de Nicolás, la metrópolis de Mira fue la única que no se contaminó con la herejía arriana y la rechazó firmemente, como si fuese un veneno mortal.” Pero dicho autor no dice que el santo haya asistido al Concilio de Nicea el año 325. Según otras tradiciones, San Nicolás no sólo asistió al Concilio, sino que dio a Arrio una bofetada en pleno rostro. En vista de ello, los Padres conciliares le privaron de sus insignias episcopales y le encarcelaron. Pero el Señor y su Santísima Madre se le aparecieron ahí, le pusieron en libertad y le restituyeron a su sede. San Nicolás tomó también medidas muy severas contra el paganismo y lo combatió incansablemente. Destruyó, entre otros, el templo de Artemisa, que era el principal de la provincia, y los malos espíritus salieron huyendo ante él. El santo protegió también a su pueblo en lo temporal. El gobernador Eustacio había sido sobornado para que condenase a muerte a tres inocentes. En el momento de la ejecución, Nicolás se presentó, detuvo al verdugo y puso en libertad a los prisioneros. En seguida, se volvió a Eustacio y le reprendió, hasta que éste reconoció su crimen y se arrepintió. En esa ocasión estuvieron presentes tres oficiales del imperio que iban de camino a Frigia. Cuando dichos oficiales volvieron a Constantinopla, el prefecto Ablavio, que les tenía envidia, los mandó encarcelar por falsos cargos y consiguió que el emperador Constantino los condenase a muerte. Al saberlo, los tres oficiales, recordando el amor de la justicia de que había dado muestras el poderoso obispo de Mira, pidieron a Dios que los salvase de la muerte por sus méritos e intercesión. Esa misma noche, San Nicolás se apareció en sueños a Constantino y le ordenó que pusiese en libertad a los tres inocentes. También se apareció a Ablavio. A la mañana siguiente el emperador y el prefecto tuvieron una conferencia, mandaron llamar a los tres oficiales, y los interrogaron. Cuando Constantino supo que habían invocado a San Nicolás, los puso en libertad y les envió al santo obispo con una carta en la que le rogaba que no volviese a amenazarle y que orase por la paz del mundo. Durante mucho tiempo, ése fue el milagro más famoso de San Nicolás, y prácticamente lo único que se sabía sobre él en la época de San Metodio.

Todos los relatos afirman unánimemente que San Nicolás murió y fue sepultado en Mira. En la época de Justiniano, se construyó en Constantinopla una basílica en honor del santo. Un autor griego anónimo del siglo X dice “que el oriente y el occidente le aclaman unánimemente. Su nombre se venera y se construyen iglesias en su honor en dondequiera que hay seres humanos: en la ciudad y en el campo, en los pueblos, en las islas y en los extremos de la tierra. En todas partes hay imágenes suyas, se predican panegíricos en su honor y se celebran fiestas. Todos los cristianos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, niños y niñas, respetan su memoria e imploran su protección. Y el santo derrama beneficios sin límite a través de las generaciones, entre los escitas, los indios, los bárbaros, los africanos y los italianos.” Cuando Mira y su santuario cayeron en manos de los sarracenos, varias ciudades italianas se disputaron el honor de rescatar las reliquias del santo. La rivalidad se manifestó particularmente entre Venecia y Bari y, finalmente, ganó esta última. Las reliquias, robadas bajo las narices de los guardias griegos y mahometanos, llegaron a Bari el 9 de mayo de 1807. En su honor se construyó una iglesia, y el Papa Urbano II asistió a la consagración. La devoción de San Nicolás existía en el occidente desde mucho antes de la translación de sus reliquias, pero este acontecimiento contribuyó naturalmente a popularizar la devoción, y en Europa comenzó a hablarse de los milagros del santo tanto en Asia. En Mira, se decía que el venerable cuerpo del obispo, embalsamado en el aceite de la virtud, sudaba una suave mirra que le preservaba de la corrupción y curaba a los enfermos, para gloria de aquél que había glorificado a Jesucristo, nuestro verdadero Dios.” El fenómeno no se interrumpió con la translación de los restos; según se dice, el “maná de San Nicolás” sigue brotando en nuestros días, y ello constituye uno de los atractivos principales para los peregrinos que acuden de toda Europa.

La imagen de San Nicolás aparece más frecuentemente que ninguna otra en los sellos bizantinos. Al fin de la Edad Media, había en Inglaterra más de 400 iglesias dedicadas al santo. Se dice que, después de la Santísima Virgen, San Nicolás es el santo al que los artistas cristianos han representado con más frecuencia. En el oriente se le venera entre otras cosas, como patrono de los marineros; en el occidente, como patrono de los niños. Probablemente, el primero de esos patrocinios se originó en la leyenda que afirma que San Nicolás se apareció durante su vida a unos marineros que le habían invocado en una tempestad, frente a las costas de Licia y los llevó sanos y salvos al puerto. Los navegantes del mar Egeo y los del Jónico, siguiendo la costumbre de oriente, tienen una “estrella de San Nicolás” y se desean buen viaje con estas palabras: “Que San Nicolás lleve el timón.” De la leyenda de los tres niños se deriva el patrocinio de San Nicolás sobre los niños y muchas otras prácticas, así eclesiásticas como seculares, relacionadas con ese incidente; tales, por ejemplo, el “niño-obispo” y la costumbre de hacer regalos en la época de Navidad, que es tan común en Alemania, Suiza y los Países Bajos. Dicha costumbre fue popularizada en los Estados Unidos por los protestantes holandeses de Nueva Amsterdam, que convirtieron al santo “papista” en un mago nórdico (Santa Claus, Sint Klaes, San Nicolás). En Inglaterra la costumbre no es muy antigua, por lo menos en la forma en que se practica actualmente. La liberación de los tres oficiales imperiales hace que los prisioneros invoquen a San Nicolás. A este propósito se contaban muchos milagros del santo en la Edad Media.

Por curioso que parezca, en Rusia, San Nicolás es todavía más popular que en los países del Mediterráneo oriental y el noroeste de Europa. En efecto, San Andrés Apóstol y San Nicolás son los dos patronos de Rusia, y la Iglesia ortodoxa rusa celebra la fiesta de la traslación de las reliquias. Antes de la Revolución rusa, había tantos peregrinos rusos en Bari, que su gobierno mantenía en dicha ciudad una iglesia, un hospital y un albergue. El santo es también patrono de Grecia, Apulia, Sicilia y Lorena, así como de innumerables diócesis, ciudades e iglesias. La basílica romana de San Nicolás in Carcere fue construida entre el fin del siglo VI y el comienzo del VII El nombre del santo figura en la preparación de la misa bizantina.

 

De 1900 a nuestros días, se han publicado dos estudios muy buenos sobre el santo y su culto. El primero es el de G. Anrich, Hagios Nikolaos ... in der griechischen Kirche (2 vols, 1917). En él se encontrarán todos los textos griegos de algún interés, mucho mejor editados que en Falconius o Migne, con introducción y notas muy co-Piosas. E1 segundo estudio es el de K. Meisen. Nikolauskult und Nikolausbrauch im Abendlande (1931), en el que hay muchas ilustraciones. Véase sobre este último Analecta Bollandiana, vol. I (1932), pp. 178-181, donde se hace notar que uno de los textos Publicados por Meisen está tomado de un manuscrito del siglo IX, lo cual prueba que la   leyenda de San Nicolás era conocida en occidente dos siglos antes de la translación de las reliquias a Bari. Jules Laroche publicó una imponente Vie de S. Nicolás; conviene leerla a la luz de las críticas de Analecta Bollandiana, vol. xii, p. 459. Acerca del folklore griego relacionado con San Nicolás, véase N. G. Politis Laographika sym-mikta (1931); dicha obra está escrita en griego moderno. Sobre otros aspectos de la leyenda, cf. J. Dorn, en Archiv f. Kulturgeschichte, vol. xm (1911), sobre todo p. 243, R- B. Yewdale, Bohemond I, Prince of Antioch, p. 31; Karl Young, The Drama of the Medieval Church (1933), passim. Acerca del emblema de San Nicolás, y su figura en el arte, cf. Künstle, Ikonographie, vol. II; y Drake, Saints and their Emblems, así como la monografía de D. van Adrichem, publicada en italiano y holandés en 192. No faltan en la actualidad quienes defienden ardientemente el “maná de San Nicolás”- así, por ejemplo, P. Scognamilio, La Manna di San Nicola (1925).

 

 

Santos Dionisia, Mayorico y Otros, Mártires (484 D.C.)

(6 de diciembre)

El año 484, el rey arriano Hunerico desterró de sus diócesis a los obispos católicos de África. Durante la violenta persecución que siguió a esa medida, perecieron numerosos cristianos. Dionisia, que era una mujer notable por su belleza, celo y piedad, fue azotada en el foro hasta quedar bañada de sangre. Viendo Dionisia que su joven hijo, Mayórico, temblaba ante ese espectáculo, le dijo: “Hijo mío, no olvides que hemos sido bautizados en el nombre de la Santísima Trinidad. No debemos perder la túnica bautismal, no sea que el Señor nos encuentre sin el vestido de bodas y nos arroje a las tinieblas.” El niño, confortado por esas palabras, sufrió con extraordinaria constancia un martirio brutal. La hermana de Santa Dionisia, Dativa, así como su primo Emiliano. que era médico, y Leoncia, Tercio y Bonifacio, sufrieron también horribles tormentos por la fe. Por ello, el Martirologio Romano dice que merecieron figurar entre los santos confesores de Cristo. Dionisia, Mayórico y Dativa murieron en la hoguera; Emiliano y Tercio fueron desollados vivos.

San Siervo, a quien se conmemora al día siguiente, era originario de Tuburbo. Los perseguidores le torturaron con la mayor violencia, levantándole una y otra vez con cuerdas y dejándole caer desde lo alto. Después, le arrastraron por las calles hasta que la piel y los pedazos de carne le colgaban por todo el cuerpo. Entre los mártires de Cucusa hubo una mujer llamada Victoria, a la que los perseguidores colgaron por las muñecas sobre una hoguera. Su esposo, que no estaba bautizado, le pidió en los términos más conmovedores que por lo menos tuviese piedad de sus hijitos y obedeciese al rey para salvarse. La santa no accedió a sus súplicas y apartó la vista de sus hijitos. Los perseguidores, creyéndola muerta, la dejaron tirada por tierra. Victoria recobró el conocimiento y, más tarde, relató que se le había aparecido una doncella y la había curado pasándole la mano por las heridas.

 

Lo único que sabemos sobre estos mártires es lo que cuenta el obispo de Vita, Víctor, en su Historia persecutionis provinciae africanas; el autor vivió en la época de los sucesos. No existen pruebas de que el culto de estos mártires haya sido muy popular. Los nombres de estos santos no figuran en el Calendario de Cartago ni en el Hieronymianum.

 

 

San Abraham, Obispo de Kratia (C. 558 d.C.)

(7 de diciembre)

Las vidas de los santos están llenas de ejemplos de hombres que se vieron obligados a aceptar cargos que no deseaban. En ciertos casos más frecuentes en el oriente, se cuenta que dichos hombres huyeron más tarde, tratando (generalmente en vano) de consagrarse a la contemplación en el retiro. Tal fue el caso de San Abraham. Nació en Emesa de Siria, el año 474, y ahí mismo torno el hábito monacal. Cuando el joven tenía dieciocho años, unos bandoleros nómadas asaltaron el monasterio, y él huyo con su padre espiritual a Constantinopla. Ahí se refugiaron en un monasterio. Abraham fue nombrado procurador y su padre espiritual, abad. A los veintiséis años de edad, el santo, que se distinguía por su virtud y cualidades administrativas, fue nombrado abad ¿el monasterio de Kratia, en Bitinia (Flaviópolis, actualmente Geredeh). Al cabo de diez años, San Abraham huyó a Palestina; pero pronto se supo dónde estaba, y su obispo le obligó a volver a su cargo. Algún tiempo después, el santo fue elegido obispo de Kratia y desempeñó ese cargo trece años, al cabo de los cuales, huyó nuevamente a Palestina y se refugió en un monasterio de Torre de Eudokia. Ahí llevó una vida de gran mortificación y oración por más de veinte años y murió hacia el 558, sin haber vuelto a su diócesis. San Abraham fue el más famoso de los obispos de Kratia, desde los comienzos de esa sede en el siglo III hasta su desaparición en el XII.

 

El original griego de la Vida de San Abraham escrita por su contemporáneo Cirilo de Escitópolis fue publicado por H. Grégoire en Revue de Finstruction publique en Belgique, vol. XLIX (1906), pp. 281-296; por K. Koikylides en Nea Sion, vol. IV (1906), julio, suplemento, pp. 1-7; y por E. Schwartz en Kyrillos van Skytopolis (1939). Las tres ediciones se basan en un manuscrito del monasterio del Monte Sinaí, en el que desgraciadamente falta un fragmento del fin; pero una versión árabe conserva el texto íntegro. Acerca de las dos primeras ediciones, véase P. Peeters, en Analecta Bollandiana, vol. XXVI (1907), pp. 122-125; dicho autor publicó en la misma revista (vol. XXIV, 1905, pp. 349-356, una traducción latina del texto árabe. La revista árabe Al Mashriq, en la que fue publicado el texto original, ofrece un curioso ejemplo de la estricta censura que aplicaban entonces las autoridades musulmanas en Siria; en efecto, varias frases del texto fueron suprimidas porque empleaban títulos reservados al sultán. Sobre la topografía, etc., de la Vida de San Abraham, cf. S. Vailhé, en Echos d’Orient, vol. VIII (1905), pp. 290-294.

 

 

San Ambrosio, Obispo de Milán, Doctor de la Iglesia  (397 D.C.)

(7 de diciembre)

EL valor y la constancia para resistir el mal forman parte de las virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido, San Ambrosio fue uno de los más grandes pastores de la Iglesia de Dios desde la época de los Apóstoles. Por otra parte, su ciencia hace de él uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia de occidente. El santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su padre, que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia. El prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió con la familia a Roma. La madre de San Ambrosio dio a sus hijos una educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho a su madre y a su hermana Santa Marcelina. El joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y orador y se dedicó a la abogacía. En el ejercicio de su carrera llamó la atención de Anicio Probo y de Símaco. Este último, que era prefecto de Roma, se mantenía en el paganismo. El otro era prefecto pretorial de Italia. Ambrosio defendió ante este último varias causas con tanto éxito, que Probo le nombró asesor suyo. Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado gobernador de la Liguria y de la Emilia, con residencia en Milán. Cuando Ambrosio se separó de su protector Probo, éste le recomendó: “Gobierna más bien como obispo que como juez.” El oficio que se había confiado a Ambrosio era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor importancia y responsabilidad en el Imperio de occidente. Ambrosio, que no había cumplido aún los cuarenta años, supo ejercer su oficio con extraordinario acierto, como se verá por lo que sigue.

Auxencio, un arriano que había gobernado la diócesis de Milán durante casi veinte años, murió el año 374. La ciudad se dividió en dos partidos, ya que unos querían a un obispo católico y otros a un arriano. Para evitar en cuanto fuese posible que la división degenerase en pleito, San Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse a cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto. Mientras el santo hablaba, alguien gritó: “¡Ambrosio obispo!” Todos los presentes repitieron unánimemente ese grito, y católicos y arríanos eligieron al santo para el cargo. Ambrosio quedó desconcertado tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no estaba todavía bautizado. Pero los obispos presentes ratificaron su nombramiento por aclamaciófa. Ambrosio alegó irónicamente que “la emoción había pesado más que el derecho canónico y trató de huir de Milán. El emperador recibió un informe sobre lo sucedido. Por su parte, Ambrosio también le escribió, rogándole que le permitiese renunciar. Valentiniano respondió que se sentía muy complacido por haber sabido elegir a un gobernador que era digno de ser obispo, y mandó al vicario de la provincia que tomase las medidas necesarias para consagrar a Ambrosio. Este trató de escapar una vez más y se escondió en casa del senador Leoncio. Pero, cuando Leoncio se enteró de la decisión del emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más remedio que aceptar. Así pues, recibió el baustimo y, una semana más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la consagración episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.

Consciente de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y posesiones; lo único que conservó fue. una renta para su hermana Santa Marcelina. Por “otra parte, confió a su hermano San Sátiro la administración temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al ministerio espiritual. Poco después de su ordenación, escribió a Valentiniano quejándose con amargura de los abusos de ciertos magistrados imperiales. El emperador le respondió: “Desde hace tiempo estoy acostumbrado a tu libertad de palabra y no por ello dejé de aceptar tu elección. No dejes de seguir aplicando a nuestras faltas los remedios que la ley divina prescribe.” San Basilio escribió a Ambrosio para felicitarle, o más bien dicho para felicitar a la Iglesia por su elección y para exhortarle a combatir vigorosamente a los arríanos. San Ambrosio, que se creía muy ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos, particularmente de Orígenes y San Basilio. En sus estudios le dirigió San Simpliciano, un sabio sacerdote romano, a quien amaba como amigo, honraba como padre y reverenciaba como maestro. San Ambrosio combatió con tanto éxito el arrianismo que, diez años más tarde, no había en Milán un solo ciudadano contaminado por la herejía, fuera de algunos godos que pertenecían a la corte imperial. El santo vivía con gran sencillez y trabajaba infatigablemente. Sólo cenaba los domingos, los días de la fiesta de algunos mártires famosos y los sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca en sábado; pero cuando Ambrosio estaba en Roma, ayunaba también los sábados. El santo no asistía jamás a los banquetes y recibía en su casa con suma frugalidad. Todos los días celebraba la misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y le amaban y admiraban enormemente. J santo tenía por norma no meterse nunca a arreglar matrimonios, no aconsejar a nadie que ingresase en el ejército, y no recomendar a nadie para los puestos de la corte. Los visitantes invadían la casa del obispo, que estaba siempre chupadísimo, hasta el grado de que San Agustín fue a verle varias veces y entró y salió de la habitación de San Ambrosio, sin que éste advirtiese su presencia. En sus sermones, San Ambrosio alababa con frecuencia el estado y la virtud de la virginidad por amor de Dios, y dirigía personalmente a muchas vírgenes consagradas. A petición de Santa Marcelina, el santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue el origen de uno de sus tratados más famosos Las madres impedían que sus hijas fuesen a oír predicar a San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el Imperio. El santo respondía: “Quisiera que se me citase el caso de un hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa”, y sostenía que en los sitios en que se tiene en alta estima la virginidad la población es mayor. Según él, la guerra y no la virginidad era el gran enemigo de la raza humana.

Como los godos hubiesen invadido ciertos territorios romanos del oriente el emperador Graciano decidió acudir con su ejército en socorro de su tío Valente. Sin embargo, para preservarse del arrianismo, del que Valente era gran protector, Graciano pidió a San Ambrosio que le instruyese sobre dicha herejía. Con ese objeto, el santo escribió el año 377 una obra titulada “A Graciano acerca de la Fe” y, más tarde, la amplió. Los godos habían causado estragos desde Tracia a la Iliria. San Ambrosio, no contento con reunir todo el dinero posible para rescatar a los prisioneros, mandó fundir los vasos sagrados. Los arríanos consideraron esa medida como un sacrilegio y se la echaron en cara. El santo respondió que le parecía más útil salvar vidas humanas que conservar el oro: “Si la Iglesia tiene oro, no es para guardarlo, sino para emplearlo en favor de los necesitados.” Después del asesinato de Graciano en 383, la emperatriz Justina rogó a San Ambrosio que negociase con el usurpador Máximo para evitar que éste atacase a su hijo, Valentiniano II. San Ambrosio fue a entrevistarse con Máximo en Tréveris y consiguió convencerle de que se contentase con la Galia, España y las Islas Británicas. Según se dice, fue ésa la primera vez que un ministro del Evangelio intervino en los asuntos de la alta política. El objeto de tal intervención fue precisamente defender el derecho y el orden contra un usurpador armado.

Por entonces, ciertos senadores trataron de restablecer en Roma el culto a la diosa Victoria. El grupo estaba encabezado por Quinto Aurelio Sírnaco, hijo y sucesor del prefecto romano que había protegido a San Ambrosio en su juventud y había sido un admirable erudito, hombre de Estado y orador. Quinto Aurelio Símaco pidió a Valentiniano que reconstruyese el altar de la Victoria en el senado, pues a dicha diosa atribuía los triunfos y la prosperidad de la antigua Roma. Quinto Aurelio Símaco redactó muy hábilmente su petición, apelando a la emoción y empleando argumentos que se oyen todavía en labios de los no católicos: “¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio.” La petición era un ataque velado contra San Ambrosio. Cuando el santo se enteró por conducto privado de la existencia del documento, escribió al emperador pidiéndole que le enviase una copia y reprendiéndolo por no haberle consultado inmediatamente en ese asunto que atañía a la religión. Poco después, escribió una respuesta que sobrepasaba en elocuencia a la petición de Símaco y la demolía punto por punto. Tras ridiculizar la idea de que los éxitos conseguidos por el valor de los soldados se vaticinaban en las entrañas de las bestias sacrificadas, el santo, elevándose a las cumbres de la más alta retórica, hablaba por boca de Roma, diciendo que la ciudad se lamentaba de sus errores pasados y que no se avergonzaba de cambiar, puesto que el mundo había cambiado también. En seguida, Ambrosio exhortaba a Símaco y sus compañeros a interpretar los misterios de la naturaleza a través del Dios que los había creado y a pedir a Dios que concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los emperadores que les concediesen adorar en paz a sus dioses. La respuesta del santo terminaba con una parábola sobre el progreso y el desarrollo del mundo. “Por medio de la justicia, la verdad se cierne sobre las ruinas de las opiniones que antiguamente gobernaban el mundo.” Tanto el escrito de Símaco como el de San Ambrosio fueron leídos ante el emperador y su consejo. No hubo discusión de ninguna especie. Valentiniano dijo a los presentes. “Mi padre no destruyó los altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré su ejemplo y no modificaré el estado de cosas.”

La emperatriz Justina no se atrevió a apoyar abiertamente a los arríanos mientras vivieron su esposo y Graciano; pero, en cuanto la paz que San Ambrosio negoció entre Máximo y el hijo de Justina le dieron oportunidad de oponerse al obispo, se olvidó de todo lo que le debía. Al acercarse la Pascua del año 385, Justina indujo a Valentiniano a reclamar la basílica Porcia (actualmente llamada de San Víctor), situada en las afueras de Milán, para cederla a los arríanos, entre los que se contaban ella y muchos personajes de la corte. San Ambrosio respondió que jamás entregaría un templo de Dios. Entonces, Valentiniano envió a unos mensajeros a pedir la nueva basílica de los Apóstoles. Pero el santo obispo no cedió. El emperador mandó a sus cortesanos a apoderarse de la basílica. Los milaneses, enfurecidos al ver eso, tomaron prisionero a un sacerdote arriano. Al enterarse de lo sucedido, San Ambrosio pidió a Dios que no permitiese que la sangre corriese y envió a varios sacerdotes y diáconos a rescatar al prisionero. Aunque el santo tenía de su parte a la multitud y aun al ejército, se guardó de hacer o decir nada que pudiese desatar la violencia y poner en peligro al emperador y a su madre. Cierto que se negó a entregar las iglesias, pero se abstuvo de oficiar en ellas para no encender los ánimos. Sus adversarios, que le llamaban “el Tirano”, hicieron lo posible por provocarle. San Ambrosio preguntó a sus enemigos: “¿por qué me llamáis tirano? Cuando me enteré de que la iglesia estaba rodeada de soldados, dije que no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a la lucha. Máximo no afirma que tiranizó a Valentiniano, a pesar de que a él le impedí marchar sobre Italia.” En el momento en que el santo explicaba un pasaje del libro de Job al pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los que se había dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer y entraron a orar con los católicos. A los pocos momentos, todo el pueblo se dirigió a la basílica contigua, arrancó las decoraciones que se habían puesto para recibir al emperador, y las dio a los niños para que jugasen con ellas. Sin embargo, San Ambrosio no aprovechó ese triunfo y no entró en la basílica sino hasta el día de Pascua, cuando Valentiniano retiró de ahí a los soldados. El pueblo celebró con gran júbilo esa victoria. San Ambrosio escribió un regalo de los hechos a Santa Marcelina, que estaba entonces en Roma, y añadió que preveía desórdenes todavía mayores: “El eunuco Calígono, que es camarlengo imperial, me dijo: “Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar decapitar.” Yo repuse: ¡Dios lo quiera! Así sufriría yo como corresponde a un obispo, y tú obrarías como las gentes de tu calaña.” “

En enero del año siguiente, Justina convenció a su hijo de que promulgase una ley para autorizar a los arríanos a celebrar reuniones y las prohibiera a los católicos. Dicha ley amenazaba con la pena de muerte a quien tratase de impedir las reuniones de los arríanos. Nadie tenía derecho a oponerse legalmente a que las iglesias fuesen cedidas a los arríanos, sin exponerse al destierro por el hecho mismo. San Ambrosio no hizo caso de la ley y se negó a entregar una sola iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a tocarle. “Yo he dicho ya lo que un obispo tenía que decir. Que el emperador proceda ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a entregar la herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar las iglesias de Jesucristo?” El Domingo de Ramos, el santo predicó sobre su decisión de no entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso de la venganza del emperador, se encerró con su pastor en la basílica. Las tropas imperiales la sitiaron con miras a vencer al pueblo por el hambre; pero ocho días después, el pueblo seguía ahí. Para ocupar a las gentes, San Ambrosio se dedicó a enseñarles himnos y salmos que él mismo había compuesto. Todos cantaban en coros alternados. El emperador envió al tribuno Dalmacio a conferenciar con el santo. Proponía que Ambrosio y el obispo arriano, Auxencio, eligiesen conjuntamente un grupo de jueces para decidir la cuestión. Si San Ambrosio no aceptaba esa proposición, debía retirarse y dejar la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio respondió por escrito al emperador, haciéndole notar que los laicos (pues Valentiniano había propuesto que se eligiesen jueces laicos) no tenían derecho a juzgar a los obispos ni a dictar leyes eclesiásticas. En seguida, el santo subió al pulpito y expuso al pueblo el desarrollo de los acontecimientos en el último año. En una sola frase resumió espléndidamente el fondo de la disputa: “El emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia.” Entre tanto, llegó la noticia de que Máximo, con el pretexto de la persecución de que eran objeto los católicos, así como ciertas cuestiones de fronteras, estaba preparándose para invadir Italia. Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el pánico, rogaron entonces a San Ambrosio que partiese nuevamente a impedir la invasión del usurpador. Olvidando todas las injurias públicas y privadas de que había sido objeto, el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba en Tréveris, se negó a concederle una audiencia privada, a pesar de que Ambrosio era obispo y embajador imperial, y le propuso recibirle en un consistorio público. Cuando Ambrosio fue introducido a la presencia de Máximo y éste se levantó del trono para darle el beso de paz, el santo permaneció inmóvil y se negó a acercarse a recibir el ósculo. En seguida, demostró públicamente a Máximo que la invasión que proyectaba era injustificable y constituía una deslealtad y terminó pidiéndole que enviase a Valentiniano los restos de su hermano Graciano como prenda de paz. Desde su llegada a Tréveris, el santo se había negado a mantener la comunión con los prelados de la corte que habían participado en la ejecución del hereje Prisciliano, y aun con el mismo Máximo. Por ello, se le ordenó al día siguiente que abandonase Tréveris. El santo regresó a Milán, no sin escribir antes a Valentiniano para referirle lo sucedido y aconsejarle que no se dejase engañar por Máximo, pues consideraba a éste como un enemigo velado que prometía la paz pero buscaba la guerra. En efecto, Máximo invadió súbitamente Italia, donde no encontró oposición alguna. Justina y Valentiniano dejaron en Milán a San Ambrosio para que hiciese frente a la tormenta y huyeron a Grecia en busca del amparo del emperador de oriente, Teodosio, en cuyas manos se pusieron. Teodosio declaró la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en Panonia, y devolvió a Valentiniano sus territorios y los que le había arrebatado el usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó desde entonces el imperio.

El emperador de oriente permaneció algún tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano a abandonar el arrianismo y a tratar a San Ambrosio con el respeto que merecía un obispo verdaderamente católico. Sin embargo, no dejaron Je surgir conflictos entre Teodosio y San Ambrosio, como era de esperarse, y hay que reconocer que en el primero de esos conflictos no faltaba razón a Teodosio. En efecto, ciertos cristianos de Kallinikum de Mesopotamia habían demolido la sinagoga de los judíos. Cuando Teodosio se enteró, ordenó que el obispo del lugar, a quien se acusaba de estar complicado en el asunto, se encargase de reconstruir la sinagoga. El obispo apeló a San Ambrosio, quien escribió una carta de protesta a Teodosio; pero, en vez de alegrar que no se conocían con certeza las circunstancias del caso, el santo basó su protesta en la tesis exagerada de que ningún obispo cristiano tenía derecho a pagar la construcción de un templo de una religión falsa. Como Teodosio hiciese caso omiso de esa protesta, San Ambrosio predicó contra él en su presencia, lo que dio lugar a una discusión en la iglesia. El santo no cantó la misa hasta haber arrancado a Teodosio la promesa de que revocaría la orden que había dado.

El año 390, llegó a Milán la noticia de una horrible matanza que había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador, había encarcelado a un auriga que había seducido a una sirvienta de palacio, y jse negó a ponerle en libertad por más que el pueblo quería verlo correr en el circo. La multitud se enfureció tanto ante la negativa, que mató a pedradas a varios oficiales y asesinó a Buterico.” Teodosio ordenó que se tomasen represalias increiblemente crueles. Los soldados rodearon el circo cuando todo el pueblo se hallaba congregado en él, y cargaron contra la multitud. La carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron muerte a 7,000 personas, sin distinción de edad, de sexo, ni de grado de culpabilidad. El mundo entero quedó aterrorizado y volvió los ojos a San Ambrosio, quien reunió a los obispos para consultarles sobre el caso. En seguida, escribió a Teodosio una carta muy digna, en la que le exhortaba a aceptar la penitencia eclesiástica y declaraba que no podía ni estaba dispuesto a recibir su ofrenda y celebrar ante él los divinos misterios hasta que hubiese cumplido esa obligación. “Los sucesos de Tesalónica no tienen precedentes... Sois humano y os habéis dejado vencer por la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico que hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones os habéis mostrado misericordioso y habéis perdonado a los culpables, mandasteis matar a muchos inocentes. El demonio quería sin duda arrancaros la corona de piedad que era vuestro mayor timbre de gloria. Arrojadle lejos de vos ahora que podéis hacerlo... Os escribo esto de mano propia para que lo leáis en particular.”

Desgraciadamente, el efecto que produjo esta carta en un hombre que sin duda estaba devorado por los remordimientos ha sido desvirtuado por una leyenda pintoresca y melodramática, según la cual, como Teodosio se negase a aceptar la penitencia eclesiástica, San Ambrosio salió a la puerta de la iglesia para impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su corte a oír la misa. E1 obispo le reprendió públicamente y se negó a admitirle. El emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales se sometió sin condiciones. El  Van Ortroy, S. J., echó por tierra esa leyenda. Por otra parte, la “religiosa humildad” que San Agustín, bautizado apenas tres años antes por San Ambrosio, atribuye a Teodosio, resume perfectamente cuanto necesitamos saber. Habiendo incurrido en las penas eclesiásticas, hizo penitencia con extraordinario fervor y, los que habían acudido a interceder por él, se estremecían de compasión al ver tanto rebajamiento de la dignidad imperial más de lo que hubiesen temblado ante su cólera si se hubieran sentido culpables de alguna falta en su presencia.” En la oración fúnebre de Teodosio, dijo San Ambrosio simplemente: “Se despojó de todas las insignias de la dignidad regia y lloró públicamente su pecado en la iglesia. El, que era emperador, no se avergonzó de hacer penitencia pública, en tanto que otros muchos menores que él se rehusan a hacerla. El no cesó de llorar su pecado hasta el fin de su vida.” Ese triunfo de la gracia en Teodosio y del deber pastoral en Ambrosio demostró al mundo que la Iglesia no hace distinción de personas y que las leyes morales obligan a todos por igual. El propio Teodosio dio testimonio de la influencia decisiva de San Ambrosio en aquellas circunstancias, al señalarle como el único obispo digno de ese nombre que él había conocido.

Teodoreto menciona otro ejemplo de la humildad y religiosidad de que Teodosio dio muestra. Un día de fiesta, durante la misa en la catedral de Milán, Teodosio se acercó al altar a depositar su ofrenda y permaneció en el presbiterio. San Ambrosio le preguntó si deseaba algo. El emperador dijo que quería asistir a la misa y comulgar. Entonces San Ambrosio mandó al diácono a decirle: “Señor, durante la celebración de la misa nadie puede estar en el presbiterio. Os ruego que os retiréis a donde están los demás. La púrpura os hace príncipe pero no sacerdote.” Teodosio se disculpó y dijo que estaba en la creencia de que en Milán existía la misma costumbre que en Constantinopla, donde el sitial del emperador se hallaba en el presbiterio. En seguida, dio las gracias al obispo por haberle instruido y se retiró al sitio en el que se hallaban los laicos.

El año 393, tuvo lugar la patética muerte del joven Valentiniano, quien fue asesinado en las Galias por Arbogastes cuando se hallaba solo entre sus enemigos. San Ambrosio, que había partido en auxilio suyo, encontró la procesión funeraria antes de cruzar los Alpes. Arbogastes, a quien se había dicho que San Ambrosio era “un hombre que dice al sol: “¡Detente!”, y el sol se detiene”, maniobró para conseguir que el santo obispo le apoyase en sus ambiciones. Pero Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes, manifestó claramente en la oración fúnebre de Valentiniano que sabía a qué atenerse sobre su muerte. Por otra parte, salió de Milán antes de la llegada de Eugenio, el enviado de Arbogastes, de suerte que este último empezó a amenazar con perseguir a los cristianos. Entre tanto, San Ambrosio fue de ciudad en ciudad, exhortando al pueblo a oponerse a los invasores. Después regresó a Milán, donde recibió la carta en que Teodosio le anunciaba que había vencido a Arbogastes en Aquileya. Dicha victoria fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio. Pocos meses después, murió Teodosio en brazos de San Ambrosio. En la oración fúnebre del emperador, el santo habló con gran elocuencia del amor que profesaba al difunto y de la gran responsabilidad que pesaba sobre sus dos hijos, a quienes tocaba gobernar un imperio cuyo lazo de unión era el cristianismo. Los dos hijos de Teodosio eran los débiles Arcadio y Honorio. Es posible que un joven godo, oficial de caballería del ejército imperial, haya estado presente en la iglesia. Su nombre era Alarico.

San Ambrosio sólo sobrevivió dos años a Teodosio el Grande. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre “La bondad de la muerte.” Las obras homiléticas, exegéticas, teológicas, ascéticas y poéticas del santo son númerosísimas. En tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el occidente, San Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la Iglesia con sus escritos. Cuando el santo cayó enfermo, predijo que moriría después ¿e la Pascua, pero prosiguió sus estudios acostumbrados y escribió una explicación al salmo 43. Mientras San Ambrosio dictaba, Paulino, que era su secretario y fue más tarde su biógrafo, vio una llama en forma de escudo posarse sobre su cabeza y descender gradualmente hasta su boca, en tanto que su rostro se ponía blanco como la nieve. A este propósito escribió Paulino: “Estaba yo tan asustado, que permanecí inmóvil, sin poder escribir. Y a partir de ese día, dejó de escribir y de dictarme, de suerte que no terminó la explicación del salmo.” En efecto, el escrito sobre el salmo se interrumpe en el versículo veinticuatro. Después de ordenar al nuevo obispo de Pavía, San Ambrosio tuvo que guardar cama. Cuando el conde Estilicón, tutor de Honorio, se enteró de la noticia, dijo públicamente: “El día en que ese hombre muera, la ruina se cernirá sobre Italia.” Inmediatamente, el conde envió al santo unos mensajeros para pedirle que rogara a Dios que le alargase la vida. El santo repuso: “He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno.” El día de su muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando constantemente. San Honorato de Vercelli, que se hallaba descansando en otra habitación, oyó una voz que le decía tres veces: “¡Levántate pronto, que se muere!” Inmediatamente bajó y dio el viático a San Ambrosio, quien murió a los pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397. El santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua. Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica, a donde fueron transladadas el año 835. Su fiesta se celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, tanto en oriente como en occidente. Su nombre figura en el canon de la misa del rito de Milán.

 

Dos obras muy importantes sobre la vida y escritos de San Ambrosio son la de J. R. Palanque, Saint Ambroise et l’Empire Romain (1934), acerca de la cual véase el juicio del P. Halkin en Analecta Bollandiana, vol. ln (1934), pp. 395-401, y la biografía del canónigo anglicano F. Homes Dudden, The Lije and Times of St Ambrose (1935), 2 vols. Ambos autores estudian la vida del santo desde muchos puntos de vista, con amplio conocimiento de las fuentes y de la bibliografía moderna sobre el tema. Las principales fuentes son los escritos del santo y la biografía de Paulino; pero naturalmente, se encuentran muchos datos dispersos en las obras de San Agustín y otros contemporáneos, lo mismo que en los documentos que el P. Van Ortroy llama “las biografías griegas de San Ambrosio.” El importante estudio de este último autor forma parte de una valiosa colección de ensayos publicados en 1897 con motivo del décimo quinto centenario de la muerte del santo. En dicho ,yolumen, titulado Ambrosiana, escribieron el Dr. Achule Ratti (Pío XI), Marucchi, Savio, Schenkl, Mocquereau, etc. Véase también R. Wirtz, Ambrosias und seine Zeit (1924); M. R. McGuire, en Catholic Historical Revietv, vol. XXII (1936), pp. 304-318; W. Wilbrand, en Historisches Jahrbuch, vol. XII (1921), pp. 1-19; L. T. Lefort, en Le Muséon, vol. XLVIII (1935), pp. 55-73; Fliche et Martin, Histoire de l’Eglise, vol. III (1936), etc. La Vie de S. Ambroise publicada por el duque de Broglie en la colección Les Saints da una buena idea sobre el santo y su época, aunque no está al día en todos los puntos. Más completas son las biografías de Palanque y de Dudden, así como la que se encuentra en la última edición de Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III. F. R. Hoare tradujo la biografía escrita por el diácono Paulino, en The Western Fathers, (1954).

