(1 de octubre).
San Remigio, el gran apóstol de los francos,
se distinguió por su saber, santidad y milagros. Su episcopado, que duró más de
setenta años, le hizo famoso en la Iglesia. Sus padres, de ascendencia gala,
habitaban en Laon. Remigio hizo rápidos progresos en la ciencia. San Sidonio Apolinar,
quien lo trató cuando era joven, le consideraba como uno de los más eminentes
oradores de la época. A los veintidós años, es decir, a una edad en que
difícilmente se obtiene la ordenación sacerdotal fue elegido obispo de Reims. A
pesar de su juventud, recibió inmediatamente las órdenes sacerdotales y fue
consagrado obispo. Su fervor y energía suplieron ampliamente la falta de
experiencia. Sidonio Apolinar, a quien no faltaba ciertamente práctica en
materia de panegíricos, describió en términos elogiosos la caridad y pureza con
que el nuevo obispo ofrecía a Dios fragante incienso en el altar y el celo con
que supo conquistar los corazones más rebeldes y hacerles aceptar el yugo de la
virtud. El propio Sidonio Apolinar afirma que un vecino de Clermont le prestó un
manuscrito con los sermones de San Remigio. “No sé, nos dice, cómo obtuvo ese
ejemplar. Pero lo cierto es que no era un hombre interesado, puesto que me lo
pasó gratuitamente en vez de vendérmelo.” Después de leer los sermones,
escribió a San Remigio que la delicadeza del pensamiento y la belleza de la
expresión, los hacía comparables al cristal de roca, sobre el que se puede
pasar el dedo sin descubrir la menor irregularidad. Con esa extraordinaria
elocuencia (de la que no nos ha llegado desgraciadamente muestra alguna) y,
sobre todo, con su santidad personal, San Remigio emprendió la tarea de
evangelizar a los francos.
Clodoveo, el rey de la Galia del norte, era
todavía pagano, aunque no se mostraba hostil a la Iglesia. Había contraído
matrimonio con Santa Clotilde, hija de Chilperico, rey de Borgoña. Clotilde,
que era cristiana, había multiplicado los intentos para convertir a su marido.
Clodoveo aceptó que su hijo primogénito recibiese el bautismo, pero el heredero
murió poco después y Clodoveo señaló como culpable a su esposa por haberle
bautizado. “Si lo hubiésemos consagrado a mis dioses, le dijo, no habría muerto.
Pero como le bautizamos en el nombre de tu Dios, era
imposible que viviese.” No obstante la acusación, Clotilde bautizó también al
siguiente de sus hijos y el niño cayó enfermo. El rey se enfureció: “¡Mira los
efectos del bautismo! gritó colérico. Nuestro hijo está condenado a muerte,
como su hermano, por haber sido bautizado en el nombre de Cristo.” Aunque el
niño recuperó la salud, el reacio Clodoveo necesitaba todavía mayores pruebas
para convertirse. Finalmente, el dedo de Dios se manifestó en forma irrecusable
el año 496, cuando los germanos cruzaron el Rin y los francos salieron a
combatirlos. Un relato cuenta que Santa Clotilde se despidió de su esposo con
estas palabras: “Señor, si queréis obtener la victoria, invocad al Dios de los
cristianos. Si tenéis confianza en El, nadie será capaz de resistiros.” El
belicoso monarca prometió convertirse al cristianismo si salía victorioso. El
triunfo le parecía imposible a Clodoveo cuando, movido por la desesperación o
por el recuerdo de las palabras de su esposa, gritó hacia el cielo: “¡Oh
Cristo, a quien mi esposa invoca como Hijo de Dios, te pido que me ayudes! He
invocado a mis dioses, y se han mostrado impotentes. Ahora te invoco a Ti. Creo
en Ti. Si me salvas de mis enemigos, recibiré el bautismo en tu nombre.” Al
punto, los francos atacaron a los contrarios con extraordinario valor y los
germanos quedaron derrotados.
Se dice que, al regreso de esa expedición.
Clodoveo pasó por Toul para ver a San Vedasto, a quien pidió que le instruyese
en la fe durante el viaje. Pero entretanto Santa Clotilde, temerosa de que su
esposo olvidase su promesa una vez pasado el entusiasmo de la victoria, mandó
llamar a San Remigio y le pidió que aprovechase la ocasión para tocar el
corazón de Clodoveo. Cuando el rey divisó a su esposa al volver de la guerra,
gritó: “Clodoveo ha vencido a los germanos y tú has vencido a Clodoveo. Por fin
has conseguido lo que tanto deseabas.” Santa Clotilde respondió: “Los dos
triunfos son obra del Señor de los ejércitos.” El monarca dijo a su mujer que
el pueblo se resistiría tal vez a olvidar a sus antiguos dioses, pero que él
iba a tratar de convencerlo, siguiendo las instrucciones de San Remigio. Así
pues, reunió a los oficiales y a los soldados. Pero, antes de que tuviese
tiempo de dirigirles la palabra, todo el ejército gritó al unísono: “Abjuramos
de los dioses mortales y estamos prontos a seguir al Dios inmortal que predica
Remigio.” San Remigio y San Vedasto procedieron a instruir al pueblo para el
bautismo. Con el fin de impresionar la imaginación de aquel pueblo bárbaro,
Santa Clotilde mandó que se adornase con guirnaldas la calle que conducía del
palacio a la iglesia y que en ésta y en el bautisterio se encendiese un gran
número de antorchas y se quemase incienso para perfumar el ambiente. Los
catecúmenos se dirigieron a la iglesia en procesión, cantando las letanías y
cargando cada uno una cruz. San Remigio conducía de la mano al rey, seguido por
la reina y todo el pueblo. Se dice que ante la pila bautismal el santo obispo
dirigió al rey estas palabras memorables: “Humíllate, Sicambrio; adora lo que
has quemado y quema lo que has adorado.” Esta frase resume perfectamente el
cambio que la penitencia debe operar en cada cristiano.
Más tarde, San Remigio bautizó a las dos
hermanas del rey y a tres mil de sus soldados, sin contar las mujeres y los
niños. En la tarea, le ayudaron otros obispos y sacerdotes. Hincmaro de Reims,
quien escribió la biografía de San Remigio en el siglo IX, es el primer autor que menciona la siguiente leyenda: como los
acólitos hubiesen olvidado el crisma para las unciones en el bautismo de
Clodoveo, San Remigio se puso en oración; al punto bajó del cielo una paloma
que llevaba en el pico una ampolleta con el santo crisma. En la abadía de San
Remigio se conservó la pretendida reliquia y se empleó en la consagración de
los reyes de Francia hasta la coronación de Carlos X, en 1825. Aunque la Revolución destruyó la reliquia, los fragmentos de
la “Santa Ampolla” se conservan todavía en la catedral de Reims. Se dice
también que San Remigio confirió a Clodoveo el poder de curar “el mal de los
reyes” (la escrófula); en todo caso, en la ceremonia de la coronación de los
reyes de Francia hasta Carlos X, se hacíamencion de ese poder, relacionado con
las reliquias de San Marculfo, quien murió hacia el año 558.
Bajo la protección de Clodoveo, San Remigio predicó
el Evangelio a los francos. Dios le favoreció con un don extraordinario de
milagros, si hemos de creer lo que cuentan sus biógrafos. Los obispos reunidos
en Lyon en un sínodo contra los arríanos declararon que se habían sentido
movidos a defender celosamente la fe católica por el ejemplo de Remigio, “quien
con múltiples milagros y signos ha destruido en todas partes los altares de los
ídolos.” El santo promovió especialmente la ortodoxia en Borgoña, que estaba
infestada de arríanos. En un sínodo que tuvo lugar el año 517, San Remigio convirtió
a un obispo arriano que había ido a discutir con él. Poco después de la muerte
de Clodoveo, los obispos de París, Sens y Auxerre escribieron a San Remigio a
propósito de un sacerdote llamado Claudio, a quien el santo había ordenado a
instancias de Clodoveo. Los obispos le echaban en cara el haber concedido la
ordenación a un hombre indigno, le acusaban de haberse vendido al monarca e
insinuaban cierta complicidad en los abusos financieros cometidos por Claudio. San
Remigio no tuvo empacho en responder a los obispos que tales acusaciones les
habían sido dictadas por el despecho; sin embargo, su respuesta era un modelo
de caridad y paciencia. Por lo que se refería al desprecio con que consideraban
su avanzada edad, el santo contestó: “Más bien deberíais regocijaros
fraternalmente conmigo, pues, a pesar de mi edad, no tengo que comparecer ante
vosotros como acusado ni pediros misericordia.” En cambio, empleaba un tono muy
diferente al hablar de cierto obispo que había ejercido la jurisdicción fuera
de su diócesis: “Si Vuestra Excelencia ignoraba los cánones, el mal consistió
en atreverse a salir de la diócesis antes de haberlos estudiado Tenga cuidado Vuestra
Excelencia en no violar los derechos ajenos, si no quiere perder los propios.”
San Remigio murió hacia el año 530. San
Gregorio de Tours le describe como “hombre de gran saber, muy amante de los
estudios de retórica, e igual en santidad a San Silvestre.”