 

 

San Romarico (653 p.C)

(8 de diciembre)

En nuestro artículo sobre San Amado de Remiremont (13 de septiembre), relatamos cómo convirtió a un noble merovingio llamado Romarico, que ingresó en el monasterio de Luxeuil. Ahí mismo dijimos que Romarico se había trasladado más tarde a sus posesiones de Habendum en los Vosgos, junto con San Amado y había fundado ahí el monasterio que se llamó después Remiremont (es decir, Monte de Romarico). El padre de nuestro santo perdió la vida y todas sus posesiones á manos de la reina Brunequilda. Romarico, que era entonces muy joven, se convirtió en un vagabundo. Sin embargo, cuando conoció a San Amado, era ya un personaje distinguido de la corte de Clotario II, con una fortuna considerable y numerosos esclavos a los que posteriormente devolvió la libertad. Según se cuenta, varios de los libertos recibieron la tonsura junto con San Romarico, en Luxueil. El monasterio de Remiremont fue fundado el año 620. El primer abad fue San Amado; pero, pronto, San Romarico le sucedió en el cargo y lo desempeñó durante treinta años, hasta su muerte. Como las comunidades eran muy numerosas, el santo pudo establecer en el monasterio la “laus perennis.” San Amado había aprendido en Agaunum esa costumbre, que consistía en dividir a los monjes en siete coros, de suerte que pudiesen cantar el oficio divino por turno día y noche sin cesar. Uno de los primeros monjes de Remiremont fue un amigo de Romarico, San Arnulfo de Metz, quien murió el año 629 en una ermita de los alrededores. Poco antes de morir, San Romarico se enteró de que Grimoaldo, que era hijo de otro amigo suyo, el Beato Pepino de Landen, tramaba una conspiración para impedir que el joven príncipe Dagoberto ocupase el trono de Austrasia. Aunque era ya muy anciano, el santo abad fue a Metz a reprender a Grimoaldo y a los nobles* que apoyaban su causa. Los conspiradores le escucharon sin pronunciar palabra, le trataron con suma cortesía y le enviaron nuevamente a su monasterio. San Romarico murió tres días después. En 1051, el Papa San León IX, que era un gran bienhechor de Remiremont, permitió que fuesen entronizadas las reliquias del santo. La actual población de Remiremont se halla en el sitio al que se trasladó el monasterio de religiosas a principios del siglo X. Los monjes permanecieron en el monasterio de la colina próxima, hasta la Revolución Francesa.

 

Existen dos biografías del santo. La primera puede verse en Mabillon; pero B. Krusch hizo una edición crítica moderna, en MGH., Scriptores Merov., vol. IV, pp. 221-225; véase también G. Kurth, Dissertations académiques, vol. I (1888).

 

 

San Hiparco y Compañeros, Llamados “Los Siete Mártires de Samosata” (¿297 o 308? d.C.)

(9 de diciembre)

Al volver de la campaña contra los persas, el cesar Galerio (a no ser que haya sido Maximino, cuando gobernaba en Siria) celebró una fiesta en Samosata, junto al Eufrates, y ordenó que todos participasen en los sacrificios que se iban a ofrecer a los dioses. Los magistrados Hiparco y Fileteo se habían convertido al cristianismo poco antes. En la casa de Hiparco había una cruz, ante la cual solían ambos hacer oración. Cinco jóvenes amigos suyos, llamados Santiago, Paragro, Abibo, Romano y Loliano, fueron a visitarlos y los encontraron postrados ante la cruz. Lógicamente les preguntaron por qué hacían oración en casa, cuando el emperador había mandado que todo el pueblo se reuniese en el templo de la diosa Fortuna. Hiparco y Filoteo respondieron que adoraban al Creador del Mundo. Los jóvenes preguntaron: “¿Acaso creéis que esa cruz creó al mundo?” Hiparco replicó: “Adoramos a Aquél que murió en la cruz, pues era Dios e Hijo de Dios. Hace ya tres años que fuimos bautizados por Santiago, sacerdote de la verdadera religión, el cual nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Consideraríamos como un pecado salir de casa durante estos tres días, pues aborrecemos el olor de los sacrificios que invade toda la ciudad.” Después de mucho discutir, los cinco jóvenes declararon que deseaban recibir el bautismo. Hiparco escribió entonces una carta al sacerdote Santiago y la entregó a un mensajero. El sacerdote se presentó inmediatamente en la casa de Hiparco, llevando escondidos bajo su manto los vasos sagrados. Al ver a los siete amigos, los saludó diciendo: “La paz sea con vosotros, servidores de Jesucristo, que fue crucificado por sus criaturas.” Romano y sus compañeros convertidos cayeron de rodillas y dijeron: Apiádate de nosotros e imprímenos el sello de Jesucristo, a quien adoramos.” Una vez que hubieron orado juntos, el sacerdote Santiago les dijo: “La gracia de Jesucristo sea con todos vosotros.” Los jóvenes hicieron una profesión de fe y abjuraron de la idolatría. El sacerdote los bautizó y les dio el Cuerpo y la Sangre de Cristo. En seguida, cubrió con su capa los vasos sagrados y partió apresuradamente a su casa, pues temía que los paganos le viesen en tal compañía, ya que él era un anciano pobremente vestido, en tanto que Hiparco, Filoteo y los cinco jóvenes eran personajes de alcurnia.

Al tercer día de las fiestas, el emperador preguntó si todos los magistrados habían sacrificado en público. Con ese motivo, se enteró de que Hiparco y Filoteo no habían participado en el culto desde hacía tres años. Inmediatamente, el emperador ordenó que se los condujese al templo y se los obligase a ofrecer sacrificios. Los mensajeros imperiales encontraron en la casa de Hiparco a los siete cristianos, pero sólo tomaron presos por entonces a Hiparco y Filoteo. El emperador les preguntó por qué le despreciaban a él y a los dioses. Hiparco replicó que se avergonzaba de oír llamar dioses a unos ídolos de madera y de piedra. El emperador ordenó que se le propinasen cincuenta azotes y prometió a Filoteo que le nombraría pretor si se sometía. Filoteo repuso que consideraría como una ignominia un cargo comprado a ese precio. En seguida, empezó a hablar con gran elocuencia sobre la creación del mundo, pero el emperador le interrumpió, diciéndole que veía que era un hombre muy culto y que esperaba que abandonase sus errores para no verse obligado a torturarle. En seguida, dio orden a los guardias de que le encerrasen en una mazmorra aparte de la de Hiparco, cargado de cadenas. Entretanto, un oficial había ido a arrestar a los otros cinco cristianos que estaban en la casa de Hiparco. Como también ellos se negasen a ofrecer sacrificios, el emperador les hizo notar que eran aún muy jóvenes y les dijo que, si perseveraban en su obstinación, los mandaría azotar y crucificar como a su Maestro. Los jóvenes respondieron que no temían a la tortura. Al punto fueron encadenados y encerrados en diferentes calabozos, y no se les dio de comer ni de beber sino hasta después de las fiestas.

Cuando terminaron las solemnidades en honor de los dioses, se erigió una tribuna en las riberas del Eufrates. El emperador se dirigió allá y mandó traer a los cautivos. Los dos magistrados, cargados de cadenas, abrían la marcha, seguidos por los cinco jóvenes, que tenían las manos atadas. Como se negasen nuevamente a ofrecer sacrificios, se los atormentó en el potro y se les propinaron veinte azotes a cada uno. Después, fueron conducidos otra vez a la prisión. El emperador ordenó que no se permitiese a nadie visitarlos ni prestarles auxilio y que sólo se les diese un poco de pan para que no muriesen de hambre. Al cabo de más de dos meses, los prisioneros comparecieron nuevamente ante el emperador. Por su aspecto parecían más bien cadáveres. Cuando se los incitó a ofrecer sacrificios a los dioses, los mártires rogaron que no tratase de apartarlos del camino de Jesucristo. El emperador replicó, furioso: “Puesto que deseáis la muerte, voy a satisfacer vuestro deseo para que no sigáis insultando a los dioses.” En seguida, ordenó a los guardias que los amordazaran y los crucificaran. Los guardias los trasportaron rápidamente al sitio de la ejecución. Algunos magistrados hicieron notar que Hiparco y Filoteo eran sus colegas en la magistratura y debían dar cuentas sobre el desempeño de su oficio, y que los otros cinco eran patricios y tenían cuando menos derecho a redactar su testamento, por lo tanto, pidieron que se dilatase la ejecución. El emperador accedió y puso a los condenados en manos de los magistrados para que se llevasen a cabo esos trámites. Los magistrados los condujeron a la entrada del circo, les quitaron las mordazas y les dijeron en privado: “Obtuvimos la dilación de la sentencia con el pretexto de arreglar con vosotros ciertos asuntos de interés público, pero en realidad lo que queríamos era hablar con vosotros en privado para pediros que roguéis a Dios por nosotros y nos bendigáis, a nosotros y a la ciudad.” Los mártires los bendijeron y dirigieron la palabra a la multitud que se había reunido. Cuando el emperador lo supo, envió una reprimenda a los magistrados por haber permitido que los condenados hablasen al pueblo. Los magistrados se excusaron diciendo que no lo habían impedido por miedo a la multitud.

El emperador mandó armar siete cruces cerca de las puertas de la ciudad, y ordenó otra vez a Hiparco que se sometiese. El anciano replicó, poniendo la mano sobre su cabeza calva: “Así como mi cabeza no puede, naturalmente, volver a cubrirse de cabellos, así tampoco puedo yo cambiar de parecer y someterme a tu voluntad.” El emperador mandó que colocasen una piel de cabra sobre la cabeza del anciano, y le dijo burlonamente: “Ahora que tienes la cabeza cubierta de pelos, ofrece sacrificios a los dioses, como conviene a tu condición.” En seguida, dio orden de crucificar a los prisioneros. Por la noche algunas mujeres sobornaron a los guardias para que les permitiesen limpiar la sangre del rostro de los mártires. hiparco murió muy pronto. santiago, romano y loliano murieron al día siguiente, apuñalados por los soldados. En cuanto a filoteo, abibo y paragro, se los bajó de la cruz antes de que muriesen y se les perforó la cabeza a lanzazos. El emperador mandó que los cadáveres fuesen arrojados al río. Pero un cristiano llamado Baso los compró a los guardias y los sepultó durante la noche en su casa de campo.

 

 

S. E. Assemani publicó por primera vez la pasión siria, con una traducción latina en Acta sanctorum martyrum orientalium, vol. II, pp. 124-147. También Bedjan publicó el original sirio, en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. IV. Hay una traducción francesa de ese documento en H. Leclercq, Les Martyrs, vol. II, 1903, pp. 391-403. En la Iglesia bizantina se conmemoraba a estos mártires el 29 de enero; en la Iglesia armenia, en octubre. El Dr. G. T. Stokes hace notar que la descripción del bautismo de los cinco jóvenes contiene varios puntos de gran interés litúrgico, y plantea al problema de la fecha del martirio y del nombre del emperador (DCB., vol. III, p. 85).

 

 

Santa Leocadia, Virgen y Mártir (¿304? d.C.)

(9 de diciembre)

El poeta español Prudencio no menciona a Santa Leocadia en sus himnos, que fueron escritos a fines del siglo IV. Pero consta que, a principios del siglo VII, había en Toledo una iglesia dedicada a la santa, de suerte que su culto es muy antiguo. Las actas del martirio son posteriores y poco fidedignas. Según esas actas, Leocadia era una joven toledana de alta alcurnia. Durante la persecución de Diocleciano, el cruel gobernador Daciano mandó torturar a Leocadia y la encarceló. En la prisión se enteró la joven del martirio de Santa Eulalia en Mérida y pidió a Dios que la juzgase digna de morir por Cristo. Dios escuchó su petición y Leocadia murió en la prisión a consecuencia de las torturas que se le habían infligido. Si este relato es auténtico y el martirio tuvo lugar el 10 de diciembre, la fiesta de Santa Leocadia no corresponde al día de su muerte, a no ser que supongamos que haya pasado un año en la cárcel. En nuestro artículo sobre San Ildefonso (23 de enero), referimos una leyenda muy conocida relacionada con Santa Leocadia. Esta mártir es la patrona principal de Toledo, donde hay tres iglesias que llevan su nombre y que según se dice, se hallan en los sitios donde la santa fue sepultada, donde estuvo presa y donde se levantaba su casa.

 

Las actas de Santa Leocadia, que no merecen crédito alguno, pueden verse en Flore/, España Sagrada, vol. VI, pp. 315-317, y en la Fuente, Hist. ecl. de España, vol. I (1873), pp. 335-337. Cf. Analecta Bollandiana, vol. XVII (1898), p. 119. No hay razón para dudar de la autenticidad del martirio. El nombre de la santa figura en el Hieronymianum el 13 de diciembre. Véase el comentario de Delehaye, p. 646, y Origines du cuite des martyrs, p. 369, con las referencias bibliográficas que se encuentran ahí.

 

 

Santa Gorgonia, Matrona (C. 372 d.C.)

(4 de diciembre)

San Gregorio Nazianceno el Viejo y su esposa, Santa Nona, tuvieron tres hijos: Santa Gorgonia, San Gregorio Nazianceno y San Cesario. Gorgonia era la mayor. Se casó y tuvo tres hijos, a los que dio una educación tan esmerada como la que había recibido. Gorgonia se repuso de dos graves enfermedades a base de confianza en Dios. Durante la primera, que sufrió como consecuencia de una seria caída, Gorgonia no permitió que la asistiese ningún médico. De la segunda enfermedad quedó curada al recibir la comunión. El hermano de la santa cuenta que, en cierta ocasión en que se hallaba enferma, Gorgonia fue a la iglesia durante la noche a buscar sobre el altar algunas migajas del Pan de los Angeles, con la esperanza de obtener así la curación. Como se sabe, en aquella época se usaba para los sagrados misterios el pan ordinario y así se hace todavía en muchas iglesias de oriente. Santa Gorgonia fue siempre muy amante de la liturgia y solía contribuir a la construcción de iglesias. Vivía piadosa y sobriamente y era muy generosa con los pobres. Sin embargo, de acuerdo con la costumbre de la época, no recibió el bautismo hasta la edad madura. Al mismo tiempo que ella, se bautizaron su esposo, sus hijos y sus nietos. Su hermano Gregorio pronunció su oración fúnebre, que fue en realidad un panegírico de la bondad de Santa Gorgonia. Dicho panegírico nos dice todo lo que sabemos de la santa.

 

Los escasos datos sobre Santa Gorgonia se encuentran en el panegírico que hizo de ella su hermano. Puede verse en Migne, PG., vol. XXXVv, pp. 789-817. Acerca del incidente de la visita nocturna de Santa Gorgonia a la iglesia, véase H. Thurston, Journal of Theol. Studies, vol. XI (1910), pp. 275-279.

 

 

San Milciades, Papa y Mártir (314 d.C.)

(10 de diciembre)

Sabemos muy poco sobre San Milcíades o Melquíades. La historia le recuerda sobre todo porque en su época terminó la era de las persecuciones y el emperador Constantino dio la paz a la Iglesia. Milcíades era originario de África, según se dice. Fue elegido para ocupar la cátedra pontificia el 2 de julio, probablemente el año 311. Después de la batalla de Puente Milvio, en la que Constantino derrotó a Majencio el 28 de octubre de 312, el victorioso emperador se dirigió a Roma. A principios del año 313, proclamó el edicto de tolerancia del cristianismo (y de todas las otras religiones) en el Imperio. Más tarde, concedió otros privilegios a la Iglesia y suprimió las condiciones de incapacidad legal que pesaban sobre los cristianos. Los cristianos que se hallaban en las prisiones y en las minas, fueron puestos en libertad. Celebraron la victoria de Cristo con himnos de alabanza a Dios y oraban noche y día para que aquella paz, que venía a poner término a diez años de violenta persecución, fuese durable. La alegría de la Iglesia se vio ensombrecida por los primeros brotes del cisma donatista en África. La ocasión fue la elección de Ceciliano como obispo de Cartago, ya que los donatistas pretendían que su consagración era inválida, porque durante la persecución, Ceciliano había entregado los libros sagrados.* A petición de Constantino, el Papa reunió un sínodo de obispos italianos y galos en Roma. Los obispos dictaminaron que la elección y consagración de Ceciliano habían sido válidas. San Agustín refiriéndose a la moderación con que procedió San Milcíades en ese asunto, le califica de hombre excelente, verdadero hijo de la paz y padre de los cristianos. La liturgia venera a este Pontífice como mártir ya que, según dice el Martirologio Romano, sufrió mucho durante la persecución de Maximiano (antes de su elección al pontificado).

San Milcíades comprendió que la paz ofrecía a la Iglesia una gran oportunidad para convertir a los paganos y se regocijó de ese triunfo de la cruz de Cristo. Desgraciadamente, la prosperidad material introdujo en muchos casos en la Iglesia el espíritu mundano. La queja de Isaías hubiera podido repetirse con razón: “Has multiplicado la nación, pero no has aumentado su gozo.” La persecución había mantenido vivo el verdadero espíritu religioso en los primeros tiempos de la Iglesia. En cambio, la prosperidad corrompió muchos corazones, por más que abundaban los ejemplos de la más alta santidad y era fácil encontrar ayuda en todas partes. Los honores- temporales y la seguridad hicieron que el espíritu mundano fuese ganando terreno en muchos otros cristianos, que llegaron a convencerse de que podían servir al mismo tiempo a Dios y a Mamón. Los bienes materiales y la prosperidad son una bendición, pero también constituyen un peligro.

 

* Los donatistas sostenían erróneamente que los sacramentos administrados por un ministro indigno son inválidos y que los pecadores no pueden ser miembros de la Iglesia.

 

En el Líber Pontificalis hay un corto artículo sobre San Milcíades; pero hay en él muy pocos datos fidedignos. En la Hist. Eccles. de Eusebio hay una carta de Constantino a San Milcíades y dos cartas relacionadas con el asunto de Ceciliano; pero la cuestión del cisma donatista pertenece más bien a la historia general. A este propósito recomendamos las páginas de Palanque, en el vol. III de la Histoire de FEglise de Fliche y Martin. San Milcíades murió el 10 de enero: cf. CMH., pp. 34 y 428. Se dice que el santo fue sepultado en el cementerio de Calixto; véase sobre este punto a Leclercq, en DAC., vol. XI, ce. 1199-1203. Sobre el sínodo de Roma, cf. E. Gaspar, en Zeitschrift für Kirchengeschichte, vol. XLVI (1927), pp. 333-346. Acerca de los problemas de la era constantiniana, véase N. H. Baynes, Constandne the Great and the Christian Church (1929).

 

 

Santa Eulalia de Merida, Virgen y Mártir (¿304? d.C.)

(10 de diciembre)

Santa Eulalia es una de las más célebres vírgenes y mártires españolas. Los datos que poseemos sobre ella proceden de un himno que Prudencio escribió a fines del siglo IV, y de las “actas” del martirio, que son muy posteriores. Cuando Eulalia tenía doce años, Diocleciano promulgó los edictos que mandaban a todos ofrecer sacrificios a los dioses del Imperio. Al ver la madre de Eulalia que ésta manifestaba su anhelo de sufrir el martirio, se la llevó consigo al campo. Pero la niña se escapó durante la noche, y llegó a Mérida al amanecer. En cuanto el tribunal abrió la sesión, Eulalia se presentó ante el juez Daciano y le acusó de atentar contra las almas y de obligarlas a abjurar del único Dios verdadero. Daciano intentó al principio ganarse a la niña con promesas, a fin de que retirase sus palabras y se sometiese a los edictos imperiales. Después pasó a las amenazas y le mostró los instrumentos de tortura, diciéndole: “Escaparás de esto si tocas con la punta del dedo un poco de sal y de incienso.” Pero Eulalia pisoteó el pan que estaba preparado para el sacrificio y escupió con enojo a la cara del juez. Inmediatamente, los verdugos empezaron a desgarrarle el cuerpo con garfios de hierro y le aplicaron antorchas encendidas en las heridas. La cabellera de Eulalia se incendió, y la niña pereció quemada y ahogada por el humo. Prudencio cuenta que de la boca de la niña se escapó una especie de paloma que voló hacia el cielo y que los verdugos huyeron, presa del pánico. La nieve cubrió el cadáver y el suelo del foro hasta que los cristianos rescataron las reliquias y les dieron sepultura en las cercanías. En ese sitio se erigió una iglesia y un altar, antes de que Prudencio escribiese su himno. El poeta dice que “los peregrinos acuden a venerar sus restos y ella, que está cerca del trono de Dios, contempla y protege a quienes entonan himnos en su honor.”

El culto de Santa Eulalia se extendió al África. San Agustín predicó una homilía el día de su fiesta. El poema francés más antiguo que existe, la Cantiléne de Sainte Eidalie (siglo IX), relata la vida de la santa. Beda la menciona entre los mártires en el himno que compuso en honor de Santa Etel-reda y San Adelmo. El Martirologio Romano conmemora el 12 de febrero a Santa Eulalia de Barcelona, a quien se venera mucho en Cataluña con los nombres de Aularia, Aulacia, Olalla, etc.; pero casi todos los autores admiten que esta santa/( se identifica con la mártir de Mérida. Dado que Prudencio y Venancio rinden tributo a una mártir española llamada Eulalia y que menciona la ciudad de Mérida, no se puede dudar de la autenticidad de su martirio; pero, como sucede con frecuencia, poco a poco aparecen relatos legendarios, que dan origen a la duplicación del personaje.

 

Las actas (Florez, España Sagrada, vol. XIII pp. 392-398), datan probablemente del siglo VI, pues San Gregorio de Tours las conoció; sin embargo, no merecen crédito alguno. Probablemente los datos del poema de Prudencio no son tampoco de fiar. Tanto Prudencio como Fortunato mencionan la ciudad de Mérida; pero San Agustín sólo dice en su homilía que la santa sufrió el martirio en España. Los historiadores de importancia están de acuerdo en afirmar que la única Santa Eulalia es la de Mérida. La leyenda barcelonesa es muy posterior y aprovecha muchos datos de la primitiva. Véase sobre este punto el convincente ensayo de H. Moretus, en Revue des questions historiques, vol. LXXXIX (1911), pp. 85-119-y cf. Poncelet, Delehaye (CMH., p. 642), y Leclercq (DAC., vol. v, ce. 705-732). Z. Garcí¡ Villada (Historia eclesiástica de España, vol. I, 1929, pp. 283-300) trata de probar, en vano, que Santa Eulalia de Barcelona existió realmente. Dom Quentin estudió muy a fondo las menciones de Santa Eulalia en los martirologios antiguos (Les martyrologes historiques, pp. 71, 162-164, etc.) Véase también Acta Sanctorum, feb., vol. II; y BHL. nn. 2693-2698.

 

 

San Gregorio III, Papa (741 d.C.)

(10 de diciembre)

Entre los miembros del clero que asistieron a los funerales del Papa San Gregorio I, el año 731, se contaba un sacerdote sirio. Era éste tan conocido por su santidad, saber y capacidad administrativa, que el pueblo, al verle en la procesión, le eligió espontáneamente Papa por aclamación. El nuevo Pontífice tomó el nombre de Gregorio III. De la administración de su predecesor heredó el problema de las relaciones con el emperador León III el Isáurico, quien había emprendido una campaña contra la veneración de las sagradas imágenes. Uno de los primeros actos de Gregorio III fue escribir una carta de protesta. Pero el sacerdote Jorge, a quien encargó de llevarla, se dejó vencer por el miedo y regresó a Roma sin cumplir el encargo. El Papa se indignó tanto, que lo amenazó con degradarle. Jorge partió nuevamente; pero en Sicilia fue sorprendido por los oficiales imperiales quienes le desterraron. Entonces Gregorio III reunió un sínodo en Roma. Los obispos, el bajo clero y los laicos, aprobaron el decreto de excomunión contra todos los que condenasen las sagradas imágenes o las destruyesen. León el Isáurico empleó para vengarse el mismo método de algunos de sus predecesores, es decir que envió una flota a Roma para conducir al Papa a Constantinopla. Sin embargo, una tempestad destruyó los navios y el emperador tuvo que contentarse con imponer su dominio sobre los Estados Pontificios de Sicilia y Calabria y reconocer la jurisdicción del patriarca de Constantinopla sobre todo el oriente de la Iliria.

A esta triste iniciación del pontificado de Gregorio III sucedió un período de paz, durante el cual, el Papa reconstruyó y decoró cierto número de iglesias y mandó erigir una columnata ante la “confesión de San Pedro”; en cada columna había una imagen del Señor o de algún santo, y ante ella brillaba una lámpara, como una muda protesta contra la herejía iconoclasta. El Pontífice envió el palio a San Bonifacio, que estaba en Alemania. Cuando el santo misionero inglés hizo su tercera visita a Roma, el año 738, Gregorio escribió a los “antiguos sajones” una carta compuesta a base de citas de la Biblia, que tal vez no decían gran cosa a los destinatarios, pues eran paganos. San Gregorio envió al monje inglés San Wilibaldo a ayudar a San Bonifacio.

Hacia el fin de la vida de San Gregorio, los lombardos amenazaron nuevamente Roma. El Papa pidió ayuda a Carlos Martel y a los francos, no al emperador de oriente. Pero pasó bastante tiempo antes de que Carlos Martel se decidiese e intervenir. Gregorio escribió también a los obispos de Toscana, para exhortarlos a hacer todo lo posible por recobrar las ciudades que habían caído en manos de los lombardos; si no lo hacían, “yo mismo, aunque estoy enfermo, emprenderé el viaje para ir a libraros de la responsabilidad de no ser fieles a vuestro deber.” El 22 de octubre de 741 murió Carlos Martel. Unas cuantas semanas más tarde, el 10 de diciembre, le siguió San Gregorio III. El Líber Pontificalis afirma que fue “un hombre profundamente humilde y verdaderamente sabio. Conocía muy bien la Sagrada Escritura y su sentido y sabía de memoria los salmos. Fue un predicador elegante, que tuvo mucho éxito. Dominaba el griego y el latín, y defendió con constancia la fe católica. Amó la pobreza y a los pobres, protegió a las viudas y a los huérfanos y fue amigo de los monjes y de las religiosas.”

 

No existe ninguna biografía primitiva de San Gregorio III. El artículo del Líber Pontificalis ofrece pocos datos. Lo que sabemos sobre el santo procede de las crónicas y de lo que queda de su correspondencia. Véase a Mann en History of the Popes, vol. I, pte. 2, pp. 204-224; y Hartmann, Geschichte Italiens im Mittelalter, vol. II, pte. 2, pp. 169 ss.

 

 

San Dámaso, Papa (384 d.C.)

(11 de diciembre)

El Líber Pontificalís afirma que San Dámaso era español. Tal vez era de origen español, pero, según parece, nació en Roma, donde su padre era sacerdote. San Dámaso, que no se casó nunca, llegó a ser diácono de la iglesia de su padre. Cuando murió el Papa Liberio en 366, Dámaso fue elegido obispo de Roma, a los sesenta años de edad, aproximadamente. Su elección estuvo lejos de ser unánime, ya que una minoría eligió a otro diácono llamado Ursino o Ursicinio y defendió su candidatura con gran vehemencia. Según parece, el poder civil sostuvo a Dámaso con no menor apasionamiento (Butler afirma que empleó “procedimientos bárbaros”); pero Rufino, contemporáneo de San Dámaso, demuestra que éste no tuvo nada que ver en ello. Los partidarios del antipapa no se calmaron del todo; en efecto, el año 378, San Dámaso fue acusado por ellos de incontinencia y tuvo que justificarse ante el emperador Graciano y ante un sínodo romano.

El historiador pagano Amiano Marcelino afirma que el modo de vida de los prelados romanos constituía una tentación para los ambiciosos y dice que hubiesen hecho bien en imitar la sencillez del clero de las provincias. Es indudable que, en tiempos de San Dámaso, se procedía con cierta pompa en la corte pontificia, pues, según cuenta San Jerónimo, un pagano llamado Pretéxtalo, que era senador romano, dijo al santo: “Si me haces obispo de Roma, me convertiré mañana mismo al cristianismo.” Esta observación de un pagano prueba cuan necesaria es la moderación a quienes desean dar testimonio del espíritu evangélico. Como quiera que sea, esta crítica no se aplica a San Dámaso, ya que San Jerónimo, que fue su secretario y le conocía bien, ataca severamente el lujo de ciertos prelados en Roma y no habría dejado de mencionar al Papa si le hubiese creído culpable de la misma falta. Lo cierto es que las críticas de San Jerónimo eran tan justificadas que, el año 370, Valentiniano prohibió a los miembros del clero que indujesen a las viudas y huérfanos a que les hiciesen regalos o les dejasen legados. San Dámaso aplicó estrictamente ese decreto.

El santo Pontífice tuvo que combatir varias herejías. Pero el año c Teodosio I en el oriente y Graciano en el occidente proclamaron que el cristianismo, tal como lo practicaban los obispos de Roma y Alejandría, era la religión del Imperio. Además, Graciano, atendiendo a la petición de los senadores cristianos apoyados por San Dámaso, suprimió el altar de la Victoria en el senado y renunció al título de Pontífice Máximo. Al año siguiente, reunió el segundo Concilio Ecuménico (primero de Constantinopla) y el Papa envió representantes. Pero de todos los actos de San Dámaso, el más benéfico y cuya influencia se deja sentir todavía en nuestros días, fue el haber patrocinado los estudios bíblicos de San Jerónimo, que culminaron con la traducción conocida con el nombre de “Vulgata.” San Jerónimo cuenta que San Dámaso era versado en las Escrituras, “un doctor virgen de una Iglesia virgen.” Teodoreto dice que “fue ilustre por la santidad de su vida y estaba siempre pronto a predicar y a hacer cualquier cosa en defensa de la doctrina apostólica.”

También se recuerda a San Dámaso por su solicitud hacia las reliquias y sepulcros de los mártires. A él se debieron el descubrimiento y el ornato de varias catacumbas, y tanto el cristiano piadoso como el historiador y el arqueólogo le admiran por las inscripciones que mandó poner en ellas. Se conservan muchas de esas inscripciones y epigramas, ya sea en el original, ya sea en reproducciones. Una de las más famosas es la que nos dice cuanto sabemos sobre San Tarsicio. San Dámaso murió el 11 de diciembre de 384, cuando contaba unos ochenta años. El mandó poner en la “cripta pontificia” del cementerio de San Calixto un epitafio genérico, que termina así: “Yo, Dámaso, hubiese querido ser sepultado aquí; pero tuve miedo de ofender a las cenizas de los santos.”

Así pues, fue sepultado, junto con su madre y su hermana, en una iglesia que él mismo había construido en la Vía Ardeatina. Uno de los epitafios que se conservan, es precisamente el que San Dámaso escribió para su propia tumba; en él hace un acto de fe en la resurrección de Cristo y en la suya propia: “El que anduvo sobre las aguas y calmó la tempestad, el que da vida a las semillas de la tierra, el que rompió las cadenas de la muerte y, al cabo de tres días de oscuridad, fue capaz de hacer volver al mundo superior al hermano de Marta: El mismo hará que Dámaso resucite del polvo.”

 

No hay ninguna biografía propiamente dicha de San Dámaso entre las obras antiguas; lo más digno de mención es el artículo del Líber Pontificalis (véase la edición de Duchesne, vol. I, pp. 212 ss., prefacio y notas). La principal fuente sobre el santo es su correspondencia, así como los epitafios que compuso y las escasas alusiones a él que se encuentran en las obras de historia eclesiástica y secular. El prólogo del Libellus Prectim (Migne, PL., vol. XIII ce. 83-107) es una maliciosa sátira compuesta por los enemigos de San Dámaso. La edición más conocida de los epitafios es la de Ihm (1895); pero véase también E. Scháfer, Die Bedeutung der Epigramme des Papstes Damasus fiir die Geschichte der Heiligenverehrung (1932). Entre las contribuciones más importantes al estudio de San Dámaso, hay que mencionar las obras de M. Rade, Damasus Bicshof von Rom (1882); J. Wittin, Papst Damaus I (1912); O. Marucchi, Il Pontificóte del Papa Dámaso (1905); y J. Vives, Damasiana, en la colección Gesammelte Aufsdtze zur Kulturgeschichte Spaniens (1928). Véase también Duchesne, History of the Early Church (1912), vol. II, y el artículo de DAC., vol. IV, ce. 145-197, en el que hay una bibliografía muy amplia. En CMH. (pp. 643-644) hay referencias muy útiles, particularmente por lo que toca al sitio de la sepultura de este Pontífice. Existe una excelente edición reciente de los epigramas, hecha por el P. Antonio Ferrua, titulada Epigrammata Damasiana (1942).

 

 

Santos Fusiano, Victorico y Genciano, Mártires (Fecha Desconocida).

(11 de diciembre)

La leyenda de estos mártires cuenta que Fusiano y Victorico eran unos misioneros romanos que partieron a las Calías al mismo tiempo que San Quintín y se dedicaron a evangelizar a los morinos. Victorico se estableció en Boulogne, y Fusiano en Thérouanne, o más bien dicho en el pueblecito de Helfaut, donde construyó una iglesita. Ambos santos tuvieron que hacer frente a la oposición de los galos y de los romanos, pero lograron convertir a muchos paganos. Al cabo de algún tiempo, visitaron juntos a San Quintín; pero, como en Amiens la persecución estuviese en todo su furor, se dirigieron a Sains, donde se alojaron en casa de un anciano llamado Genciano, un pagano que veía con buenos ojos el cristianismo. Hablando con él, los dos misioneros se enteraron de que San Quintín había sido martirizado hacía seis semanas. El gobernador Ricciovaro, tuvo noticia de que en Sains había dos sacerdotes cristianos y partió a buscarlos con un pelotón de soldados. Genciano le recibió con la espada desenvainada, le reprendió por perseguir a los cristianos y le dijo que estaba pronto a morir por el verdadero Dios. Ricciovaro le mandó decapitar ahí mismo. Fusiano y Victorico fueron conducidos a Amiens. Como se negasen a abjurar de la fe, a pesar de las torturas a las que fueron sometidos, Ricciovaro los mandó decapitar en Saint-Fuscien-aux-Bois. Una de las versiones de la leyenda relata que Fusiano y Victorico, después de la ejecución, se echaron a caminar, y que Ricciovaro se volvió loco ante tal espectáculo.

 

Existen varias versiones de estas actas tan extravagantes. El texto puede verse en Mémoires de la Société des antiquaires de Picardie, vol. XVIII (1861), pp. 23-43. Se trata claramente de una fábula basada en la leyenda no menos increíble de San Quintín (31 de oct.); pero, como el Hieronymianum menciona a San Fusiano y sus compañeros, hay cierta garantía de que su martirio haya tenido realmente lugar en el sitio indicado. Duchesne estudia el punto en Pastes Episcopaux, vol. III, pp. 141-152.

 

 

San Daniel el Estilita (493 d.C.)

(114 de diciembre)

Si se exceptúa al primero y más grande de todos los estilitas, San Simeón, el más famoso de ese grupo de santos es San Daniel. Sus padres, que habían rogado a Dios que les concediese un hijo, le consagraron a El desde antes de su nacimiento. Daniel nació en Marata, cerca de Samosata. A los doce años, ingresó en un monasterio de los alrededores y a los trece tomó el hábito. El abad del monasterio llevó a Daniel por compañero en un viaje a Antioquía. Al pasar por Telenissae, visitaron a San Simeón en su columna. Este ordenó a Daniel que se acercase, le dio su bendición y le predijo que sufriría mucho por Jesucristo. A la muerte del abad, ocurrida poco después, Daniel fue elegido para sucederle, pero se negó a aceptar el cargo y fue nuevamente a visitar a San Simeón. Después de pasar dos semanas en el monasterio próximo a la columna de San Simeón, Daniel emprendió una peregrinación a Tierra Santa; pero, como la guerra le impidiese proseguir, se dirigió a Constantinopla. Ahí pasó una semana en la iglesia de San Miguel extra muros y, después se construyó una ermita en un templo abandonado de Filémpora, donde pasó nueve años, bajo la protección del patriarca San Anatolio.

Finalmente, Daniel se decidió a imitar el género de vida de San Simeón, quien había muerto el año 459. San Simeón había legado su túnica al emperador León I, pero como su discípulo Sergio, encargado de hacer llegar la prenda a su destinatario, no obtuvo audiencia del emperador, regaló la túnica a San Daniel. Este eligió un sitio sobre el Bosforo, a unos cuantos kilómetros de la ciudad, y se instaló en una ancha columna que un amigo le había mandado construir. Como el santo hubiese estado a punto de perecer de frío una noche, el emperador le construyó más tarde una columna más alta y mejor; en realidad eran dos columnas unidas con varillas, y en la plataforma superior rodeada por una balaustrada, había una especie de refugio. Aunque en la región abundaban los vientos helados, San Daniel vivió en su columna hasta los ochenta y cuatro años. La ordenación sacerdotal de Daniel tuvo lugar ahí mismo. En efecto, San Genadio, patriarca de Constantinopla, leyó las oraciones desde abajo; en seguida subió a la columna, probablemente para imponerle las manos, aunque las crónicas dicen simplemente que subió para darle la comunión. San Daniel no quería recibir la ordenación y por ello no bajó de la columna en esa ocasión. El año 465; un incendio destruyó ocho de los barrios de Constantinopla. San Daniel había predicho la catástrofe y había aconsejado al patriarca y al emperador que se hiciesen oraciones públicas dos veces por semana; pero éstos no habían creído la profecía. Al cumplirse el vaticinio, todo el pueblo acudió a la columna de San Daniel, quien extendió los .brazos hacia el cielo y oró por la multitud. El emperador León, que tenía gran veneración por el santo, iba a visitarle con frecuencia. Cuando el rey de los lazios de Cólquide llegó a renovar su alianza con los romanos, León I le llevó a visitar a San Daniel, a quien consideraba como una de las maravillas del Imperio. Sin embargo, no todos respetaban al santo. En efecto, algunos hombres “que solían frecuentar a las prostitutas”, enviaron a una mujer de mala vida llamada Basiana, para tentar a San Daniel. La tentativa fracasó; pero Basiana afirmó que había tenido éxito, hasta que enredada en sus propios embustes, confesó públicamente la verdad y delató a los que la habían enviado. Actualmente, la figura de los estilitas nos es tan extravagante, que la sola idea de que hayan existido puede parecemos sorprendente y aun repugnante pero se debe reconocer que la figura de San Daniel es fascinante y que el santo era tan sencillo y práctico como su género de vida era extraño. Las gentes acudían a escucharle en grandes multitudes. El no predicaba a la manera de “los retóricos y los filósofos”, sino que hablaba “del amor de Dios, el cuidado de los pobres, la limosna, el amor fraternal y la condenación eterna que espera a los pecadores.” En la vida de San Daniel hay ciertos rasgos de agradable ironía, como cuando profetizó que la expedición militar de Zenón a Tracia se toparía con grandes dificultades. El emperador León preguntó al santo: “¿Acaso crees que es posible salir con vida de una guerra, sin grandes fatigas y trabajos?” León I murió el año 474. Zenón, que le sucedió en ese mismo año, tenía tanta confianza como él en la prudencia y virtud de San Daniel. Basilisco, hermano de la reina viuda Verina. usurpó el trono y se declaró protector de los herejes eutiquianos. Acacio, patriarca de Constantinopla, mandó informar a San Daniel sobre la actitud del usurpador. Por su parte, Basilisco se quejó ante el santo de que Acacio estaba tramando una rebelión contra él. San Daniel replicó que Dios iba a derribarle de su trono, y pronunció tales invectivas contra el usurpador, que el mensajero no se atrevió a comunicárselas de palabra y rogó al santo que las escribiese y sellase la carta. El patriarca mandó pedir en dos ocasiones a San Daniel que acudiese en auxilio de la Iglesia. Finalmente, el santo descendió de su columna “con dificultad, porque le dolían los pies”, y fue acogido con gran gozo por el pueblo. Basilisco, asustado ante la actitud de la muchedumbre, se retiró a un palacio que tenía en el campo. San Daniel fue a verle allá. Como apenas podía caminar por falta de práctica, fue trasportado en una silla de manos, escoltado por el pueblo. Alguien comentó, para burlarse del santo, que parecía un cónsul. Los guardias de palacio impidieron la entrada a San Daniel. Entonces éste sacudió sus sandalias sobre el umbral, en señal de protesta contra Basilisco, y regresó a la ciudad. Basilisco acudió a visitar personalmente a San Daniel, alegó que él era “simplemente un soldado”, y prometió que dejaría de favorecer a los herejes. San Daniel le reprendió ásperamente por los desórdenes que había provocado y retornó a su columna. Ahí vivió todavía muchos años, observando los acontecimientos del mundo que se extendía a sus pies y ejerciendo gran influencia en la turbulenta historia de Constantinopla. Zenón volvió de Isauria con su ejército veinte meses más tarde, y Basilisco emprendió la fuga. Una de las primeras cosas que hizo el emperador fue ir a visitar a San Daniel, quien había predicho su destierro y reencumbramiento.