Aunque es auténtica la carta en que Sidonio Apolinar
(ese “panegirista inveterado”, como se le ha llamado) ensalza con entusiasmo
los sermones de San Remigio, la mayoría de las fuentes sobre él son poco
satisfactorias. La corta biografía atribuida a Venancio Fortunato no es obra de
este autor y data de una época posterior. Por otra parte, la Vita Remigii de
Hincmaro de Reims data de tres siglos después de la muerte del santo y es
sospechosa por la cantidad de milagros que narra. Así pues, tenemos que
basarnos en las escasas referencias que se encuentran en los escritos de San
Gregorio de Tours. A esto se añaden una o dos frases de las cartas de San Avito
de Vienne, de San Nicecio de Tréveris: etc., y tres o cuatro cartas
del propio San Remigio. La cuestión de la fecha, el sitio y la ocasión del
bautismo de Clodoveo, ha dado lugar a interminables discusiones, en las que han
tomado parte eruditos tan distinguidos como B. Krusch, W. Levison,
L. Levillain. A. Hauck, G. Kurth y A. Poncelet. Se encontrará un resumen detallado de dicha controversia en el artículo Clodoveo,
DAC., vol. ni, ce. 2038-2052. Se puede decir que hasta ahora no se ha
encontrado ningún argumento decisivo para echar por tierra la teoría
tradicional que hemos expuesto en nuestro artículo, cuando menos por lo que se refiere
al hecho sustancial de que Clodoveo fue bautizado en Reims por San Remigio el
año 496, o poco después, a raíz de una victoria sobre los germanos, B. Krusch hizo
una edición de los principales documentos relacionados con el asunto, incluyendo
el Líber Historiae. Ver también BHL., nn. 7150-7173; G. Kurth, Clovis
(1901), sobre todo vol. II. pp. 262-265;
y cf. R. Hauck, Kirchengesrhichte Deutchland, vol. I (1904,), pp. 119,
148, 217, 595-599. Existen varias
biografías poco críticas, de tipo popular, como las de Haudecoeur, Avenay,
Carlier y otros. En cuanto al poder de curación de los Reyes de Francia. Le Koi 1 haumaturges de M. Bloch
(1924). Acerca de la “banta Ampolla”, el. í. Uppen-heimer, The Legend of the
Sainte Ampoule (1953).
(1 de octubre).
La Composición de
himnos litúrgicos ha sido ocupación predilecta de muchos varones de Dios. San
Román, a quien se venera como santo en el oriente, es el más grande de los
compositores de himnos de la liturgia griega. Era originario de Emesa de Siria
y llegó a ser diácono de la iglesia de Beirut. Durante el reinado del emperador
Anastasio I se trasladó a Constantinopla. Fuera de que escribió muchos himnos
(algunos de ellos en forma de diálogo), no sabemos de su vida más de lo que
narra la leyenda incluida en el “Menaion” griego. Una noche, la Santísima
Virgen se le apareció en sueños, le entregó un rollo de papel y le dijo: “Toma
y come.” Así lo hizo el santo, en sueños. A la mañana siguiente, se despertó
presa de un gran entusiasmo poético y se dirigió a la iglesia de la Santísima
Madre de Dios, en Constantinopla para asistir a la liturgia de Navidad. En el
momento en que se trasportaba en solemne procesión el libro de los Evangelios,
San Román se aproximó al palio e improvisó el himno que comienza con las siguientes
palabras: “El día de hoy la Virgen da a luz al Ser trascendente y la tierra
ofrece refugio al Inaccesible. Que los ángeles se unan a los pastores para
glorificar al Señor, y que los magos sigan la estrella, porque hoy nos ha
nacido un niño que era Dios antes del comienzo del tiempo.” En la actualidad,
se canta todavía en el rito bizantino este resumen de la fiesta de la
Natividad.
Se conservan unos ochenta himnos de San
Román, aunque no todos completos. Son obras de intenso sentimiento y de estilo
dramático. Desgraciadamente, como tantas otras composiciones literarias del
rito bizantino, los himnos de San Román son con frecuencia demasiado extensos y
rebuscados. Los temas, muy variados, proceden del Antiguo y del Nuevo
Testamento y de las fiestas litúrgicas.
Se ha discutido mucho si San
Román vivió en la época del emperador Anastasio I (491-518), o en la de
Anastasio II (713-715).
Krumbacher se inclinaba al principio por la primera opinión, pero más tarde
favoreció más bien la segunda (Sitzungsberichte de la Academia de Munich, 1899, vol. II, pp. 3-156). La teoría más
común es que San Román vivió en el siglo VI; si hubiese vivido dos siglos más tarde, sería casi
inconcebible que no hubiese hecho mención de la crisis iconoclasta. Los
especialistas en cuestiones bizantinas han estudiado mucho últimamente la obra
de San Román. Véase C. Cammelii, Romano U melode: Inni (1930); E. Mioni,
Romano U melode (1937, con una bibliografía); y E. Wellesz, A History
n¡ Byzantine Music and Hymnography (1949). En Byzantinische
Zeitsch-rift, vol. XI (1912), pp. 358-369, el P. Pctrides cita íntegramente
el oficio litúrgico de la Iglesia griega consagrado a San Román. Se ha dicho
que San Román compuso un millar de himnos; el P. Bousquet, Echas d”Orient. vol.
ni (1900), pp. 339-342, opina que ese numero es exagerado y que probablemente
se trata de mil estrofas. Véase a J. M. Neale Hymns of the Eastern Church (1863);
J. B. Pitra, L”hymnogruphie de l”Eglise Grecque (1867) y Analecta
Sacra..., vol. I (1876); K.
Krumbacher, Geschichíe der byzantinischen Literatur (1897).
(1 de octubre).
La Iglesia del gran monasterio de Amesbury, en el
Wiltshire, estaba dedicada a Nuestra Señora y a San Melar y las supuestas
reliquias del santo se conservaban ahí. Por otra parte, muchos pueblecitos del
norte y del oeste de Inglaterra tenían por patrono a San Melar, así como tres
iglesias de Cornwall: Mylor, Linkinhonre y Merther Mylor. La biografía medieval
de San Melar Mártir, resumen de una obra francesa que fue probablemente escrita
en Amesbury, afirma que el santo era hijo de Meliano, duque de Cornouailles, en
Bretaña. Cuando Melar tenía siete años, su tío Rivoldo asesinó a Meliano y se
apoderó del ducado. Inmediatamente mandó cortar a Melar la mano derecha y el
pie izquierdo y le encerró en un monasterio. A los catorce años de edad, San
Melar era ya tan famoso por sus milagros, que Rivoldo empezó a recelar de su
poder. Así pues, Rivoldo pagó cierta suma a Cerialtano, el guardián del joven
para que le diese muerte. El esbirro se encargó de cortarle la cabeza. El cadáver
del santo obró varios milagros antes de recibir honrosa sepultura; uno de los principales
fue la muerte inexplicable de su asesino. Muchos años más tarde, ciertos misioneros
trasladaron las reliquias de San Melar a Amesbury y el cielo impidió, con milagros,
que las sacasen de ahí. La leyenda que corría en Cornwall durante la Edad Media,
era sustan-cialmente idéntica; sin embargo, el relato escrito por Grandisson,
obispo de Exeter, sitúa los hechos en Devon y Cornwall. La leyenda bretona, tal
como la redactó Alberto el Grande en el siglo XVII, es más
larga y detallada, gracias al poder de invención del autor. El P. Duine
consideraba la leyenda del príncipe mártir como “una fábula construida con
ciertos elementos del folklore y de las pseudogenealogías célticas, según el
gusto de las novelas hagiográficas de los siglos XI y XII.” En el mejor de los casos, el único fundamento que puede tener la
leyenda de San Melar es el asesinato de algún joven noble e inocente.
Durante el reinado de Atelstano, fueron
trasladadas al sur y al oeste de Inglaterra las reliquias de muchos santos bretones.
El canónigo G. H. Doble opina que las reliquias de San Melar fueron a dar a
Amesbury y que a ello se debe la relación del santo con dicho sitio. El mismo autor
piensa que el nombre de Mylor de Cornwall estaba relacionado originalmente con
San Melo-rio (un obispo bretón) y no con el de San Melar. San Melorio dio su
nombre a la población de Tréméloir. Era uno de los compañeros de San Sansón de
Dol. La situación geográfica de las tres iglesias dedicadas a San Melar en
Cornwall favorecen la hipótesis del vínculo con San Sansón. La fiesta patronal
de Mylor de Falmouth se celebraba el 21 de agosto (no el 1” o el 3 de octubre,
que son los días consagrados a San Melar), en tanto que la fiesta de Tréméloir
ocurre el último domingo de agosto. No hay que confundir a San Melar y a San
Melorio con San Maglorio (24 de octubre), por más que los tres nombres se
deriven de la misma raíz. La tradición sitúa la muerte de San Melar en Lanmeur,
de la diócesis de Dol. Se cuenta que el santo sustituyó por una mano de plata y
por un pie de bronce los miembros que le habían sido cortados, y que tanto la
mano como el pie de metal funcionaban como si fuesen de carne y hueso y aun
crecían con el resto del cuerpo. Esta leyenda se aplica también a otros santos
en el folklore céltico. La imagen de San Melar formaba parte de los frescos en
la capilla del Colegio Inglés de Roma.
El folleto de canónigo
Doble, Sí. Melar, que forma parte de su colección sobre los Santos de
Cornwall, es sin duda el estudio más serio que se ha hecho hasta ahora de
esta oscura leyenda. En dicho folleto se hallará la traducción de un ensayo
debido a la pluma de Rene Larguilliére. Menos importantes son los relatos que
se encuentran en LBS-, vol. II, p. 467; y Stanton, Menology, p. 468. Véase también Analecta
Bollandiana, vol. XLVI (1928),
pp. 411-412.
(1 de octubre).
Este famoso
ermitaño, conocido también con el nombre de Alowino, era un noble originario de
Hesbaye de Brabante. Habiendo llevado durante muchos años una vida muy
borrascosa, quedó viudo y se convirtió a Dios durante un sermón que San Amando
predicó en Gante. En seguida, distribuyó todas sus posesiones entre los pobres
e ingresó en el monasterio de Gante que más tarde tomó su nombre. Recibió ahí
la tonsura de manos de San Amando, quien le animaba a progresar diariamente en
el amor a la penitencia y a la práctica de la virtud, diciéndole: “Cuando un
alma ha tenido la dicha de comprender la vanidad de este mundo y la profundidad
de su propia miseria, comete una verdadera apostasía si no se despega cada vez
más del mundo y se acerca cada vez más a Dios.” Según parece, San Bavón
acompañó a San Amando en sus viajes misionales a Francia y Flandes, donde dio
ejemplo de humildad de corazón, de mortificación del propio gusto y de rigor en
la mortificación. Al cabo de algún tiempo, San Amando le dio permiso de
retirarse a la vida eremítica. Se cuenta que San Bavón habitó al principio en
el hueco del tronco de un árbol enorme. Más tarde, se construyó una celda en
Mendock donde vivió sin más sustento que las yerbas y el agua.
En cierta ocasión, para hacer penitencia por
haber vendido a un hombre como esclavo, hizo que éste le condujese encadenado a
la prisión de la localidad. Al cabo de algunos años, el santo retornó al
monasterio de Gante, cuyo abad, Floriberto, había sido nombrado por San Amando.
Con permiso de su superior, San Bavón se construyó una celda en un bosque
vecino y en ella vivió hasta el fin de su vida. San Amando y San Floriberto le
asistieron en el lecho de muerte, y la tranquilidad con que el santo vio venir
su fin impresionó a todos los presentes. San Bavón es el patrono de las catedrales
y de las diócesis de Gante y Haarlem, en Holanda.
En Acta Sanctorum, octubre,
vol. I, hay dos o tres biografías de San Bavón. La más antigua ha sido
reeditada por B. Krusch en MGH., Scriptores merov., vol. IV, pp.
527-546. Krusch afirma que dicha biografía fue escrita en el siglo IX, y la considera de poco valor
histórico. Véase también Van der Essen, Elude... sur les saints mérov., (1907),
pp. 349-357; E. de Moreau, St Amana
(1927), pp. 220 ss.; R. Podevijn, Bavo (1945); y Analecta
Bollandiana, vol. LXIII (1945), pp. 220-241; en esta
última obra, el P. M. Coens discute entre otras cosas la cuestión de si San
Bavón fue obispo o no lo fue.
(1 de octubre).
Francisco, conocido también con el nombre de Ceceo, nació
en Pésaro. Sus padres le dejaron una cuantiosa herencia, pero él decidió
repartirla entre los pobres y consagrarse al servicio de Dios. Así pues, el año
1300, ingresó en la Tercera Orden de San Francisco y se retiró a una ermita que
había construido en la ladera de Monte San Bartolo, en las cercanías de Pésaro.
Pronto se le unieron numerosos discípulos. Para darles de comer, el beato solía
pedir limosna en los pueblos vecinos, de suerte que el pueblo empezó a
venerarle pronto por su bondad y caridad. Así vivió Francisco cerca de
cincuenta años, durante los cuales le ocurrieron los sucesos más
extraordinarios. Por ejemplo, en cierta ocasión en que había ido a Asís con sus
compañeros para ganar la indulgencia de la Porciúncula, tuvo que detenerse en
Perugia y envió a sus compañeros por delante. Cuál no sería la sorpresa de
éstos cuando, al llegar a la ermita, le encontraron ahí, esperándolos. Pero
este hecho puede explicarse naturalmente, hay que reconocerlo, dado que el
beato conocía bien los atajos de la región. En realidad, los biógrafos
antiguos, dejándose llevar por el entusiasmo, exageraron varios hechos de este
tipo en las vidas de los santos.
El Beato Francisco no tenía nada de “aristócrata”,
en el mal sentido de la palabra y aceptaba gustosamente las invitaciones que le
hacían las gentes sencillas. Pero en tales ocasiones tenía buen cuidado de no
dejarse llevar por el atractivo de los buenos platillos y dominaba
perfectamente toda manifestación de gula. Y era éste un vicio que reprendía
ásperamente en los demás. En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, sus
discípulos mataron un pollo para prepararlo exquisitamente y conseguir que el
beato comiese. Francisco, echando de menos al pollo en el gallinero, preguntó
donde estaba y, cuando supo lo que habían hecho sus discípulos, los reprendió
severamente, diciéndoles: “Los gallos merecen nuestro agradecimiento porque a
la aurora nos llaman a la oración. Constituye una falta el haber matado a ese
pollo, aunque haya sido por compasión por mí, ya que su voz me reprochaba todas
las mañanas mi pereza en el servicio de Dios y me obligaba a levantarme para
alabarle.” El biógrafo del beato cuenta que éste se puso entonces a orar por el
pollo, que estaba ya desplumado, y que su oración consiguió devolverle no sólo
la vida, sino también las plumas... El Beato Francisco ayudó a la Beata
Micaelina Metelli a fundar la Cofradía de la Misericordia en Pésaro y a
construir un hospital para mendigos y peregrinos en Almetero. Francisco fue
sepultado en la catedral de Pésaro. Su culto, que data de muy antiguo, fue
confirmado por Pío IX.
En Acta Sanctorum hay
una breve biografía medieval (agosto, vol. I). Véase también Mazzara, Leggendario
Francescano (1679), vol. II, pp. 199-202; y León, Aureole Séraphique (trad.
ingl.), vol. II, pp. 547 ss.
(1 de octubre).
Ángel es una
palabra griega que significa mensajero. Los ángeles son espíritus purísimos,
individuales pero sin cuerpo, a quienes Dios ha dado una inteligencia y un
poder mayores que a los hombres. Su oficio consiste en alabar a Dios, en
servirle de mensajeros y en cuidar a los hombres. Los teólogos sostienen
unánimemente que Dios designa a un ángel como guardián de cada hombre, pero tal
afirmación no ha sido definida nunca por la Iglesia y, por consiguiente, no es
de fe. Los ángeles de la guarda nos ayudan a ir al cielo, nos defienden del
enemigo, nos ayudan a orar y nos excitan a la virtud. Esto último lo hacen a
través de nuestra imaginación y de nuestros sentidos, sin afectar directamente
nuestra voluntad, de suerte que nuestra cooperación es necesaria. El salmista
dice: “Dios ha encargado a sus ángeles que cuiden de ti y que te guíen en todos
tus caminos.” En otro sitio añade: “El ángel del Señor plantará su tienda junto
a los que temen a Dios y los librará de sus enemigos.” El patriarca Jacob pidió
al buen ángel que bendijese a sus dos nietos, Efraín y Manases: “Que el ángel
que me libró de todos los males, bendiga a estos jóvenes.” Y Judit dijo: “El
ángel del Señor me acompañó durante el viaje de ida, durante mi estancia ahí y
durante el viaje de vuelta.” Cristo nos exhortó a guardarnos de escandalizar a
los pequeños, porque sus ángeles se hallan ante la presencia de Dios y le
pedirán que castigue a aquéllos que hagan daño a sus protegidos. La idea de que
Dios designa a un ángel para cuidar a cada uno de los hombres estaba tan
extendida en el mundo judío que, cuando San Pedro fue libertado milagrosamente
de la prisión, lo primero que pensaron los discípulos fue que era obra de “su
ángel.”
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se
tributó honor litúrgico a los ángeles. El oficio de la dedicación de la iglesia
de San Miguel Arcángel, en la Vía Salaria (29 de septiembre), y el más antiguo
de los sacraméntanos romanos, llamado “el Leonino”,
aluden indirectamente en las oraciones al oficio de guardianes que desempeñan
los ángeles. Desde la época de Alcuino (quien murió el año 804), existe una
misa votiva “ad suffragia angelorum postulanda”, y el mismo Alcuino habla dos
veces en su correspondencia de los ángeles guardianes. No es del todo seguro
que la costumbre de celebrar esa misa sea de origen inglés, pero lo cierto es
que el texto de Alcuino está incluido en el Misal de Leofrico, que data de
principios del siglo X. La misa votiva de los Angeles
solía celebrarse el lunes, como lo prueba el Misal de Westminster, compuesto
alrededor del año 1375. En España la tradición dice que también cada una de las
ciudades tiene su ángel guardián particular. Así, por ejemplo, un oficio del
año 1411 hace alusión al ángel guardián de Valencia. Fuera de España, Francisco
de Estaing, obispo de Rodez, obtuvo del Papa León X una bula en la que dicho Pontífice aprobaba un oficio especial para la
conmemoración de los Angeles de la Guarda el 1° de marzo. También en Inglaterra
estaba muy extendida la devoción a los ángeles. Heriberto Losinga, obispo de
Norwich, quien murió en 1119, habló con gran elocuencia sobre el tema. Por otra
parte, la conocida oración que comienza “Angele Dei qui cusios es mei” se debe
probablemente a la pluma del versificador Reginaldo de Canterbury, quien vivió
en la misma época. El Papa Paulo V autorizó una misa y un oficio
especiales, a instancias de Fernando II de Austria,
y concedió la celebración de la fiesta de los Santos Angeles en todo el
imperio. Clemente X la extendió como fiesta de
obligación a toda la Iglesia de occidente en 1670 y fijó como fecha de la
celebración, el primer día feriado después de la fiesta de San Miguel.
El excelente artículo del P.
J. Duhr en Dictionnaire de spiritualité, vol. I (1933), ce. 580-625,
trata a fondo la evolución histórica de la devoción al ángel de la guarda.
Acerca de la devoción a los ángeles en general, véase DTC., vol. I, cc.
1222-1248. En cuanto al aspecto litúrgico, cf. Kellner, Heortology (1908),
pp. 328-332. Por lo que se refiere a la representación de los ángeles en la
antigüedad y en el arte, cf. DAC., vol. I, ce. 2080-2161; y Künstle, Ikonographie,
vol. I, pp. 239-264.
(2 de octubre).
Cuando el palacio de Diocleciano en Nicomedia fue incendiado, se atribuyó
falsamente el delito al santo soldado y mártir Eleuterio y a muchos otros.
Todos ellos fueron condenados a muerte por orden del cruel emperador. Algunos
fueron decapitados, otros perecieron quemados y los demás fueron arrojados al
mar. Eleuterio era el principal de ellos. La prolongada tortura a que fue
sometido, no hizo más que poner de relieve su valor, y el santo consiguió la
corona del martirio acrisolado en el fuego como el oro.” El Martirologio Romano
resume así el martirio de San Eleuterio, pero en realidad, lo único que sabemos
sobre él es su nombre y el sitio en que padeció.