A los ochenta y cuatro años, San Daniel comunicó su testamento a sus amigos y discípulos. Se trataba de un documento brevísimo, lleno de un amable espíritu de caridad y cariño, en el que el santo exponía sucintamente los deberes del hombre. Después de celebrar por última vez los sagrados misterios a media noche en su columna, San Daniel comprendió que Dios le llamaba a Sí. Inmediatamente, mandó traer al patriarca Eufemio. La muerte del santo ocurrió el año 493. Fue sepultado al pie de la columna en que había vivido treinta y tres años.

 

Delehaye estudia cuidadosamente la vida de los estilitas más famosos, en su monografía titulada Les Saints Stylites (1923). Ahí se encontrará una edición crítica de la larga biografía griega de San Daniel (pp. 1-94), un compendio muy antiguo (pp. 95-103)y la adaptación hecha por Metafrasto (pp. 104-147); en el prefacio (pp. XXXV a LVIII) hay una descripción de los diversos manuscritos que empleó el autor y un resumen de la vida del santo. La biografía principal fue escrita por un contemporáneo que fue probablemente discípulo de San Daniel. Se trata de un documento hagiográfico de gran valor; las otras fuentes históricas de ese período demuestran su exactitud. Dicha biografía fue publicada por primera vez en Analecta Bollandiana, vol. XXXII (1913). Hay una excelente traducción inglesa, con introducción y notas en la obra de E. Dawes y N. H. Baynes, Three Byzantine Saints (1948). Véase también H. Lietzmann, Byzantinische Legenden (1911), pp. 1-52.

 

 

San Finiano de Clonard, Obispo (C. 549 d.C.)

(12 de diciembre)

Finiano de Clonard fue el más distinguido de los santos de Irlanda en el período inmediatamente posterior al de San Patricio. Los relatos de su vida están llenos de contradicciones y anacronismos. Tres siglos después de su muerte, se creía que había pasado largo tiempo en Gales, siendo ya monje. Se cuenta que estuvo algún tiempo en el monasterio de San Cadoc de Nantcarfan, y que acabó milagrosamente con las plagas que echaban a perder las cosechas de la isla en el estuario de Severn llamada actualmente Flatholm. Entre otros muchos milagros que se le atribuyen, se dice que salvó a sus huéspedes de los piratas sajones, haciendo que un terremoto se tragase el campamento de lo? invasores. San Fi-niano tenía la intención de hacer una peregrinación a Roma con San Cadoc; pero un ángel le disuadió de ello y le ordenó que volviese a Irlanda. Aunque es imposible probarlo en detalle, parece que San Finiano estuvo bajo la influencia de San Cadoc, San Gildas y otros monjes inglese?, por la importancia que atribuía a los estudios y el énfasis que ponía en la superioridad de la vida monástica.

A su regreso a Irlanda, el santo fundó varias iglesias en Leinster y las escuelas y monasterios de Aghowle y Mugna. En este último monasterio se tramó contra él una conspiración; en efecto, Cormac, el hijo del reyezuelo de] lugar, indujo a su hermano mayor, Crimtan, a que persiguiese al santo, con la esperanza de que aquél pereciese en la empresa. El siniestro plan de Cormac tuvo éxito hasta cierto punto, ya que Crimtan trató de expulsar a San Finiano por la fuerza y, al hacerlo, se rompió la pierna.

El monasterio más importante de San Finiano estaba situado en Clonard de Meath. Poco después de la llegada del santo a ese sitio, fue a visitarle un pagano de cierta edad llamado Fraechan, que era un mago muy famoso. San Finiano le preguntó si su arte procedía de Dios o de alguien más. Fraechan replicó: “A vos toca averiguarlo.” Finiano repuso: “Muy bien. Decidme entonces dónde se halla el sitio de mi resurrección.” “No en la tierra, sino en el cielo”, fue la respuesta. El santo le dijo: “Tratad otra vez de adivinarlo.” Fraechan volvió a dar la misma respuesta. “Tratad otra vez”, le dijo Finiano, levantándose de su asiento. Entonces el mago, comprendiendo que San Finiano se estaba burlando de él, le respondió: “El sitio de tu resurrección es el sitio en el que estabas sentado.”

La réplica del mago resultó cierta, ya que la sede de Finiano era Clonard, donde tuvo el santo muchos discípulos, y sus enseñanzas produjeron una verdadera resurrección de la religión y el saber. Según se dice, llegó a tener 3,000 discípulos, por lo que se le llamó “el maestro de los santos de Irlanda”, o simplemente “el maestro” y se dijo de él que irradiaba bondad y sabiduría para iluminar al mundo, lo mismo que el sol desde lo alto del cielo.” Varios santos muy posteriores debieron su santidad a las enseñanzas de San Finiano. Fue famoso por su conocimiento de la Sagrada Escritura y su celebridad de exegeta se perpetuó durante muchos siglos en Clonard. Pero la escuela bíblica sufrió mucho durante las invasiones de los daneses y de los normandos; finalmente, a principios del siglo XIII, el monasterio de Clonard dejó de ser el centro religioso de la diócesis de Meath y se transformó en monasterio de agustinos, en cuyas manos estuvo hasta el siglo XVI. Tanto en sus viajes misioneros como durante su estancia en Clonard, San Finiano obró muchos milagros sorprendentes, sobre todo cuando se trataba de convertir a algún reyezuelo aferrado a sus errores. San Finiano, que murió durante la epidemia de fiebre amarilla, a mediados del siglo VI, ofreció su vida por sus compatriotas. La fiesta de San Finiano de Clonard se celebra en toda Irlanda. Aunque suele venerársele como obispo, es dudoso que lo haya sido.

 

Existe una biografía irlandesa, que fue editada por Whitley Stokes en Lives of Saints from the Book of Lisnwre (Anécdota Oxoniensia), pp. 75-83 y 222-230. De Smedt publicó en Acta SS. Hiberniae Cod. Sal., ce. 189-210, una biografía latina que se halla en el Codex Salmanticensis. Wade-Evans tradujo algunos fragmentos de dicha biografía en Life of David, pp. 43-46; se encontrarán otras referencias en R.A.S. Macalister, The Latín and Irish Lives of Ciaran (1921), sobre todo pp. 76-79. Véase también. Ryan, Irish Monasticisi pp. 115-117 y passim; L. Gougaud, Christianity in Celtic Lands, pp. 67-70; y. F. Kenney, Sources for the Early History of Ireland, vol. I. El Penitencial que se atribuye a Vinnianus, es tal vez obra de San Finiano de Clonard; pero véase la nota bibliográfica de San Finiano de Moville (10 de sept.) La Srita. Kathleen Hughes ha estudiado muy a fondo todo  relacionado con San Finiano; véase su artículo sobre el culto del santo, en Irish Histórica estudies, vol. IX (1954), pp. 13 ss., y su artículo sobre el valor histórico de las biografías, en English Historical Review, vol. LXIX (1954), pp. 353 ss.

 

 

Santa Edburga, Abadesa de Minster, Virgen (751 d.C.)

(12 de diciembre)

Edburga, que pertenecía a la familia real de Kent, fue discípula de Santa Mildreda, a quien sucedió en el gobierno de la abadía de Minster-in-Thanet. San Bonifacio la conoció en uno de sus viajes a Roma, a donde Edburga había ido en peregrinación, desde entonces, se hicieron amigos y mantuvieron correspondencia epistolar. Después de la muerte de Radbodo, San Bonifacio pudo volver a Frisia; inmediatamente comunicó la noticia a Santa Edburga y le pidió que le enviase una copia de las “Actas de los Mártires.” La santa le mandó cincuenta monedas de oro y una alfombra, y le pidió que orase por el alma de sus padres. Según parece, Santa Edburga se distinguió como calígrafa, ya que San Bonifacio le escribió más tarde desde Turingia, pidiéndole que hiciese que el sacerdote Eoba le enviase las epístolas de San Pedro y rogándole que se las transcribiese en letras doradas. San Bonifacio añadía: “Los libros y regalos que me habéis mandado como prueba de afecto, me han consolado en las dificultades.”

San Lulo, el compañero de San Bonifacio, envió a Santa Edburga, entre otros regalos, un punzón de plata para escribir sobre cera. En otra ocasión, San Bonifacio escribió a la santa para agradecerle “los libros santos” y la “luz espiritual” con que le había “reconfortado en el destierro de Alemania.” “Lleno de confianza en vuestro afecto, os suplico que pidáis por mí, pues mis defectos me hacen sufrir.” En otra carta, llena de citas de la Sagrada Escritura, San Bonifacio ruega a Santa Edburga que pida por él. Dicha carta fue escrita algunos años antes de que el santo muriese cruenta y gloriosamente en Dokkum. A lo que parece, la vida de Santa Edburga fue tan tranquila, como la de San Bonifacio estuvo llena de aventuras. Lo único que sabemos sobre la santa, además de lo dicho, fue que fundó un monasterio en el sitio en que se halla actualmente el convento benedictino de Minster.

 

Hay una breve biografía latina; puede verse en Nova Legenda Angliae de Capgrave. Acerca de dicha biografía, cf. T. I). Hardy, Descriptive Catalogue of Materials (Rolls Series), vol. I, pp. 475-477. Cockayne publicó en Leechdoms, vol. III, pp. 422-433, un fragmento anglo-sajón que se refiere a Santa Mildreda y Santa Kdburga; pero aporta muy pocos datos. Los únicos documentos fidedignos son las cartas de San Bonifacio y San Lulo que citamos arriba. No hay que confundir a Edburga con Eadburch, acerca de la cual Asser escribió un relato romántico; cf. R. M. Wilson, Lost Literature of Medieval England (1952), PP- 36-38.

 

 

 Santa Lucia, Virgen y Mártir (304 d.C.)

(13 de diciembre)

De acuerdo con las “actas” de Santa Lucía, que no son fidedignas Lucia cuyos padres eran nobles y ricos, había nacido en Siracusa de Sicilia. La niña fue educada en la fe cristiana. Perdió a su padre durante la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven. Sin -embargo mantuvo en secreto su voto de virginidad, de suerte que su madre, que se llama   Lucia la exhortó a contraer matrimonio con un joven pagano. Lucia persuadió a su madre de que fuese a Catania a orar ante la tumba de Santa Ágata para obtener la curación de unas hemorragias. Ella misma acompaño a su madre y Dios escuchó sus oraciones. Entonces, la santa dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y repartir su fortuna entre los pobres. Llena de gratitud por el del cielo. Eutiquia le dio permiso de hacer lo que quisiese. El pretendiente de Lucía se indignó profundamente y delató a la joven como cristiana ante el gobernador. La persecución de Diocleciano estaba entonces en todo su furor. Con Lucía no cediese, el gobernador la condenó a perder la virginidad en una casa de prostitución; pero Dios impidió que los guardias pudiesen mover a la joven del sitio en que se hallaba. Entonces, los guardias trataron de quemarla en la hoguera, pero también fracasaron. Finalmente, la decapitaron.

Aunque las diversas versiones griegas y latinas de las actas Lucía carecen de valor histórico, está fuera de duda que, desde antiguo, Se tributaba culto a la santa en Siracusa. En el siglo VI, se le veneraba ya también en Roma entre las vírgenes y mártires más ilustres. El nombre de Santa Lucía figura en el canon de la misa romana y en la de Milán. En la Edad Media se invocaba a la santa contra las enfermedades de los ojos, probablemente porque su nombre está relacionado con la luz. Ello dio origen a varias leyendas, como la de que el tirano mandó a los guardias que le sacaran los ojos y la de que ella misma se los arrancó para entregarlos a un pretendiente importuno que estaba prendado de su belleza. En ambos casos, cuenta la leyenda que Lucía recobró la vista y que sus ojos eran más hermosos que antes.

 

En el cementerio de San Juan de Siracusa se descubrió una inscripción sobre Santa Lucía, que data del siglo IV o de principios del V; véase sobre esto P. Orsi, en Romische Quartalschrift, vol. IX (1895), pp. 299-308. Por una carta de San Gregorio Magno, sabemos que en su época se dedicaron a Santa Lucía varias iglesias en Roma. Véase también CMH., p. 647; DAC., vol. IX, ce. 2616-2618; y G. Goyau, Sainte Lude (1921). Hay muchas costumbres folklóricas relacionadas con la fiesta de la santa; véase Báchtold-Staubli, Handworterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. V, ce. 1442-1446. Suele representarse a la santa llevando sus ojos en una bandeja. Véase Künstle, Ikonographie, vol. II, y Drake, Saints and their Emblems; Dunbar, A Dictionary of Saintly W”ornen, vol. I, pp. 469-470. Un testimonio curioso sobre la popularidad de Santa Lucía es el del poema latino de Sigeberto de Gembloux (1400); dicho poema fue publicado por E. Dümmler en 1893. La obra de San Aldelmo se titula De laudibus virginitatis; véase Aldhelmi Opera, ed. R. Ehwald, en MGH., Auct. antiquiss., vol. XV (1919), pp. 293-294 (en prosa), y líneas 1779-1841 (en verso).

 

 

San Josse o Judoc (688 d.C.)

(13 de diciembre)

Josse era hijo de Jutael, rey de Armórica (Bretaña), y hermano del Judicael que se venera en la diócesis de Quimper. La Crónica de Soánt-Brieuc dice, hablando de Judicael: “El solo temor de su nombre bastaba para apartar a los malos de la violencia, ya que Dios, que velaba incesantemente por él, le había hecho valiente y poderoso en la batalla. Más de una vez, con la ayuda del Todopoderoso, puso en fuga a ejércitos enteros blandiendo la espada.” El rey Dagoberto I de París, que veía las cosas de otra manera, envió a San Eligió a aplacar a su turbulento vecino, a quien se atribuye la fundación de la abadía de Paimpont.

Hacia el año 636, Josse se retiró del mundo. Según se dice, fue ordenado sacerdote en Ponthieu. Después de hacer una peregrinación a Roma, se estableció como ermitaño en Runiacum, cerca de la desembocadura del Canche, que más tarde se llamó Saint Josse. Ahí murió el santo hacia el año 688. Se cuenta que su cuerpo no fue sepultado y que permaneció incorrupto; el cabello, la barba y las uñas del cadáver siguieron creciendo, de suerte que los ermitaños de los alrededores tenían que cortárselos de cuando en cuando.

Se dice que Carlomagno cedió a Alcuino la ermita de Saint-Josse-sur-Mer para que la convirtiese en Albergue para los viajeros que atravesaban el Canal de la Mancha. Alcuino estuvo ahí varias veces. Según la tradición de Newminster de Winchester, las reliquias de San Josse fueron trasladadas allá, alrededor del año 901. Dicha traslación solía conmemorarse el 9 de enero. El nombre de San Josse figuraba en una media docena de calendarios ingleses antiguos y en el Martirologio Romano.

 

En Mabillon, vol. II, pp. 542-547, hay una antigua biografía latina, que data de principios del siglo IX. Entre las biografías posteriores se cuentan la de un monje de Fleury, llamado Isembardo. y la de Florencio de Saint-Josse-sur-Mer. Probablemente, dichas biografías contribuyeron a aumentar la popularidad del santo. La monografía de J. Trier, Der hl. Jodocus: sein Leben und seine Verehrung (1924) no agota las fuentes ni es del todo fidedigna; véase sobre este punto Analecta Bollandiana, vol. XVIII (1925), pp. 193-194. Se hallará un sermón de Lupo de Ferriéres sobre San Josse en W. Levison, Festchrift Walter Goetz (1927). La extensión del culto del santo se prueba por el hecho de que se le dedicaron iglesias hasta en el Tirol (Fink, Kirchenpatrozinien Tirols, 1928). Véase también Duine, Memento, p. 49; y Van der Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens, pp. 411-413. Acerca de San Josse en el arte, cf. Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 330-331. Sobre los aspectos folklóricos véase Báchtold-Stáubli, Handworterbuch des deutschen Abergfiaubens, vol. IV, ce. 701-703. En cuanto al sitio en el que reposan las reliquias del santo, cf. P. Grosjean, en Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), p. 404.

 

 

San Auberto, Obispo de Cambrai y Arras (C. 669 d.C.)

(13 de diciembre)

Existe una biografía de San Auberto, escrita a principios del siglo XII. Algunos autores la atribuyen a San Fulberto de Chartres, pero eso constituye probablemente un error. Por otra parte, dicha biografía da tan pocos datos, que las cuatro páginas que Alban Butler consagra a San Auberto se reducen a generalidades o a datos históricos que nada tienen que ver con el tema. Lo primero que sabemos sobre San Auberto, es que fue elegido obispo de Cambrai el año 633 o más tarde. El año 650, San Gisleno, que era entonces un ermitaño desconocido, empezó a fundar un monasterio cerca de Mons. No faltaron quienes quisiesen indisponerle con San Auberto; pero éste se negó a emitir un juicio sin oírle y, el resultado de la entrevista fue que San Auberto apoyó la empresa y consagró la iglesia construida por San Gisleno. Entre los que se preparaban para el sacerdocio en Cambrai, había un joven llamado Landelino, que escapó y llevó una vida licenciosa. Al cabo de algún tiempo, se arrepintió de su locura. San Auberto supo tratar el caso con tal habilidad, que Landelino se hizo monje, fundó varios monasterios y su nombre figura en el Martirologio Romano. San Auberto ayudó a abrazar la vida religiosa a varios distinguidos personajes de la época, como San Vicente Madelgario y su familia y Santa Amalburga, la madre de Santa Gúdula. Más seguro es el dato de que San Auberto asistió a la traslación de las reliquias de San Fursey a Perenne; San Eligió llevó a cabo dicha traslación hacia el año 650. San Auberto fue sepultado en la iglesia de San Pedro de Cambrai, que más tarde se transformó en una abadía de canónigos regulares y tomó el nombre del santo.

 

Ghesquiére publicó íntegra la biografía que se atribuye erróneamente a Fulberto, en Acta Sanctorum Belgii, vol. III, pp. 529-564. Hay un catálogo de milagros en Analecta Bollandiana, vol. XIX (1900), pp. 198-212. Acerca de la confusión entre el obispo de Cambrai, Auberto, y el conde de Ostrevant, Audeberto, véase Analecta Bollandiana, vol. II (1933), pp. 99-116.

 

 

Santa Otilia, Virgen (720 d.C.)

En la época de Childerico II, había en Alsacia un señor feudal franco, llamado Adalrico, casado con Bereswinda. A fines del siglo VII, tuvieron una hijita ciega, que nació en Obernheim, en los Vosgos. Adalrico, que tomó esa desgracia como una ofensa personal y una injuria al honor de su familia, en la que nunca había sucedido nada semejante, se dejó arrastrar por una cólera que no entendía razones. En vano trató su esposa de explicarle que era la voluntad de Dios, quien sin duda quería manifestar su poder en la niña. Adalrico no le prestó oídos, e insistió en que había que matar a la cieguecita. Finalmente, Bereswinda consiguió disuadirle de ese crimen, pero para ello tuvo que prometerle que enviaría a su hija a otra parte sin decir a qué familia pertenecía. Bereswinda cumplió la primera parte de su promesa, pero no la segunda, ya que confió la niña al cuidado de una campesina que había estado antiguamente a su servicio y le dijo que era su hija. Como los vecinos de la campesina empezasen a hacerle preguntas embarazosas, Bereswinda la envió con toda su familia a Baume-les-Dames, cerca de Besangon, donde había un convento en el que la niña podría educarse más tarde. Ahí vivió ésta hasta los doce años, sin haber sido bautizada, aunque no sabemos por qué razón. Por entonces, San Erhardo, obispo de Ratisbona, tuvo una visión en la que se le ordenó que fuese al convento de Baume, donde encontraría a una joven ciega de nacimiento; debía bautizarla y darle el nombre de Otilia, y con ello recobraría la vista. San Erhardo fue a consultar a San Hidulfo en Moyen-moutier y, juntos, se dirigieron a Baume, donde encontraron a la joven y bautizaron con el nombre de Otilia. Después de ungirle la cabeza, San Erhardo Je pasó el crisma por los ojos y, al punto, recobró la vista.

Otilia se quedó a servir a Dios en el convento. Pero el milagro del que había sido objeto y los progresos que empezó a hacer en sus estudios, provocaron la envidia de algunas de las religiosas y éstas empezaron a hacerle la vida difícil. Santa Otilia escribió entonces a su hermano Hugo, del que había oído hablar y le pidió que la ayudara como se lo dictase el corazón. Entre tanto, San Erhardo había comunicado a Adalrico la noticia de la curación de su hija. Pero aquel padre desnaturalizado se encolerizó más que nunca y prohibió a Hugo que fuese a ayudarla y que revelase su identidad. Hugo desobedeció y mandó traer a su hermana. Un día en que Hugo y Adalrico estaban en una colina de los alrededores, Otilia se presentó en una carreta, seguida por la muchedumbre. Cuando Adalrico se enteró de quién era y supo por qué había ido, descargó su pesado bastón sobre la cabeza de Hugo y le mató de un golpe. Pero los remordimientos le cambiaron el corazón, de suerte que empezó a amar a su hija tanto cuanto la había odiado antes. Otilia se estableció en Obernheim con algunas compañeras, que se dedicaron como ella a los actos de piedad y a las obras de caridad entre los pobres. Al cabo de algún tiempo, Adalrico determinó casar a su hija con un duque alemán. Otilia emprendió la fuga. Cuando los enviados de su padre estaban ya a punto de capturarla, se abrió una grieta en la roca, en Schlossberg, cerca de Friburgo en Brisgovia y ahí se escondió la santa. Para conseguir que volviese, Adalrico le prometió regalarle el castillo de Hohenburg (actualmente Odilienburg). Otilia lo transformó en monasterio y fue la primera abadesa. Como las montañas eran muy escarpadas y hacían difícil el acceso a los peregrinos, Santa Otilia fundó otro convento, llamado Niedermünster, en un sitio más bajo, y edificó una posada junto a él.

Se cuenta que la santa, poco después de la muerte de su padre, vio que sus oraciones y penitencias le habían sacado del purgatorio. San Juan Bautista se apareció a Otilia y le indicó el sitio y las dimensiones de una capilla que debía construirse en su honor. Se cuentan muchas otras visiones de la santa y se le atribuyen numerosos milagros. Después de gobernar el convento durante muchos años, Santa Otilia murió el 13 de diciembre, alrededor del año 720.

He aquí en resumen la leyenda de Santa Otilia. Los datos son poco seguros; pero la devoción del pueblo cristiano a la santa es innegable. El santuario y la abadía de Santa Otilia fueron importantes centros de peregrinación en la Edad Media. Todos los emperadores, desde Carlomagno a Carlos IV, les concedieron privilegios. Entre los personajes ilustres que fueron en peregrinación a Hohenburg, se cuenta a San León IX, que era entonces obispo de Toul y también, según se dice, a Ricardo I de Inglaterra. Las gentes del pueblo realizaban asimismo grandes peregrinaciones. Desde antes del siglo XVI, se veneraba a Santa Otilia como patrona de Alsacia. Según la tradición, la santa hizo brotar una fuente para dar agua a las religiosas y a los peregrinos. Los enfermos de los ojos suelen lavarse en esa fuente, al mismo tiempo que invocan la intercesión de Santa Otilia. La misma costumbre se practica en Odolienstein de Brisgovia, en el sitio en que la roca se abrió para ocultar a la santa. Al cabo de muchas vicisitudes, el santuario de Santa Otilia y las ruinas de su monasterio pasaron a poder de la diócesis de Estrasburgo. Desde mediados del siglo pasado, Odilienberg se ha convertido de nuevo en sitio de peregrinación. Las reliquias de la santa reposan en la capilla de San Juan Bautista, que es una construcción medieval y ocupa el sitio de la antigua capilla construida por Otilia en honor del santo. Actualmente, suele darse a dicha capilla el nombre de Santa Otilia.

 

W. Levison publicó el texto de una biografía de Santa Otilia, que data del siglo X en MGH., Scriptores Merov., vol. VI (1913), pp. 24-50; y cf. Analecta Bollandiana, vol. XIII (1894), pp. 5-32 y 113-121. Según Levison, la biografía contiene muy pocos datos fidedignos. Santa Otilia sigue siendo una de las santas más populares, no sólo en Alsacia sino también en Alemania y en toda Francia. Existe una literatura considerable sobre Santa Otilia, como puede verse por las referencias de Potthast, Wegweiser, vol. II, p 1498, y DAC., vol. XII (1936), ce. 1921-1934. Se encontrarán muchos datos en diversos volúmenes del Archiv f. elsássische Kirchengeschinchte, vgr. vol. VIII, pp. 287-316 (Das Odilienlied in Lothringen). La mayor parte de las biografías devotas de Santa Otilia como la que publicó. H. Welschinger en la colección Les Saints, carecen de valor histó-rico. Este último autor llega a considerar como un documento serio la falsificación de Jerónimo Vignier, que fue desenmascarada por L. Havet en Bibliotheque de l’Ecole de Chartres, 1885. Acerca de Santa Otilia en el arte, véase Künstle Ikonographie, vol. II, pp. 475-478, y C. Champion, Ste Odile (1931). En la época de las batallas de Verdún, en la primera guerra mundial, se atribuyó a Santa Otilia una profecía apócrifa que hizo sonar mucho su nombre. Lo mismo sucedió, aunque en menor escala, en la segunda guerra mundial.

 

 

San Espiridion, Obispo de Tremitus (Siglo IV)

(14 de diciembre)

Se cuentan muchas anécdotas de este santo chipriota, que fue pastor, padre de familia y obispo. Sozomeno, que escribió a mediados del siglo V, cuenta que unos bandoleros que intentaron robar una noche el ganado del santo, fueron detenidos por una mano invisible, de suerte que no pudieron ni robar el ganado, ni huir. Espiridión los encontró paralizados a la mañana siguiente, oró por ellos para que recobrasen el movimiento y les regaló un carnero para que no se fuesen con las manos vacías. Sozomeno relata también que el santo y toda su familia se abstenían de todo alimento varios días durante la cuaresma. En una de esas ocasiones, un forastero se detuvo en casa de Espiridión para descansar un poco. Este vio que el forastero estaba muy fatigado y, como no tenía pan que ofrecerle, mandó cocer un poco de carne de puerco salada y le invitó a comer. El forastero se excusó, diciendo que era cristiano. Entonces el santo empezó a comer para incitar al extranjero a hacer otro tanto y le hizo notar que los preceptos eclesiásticos sólo obligan dentro de lo razonable y que no hay ningún alimento que esté vedado para el cristiano.

San Espiridión fue elegido obispo de Tremitus, en la costa de Salamis y, desde entonces, aparte de su oficio de pastor se dedicó a la cura de almas. La diócesis era muy pequeña y los habitantes pobres; los cristianos eran muy observantes, pero quedaban aún algunos paganos. Durante la persecución de Galerio, el santo hizo una gloriosa confesión de la fe. El Martirologio Romano dice que Espiridión fue uno de los que quedaron marcados como esclavos con la pérdida del ojo izquierdo y la aplicación de un hierro candente en la pierna izquierda, para enviarlo a trabajar en las minas. El Martirologio Romano añade, erróneamente, que San Espiridión asistió al Concilio de Ni-cea en el año 325. En el oriente hay una leyenda donde se cuenta que, cuando Espiridión se dirigía al Concilio, encontró a un grupo de obispos, los cuales se alarmaron mucho pensando que la simplicidad del santo constituía un peligro para la ortodoxia. Así pues, ordenaron a sus criados que degollasen las muías de Espiridión y de su diácono. Aquella noche, al encontrar a las bestias degolladas, Espiridión no se inmutó, simplemente dijo a su diácono que volviese a pegar las cabezas a los cuerpos, y las bestias resucitaron. Cuando salió el sol, el diácono se dio cuenta de que había pegado la cabeza de su muía, que era baya, al cuerpo de la muía del santo, que era alazana. En el Concilio, un filósofo pagano, llamado Eulogio, atacó al cristianismo. Un anciano obispo, tuerto y de modales groseros, se levantó a responder a aquel sofista rebuscado. Dejándose de rodeos, el obispo afirmó que Dios era omnipotente y que el Verbo se había hecho hombre para redimir al genero humano, y añadió que eso era cuestión de fe y que no se podía probar. En seguida, preguntó a Eulogio si creía en eso o no. El filósofo reflexionó un instante y tuvo que confesar que sí creía. Entonces el obispo le dijo: “Pues ven conmigo a la iglesia para que te confiera yo la señal de la fe.” Así lo hizo Eulogio, quien comentó que la virtud es más fuerte que las palabras y las razones, lo cual equivalía a decir que el Espíritu Santo se había manifestado a través de aquel obispo inculto. Algunos historiadores posteriores identificaron a este obispo con San Espiridión, pero sin razón suficiente.

Cierta persona había confiado al cuidado de Irene, hija de Espiridión, un objeto de gran valor. Como Irene muriese, esa persona reclamó el objeto al santo, pero éste no consiguió encontrarlo. Entonces, según cuenta la leyenda, Espiridión se dirigió a la tumba de su hija y le preguntó dónde estaba el objeto perdido. La muerta le indicó en dónde hallarlo y el santo pudo devolverlo al dueño. Aunque San Espiridión era muy inculto, leía diariamente la Sagrada Escritura y sabía el respeto que se debe a la palabra de Dios. En cierta reunión de los obispos de Chipre, San Trifilio, obispo de Ledra (a quien San Jerónimo llama el hombre más elocuente de su tiempo), predicó un sermón. Refiriéndose al pasaje “Toma tu camilla y anda”, Trifilio dijo “Toma tu lecho y anda , pues le pareció que esa traducción era más elegante. San Espiridión le reconvino por tratar de hacer elegante un relato cuyo valor consistía precisamente en su sencillez, y preguntó al predicador si creía que el Señor no había empleado la palabra propia. Las reliquias de San Espiridión fueron trasladadas de Chipre a Constantinopla y más tarde a Corfú, donde se las venera todavía El santo es el principal patrono de los católicos de Corfú, Zakintos y Cefalonia.

 

Además de las alusiones relativamente tempranas que se encuentran en las obras de Sócrates y de Sozomeno, parece que Leoncio de Neápolis escribió una biografía de San Espiridión a principios del siglo VII; pero sólo se conserva la adaptación que hizo posteriormente Metafrasto (Migne, PG., vol. CXVI, pp. 417-468). Existe también un sermón de Teodoro de Pafos sobre el santo; Usener publicó algunos párrafos en Beitrage zur Geschichte der Legendenliteratur, pp. 222-232, y S. Papageorgios hizo una edición completa en 1901. Pero en gran parte se trata de un texto plagiado de la biografía anónima de los obispos Metrófanes y Alejandro de Constantinopla (cf. Heseler, Hagiographica, (1934). Se dice también que Trifilio de Ledra, discípulo de San Espiridión, escribió otra biografía en versos elegiacos; pero la obra no se conserva. En el arte bizantino San Espiridión aparece con una gorra de pastor; véase, por ejemplo, G. de Jerphanion, Les églises rupestres de Cappadoce (1932); y Byzantinische Zeitschrift (1900), pp. 29 y 107. Véase también P. Van den Ven, La légende de S. Spyridion (1953), que el P. F. Halkin califica de “beau travail d”édition et de critique.”

 

 

Santos Nicasio, Obispo de Reims, y Compañeros, Mártires (¿451? d.C.)

(14 de diciembre)

Un ejército de bárbaros invadió una parte de las Galias y saqueó la ciudad de Reims. El obispo del lugar, Nicasio, había predicho esa calamidad al pueblo, a raíz de una visión, y le había exhortado a prepararse a ella con la penitencia. Al ver al enemigo en las calles, el santo, olvidado de sí mismo y preocupado únicamente por el bien de sus hijos, fue de casa en casa, alentando a todos y exhortándolos a la paciencia y a la constancia. Cuando las gentes le preguntaron si debían rendirse o luchar hasta morir, San Nicasio, que sabía que la ciudad iba a caer en poder de los bárbaros, replicó: “Pongámonos en manos de Dios y oremos por nuestros enemigos. Yo estoy pronto a dar mi vida por vosotros.” San Nicasio se colocó a la puerta de la iglesia para defender a los que estaban dentro y los infieles le decapitaron ahí mismo. San Florencio, su diácono, y San Jocundo, su lector, fueron asesinados al mismo tiempo. Santa Eutropia, hermana de San Nicasio, viendo que los bárbaros no la mataban, se arrojó sobre el asesino de su hermano, le dio de puntapiés y le rasguñó, hasta que éste se decidió a decapitarla.

 

Hay una pasión en la Historia Remensis ecclesiae de Flodoardo (cf. MGH., Scrip-tores, vol. XIII, pp. 417-420), y otros textos en Analecta Bollandiana, vol. I y vol. V. Véase también Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. ni, p. 81. Probablemente San Nicasio murió a manos de los hunos en 451, y no a manos de los vándalos en 407.

 

 

San Venancio Fortunato, Obispo de Poitiers (C. 605 P. C.)

(14 de diciembre)

Venancio Honorio Clemenciano Fortunato nació en Treviso hacia el año 535, se educó en Ravena, y es más conocido como poeta que como santo. Fue un hombre muy popular. El rey Sigeberto y su corte le admiraban tanto como Santa Radegundis y sus religiosas. Los escritos de Venancio Fortunato llegaron a ser tan famosos, que un panegirista italiano del siglo XVI dijo que las odas de Horacio eran pequeñas en comparación de los himnos pindáricos del santo. Sin embargo, no se puede negar que la popularidad de Venancio Fortunato se debió, en parte, a una debilidad humana muy explicable: su deseo de agradar y ser alabado. Cierto que Santa Radegundis, la abadesa Inés y el duque Lupo, merecían los encomios que les prodigó, pero otros, como Chariberto y Fredegunda, no los merecieron ni en sus mejores momentos. Fortunato partió a Italia cuando contaba alrededor de treinta años para ir al santuario de San Martín de Tours a dar gracias por haberse repuesto de una enfermedad de los ojos. Durante el viaje, escribió poemas en honor de los obispos y otros distinguidos personajes que le hospedaron. Como llegó a Metz precisamente en los días en que iba a celebrarse el matrimonio del rey, compuso un epitalamio en honor de Sigeberto y Brunequilda. En París le llamó particularmente la atención la diligencia con que el clero cantaba el oficio divino

De Tours pasó a Poitiers. Ahí se estableció y recibió la ordenación sacerdotal. De esa época, data la amistad que le unió toda la vida con Radegundis, la abadesa Inés y las religiosas de la Santa Cruz, de las que fue una especie de “factótum” y protector extraoficial. Venancio, Radegundis e Inés, sostuvieron una nutrida correspondencia, en la que se intercalaban poemas. Muchas de esas cartas se han perdido. La amistad que los unía era suficientemente íntima para ser alegre y suficientemente seria para ser fructuosa. En una cuaresma. Fortunato escribió a Radegundis una carta en verso, en la que le pedía que no se aislase demasiado durante ese tiempo de penitencia. “Aun cuando no hay nubes y el cielo está sereno, falta el sol cuando vos estáis ausente.” En seguida, le aconsejaba que bebiese vino y comiese más para no perder la salud, y le daba las gracias por los frutos y platillos que le había enviado. “Me aconsejasteis que tomase dos huevos por la tarde. Para decir la verdad, tomé cuatro. Quisiera que mi alma fuese tan dócil a vuestros consejos como lo es mi estómago.” Fortunato termina la carta prometiendo a Santa Radegundis que le enviará rosas, lirios y otras flores en cuanto las encuentre.

El año 569, el emperador Justiniano II envió una reliquia de la verdadera cruz al monasterio, lo que dio ocasión para ver a Fortunato bajo otra luz. El rey Sigeberto delegó en San Eufronio de Tours la misión de depositar solemnemente la reliquia, pues Meroveo de Poitiers, que no era amigo de Fortunato, se había rehusado. En esa oportunidad, Fortunato compuso el himno “Vexilla regís prodeunt”, que se canta actualmente el Viernes Santo durante la procesión que se hace para transportar el Santísimo Sacramento desde el monumento, en las Vísperas del tiempo de Pasión y en las fiestas de la Cruz. Fortunato era sobre todo un poeta litúrgico. En la liturgia romana se conserva también otro himno suyo, el “Pange lingua.” El “Salve festa dies”, que se reza en Pascua, es también de Fortunato.

Santa Radegundis murió el año 587, e Inés falleció por la misma época. A partir de entonces, Fortunato participó más de Heno en los asuntos públicos y eclesiásticos, y era bien recibido en dondequiera que hacía falta un poeta para celebrar algún acontecimiento. Fue particularmente amigo de tres obispos santos, Félix de Nantes, Leoncio de Burdeos y Gregorio de Tours, el último de los cuales le aconsejó que coleccionase y publicase sus poemas. Fortunato publicó diez tomos durante su vida. Entre sus obras más serias se cuentan las biografías de San Martín, de Santa Radegundis y de otros santos más. Hacia el año 600, fue elegido obispo de Poitiers, pero su gobierno fue muy breve.