El dato más importante es
que el Brevíarium sirio del siglo V dice el 2 de octubre: “En Nicomedia, Eleuterio.” El Hieronymianiim
tomó de ahí la noticia; cf. CMH., p. 537. Como lo demostró Dom Quentin en Les
Martyrologes historiques, pp. 615-616, la asociación de este mártir con el
incendio del palacio de Diocleciano es simplemente una invención del
martirologista Ado.
(2 de octubre).
San Leodegario nació
hacia el año 616. Sus padres le enviaron a la corte del rey Clotario II, quien le confió al cuidado de su tío Didon, obispo de Poitiers, el
cual nombró a un sacerdote para que le educase. Leodegario hizo rápidos
progresos en el saber y todavía más rápidos en la ciencia de los santos. Por
sus méritos y habilidades, su tío le nombró archidiácono de la diócesis cuando
apenas tenía veinte años. Después de recibir el sacerdocio, Leodegario se vio
obligado a encargarse del gobierno de la abadía de Saint-Maxence, un puesto que
desempeñó seis años. Cuando tenía cerca de treinta y cinco años fue nombrado
abad. Su biógrafo le pinta como un hombre que inspiraba más bien temor. “Como
poseía conocimientos de derecho civil, era severo en su juicio de los laicos.
Por otra parte, su conocimiento del derecho canónico hacía de él un excelente
maestro del clero. Los placeres de la carne no le habían ablandado, de suerte
que trataba con suma severidad a los pecadores.” Se dice que introdujo la Regla
de San Benito en su monasterio que, por lo demás, necesitaba de su dura mano de
reformador.
La regente, Santa Batilde, llamó a San
Leodegario a la corte y, el año 663, le nombró obispo de Autun. Dicha sede
había estado vacante dos años, pues la diócesis estaba muy dividida y los
cabecillas de un partido mataban a los del otro para apoderarse del gobierno.
El nombramiento de San Leodegario aplacó las desavenencias, y los partidos se
reconciliaron. El santo se consagró a socorrer a los pobres, a instruir al
clero, a predicar frecuentemente al pueblo, a decorar las iglesias y a
fortificar las ciudades. En un sínodo diocesano puso en vigor muchos cánones
para la reforma de las costumbres del pueblo y de los monasterios. Según decía,
si los monjes fuesen como debían ser, sus oraciones preservarían al mundo de
las calamidades públicas.
El rey Clotario III murió el año 673, cuando San Leodegario llevaba ya diez años como
obispo. En cuanto recibió la noticia, se trasladó a la corte y ofreció su apoyo
a Childerico, quien logró triunfar de los manejos de Ebroín, mayordomo del
palacio de Neustria. Ebroín fue desterrado a Luxeuil. Childerico II gobernó con acierto mientras supo escuchar los consejos de San
Leodegario. La influencia del santo al principio del reinado de Childerico era
tan grande, que algunos documentos le consideran como el mayordomo de palacio.
Pero el joven monarca, que era de carácter muy violento, acabó por abandonarse
a los impulsos de su voluntad y contrajo matrimonio con su prima, sin obtener
la dispensa necesaria. San Leodegario le amonestó en vano. Ciertos nobles
aprovecharon la ocasión para poner en duda la fidelidad del santo durante la
Pascua del año 675, cuando Childerico se hallaba en Autun. A duras penas logró
San Leodegario salir con vida de la prisión y después fue desterrado a Luxeuil,
donde se hallaba todavía su rival Ebroín. Pero un noble llamado Bodilo, a quien
Childerico mandó azotar públicamente, asesinó al monarca, a quien sucedió Teodorico
III. San Leodegario pudo entonces volver a su sede
y fue recibido con gran júbilo en Autun. Ebroín volvió también del destierro de
Luxeuil y se dirigió a Borgoña. Ahí reunió un ejército y atacó a San Leodegario
en Autun. En vez de huir, éste organizó una procesión con las reliquias de los
santos alrededor de las murallas de la ciudad y se prosternó delante de cada
una de las puertas a rogar a Dios que protegiese al pueblo, mostrándose pronto
a morir por él. Los habitantes de Autun defendieron valientemente la ciudad.
Pero, al cabo de algunos días, San Leodegario les dijo: “No sigáis combatiendo.
Lo que quiere el enemigo es mi cabeza. Enviemos a algunos de nuestros hermanos
a enterarse de las condiciones en que están los contrarios.” El duque de
Champagne, Waimero, respondió a los legados que la única condición era que
entregasen al obispo. Entonces Leodegario salió valientemente fuera de la
ciudad y se entregó a los atacantes. Al punto le fueron arrancados los ojos. El
santo soportó la tortura sin una queja y no permitió que le atasen las manos.
Waimero le llevó consigo a Champagne. Ahí le devolvió el dinero que había
robado durante el saqueo en la iglesia de Autun, y San Leodegario lo envió a
dicha ciudad para que fuese distribuido entre los pobres.
Ebroín se convirtió en el amo absoluto de
Neustria y de Borgoña. So pretexto de vengar la muerte del rey Childerico,
acusó a San Leodegario y a su hermano Gerino de haber participado en la
conspiración. Gerino fue lapidado en presencia de San Leodegario. El Martirologio
Romano celebra la fiesta de este mártir el día de hoy. Ebroín no podía condenar
a San Leodegario antes de que fuese depuesto por un sínodo, pero aprovechó la
oportunidad para tratarle en la forma más bárbara ya que mandó cortarle la
lengua y los labios. Después le confió al cuidado del conde Waring, quien le
encerró en el monasterio de Fécamp, en Normandía. Ahí sanó milagrosamente San
Leodegario y recobró el habla. A raíz del asesinato de su hermano Gerino, había
escrito una carta a su madre, que era religiosa en Soissons, para felicitar a
Sigradis por haber abandonado el mundo y la consolaba al mismo tiempo por la
muerte de Gerino, diciéndole que lo que era ocasión de alegría para los ángeles
no podía ser motivo de pena para ellos. Igualmente la exhortaba al valor y a la
constancia, así como al perdón cristiano de los enemigos.
Dos años más tarde, Ebroín mandó llamar a San
Leodegario a Marly, donde había reunido a unos cuantos obispos para que le
depusiesen. Por más que los jueces quisieron arrancar al santo la confesión de
su participación en el asesinato de Childerico, él se negó a admitirlo. Los
jueces desgarraron entonces sus vestiduras como símbolo de deposición, y San
Leodegario fue entregado al conde Crodoberto para que ejecutase la sentencia de
muerte. Para evitar que el pueblo considerase al obispo como mártir, Ebroín
mandó arrojar secretamente el cadáver en un pozo. Crodoberto no quiso mancharse
las manos con la sangre de una víctima inocente y confió la ejecución a cuatro
de sus hombres. Estos condujeron al santo a un bosque; tres de ellos le
pidieron ahí perdón de rodillas y Leodegario se arrodilló a orar por ellos.
Cuando manifestó que estaba pronto a morir, el cuarto de los hombres le cortó
la cabeza. A pesar de las órdenes de Ebroín, la esposa de Crodoberto sepultó el
cadáver en una capillita de Sarcing, en Artois. Tres años después, las
reliquias fueron trasladadas al monasterio de Saint-Maxence en Poitiers. La
lucha entre San Leodegario y Ebroín es un incidente famoso en la historia merovingia.
No todos los hombres de bien estaban de su parte; algunos de ellos, como San
Ouen, eran partidarios de Ebroín. En aquella época, era inevitable que los
obispos tomasen parte activa en la política y, aunque el Martirologio Romano
dice que San Leodegario (el “Beato” Leodegario) sufrió “por la verdad”, no se
ve muy claro por qué se le venera como mártir.
En Acta Sanctorum (oct.,
vol. I, publicado en 1765), el P. C. de Bye consagra más de cien páginas
in-folio a San Leodegario. Dicho autor publica dos biografías antiguas; aunque
no concuerdan en todos los detalles, las considera como obras de contemporáneos del santo. La
tarea de resolver más o menos satisfactoriamente el problema histórico de las
convergencias y divergencias de esas dos biografías, estaba reservada a B.
Krusch (Nenes Archiv, vol. XVI, 1890,
pp. 565-596). Krusch sostiene que ninguno de los dos autores era contemporáneo
de San Leodegario, pero que había una tercera biografía (de la que se conserva
un fragmento importante en un manuscrito de París, Latín 17002), escrita unos
diez años después de la muerte de Leodegario, por un monje de Saint-Symphorien
interesado en reivindicar la política del sucesor del santo en la sede de
Autun. Las biografías publicadas por los bolandistas fueron escritas unos
setenta años después, sobre la base de la primera biografía y no carecen de
importancia histórica. Krusch (MG., Scriptores Merov., vol. V, pp.
249-362) ha reconstituido el texto de la biografía original tal como él lo
imagina. Añadamos que la carta de Leodegario a su madre es indudablemente un
documento auténtico, en tanto que el testamento que se le atribuye se presta a
muchas objeciones. Véase Aridecía Bollandiana, vol. XI (1890), pp.
104-110 y Leclercq, en DCA., vol. VIII, cc. 2460-2492. La Histoire de S.
Léger, de Pitra (1890), es ya anticuada, aunque en su época reveló algunos
nuevos textos. La biografía escrita por el P. Camerlinck en la colección Les
Saints tiende al tono de panegírico y no es muy crítica; sin embargo,
constituye un relato aceptable de esa tragedia histórica. Como lo prueban los
calendarios, el culto de Leodegario en Inglaterra es muy antiguo; su fiesta
solía celebrarse el 2 o el 3 de octubre.
(3 de octubre).
San Hesiquio fue un fiel discípulo de San Hilarión y se le
menciona en la biografía de su maestro. Cuando San Hilarión pasó de Palestina a
Egipto, Hesiquio le acompañó y, cuando San Hilarión, no queriendo volver a
Gaza, donde era muy conocido, huyó secretamente a Sicilia, San Hesiquio le buscó
durante tres años. No encontrando huella alguna de su maestro ni en el desierto
ni en los puertos de Egipto, San Hesiquio se dirigió a Grecia, donde finalmente
le llegaron noticias sobre un taumaturgo que se había refugiado en Sicilia.
Inmediatamente emprendió el viaje a dicha isla, descubrió el escondite de San
Hilarión, “cayó de rodillas a sus plantas y bañó con sus lágrimas los pies de
su maestro.” Ambos ermitaños partieron juntos a Dalmacia y a Chipre, en busca
de la soledad total. Dos años más tarde, San Hilarión envió a San Hesiquio a
Palestina con saludos para los hermanos y con el propósito de darles cuenta de
sus progresos en la vida espiritual, así como el de visitar el antiguo
monasterio de Gaza. Cuando San Hesiquio retornó en la primavera del año
siguiente, San Hilarión, desalentado por la afluencia de visitantes, le
manifestó que quería huir a otra parte; pero para entonces era ya muy anciano,
y San Hesiquio le convenció finalmente de que se contentase con retirarse a un
sitio más apartado de la isla. Ahí murió San Hilarión. San Hesiquio se hallaba
entonces en Palestina. En cuanto le llegó la noticia de la muerte de su
maestro, partió apresuradamente a Chipre para evitar que los habitantes de
Pafos se apoderasen del cadáver. Al llegar a Chipre, encontró una carta de San
Hilarión en la que éste le dejaba en herencia todos sus bienes, que consistían
en un libro de los Evangelios y algunos vestidos. Para no despertar sospechas
entre los que vigilaban la ermita, San Hesiquio fingió que iba a pasar ahí el
resto de su vida. Diez meses más tarde, enfrentándose a mil riesgos y
dificultades, consiguió transportar el cuerpo de San Hilarión a Palestina. Ahí
le recibió una gran multitud de monjes y laicos, quienes le acompañaron a
enterrar el cadáver de su maestro en el monasterio que había fundado en Majuma.
En él murió San Hesiquio algunos años después.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. II, hay un relato bastante completo sobre San Hesiquio, basado en las
obras de San Jerónimo. Véase también el artículo sobre San Hilarión, 21 de
octubre.
(3 de octubre).
San Wilibrordo y sus once compañeros empezaron la
evangelización de Frieslandia en el año 690. Poco después, dos sacerdotes de
Nortumbría siguieron el ejemplo de los misioneros y
partieron a predicar el Evangelio a los sajones de Westfalia. Ambos habían
pasado algún tiempo en Irlanda dedicados a las ciencias sagradas y los dos se
llamaban Evaldo. Para distinguirlos, el pueblo los apodaba “el Rubio” y “el
Moreno”, por el color de sus cabellos. El primero era más versado en la Sagrada
Escritura, pero ninguno de los dos cedía ante el otro en devoción y celo. Ambos
sacerdotes llegaron a Germania hacia el año 694. Ahí conocieron a cierto
personaje que se empeñó en presentarles a su señor, porque los misioneros
llevaban algunas noticias que podían interesarle. Dicho señor feudal los alojó
en su casa durante varios días. Los misioneros aprovecharon ese retiro para
hacer oración, cantar salmos e himnos y celebrar diariamente el Santo
Sacrificio.
Al ver los bárbaros la conducta de los dos
predicadores, temerosos de que persuadiesen a su señor para que renegase de sus
dioses y se convirtiese a la nueva religión, decidieron asesinarlos. A Evaldo
el Rubio le degollaron sin más ni más en donde lo encontraron. En cambio, al
Moreno le atormentaron largamente con inaudita saña y, antes de matarle, le
arrancaron los miembros uno a uno. Cuando el señor del lugar se enteró de lo
sucedido, montó en cólera porque los bárbaros procedieron por su cuenta y
ejecutaron a los monjes sin haberles presentado a su juicio. Como represalia,
el señor feudal mandó ejecutar a los culpables e incendió la aldea. Los cuerpos
de los mártires habían sido arrojados al río, pero fueron descubiertos gracias
al fulgor que despedían. Un monje inglés, llamado Tilmón, recibió aviso de lo
que significaba aquel fulgor sobrenatural y les dio honrosa sepultura. San Beda
dice que se trataba del río Rin, pero la tradición sitúa el martirio en
Aplerbecke, sobre el Embscher, que es un afluente del Rin en las proximidades
de Dortmund. El culto de los dos Evaldos se popularizó inmediatamente. El rey
Pepino mandó trasladar las reliquias a la iglesia de San Cuniberto, en Colonia,
donde reposan todavía. El Martirologio Romano menciona a los dos Evaldos, que
son patronos de Westfalia. San Norberto consiguió algunas reliquias de estos
mártires para los pre-monstratenses, en 1121 y dichos religiosos celebran la
fiesta de estos santos.
En el calendario llamado de
San Wilibrordo, compuesto a principios del siglo VIII (probablemente antes del año 710), se lee el
4 de octubre: “natale sanctorum martyrum Heuualdi et Heualdi.” El Martirologio
de Fulda y el Anglosajón, así como la Historia de Beda, sitúan la fiesta
el 3 de octubre. Véanse las notas de C. Plummer a la edición de Beda,
especialmente pp. 289-290; y H. A. Wilson, The Calendar of St Willibrord (1918),
p. 41.
(3 de octubre).
San
Gerardo nació a
fines del siglo IX, en las cercanías de Naniur. Su
bondad innata le ganó la estima y el afecto de cuantos le conocieron. Por otra
parte, su virtud tenía la elegancia y el encanto de la cortesía y de la
munificencia. Un día, al volver de caza, en tanto que sus compañeros
descansaban un poco, Gerardo se retiró furtivamente a una capillita de Brogne,
que estaba en sus posesiones, y permaneció ahí largo rato en oración. En esa
ocupación encontró tal dulcedumbre, que hubo de hacerse violencia para volver a
donde estaban sus compañeros. Mientras caminaba, se decía: “¡Cuan felices deben
ser quienes no tienen otra obligación que alabar al Señor día y noche y viven
siempre en su presencia!” La gran obra de su vida consistió, precisamente, en
procurar a otros esa felicidad y en hacer que elevasen incesantemente el
tributo de su oración a la infinita majestad de Dios. Según cuenta la leyenda,
San Gerardo tuvo una visión en la que San Pedro le ordenó que llevase a Brogne
las reliquias de San Eugenio, compañero de San Dionisio de París. Los monjes de
Saint-Denis le regalaron las presuntas reliquias del mencionado mártir y San
Gerardo las depositó en un relicario en Brogne. Algunos aprovecharon la ocasión
para acusarle ante el obispo de promover el culto de reliquias de antenticidad
dudosa, pero las de San Eugenio obraron un milagro para disipar las dudas del
obispo. Algún tiempo después, San Gerardo abrazó la vida religiosa en la abadía
de Saint-Denis.
Una vez hecha su profesión, el santo se
entregó totalmente a la práctica heroica de las virtudes. Al cabo de algún
tiempo, recibió las sagradas órdenes, por más que su humildad se oponía a ello.
El año 919, tras haber pasado once en la abadía, obtuvo permiso para ir a
fundar un monasterio en Brogne. Así lo hizo, en efecto, pero, viendo que las
obligaciones del superior de una comunidad numerosa se prestaban poco para la
vida de recogimiento a la que él aspiraba, se construyó una celda en las
proximidades de la iglesia y vivió recluido en ella. Algún tiempo después, Dios
le llamó nuevamente a la vida activa, de suerte que Gerardo se vio obligado a
emprender la reforma de la abadía de Saint-Ghislain, que distaba unos diez
kilómetros de Mons. Impuso a los monjes la regla de San Benito y la más
admirable disciplina. Los religiosos tenían la costumbre de pasear en procesión
por los diversos pueblos las reliquias de su santo fundador a fin de recoger
dinero que empleaban para malos fines. San Gerardo desempeñó el difícil oficio
de reformador con tanto tino, que el conde de Flandes, Arnulfo, a quien el
santo había curado de una enfermedad de la vesícula y había convertido a mejor
vida, le confió la inspección y reforma de todos los monasterios de Flandes. En
el curso de los siguientes veinte años, San Gerardo restableció la estricta
observancia en numerosos monasterios, incluso en algunos de Normandía,
siguiendo las líneas de la reforma de San Benito de Aniane. Aunque San Gerardo
se hizo famoso como reformador de la disciplina monástica, no lodos los monjes
se plegaban fácilmente a sus deseos; por ejemplo, los de Saint-Bertin
prefirieron emigrar a Inglaterra antes que aceptar la austera observancia que
el santo quería imponerles. El rey Edmundo los acogió amablemente el año 944 y
les dio asilo en la abadía de Bath.
Las fatigas de su cargo no impedían a San
Gerardo practicar toda clase de austeridades y vivir en estrecha unión con
Dios. Al cabo de veinte años de infatigable reforma, sintiéndose ya achacoso,
el santo visitó por última vez todos los monasterios que tenía bajo su
dirección. Una vez terminada la visita, se encerró en su antigua celda de
Brogne para prepararse a la muerte. Dios le llamó a recibir el premio de sus
trabajos el 3 de octubre del año 959.
Alban Butler resumió la
biografía de San Gerardo, escrita unos cien años después de su muerte y
publicada en Mabillon y en Acia Sanctorum, octubre, vol. II. Dicha
biografía ha sido muy discutida. Está fuera de duda que depende de un documento
más antiguo, que ha desaparecido; a pesar de ello, muchos detalles son poco
fidedignos: por ejemplo, es muy dudoso que San Gerardo haya sido monje en
Saint-Denis. Véase sin embargo a Sackur en Die Cluniacenser, vol. I
(1892), pp. 366-368; y sobre todo a U. Berliére en Revue Bénédictine, vol
IX (1892), pp. 157-172. Cf. Analecta Bollandlana, vols. III, pp. 29-57,
y V, pp. 385-395; M.
Guérard, Cariulalre de l”abbaye de Saint-Bertin, p. 145.
(3 de octubre).