Venancio Fortunato era particularmente sensible —por no decir morbosamente sensible— a las penas y dificultades de las mujeres, como puede verse por las líneas que escribió a la abadesa Inés sobre la virginidad, así corno por otros pasajes de sus obras. Pero esa misma sensibilidad le permitió apreciar como pocos el papel de la vida y el pensamiento cristianos en la Galia merovingia, ya que muchas de las principales figuras de entonces eran mujeres. Generalmente, se considera a Venancio Fortunato como “personaje ilustre, buen poeta y gran obispo.” Pero no todos los autores son tan benévolos, ya que no han faltado críticos adversos que le acusan de haber exagerado el tacto y la prudencia hasta convertirlos en pusilanimidad y dulzarronería y de haberse guiado por el principio de que había que gozar de la vida lo más posible. Hay que reconocer que con frecuencia se dejaba llevar del deseo de agradar; pero también hay que admitir que la idea de disfrutar lo más posible de esta vida y de la otra, si se entiende bien, no está reñida con el cristianismo. No hay ningún estado de vida en el que la santidad sea imposible. San Venancio Fortunato fue un caballero romano muy culto, de gustos refinados y de vida poco simpática. Su nombre no figura en el Martirologio Romano, pero su fiesta se celebra en varias diócesis de Francia e Italia.

Las principales fuentes son las obras de Gregorio de Tours y las cartas y escritos del poeta. El mejor texto de las obras completas de Fortunato es el de Leo y Krusch, en MGH., Auctores antiquissimi, vol. IV. Por lo que toca al juicio literario de los escritos de Fortunato, bastará con citar a M. Manitius, Geschichte der lateinischen Literatur des Mittelalters, vol. I, pp. 170-181, y las referencias que hay en los volúmenes siguientes. Véase también el largo artículo del DAC., vol. V, ce. 1982-1997; DTC., col. VI, ce. 611-614; y DCB., vol. II, pp. 552-553. Al fin en este último artículo se exageran un poco los defectos de Fortunato. Helen Wadelle publicó en Mediaeval Latín Lyrics (1935), pp. 58-67, el texto y una traducción de cinco poemas de Fortunato. Acerca del culto del santo, cf. B. de Gaiffier, en Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), pp. 262-284.

 

 

Santa Nina, Virgen (Siglo IV).

(15 de diciembre)

La historia de los orígenes del cristianismo en el antiguo reino de Georgia (Iberia) es muy incierta. Rufino relata los comienzos de la evangelización, que los habitantes de Georgia y los orientales en general suelen aceptar y embellecer. Según Rufino, a principios del siglo IV, llegó a Georgia una joven prisionera (los georgianos la llaman Nina; el Martirologio Romano le da simplemente el nombre de “Cristiana”). El pueblo quedó muy impresionado por la sencillez e inocencia de la joven y por el mucho tiempo que consagraba a la oración de día y de noche. A las preguntas de las gentes, Nina respondía simplemente que adoraba a Cristo como Dios. Un día, una mujer le presentó a su hijito enfermo y le preguntó qué debía hacer para que sanase. Nina le respondió que Jesucristo podía curar aun las enfermedades más graves; acto seguido, envolvió al niño en su áspero manto, invocó al Señor, y devolvió a la criatura perfectamente sana. El rumor del milagro llegó a oídos de la reina de Iberia, que estaba también enferma, e inmediatamente mandó llamar a Nina. Como la santa se negase a ir, la reina acudió a verla y quedó curada. La reina quiso hacer algo por su bienhechora, pero ésta le dijo: “Es obra de Cristo y no mía. El es el Hijo de Dios y el creador del mundo.” La reina repitió esas palabras al rey. Poco después, el monarca se extravió durante una cacería, a causa de la niebla, y juró que creería en Cristo si encontraba el camino. La niebla se disipó y el rey cumplió su promesa y llamó a la santa para que los instruyese. El monarca anunció al pueblo que había cambiado de religión, dio permiso a Nina de predicar y enseñar, y empezó a construir una iglesia. Durante la construcción, Dios obró otro milagro por la intercesión de su sierva; en efecto, un pilar que bueyes y hombres no habían podido mover, voló por el aire y fue a colocarse en el sitio que le correspondía, a la vista de la multitud. El rey envió al emperador Constantino una embajada para comunicarle su conversión y pedirle que mandase obispos y sacerdotes a Iberia. Así lo hizo Constantino.

Un príncipe ibérico, llamado Bakur, refirió esta leyenda a Rufino en Palestina, antes de principios del siglo V. Es muy posible que la conversión de Georgia haya comenzado en el reinado de Constantino y que una mujer haya desempeñado en ella un papel de importancia. El relato de Rufino ha sido traducido (y ampliado) al griego, al sirio, al armenio, al copto, al arábigo y al etíope. En la literatura de Georgia hay toda una serie de leyendas sobre la santa, que carecen de valor histórico. Rufino no cita el nombre de ninguna población, ni los del rey y la reina; tampoco da el nombre de la santa, ni mucho menos explica dónde nació. Las leyendas posteriores han suplido con creces esas omisiones. Nina (que, según ciertas versiones, no era una cautiva, sino que había huido voluntariamente de la persecución de Diocleciano), era originaria de Capadocia (o de Roma, o de Jerusalén, o de la Galia). Los armenios afirman que era armenia y la relacionan con Santa Rípsima. Después de dejar firmemente establecido el cristianismo, Nina se retiró a una celda de la montaña, en Bodbe de Kakheti. Ahí murió y fue sepultada. Más tarde, la región se convirtió en una sede episcopal y las reliquias de la santa se conservan en la catedral. También es interesante notar que desde tiempo inmemorial se dice que la catedral de Mtzkheta fue la iglesia del pilar milagroso. Está fuera de duda que, en la época en que Rufino escribió, Georgia era ya parcialmente cristiana; pero es imposible determinar hasta qué punto tiene fundamento histórico la leyenda que le contó el príncipe georgiano y aun cuál fue exactamente esa leyenda.

 

Se ha discutido mucho sobre el pasaje de Rufino. Puede verse en el texto de Mommsen, publicado en la edición de Eusebio, que se guarda en la Academia de Berlín. El P. Paul Peeters ha elucidado mucho la cuestión en su artículo Les debuts du christianisme en Géorgie (Analecta Bollandiana, vol. 1, 1932, pp. 5-58). Resultaría demasiado complicado estudiar aquí todos los elementos que han intervenido en el desarrollo de la fantástica leyenda de Santa Nina en sus diversas versiones. La leyenda, por lo menos en su forma más conocida, no data de antes del año 973; y los textos georgianos son posteriores. En Studia Bíblica et Ecclesiastica de Oxford, vol. V, hay una traducción inglesa de una biografía georgiana, hecha por M. y J. Wardrop, y una traducción de un texto armenio, debida a F. C. Conybeare; pero no podemos garantizar la exactitud de las fechas, que nos parecen demasiado tempranas. En alemán existe el excelente estudio de M. Kekelidze, Die Bekehrung Georgiens zam Christentum (1928). Acerca de la cruz milagrosa de Santa Nina, véase Peeters, en Analecta Bollandiana, vol. VII (1935), pp. 305. 306. En Egipto se llama algunas veces Teognosta a la santa; dicho nombre proviene de una mala lectura de la traducción griega del texto de Rufino, quien no da el nombre de la santa.

 

 

San Pablo de Latros (956 d.C.)

(15 de diciembre)

El padre de este ermitaño, que era oficial del ejército imperial, murió en una batalla contra los sarracenos. Entonces, la madre de Pablo partió con sus dos hijos de Pérgamo, donde había nacido nuestro santo, a Bitinia. Basilio, el mayor de los dos hijos, tomó el hábito en el monasterio del Monte Olimpo; pero poco después, deseoso de mayor soledad, se retiró al Monte Latros (Latinos). Después de la muerte de su madre, Basilio indujo a su hermano a abrazar la vida religiosa. Aunque todavía era muy joven, Pablo había experimentado ya la vanidad del mundo y los peligros de vivir en él. Basilio le encomendó al abad de Karia para que le instruyese. Pablo quería ser ermitaño para vivir en mayor soledad y austeridad; pero su abad, juzgando que era demasiado joven todavía, no le dejó partir mientras vivió. Después de la muerte del abad, Pablo se estableció en una cueva de la cumbre del Monte Latros. Durante varias semanas, sólo se alimentó de bellotas verdes, que al principio le hicieron mucho daño. Ocho meses después, sus superiores le mandaron regresar a Karia. Se cuenta que, cuando trabajaba en la cocina, el fuego del horno le hacía pensar tanto en el infierno, que no podía mirarlo sin prorrumpir en llanto.

Cuando sus superiores le dieron permiso de seguir su vocación, el santo se retiró a la parte más rocosa del monte. Durante los primeros tres años sufrió violentas tentaciones. De cuando en cuando, algún campesino le llevaba algo de comer, pero generalmente San Pablo se alimentaba de yerbas silvestres. Cuando la fama de su santidad se extendió por la provincia, fueron a reunirse con él algunos discípulos y construyeron una serie de celdas. El santo, que se preocupaba tan poco de su propio cuerpo, ponía gran cuidado en que no faltasen nada a los que vivían bajo su dirección. Al cabo de doce años, se retiró a otro sitio del monte en busca de mayor soledad. De cuando en cuando, iba a visitar a sus discípulos para alentarlos. Algunas veces los acompañaba al bosque para cantar el oficio divino al aire libre. Cuando éstos preguntaron a San Pablo por qué en ciertas ocasiones estaba tan alegre y en otras tan triste, respondió: “Cuando nada me distrae de Dios, mi corazón se inunda de gozo, de suerte que me olvido aun de comer y de las otras necesidades corporales. En cambio, cuando tengo distracciones, me siento muy abatido.” Algunas veces hablaba a sus discípulos de lo que pasaba entre Dios y su alma y de las gracias extraordinarias que recibía en la contemplación.

Deseando encontrar la soledad perfecta, el santo se retiró a la isla de Samos y se escondió en una cueva. Pero pronto fue descubierto su refugio y fueron a reunírsele nuevos discípulos, de suerte que repobló las “lauras” que habían sido destruidas por los sarracenos. Los monjes de Latros le rogaron que volviese con ellos y así lo hizo. El emperador Constantino Porfiriogénito le escribía con frecuencia para pedirle consejo, y más de una vez tuvo que arrepentirse de no haberlo seguido. San Pablo se preocupaba mucho por los pobres y solía quitar de su comida y vestidos más de lo conveniente para repartirlo entre ellos. En cierta ocasión intentó venderse como esclavo para socorrer a unas personas que se hallaban en grave necesidad; pero sus discípulos se lo impidieron. El 6 de diciembre de 956, presintiendo que se acercaba la hora de su muerte, bajó de su celda a la iglesia, celebró la misa más temprano que de costumbre y, en seguida, fue a acostarse. El tiempo que le quedaba de vida lo pasó orando y dando instrucciones a sus discípulos. Murió el 15 de diciembre. Los griegos le conmemoran en esa fecha. Algunas veces se le llama San Pablo el Joven.

 

La biografía de San Pablo, escrita por un discípulo anónimo, es una de las biografías bizantinas más fidedignas. Fue publicada por primera vez en Analecta Bollandiana vol. xi (1892). Delehaye hizo una edición más cuidadosa en el volumen titulado Der Latmos, que fue publicado en 1913 por T. Wiegand y otros eruditos, con abundantes ilustraciones y comentarios arqueológicos. En el mismo volumen hay un panegírico tomado de un manuscrito hasta entonces inédito (MS. Vaticano 704). Véase también Zeitschrift  katholische Theologie, vol. XVIII (1894), pp. 365 ss.; y Revue des quest. histor., vol. X (1893) pp. 49-85.

 

 

San Eusebio, Obispo de Vercelli (371 d.C.)

(16 de diciembre)

San Eusebio, nació en Cerdeña. Según se dice, su padre estuvo ahí prisionero por la fe. Cuando su madre quedó viuda, se trasladó a Roma con Eusebio y su hermana. Eusebio se educó ahí y recibió la orden del lectorado. Más tarde, fue enviado a Vercelli del Piamonte, donde se distinguió tanto en el servicio de la Iglesia, que el clero y el pueblo le eligieron para gobernar la sede. San Eusebio es el primer obispo de Vercelli de cuyo nombre queda memoria. San Ambrosio cuenta que fue el primer personaje de occidente que unió la disciplina monástica con la clerical, ya que vivía en comunidad con una parte de su clero. Por ello, los canónigos regulares veneran especialmente a San Eusebio. El santo comprendió que el primero y mejor de los medios para trabajar eficazmente por la santificación de su grey consistía en formar personalmente a su clero en la virtud, piedad y celo de las almas. En esa empresa tuvo tanto éxito, que sus discípulos fueron elegidos obispos de otras diócesis, y muchos de ellos brillaron como faros en la Iglesia de Dios. San Eusebio se ocupaba también de la instrucción del pueblo con gran diligencia, y muchos pecadores cambiaron de vida, gracias a la virtud de la verdad que predicaba el santo y a su ejemplo de bondad y caridad.

El año 354, fue convocado al servicio de la Iglesia universal y, durante los diez años siguientes, se distinguió como confesor de la fe y sufrió por ella. En efecto, el año 354 el Papa Liberio designó a San Eusebio y a Lucifer de Cagliari para que fuesen a pedir al emperador Constancio que reuniese un concilio y tratase de poner fin a la contienda entre los católicos y los arríanos. Constancio accedió, y el concilio se reunió en Milán, el año 355. Eusebio, viendo que los arríanos, aunque eran menos numerosos que los católicos, se iban a imponer por la fuerza, se negó a asistir al concilio hasta que Constancio le obligó. Cuando los obispos recibieron la orden de firmar un documento que condenaba a San Atanasio, Eusebio se rehusó a hacerlo y, poniendo sobre la mesa el Credo de Nicea, exigió que todos lo suscribiesen antes de discutir el caso de San Atanasio. Ello produjo un verdadero tumulto. Finalmente, el emperador mandó llamar a San Eusebio, San Dionisio de Milán y Lucifer de Cagliari, y les exigió que condenasen a Atanasio. Ellos insistieron en que era inocente y que no había derecho a condenarle sin oírle, y reclamaron contra la intervención del brazo secular en las decisiones eclesiásticas. El emperador se enfureció y los amenazó de muerte; pero se contentó con desterrarlos. San Eusebio fue desterrado por primera vez a Escitópolis de Palestina, donde estuvo bajo la vigilancia de Pátrofilo, el obispo arriano.

Al principio, se alojó en casa de San José de Palestina, cuya familia era la única ortodoxa de la población. San Epifanio y otros distinguidos personajes le consolaron visitándole, y unos mensajeros fueron desde Vercelli a llevarle una ayuda pecuniaria. Pero la paciencia del santo se vio sometida a duras pruebas. Después de la muerte del conde José, los arríanos insultaron a San Eusebio, le arrastraron medio desnudo por las calles y durante cuatro días, le tuvieron encerrado en una reducida habitación y le molestaron continuamente para que aceptase los principios arríanos. Como ni sus diáconos, ni los otros cristianos podían ir a visitarle, el santo escribió a Patrófilo una carta encabezada de la siguiente manera: “Eusebio, siervo de Dios, y los otros siervos de Dios que sufren con él por la fe, al perseguidor Patrófilo y sus secuaces.” Después de describir lo que había sufrido, pedía que se diese a sus diáconos el permiso de visitarle. San Eusebio hizo una especie de “huelga de hambre.” Cuando llevaba cuatro días sin probar alimento, los arríanos le enviaron de nuevo a su casa. Pero tres semanas más tarde, irrumpieron nuevamente en la casa y le sacaron a rastras, después de robar sus bienes, desparramar sus provisiones y echar fuera a su séquito. San Eusebio se las arregló para escribir a su grey una carta en la que contaba lo sucedido. .Más tarde, fue trasladado de Escitó-polis a Capadocia, y luego a la Tebaida superior. Se conserva una carta que escribió desde Egipto a Gregorio, obispo de Elvira, en la que le alaba por la constancia con que había resistido a los enemigos de la fe de la Iglesia, y expresaba su deseo de morir sufriendo por el Reino de Dios.

Constantino murió hacia el año 361. Julián permitió que los obispos desterrados retornasen a sus respectivas sedes. San Eusebio fue entonces a Alejandría a hablar con San Atanasio sobre los remedios que había que aplicar a los males de la Iglesia. Ahí tomó parte en un concilio y, después, se trasladó a Antioquía, como legado conciliar, para hacer que se reconociese como obispo a San Melecio y para tratar de poner fin al cisma eustaciano. Desgraciadamente, Lucifer de Cagliari acababa de echar leña al fuego, nombrando a Paulino obispo de los eustacianos. Eusebio le reprendió por la ligereza con que había procedido. El fogoso Lucifer se vengó rompiendo la comunión con él y con todos aquéllos que, obedeciendo los decretos del concilio de Alejandría, aceptaban a los obispos convertidos del arrianismo. Tal fue el origen del cisma de Lucifer, a quien su orgullo hizo perder el fruto del celo que había mostrado hasta entonces y de lo que había sufrido por la fe.

No pudiendo hacer nada en Antioquía, San Eusebio recorrió el oriente hasta la Iliria, confirmando en la fe a los que vacilaban en ella y reconciliando a muchos que se habían alejado de la Iglesia. En Italia encontró a San Hilario de Poitiers y, juntos, combatieron a Auxencio de Milán, quien quería imponer el arrianismo. San Jerónimo dice que la ciudad de Vercelli “se quitó los vestidos de luto” cuando volvió su obispo después de tan larga ausencia. No sabemos nada sobre los últimos años de San Eusebio. Murió el lo. de agosto, día en que le conmemora el Martirologio Romano, que le califica de mártir; pero el Breviario hace notar que fue mártir por sus sufrimientos y no por su muerte. En la catedral de Vercelli hay un manuscrito de los Evangelios, escrito, según se dice, de la propia mano del santo. El rey Berengario lo mandó cubrir con láminas de plata hace casi mil años, porque estaba ya muy gastado. Dicho manuscrito es el “codex” más antiguo que se conserva de la versión latina. San Eusebio es uno de los varios personajes a los que se ha atribuido el Credo Atanasiano.

Los Padres de la Iglesia, que con su celo y saber mantuvieron intacta la verdad de la fe, hicieron de la humildad el fundamento de su actividad. Sabiendo que estaban sujetos a error, repetían con San Agustín: “Puedo errar, pero nunca seré hereje.” La prudencia y la humildad no son menos necesarias en los estudios profanos que en los religiosos. Algunos pierden el contacto con la realidad en sus elucubraciones y desperdician su talento dedicándose a estudios que están por encima de sus fuerzas. Cicerón tiene razón cuando dice que no hay doctrina, por absurda que sea, que no haya sido defendida por algún filósofo. Por ello, el Apóstol afirma que “la ciencia hincha”, no porque sea mala en sí misma, sino porque el corazón humano es muy propenso al orgullo. Generalmente los más ignorantes son los que caen más fácilmente en el defecto de exagerar sus conocimientos y cualidades.

 

Dado que no existe ninguna biografía propiamente dicha de San Eusebio (pues la que publicó Ughelli es muy posterior y de poco valor histórico), las principales fuentes son las cartas del santo, un artículo de los Viri illustres de San Jerónimo, y la literatura polémica de la época. Los principales acontecimientos de la vida de San Eusebio están relacionados con la historia general de la Iglesia. Véase, por ejemplo, Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, vol. I, pp. 872 ss. y 961 y ss.; Duchesne, Hist. ancienne de l”Eglise, vol. II, pp. 341-350; Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 486-487; y sobre todo Savio, Gli antichi vescovi d’Italla, vol. I, pp. 412-420 y 514-544.

 

 

Santa Adelaida, Viuda (999 d.C.)

(16 de diciembre)

El año 933, Rodolfo II de la Borgoña superior concluyó un tratado con Hugo de Provenza. Ambos príncipes habían luchado hasta entonces por la corona de Italia (Lombardía). Una de las cláusulas estipulaba que la hija de Roberto, Adelaida, que entonces tenía dos años, debía contraer matrimonio con Lotario, hijo de Hugo. Catorce años más tarde, Conrado de Borgoña, hermano de Adelaida, hizo poner la cláusula en ejecución. Para entonces, Lotario era ya nominalmente rey de Italia; pero el poder estaba realmente en manos de Berengario de Ivrea. La pareja tuvo una hija, Erna, que más tarde se casó con Lotario II de Francia. Lotario de Italia murió el año 950. No es imposible que haya sido asesinado por su sucesor, Berengario. Este trató de obligar a Adelaida a contraer matrimonio con su hijo. Como ella se negase, la trató brutal e indignamente y la encarceló en un castillo del Lago de Garda. Por entonces Otón el Grande, de Alemania, invadió el norte de Italia para restablecer el orden y derrotó a Berengario. Adelaida fue puesta en libertad, o, como dicen otros, escapó de la prisión y fue a reunirse con Otón. Para consolidar su autoridad en Italia, Otón contrajo matrimonio con Adelaida, que era veinte años más joven que él, el día de Navidad del año 951, en Pavía. Tuvieron cinco hijos. Ludolfo, hijo del primer matrimonio de Otón, que estaba celoso de la influencia de su madrastra y de sus hermanastros, encabezó a todos los descontentos y rebeldes. Pero la buena y graciosa Adelaida se ganó pronto el cariño de los alemanes. Otón fue coronado emperador en Roma el año 962. No sabemos nada sobre la vida de Adelaida en los siguientes diez años, hasta 973, cuando murió su esposo y ascendió al trono su hijo mayor.

Otón era un hombre bueno y brillante, pero ligero y orgulloso. Poco después de su ascensión al trono, mal aconsejado por su esposa, la bizantina Teófana, y otros personajes de la corte, se volvió contra su madre. Adelaida abandonó la corte y se refugió en Vienne, con su hermano Conrado. La santa pidió auxilio a San Mayólo de Cluny, a quien ella había deseado ver ceñir la tiara pontificia cuando Benedicto IV fue asesinado el año 974, y el abad de Cluny consiguió efectuar la reconciliación; en efecto, madre e hijo se reunieron en Pavía, y Otón pidió de rodillas perdón a Adelaida por la forma en que había procedido. La santa envió varios regalos al santuario de San Martín de Tours, entre otras cosas la mejor túnica de Otón, y pidió que se intercediese por su hijo ante el santo “que tuvo la gloria de cubrir con su manto a nuestro Señor Jesucristo en la persona de un mendigo.”

Las dificultades se repitieron el año 983, a la muerte de Otón. Como Otón III era todavía un niño de brazos, Teófana asumió la regencia. Teófana tenía el sentido político de las grandes princesas bizantinas y, en ese aspecto era muy superior a Santa Adelaida, quien volvió a abandonar la corte. Pero Teófana falleció súbitamente el año 991, y la anciana emperatriz asumió entonces la regencia. Aunque su consejero era San Wiligis de Mainz, la regencia era una tarea demasiado pesada para su temperamento apacible. La santa había sabido durante toda su vida perdonar generosamente a sus enemigos y había sido dócil a la dirección sucesiva de San Adalberto de Magdeburgo, San Mayólo y San Odilón de Cluny. Este último la calificó de “maravilla de belleza y de gracia.” Santa Adelaida fundó y restauró varios monasterios de monjes y de religiosas y se mostró particularmente solícita por la conversión de los eslavos, quienes turbaron los últimos años de su regencia con sus incursiones por la frontera oriental del Imperio. Santa Adelaida regresó finalmente a Borgoña. La muerte la sorprendió en un monasterio que había fundado en Seltz, a orillas del Rin, cerca de Estrasburgo, el 16 de diciembre de 999. Aunque la santa no ha sido nunca canonizada formalmente, su fiesta se celebra en varias diócesis de Alemania y de otros países.

 

La fuente más fidedigna es el Epitaphium de San Odilón de Cluny. Puede verse en MGH., Scriptores, vol. IV, pp. 635-649, y en Migne, PL., vol. CXLII, ce. 967-992. Se hallarán muchos otros datos dispersos en las crónicas de la época. En alemán existe la biografía de F. P. Wimmer, Kaiserin Adelheid (1897). Véase también DHG., vol. I, ce. 516-517.

 

 

Beato Ado, Obispo de Vienne (875 d.C.)

(16 de diciembre)

Ado procedía de una distinguida familia del Gátinais. Se educó en la abadía de Ferriéres, cerca de Sens, bajo la dirección del célebre Lupo Servato. Renunciando a un brillante porvenir en el mundo, tomó el hábito en la abadía, donde pronto se distinguió por su santidad y saber. El abad de Prüm, Markwardo, pidió al abad Sigulfo que enviase a Ado, quien era todavía muy joven, a enseñar las ciencias sagradas en su monasterio. Sigulfo accedió. Ado supo hacer de sus discípulos verdaderos siervos de Dios; pero, a raíz de ciertas dificultades, tuvo que salir de Prüm. Más tarde, San Remigio de Lyon, arzobispo de dicha ciudad, le confió la parroquia de San Román. Por otra parte, Lupo Servato, que había sido elegido abad de Ferriéres, se constituyó en abogado de Ado, quien fue elegido y consagrado arzobispo de Vienne el ano 859. El santo predicó infatigablemente las verdades eternas. Generalmente comenzaba así sus sermones: “Escuchad a la Verdad Eterna, que os habla en el Evangelio”, “Escuchad a Jesucrito, quien os dice”, o alguna expresión por el estilo. Ado fue un obispo admirable que se opuso implacablemente a Lotario II de Lorena en los asuntos matrimoniales que presentó al Papa San Nicolas I. Carlos el Calvo envió al santo a Roma a exponer el caso de Teutberga, y el Papa escogió a Ado como legado para llevar las cartas que anulaban los infames decretos del sínodo de Metz.

El Beato Ado escribió varias obras, la más conocida de las cuales es el martirologio que lleva su nombre. La primera versión fue escrita en San Román, entre los años 855 y 860. Tanto el martirologio de Usuardo, que era un resumen del de Ado, como las versiones posteriores de este último, ejercieron una influencia muy fuerte y perniciosa sobre el Martirologio Romano. El beato usó, entre otras fuentes, el “Martirologium Romanum Parvum”, que pasaba por ser un martirologio antiguo de la iglesia romana. El mismo cuenta que en Ravena vio un manuscrito de dicha obra, enviado a Aquileya por uno de los Papas, y que hizo una copia para su propio uso. Actualmente está probado que el “Parvum” era una obra espuria, escrita en la época de Ado, y no han faltado quienes afirman que el propio Ado fue el autor de ella. No hay por qué escandalizarse, ya que la idea, por lo demás muy justa, de que la falsificación de documentos era una cosa reprobable, data de mucho tiempo después. Aun en nuestros días, no es raro que se ponga en circulación una leyenda piadosa o una fábula hagiológica, sin advertir expresamente que se trata de un hecho dudoso o absolutamente falso desde el punto de vista histórico.

El Beato Ado escribió también las vidas de San Desiderio y San Teuderio, y una Crónica Universal de las Seis Edades del Mundo, desde la creación hasta el año 869. Vienne, como otras ciudades episcopales del sur de Galia (Vgr. Arles y Marsella), aspiraba a poseer orígenes apostólicos. Ado inventó la tradición de que San Pablo envió a Crescente no a Galacia sino a Galia (2 Tim., IV, 10); el Martirologio Romano conmemora el 29 de diciembre la solemne consagración de Crescente como primer obispo de Vienne, y hace alusión a ella al hablar del martirio de Crescente en Galacia (27 de junio). Ado murió en Vienne, el 16 de diciembre de 875. Con frecuencia se le da el título de santo; pero el Martirologio Romano le llama simplemente “Beatus.”

 

Hay una biografía de Ado en Mabillon, vol. IV, pte. 2, pp. 262-275; pero su valor como fuente histórica es discutible. Duchesne estudia la relación de Ado con Vienne, en Pastes Episcopaux, vol. I, pp. 147, 162, 210. Dom Quentin investigó muy a fondo la cuestitón del martirologio de Ado, en Martyrologes historiques (1908). Véase también DAC., vol. I, ce. 535-539; y DHG., vol. I, ce. 585-586.

 

 

San Modesto, Patriarca de Jerusalén (634 d.C.)

(17 de diciembre)

Con el pretexto de vengar a su anciano protector, el emperador Mauricio, asesinado por Focas en 602, Cosroes II, rey de los persas, invadió los territorios de Siria. Al no encontrar ninguna resistencia seria, extendió sus conquistas. En el año 613, el general persa Romizanes, llamado el “Scharbaraz” (el “jabalí real”) se apoderó de Damasco y, al año siguiente, entró en Palestina, donde fue bien acogido por los judíos y los samaritanos, en tanto que los cristianos, afectados por divisiones internas, fueron incapaces de defenderse. En esas condiciones, el patriarca de Jerusalén, Zacarías creyó preferible tratar con el enemigo que, por su parte, manifestaba intenciones pacíficas. Debe tenerse en cuenta que en Persia los cristianos eran bastante numerosos por aquel entonces y que algunos de ellos ocupaban puestos de importancia. El mismo Cosroes mostraba cierta simpatía hacia la religión cristiana. Pero había en Jerusalén un partido de intransigentes, convencidos de que Dios no permitiría que la Ciudad Santa cayese en manos de los bárbaros. Estos fueron los que amenazaron al patriarca con hacerlo perecer como a un traidor si entablaba tratos con los invasores persas. Zacarías cedió a las presiones, no sin haber declarado antes que no se hacía responsable por las desgracias que sobrevendrían inevitablemente. Entonces, envió a Jericó al higumeno * de San Teodosio, llamado Modesto, con la misión de reunir y llamar a la guarnición bizantina. Los persas no dieron tiempo a que llegaran los refuerzos y, en mayo de 614, entraron en la Ciudad Santa, incendiaron las iglesias, y mataron a gran número de los habitantes, vendieron a otros muchos como esclavos y desterraron al resto, con el patriarca Zacarías, hasta Persia. Gracias a la intervención del platero particular del rey Cosroes, un cristiano llamado Yazdin, no fueron destruidas las reliquias de la verdadera Cruz, aunque se las confiscó como botín de guerra.

Durante algunos años, los habitantes de Palestina tuvieron que soportar un régimen de terror, sometidos como estaban a los excesos de los persas y a las represalias de los judíos que aprovecharon la situación para destruir las iglesias.

Los primeros éxitos de Heraclio, en 622, obligaron a Cosroes a cambiar de actitud para no provocar revueltas entre los pueblos conquistados. En consecuencia, expulsó a los judíos del territorio de Jerusalén, ordenó la restitución de iglesias y monasterios a los cristianos y concedió a éstos el derecho de reconstruir lo que estaba en ruinas y les otorgó la libertad de culto. Pero, no obstante los favores concedidos, el rey apoyaba decididamente a los herejes monofisitas, y los cristianos de Palestina, privados de su patriarca y de la mayoría de los sacerdotes y monjes que habían huido hacia el otro lado del Jordán, a Egipto y aun a occidente, corrían el riesgo de caer en la herejía.

Fue entonces cuando apareció en escena el higumeno Modesto, un digno sucesor de San Teodosio, con el valor suficiente para emprender la reconstrucción moral y material de la Ciudad Santa. Algunos años más tarde, An-tíoco, monje de San Sabas, escribió a Eustacio de Ancira, para relatarle el martirio de cuarenta y cuatro monjes y concluía su misiva con estas palabras de esperanza: “Por la gracia de Cristo y el celo de nuestro muy santo padre Modesto, los monasterios se han poblado de nuevo. Porque el virtuoso Modesto no sólo vela por los monasterios del desierto, sino también por los de las ciudades y sus alrededores, y el espíritu de Dios está con él. En efecto, Modesto es para nosotros un nuevo Beselel u otro Zorobabel lleno del Espíritu Santo, y ha vuelto a levantar los venerables santuarios de Nuestro Salvador Jesucristo que fueron derribados e incendiados: la santa iglesia del Calvario, la santa Anástasis, la venerable casa de la preciosa Cruz, la Madre de las iglesias, la de su bendita Ascensión y los otros templos honorables.”

Bastante más tarde, Eutiquio, que era médico y llegó a ser patriarca de Alejandría (933-940), alabó también los méritos de Modesto. “Cuando los persas se retiraron de Jerusalén, escribió, después de haber destruido y quemado las iglesias, había en el monasterio de Duaks, es decir en el de San Teodosio, un monje llamado Modesto, que era el superior. Al retirarse los persas, Modesto viajó a Ramlé, a Tiberíades, a Tiro y a Damasco para inflamar la fe de los cristianos y pedirles su ayuda para la reconstrucción de las iglesias de Jerusalén. Gracias a sus donativos, Modesto reunió abundantes recursos y regresó a la ciudad, donde construyó la iglesia de la Resurección, el Sepulcro, el lugar del Cranion y San Constantino. Esas construcciones subsisten hasta hoy. Al saber que Modesto reconstruía las iglesias destruidas por los persas, Juan el Limosnero, patriarca de Alejandría, le envió mil bestias de tiro, mil bolsas de trigo, mil bolsas de granos, mil barriles de pescado salado, mil ánforas de vino, mil láminas de fierro y mil obreros.”

El propósito de Modesto era el de dar a las basílicas la magnificencia y esplendor que tenían antes de la invasión. El fuego de los incendios había carcomido los techos, ahumado las paredes y destruido los ornamentos. Todo el mobiliario fue destrpzado o tomado como botín. La tarea era ardua, y Modesto no hizo el intento de crear, sino solamente de restaurar. Las investigaciones han demostrado que respetó las formas originales, sobre todo en el Santo Sepulcro, donde se conservan detalles de la construcción de Constantino “ que, otros autores anteriores creyeron que eran obra de Modesto. Su gran mérito fue el de ponerse inmediatamente en acción, porque de haber esperado tiempos mejores, que nunca llegaron, no hubiese devuelto al culto cristiano las iglesias de Jerusalén. Comenzó por la más venerable de las basílicas, la del Santo Sepulcro, a la que restauró en todas sus partes; luego continuó con la Anástasis, el Cranion, la capilla del Calvario y la iglesia de la Cruz, así como la gran basílica del Martyrium que, a partir del siglo IX, llevó el nombre de su constructor, San Constantino. Con el nombre de “Madre de las iglesias”, el monje Antíoco designa a la gran basílica de la ciudad alta que se hallaba en el lugar donde estuvo el Cenáculo y que, con el nombre de Santa Sión, fue objeto de una veneración particular. En el Monte de los Olivos, Modesto se preocupó especialmente del grupo formado por la iglesia de la Ascensión y la de Santa Elena.

Como Modesto no pudo ocuparse de restaurar iglesias tan ilustres corno la de Getsemaní y la de San Esteban, por falta de recursos, desaparecieron y fueron reemplazadas por oratorios pobres y exiguos. Jerusalén le debió a Modesto la fisonomía que conservó hasta la época de las Cruzadas, puesto que su actividad no se limitó a las grandes basílicas, sino que alcanzó también a muchas iglesias secundarias, como la de San Juan Bautista, que aún existe.

Mientras Modesto se ocupaba de sus reconstrucciones, el emperador He-raclio, con una serie de campañas triunfales, arrebató a los persas todas sus conquistas. Cuando exigió la evacuación total de Siria, recuperó las reliquias de la verdadera Cruz. Las mandó trasladar a Tiberíades y él mismo las acompañó hasta Jerusalén, a donde llegó en marzo de 630. La entrada triunfal del emperador victorioso, portador de las veneradas reliquias, dio origen a innumerables leyendas cuyo principal defecto fue el de relegar al olvido a Modesto, el restaurador de los Santos Lugares. Sólo el relato de Eutiquio, más histórico y más sencillo, le rinde el debido homenaje: “A su arribo a Jerusalén, Heraclio fue recibido con el incienso por los habitantes de la ciudad y los monjes de Siq, al frente de los cuales se hallaba Modesto. Cuando el emperador entró en la ciudad, se afligió en extremo a la vista de todo lo que los persas habían asolado e incendiado. Pero al enterarse de que Modesto había reconstruido la iglesia de la Resurrección, el lugar del Cranion y la iglesia de San Constantino, experimentó una gran alegría y dio las gracias a Modesto por lo que había hecho.”

Como el patriarca Zacarías había muerto en el exilio, Heraclio pensó que no podía haber mejor sucesor que aquél que había ocupado su lugar durante largo tiempo y, en consecuencia, Modesto fue el patriarca de Jerusalén. El emperador Heraclio lo llevó consigo hasta Damasco para hacerle entrega del dinero del fisco de Siria y de Palestina. Aún quedaba mucho trabajo por hacer en las iglesias de Jerusalén, y Modesto continuó sin descanso sus tareas de restaurador y sus giras de inspección, pero la muerte le sorprendió en una de éstas, en Sozón, población fronteriza de Palestina. Por aquel entonces, circuló con insistencia el rumor de que los compañeros de viaje de Modesto le habían envenenado para apoderarse del oro que llevaba consigo.

El cuerpo de Modesto fue trasportado a Jerusalén y sepultado en la basílica del Martyrium. “La memoria de Modesto, patriarca de Jerusalén, reconstructor de Sión después del incendio”, fue honrada en la Ciudad Santa, en la fecha del 17 de diciembre. Los sinaxarios lo mencionan el 19 de octubre, el 16 y el 18 de diciembre. El calendario de mármol de Ñapóles, grabado en el siglo IX, nombra al santo el 18 de diciembre. El Martirologio Romano no hace mención de San Modesto, y su culto que no parece haber sido muy popular ni siquiera en el oriente, ha dejado pocos vestigios. Sin embargo, en algunas iglesias de Capadocia aparece su imagen en los frescos y mosaicos.

 

* Higumeno, superior de los monasterios que difundieron el cristianismo en Oriei N. del E.

 

Toda la fama de Modesto radica en la reconstrucción de las iglesias de Jerusalén. H. Vincent y F.M. Abel, en Jerusalem, vol. u y Jérusalem Nouvelle, París, 1914-1926, publicaron un estudio sobre las diversas fuentes de información. Se pueden confrontar s conclusiones con las de A. Grabar, en Martyrium, París, 1946 (cf. índice, vol. II, p- 390). F.M. Abel, Histoire de la Palestine, vol. II, 1952, pp. 389-392. Dict. de théol. cath. vol. X, cois. 2047-2048. La carta del monje Antíoco a Eustacio de Ancira, se encuentra en PG.,

580 vol. LXXXIX , Pags. 1421-1427. Eutiquio, en Corpus scriptor. christian. oriental., cois. 150, 314 y 325, así como en Hagiographie napolitaine de la Analecta Bollandiana, vol. LVII, 1939, pp. 42-43. De Jerphanión, en Les églises rupestres de Capadoce, vol. II, p. 508 y lámina 59. La biografía de San Modesto, descubierta y editada por Loparev en 1892 (Biblioth. hag. gr. n. 1299), es una auténtica fábula. Potio atriubye a Modesto tres discursos (PG. vol. CIV, cois. 244-245), pero su autenticidad es dudosa. El único de esos discursos que ha sido editado íntegramente, el que se refiere a la Dormición de la Virgen, es apócrifo. El P. Jugie lo atribuye a un autor de fines del siglo VII o principios del VIH y que vivió lejos de Jerusalén después de la controversia monoteleta. Véase para esto, La Morí et l”Assomption de la Sainte Vierge, Roma, 1944, pp. 139-150.