Estos dos obispos se cuentan entre las grandes figuras
de los primeros tiempos de la reconquista de España de los moros. El nombre de
San Froilán fisura en el Martirologio Romano el día de hoy y el de San Atilano
el 5 de octubre. Se dice que San Froilán era originario de Lugo, ciudad de
Galicia. A los veinte años, se retiró a la soledad para vivir como ermitaño.
Uno de sus discípulos era Atilano, quien tenía entonces quince años. Ambos
santos organizaron a sus seguidores en una comunidad monacal que fundaron en
Moreruela, en Castilla la Vieja. Juntos fueron elevados al episcopado en las
diócesis contiguas de Zamora y de León y juntos recibieron la consagración
episcopal. San Froilán fue el restaurador de la vida monástica en España. El
Martirologio menciona su gran caridad para con los pobres. Probablemente el
santo murió en el año 905.
El artículo de Acta
Sanctorum, 5 de octubre, vol. ni, se basa principalmente en la obra de
Lobera, Historia de las grandezas... de León y de su, obispo San Froilán (1596).
Los bolandistas toman con cierto humor la idea de Lobera de que, como un lobo
hubiese dado muerte al asno que transportaba su equipaje, San Froilán obligó al
lobo a hacer penitencia muchos años empleándole como bestia de carga. En
Florez, España Sagrada, vol. XXXIV, pp. 422-425, hay una antigua
biografía latina (¿siglo X?). Véase también J. González, San Froilán de León (1947). Ni siquiera
podemos estar seguros de que el culto popular haya sido tributado a otro obispo
llamado también Froilán que vivió un siglo más tarde.
(4 de octubre).
Se
ha repetido que San
Amón fue el primero de los padres de Egipto que estableció un monasterio en
Nitria. Aunque tal afirmación no está probada, San Amón fue sin duda uno de los
más famosos ermitaños del desierto. Después de la muerte de los padres de Amón,
que eran muy ricos, su tío y otros parientes obligaron al joven a contraer
matrimonio. Amón tenía entonces veintiocho años. Leyendo a su esposa las
alabanzas que hace San Pablo, del estado de virginidad, logró persuadirla de
que viviese con él en perpetua continencia durante dieciocho años. Amón se
mortificaba severamente a fin de prepararse a las austeridades de la vida del
desierto. Pasaba el día entero entregado al trabajo en un extenso huerto de
árboles de bálsamo; cenaba con su esposa algunas yerbas y frutos y después se
retiraba a orar gran parte de la noche. Cuando murieron su tío y los otros
parientes que tenían interés en que se quedase en el mundo, Amón, con el
consentimiento de su esposa, se retiró al desierto de Nitria. Esta reunió en su
casa una comunidad de mujeres devotas, y San Amón iba cada seis meses a dirigirlas
en el camino de la vida espiritual.
Nitria, que se llama actualmente Wady Natrun,
está situada a unos ciento diez kilómetros al sudeste de Alejandría. Alguien ha
descrito así ese sitio: “Es un pantano malsano y cubierto de yerbas, infestado
de reptiles y de insectos venenosos. Existen oasis buenos y malos; el oasis
pantanoso de Nitria recibió ese nombre porque sus aguas son saladas. Los
ermitaños lo eligieron porque era aun peor que el desierto.” Paladjo, que
visitó Nitria cincuenta años después de San Amón, escribe:
“En la montaña habitan unos cinco mil hombres
que llevan vidas muy diferentes. Cada uno lleva la vida que le permiten sus
fuerzas y le aconsejan sus deseos, de suerte que unos habitan en comunidad y
otros totalmente aislados. En la montaña hay siete panaderías para alimentar a
los cinco mil habitantes y a los seiscientos anacoretas del desierto. Existe en
la montaña de Nitria una gran iglesia, junto a la cual se yerguen tres
palmeras. De cada palmera cuelga un látigo. Uno está destinado para los
anacoretas que cometen alguna falta; otro para los bandoleros, si acaso se presentan
algunos, y el tercero para los peregrinos. Todos los que cometen alguna falta
que merezca latigazos son atados a la palmera, reciben el número de golpes
prescrito y después se les deja en libertad. Junto a la iglesia hay un albergue
en el que se alojan los peregrinos todo el tiempo que quieren, aunque
permanezcan dos o tres años. Los peregrinos, después de pasar una semana en
reposo, están obligados a trabajar en el huerto, en la panadería o en la
cocina. Cuando el peregrino es un personaje importante, puede dedicarse a leer,
pero no tiene derecho a dirigir la palabra a nadie fuera de las horas
prescritas. Hay en la montaña algunos médicos y costureros. Todos pueden tomar
vino y hay sitios en que se vende. Todos trabajan en la manufactura del lino,
de suerte que todos ganan lo que comen. A la hora de nona se eleva de todas las
celdas el canto de los salmos y al oírlo se creería estar en el paraíso. Los
oficios sólo se celebran en la iglesia los sábados y domingos. Ocho sacerdotes
se ocupan del cuidado de la iglesia. Mientras vive el sacerdote más anciano,
ningún otro celebra los oficios, ni predica, ni da órdenes, sino que todos
asisten al más anciano.” (“Historia Lausiaca”).
Así vivían los monjes y anacoretas que, según
la expresión de San Ata-nasio, “se apartaban de sus parientes y amigos para
vivir como ciudadanos del cielo.”
Los primeros discípulos de San Amón vivían en
celdas separadas, hasta que San Antonio el Grande les aconsejó que se reuniesen
bajo la dirección de un superior prudente. Pero aun entonces el monasterio no
pasaba de ser una especie de colonia de celdas independientes. El propio San
Antonio escogió el sitio para su grupo de monjes. San Amón y San Antonio solían
visitarse mutuamente. San Amón vivía en la
mayor austeridad. Cuando llegó al desierto, acostumbraba comer a pan y agua una
sola vez al día; al fin de su vida, sólo comía cada tres o cuatro días. Entre
los muchos milagros que obró, San Ata-nasio cita uno en su “Vida de San Antonio.”
En cierta ocasión en que San Amón se disponía a cruzar el río en compañía de su
discípulo, Teodoro, encontró que las aguas estaban muy crecidas. Su discípulo
se retiró un poco para desnudarse. Pero San Amón sentía siempre repugnancia a
desnudarse para cruzar el río, aun cuando estuviese solo y no se decidía a
despojarse de sus vestidos. Súbitamente fue transportado en forma milagrosa a
la otra orilla. Cuando Teodoro llegó a su vez y vio que su maestro no estaba
mojado, le preguntó lo que había sucedido y San Amón no tuvo más remedio que
confesar el milagro, aunque le obligó a prometer que no lo diría a nadie sino
hasta después de su muerte. San Amón murió a los sesenta y dos años. San
Antonio, que se hallaba entonces a trece días de distancia, supo que su amigo
había muerto, porque tuvo una visión en la que presenció el ascenso de su alma
al cielo.
Los datos que poseemos
proceden principalmente de la Historia Lausiaca de Paladio; además, la Historia
monachorum cita uno o dos milagros. El texto griego de este último
documento fue editado por Preuschen en su obra Palladius und Rufinus (1897).
Véase Acta
Sanctorum, oct. vol. II; y Schiwietz, Das morgenldndische Monchumt, vol.
I, p. 94.
(4 de octubre).
A principios
del siglo V, el prefecto del “praetorium” de Galia se llamaba Petronio. Nuestro
santo fue probablemente hijo suyo. Unas palabras de una carta de San Euquerio
de Lyon parecen indicar que también San Petronio desempeñó en un momento dado
un importante puesto civil, cargo que abandonó para entrar al servicio de la
Iglesia. Pronto alcanzó gran fama de virtud en Italia. Se dice que en su
juventud hizo un viaje a Palestina, “donde pasó mucho tiempo recogiendo datos
sobre los primeros tiempos de la Iglesia.” Más tarde, aprovechó esos datos en
forma muy práctica. Hacia el año 432 fue elegido obispo de Bolonia. Su primer
cuidado fue reparar las iglesias, que habían sido arruinadas durante las
recientes invasiones de los godos.
Se cuenta que San Petronio “construyó un
monasterio al este de la ciudad, fuera de las murallas, en honor del
protomártir San Esteban. Era un edificio espacioso y alto, con muchas columnas
de pórfido y mármoles preciosos; en los capiteles había una serie de animales y
pájaros tallados. Petronio consagró especial atención a la construcción de
dicha iglesia, sobre todo a la reproducción del sepulcro del Señor, cuyas
medidas señaló él mismo ... El atrio de la iglesia representaba el Gólgota, y
en él se levantaba la cruz de Cristo.” En realidad era un conjunto de siete
iglesias, que reproducían en líneas generales los Santos Lugares de Jerusalén.
San Petronio hizo de la iglesia de San Esteban la catedral de su diócesis. Sus
sucesores siguieron empleándola como catedral hasta el siglo X, cuando los hunos asolaron la Emilia el año 903 y destruyeron las
iglesias construidas por San Petronio. Los edificios fueron reconstruidos
varias veces en la Edad Media. En el siglo XII, la
catedral de San Esteban era un sitio de peregrinación muy popular, ya que
acudían a ella quienes no podían ir al oriente. En 1141, se añadieron otras
construcciones y, con tal motivo, entraron probablemente en circulación muchas
reliquias falsas. Es una coincidencia sospechosa que precisamente entonces se
hayan descubierto las reliquias de San Petronio. En la biografía del santo,
escrita en aquella época, abundan las fábulas y sucesos absurdos y se echan de
menos los datos precisos. La “Nueva Jerusalén” de Bolonia existe aún en
nuestros días, aunque muy modificada y “todavía conserva un aire característico
de extraordinaria antigüedad.”
La biografía de San Petronio
publicada en “Acta Sanctorum”, oct., vol. II,
carece de valor histórico, ya que data del s. XII. Lo mismo hay que decir de la biografía italiana
compuesta ciento cincuenta años después. Mons. Lanzoni estudió muy a fondo la
cuestión, en su monografía “S. Petronio, vescovo di Bologna neüa storia e
nella leggenda (1907). Véase también Delehaye, Analecta Bollandiana, vol.