 

 

San Lázaro, (Siglo I)

(17 de diciembre)

En el capítulo decimoprimero del Evangelio de San Juan hay un relato muy detallado de la resurrección de Lázaro de Betania, hermano de Marta y María y amigo muy querido del Señor. Pero la Biblia no habla de la vida posterior del resucitado. En las Pseudo-clementinas se cuenta que Lázaro acompañó a San Pedro a Siria. La tradición más común en el oriente afirma que los judíos embarcaron a Lázaro en Jaffa en una nave que hacía agua, junto con sus dos hermanas y otros cristianos, y la nave llegó milagrosamente a la isla de Chipre. Lázaro fue elegido obispo de Kition (Larnaka), y murió apaciblemente treinta años más tarde. El año 890, el emperador León VI construyó una iglesia y un monasterio en su honor en Constantinopla y trasladó allá una parte de las pretendidas reliquias, que se hallaban en Chipre.

En el siglo XI, empezó a hablarse de que Lázaro había estado en Europa occidental, a propósito de la leyenda provenzal de Santa María Magdalena. En una carta que escribió Benedicto IX con ocasión de la consagración de la iglesia abacial de San Víctor de Marsella, hace alusión a las reliquias de Lázaro que estaban ahí; pero no dice que haya sido obispo de Provenza, ni que haya predicado en esa región, como lo afirma la leyenda. Según dicha leyenda, Lázaro fue obligado a embarcarse en un navio sin remos ni timón (con María Magdalena, Marta, Maximino, etc.), y llegó a las playas del sureste de la Galia. En Marsella convirtió a muchas personas, fue elegido obispo, y murió por la fe durante la persecución de Domiciano, en el sitio que ocupa la prisión de San Lázaro. Fue sepultado en una cueva, sobre la que se erigió más tarde la abadía de San Víctor. Sus reliquias fueron trasladadas a Autun, según se dice; pero lo único cierto es que, en 1146, se trasladaron a la catedral de esa ciudad unos restos humanos. Un hecho que puede arrojar luz sobre el origen de la leyenda es que hay en la cripta de San Víctor de Marsella un epitafio de un obispo de Aix (siglo V), quien renunció al gobierno de su sede, hizo un viaje a Palestina, volvió a morir en su patria y fue sepultado ihí. La leyenda está tal vez relacionada también con la traslación de las reliquias de San Nazario, de Milán a Autun, el año 542.

Existen muchas pruebas de que, desde los primeros tiempos del cristianismo, se veneraba a Lázaro, tanto en Jerusalén como en la Iglesia entera. La peregrina Eteria (c 390) describe la procesión que se hacía el sábado anterior al Domingo de Ramos al “Lazarium”, es decir, el sitio en el que Lázaro había sido resucitado. Eteria quedó muy impresionada al ver la gran cantidad de gente que asistía a esa procesión. En la Iglesia de occidente se hacían procesiones semejantes, casi siempre durante la cuaresma. En Milán el Domingo de Pasión se llamaba “Dominica de Lázaro.” San Agustín cuenta que el pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro se leía en Africa n el oficio de la Aurora del Domingo de Ramos.

 

Véase DAC., vol. VIII, ce. 2009-2086, y nuestra bibliografía sobre Santa María Magdalena (22 de julio). Mencionemos también el artículo “Lazaras” de L. Clugnet, en Catholic Encyclopedia (vol. IX, p. 98), y el artículo del P. Thurston en la revista irlandesa Studies, vol. XXIII (1934), pp. 110-123. No merece ningún crédito la leyenda que afirma que las reliquias de San Lázaro están en Autun; mucho mayor peso tiene la tradición oriental que se refiere a Kition de Chipre. Véase Lexikon f. Theologie und Kirche vol. VI, c. 432. Acerca de las celebraciones litúrgicas, cf. Cabrol, en DAC., vol. VIII, ce. 2086-2088. A mediados de la Edad Media, se inventó la leyenda de que Lázaro había relatado por escrito lo que había visto en el otro mundo; véase Max Voigt, Beitrdge zur Geschichte der Visionenliteratur im M.A., vol. II (1924). La orden militar de los caballeros hospitalarios de San Lázaro de Jerusalén (que existe todavía en dos formas distintas en Francia y en Italia) deriva su nombre del Lázaro de la parábola del rico Epulón, no del resucitado.

 

 

Santa Olimpia u Olimpiadis, Viuda (C. 408 d.C.)

(17 de diciembre)

Santa Olimpia, a la que San Gregorio Nazianceno llama “la gloria de las viudas en la Iglesia oriental”, fue para San Juan Crisóstomo lo que Santa Paula fue para San Jerónimo. Olimpia pertenecía a una familia bizantina, tan rica como distinguida. Nació en el año 361. A la muerte de sus padres, su tío, el prefecto Procopio, se encargó de ella y, para gran gozo de la joven, confió su educación a Teodosia, hermana de San Anfiloquio. Era ésta una mujer tan extraordinaria que, según dijo San Gregorio a Olimpia, constituía un modelo de virtud, de suerte que encontraría en ella un espejo de todas las excelencias. Olimpia había heredado una cuantiosa fortuna y era hermosa y de carácter atractivo. Así pues, su tío no tuvo dificultad alguna en arreglar un matrimonio, agradable a ambas partes, entre ella y Nebridio, quien había sido un tiempo prefecto de Constantinopla. San Gregorio escribió disculpándose de no poder asistir al matrimonio a causa de su edad y mala salud, y envió a la novia un poema lleno de buenos consejos. Según parece, Nebridio era un hombre muy exigente; pero murió al poco tiempo. Inmediatamente, surgieron otros pretendientes a la mano de Olimpia, entre los que se contaban los personajes más distinguidos de la corte. El emperador Teodosio apoyaba la causa de Elpidio, un español que era pariente próximo suyo; pero Olimpia manifestó que estaba decidida a no volver a contraer matrimonio, diciendo: “Si Dios hubiese querido que siguiese yo casada, no se habría llevado a Nebridio.” Teodosio siguió insistiendo, a pesar de todo. Como Olimpia no cediese, el emperador acabó por poner la fortuna de la joven en manos del prefecto de la ciudad, a quien constituyó tutor de Olimpia hasta que ésta cumpliese treinta años. El prefecto llegó hasta impedir a Olimpia que fuese a ver al obispo y acudiese a la iglesia. La santa escribió al emperador, quizá con demasiada dureza, que le agradecía la hubiese librado del cuidado de la administración de su fortuna, y que el favor sería completo si ordenaba que sus bienes fuesen distribuidos entre los pobres y la Iglesia. Impresionado por esa carta, Teodosio se informó de la vida que llevaba Olimpia y, el año 391, “e devolvió la administración de sus bienes.

|Entonces, Santa Olimpia se ofreció a San Nectario, obispo de Constantinopla, para recibir el diaconado, y se estableció en una espaciosa casa con cierto número de vírgenes que querían consagrarse a Dios. La santa se vestía sencillamente, vivía modestamente y era asidua en la oración y generosa en la caridad, hasta el grado de que San Juan Crisóstomo tuvo que aconsejarle en más de una ocasión que se moderase en la limosna, o más bien que fuese discreta en darla para socorrer a aquéllos que más necesitaban de su ayuda: “No fomentéis la pereza en quienes viven de vuestro dinero sin verdadera necesidad, porque eso sería como arrojar vuestro dinero al mar.” El año 398, San Juan Crisóstomo sucedió a Nectario en la sede de Constantinopla. En seguida, tomó a Santa Olimpia y su comunidad bajo su protección. Gracias a los consejos del obispo, las obras de beneficencia de Santa Olimpia fueron extendiéndose. De su casa dependían un orfanatorio y un hospital; y, cuando los monjes que habían sido desterrados de Nitria llegaron a Constantinopla para apelar contra Teófilo de Alejandría, Santa Olimpia se encargó de alojarlos y darles de comer. Entre los amigos de la santa se contaban San Anfiloquio, San Epifanio, San Pedro de Sebaste y San Gregorio de Nissa. Paladio de Helenópolis califica a Olimpia de “mujer extraordinaria”, como “vaso precioso lleno del Espíritu Santo.” Pero el amigo más íntimo y afectuoso de Santa Olimpia era San Juan Crisóstomo, el cual, antes de partir al destierro el año 404, fue a despedirse de ella; fue necesario arrancar por la fuerza a Olimpia de los pies del santo para que le dejase partir.

Después de la partida del obispo, Olimpia compartió las amarguras de la persecución con todos sus amigos, pues todos estaban envueltos en ella. La santa compareció ante el prefecto de la ciudad, Opiato, que era pagano, acusada de haber incendiado la catedral. En realidad, lo que querían los perseguidores era que la santa apoyase a Arsacio, el obispo usurpador; pero Olimpia dio muestras de ser muy superior a Óptalo y quedó libre por entonces. Durante el invierno, estuvo muy enferma y, en la primavera del año siguiente, fue desterrada y anduvo errante de ciudad en ciudad. A mediados del año 405, regresó a Conslanlinopla y compareció nuevamenle ante Opiato, quien la condenó a pagar una multa enorme por haber negado su apoyo a Arsacio. Ático, el sucesor de Arsacio, dispersó a la comunidad de viudas y vírgenes que la santa dirigía y acabó con todas sus obras de beneficencia. Las enfermedades, las más bajas calumnias y las persecuciones contra la santa se sucedieron unas a otras. San Juan Crisóstomo la alentaba y reconfortaba escribiéndole desde el destierro. Se conservan todavía diecisiete de sus cartas, que dejan ver los infortunios por los que atravesaron ambos santos. “Esta familiaridad con el sufrimiento debe regocijaros. Por haber vivido constantemente en la tribulación, habéis avanzado en el camino de las coronas y los laureles. Habéis sido con frecuencia víctima de enfermedades más crueles e insoportables que muchas muertes. En realidad, nunca habéis estado sana.* Os habéis visto cubierta de calumnias, insultos e injurias, y las tribulaciones se han sucedido unas a otras sin interrupción. El llanto os es cosa familiar. Una sola de esas penas habría bastado para enriquecer vuestra alma.” En oirá caria escribe el santo: “No puedo dejar de llamaros bienaventurada. La paciencia y dignidad con que habéis soportado vuestras penas, la prudencia y sabiduría con que habéis sabido tratar los asuntos más delicados, y la caridad que os ha movido a arrojar un velo sobre la malicia de los que os persiguen, os han merecido un premio de gloria que, en adelante, os harán encontrar vuestros sufrimientos leves y pasajeros en comparación del gozo eterno.” Las cartas de San Juan Crisóstomo indican también que solía confiar a Santa Olimpia misiones muy importantes No sabemos dónde se hallaba la santa cuando supo que San Juan Crisóstomo había muerto en el Ponto, el 14 de septiembre de 407. Santa Olimpia murió en Nicomedia, el 25 de julio del siguiente año, poco después de haber cumplido los cuarenta años. Su cuerpo fue trasladado a Constantiriopla, donde “llegó a ser tan famosa por su bondad, que lodos la consideraban como un modelo y los padres esperaban que sus hijos se le asemejasen.”

 

* En otra carta le escribía: “Se necesita mucha paciencia para soportar el verse despojado de todo bien y desterrado a tierras malsanas, encadenado y prisionero, abrumado de insultos, burlas y menosprecios. Ni Jeremías con toda su serenidad hubiese podido soportar esas pruebas. Pero peor que estas pruebas, y peor que la pérdida de hijos muy queridos y aun que la muerte misma, es la mala salud que es el mal terrible de los males, humanamente hablando.”

 

Las noticias que poseemos sobre esta noble viuda provienen de Paladio, de las cartas de San Juan Crisóstomo y de los escritos de algunos de sus contemporáneos. Pero existe también una biografía griega, que fue publicada por primera vez en Analecta Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 400-423, junto con un relato de la traslación de las reliquias (ibid.  vol. XVI, pp. 44-51), escrito mucho después por la superiora Sergia. Véase también el artículo de J. Bousquet, Vie d’Olympias la diaconesse, en Revue de l’Orient chrétien, segunda serie, vol. I (1906), pp. 225-250, y vol. II (1907), pp. 255-268. La biografía parece haber sido escrita a mediados del siglo V; es evidentemente posterior a Paladio, como lo prueban las citas de dicho autor que se encuentran en la biografía. El capítulo XI parece ser una interpolación de otro autor posterior. Las cartas de San Juan Crisóstomo a Santa Olimpia fueron traducidas al francés por P. Legrand, Exhortations a Théodore; Lettres a Olympias (1933). Véase también H. Leclercq, en DAC., vol. XII, ce. 2064-2071.

 

 

Santa Bega, Viuda (693 d.C.)

(17 de diciembre)

Pepino De Landen a quien suele llamarse beato, fue mayordomo de palacio de tres reyes francos. Estuvo casado con la Beata Ida, y dos de sus hijas aparecen en el Martirologio Romano: Santa Gertrudis de Neville y su hermana mayor, Santa Bega. Gertrudis se negó a casarse y llegó a ser abadesa poco después de haber cumplido veinte años. Bega contrajo matrimonio con Ansegisilo, hijo de Arnulfo de Metz, y pasó casi toda su vida en el mundo. Santa Bega fue la madre de Pepino de Heristal, el fundador de la dinastía carolingia. Después de la muerte de su esposo, Santa Bega construyó el año 691, en Andenne, a orillas del Mosa, siete capillas que representaban las Siete Iglesias de Roma. Las capillas estaban situadas alrededor de una iglesia. La santa fundó ahí mismo un convento y lo pobló con religiosas de la abadía que su hermana había gobernado en vida. Más tarde, dicho convento se convirtió en una casa de canonesas, y los canónigos regulares de Letrán conmemoran a Santa Bega como miembro de su orden. También las beguinas de Bélgica la veneran como patrona. Pero Santa Bega no fue la fundadora de las beguinas, como suele afirmarse; la confusión procede de la semejanza de los nombres. Santa Bega murió cuando era abadesa de Andenne y fue sepultada ahí.

 

Hay una biografía y una colección de milagros de Santa Bega en Acta Sanctorum Belgli, vol. V (1789), pp. 70-125, de Ghesquiére; se trata de documentos de reducido valor histórico. Véase también Berliére, Monasticon Belge, vol. I, pp. 61-63; y DHG., vol. II, ce. 1559-1560. Apenas se puede dudar de que la palabra “beguinae”, que aparece por primera vez hacia el año 1200 y que, como acabamos de decirlo, no tiene nada que ver con Santa Bega, era originalmente un término despectivo para designar a los albigenses: véase el Dictionnaire de Spiritualité, vol. I, ce. 1341-1342.

 

 

San Sturmo, Abad (779 d.C.)

(17 de diciembre)

Sturmo, que nació en Baviera, de padres cristianos, fue confiado al cuidado de San Bonifacio, quien a su vez le puso bajo la dirección de San Wigberto en la abadía de Fritzlar. Ahí recibió Sturmo a su debido tiempo la ordenación sacerdotal. Después de evangelizar en Westfalia durante tres años, consiguió permiso de retirarse con dos compañeros a llevar vida eremítica en el bosque de Hersfeld. Como abundaban en ese sitio los bandoleros sajones y era poco apto para la vida eremítica, San Sturmo y sus compañeros lo abandonaron pronto. San Bonifacio había encontrado más al sur un sitio para construir un monasterio desde el cual se pudiese ir a evangelizar a los sajones. San Sturmo fue en su muía a visitar la región y escogió un terreno situado en la confluencia del Greizbach y del Fulda. El año 744, fundó el monasterio de Fulda, y San Bonifacio le eligió primer abad. Era ésa la fundación favorita de San Bonifacio, quien quería que se convirtiese en el modelo de los monasterios y en un seminario sacerdotal para toda Alemania. El proyecto se realizó plenamente bajo la dirección de San Sturmo. San Bonifacio iba allá con frecuencia a constatar los progresos. Fue sepultado en la iglesia abacial. Poco después de la fundación del monasterio, San Sturmo partió a Italia a familiarizarse con la regla de San Benito en Monte Cassino. Según parece, el Papa San Zacarías concedió plena autonomía al monasterio de Fulda, declarándolo exento de la jurisdicción episcopal y sometiéndolo directamente a la de Roma. La abadía de Fulda siguió prosperando bajo la dirección de San Sturmo. El santo tuvo que enfrentarse con graves dificultades después del martirio de San Bonifacio, ya que el sucesor de éste en la sede de Mainz, San Lulo, veía el monasterio con ojos muy distintos de los de su predecesor. En efecto, Lulo quería que el monasterio estuviese bajo su jurisdicción. El conflicto fue largo y violento. El año 763, Pepino desterró a San Sturmo, y Lulo nombró a otro superior; pero los monjes de Fulda se negaron a aceptarle y le echaron del monasterio, diciendo que estaban dispuestos a ir a ver al rey todos juntos. Para aplacarlos Lulo les dijo que eligiesen ellos mismos a su superior. El elegido fue un discípulo de San Sturmo. El nuevo abad partió con un grupo de monjes a la corte y consiguió que Pepino anulase la orden de destierro contra San Sturmo, quien regresó a Fulda, con gran gozo de sus monjes, dos años después de haber partido de ahí.

Los esfuerzos de San Sturmo y sus monjes por convertir a los sajones no tuvieron mucho éxito. Por otra parte, las guerras punitivas y de conquista de Pepino y Carlomagno no eran el mejor método de hacer amable el cristianismo a los paganos. San Sturmo, como tantos otros misioneros anteriores y posteriores, vio su obra entorpecida por las autoridades civiles. Los sajones tenían la impresión de que el cristianismo les llegaba “a través de sus peores enemigos, quienes lo predicaban con el idioma del acero.” Cuando Carlomagno partió de Paderborn a España para combatir a los moros, los sajones aprovecharon la oportunidad para levantarse y expulsar a los monjes. El monasterio de Fulda se vio amenazado. El año 779 volvió Carlomagno. San Sturmo le acompañó a las maniobras de Duren, a las que siguió el triunfo sobre los sajones. Pero el santo no vivió lo suficiente para recomenzar su obra; en efecto, enfermó en Fulda y, a pesar de los esfuerzos del médico enviado por Carlomagno, murió el 17 de diciembre de 779. El nombre de San Sturmo, a quien el Martirologio Romano llama el apóstol de los sajones, empezó a figurar en la lista de los santos en 1139. A lo que sabemos, San Sturmo fue el primer alemán que ingresó en la orden de San Benito.

 

La Vita S. Sturmii es una de las mejores biografías de principios de la Edad Media. Fue escrita por Eigilo, abad de Fulda, unos cincuenta años después de la muerte del fundador. Existen numerosas ediciones: por ejemplo, Migne, PL., vol. CV, pp. 423-444 y MGH., Scriptores, vol. II, pp. 366-377. Véase también el resumen biográfico de H. Tim’ending, en Die Christliche Friihzeit Detuschlands; zweite Gruppe (1929); y M. Tangí, Leben des hl. Bonifazius, der hl. Leoba und des Abtes Sturmi (1920), Introducción. La biografía de Eigilo fue traducida al inglés por C. H. Talbot, en Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954).

 

 

Santos Rufo y Zosimo, Mártires (C. 107 d.C.)

(18 de diciembre)

Cuando San Ignacio de Antioquía estuvo en Filipos de Macedonia de paso para Roma, en donde habría de ser martirizado, le acompañaban los santos Rufo y Zósimo, originarios de Antioquía o de Filipos. Siguiendo las instrucciones de San Ignacio, los cristianos de Filipos escribieron una carta fraternal a los de Antioquía. San Policarpo de Esmirna, a quien San Ignacio había encomendado el cuidado de su iglesia, se encargó de responderles. En su carta, que solía leerse públicamente en las iglesias de Asia en el siglo IV, San Policarpo habla de Rufo y Zósimo, que habían tenido la felicidad de compartir las cadenas y sufrimientos de Ignacio por amor de Cristo y habían sido glorificados por Dios con la corona del martirio, hacia el año 107, durante el reinado de Trajano. San Policarpo dice, hablando de ellos: “No corrieron en vano, sino que iban armados de la fe y la rectitud. Partieron al sitio que les tenía preparado Aquél por quien habrían de sufrir, porque no amaron este mundo sino a Jesús, que murió y fue resucitado por Dios para nuestra salvación... Por ello, os exhorto a todos a vivir rectamente y a ejercitar la paciencia, de la cual os han dado ejemplo no sólo Ignacio, Zósimo y Rufo, sino también otros que vivieron entre vosotros, así como el mismo Pablo y los demás Apóstoles.”

 

Lo único que sabemos sobre estos mártires es lo que dice San Policarpo. No existe huella ninguna del culto primitivo.

 

San Winebaldo, Abad (761 d. C.)

(18 de diciembre)

El 7 de febrero referimos que San Ricardo, que era anglosajón, hizo una peregrinación a Roma con sus dos hijos, San Wilibaldo y San Winebaldo, Y que murió en Lucca. Los dos jóvenes prosiguieron hacia Roma, donde Wilibaldo decidió hacer una peregrinación a Tierra Santa. Winebaldo, que desde niño había sido muy delicado de salud y estaba entonces enfermo, se quedó en Roma. Ahí estudió siete años y se consagró con toda su alma al servicio divino. Después volvió a Inglaterra, donde persuadió a varios amig0s y parientes que le acompañasen de nuevo a Roma. En la Ciudad Eterna se consagró a Dios en la vida religiosa. El año 739, San Bonifacio hizo su tercera visita a Roma y persuadió a Winebaldo de que partiese con él a evangelizar la Germania. San Winebaldo recibió la ordenación sacerdotal en Turingia v tomó a su cuidado siete iglesias, a las que administró desde Sulzenbrücken cerca de Erfurt. Como los sajones le persiguiesen, fue a evangelizar en la región de Baviera. Al cabo de algunos años de incansable trabajo, volvió a reunirse con San Bonifacio en Mainz; pero, no pudiendo establecerse ahí, fue a reunirse con su hermano, que era obispo de Eichstátt. Wilibaldo quería construir un monasterio doble que fuese un modelo de piedad y un centro de saber para las numerosas iglesias que había fundado, y rogó a Winebaldo y a su hermana Santa Walburga que acometiesen la empresa.

Así pues, Winebaldo se dirigió a Heidenheim de Würtemberg, donde abrió un claro en un bosque y empezó por construir una serie de pequeñas celdas para él y sus monjes. Poco después, construyó un monasterio para sus discípulos y un convento para Santa Walburga y sus religiosas. Los paganos, molestos por los esfuerzos que hacía San Winebaldo por someterlos a las reglas de la moral cristiana, trataron de darle muerte; pero el santo logró escapar de la celada y siguió predicando el Reino de Dios. Supo mantener entre sus monjes el espíritu monástico, enseñándoles sobre todo la perseverancia en la oración y exhortándolos a no perder nunca de vista la vida de Cristo, que era el modelo al que debían conformarse y conformar a los paganos. San Winebaldo sometió los dos monasterios a la regla de San Benito. San Winebaldo, que estuvo enfermo durante muchos años, tenía en su celda un altar pira celebrar la misa cuando no podía salir. La enfermedad entorpeció su trabajo misional, pues no podía hacer viajes largos. En cierta ocasión en que fue a Würzburgo, llegó casi moribundo al santuario de San Bonifacio en Fulda. Tres semanas después, sintiéndose mejor, emprendió el viaje de vuelta; pero en la siguiente población tuvo que guardar cama una semana más. Al cabo de tres años de sufrimientos casi continuos, el santo se preparó para morir. Falleció en los brazos de su hermano y de su hermana el 18 de diciembre del año 761, después de haber exhortado tiernamente a sus monjes. Hugeburga, la religiosa que escribió la vida de San Winebaldo, cuenta que en su sepulcro se obraron varias curaciones milagrosas. San Ludgerio escribe en la biografía de San Gregorio de Utrecht: “Winebaldo fue muy amado por mi maestro Gregorio; con los grandes milagros que obra después de su muerte muestra lo que fue su vida.”

 

La biografía de San Winebaldo, que es fidedigna, fue escrita por Hugeburga, religiosa de Heidenheim. El mejor texto es el que publicó Holder-Egger, en MGH., Scrip-tores, vol. xv, pp. 106-117. Se encuentran algunos datos más en el Hodoporícon de San Wilibaldo, escrito también por Hugeburga; dicha obra fue traducida al inglés por C.H. Talbot, Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954). Mons. Brownlow había publicado otra traducción en 1891, en la “Palestine Pilgrims Text Society.” Ciertos detalles de la vida de San Winebaldo proceden de la correspondencia de San Bonifacio, de la vida de Santa Walburga, y de la primera parte de Die Regesten der Bischófe von Eichstátt de F. Heldingsfelder (1915). Véase también Analecta Bollandiana, vol. XLIX (1931), PP-353-397; y W. Levison, England and the Continent... (1946); véase lo que se dice ahí sobre Hugeburga, p. 294.

 

 

San Nemesio y Compañeros, Mártires (250 d.C.)

(195 de diciembre)

Nemesio, egipcio de nacimiento, fue arrestado en Alejandría durante la persecución de Decio, pues se le acusaba de haber cometido un robo. Una vez que hubo probado su inocencia, se le acusó de ser cristiano. Inmediatamente, fue enviado ante el prefecto de Egipto. Como confesase la fe, el prefecto mandó que le azotasen dos veces más que a los ladrones. Después le condenó a ser quemado junto con los bandoleros y otros malhechores. El Martirologio Romano comenta que Nemesio tuvo así el honor de imitar más de cerca a nuestro divino Redentor.

En la misma persecución, fueron arrestados en Alejandría, Herón, Isidoro y Dióscoro. Este último tenía apenas quince años. El juez empezó por interrogar a Dióscoro, a quien trató de ganarse con halagos; después pasó a los tormentos; pero ninguno de los dos métodos consiguió vencer la constancia del joven. Los otros mártires fueron primero torturados y después quemados vivos. El juez compadecido de la juventud de Dióscoro, le puso en libertad “para consuelo de los fieles”, diciéndole que le daba tiempo para reflexionar. El Martirologio Romano conmemora a San Nemesio el 19 de diciembre y a los otros mártires el 14 del mismo mes. El 8 de diciembre conmemora el descubrimiento de las reliquias de otro San Nemesio y algunos mártires más, en Roma. Aunque de la existencia de esos mártires solo consta por la “pasión” espuria de San Esteban, Papa, el Martirologio Romano conmemora la traslación de sus reliquias el 31 de octubre y su martirio el 25 de agosto.

Alban Butler menciona con estos mártires a las Santas Meuris y Tea, originarias de Gaza de Palestina. En los peores momentos de la persecución continuada por los sucesores de Diocleciano, Meuris y Tea soportaron valientemente la crueldad de los hombres y la maldad del demonio, y triunfaron de ambas. Meuris murió a. manos de los perseguidores; en cambio, Tea sobrevivió algún tiempo a los atroces tormentos que había soportado, según sabemos por la vida de San Porfirio de Gaza.

 

Lo único que sabemos sobre Nemesio procede de unas cuantas frases de San Dionisio de Alejandría, citadas por Eusebio, Historia Eccl., lib. VI, c. 41. De Meuris y Tea sólo se habla en la biografía de Porfirio, escrita por Marcos el Diácono.

 

 

San Filogonio, Obispo de Antioquía (324 d.C.)

(20 de diciembre)

San Filogonio estudió leyes y se distinguió mucho por su elocuencia, integridad y habilidad para hacer que “los acusados fuesen más fuertes que los acusadores.” Era todavía laico y estaba casado y tenía una hija, cuando fue elegido obispo de Antioquía a la muerte de Vidal, el año 319. San Juan Crisós-tomo habla del estado floreciente de dicha diócesis en tiempos de Filogonio, lo cual prueba que era un celoso apóstol y un administrador excelente. En las persecuciones de Maximino y Licinio, San Filogonio confesó la fe y estuvo prisionero. La fiesta de Filogonio se celebró en Antioquía, el 20 de diciembre del año 386; con tal ocasión, San Juan Crisóstomo pronunció un panegírico, pero habló apenas de las virtudes del santo, porque quería dejar materia al obispo Flaviano, quien iba a hablar después de él.

San Juan Crisóstomo habla en términos conmovedores de la paz de que goza el santo en un mundo en el que no hay problemas, ni pasiones desordenadas, en el que no existen las frías palabras “mío y tuyo”, de las que nacen las guerras en el mundo, las discordias en las familias, y el desorden, la envidia y la malicia en los individuos. San Filogonio había renunciado tan completamente al mundo que, desde esta vida recibió el premio del espíritu de Cristo en toda su perfección. El alma debe aprender en este mundo a poseer el espíritu de los bienaventurados y a practicarlo, si realmente quiere reinar con ellos en la vida futura. El alma tiene que familiarizarse en este mundo con los misterios de la gracia y con la práctica del amor y la alabanza de Dios. Como dice San Macario, ni siquiera los reyes de la tierra permiten que se les acerquen quienes ignoran los modales y costumbres de palacio.

 

Nuestra única fuente es un sermón del Crisóstomo; puede verse en Migne, PG., vol. XLVIII, pp. 747-756. Acerca del crédito que merecen los panegíricos, véase Delehaye, Les Passions des Martyrs et les Genres Littéraires (1921), c. II, pp. 183-235.

 

 

San Uricino o Ursicino, Abad (C 625 d.C.)

(20 de diciembre)

La población suiza de Saint-Ursane, al pie del Mont Terrible, debe su nombre a Uricino (o Ursicino), quien fue discípulo de San Columbano. El santo fue uno de los monjes que abandonaron el monasterio de Luxeuil y fueron a reunirse en Metz con su abad, cuando éste fue expulsado del monasterio. Lo mismo que Sari Galo y otros, San Uricino se estableció en el territorio actual de Suiza, fundó una pequeña comunidad y la gobernó con la regla de San Columbano que se observaba en Luxeuil, y predicó el Evangelio a los paganos de la región. Murió poco antes de la mitad del siglo VII, y fue muy venerado por su santidad y milagros. En este mes, se conmemora a otros dos santos del mismo nombre. En efecto, el I9 de diciembre, el Martirologio Romano nombra a un obispo de Brescia, del que lo único que sabemos es que tomó parte en el Concilio de Sárdica en 374; el día 14, habla de un obispo del siglo VI, a quien se venera en Cahors.

 

Tenemos pocos datos ciertos sobre San Uricino. El corto texto publicado por Trouillat, Monuments de Fevéché de Bale, vol. I, pp. 40-44, es un resumen de una biografía del siglo XI, muy poco de fiar. Véase Chévre, Histoire de Saint-Ursanne (1891). La dedicación de ciertas iglesias antiguas prueba que se tributaba culto a San Uricino. En DCB., vol. IV, p. 1070, se dice que el santo era un “monje irlandés”; pero Dom Gougaud no le menciona en Saints irlandais hors d’Irlande (1937). Acerca de la campana que pasa por ser una reliquia de San Uricino, cf. Stückelberg, Geschichte der Reliquien in der Schweiz (1908), donde hay ciertos indicios de que el santo era realmente de origen irlandés. Mons. Besson le menciona brevemente en Nos origines chrétiennes: Elude sur la Suisse romande (1921).

 

 

Santo Domingo de Silos, Abad (1073 d. C.)

(20 de diciembre)

Domingo nació a principios del siglo XI, en Cañas de Navarra, en los Pirineos españoles. Sus padres eran campesinos. El futuro santo vivió algún tiempo como ellos, cuidando el ganado de su padre en los valles. El pastoreo desarrolló en él el gusto por la soledad y la quietud, de suerte que pronto ingresó Domingo en el monasterio de San Millán de la Cogolla, en el que hizo grandes progresos; en efecto, se le confiaron varias obras de reforma y fue elegido superior. En el ejercicio de su cargo, entró en conflicto con su soberano, García III de Navarra, por haberse negado a entregarle ciertas posesiones del monasterio, que él reclamaba. Finalmente García expulsó a Domingo y a otros dos monjes. Fernando I de Castilla los acogió con los brazos abiertos y los envió al monasterio de San Sebastián de Silos, del que Domingo fue elegido abad. Dicho monasterio se hallaba situado en una región remota y estéril de la diócesis de Burgos y estaba en decadencia material y espiritual. Santo Domingo consiguió controlar la decadencia; poco a poco, empezó a progresar el monasterio y llegó a ser uno de los más famosos de España. Santo Domingo obró muchos milagros durante su vida; según se dice, no había enfermedad que sus oraciones no pudiesen curar. El Martirologio Romano repite la leyenda según la cual 300 cristianos esclavizados por los moros consiguieron la libertad invocando a Santo Domingo. Este murió el 20 de diciembre de 1073.

Los dominicos celebran particularmente a Santo Domingo de Silos, porque, , según la tradición, noventa y seis años después de su muerte, se apareció a la Beata Juana de Aza, quien había hecho una peregrinación de Calaruega a su santuario, y le prometió que tendría otro hijo, quien fue nada menos que el fundador de la Orden de Predicadores. El niño recibió el nombre de Domingo, en honor del santo abad de Silos. Hasta la guerra civil de 1931, el abad de Silos solía llevar al palacio real el báculo de Santo Domingo cuando la reina iba a dar a luz, y lo dejaba junto al lecho de la soberana hasta después del parto.

 

Existe una biografía escrita por un monje llamado Grimaldo, quien afirma que fue contemporáneo del santo. Fue publicada, con algunas omisiones de poca importancia, en Mabillon, vol. VI, pp. 299-320. La biografía en verso de Gonzalo de Berceo (editada por J. D. Fitzgerald en 1904), escrita hacia 1240, añade pocos datos, pero es tal vez la más antigua composición castellana en verso. Los historiadores se han interesado mucho por Santo Domingo desde que se descubrieron los tesoros bibliográficos de la bilbioteca de Silos. Véase, por ejemplo, M. Férotin, Histoire de l’Abbaye de Silos (1897); A. Andrés en Boletín de la Real Academia Española, vol. IV (1917), pp. 172-194 y 445-458; L. Serrano” El Obispado de Burgos y Castilla Primitiva (1935), vol. II; y la breve biografía de f” Alcocer (1925).

 

 

Saivto Tomas, Apóstol (Siglo I)

(21 de diciembre)

Santo Tomás era judío. Probablemente había nacido en Galilea, en el seno de una familia modesta; pero no se dice de él que haya sido pescador, e ingoramos las circunstancias en las que el Señor le llamó al apostolado. Tomás es un nombre sirio, que significa “gemelo.” “Dídimo”, como se llamaba también al Apóstol, es la traducción griega. Cuando el Señor se dirigía a los alrededores de Jerusalén a resucitar a Lázaro, los demás discípulos trataron de disuadirle, diciendo: “Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte. ¿Cómo, pues, vuelves allá?” Pero Santo Tomás les dijo: “Vayamos y muramos con El”, lo cual prueba el ardiente amor que profesaba a Jesús. El Señor dijo en la última cena: “Vosotros sabéis a dónde voy y conocéis el camino.” Tomás preguntó: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino?” Entonces, el Señor le respondió estas palabras que resumen toda la vida cristiana: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, y ninguno va al Padre sino por mí.” Pero Santo Tomás es sobre todo famoso por su incredulidad después de la muerte del Señor. Jesús se apareció a los discípulos el día de la resurrección para convencerlos de que había resucitado realmente. Tomás, que estaba ausente, se negó a creer en la resurrección de Jesús: “Si no veo en sus manos la huella de los clavos y pongo el dedo en los agujeros de los clavos y si no meto la mano en su costado, no creeré.” Ocho días más tarde, hallándose los discípulos juntos y a puerta cerrada, Cristo apareció súbitamente en medio de ellos y los saludó: “La paz sea con vosotros.” En seguida se volvió a Tomás y le dijo: “Pon aquí tu dedo y mira mis manos: dame tu mano y ponía en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente.” Tomás cayó de rodillas y exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús replicó: “Has creído, Tomás, porque me has visto. Bienaventurados quienes han creído sin haber visto.”

A esto se reduce todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre Tomás. Sin embargo, como sucede en el caso de los demás Apóstoles, existen diversas tradiciones muy poco fidedignas acerca de las actividades apostólicas de Tomás después de la venida del Espíritu Santo. Eusebio afirma que Tomás envió a San Tadeo (Addai, 5 de agosto) a Edesa a bautizar al rey Abgar, y dice que el Apóstol trabajó entre los partos y “los medas, persas, carmanios, hircanios, bactrianos y otros pueblos de esa región.” Pero la tradición más persistente es la que afirma que Santo Tomás predicó el Evangelio en la India. Dicha tradición se apoya en fuentes aparentemente independientes. La principal de ellas es un documento titulado “Acta Thomae”, que data, según parece, de principios del siglo III. Cuando los Apóstoles se repartieron en Jerusalén el mundo para ir a predicar, la India tocó en suerte a Judas Tomás (como se le llama frecuentemente en las leyendas sirias). Tomás, que no quería ir allá, alegó que su salud no era muy robusta y que un hebreo no podía enseñar a los indios. Ni siquiera una aparición del Señor logró hacer cambiar de parecer a Tomás. Entonces, el Señor se apareció a un mercader llamado Aban, embajador del rey parto Gundafor, quien reinaba en una parte de la India. Cristo vendió a Tomás como esclavo al representante de Gundafor. Cuando Tomás comprendió lo que había sucedido, exclamó: “Hágase, Señor, tu voluntad” y se embarcó con Aban, llevando únicamente consigo las veinte monedas de plata por las que había sido vendido, pues Cristo se las había dado. En el curso del viaje, se detuvieron en un puerto en el que se celebraba el matrimonio de la hija del gobernador local. Oyendo tocar la flauta a una joven hebrea, Tomás se sintió movido a cantar la belleza de la Iglesia, representándola bajo la metáfora de una novia. Pero, como cantaba en su lengua propia, sólo la flautista hebrea le entendió. La joven se enamoró de él; pero Tomás no levantó los ojos del suelo para mirarla. Esa misma noche, Jesucristo, tomando la apariencia de Tomás, se apareció a la pareja que había contraído matrimonio y persuadió a ambos cónyuges de que observasen continencia perfecta. Cuando el gobernador se enteró de ello, se indignó mucho y mandó llamar al forastero; pero Aban y Tomás habían partido ya, y sólo quedaba la joven flautista, que estaba llorando amargamente porque no la habían llevado consigo. Cuando la flautista supo lo que había sucedido a la pareja que había contraído matrimonio, se enjugó las lágrimas y se puso a su servicio.

Entre tanto, Aban y Tomás proseguían su viaje y llegaron a la corte de Gundafor en la India. Cuando el rey preguntó al Apóstol cuál era su oficio, éste respondió: “Soy carpintero y albañil. Sé hacer yugos y arados y remos y mástiles; sé también trabajar la piedra y construir tumbas y monumentos y palacios para los reyes.” Gundafor le encargó que le construyese un palacio. Tomás trazó los planos: “Las puertas daban al oriente para recibir la luz; las ventanas hacia el occidente para recibir el aire; al sur estaba el horno de la panadería, y en la parte norte había caños de agua para el servicio de la casa.” Gundafor partió de viaje. Durante su ausencia, Tomás no trabajó en la construcción, y gastó todo el dinero que el rey le había dado en socorrer a los pobres, diciendo: “Lo que es del rey hay que darlo a los reyes.” El Apóstol recorrió el reino, predicando y curando y arrojando a los malos espíritus. A su vuelta, el rey le pidió que le mostrase el palacio. Tomás replicó: “No podrás verlo sino hasta que salgas de este mundo.” Entonces el rey le encarceló y decidió despellejarle vivo. Pero precisamente entonces, murió un hermano de Gundafor. Los ángeles le mostraron en el cielo el palacio que las buenas obras de Tomás habían construido para Gundafor, y le permitieron volver a la tierra y comprar el palacio a su hermano. Pero Gundafor no quiso vendérselo. En seguida, lleno de admiración, puso en libertad a Tomás, y recibió el bautismo con su hermano y muchos de sus subditos. “Y al amanecer, (Tomás) partió el pan euca-rístico y les permitió acercarse a la mesa del Mesías. Ellos se alegraron y regocijaron mucho.” Después, Santo Tomás predicó e hizo muchos milagros en la India, hasta que tuvo dificultades con el rey Mazdai por haber convertido (“embrujado”) a su esposa, a su hijo y a otros personajes. Tomás fue conducido a la cumbre de una colina; siguiendo las órdenes del rey, “los soldados fueron y le golpearon, y él cayó y murió.” Fue sepultado en un sepulcro real pero más tarde algunos cristianos trasladaron sus reliquias al occidente.

Actualmente, la mayoría de los historiadores afirman que la leyenda que acabamos de resumir carece de fundamento histórico. Sin embargo, está fuera de duda que, hacia el año 46 de nuestra era, había un rey llamado Gondofernes o Gudufar, cuyos dominios incluían el territorio de Peshawar. Y no han faltado quienes hayan tratado de identificar al rey Mazdai (cuyo nombre es de origen indio) con el rey Vasudeva de Matura. Desgraciadamente, las leyendas relacionadas con Santo Tomás no se reducen a esto, ya que en el otro extremo de la India, en el territorio que va de Punjab a lo largo de la costa malabar, particularmente en las regiones de Cochín y Travancore, hay muchos pueblos cristianos que se dan a sí mismos el nombre de “cristianos de Santo Tomás.” Su historia es perfectamente conocida desde el siglo XVI; pero, a pesar de que abundan las teorías sobre sus orígenes, no se ha logrado todavía dilucidar el punto. Está fuera de duda que desde muy antiguo hubo cristianos en esa región. Por otra parte, las formas y el idioma de la liturgia, que es el sirio, indican claramente que el cristianismo de la región proviene de Mesopo-tamia y de Persia.* Los cristianos pretenden, según lo indica el nombre que se dan, que Santo Tomás evangelizó personalmente la región. Una tradición oral muy antigua afirma que el Apóstol desembarcó en Cranganore, en la costa occidental, y que estableció siete iglesias en Malabar. En seguida, se dirigió hacia el este, a la costa de Coromandel, donde murió por la espada. El martirio tuvo lugar en la “Colina Grande”, a unos doce kilómetros de Madras. Santo Tomás fue sepultado en Mylapore, que es actualmente un suburbio de la ciudad del mismo nombre. Como quiera que sea, las principales reliquias estaban en Edesa, en el siglo IV. Las Acta Thomae cuentan que fueron trasladadas de la India a Mesopotomia. Más tarde, fueron transladadas de Edesa a la isla de Kíos en el Mar Egeo, y de ahí a Ortona de los Abruzos,, donde reposan en la actualidad.

El Martirologio Romano, que combina varias leyendas, afirma que Santo Tomás predicó el Evangelio a los partos, medos, persas e hircanios, y que después, pasó a la India y fue martirizado en “Calamina.” Este nombre aparece en escritos muy tardíos, y nadie ha logrado identificar el sitio. Naturalmente, los partidarios de la tradición malabar han tratado de relacionarlo con las cercanías de Mylapore. El Martirologio Romano conmemora el 3 de julio la traslación de las reliquias de Santo Tomás a Edesa. En el Malabar y en toda? las iglesias sirias dicha fecha es la de la fiesta principal, pues el martirio tuvo lugar el 3 de julio “del año 72.”

 

* Además de otros indios cristianos, hay más de un millón y medio de “Cristianos de Santo Tomás”, de los cuales más de la mitad son católicos del “rito sirio-malabar . Desde 1930, existe también un reducido grupo del rito sirio-malankar. Los demás son en su gran mayoría jacobitas; pero hay también un grupo considerable de “sirios reformados” (quienes se atribuyen particularmente el nombre de cristianos de Santo Tomás), asi como algunos protestantes y un pequeño grupo de nestorianos. Tales divisiones datan de 1653.

 

La edición más accesible de las actas apócrifas de Santo Tomás es la de Max Bonnet (1883). Los historiadores opinan que las actas no se conservan en su forma original, pero creen que el texto griego no difiere sustancialmente del original. La versión siria ha sufrido modificaciones e interpolaciones mucho más importantes. Aunque se ha exagerado el gnosticismo de las actas (cf. Harnack, Die Chronologie der altchristlichen Litteratur, vol. I, PP- 545-549), no por ello se puede negar que exista realmente. El P. P. Peeters insiste con razón en que todos los maestros ortodoxos de los primeros siglos debieron caer en la cuenta de que las actas eran apócrifas, como lo hacen notar San Epifanio, San Agustín, Santo Toribio de Astorga, San Inocencio I y el Decreto del Pseudo-Gelasio. El autor de las actas, que era probablemente un sirio-griego, pudo fácilmente tomar de los relatos de los viajeros y mercaderes el nombre de Gondofernes y otros datos de color local, de suerte, que no puede considerárselos como una prueba del fundamento histórico de la leyenda. Véase sobre ésto a Peeters, en Analecta Bollandiana, vol. XVIII (1899), pp. 275-279. vol. XXV (1906), pp. 196-200; vol. XXXII (1913), pp. 75-77; vol. XLIV (1926), pp. 402-403. Todos estos artículos versan sobre libros que proponen diversas teorías basadas en el texto de las actas. Mencionaremos algunas de esas teorías para dar una idea de la abundantísima literatura sobre el tema. A. von Gutschmid, Kleine Schriften, u, pp. 332-394, estaba obsesionado por la idea de que las actas constituyen una versión cristiana de las leyendas budistas. Sylvain Lévi, en Journal Antigüe (1897), trató de explicar los nombres y los hechos como si las actas fuesen realmente un documento histórico. W. R. Philipps, en The Indian Antiquary (1903), y J. Fleet, en Journal of the Royal Asiatic Society (1905), criticaron el trabajo de Lévi. En cambio Medlycott, en una obra poco critica titulada India and the Apostle Thomas (1905), trató de confirmar por las actas la teoría de que el Apóstol murió en Mylapore. El P. J. Dahlmann, Die Thomas-Legende (cf. Thurston, en The Month, agosto de 1912, pp. 153-163), atribuyó gran importancia histórica a los datos de las actas, pero no trató de probar la teoría de Mylapore. El P. A. Váth, en una obrita titulada Der hl. Thomas, der Apostel Indiens (1925), sigue discretamente el mismo camino. Por otra parte, los defensores de la tradición del sur de la India han hablado también. Merece especial atención, entre los muchos opúsculos publicados en favor de la tradición de Mylapore, la obra de F. A. D’Cruz, Sí Thomas the Apostle in India (1925). En Mylapore y en Travancore hay una serie de inscripciones pahlavi (es decir, partas), de carácter aparentemente cristiano, grabadas en cruces redondas. Es muy probable que los evangelizadores de la costa malabar hayan sido originarios de Edesa; con el tiempo la tradición, que era muy confusa, relacionó la evangelización con Santo Tomás. El P. Thurston resume el problema en la Catholic Encyclopedia, vol. XIV, pp. 658-659. La obra de A. C. Perumalil, The Apostles in India (Patna, 1953), constituye un buen resumen de tipo popular.

 

 

San Anastasio II Patriarca de Antioquía, Mártir (609 d. C.)

(21 de diciembre)

Anastasio II sucedió en la sede de Antioquía, el año 599, al intrépido defensor de la fe, San Anastasio I. El nuevo obispo hizo inmediatamente la profesión de fe y comunicó su elección al Papa San Gregorio Magno. Este aprobó la elección y exhortó a Anastasio a concentrarse ante todo en la tarea de desarraigar la simonía. El año 609, los judíos sirios, enfurecidos por la actitud del emperador Focas, quien quería “convertirlos” por la fuerza, provocaron desórdenes en Antioquía. Una de sus primeras víctimas cristianas fue el patriarca, a quien infligieron graves humillaciones antes de darle muerte, y cuyo cadáver mutilaron y quemaron. El ejército imperial castigó ese crimen con no menor injusticia y severidad. Los cristianos consideraron a Anastasio como mártir V su nombre fue incluido en el Martirologio Romano; pero en el oriente no se le tributa culto. San Anastasio II tradujo al griego el De cura pastorali de San Gregorio; pero no faltan autores que atribuyen esa traducción a su predecesor e identifican a ambos Anastasios. En realidad, San Anastasio I fue un personaje diferente, que estuvo desterrado veintitrés años de su sede por haberse opuesto a las elucubraciones pseudoteológicas del emperador Justiniano. Su fiesta se celebra el 21 de abril.

 

Véanse las cartas de Gregorio I y la Chronographia de Teófanes en Migne, PG, vol. CVIII, p. 624. Véase también DHG., vol. II, c. 1460.

 

 

Santos Queremon, Iscrion y Otros Mártires (250 d. C.)

(22 de diciembre)

San Dionisio de Alejandría, en su carta a Fabiano de Antioquía, hablando de los cristianos egipcios que padecieron en la persecución de Decio cuenta que muchos fueron arrojados al desierto, donde murieron de hambre, de sed, de insolación, o perecieron atacados por las fieras o por hombres no menos feroces. Otros muchos cristianos fueron vendidos como esclavos-cuando escribía San Dionisio, muy pocos habían sido rescatados. El santo menciona en particular al anciano obispo de Nilópolis, Queremón, quien había ido a refugiarse en las montañas de Arabia con otro compañero y a quien nadie había vuelto a ver. Los cristianos los buscaron, pero no lograron encontrar ni siquiera los cadáveres. San Dionisio menciona también a Iscrión, que era el procurador de un magistrado en cierta ciudad de Egipto, que la tradición identifica con Alejandría. El magistrado le ordenó que ofreciese sacrificios a los dioses; Iscrión se negó a ello, y los insultos y amenazas no consiguieron hacerle cambiar de parecer. Entonces, el magistrado, furioso, mandó que lo mutilaran y lo atravesaran con un palo. El Martirologio Romano conmemora a estos dos mártires el día de hoy.

 

Lo único que sabemos sobre estos mártires procede de un pasaje de una carta de San Dionisio de Alejandría, citado por Eusebio (lib. VI, c. 42).

 

 

Los Diez Mártires de Creta (250 d.C.)

(23 de diciembre)

En Cuanto se publicó el edicto de Decio contra los cristianos, un cruel gobernador de la isla de Creta inició la persecución. Las víctimas más distinguidas fueron los Diez Mártires de Creta: teódulo, saturnino, euporo, gelasio, euniciano, zótico, cleomenes, agatopo, basílides y evaristo. Los tres primeros eran originarios de Cortina, la capital. Los jueces les ordenaron que ofreciesen sacrificios a Júpiter, pues ese día se celebraba una fiesta en su honor. Ellos replicaron que jamás ofrecerían sacrificios a un ídolo. El presidente dijo: “Vais a ver lo que es el poder de los dioses, vosotros que despreciáis a esta gran asamblea en la que se rinde culto a los omnipotentes Júpiter, Juno, Rea y otras divinidades.” Los mártires respondieron que conocían perfectamente la leyenda de la vida de Júpiter, y que seguramente quienes le consideraban como una divinidad debían tener por virtud el imitar sus vicios.

La chusma hubiese acabado ahí mismo con los mártires, si el gobernador no la hubiese contenido para someterlos a la tortura. Los tres sufrieron con gran alegría. A los gritos de la multitud, que los exhortaba a obedecer y ofrecer sacrificios para salvarse, respondieron: “Somos cristianos, y preferiríamos morir mil veces.” Finalmente, el gobernador se dio por vencido y los condenó a morir por la espada. Los mártires se dirigieron gozosos al sitio de la ejecución, pidiendo a Dios que se mostrase misericordioso con ellos y con toda la humanidad y que disipase las tinieblas de la idolatría entre sus compatriotas. La multitud se dispersó después de la ejecución. Los cristianos sepultaron a los mártires, cuyas reliquias fueron trasladadas más tarde a Roma. Los Padres del Concilio de Creta (458) afirmaron en una carta al emperador León I que la isla de Creta se había preservado hasta entonces de la herejía, gracias a la intercesión de estos mártires.

 

Existen dos versiones de la pasión griega. La más fidedigna es la que editó A. Pa-padopulos-Kerameus en sus Analecta, vol. IV, pp. 224-237. La segunda forma parte de los escritos que suelen atribuirse a Metafrasto; puede verse en Migne, PG., vol. cxvi, pp. 565-573. La tradición de este martirio se conserva muy viva en Cortina. La población en la que tuvo lugar la ejecución se llama actualmente “Hagiogi Deka” (Diez Santos); se conserva una dala rota, en la que hay diez depresiones, que, según la tradición, señalan el sitio en el que se arrodillaron los mártires para recibir el golpe fatal. Véase Analecta Bollan-diana, vol. XVIII (1899), p. 280.

 

 

Santas Victoria y Anatolia, Vírgenes y Mártires (Fecha Desconocida)

(23 de diciembre)

La “pasión” de Santa Anatolia, que carece de valor histórico, relata que la joven, a raíz de una visión, se negó a contraer matrimonio con un pretendiente llamado Aurelio. Este acudió entonces a Victoria, hermana de Anatolia, para que ella la convenciese de que debía aceptar su proposición. Victoria no sólo fracasó en la empresa, sino que, siguiendo el ejemplo de su hermana, rompió sus esponsales con Eugenio. Entonces, los dos jóvenes encerraron a las dos hermanas en sus casas de campo respectivas y trataron de vencerlas por el hambre. Después, Anatolia fue denunciada por ser cristiana. El Martirologio Romano resume así su martirio: “Después de curar de diversas enfermedades a muchas gentes y convertirlas a la fe de Cristo, en la provincia de Piceno, sufrió diferentes torturas por orden del juez Faustiniano. Habiéndose librado milagrosamente de una serpiente que le echaron encima, convirtió a (el verdugo) Audax. En seguida, levantó las manos para orar y fue atravesada por una lanza. Victoria sufrió el martirio, tal vez en Tribulano, en los Montes Sabinos. “Se negó a contraer matrimonio con Eugenio y a ofrecer sacrificios. Después de obrar muchos milagros, con los que ganó a Dios a numerosas doncellas, su corazón fue atravesado por la espada del verdugo, a instancias de su prometido.

En varios sitios de Italia se venera a Santa Anatolia y a Santa Victoria; pero las verdaderas circunstancias de su martirio son desconocidas. En la pasión” de estas mártires se habla del matrimonio en un tono que se halla en otros documentos cristianos, pero que correspondió más bien a las doctrinas heréticas del encratismo que a las enseñanzas de la Iglesia Católica. San Adelmo de Sherborne utilizó las “actas” de Santa Lucía y las de Santa Victoria en sus tratados De laudibus virginitatis.

 

Existen varias versiones de la pasión de estas mártires (cf. BHL., nn. 417-420 y 8591-8593). Los textos varían mucho, están llenos de contradicciones y carecen de valor histórico. Pero hay razones para creer que las mártires existieron realmente. Véase P. Paschini, La passio delle maniré Sabine Villoría et Anatolia (1919); Lanzoni, Le diócesi d’Ilalia, pp. 347-350; Schuster, Bolletino diocesano per Sabina, etc. (1917), pp. 163-167: y sobre todo Delehaye, CMH., pp. 364 y 654, y Elude sur le légendier romain (1936), pp. 59-60.

 

 

San Servulo (C. 590 d. C.)

(15 de diciembre)

San Servulo, como el Lázaro de la parábola de Cristo, era un hombre pobre y cubierto de llagas que yacía frente a la puerta de la casa de un rico. En efecto, nuestro santo estuvo paralítico desde niño, de suerte que no podía ponerse en pie, sentarse, llevarse la mano a la boca, ni cambiar de postura. Su madre y su hermano solían llevarle en brazos al atrio de la iglesia de San Clemente de Roma. Sérvulo vivía de las limosnas que le daban las gentes. Si le sobraba algo, lo repartía entre otros menesterosos. A pesar de su miseria, consiguió ahorrar lo suficiente para comprar algunos libros de la Sagrada Escritura. Como él no sabía leer, hacía que otros se los leyesen, y escuchaba con tanta atención, que llegó a aprenderlos de memoria. Pasaba gran parte de su tiempo cantando salmos de alabanza y agradecimiento a Dios, a pesar de lo mucho que sufría. Al cabo de varios años, sintiendo que se acercaba su fin, pidió a los pobres y peregrinos, a quienes tantas veces había socorrido, que entonasen himnos y salmos junto a su lecho de muerte. El cantó con ellos. Pero, súbitamente, se interrumpió y gritó: “¿Oís la hermosa música celestial?” Murió al acabar de pronunciar esas palabras, y su alma fue transportada por los ángeles al paraíso. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia de San Clemente, ante la cual solía estar siempre. Su fiesta se celebra cada año, en esa iglesia de la Colina Coeli.

San Gregorio Magno concluye un sermón sobre San Sérvulo, diciendo que la conducta de ese pobre mendigo enfermo es una acusación contra aquellos que, gozando de salud y fortuna, no hacen ninguna obra buena ni soportan con paciencia la menor cruz. El santo habla de Sérvulo en un tono que revela que era muy conocido de él y de sus oyentes, y cuenta que uno de sus monjes, que asistió a la muerte del mendigo, solía referir que su cadáver despedía una suave fragancia. San Sérvulo fue un verdadero siervo de Dios, olvidado de sí mismo y solícito de la gloria del Señor, de suerte que consideraba como un premio el poder sufrir por El. Con su constancia y fidelidad venció al mundo y superó las enfermedades corporales.

 

Lo único que sabemos sobre Sérvulo es lo que cuenta San Gregorio Magno. Véase Diálogos, lib. IV, c. 14; y también las homilías de San Gregorio, Migne, PL., vol. LXXVI, c. 1133.

 

 

San Dagoberto II de Austrasia (679 d.C.)

(23 de diciembre)

En un par de diócesis de Francia se conmemora la fiesta del rey Dagoberto II, hijo de otro rey santificado: Sigeberto III, sin embargo, no parece que haya ninguna razón particular, aparte de la tradición popular, para que se le considere como santo y mucho menos como mártir. Dagoberto era todavía un niño en el año de 656, cuando ascendió al trono de Austrasia durante un período brevísimo, puesto que su tutor Grimoaldo, el indigno hijo del Beato Pepino de Landen, lo expulsó y lo desterró para dar la corona a su propio hijo, Childeberto. Dido, el obispo de Poitiers, se llevó al pequeño Dagoberto a Irlanda.

Por Eddi, autor de la “Vida de San Wilfrido de York”, sabemos que este santo obispo dispensó su amistad a Dagoberto y, gracias a los buenos oficios y al empeño de San Wilfrido, cuando Childerico II fue asesinado en Francia, en el año de 675, el joven monarca exilado pudo regresar y recuperar su trono. Durante el viaje que hizo San Wilfrido a Roma para pedir amparo contra San Teodoro de Canterbury y el rey Egfrido, se detuvo en Metz y se hospedó en la corte del rey Dagoberto quien se esforzó en vano por recompensar los servicios del prelado con su instalación en la sede vacante de Estrasburgo.

El 23 de diciembre del año 679, murió accidentalmente el rey Dagoberto durante una partida de caza en los bosques de Woévre, en la Lorena, pero aquella muerte se atribuyó a un asesinato premeditado y consumado a traición “por los duques, con la complicidad y el consentimiento de los obispos.” Fue sepultado en Stenay, un lugar vecino al de su muerte. Como en otros casos similares, por ejemplo el de San Segismundo de Burgundia, las circunstancias en que se produjo su muerte, hicieron que Dagoberto fuese considerado como un mártir, y de allí procede que se le rinda culto como a un santo.

 

La Vida de Dagoberto, editada por B. Krusch en MGH., Scriptores Merov, vol. II, pp. 511-524, tiene poco valor histórico, pero no así el suplemento editado por el mismo Krusch en el vol. VII, pp. 474 y 494. Las referencias de Eddi a Dagoberto tienen muchísimo interés. Se le puede consultar en la edición de Colgrave de la Vida de San Wilfrido de York (1927); cf. también Vie de St. Owen de Vacandrad, pp. 283-286. Véanse asimismo la Eccles. Hist. de Beda, en la edición de Plummer, vol. II, pp. 318 y 325; a F. Lot, en Histoire du Moyen Age (1928), vol. I, pp. 282 y 286; a B. Krusch en Historische Aufsátze K. Zeumer gewidmet (1910), pp. 411-438; a Gougaud, en Christianity in Celtio Lands, p. 153. Respecto a los años que Dagoberto pasó en Irlanda, observa Gougaud: “No cabe duda de que así se explica la presencia de irlandeses en Aquitania en tiempos posteriores.” Cf. también a W. Levison en England and the Continent... (1946), pp. 49-51.

 

 

San Gregorio de Espoleto, Mártir (¿304? d.C.)

(23 de diciembre)

Se Afirma que Gregorio era un sacerdote de Espoleto que fue martirizado, pero aun se pone en duda su existencia, puesto que no hay mención de él, a no ser en unas “actas” ficticias de su supuesta pasión. Se relata ahí que Flaco, el gobernador de Umbría, llegó a la ciudad de Espoleto con una orden del emperador Maximiano para imponer castigos a todos los cristianos. Todos los habitantes fueron reunidos en el foro y Flaco preguntó si ya todos habían abandonado el culto de los dioses. El magistrado principal repuso al gobernador que eran muy pocos los que habían renegado de la antigua religión y que, si era necesario castigar a alguno, éste debía ser un hombre llamado Gregorio quien, además de propagar activamente la doctrina prohibida, había tenido la osadía de derribar estatuas de los dioses. Inmediatamente, fueron enviados los soldados para traer al acusado ante el tribunal. Una vez frente a sus jueces, Flaco lo interrogó: “¿Quién es tu Dios?.” Gregorio repuso sin titubeos: “Aquél que hizo al hombre a su imagen y semejanza, el todopoderoso e inmortal que habría de redimir a todos los hombres de acuerdo con sus obras.” Flaco se encogió de hombros con impaciencia, pidió al reo que no hablase tanto y que hiciera en cambio lo que se le había pedido. A esto repuso Gregorio: “No sé lo que quieres de mí, pero no he hecho sino lo que debo.” “Si quieres salvarte”, le advirtió el gobernador, “ve al templo y ofrece sacrificios a Júpiter, a Minerva y a Esculapio. Entonces serás considerado como amigo nuestro y recibirás los favores de nuestros invencibles emperadores.” A todo lo cual, Gregorio repuso con la misma mansedumbre: “No deseo vuestra amistad y no ofreceré sacrificios a los demonios, sino únicamente a mi Dios, Jesucristo.”

El gobernador ordenó que, por haber proferido aquellas blasfemias, fuese golpeado en el rostro por los puños de los soldados y, después, se le hiciese morir a fuego lento. Sin embargo, cuando los verdugos estaban a punto de acostar a Gregorio en la parrilla, se produjo un terremoto que destruyó un barrio de Espoleto. Pero al otro día, después de nuevas torturas, fue decapitado.

 

La pasión de este mártir, que aparece en numerosas copias de antiguos manuscritos, fue impresa por Surio y fue objeto de una curiosa transformación que la hizo aparecer como la historia del martirio de San Jorge, escrito por el padre Delehaye en la Analecta Bollandiana, vol. XXVII (1908), pp. 373-383. El propio Delehaye señala que la mencionada pasión es una mera fantasía y que no existe prueba alguna de que un mártir llamado Gregorio haya sido honrado en Espoleto durante los primeros siglos. Una de las copias de la pasión cayó en manos de Ado, quien inscribió la nota correspondiente en el Martirologio Romano. En Eludes sur les Gesta Martyrum Romains, vol. III, pp. 98-100, de Dufourcq, se encuentran algunos comentarios sobre esas actas.

 

 

Santas Tarsila y Emiliana, Vírgenes (C. 550 d.C.)

(24 de diciembre)

Gordiano EL regionarius, padre de San Gregorio el Grande, tuvo tres hermanas que llevaron una vida ascética de reclusión religiosa en su casa. Los nombres de las tías de San Gregorio eran: Tarsila, la mayor, Emiliana y Gordiana. Con más fuerza que el vínculo de la sangre, unía a Tarsila y Emiliana el fervor de sus corazones y su común caridad. Vivían en la casa que había sido de su padre, en el Clivus Scauri, como en un monasterio, y unas a otras se alentaban en las prácticas de la virtud por la palabra y el ejemplo, de manera que hicieron grandes progresos en la vida espiritual. Gordiana se unió a ellas pero no tardó en cansarse del silencio y el retiro, se sintió inclinada a adoptar otra clase de vida y se casó con su tutor. Tarsila y Emiliana perseveraron en la senda que habían elegido, contentas en la paz de su retiro y en la entrega de su amor a Dios, hasta que fueron llamadas a recibir la recompensa de su fidelidad. San Gregorio nos dice que Tarsila gozó de la gracia de una visión de su bisabuelo, el Papa San Félix II (III), quien le mostró el lugar que estaba destinado a ella en el cielo, con estas palabras: “Ven, que yo habré de recibirte en estas moradas de luz.” Poco después de aquella experiencia, Tarsila cayó gravemente enferma y, mientras sus amigos y parientes rodeaban su lecho de muerte, comenzó a gritar: “¡Apártense! ¡Atrás, atrás! ¡Ya viene Jesús, mi Salvador!.” Con estas palabras exhaló su último suspiro y entregó el alma a Dios en la víspera de la Navidad. Cuando fue amortajada, se descubrió que en sus rodillas y en sus codos, tenía unos callos tan gruesos y endurecidos “como los de un camello”, debido a sus continuas plegarias que decía hincada y apoyada en un reclinatorio. Pocos días después de su muerte, se apareció en sueños a Emiliana y la llamó para celebrar juntas la Epifanía en el cielo. En efecto, Emiliana murió el 5 de enero del año siguiente. A las dos santas hermanas se las nombra en los respectivos días de su muerte en el Martirologio Romano.

 

San Gregorio el Grande habla de sus tías, no solamente en sus Dialogues (lib. IV, cap. XVI), sino también en una homilía (ver a Migne, PL. vol. LXXVI, c. 1291). C/. Dudden, Sí Gregory the Great, vol. I, pp. 10-11 y a Dunbar, en Dict. of Saintly Wornen, vol. II, p. 242.

 

 

Santas Irmina, Virgen y Adela, Viuda (C. 710 y C. 734 d.C.)

(24 de diciembre)

De acuerdo con la tradición, la princesa Irmina, de quien se dice que fue hija de San Dagoberto II, había sido prometida en matrimonio al conde Hermán. Ya estaban hechos todos los preparativos para la boda en la ciudad de Tréveris, cuando uno de los hombres que estaban al servicio de la princesa y perdidamente enamorado de ella, tendió una celada al conde sobre un despeñadero vecino a la ciudad, se arrojó sobre Hermán con inaudita saña, lucharon los dos a brazo partido y ambos cayeron abrazados en el precipicio.

Tras este trágico epílogo de sus proyectos, Irmina obtuvo la autorización de su padre para ingresar a un convento que el propio Dagoberto había fundado o reconstruido en las proximidades de Tréveris. Santa Irmina fue una celosa colaboradora en los trabajos misioneros de San Wilibrordo y, en el año de 698, le cedió la mansión en la que él fundó el famoso monasterio de Echternach. Se afirma que aquel donativo lo hizo como una muestra de reconocimiento cuando San Wilibrordo contuvo milagrosamente una epidemia que había azotado a su convento y causaba muchas víctimas. Eso es todo lo que se sabe de cierto sobre Santa Irmina.

Santa Adela, otra hija de Dagoberto II, se hizo monja a la muerte de su marido Alberico. Muy probablemente esta Adela sea la viuda Adula que, entre los años 691 y 692, vivía en Nivelles con su pequeño hijo, el futuro padre de San Gregorio de Utrecht. Adela fundó un monasterio en Palatiolum, la actual ciudad de Pfalzel, cerca de Tréveris; fue la primera abadesa del mismo y lo gobernó con prudencia y santidad durante muchos años. Parece ser que Adela se encontraba entre los discípulos de San Bonifacio, y una de las cartas que figuran en la correspondencia de este santo, firmada por la abadesa Aelfleda de Whitby y dirigida a una abadesa Adola, pertenecía indudablemente a Santa Adela. A Santa Irmina se le menciona en el Martirologio Romano, pero el culto popular que se rinde a Santa Adela nunca ha sido confirmado y no tiene conmemoración litúrgica.

 

La historia sobre los primeros años en la vida de Santa Irmina, sobre los que únicamente un monje llamado Tiofrido hizo un relato cerca de cuatrocientos años después de la muerte de la santa, es probablemente fabulosa. Hay pruebas de que, por lo menos parte de ese relato se funda en un personaje ficticio. La biografía en latín de Santa Irmina, editada por Weiland en MGH., Scriptores, vol. XXIII, pp. 48-50, es una versión de la obra de Tiofrido y no de Teodorico, de quien se dice que la escribió un siglo después. Sobre todo esto, consúltese la Analecta Bollandiana, vol. VIII (1889), pp. 285-286, así como a C. Wampach, en Grundherrschaft Echternach, vol. I, parte 1 (1929), pp. 113-135 y c. los documentos impresos en la parte u (1930). Sobre Adela, consultar a DHG., vol. I, c. 525. Ver además a E. Ewig en San Bonifacios (1954), p. 418 y a C. Wampach, en Irmina von Ceren und ihre Familie, en Trier Zeitschrift, vol. II (1928), pp. 144-154.

 

 

 San Esteban, Protomártir (C. 34 d.C.)

(25 de diciembre)

Esta Fuera de toda duda que Esteban era judío y, muy probablemente, un helenista de la Dispersión que hablaba el griego. Su nombre proviene del griego Stephanos, que significa “corona.” Desconocemos por completo las circunstancias de su conversión al cristianismo. San Epifanio dice que Esteban fue uno de los setenta discípulos del Señor, pero es improbable. La primera referencia que se hace de Esteban en el libro de los Hechos de los Apóstoles, surge al abordar el tema de que entre los numerosos convertidos judíos, los helenistas murmuraban contra los hebreos y se quejaban de que a las viudas de los helenistas se las discriminaba en el diario reparto de los bienes de la comunidad. Con ese motivo, los Apóstoles reunieron a los fieles y les advirtieron que no debían descuidar los deberes de la predicación y la plegaria para atender a la distribución de alimentos; asimismo, les recomendaron que eligiesen a siete hombres de irreprochable conducta, llenos del Espíritu Santo y de reconocida prudencia, para que administrasen el reparto de los bienes comunes. La recomendación fue aprobada y las gentes eligieron a Esteban, “un hombre lleno de fe y del Espíritu Santo”, a Felipe, a Prócero, Nicanor, Timón, Parmenas y a Nicolás, un prosélito de Antioquía. Aquellos siete les fueron presentados a los Apóstoles, quienes les impusieron las manos y, de esta manera, los ordenaron como a los primeros diáconos.

“Y la palabra del Señor se difundió y el número de los discípulos se multiplicó extraordinariamente en Jerusalén; también gran número de entre los sacerdotes se sometieron a la fe. Y Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obró grandes maravillas y señales entre el pueblo.” Al hablar, lo hacía con un espíritu tan vehemente y con tanta sabiduría, que sus oyentes no podían resistir a sus llamados y, al ver la influencia que ejercía sobre el pueblo, los ancianos y jefes de algunas de las sinagogas de Jerusalén, fraguaron una conspiración para perderle. Al principio, los conspiradores decidieron entablar disputas con Esteban, pero al verse incapaces para derrotarlo en aquel terreno, recurrieron al soborno de testigos falsos que le acusaron de blasfemia contra Moisés y contra Dios. El proceso se estableció en el Sanedrín y ante ese tribunal fue citado Esteban. El cargo principal en contra suya consistía en que había dicho y afirmado que el templo sería destruido y que las tradiciones mosaicas no eran más que sombras de normas inaceptables para Dios, puesto que Jesús de Nazaret las había substituido por otras nuevas. “Y todos cuantos se hallaban en el Sanedrín le miraron y advirtieron que su rostro era como el de un ángel.” Entonces se le dio permiso para que hablase y, por medio de una extensa perorata en su defensa, reproducida en los Hechos vn 2-53, demostró que Abraham, el padre y fundador de su nación había dado testimonio y recibido los mayores favores de Dios en tierra extraña; que a Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero se le vaticinó también una nueva ley y el advenimiento de un Mesías; que Salomón construyó el templo, pero nunca imaginó que Dios quedase encerrado en casas hechas por manos de hombres. Afirmó que tanto el templo como las leyes de Moisés eran temporales y transitorias y deberían ceder el lugar a otras instituciones mejores, establecidas por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías. Esteban puso término a su discurso con una amarga invectiva. “¡Sois duros de corazón e incircuncisos de corazones y de oídos!”, les dijo. “Siempre resistís al Espíritu Santo, como lo hicieron vuestros padres ¿Qué profeta hubo al que no persiguiesen vuestros padres? Y mataron a los que de antemano anunciaron el advenimiento del Justo, del cual ahora vosotros os hicisteis traidores y asesinos, vosotros que recibisteis la ley como mandato de ángeles y no la guardasteis.”

Toda la asamblea se estremeció de rabia al oír las palabras de Esteban mas como él estuviese lleno del Espíritu Santo, no hizo más que levantar los ojos al cielo, vio la gloria de Dios y al Salvador de pie a la derecha del Padre y dijo a los del Sanedrín: “He aquí que contemplo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios.” Y ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos y, como de común acuerdo, se precipitaron con el mismo furor contra él. A empellones, le sacaron fuera de la ciudad para apedrearle. Los testigos dejaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo. Entonces apedrearon a Esteban que imploraba y decía: “Señor Jesús, recibe mi espíritu.” Al caer sobre sus rodillas, clamó con fuerte voz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado.” Y al decir esto descansó en paz.”

Las referencias que se hacen a los testigos requeridos por la ley de Moisés y todas las circunstancias del martirio, muestran que la lapidación de San Esteban no fue un acto de violencia de la multitud, sino una ejecución judicial. De entre los que estaban presentes y “consentían en su muerte”, sólo uno llamado Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, supo aprovechar la semilla de sangre que sembró aquel primer mártir de Cristo. “Llevaron a enterrar a Esteban hombres piadosos e hicieron gran duelo sobre él”, dicen para concluir los Hechos de los Apóstoles. El hallazgo de los restos de Esteban por el sacerdote Luciano en el siglo quinto, se relata en el artículo relacionado con ese suceso en esta obra, bajo la fecha del 3 de Agosto.

 

Por supuesto que no tenemos ningún dato sobre la vida de San Esteban, fuera de los que nos suministra el Nuevo Testamento. Pero en relación con la fiesta y el culto del protomártir, el lector puede consultar el CMH y el Christian Woship de Duchesne, pp. 265-268. Desde antes de que terminara el siglo cuarto, tanto en el oriente (como lo demuestran aun para Siria las Apostolic Constitutions, vol. 33) como en el occidente, a San Esteban se le conmemoraba el 26 de diciembre. Pero no hay ninguna razón que nos explique por qué se eligió precisamente ese día desde una fecha tan remota. El antiguo culto a Esteban en Jerusalén ha sido ampliamente discutido por el cardenal Rampolla en Santa Melania Giuniore, pp. 271-280. Sobre las representaciones de San Esteban en el arte, las creencias y devociones populares relacionadas con su fiesta en ese día, véase la Ikonographie de Künstle, vol. II, pp. 544-547, el Lexikon fiir Theologie und Kirche, vol. IX, ce. 796-799 y el DAC de Leclercq, vol. V, ce. 624-671.

 

 

San Arquelao, Obispo de Kashkar (Fecha Desconocida)

(26 de diciembre)

El martirologio romano señala en esta fecha la muerte, ocurrida en Meso-potamia, del obispo San Arquelao, famoso por su ciencia y su santidad. En su De Viris Ilustribus dice San Jerónimo que “Arquelao, un obispo de Mesopo-tamia, compuso un libro en sirio sobre las discusiones que entabló con un tal Manes, procedente de Persia. Ese libro fue traducido al griego y han sido muchos los que lo han leído. Arquelao vivió en la época del emperador Probo, el sucesor de Aureliano y de Tácito.” Los relatos sobre Arquéalo dicen que un sirio llamado Marcelo había logrado la libertad para cierto número de esclavos cristianos, y el heresiarca Manes le felicitó efusivamente y le tomó muy en cuenta su acción caritativa. De esta manera, Manes tuvo oportunidad de inculcar sus conocimientos a Marcelo. Este informó del asunto a su obispo, Arquelao, quien entabló discusiones con Manes. Estas “actas” son documentos interesantes para la historia del maniqueísmo, pero ni fueron escritas en sirio, ni las escribió Arquelao. Cuando Focio hacía recomendaciones a su hermano para que leyese el libro de Heracliano de Calcedonia contra los maniqueos (cuyo estilo, dice, “combina el lenguaje ordinario con el ático, como un profesor que entrase a un concurso de superación”), cita las palabras de Heracliano cuando decía que las disertaciones de Arquelao fueron escritas por un tal Hegemonio. Las investigaciones han demostrado que las mencionadas disertaciones no fueron más que una treta literaria y que se compusieron muchos años después de muerto Manes. En consecuencia, parece que San Arquelao, sobre quien no se sabe nada más, es un personaje tan ficticio como sus “disertaciones”, inventado para la ocasión por el mismo Hegemonio.