XXVII (1908), pp. 104-106, quien
comenta la obra que acabamos de citar. En la revista Romagna, vol. VII
(1910), Mons Lanzoni siguió estudiando la cuestión y llegó a la conclusión de
que es muy dudoso que San Petronio haya estado alguna vez en Palestina. Acerca
de la iglesia de San Esteban, cf. G. Jeffery, The Hofy Sepulchre (1919),
pp. 195-211.
(5 de octubre).
Dada la gran fama de santidad que alcanzó San Benito en la época en que vivió
en Subiaco, muchas nobles familias romanas solían confiarle a sus hijos para
que los educasen en el monasterio. Equicio le confió a su hijo Mauro y el
patricio Tértulo a su hijo Plácido, quien era aún muy niño. San Gregorio cuenta
en sus “Diálogos” que, en cierta ocasión, Plácido se cayó en el río cuando
trataba de llenar un cántaro. San Benito, que se hallaba en el monasterio,
llamó inmediatamente a Mauro y le dijo: “Corre y vuela, hermano mío, porque el
niño acaba de caerse en el río.” Mauro echó a correr y anduvo sobre las aguas
la distancia de un tiro de flecha, hasta el sitio en que se hallaba Plácido;
entonces le tomó por los cabellos y le arrastró hasta la orilla, caminando
sobre las aguas. Al pisar tierra, Mauro volvió los ojos hacia el río y sólo
entonces cayó en la cuenta del milagro. San Benito lo atribuyó a la obediencia
de su discípulo, pero éste pensó que se debía a la santidad y virtud de San
Benito. Plácido confirmó los pensamientos de Mauro, diciendo: “Cuando me
sacaste del agua, vi el manto de nuestro padre sobre mi cabeza y pensé que era
él quien tiraba de mí.” La salvación milagrosa de Plácido es como un símbolo de
la preservación de su alma de toda mancha de pecado. Crecía constantemente en
virtud y sabiduría, y su vida era una réplica fiel de la de su maestro y
director, San Benito. Este observaba los progresos de la gracia en el corazón
de su discípulo, le amaba con particular predilección y, probablemente, le
llevó consigo a Monte Cassino. Según se dice, el padre de Plácido fue quien
regaló a San Benito dicha posesión. A esto se reduce todo lo que sabemos acerca
de Plácido, a quien solía venerarse como confesor hasta el siglo XII.
Pero el San Plácido cuya fiesta celebra hoy
la Iglesia de occidente era “un monje y discípulo del bienaventurado abad
Benito, junto con sus hermanos, Eutiquio y Victorino, con su hermana Flavia y
con los monjes Donato, Firmato el diácono, Fausto y otros treinta”, fue
martirizado por los piratas en Messina. Ciertos martirologios antiguos
mencionan en el día de hoy el martirio de los santos Plácido, Eutiquio y sus compañeros, en Sicilia. La
confusión que reina actualmente en los libros litúrgicos entre el benedictino
Plácido y cierto número de mártires que murieron antes y después que él, tiene
por origen la falsificación de un documento en el siglo XII. En efecto, por entonces Pedro el Diácono, monje y archivista de Monte
Cassino, publicó un relato de la vida y martirio de San Plácido. Nadie había
oído hasta entonces hablar de aquel mártir. Pedro el Diácono afirmaba que se
había basado en los datos que le comunicó un monje de Constantinopla llamado
Simeón, quien a su vez había heredado un documento que databa de la época del
martirio de San Plácido, escrito por un compañero del mártir, llamado Gordiano.
Gordiano había conseguido huir de Sicilia a Constantinopla, donde regaló a los
antecesores de Simeón el relato que había escrito sobre el martirio. Esta
fábula, como tantas otras, se impuso poco a poco, y los benedictinos y todo el
occidente acabaron por admitirla. Según la leyenda, San Plácido había ido a
Sicilia a fundar en Messina el monasterio de San Juan Bautista. Algunos años
más tarde, unos piratas sarracenos que venían de España, desembarcaron en la
isla. Como Plácido, sus hermanos, su hermana y sus monjes se negasen a adorar a
los dioses del rey Abdula, fueron decapitados. Inútil decir que en el siglo VI no había moros en España y que los sarracenos de Siria y África no
hicieron incursiones en Sicilia antes de mediar el siglo VII
La leyenda se enriqueció poco a poco con
nuevas pruebas, entre las que se contaba nada menos que un acta de la donación
que Tértulo había hecho a San Benito de ciertas tierras en Italia y Sicilia.
Sin embargo, la devoción a San Plácido no se popularizó verdaderamente sino
hasta 1588. En ese año, se reconstruyó la iglesia de San Juan, en Messina y
durante el curso de los trabajos se descubrieron varios esqueletos.
Naturalmente, el pueblo los tomó por las reliquias de San Plácido y sus
compañeros, y Sixto V aprobó el culto de los mártires,
con fiesta de rito doble. Los nombres de San Plácido y sus compañeros quedaron
desde entonces incluidos en el Martirologio Romano. Los bolandistas se
preguntan con razón si Sixto V obró con la debida prudencia.
Los benedictinos celebran la fiesta de San Plácido y sus compañeros, con rito
doble de segunda clase. En 1915, cuando se llevó a cabo la revisión del
martirologio benedictino, los editores propusieron que se suprimiese la fiesta
de San Plácido; pero la Sagrada Congregación de Ritos determinó que no se
hiciese innovación alguna en ese punto hasta que el Breviario Romano, cuya
tercera lección resume la leyenda de Pedro el Diácono, se pusiese al día en
materia histórico-litúrgica. Así pues, los benedictinos conservaron el nombre
del santo y el rito de su fiesta, pero reemplazaron el oficio propio por el
común de varios mártires, y la colecta no menciona a San Plácido ni a sus
compañeros.
U. Berliére, en Revue
Bénédictine, vol. XXXIII (1921), pp. 19-45, estudió a fondo la cuestión de
la falsificación de Pedro el Diácono, tanto desde el punto de vista histórico, como
desde el punto de vista litúrgico. Pero ya antes E. Gaspar había probado
perfectamente el carácter espurio de la narración de Gordiano en su obra Petrus
Diaconus una die Monte Cassineser FSlschungen (1909), particularmente en
las pp. 47-72. El texto de Gordiano puede verse en Acta Sanctorum, oct.
vol. III. Cf. igualmente CMH., y el resumen Me Cann en Saint Benedict (1938),
pp. 282-291. Los nombres de los compañeros de San Placido están tomados del Hieronymianum
(5 de octubre), por más que dicho martirologio afirma expresamente que
Firmato y Flaviana o Flavia, sufrieron el martirio en Auxerre de Francia.
(5 de octubre).
San Hesiquio, obispo de Vienne, tenía dos hijos. El más
joven de ellos fue el
famoso San Avilo de Vienne, el otro fue San Apolinar de Valence. Apolinar nació
hacia el año 453 y se educó bajo la dirección de San Mamerto. Fue consagrado
obispo por su hermano, antes de cumplir cuarenta años. Como el predecesor de
Apolinar en la sede de Valence llevó una vida muy desordenada y la sede había
estado vacante varios años, la herejía y la corrupción de costumbres habían
invadido la diócesis. Poco después del año 517, un sínodo condenó a un noble de
la corte de Segismundo de Borgoña por haber contraído un matrimonio incestuoso.
El culpable se negó a aceptar la decisión del sínodo. Segismundo le apoyó, y
desterró a los obispos que habían participado en el sínodo. San Apolinar pasó
más de un año en el destierro. Según se dice, Segismundo le restituyó a su sede
cuando cayó víctima de una grave enfermedad. La esposa de Segismundo interpretó
dicha enfermedad como un castigo divino por haber perseguido a los obispos y
mandó llamar a San Apolinar a la corte; pero el santo se negó. Entonces, la
esposa de Segismundo le mandó pedir que orase por su marido y que le prestase
su manto. El rey sanó en cuanto le pusieron encima el manto. Inmediatamente
envió un salvoconducto a San Apolinar y le pidió perdón.
Se conservan todavía algunas cartas de San
Apolinar y San Avito, que dejan ver el cariño que se profesaban ambos hermanos
y abundan en rasgos de buen humor. En una de las cartas, San Apolinar se
reprocha haber olvidado celebrar el aniversario de la muerte de su hermana
Fuscina, cuyas alabanzas había cantado San Avito en un poema. En otra carta San
Avito acepta la invitación a asistir a la dedicación de una iglesia, pero
sugiere que se eviten los festejos demasiado mundanos. Habiendo recibido aviso
de que moriría pronto, San Apolinar fue a Arles a visitar a su amigo San
Cesario y a orar ante la tumba de San Genesio. Durante el viaje de ida y de
vuelta a lo largo del Ródano, disipó varias tempestades y exorcizó a varios
posesos. El Martirologio Romano hace mención de esos milagros, pero los
historiadores han puesto en duda la realidad del viaje de San Apolinar a Arles.
El santo murió en Valence hacia el año 520. Es el principal patrono de la
ciudad; en Francia se le llama familiarmente “Aplonay.”
Aunque los bolandistas
atribuyen a un contemporáneo del santo la biografía que publicaron en Acta
Sanctorum, oct., vol. ni, tal atribución es poco probable. Véase B. Krusch,
en Mélanges Julien Havet (1895), pp. 39-56, y en MGH., Scriptores
merov., vol. III,
pp.
194-203, donde hay una edición crítica del texto de la biografía. Cf. Duchesne,
Pastes Episcopaux, vol. I, pp. 154, 217-218, 223.
(5 de octubre).