 

Toda la cuestión del Acta Archelai es muy oscura, pero aún así, puede consultarse a Bardenhewer en Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 265-269, al DCB, vol. I, pp. 152-153 y a Les Ecritures Manichéenes de P. Alfaric (1918), pp. 55 y ss.

 

 

San Juan El Evangelista, Apóstol (C. 100 d.C.)

(27 de diciembre)

San Juan el Evangelista, a quien se distingue como “el discípulo amado de Jesús” y a quien a menudo se llama “el Divino” (es decir, el “Teólogo”), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador. Junto con su hermano, se hallaba Juan remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, llamó también a los otros dos hermanos para que fuesen sus Apóstoles. A éstos, el propio Jesucristo les puso el sobrenombre de Boanerges, o sea “hijos del trueno” (cf. Lucas 9:54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento. Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás; por otra parte, es el único sobre el cual se tiene la certeza de que no murió en el martirio. En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, con cierto orgullo justificado, como “el discípulo a quien Jesús amaba”, y es evidente que era uno de los que ocupaban una posición de privilegio. El Señor quiso que estuviese presente, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto especial, mayor que hacia los otros, por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino. Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquel convite, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de que era Juan aquel “otro discípulo” que entró con Jesús ante el tribunal de Caifas, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que permaneció al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor. “Mujer, he ahí a tu hijo”, murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. “He ahí a tu madre”, le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primogénito. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de tratar a María como si fuese su propia madre y el de honrarla, servirla y cuidarla en persona.

Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos “vieron y creyeron” que Jesús había resucitado. A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro, por solicitud hacia su compañero: “Señor, ¿qué hará este hombre?” Y Jesús replicó: “Si mi deseo es que se quede hasta que yo venga, ¿qué tiene éso que ver contigo? Sigúeme tú.” Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: “No morirá.” Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero se los dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que ambos respondieron: “Si es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes que a Dios, juzgadlo vosotros mismos. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que vimos y oímos.” Después, los dos Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquéllos que “parecían ser los pilares” de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de los Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor. No hay duda de que estaba presente cuando murió la Virgen María, ya haya ocurrido el hecho en Jerusalén o en Efeso. San Ireneo afirma que Juan se estableció en Efeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida (ver el 6 de mayo). La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado a la isla de Palmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.

Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Efeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre.” Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente.” La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila, que es el símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una, probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.

Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, cuando Juan iba a los baños, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: “¡Vamonos, hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten.” Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San Policarpio, el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado. “En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados.” De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: “Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia.” El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: “¡Pobre joven! Ha muerto.” “¿De qué murió?”, preguntó San Juan. “Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón”, fue la respuesta. Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. “Para esto he venido”, gritó San Juan. “¡Llevadme con vosotros!” Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza. Pero Juan le gritó para detenerle: “¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía.” El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, un segundo bautismo. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.

Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Efeso y siempre les decía estas mismas palabras: “Hijitos míos, amaos entre vosotros...” Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: “Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante.” San Juan murió pacíficamente en Efeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.

Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el texto original del Hieronymianum (alrededor del año 600 D.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: “La Asunción de San Juan el Evangelista en Efeso y la ordenación al episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua.” Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo, a quien ahora se honra junto con San Felipe el 1-ro de Mayo. La frase “Asunción de San Juan”, resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas “Actas de San Juan.” La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma, puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo “no moriría”, tuvo gran difusión y aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien conocido y aun famoso por los milagros que se obraban en él. El Acta Johannis, que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y To-ribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda tradicional. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El Apóstol apuró el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.

 

La literatura sobre San Juan y sus escritos es, naturalmente abundantísima y no es necesario examinarla en esta breve bibliografía. Sobre las cuestiones de carácter más histórico, se puede consultar el Saint John (traducción inglesa) de Fouard, el Saint Jean l’Evangeliste (1907) de Fillion, el Princes of his People, vol. I (1920) de C. C. Martindale; John the Presbyter (1911) de J. Chapman y el Stimmen aus María Laach, vol. LXVII (1904), pp. 538-556. A la literatura apócrifa se la discute muy ampliamente en el Neutestamentlichen Apokrjphen (1904) de Hennecke, especialmente en las pp. 423-459, lo mismo que en su secuela, el Handbuch zu den neutestamentlichen Apokryphen (1904), pp. 592-543. La mejor edición del Acta Johannis es la de Max Bonnet (1898). Sobre datos especiales véase al CMH de Delehaye, el Synaxarium Cp., c. 665, el Die Kirchlichen Benediktionen in Mittelalters (1909), vol. I, pp. 294-334; a Báchtold-Stáubli, en Handworterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. IV, ce. 745-757 y a Künstle, en Ikonographie, vol. II, pp. 341-347.

 

 

Santa Fabiola, Matrona (399 d.C.)

(27de diciembre)

Fabiola, de la gens Fabia, fue una de las damas patricias romanas que siguieron el camino de la santidad y la renuncia bajo la influencia de San Jerónimo, pero su existencia fue muy diferente a la de sus compañeras Santa Marcela, Santa Paula o Santa Eustoquio, y ni siquiera fue uno de los miembros del círculo que se reunió en torno a San Jerónimo cuando vivía en Roma. O bien, si lo fue, hubo un enfriamiento o una ruptura en las relaciones, puesto que Fabiola era de carácter muy vivo, apasionado y caprichoso, y cuando la disoluta existencia de su esposo le resultó intolerable, obtuvo un divorcio civil, después de lo cual, mientras vivía aún su marido, se unió con otro hombre. Al morir su segundo esposo, Fabiola se sometió a los cánones de la Iglesia, se presentó en la Basílica de Letrán dispuesta a aceptar la penitencia pública, y el Papa San Siricio la volvió a admitir en la comunión de los fieles. Desde entonces, la dama dedicó íntegra su gran fortuna a las obras de caridad, dio sumas considerables a todas las Iglesias y comunidades de Italia y las islas vecinas y fundó un hospital para los enfermos que recogía en las calles de Roma y a quienes atendía personalmente. Fue aquél un hecho significativo en la historia de nuestra civilización, porque el hospital de Fabiola fue el primer nosocomio cristiano, público y gratuito en todo el occidente.

En el año de 395, Fabiola viajó a Belén para visitar a San Jerónimo, en compañía de un pariente llamado Oceanus y ahí se quedó con Santa Paula y Santa Eustoquio. Por aquel entonces, San Jerónimo disputaba con el obispo Juan de Jerusalén, con motivo de la controversia con Rufino sobre las enseñanzas de Orígenes, y se hicieron varios intentos, aun en forma fraudulenta, para ganarse las simpatías y las influencias de Fabiola para el campo del obispo, pero fracasaron todas las tentativas para destruir su fidelidad a su santo maestro. Fabiola deseaba quedarse en Belén hasta el fin de sus días, pero era evidente que la vida contemplativa de las mujeres consagradas que ahí se habían reunido para formar una comunidad, no convenía a la santa que necesitaba de la compañía y actividad constantes. San Jerónimo lo había observado y en uno de sus escritos declara que a Fabiola no le cabía en la cabeza la idea de la soledad en el establo de Belén y que, sin duda, hubiera preferido que el nacimiento de Cristo sucediese en la posada llena de peregrinos. La amenaza de una inminente incursión de los hunos fue lo que la decidió a abandonar Palestina. Las hordas de Atila habían invadido Siria, y la propia Jerusalén estaba en peligro, de suerte que San Jerónimo se retiró con sus fieles discípulos hacia la costa, durante algún tiempo. Cuando pasó el peligro y todos volvieron a Belén, Fabiola emprendió el viaje de regreso a Roma.

Por aquel entonces, un sacerdote llamado Amando le planteó una cuestión a San Jerónimo: ¿Se podía recibir en la comunión de la Iglesia a una mujer que hubiese sido obligada a unirse a otro hombre mientras su disoluto marido estaba aún con vida, sin una previa penitencia canónica? Semejante pregunta se refería evidentemente a la hermana del sacerdote Amando, pero la opinión general fue de que se había interrogado a San Jerónimo en relación con el caso de Fabiola, como un “sondeo” en las ideas del santo. En su respuesta San Jerónimo no hizo mención alguna de Fabiola, pero rechazó los términos de “hubiese sido obligada” que figuraban en el supuesto caso. “Si tu hermana”, respondió el santo claramente, “desea recibir el Cuerpo de Cristo sin que se le tomen cuentas como a una adúltera, debe hacer penitencia.”

Durante los tres últimos años de su vida, pasados en Roma, Fabiola continuó con sus caridades públicas y privadas, sobre todo al asociarse con San Pamaquio en la fundación de un amplio hospicio para peregrinos pobres y enfermos en Porto. Fue el primero en su especie y, como dice San Jerónimo, antes de un año de haber sido abierto “ya era muy famoso desde Parda hasta Britania.” La inquietud de Fabiola persistió hasta el último momento y hacía los preparativos para emprender otro largo viaje cuando la sorprendió la muerte. Toda Roma asistió a los funerales de la amada benefactora. San Jerónimo estuvo en contacto epistolar con Santa Fabiola hasta el fin y escribió dos tratados para ella. Uno se refiere al sacerdocio de Aarón y al significado místico de las vestiduras sacerdotales. Ese escrito lo terminó San Jerónimo el día en que debía zarpar de Jaffa la nave en la que Fabiola regresó a Italia. El segundo tratado, referente a la “estadía de los israelitas en los desiertos salvajes”, no quedó terminado sino hasta después de la muerte de la santa. Este le fue enviado posteriormente a Oceanus, el mencionado pariente de Fabiola, junto con un relato sobre la vida y muerte de la santa patricia romana.

 

Todo lo que sabemos sobre Santa Fabiola procede de San Jerónimo, Epistolae 77, que se halla impresa en la PL de Migne, vol. XXII, ce. 690-698. Véase también el Saint Jéróme de A. Thierry, vol. V y el S. Jéróme sa vie et son Oeuvre, vol. II, de F. Cavallera, lo mismo que el DAC de Leclercq, vol. vn, ce. 2274-2275 y el DCB, vol. II, pp. 442-443.

 

 

Santos Teodoro y Teófanes, (c. 841 y c. 845 d.C.)

(27 de diciembre)

Teodoro y Teófanes eran dos hermanos naturales de Kerak, en las playas del Mar Muerto, que antiguamente era la tierra de los moabitas, donde vivían sus padres antes de establecerse en Jerusalén. Desde muy jóvenes, los dos hermanos ingresaron al monasterio de San Sabas y, por los progresos que hicieron en la ciencia y la virtud, adquirieron una gran reputación. El patriarca de Jerusalén obligó a Teodoro a recibir las órdenes sacerdotales y, cuando Leo el Armenio declaró la guerra a las imágenes sagradas, el patriarca le envió ante el emperador con la misión de exhortarle para que no perturbase la paz de la Iglesia. La embajada resultó mal, puesto que el emperador Leo hizo que azotase a Teodoro y lo mandó desterrar, junto con su hermano Teófanes, a una isla frente a las costas del Mar Negro, donde ambos sufrieron lo indecible por el hambre y por el frío. Sin embargo, ya ninguno de los dos estaba en el destierro cuando murió el emperador Leo el Armenio, ya que, por entonces, se hallaban de regreso en su monasterio de Constantinopla. El emperador Teófilo, iconoclasta violento que ascendió al trono en 829, impuso el castigo de los azotes a los dos hermanos y los desterró de nuevo.

Dos años más tarde, se le permitió regresar a Constantinopla, pero como insistieran en rehusar toda comunicación con los iconoclastas, Teófilo compuso un poema de doce versos y ordenó que se escribiera completo y con estilete sobre la frente de cada uno de los hermanos. El poema decía más o menos como sigue: “Estos hombres llegaron a Jerusalén, como naves cargadas de supersticiones y de iniquidades; por eso fueron expulsados. Al huir hacia Constantinopla, no se olvidaron de su impiedad. Por lo tanto, fueron de nuevo expulsados y marcados así en sus rostros.” A Teodoro y a Teófanes los ataron en bancas de madera y les grabaron con estilete en la piel, cada una de las letras del poema. El bárbaro tormento duró largo tiempo y tuvo que ser interrumpido por la llegada de la noche, de manera que la tortura continuó al día siguiente. Tras el cruel castigo, los dos fueron exilados por tercera vez, en aquella ocasión a Apamea, en Bitinia, donde murió Teodoro a poco de llegar. Más o menos al mismo tiempo, el patriarca Teófilo murió también, San Metodio ocupó su puesto y restableció el culto a las imágenes sagradas en el año 842. Entonces, se rindieron toda suerte de honores a Teófanes como confesor de la fe y se le consagró obispo de Nicea, a fin de que, con mayor poder y eficacia, pudiese combatir la herejía de los iconoclastas, sobre la que ya había triunfado. Teófanes escribió numerosos himnos, entre los cuales figura uno en honor He su hermano San Teodoro. Murió el 11 de octubre de 845. Los griegos le llaman “el poeta”, pero a los dos hermanos se los conoce, por regla general, como a los Graftoi, es decir “sobre los que se escribió.” El Martirologio Romano los conmemora juntos en la fecha de hoy.

 

Contamos con una Vida de San Teodoro escrita en griego y que se atribuye a Metafrasto. Está impresa por Migne en PG., vol. CXVI, pp. 653-684. Hisforiadores de épocas posteriores como Cedreno y Zonaras, hablan de ellos en sus relatos sobre el emperador Teófilo. Debieron recibir culto, puesto que hay una nota sobre ellos en el Synaxario de Constantinopla, con la fecha del 11 de octubre.

 

 

Los Santos Inocentes, (c. a.u.a. 750)

(28 de diciembre)

Herodes, llamado “el Grande”, gobernaba al pueblo judío, dominado por Roma, por la época en que nació Nuestro Señor Jesucristo. Herodes era idumeo, es decir que no era un judío perteneciente a la casa de David o de Aarón, sino descendiente del pueblo al que Juan Hyrcan obligó a abrazar el judaísmo; si ocupaba el trono de Judea, era por un favor especial de la casa imperial de Roma. Por lo tanto, desde que oyó decir que ya habitaba en el mundo un ser “nacido como rey de los judíos” al que tres sabios magos del oriente habían venido a adorar, Herodes estuvo inquieto y vivió en el temor de perder su corona. En consecuencia, convocó a los sacerdotes y escribas para preguntarles en qué lugar preciso debía nacer el esperado Mesías. La respuesta unánime fue: “En Belén de Judá.” Más atemorizado que nunca, realizó toda clase de diligencias para encontrar a los magos que habían venido de oriente en busca del “rey” para rendirle homenaje. Una vez que encontró a los magos, los interrogó secretamente sobre sus conocimientos, los motivos de su viaje, sus esperanzas, hasta que, por fin, les recomendó que fuesen a Belén y los despidió con estas palabras: “Id a descubrir todo lo que haya de cierto sobre ese niño. Cuando sepáis dónde está, venid a decírmelo, a fin de que yo también pueda ir a adorarle.” Pero los magos recibieron en sueños la advertencia de no informar a Herodes, de suerte que, tras haber adorado al Niño Jesús, hicieron un rodeo para regresar a oriente por otro camino. Al mismo tiempo, Dios, por medio de uno de sus ángeles, mandó a José que tomase a su esposa María y al Niño y que huyese con ellos a Egipto, “porque sucederá que Herodes buscará al Niño para destruirlo.”

“Entretanto, Herodes, al verse burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y sus contornos, de dos años abajo, conforme al tiempo de la aparición de la estrella, que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo que predijo el profeta Jeremías cuando anunciaba: “En Rama se oyeron las voces, muchos lamentos y alaridos. Es Raquel que llora a sus hijos, sin hallar consuelo, porque ya no existen.” (Mat. 2:18).

Al hablar de Herodes, dice el historiador Josefo que “era un hombre de gran barbarie hacia todos los demás” y relata varios de sus crímenes, tan espantosos, crueles y repugnantes, que la matanza de unos cuantos niños judíos parece cosa de nada, y Josefo ni la menciona. Por tradición popular, se supone que el número de las víctimas de la matanza ordenada por Herodes fue muy crecido. La liturgia bizantina habla de 14,000 niños, las “Menaia” sirias, de 64,000 y, por cierta interpretación a algunas palabras del Apocalipsis (16:1-5), se hace ascender la cifra a 144,000. Sobre la menor de estas cantidades, dice Alban Butler con toda razón, que “excede todos los límites y, ciertamente que no ha sido confirmada por ninguna autoridad calificada.” Belén era una villa pequeña y, aun cuando se incluyesen sus contornos, no podía tener, en un momento dado, más de veinticinco niños menores de dos años. Algunos de los investigadores hacen descender la cifra a media docena solamente. Hay una historia muy conocida que escribió Macrobio, cronista hereje del siglo quinto, donde se afirma que, al enterarse el emperador Augusto de que, entre los niños menores de dos años que Herodes había mandado matar se encontraba el propio hijo del rey, hizo este comentario: “Valdría más ser el cerdo (hus) de Herodes que su hijo (huios)”, con lo que hacía una irónica referencia a la ley judía de no comer carne de cerdo y, en consecuencia, de no matar a los cerdos. Sin embargo, esta noticia es falsa, puesto que el hijo de Herodes a quien se refiere, era Herodes Antipas, quien por aquella época ya era un adulto y a quien su propio padre mandó matar poco antes de expirar.

La fiesta de los Santos Inocentes (a quienes en el oriente se llama sencillamente los Santos Niños), se ha observado en la Iglesia desde el siglo quinto. La Iglesia los venera como mártires que no sólo murieron por Cristo, sino en lugar de Cristo. Flores martyrinríf los llama la Iglesia, mientras que San Agustín habla de ellos como de capullos destrozados por la tormenta de la persecución en el momento en que se abrían. Sin embargo, en la liturgia no se los trata como a mártires. El color de las vestiduras sacerdotales para la misa de los Santos Inocentes, es el púrpura y no se canta el Gloria ni el Aleluya; pero en la octava y cuando la fiesta cae en domingo, se usan vestiduras rojas y se cantan, como de costumbre, el Gloria y el Aleluya. Antiguamente, en Inglaterra se llamaba a esta fiesta “Childermass” y San Beda compuso un extenso himno en honor de los Inocentes. Naturalmente que en Belén reciben una veneración especial; su fiesta es ahí obligatoria y por las tardes de todos los días del año, los frailes franciscanos y los niños del coro, visitan el altar de los Santos Inocentes, en la cripta de la Basílica de la Natividad y cantan el himno de Laudes de la fiesta: Sálvete, flores martyrum.

 

Debemos hacer notar que, a partir del siglo sexto en adelante, toda la Iglesia de occidente, al parecer con excepción de la mozárabe y su ritual, conmemora en este día a los Santos Inocentes. Sin embargo, en el Hieronymianum, la frase que se usa es: natale sanctorum infantium et lactantium (el nacimiento de los santos niños y lactantes) y el Calendario de Cartago, que es anterior, también habla de infantes y no de inocentes. Por otra parte, en ciertos sermones de San Agustín, donde menciona “el octavo día de los infantes”, el contexto muestra claramente que no se refiere a los niños de Belén, sino a aquéllos que habían sido recientemente bautizados. Ver el CMH, p. 13; a Duchesne en Christian Worship, p. 268 y a Kneller en Stimmen aus Maña Laach, vol. LXVII (1904), pp.

 

San Teodoro el Santificado, Abad (368 d.C.)

(28 de diciembre)

Fue tanta la gloria que dieron a la Iglesia en los siglos cuarto y quinto las órdenes monásticas que por entonces florecieron con todo esplendor en los desiertos de Egipto, que tanto Teodoreto como Procopio aplican al estado de aquellos santos reclusos, los pasajes de los profetas en los que se habla del advenimiento de la nueva edad en que imperase la ley de la gracia. “Los páramos se regocijarán y florecerán como el lirio; se abrirán los capullos y habrá regocijo, con alegres alabanzas” (Isaías 35:1-2, etc.). Uno de los santos eminentes en aquella pléyade, fue el abad Teodoro, discípulo de San Pacomio. Teodoro nació en la alta Tebaida, alrededor del año 314, de padres muy acaudalados y, cuando contaba entre once y doce años de edad, durante la fiesta de la Epifanía, se entregó a Dios con un fervor precoz, resuelto a no anteponer nunca nada al amor divino y su servicio. Con el correr del tiempo, la gran reputación de San Pacomio le atrajo hacia Tabenna, donde no tardó en descollar entre los seguidores del santo. Este le tomó como compañero permanente cuando hacía el recorrido de sus monasterios. San Pacomio elevó a Teodoro al sacerdocio y, antes de retirarse al pequeño monasterio de Pabau, le encargó el gobierno de Tabenna.

San Pacomio murió en el año de 346, y Petronio, a quien había nombrado su sucesor, murió también trece días después. Entonces se eligió como abad a San Orsisio, pero como éste encontró la carga demasiado pesada y el grupo de monasterios amenazaba con dividirse en partidos, dimitió para dejar a Teodoro en su lugar. Lo primero que éste hizo fue reunir a todos los monjes para exhortarlos a la concordia. Investigó las causas de las divisiones y les puso el remedio efectivo. Gracias a sus plegarias y a sus incansables esfuerzos, la unidad y la caridad quedaron restablecidas. San Teodoro visitó los monasterios, uno tras otro, y a cada monje en particular le dio instrucciones, consejos, consuelos y aliento; de esa manera, corrigió los errores con una delicadeza y un tacto irresistible. Varios fueron los milagros que obró y muchas las ocasiones en que vaticinó el futuro. Cierto día se hallaba en un bote, en aguas del Nilo, con San Atanasio; en un momento dado de la conversación, le aseguro que, en aquel preciso momento había muerto en Persia su perseguidor, Juliano el Apóstata, y agregó que el sucesor devolvería la paz a la Iglesia y la tranquilidad a Atanasio. Ambos vaticinios se confirmaron plenamente. Uno de los milagros obrados por San Teodoro nos proporciona uno de los ejemplos más antiguos sobre el uso del agua bendita como un sacramental para la curación del cuerpo y del alma. San Anión, un contemporáneo de Teodoro, es quien refiere la historia. Cierto día, llegó a las puertas del monasterio de Tabenna un hombre acongojado para pedir a San Teodoro que acudiese a orar por su hija, que estaba gravemente enferma. San Teodoro no podía ir en aquellos momentos, pero recordó al hombre que Dios escuchaba las plegarias donde quiera que se dijesen. A esto repuso el hombre que no tenía mucha fe en las oraciones a distancia y presentó al monje un recipiente de plata, lleno de agua y le pidió que, por lo menos invocase el nombre de Dios sobre el agua, para darla como medicina a su hija. Teodoro accedió y, luego de murmurar una oración, hizo la señal de la cruz sobre el recipiente. El hombre regresó precipitadamente a su casa, encontró a su hija ya inconsciente, le abrió la boca y virtió en ella un poco de agua. Por virtud de la oración y la bendición de San Teodoro, la joven recuperó la salud y se salvó.

Se refiere también que, en cierta ocasión, San Teodoro pronunciaba una conferencia ante sus monjes mientras éstos trabajaban en la confección de esteras. En aquel momento, dos víboras salieron por debajo de una piedra y se arrastraron hacia el santo. Este, para no interrumpir su disertación ni perturbar al auditorio, puso un pie sobre los dos reptiles y los mantuvo sujetos hasta que terminó de hablar. Entonces retiró el pie y mandó a los monjes que matasen a las víboras, sin haber recibido de ellas daño alguno, El Sábado Santo del año 368, uno de los monjes agonizaba y San Teodoro fue a atenderle en sus últimos momentos. Fue entonces cuando vaticinó a todos los que estaban presentes: “Muy pronto, a esta muerte seguirá otra que no se espera.” Aquel mismo día, San Teodoro pronunció su acostumbrado discurso a los monjes, reunidos en el monasterio de Pabau para la celebración de la Pascua, pero apenas los había despachado a sus respectivos monasterios, cuando se sintió muy enfermo. Al otro día, 27 de abril, murió tranquilamente. Su cuerpo fue llevado en procesión hasta la cima del monte donde los monjes tenían su cementerio, pero no pasó mucho tiempo sin que el cadáver fuese exhumado para sepultarlo junto al de San Pacomio. San Atanasio escribió una carta a los monjes de Tabenna para consolarlos, con sentidas palabras, por la pérdida de su abad y para recomendarles que tuviesen siempre presente la gloria que ya poseía el siervo de Dios.

 

Toda la información de que se podía echar mano en el siglo XVII, en relación con la historia de San Teodoro, se encuentra reunida en el relato sobre San Pacomio, publicado en el Acta Sanctorum, mayo, vol. ni. Desde entonces, han aparecido diversos textos, la mayoría de ellos en copto o traducidos del copto. Véase la bibliografía al pie del artículo dedicado a San Pacomio (9 de mayo) en esta obra. En relación con la vida de San Teodoro, tiene especial importancia la Epístola Ammonis, impresa en el Acta Sanctorum, mayo, vol. ni, pp. 63-71. En inglés, consúltese The Monasteries of Wadi ríNatrun pte. n, de H. G. Evelyn White y también las notas críticas sobre la citada obra, publicadas por P. Peeters, en Analecta Bollandiana, vol. II (1933), pp. 152-157. Los griegos conmemoran a este santo en mayo, y el Martirologio Romano lo conmemoraba el 28 de diciembre, pero en sus últimas ediciones trasladó su fiesta al 27 de abril, fecha de su muerte.

 

San Antonio de Lerins, (c. 520 d.C.)

(28 de diciembre)

Antonio nació en Valeria, de la baja Panonia, durante la época de las invasiones de los bárbaros. Como su padre murió cuando el niño tenía apenas ocho años de edad, se confió su cuidado a San Severino, el intrépido apóstol de Noricum. Es muy probable que Antonio viviese con su tutor en el monasterio que éste había fundado en Faviana y es posible que, aún niño, viese a Odoacro cuando encabezaba su marcha triunfal hacia Roma. San Severino murió alrededor del año 482 y, entonces, Antonio quedó a cargo de su tío Constancio, obispo de Lorch, en Baviera. Tomó el hábito de monje, se retiró de Noricum a Italia, junto con los otros romanos, en el 488, cuando apenas tendría veinte años. Al cabo de algunas vacilaciones, se estableció en las proximidades del Lago Como, donde se asoció y se puso al servicio de un sacerdote llamado Mario, que dirigía a un grupo de discípulos. Mario llegó a sentir una gran admiración por Antonio y le instó a que se ordenase sacerdote y compartiese su trabajo. Pero la vocación de Antonio estaba en la vida solitaria, por lo que se apartó de Mario para unirse a dos ermitaños que se habían establecido cerca de la tumba de San Félix, al otro lado del lago. Allá vivió en una cueva, dedicado a la plegaria, el estudio y el cultivo de su huerto, aunque, con frecuencia, le distraían los numerosos visitantes. Fue por entonces, cuando un asesino que huía de la justicia simuló un fervor extraordinario y se quedó con Antonio como discípulo. Sin embargo, el santo “leyó en su alma”, proclamó su impostura y el asesino huyó. Pero también Antonio debió alejarse de su retiro, puesto que aquel incidente acrecentó su fama y aumentaron los visitantes. Por fin, ya sin esperanza de encontrar la soledad absoluta y, ante el temor de que los homenajes y muestras de respeto que recibía le hiciesen caer en la vanidad, cruzó los Alpes hacia el sur de las Galias. Ahí ingresó en el monasterio de Lérins. San Antonio murió en aquel claustro, muy venerado por sus virtudes y sus milagros. San Enodio de Pavía escribió su biografía.

 

Es poco lo que sabemos sobre este San Antonio, aparte de lo que registró Enodio en su biografía. Esta fue editada en el Corpus Scriptorum ecclesiasticorum latinorum de Viena, vol. VI, pp. 383-393, así como en MGH, Auctores antiquissimi, vol. VII, pp. 185-190 y en la PL. de Migne, vol. LXIII, ce. 239-246. Véase también en el DHG. vol. m, c. 739.

 

 

San Trofimo, Obispo de Arles (¿Siglo III?)

(29 de diciembre)

Entre LOS que acompañaron a San Pablo en su tercer viaje, se encontraba un gentil de Efeso llamado Trófimo, el mismo que, posteriormente, fue el motivo de que se desatara la hostilidad contra el Apóstol de las Gentes cuando se presentó con él en Jerusalén. A Trófimo se referían aquellos gritos de los judíos: “¡Hizo entrar a los gentiles en el templo; ha mancillado este santo lugar! Y todo, porque habían visto a Trófimo el de Efeso en la ciudad con Pablo y supusieron que el Apóstol le había llevado al templo.” También se menciona su nombre nuevamente en la segunda Epístola a Timoteo, donde se dice que Trófimo se quedó enfermo en Malta.

Cuando el Papa San Zósimo escribió a los obispos de las Galias en 417, hizo referencias a que la Santa Sede había enviado a Trófimo a las Galias y que sus prédicas en Arles formaron la fuente de donde las aguas de la fe se extendieron por toda la comarca. Ciento cincuenta años más tarde, San Gregorio de Tours escribió que San Trófimo de Arles, primer obispo de aquella diócesis, fue uno de los seis prelados que llegaron de Roma con San Dionisio de París a mediados del siglo tercero. Nada más se sabe sobre Trófimo de Arles. A raíz de la declaración del Papa Zósimo, se le identificó con el Trófimo de Efeso que acompañó a San Pablo.

 

Por supuesto que no existe ninguna biografía sobre San Trófimo y, sin embargo, en vista de que la catedral de Arles está dedicada a él y, si se toman en cuenta las palabras del Papa Zósimo y otras referencias, es necesario tomarle como un personaje histórico. La afirmación de que se le identificó con el Trófimo que menciona San Pablo (en 2 Tim. 4:20) es una de las invenciones características del martirólogo Ado. Véase el Martyrologes Historiques de Quentin, pp. 303 y 603, así como los Pastes Episcopaux de Duchesne, vol. I, pp. 253-254 y el DCB, vol. IV, p. 1055.

 

 

San Marcelo Akimetes, Abad (C. 485 P. C.)

(29 de diciembre)

Los “akoimetoi” se distinguen de los otros monjes orientales tan sólo por la regla que los dividía en varios coros que, sucesivamente, cantaban el oficio divino, de día y de noche, sin interrupción. De ahí proviene el nombre de los “incansables” con el que se les conocía. El monasterio fue fundado y la orden instituida por San Alejandro, un monje sirio que se estableció en Gomon, a orillas del Mar Negro. Juan, el sucesor de Alejandro, trasladó a la comunidad a un monasterio que construyó en Eirenaion, un sitio placentero a orillas del Bosforo, frente a la costa donde se encuentra Constantinopla. San Marcelo, que fue elegido abad de aquella casa en tercer lugar, levantó su reputación a los más altos niveles y él mismo fue el más distinguido de los monjes “Akoimetoi.”

Marcelo nació en la ciudad siria de Apamea y, a la muerte de sus padres, quedó como heredero de una gran fortuna. No obstante su riqueza, concibió un profundo desagrado por todo lo que el mundo podía ofrecerle, partió a Antioquía y se consagró por entero a los estudios sagrados. Más tarde se estableció en Efeso, donde se puso bajo la dirección de un varón justo, siervo de Dios, en cuya compañía dedicaba todas las horas del día a la oración y a la copia de libros sagrados. La reputación de la vida de soledad y austeridad de los monjes “Akoimetoi”, atrajo a Marcelo quien ingresó en la comunidad e hizo tantos progresos, que el abad Juan, al ser elegido, le tomó como ayudante y consejero y, en consecuencia, a la muerte de Juan, Marcelo fue elegido abad.

Al decrecer la oposición del emperador Teodosio II y algunas de las autoridades eclesiásticas, el monasterio floreció extraordinariamente bajo su prudente y virtuosa administración. Varias veces se encontró en apuros para hacer las ampliaciones necesarias en los edificios de su monasterio, pero siempre fue abundantemente provisto de los medios para hacerlo, por parte de un hombre riquísimo que acabó por tomar los hábitos junto con sus hijos. El propio San Marcelo, al hacerse monje, insistió en desprenderse hasta del último centavo de su cuantiosa fortuna y, en consecuencia, era muy estricto en cuanto a la observancia de la pobreza y no toleraba que sus monjes hiciesen acopio de bienes o inversiones de dinero de ninguna especie. Solía decir que ya era un exceso almacenar alimentos para diez días. Los “Akoimetoi” habían despreciado hasta entonces todo trabajo manual, pero el abad Marcelo insistió para que todos trabajaran, les gustase o no. La comunidad contaba con trescientos miembros, y desde todos los puntos del oriente llegaban a manos de San Marcelo las solicitudes para el envío de abades a fundar monasterios en lugares distantes o grupos de monjes para formar los núcleos de nuevos establecimientos. Entre éstos, el más famoso fue el monasterio de Constantinopla, fundado en 463 por un antiguo cónsul llamado Studius, con algunos monjes “Akoimetoi.”

Entre las actividades de aquellos monjes figuraba, principalmente, el trabajo apostólico que pudiesen realizar desde sus respectivos monasterios; por cierto que San Marcelo fue una personalidad muy destacada en la predicación del Evangelio y el impulso a todos los movimientos en contra de las herejías que se iniciaron en Constantinopla, en su tiempo. El fue uno de los veintitrés archimandritas que suscribieron la condenación de Eutiquio, en el sínodo convocado por San Flaviano en 448, y también participó en el Concilio de Calcedonia. Cuando el emperador León I propuso elevar a Patricio, el cónsul godo, a la dignidad de “cesar”, Marcelo protestó de que se pretendiese dar tanto poder a un arriano y vaticinó acertadamente la próxima ruina de la familia de Patricio. En el año de 465, se produjo un gran incendio en Constantinopla y ocho de los dieciséis distritos de la ciudad quedaron destruidos. Era tanta la reputación de San Marcelo, que la población atribuyó a su intercesión que no hubiesen quedado en ruinas los otros ocho barrios. El santo gobernó su monasterio durante unos cuarenta y cinco años y murió el 29 de diciembre del año 485.

 

Nuestras informaciones proceden de una detallada biografía escrita en griego, atribuida al Metafrasto y que se imprimió en Migne, PG., vol. CXVI, pp. 705-745. Véase también el Synax. Const. (ed. Delehaye), ce. 353-354; a Pargoire en DAC., vol. I, ce. 315-318 y el Echas d’Orient, vol. II, pp. 305-308 y 365-372; y la Revue des questions historiques, enero de 1899, pp. 69-79.

 

 

San Ebrulfo o Evroult, Abad (596 d. C.)

(29 de diciembre)

Ebrulfo creció y se educó en la corte del rey Childeberto I. Ahí contrajo matrimonio, pero al cabo de algún tiempo, la pareja consintió en la separación. La esposa tomó el velo en un convento y el marido distribuyó todos sus bienes entre los pobres. Sin embargo, pasó un tiempo bastante considerable antes de que pudiera obtener el permiso del rey para abandonar la corte. A la larga, pudo ingresar en un monasterio en la diócesis de Bayeux, donde sus virtudes le granjearon la estima y la veneración de sus hermanos. Pero el respeto con que se vio tratado le pareció una tentación y, para evitarla, se retiró con otros tres monjes, a fin de ocultarse en un rincón remoto del bosque de Ouche, en Normandía. Aquellos ermitaños improvisados no habían tomado medida alguna para asegurar su mantenimiento, pero se las ingeniaron para establecerse junto a un manantial, donde construyeron una represa para almacenar las aguas, cultivaron un huerto y se construyeron chozas. Poco después, un campesino descubrió, con el consiguiente asombro, el floreciente establecimiento en lo más remoto del bosque. El campesino advirtió a los ermitaños que corrían grave peligro en aquel lugar, porque los montes de las cercanías eran guaridas de bandidos. “Hemos venido aquí”, repuso Ebrulfo, “a llorar por nuestros pecados. Tenemos puesta nuestra confianza en la misericordia de Dios, que alimenta y cuida a los pajarillos del aire. A nadie tememos.” Al día siguiente, el campesino les trajo panes y jarros con miel y no trascurrió mucho tiempo sin que se uniera a los ermitaños para imitar su santa existencia. Más tarde, uno de los asaltantes se presentó en el lugar para advertirles que estaban en peligro. Ebrulfo se apresuró a responderle igual a como le había contestado al campesino. El bandido se convirtió también y atrajo a muchos de sus compañeros, de tan buena disposición como él, para que hablasen con el santo. Este les dio buenos consejos y muchas enseñanzas, de suerte que los bandidos decidieron establecerse cerca de los ermitaños y trabajar honradamente para ganarse la vida. Las dos comunidades trataron de cultivar más tierras, pero el lugar resultaba demasiado árido y pedregoso para producir buenas cosechas. Sin embargo, ninguno se mostró dispuesto a abandonar aquel sitio y todos declararon estar conformes con lo poco que obtuviesen. Los habitantes de los caseríos y poblaciones de la comarca, les llevaban con frecuencia provisiones de toda especie que San Ebrulfo aceptaba como limosnas.

Los beneficios y consuelos de la contemplación no interrumpida hicieron nacer en Ebrulfo el deseo de vivir para siempre como un anacoreta, sin tener que soportar la carga de cuidar a los demás. Sin embargo, consideró que no podía permanecer indiferente a la salvación del alma de sus vecinos y, por lo tanto, recibió a todos los que querían vivir bajo su dirección y, para hospedarlos dignamente, construyó un monasterio que, más tarde, llevó su nombre. En vista de que su comunidad comenzó a crecer en forma extraordinaria, y como muchas gentes le ofrecían terrenos, fundó otros monasterios para hombres y para mujeres.  

San Ebrulfo acostumbraba exhortar a sus religiosos para que se dedicaran particularmente a los trabajos manuales a fin de que se ganaran el pan con sus labores y el cielo con el servicio a Dios en el trabajo. San Ebrulfo murió en 596, a los ochenta años de edad, y se afirma que, durante las últimas seis semanas de su vida, no pudo tragar absolutamente nada, a excepción de la hostia consagrada y un poco de agua.

 

Existe una biografía bastante completa, compuesta por un escritor anónimo del siglo nueve, que fue impresa por Surio con sus acostumbradas correcciones a la fraseología latina. La versión abreviada o modificada de esta biografía, se encuentra en Mabillon, vol. I, pp. 354-361, con agregados complementarios de Orderico Vitalis. Véase también el prefacio de Leopold Delisle a su edición de la Historia Ecclesiastica de Orderico Vitalis, pp. LXXIX-LXXXIV. En el Bulletin de la soc. hist. arch. de l”Orne, vol. VI (1887), pp. 1-83, J. Blin editó un poema francés del siglo doce, en el que se relata la historia de San Ebrulfo. También se ha publicado una breve biografía de tipo popular, escrita por H.G. Chenu (1896).

 

 

Santos Sabino y Sus Compañeros, Mártires (¿303? d. C.)

(30 de diciembre)

De acuerdo con la leyenda, Sabino, a quien reclaman como su obispo diversas ciudades italianas, fue detenido junto con varios miembros de su clero durante la persecución de Diocleciano. Todos los aprehendidos comparecieron ante Venustiano, el gobernador de Etruria, quien mandó traer una estatuilla de Júpiter para que Sabino la adorase. Pero el obispo arrojó al suelo la imagen de un manotazo y la hizo pedazos, por lo cual el gobernador mandó que le cortasen las dos manos. Dos de sus diáconos, llamados Marcelo y Exuperancio, hicieron también una valiente confesión de fe, lo que les valió ser colgados por las muñecas a las estacas y azotados ahí hasta que murieron. El obispo Sabino fue devuelto a la prisión, y los cuerpos de los dos diáconos quedaron sepultados en Asís.

Una viuda, llamada Serena, entró a la cárcel con el último de sus hijos, un niño ciego, para que Sabino lo tocase. El mártir le bendijo con el muñón de su brazo derecho y, al punto, la criatura recuperó la vista. Después de aquel prodigio, muchos de los que estaban presos junto con el obispo, pidieron el bautismo. Se afirma que no pasó mucho tiempo sin que, incluso el gobernador Venustiano, quien padecía una enfermedad en los ojos, se convirtiese al cristianismo y, más tarde tanto él como su esposa y sus hijos sacrificaron sus vidas por Cristo.

San Sabino fue trasladado a Espoleto y ahí le apalearon hasta matarlo. Sus restos fueron enterrados a poco más de un kilómetro de aquella ciudad. San Gregorio el Grande habla de una capilla construida en honor de este mártir, cerca de Fermo, y pide a Crisanto, obispo de Espoleto, que le envíe algunas reliquias de San Sabino para su iglesia. Este mártir y sus compañeros se conmemoran en la fecha de hoy en el Martirologio Romano, el cual menciona también el 11 de diciembre a otro San Sabino, obispo de Piacenza durante el siglo cuarto. Este fue un hombre de tanta sabiduría y tan grande virtud, que San Ambrosio acostumbraba enviarle sus escritos para que los criticase y aprobase, antes de publicarlos.

 

La historia que relatamos arriba, depende de una pasión legendaria sin valor histórico, inventada en el siglo quinto o en el sexto. No hay prueba concreta alguna de que Sabino haya sido obispo de Asís, de Espoleto o de cualquier otra ciudad. Su pasión fue publicada, primero, en la Miscellanea de Baluze-Mansi, vol. I, pp. 12-14. Véanse además, el Origines du cuite des martyrs de Delehaye, p. 317, donde se admite la posibilidad de que haya existido un mártir de ese nombre que fue sepultado a corta distancia de Espoleto, pero cuya historia se ignora por completo. Consultar también a Lanzoni en Le Diócesi d’Italia, vol. I, pp. 439-440 y 461-463, así como a G. Gristofani, Storia di Assisi, vol. III, pp. 21-23.

 

 

Santa Amsia, Mártir (¿304? d. C.)

(30 de diciembre)

Anísia era una joven cristiana, huérfana de padre y madre y dueña de una gran fortuna con la que beneficiaba generosamente a los necesitados. En los tiempos en que el gobernador Dulcicio desató una cruel persecución en Tesa-lónica y trataba de impedir, especialmente, que los cristianos llevasen a cabo sus asambleas religiosas, Anisia resolvió, un día, asistir a la reunión de los fieles. Al salir de la ciudad por la puerta de Casandra, uno de los guardias Je cerró el paso para preguntarle a dónde se dirigía. Anisia retrocedió, asustada y, al presentir que se hallaba en peligro, hizo la señal de la cruz sobre su frente. Inmediatamente, varios soldados agarraron con brutalidad a la joven y comenzaron a interrogarla. “¿Quién eres? ¿A dónde vas?”, le preguntaron. “Soy una sierva de Jesucristo”, repuso ella mansamente. “Voy a la asamblea de los fieles del Señor.” “No permitiré que vayas”, dijo el guardia. “En cambio, te llevaré a que ofrezcas sacrificios a los dioses. En este día, adoramos al sol.” A medida que hablaba, el soldado arrancó el velo para ver el rostro de Anisia y luego trató de tomarla por las ropas. La joven se defendió y comenzó a luchar como pudo con el hombre. Este se enfureció a tal extremo que, en un momento dado, desenvainó su espada y la hundió en el cuerpo de Anisia. La joven se desplomó al suelo y murió sobre un charco de su propia sangre. Cuando retornó la paz para la Iglesia, los cristianos de Tesalónica construyeron un oratorio en el lugar donde había sido sacrificada Anisia. En las “actas” de esta mártir se afirma que el guardia asesino cometió su crimen por obediencia a un edicto (enteramente inventado) del emperador Galerio, emitido con la idea de que la ejecución de cristianos era algo que no correspondía a su dignidad imperial y, en consecuencia, se permitía a los guardias y soldados matarlos a discreción.

 

La pasión de Santa Anisia, escrita en griego y sin la suficiente confirmación histórica, fue impresa por C. Triantafillis en una colección de textos griegos no publicados, que él descubrió en Venecia en 1874. Sin embargo, a Santa Anisia se le rindió veneración, durante siglos, en los países bajo la influencia bizantina, y en el Sinaxario de Constantinopla (ed. Delehaye), ce. 355-357, se encuentra una breve nota sobre la santa. J. Viteau publicó, en 1897, un segundo texto de la pasión, que no fue debidamente editado. Véase el Byzantinische Zeitschrift, vol. VII, pp. 480-483.

 

 

San Anisio, Obispo De Tesalónica (c. 410 d. C.)

(30 de diciembre)

En el año de 383, cuando murió Ascolio, obispo de Tesalónica, y se eligió a Anisio para reemplazarlo, San Ambrosio escribió una carta al nuevo prelado para decirle que había tenido noticias de que era un celoso discípulo de Ascolio y para expresarle su esperanza de que demostrase ser “otro Eliseo para su Elias .

Son muy escasos los detalles que se conocen sobre la vida de San Anisio, pero en la historia de la Iglesia se le toma muy en cuenta, a causa de la actitud del Papa San Dámaso, quien le nombró patriarca vicario de la Iliria, un territorio que, posteriormente, fue motivo de disputa entre Roma y Constantinopla. Además, los poderes que se le confirieron, fueron renovados por los pontífices San Siricio y San Inocencio I.

San Anisio apoyó siempre con vigor a San Juan Crisóstomo e hizo un viaje especial a Constantinopla para defender su causa contra Teófilo de Alejandría. En el año de 404, San Anisio, junto con otros quince obispos de Macedonia, hizo un llamado al Papa Inocencio para que emitiese su juicio en la causa por la cual San Juan Crisóstomo había sido exilado de su sede, con la promesa de actuar según su última decisión. San Juan Crisóstomo escribió una carta de agradecimiento a Anisio. Durante el episcopado del santo, tuvo lugar en Tesalónica la espantosa matanza a que nos referimos en el artículo sobre San Ambrosio. Las virtudes de San Anisio fueron muy alabadas, tanto por San Inocencio I como por San León el Grande.

 

No existe ninguna biografía de San Anisio y nuestros conocimientos sobre él dependen de noticias aisladas, como por ejemplo, las que discute Tillemont en sus Mémoires, vol. X, pp. 156-158. Véase también a Duchesne, en L’Illyricum eclésiastique, editado en el Byzantinische Zeitschrift, vol. I (1892), pp. 531-550, a J. Zeiller en Les Origines Chrétiennes dans les provinces danubiennes, vol. I (1918), pp. 310-325 y, a L. Petit en Les évéques de Thessalonique, publicado en Echos d’Orient, vol. IV (1901), pp. 141 y ss.

 

 

San Egwin, Obispo De Worcester (717 d.C.)

(30 de diciembre)

Egwin, DE quien se afirma que era descendiente de los reyes mercianos, se dedicó al servicio de Dios desde su juventud y llegó a ocupar la sede episcopal de Worcester hacia el año 692. Por su celo y por su energía para combatir los vicios, incurrió en la hostilidad de muchos, incluso de sus fieles y miembros de su clero. Precisamente, aquella oposición brindó a Egwin la oportunidad de hacer una peregrinación a Roma, a fin de responder ante la Santa Sede por diversas quejas que se habían formulado contra él. Algunas de las leyendas dicen que, antes de partir, el santo se puso grilletes en los tobillos, por penitencia, y cuando iba de camino, arrojó la llave de su iglesia al río Avon, pero posteriormente recuperó la llave al encontrarla en el vientre de un pez, en la misma Roma, según afirman unos, o en Francia, cuando iba de regreso a Inglaterra, como afirman otros.

Cuando estuvo de vuelta, y con la asistencia de Etelredo, el rey de Mercia, fundó la famosa abadía de Evesham, bajo el patrocinio de la Santísima Virgen. De acuerdo con las crónicas, en Evesham, un pastor llamado Eof tuvo una visión de” la Virgen María y, poco después, el propio obispo Egwin pudo ver a la Madre de Dios, de suerte que en aquel sitio (Evesham significa campo o pradera de Eof) se estableció el monasterio. Más tarde, probablemente hacia el año 709, el obispo emprendió un segundo viaje a Roma, en compañía de los reyes Cenredo, de Mercia, y Offa, de la Sajonia del este, y se asegura que, en aquella ocasión, el Papa Constantino otorgó al prelado un considerable número de privilegios para su fundación. Tras los disturbios del siglo décimo, Evesham llegó a ser una de las grandes casas de los benedictinos en la Inglaterra medieval. Según Florencia de Worcester, San Egwin murió el 30 de diciembre de 717 y fue sepultado en el monasterio de Evesham. Su fiesta se celebra en la arquidiócesis de Birmingham.

 

Una biografía que data del siglo XI, fue impresa por Mabillon (sección ni part. i, pp. 316-324) y también en el BHL., 2432-2439. Para su vida y milagros, véase el Gotha MS. I. 81 y la Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), pp. 95-96 y, cf. T.D. Hardy, en Descriptive Catalogue... vol. I, pp. 415-420; la Evesham Chronicle, edición de W. D. Macrey en la Rolls Series, vol. XXIX, 1863 (introducción) y, a R. M. Wilson, en Lost Literature of Medieval England (1952), p. 104. Ver el Acta Sanctorum, enero, vol. I, a Stubbs en DCB, vol. II, pp. 62-63 y el Sí. Egwin and his Abbey... (1904), compilado por las monjas de Stanbrook. En 1183, probablemente el 11 de enero, los restos de San Egwin fueron trasladados a un lugar más honorable, y muchos de los martirologios ingleses fijaron su festividad en la fecha de su traslación. Ver la Menology de Stanton, pp. 615 y ss. Es algo muy singular que Beda no haga mención de Egwin ni de Evesham.

 

 

San Silvestre I, Papa (335 d. C.)

(31 de diciembre)

Al Papa Silvestre I, lo mismo que a su predecesor San Milcíades, se le recuerda más por los sucesos que tuvieron lugar durante su pontificado que por su vida y sus hechos. Vivió en una época de tan grande trascendencia histórica que, inevitablemente surgieron en torno suyo diversas leyendas y anécdotas sensacionales, como las que figuran en la obra Vita beati Silvestri, pero sin valor como datos para los registros de la historia. En cambio, el Líber Pontificalis hace constar que era el hijo de un romano llamado Rufino, elegido Papa a la muerte de San Milcíades, en 314, casi un año después de que el Edicto de Milán había garantizado la libertad para la Iglesia. En consecuencia, las leyendas más significativas sobre San Silvestre se fabricaron alrededor de sus relaciones con el emperador Constantino. En ellas se representa a Constantino como a un leproso que, al convertirse al cristianismo y al recibir el bautismo de manos del Papa Silvestre, quedó curado. Como muestra de gratitud hacia el vicario de Cristo en la tierra, el emperador concedió numerosos derechos y privilegios al Papa y sus sucesores y dejó bajo el dominio de la Iglesia a las provincias de Italia. La historia de los “donativos de Constantino, que se compuso y se utilizó para fines políticos y eclesiásticos durante la Edad Media, se ha reconocido desde hace mucho como una falsedad, sin embargo, hay un punto en ese relato, el bautismo de Constantino por San Silvestre, que se registra en el Martirologio Romano y en el Breviario.*

A los pocos meses de ocupar la silla de San Pedro, el Papa envió una delegación personal al sínodo convocado en Arles para tratar la disputa donatista. Los obispos reunidos en aquella asamblea formularon críticas por la ausencia del Pontífice que, en vez de presentarse en la reunión, permanecía en “el sitio donde los Apóstoles tienen su tribunal permanente.” En junio del año 325, se reunió en la ciudad de Nicea, en Bitinia, el primer Concilio Ecuménico o general de la Iglesia, al que concurrieron unos 220 obispos, casi todos orientales. El Papa Silvestre envió de Roma, como delegados, a dos sacerdotes. El Concilio presidido por un obispo de occidente, Osio de Córdoba, condenó las herejías de Arrio y con ello dio principio a una larga y devastadora lucha dentro de la Iglesia. No hay noticias precisas de que San Silvestre haya ratificado oficialmente la firma de sus delegados en las actas del Concilio.

Es probable que haya sido a San Silvestre y no a Milcíades a quien Constantino cedió el palacio de Letrán, donde el Papa estableció su cátedra e hizo de la basílica de Letrán la iglesia catedral de Roma. Durante el pontificado de San Silvestre, el emperador (que en 330 trasladó su capital de Roma a Bizancio) hizo construir las primeras iglesias romanas, como la de San Pedro en el Vaticano, la de la Santa Cruz en el palacio sesoriano y la de San Lorenzo extramuros. El nombre de este Papa, junto con el de San Martín, ha quedado impuesto hasta ahora a la iglesia titular de un cardenal que, por aquel entonces, fue fundada cerca de los baños de Diocleciano, por un sacerdote llamado Equicio. San Silvestre construyó también otra iglesia en el cementerio de Priscila, sobre la Vía Salaria. En aquel mismo lugar fue enterrado en el año de 335, pero en 761, el Papa Pablo I trasladó sus reliquias a la iglesia de San Silvestre in Capite, que es ahora la iglesia nacional de los ingleses católicos en Roma. Desde el siglo XIII, se generalizó la celebración de la fiesta de este santo Pontífice en el occidente el 31 de diciembre, y también se observa en el oriente (el 2 de enero), la conmemoración de aquel primer Pontífice de Roma, después de que la Iglesia salió de las catacumbas.

 

* En realidad, el primero de los emperadores romanos que fue cristiano, era todavía catecúmeno cuando se hallaba en su lecho de muerte y fue entonces, dieciocho meses después de la muerte de San Silvestre, cuando un obispo arriano lo bautizó en Nicomedia.

 

En un artículo titulado Konstantinische Schenkung und Silvester Legende, con el que W. Levison, el investigador cuya autoridad nadie pone en duda, contribuyó a la obra Miscellanea Francesco Ehrle (vol. II, 1924, pp. 159-247), la trigésima octava publicación de la serie Studi e Testi, hace un estudio muy completo sobre los famosos “Donativos de Constantino.” Asimismo, J. P. Kirsch hizo un profundo estudio sobre el espurio documento en la Catholic Encyclopedia (vol. V, pp. 118-121), pero Levison llegó a conclusiones mucho más claras sobre los diversos elementos que contribuyeron a la fabricación de la fábula. Parece ser que, con fecha anterior, circuló una historia de San Silvestre, inventada para edificación de los lectores piadosos de la segunda mitad del siglo quinto. Allí figura, por ejemplo, el relato de una discusión teológica entre San Silvestre y doce doctores judíos. Hay indicios de que el Líber Pontificalis (ver la edición de Duchesne, vol. I, pp. cxxxv y 170-201) se documentó en el mencionado libro al hablar del Constitutum Silvestri. Pero también había otra versión de esta leyenda que incluía incidentes tales como la lucha contra un dragón y que modificaba radicalmente otros detalles. En el siglo nueve, encontramos textos en los que estos elementos están fundidos con otros nuevos. Por otra parte, desde el siglo sexto comenzaron a aparecer las versiones griegas sobre ese mismo tema (ver el BHG., nn. 1628-1632). Uno de estos textos griegos se ha conservado en cuarenta copias que ahora existen. Sin embargo, Levison rechaza decididamente la tesis de que fue de los textos griegos sobre los “Donativos de Constantino”, de donde las versiones latinas tomaron los datos. También hubo traducciones de las acias de San Silvestre al sirio y al armenio, así como una homilía en verso, atribuida a Santiago de Sarug. En algunas de estas versiones orientales se presenta a San Silvestre como compañero de viaje de Santa Elena, la madre de Constantino, por Palestina y se afirma, además, que el Papa tomó parte en el descubrimiento de la verdadera Cruz. Se puede dar una idea del lugar tan importante que ocupó San Silvestre en el movimiento intelectual de la Edad Media, por medio del Speculum Ecclesiae de Giraldo Cambrensis y del Polychronicon de Ralph Higden, vol. v. Cf. también a Dóllinger en Papstfabeln, pp. 61 ss. y a Donato en Un Papa Legendario (1908). Sobre la historia de su pontificado, ver a E. Gaspar en Geschichte des Papsttums, vol. I, pp. 115 ss. y a Poisnel en Un concil apocryphe du Pape St. Silvestre, en Mélanges d’archéol. et d’histoire, 1886, pp. 3-13. Hay una nota suplementaria al artículo de Levison, en Zeitschrift der Savigny..., vol. XLVI (1926), pp. 501-511. Cf. N.H. Baynes en Constantine the Great and the Christian Church (1929).

 

 

 

Santa Columba de Sens, Virgen y Mártir (Fecha Desconocida)

(31 de diciembre)

La tradición dice que Columba era natural de España y, a la edad de dieciséis años, se trasladó a las Galias con otros españoles que posteriormente fueron martirizados. Se dice que aquel grupo de emigrantes se estableció en Sens. Al parecer, Columba era hija de padres nobles que practicaban la religión pagana, a quienes abandonó en secreto para evitar que la obligasen a adorar a los dioses falsos. En la ciudad francesa de Vienne recibió el bautismo. Cuando Aureliano llegó a Sens, ordenó que Santa Columba y sus compañeros fuesen ejecutados. La “pasión” de estos mártires relata una fábula extravagante sobre Columba, la que fue milagrosamente protegida del deshonor y la brutalidad de sus carceleros, cuando fue entregada a los soldados, por uno de los osos del anfiteatro que no se apartaba de ella y atacaba a todo el que se acercase. Columba murió decapitada junto al manantial de Azon, sobre el camino de Meaux, y un hombre que había recuperado la vista al invocar el nombre de la santa, se encargó de dar sepultura al cadáver, en los alrededores del sitio de la ejecución.

El culto a Santa Columba se extendió por Francia, España e Italia, en algunas de cuyas diócesis se celebra todavía su fiesta. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, fracasó el intento que se hizo para dar nuevo impulso a la devoción popular por esta santa. La abadía de Santa Columba, que conservaba sus reliquias, era la principal de las casas religiosas de Sens. La tercera de las iglesias dedicadas a Santa Columba fue consagrada por el Papa Alejandro III en 1164. Al año siguiente, cuando Santo Tomás Becket huyó de Inglaterra para hacer su apelación al Papa y no pudo quedarse en Pontigny, se refugió en el monasterio de Santa Columba y ahí estableció su residencia hasta que regresó a Inglaterra para recibir el martirio.

 

No obstante que la pasión de estos mártires, en sus diversas versiones, se conserva en numerosos manuscritos, no tiene ningún valor histórico. Mombricio y los bolandistas la imprimieron en su Catalogas hagiographicus Bruxellensis, vol. I, pp. 302-306. Véase además a Tillemont en Mémoires, vol. IV, p. 347 y, sobre todo, a G. Chastel en Ste. Colombe de Sens (1939) que contiene un nuevo texto de la pasión y detalles importantes sobre el culto.

 

 

Santa Melania La Joven, Viuda (439 d. C.)

(31 de diciembre)

Melania la mayor fue una dama patricia de la gens Antonia casada con Valerio Máximo, quien probablemente fue prefecto de Roma en el año de 362. A la edad de veintidós años quedó viuda y, luego de dejar a su hijo Publicóla al cuidado de tutores, se trasladó a Palestina, donde construyó un monasterio, en Jerusalén, con cincuenta doncellas consagradas al servicio de Dios. Ahí mismo se estableció la noble dama y se entregó a la austeridad, la plegaria y las buenas obras. Mientras tanto, su hijo Publicóla llegó a ocupar un puesto en el senado romano y se casó con Albina, una cristiana, hija del sacerdote pagano Albino. La hija de aquel matrimonio fue Santa Melania la Joven, criada y educada en el cristianismo por su madre, en la lujosa residencia del senador Publicóla, cristiano también, pero demasiado ambicioso para preocuparse por su religión.

Con la idea de llegar a tener un heredero varón de su gran fortuna y el aristocrático nombre de su familia, Publicóla prometió en matrimonio a su hija a Valerio Piniano, un pariente suyo, hijo del prefecto Valerio Severo. Pero la joven Melania deseaba conservar su virginidad para consagrarse por entero a Dios. Tan pronto como sus padres conocieron las intenciones de la jovencita, se opusieron rotundamente a permitir que las realizara y, para quitarle semejantes ideas de la cabeza, apresuraron su matrimonio. En el año de 397, cuando Melania acababa de cumplir catorce años, se casó con Piniano que tenía diecisiete. Nada tiene de extraño que la joven, casada contra su voluntad y disgustada por el ambiente licencioso y sensual que reinaba en torno suyo, suplicase a su marido que llevasen una vida de absoluta continencia. Pero Piniano no aceptó la proposición y, a su debido tiempo, vino al mundo su primer hijo, una niña que murió después de un año de nacida. Las inclinaciones de Melania no habían cambiado y reiteró sus peticiones para que la dejasen en libertad, pero su padre tomó medidas para impedirle que frecuentase a las gentes de reconocidas tendencias religiosas que podían alentarla a distanciarse de la vida de lujo y de sociedad que él deseaba para su hija. En la víspera de la fiesta de San Lorenzo del año 399, el senador prohibió a su hija que velase en la basílica, puesto que estaba de nuevo embarazada, pero no por eso dejó la joven de permanecer toda la noche en oración, arrodillada en su habitación. Por la mañana asistió a la misa en la iglesia de San Lorenzo y, al regresar a su casa, tuvo un grave trastorno y, con grandes dificultades y riesgo de la vida, dio a luz prematuramente a un niño, el que murió al día siguiente. Melania estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte, y su esposo Piniano, que la amaba sinceramente, hizo el juramento de que, si se llegaba a salvarse su mujer, la dejaría en absoluta libertad para servir a Dios como quisiera. Poco después, Melania recuperó la salud y su marido cumplió el juramento, pero Publicóla mantuvo su decidida oposición y, durante otros cinco años, Melania tuvo que conformarse con llevar exteriormente la misma existencia que tanto le disgustaba. Pero entonces atacó a Publicóla una enfermedad mortal y, antes de entrar en agonía, heredó a su hija todos sus bienes y le pidió perdón porque, “temeroso de verme entregado al ridículo de las malas lenguas, te ofendí al oponerme a tu celestial vocación.”

Albina, la madre de Melania, y Piniano, su marido, no sólo aceptaron la nueva vida de la joven, sino que ellos mismos la adoptaron. Los tres abandonaron Roma para radicarse en una casa de campo, lejos de la ciudad. Piniano no estaba plenamente convertido y, durante largo tiempo, insistió en vestir los ricos ropajes que acostumbraba portar en Roma. El biógrafo de la santa nos ha dejado un relato conmovedor y convincente sobre los métodos que empleó su esposa para convencerlo a que renunciara a los lujos para adoptar una existencia más modesta y lograr, por fin, que usara las ropas pobres, confeccionadas por ella misma. La familia se había llevado consigo a numerosos esclavos, a quienes dispensaba un tratamiento ejemplar y, en corto tiempo, muchas jovencitas, viudas y más de treinta familias se establecieron en torno a la casa de campo de Melania y formaron una población. La villa llegó a ser un centro de hospitalidad, de caridad y de vida religiosa. Melania era fabulosamente rica (los terrenos pertenecientes a la familia Valeria se hallaban en todos los puntos del Imperio Romano) y se sentía oprimida por la cantidad de sus bienes terrenales. Sabía que la abundancia de posesiones pertenecía a los vecinos pobres, hambrientos y desnudos; estaba cierta de que, como dijo San Ambrosio, “el rico que da al pobre no hace una limosna, pero sí paga una deuda.” Por consiguiente, solicitó y obtuvo el consentimiento de Piniano a fin de vender algunas de sus propiedades y distribuir el dinero entre los necesitados. Inmediatamente, los parientes, que siempre los habían creído fuera de sus cabales, trataron de aprovecharse de aquella última locura. Por ejemplo, Severo, el hermano de Piniano, sobornó por algunas monedas a los colonos y esclavos que habitaban en uno de los terrenos de Piniano para que, en el momento de ser vendidas las tierras, se rebelasen y no reconociesen a otro amo que al propio Severo. Fueron tantas las dificultades que se opusieron a los intentos de Piniano, que hubo necesidad de hacer una apelación al emperador Honorio para poner las cosas en su lugar. Santa Melania, sencillamente vestida con una túnica de lana y cubierta la cabeza con un velo, se presentó ante Serena, la suegra del emperador, a la que impresionó tan profundamente por su porte y sus palabras, que intercedió ante Honorio para que la venta de aquellas tierras quedara bajo la vigilancia y la protección del Estado. De esta manera, los procedimientos fueron rectos y la distribución estrictamente justa: los pobres, los enfermos, los cautivos, los desposeídos, los peregrinos, las iglesias y los monasterios, recibieron ayuda y dotes en todo el imperio. En un término de dos años, Melania dio la libertad a ochocientos esclavos. Paladio, contemporáneo de la santa, dice en su Historia Lausiaca que, incluso los monasterios de Egipto, Siria y Palestina, recibieron beneficios de Melania. En ese mismo libro el autor da un pormenorizado relato de la manera de vivir de la santa.

En el año de 406, Melania con su esposo y algunas personas más pasaron una temporada con San Paulino en la ciudad de Ñola, en la Campania. El santo deseaba conservar a Melania y a su esposo como “huéspedes perpetuos.” A ella la llamaba “bendita pequeña” y también “alegría del cielo.” Pero la pareja se obstinó en regresar a su villa cercana a Roma, en momentos tan inoportunos que, a poco de llegar, tuvieron que abandonarla más que de prisa, debido a la amenaza de invasión de los godos. Se refugiaron en otra casa de campo, propiedad de Melania, en Mesina. Ahí vivió con ellos el anciano Rufino. Pero, antes de dos años, los godos llegaron a Calabria, e incendiaron la ciudad de Reggio. Entonces, Melania y su esposo optaron por retirarse a Cartago. Se proponían hacer de paso una visita a San Paulino para consolarle en sus tribulaciones a causa de la invasión, pero una tormenta desvió la ruta del navio que fue a dar a una isla, probablemente la de Lipari, donde los piratas eran amos y señores. A fin de salvar de la prisión y de la muerte a sus gentes y a los tripulantes del barco, Santa Melania pagó a los filibusteros una buena suma en monedas de oro por el rescate. Después de aquellas aventuras, los esposos se instalaron en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Tanto Melania como su esposo causaron una benéfica impresión entre el pueblo y tanto fue así que, cuando Piniano visitó a San Agustín en Hipona (el santo los llamo “verdaderas luces de la Iglesia”), se produjo un tumulto en un templo, porque las gentes querían que Piniano se ordenase sacerdote para que ejerciera entre ellas su ministerio y pensaban que el obispo de Tagaste, San Alipio, se lo impedía. No se restableció el orden hasta que Piniano prometió al pueblo que, si alguna vez se le ordenaba sacerdote, sólo ejercería su ministerio en Hipona. Mientras se hallaba en África, Santa Melania fundó y dotó dos nuevos monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. En ellos recibió, sobre todo, a los que habían sido sus esclavos. La propia Melania vivía en el convento de las mujeres y sobresalía entre todas por sus austeridades, puesto que sólo se alimentaba frugalmente cada tercer día. La santa se ocupaba principalmente de copiar libros en griego y en latín y, quinientos años más tarde, todavía circulaban algunos manuscritos que se atribuían a la santa.

En el año de 417, en compañía de su madre y de su esposo, partió Melania del África hacia Jerusalén y se hospedó en la posada para peregrinos, vecina al Santo Sepulcro. Desde ahí emprendió una expedición con Piniano para visitar a los monjes del desierto de Egipto. Al regreso, fortalecidos por el ejemplo de aquellos anacoretas, Melania decidió aislarse en las afueras de Jerusalén, entregada a la contemplación y la oración. Hasta ahí fue a visitarla su prima Paula, sobrina de Santa Eustoquio. Fue Paula quien presentó a Melania el maravilloso grupo de almas escogidas reunido por San Jerónimo en Belén y fue recibida con beneplácito. Se cuenta que, la primera vez que Melania se encontró con San Jerónimo, “se acercó a él con su acostumbrado porte humilde y respetuoso, se arrodilló a sus pies y le pidió su bendición.”

A los catorce años de residir en Palestina, murió Albina y, al año siguiente, Piniano la siguió a la tumba. El Martirologio Romano menciona a Piniano junto con Melania. Esta sepultó a su esposo al lado de su madre en el Monte de los Olivos y se construyó una celda cerca de las tumbas de sus fieles compañeros. La celda fue el núcleo de un amplio convento de vírgenes consagradas que presidió Santa Melania. La santa se mostró siempre muy solícita por el bienestar y la salud de su congregación (en el convento había un baño que fue un donativo de un ex prefecto del palacio imperial) y las reglas que estableció fueron notables por su benignidad, en tiempos en que los comienzos del monas-ticismo se inclinaban a degenerar en la más rigurosa austeridad corporal. Cuatro años después de la muerte de Piniano, Santa Melania tuvo noticias de un tío materno suyo, llamado Volusiano, que aún era pagano y que se encontraba en Constantinopla al frente de una embajada. La santa decidió hacer personalmente el intento de convertir a su tío, que ya era un anciano y, con ese propósito, emprendió el viaje con su capellán (y su biógrafo) Geroncio, y tras una larga y penosa jornada, llegó a Constantinopla a tiempo para propiciar y atestiguar la conversión de Volusiano, que murió en sus brazos al día siguiente de haber recibido el bautismo. Se dice que el entusiasmo de Melania por lograr la conversión del anciano era tan vehemente que, al verlo dudar, le advirtió que apelaría al emperador Teodosio para que interviniese en el asunto. Pero Volusiano le respondió con gran cordura y moderó los ímpetus de su sobrina con estas palabras: “No debes forzar la buena y libre voluntad que Dios me ha dado. Estoy pronto y ansioso de limpiar las innumerables manchas de mi alma, pero si llegase a hacerlo por mandato del emperador, lo tendría siempre por un acto obligatorio, sin el mérito de la elección voluntaria.”

En la víspera de la Navidad del año 439, Santa Melania estaba en Belén y, tras la Misa del Alba, le anunció a Paula que su muerte estaba próxima. El día de San Esteban, asistió a la misa en su basílica y, después, leyó con las hermanas del convento el relato sobre el martirio de Esteban que figura en el Nuevo Testamento. Al término de la lectura, las hermanas la rodearon para desearle toda clase de bienes y de felicidades. “Lo mismo deseo para todas vosotras”, repuso la santa. “Pero ya no volveréis a escucharme leer esta lección.” Aquel mismo día, hizo una visita de despedida a los monjes y, a su regreso, ya se encontraba muy enferma. Reunió a todas las hermanas y les pidió que orasen por ella, “porque ya voy hacia el Señor.” Habló brevemente para decirles que, si alguna vez había usado palabras severas, sólo lo había hecho por amor a ellas y concluyó diciendo: “Bien sabe Dios que yo no valgo nada y yo misma no me atrevo a compararme con ninguna buena mujer, ni aun de las que ahora viven en la tierra. Sin embargo, creo que el enemigo no podrá acusarme en el Juicio Final, de haberme ido a dormir un solo día con rencor en mi corazón.” El domingo 31 de diciembre, por la mañana temprano, cuando el capellán Geroncio celebraba la misa, su voz se entrecortaba por el llanto y las palabras rituales le salían mezcladas con los sollozos. Desde su sitio en la nave de la iglesia, Melania le envió un mensaje para pedirle que hablase con mayor claridad puesto que no podía oírle. Durante todo el día recibió a los visitantes, hasta que llegó un momento en que dijo: “Ahora, dejadme descansar en paz.” A la hora de nona, se debilitó considerablemente y, al caer la tarde, en tanto que repetía las palabras de Job: “Como el Señor lo ha querido, que así sea...”, murió tranquilamente. Tenía cincuenta y seis años de edad.

A Santa Melania la Joven se le ha venerado desde los primeros tiempos en la Iglesia bizantina, pero, aparte de la inserción de su nombre en el Martirologio Romano, no se le ha rendido culto en el occidente hasta nuestros días. El cardenal Mariano Rampolla publicó una obra monumental sobre Santa Melania, en 1905. El escrito atrajo bastante la atención sobre el personaje y, a partir de entonces, la santa recibió cierto culto. En 1908, el Papa Pío X aprobó la celebración anual de su fiesta por los miembros de la congregación italiana de clérigos regulares, conocidos como los “somaschi”, y también fue adoptada por los católicos latinos de Constantinopla y de Jerusalén.

 

Desde hace tiempo, se sabe que existen en diversas bibliotecas trozos de manuscritos de una biografía de Santa Melania escrita en latín y, todos esos fragmentos fueron impresos en Analecta Bollandiana, vol. VIII (1899), pp. 16-63. La edición del texto griego fue tomada de un manuscrito existente en la biblioteca Berberini por Delehaye y publicado en la misma Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp. 5-50. En 1905, el cardenal Rampolla, que había descubierto una copia completa de la biografía latina en el Escorial, publicó la biografía latina y la griega en un suntuoso volumen, Santa Melania Giuniore Senatrice Romana, con una introducción, disertaciones y notas. Hay considerables diferencias de opinión en cuanto a las relaciones que pueden existir entre la versión griega y la latina, que no concuerdan ni en el contenido, ni en la redacción. Una extensa contribución de Fr. Adhémar d’Alés en la Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 401-450, el autor examinó detalladamente esas variaciones, para llegai a la conclusión de que la biografía de la santa había sido compuesta por su discípulo y capellán Geroncio, unos nueve años después de la muerte de Melania. Geroncio sólo hizo un esbozo en griego, pero los textos griego y latino que conocemos, fueron redactados años más tarde, tomando los datos del esbozo de Geroncio. Algunos siglos después, Metafrasto publicó su propia versión modernizada de la biografía. Esta se encuentra impresa en Migne, PG., vol. CXVI, pp. 753-794. Un muy buen resumen sobre la historia de Melania es el que escribió M. Goyau para la serie Les Saints (1908). Véase también a Leclercq en DAC., vol. XI, ce. 209-230.

 

 

Beato Israel (1014 d. C.)

(31 de diciembre)

A Este Bienaventurado agustino le veneran como santo los canónigos regulares de Letrán y los fieles de la diócesis de Limoges, pero es muy poco lo que se ha registrado sobre él. Sólo contamos con algunas generalidades vagas o edificantes, como ésta: “Fue un buen ejemplo para todos, concurría asiduamente a los divinos oficios, se preocupaba por atender a las necesidades de los enfermos y dedicaba toda su atención al celebrar los sagrados misterios de acuerdo con los ritos de la Iglesia....” En la ciudad de Doral, en el Limousin, Israel era miembro de los canónigos regulares; ahí fue promovido a chantre y ascendió luego a familiar de Aldoín, obispo de Limoges, a quien acompañó a la corte de Francia. A pedido de los canónigos, el Papa Silvestre II lo envió como preboste al monasterio de San Juniano, en la alta Vienne, donde hizo progresar a la comunidad tanto temporal como espiritualmente, puesto que acabó con las divisiones y partidarismos, reformó la observancia y reconstruyó la iglesia. Después, Israel regresó a Dorat y se dedicó a la formación de San Walterio, el que fuera abad de L”Estrep. En Dorat el canónigo Israel volvió a ejercer las funciones de chantre y ahí murió, el 31 de diciembre de 1014. Su tumba llegó a ser famosa por los milagros que se obraban en ella.

 

Una biografía escrita en latín en la Edad Media fue impresa en el año de 1657 por el P. Labbe en su Nova Bibliotheca manuscriptorum librorum, vol. II, pp. 566-567. Como el Beato Israel es el supuesto autor de un poema sobre Nuestro Señor Jesucristo, se incluye también una breve nota sobre él en la Histoire littéraire de Frunce, vol. VII, pp. 229-230.

 

Desde el principio de los tiempos y a través de los siglos, los santos y los justos que han sido monumentos perfectos y perdurables del poder inmenso y la infinita misericordia de Dios, alaban sin cesar su bondad. Al dejar sus coronas al pie de su trono, le entregan toda la gloria de sus triunfos. “Dios corona en sus santos, Sus propios dones.” Se nos hace un llamado para unirnos a toda la Iglesia militante en esta tierra, a fin de elevar todos, las plegarias de alabanza a Dios, en agradecimiento por la gracia y la gloria que otorgó a sus santos. Al mismo tiempo, le imploramos con toda humildad que ejerza su poder y su misericordia infinitas para sacarnos de nuestras miserias, de nuestros pecados, para que repare los desórdenes de nuestras almas y nos conduzca por el camino del arrepentimiento hacia la comunidad de sus santos, adonde El nos ha llamado. Los santos fueron, otrora, lo que somos nosotros actualmente: peregrinos en la tierra. Ellos también tuvieron las mismas debilidades que tenemos nosotros. Nos encontramos con dificultades y problemas; los santos los tuvieron igualmente, y muchos de ellos mayores de los que nosotros tratamos de vencer; el obstáculo del poder de los reyes y aun de naciones enteras, a veces, las rejas de la prisión, los instrumentos de tortura y las espadas de los perseguidores. Sin embargo, ellos superaron esas dificultades de las que hicieron medios para sus virtudes y sus victorias. Por la fuerza que recibieron de arriba y no por su propio poder, llegaron a triunfar. Pero es necesario tener en cuenta que Cristo derramó su sangre lo mismo por nosotros que por ellos y que no nos faltan las gracias de nuestro Redentor. Si fracasamos, a nosotros mismos se debe el fracaso. Los santos son “como una blanca nube sobre nuestras cabezas” para mostrarnos que la perfecta vida cristiana no es imposible.