Una de las víctimas de Teodorico el Godo, en Italia, fue el
noble patricio romano Quinto Aurelio Símaco, que había sido cónsul en 485 y fue
injustamente ejecutado en 525. Sus tres hijas se llamaban Rusticiana (la esposa
de Boecio), Proba y Galla. El nombre de esta última figura en el Martirologio
Romano el día de hoy. En los “Diálogos” de San Gregorio hay un corto relato de
su vida y su muerte. Galla quedó viuda un año después de haber contraído
matrimonio. Aunque era joven y rica, determinó consagrarse a Cristo en vez de casarse de nuevo. A este propósito, San
Gregorio escribe que el matrimonio “empieza siempre con alegría y acaba
tristemente”; pero tal generalización es injusta. A pesar de que los médicos
dijeron a Galla que si no se casaba iba a crecerle la barba, la joven
permaneció firme en su propósito e ingresó en una comunidad de vírgenes
consagradas a Dios, cerca de la basílica de San Pedro. Ahí vivió muchos años,
entregada a la oración y al cuidado de los pobres y necesitados.
Siendo ya de cierta edad, se vio afligida por
un cáncer en e] pecho. Una noche en que los dolores no la dejaban dormir, se le
apareció San Pedro entre dos cirios (porque la santa odiaba tanto la oscuridad
material como la espiritual). Galla exclamó: “¿Vos venís a visitarme? ¿Mis
pecados están perdonados?” San Pedro inclinó la cabeza diciendo: “Sí, están
perdonados.” Y añadió: “Ven y sigúeme.” Pero Galla, que tenía una amiga muy
querida llamada Benita, rogó a San Pedro que la llevase también consigo. San
Pedro le replicó que ella y otra de las religiosas morirían tres días más tarde
y que Benita sería llamada un mes después. San Gregorio relató los hechos
cincuenta años después y afirma que “las religiosas del monasterio, que oyeron
a sus predecesoras narrar los acontecimientos, podían contarlos hasta el último
detalle, como si hubiesen presenciado el milagro.” Se supone que la carta de
San Fulgencio, obispo de Ruspe, “Sobre el estado de viudez”, estaba dirigida a
Santa Galla. Las reliquias de la santa se conservan, según se dice, en la
iglesia de Santa María in Pórtico.
Prácticamente todo lo que
sabemos acerca de Santa Galla se reduce a lo que dice el artículo de Acta Sanctorum,
oct. vol. ni. Probablemente la iglesia de San Salvatore de Gallia en Roma
estaba dedicada a nuestra santa. Cerca del Vaticano se hallaba el hospicio
francés de San Salvatore in Ossibus; dicho hospicio se mudó más tarde a las
cercanías de San Salvatore de Galla, y ello explica que el nombre de Galla haya
sido substituido por el de Gallia. Véase P. Sepezi, en Bullettino della Com.
archeolog. di Roma, 1905, pp. 62-103 y 233-263.
(6 de octubre).
Cuando esta doncella
compareció ante los procuradores Daciano y Ageno por ser cristiana, hizo
primero la señal de la cruz y pidió la ayuda celestial, después se volvió hacia
Daciano, quien le preguntó: “¿Cómo te llamas?” Ella respondió: “Me llamo Fe y
espero estar a la altura de mi nombre.” Daciano le preguntó: “¿Cuál es tu
religión?” Fe replicó: “Desde niña he servido a Cristo y a El me he consagrado.”
Daciano, que se sentía inclinado al perdón, le dijo: “Hija mía, piensa en tu
juventud y tu belleza. Renuncia a tu religión y ofrece sacrificios a Diana. Es
una diosa de tu sexo y te concederá toda clase de bienes.” Pero la santa
respondió: “Todos los dioses de los gentiles son malos. ¿Cómo, pues, me pides
que les ofrezca sacrificios?” Daciano exclamó: “Si no ofreces sacrificios,
morirás en el tormento.” La joven replicó: “Estoy pronta a sufrir todos los
tormentos por Cristo. Ardo en deseos de morir por El.” Daciano ordenó a los
verdugos que trajesen una parrilla y tendiesen a Fe sobre ella. Los verdugos
vertieron aceite en el fuego para avivar las llamas y hacer más violenta la
tortura. Algunos espectadores, horrorizados gritaron: “¿Cómo te atreves a
atormentar a una doncella cuyo único crimen es adorar a Dios?” Daciano mandó
arrestar al punto a algunos de los que habían lanzado ese grito. Como éstos se
negasen a ofrecer sacrificios, fueron decapitados junto con Santa Fe.
La leyenda que acabamos de reproducir no es
fidedigna, ya que se confunde en algunos puntos con la de San Caprasio (20 de
octubre). Pero el culto de Santa Fe era muy popular en la Edad Media en Europa.
La capilla del costado oriental de la cripta de la catedral de San Pablo, en
Londres, lleva todavía el nombre de la santa. Antes del Gran Incendio, existía
en Faringdon Ward Within una parroquia consagrada a Santa Fe, que fue derribada
en 1240 para ensanchar el coro de la catedral.
La leyenda de la vida y
milagros de Santa Fe era extraordinariamente popular en la Edad Media. En BHL
hay una lista de treinta y ocho diferentes textos latinos (nn. 2928-2965); de ellos
se derivó una serie de obras en diversos idiomas, particularmente interesantes
desde el punto de vista filológico. Véase, por ejemplo, Hoepfener y Alfaric, La
chanson de Ste Foy (2 vols., 1926), y la reseña que hay sobre esa obra en Analecta
Bollandiana, vol. XIV (1927), pp.
421-425. En Acta Sanctorum, oct., vol. III, hay un texto muy antiguo y
relativamente sobrio del martirio de la santa, en el que no se menciona
nominalmente a San Caprasio, Cf. Bouillet-Serviéres, Ste Foy (1900); y
Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 144-146. El heeho de que el Hieronymianum
mencione a Santa Fe permite suponer que la santa fue realmente martirizada
en Agen, pero es imposible precisar cuándo.
(6 de octubre).
Entre
los cortesanos de
la emperatriz Irene, quien fue gran defensora del culto de las imágenes de
Nuestro Señor y de los santos, se contaba un joven patricio llamado Nicetas.
Era miembro de una familia da Paflagonia, emparentada con la emperatriz y se
dice que ella le envió al segundo Concilio ecuménico de Nicea, como uno de sus
dos representantes oficiales; pero las actas del Concilio no mencionan al
santo. A pesar de que una revolución de los cortesanos elevó al trono a
Nicéforo, Nicetas no perdió el cargo de prefecto de Sicilia (su fiesta se
celebra en Messina), aunque tal vez hubo de volver las espaldas a su
protectora. El año de 811, Nicéforo pereció asesinado, y Nicetas ingresó
entonces en el monasterio de Krysonike, en Constantinopla, donde permaneció hasta
que el emperador León V empezó a combatir el culto de
las imágenes. Entonces, Nicetas y algunos monjes se retiraron a una casa de
campo, llevando consigo una imagen particularmente preciosa del Señor. Cuando
el emperador se enteró de ello, envió a un pelotón de soldados, quienes se
apoderaron por la fuerza de la imagen y prohibieron a Nicetas salir de la casa.
Nicetas desapareció entonces de la historia durante doce años. Volvernos a
encontrarlo en el momento en que el emperador Teófilo le mandó llamar para que
reconociese al patriarca iconoclasta Antonio. San Nicetas se negó a ello y fue
expulsado del monasterio junto con otros tres monjes. Como se castigaba
severamente a quienes ofrecían refugio a los defensores de las imágenes,
Nicetas y sus compañeros tuvieron gran dificultad en encontrar albergue.
Finalmente, el santo pudo refugiarse en una finca de Katisia, en Paflagonia,
donde pasó el resto de su vida.
En Acta Sanctorum oct.,
vol. ni, hay un artículo sobre San Nicetas, que se basa sobre todo en los Menaia
griegos. Cf. Constantinople Synaxray, ed. Delehaye, ce. 115, 137.
(7 de octubre).
San
Venancio Fortunato,
obispo de Poitiers a principios del siglo VII, considera
a Santa Justina como una de las vírgenes más ilustres cuya santidad y triunfo
han sido consagrados por la Iglesia y afirma que su nombre hace tan famosa a
Padua como el de Santa Eufemia a Calcedonia y el de Santa Eulalia a Mérida. El
mismo autor, en el poema que dedicó a la vida de San Martín, exhorta a los
peregrinos que van a Padua a besar el sepulcro de la bienaventurada Justina. A
principios del siglo VI, se construyó en Padua una
iglesia en honor de la santa y se pretende que sus reliquias fueron
descubiertas ahí en 1117. Por la misma época vio la luz una falsificación de
las actas del martirio de la santa. Según ese documento, Justina fue bautizada
por San Prosdósimo, “un discípulo del bienaventurado Pedro”, el cual comunicó
al autor los datos que poseía sobre la santa. Prosdósimo, según el relato al
que nos referimos, fue el primer obispo de Padua y sufrió el martirio durante
la persecución de Nerón. Santa Justina fue decapitada por haber permanecido
fiel a la fe. El relato añade muchos detalles de cuya verdad no existe prueba
alguna.
La “reforma” benedictina de Santa Justina,
que data del siglo XV y es conocida actualmente en
Italia con el nombre de congregación de Monte Cassino, tomó su nombre del de la
abadía de Padua en la que fue fundada.
Ver Acta Sanctorum, oct.
vol. III. En Analecta Bollandiana vol. X, 1891, pp. 467-470, hay un
texto aún más antiguo sobre el martirio de Santa Justina ibid., vol XI, 1892,
pp. 354-358, se encontrará un relato del presunto descubrimiento de las
reliquias en 1117. Cf. Allard, Historie des persécutions, vol. IV, pp.
430 ss., y Trifone, Rivista Storica Benedictina, 1910 y 1911. Por lo que
se refiere a Prosdósimo, las primeras huellas de su culto datan del año 860, y
puede verse una biografía espuria del siglo XII en Acta Sanctorum (nov., vol. III), con un
comentario que pone las cosas en su punto. Véase también Lanzoni, Le diócesi
d”Italia, vol. II, pp. 911-915; y Leclercq, en DAC., vol. XIII, cc.
238-239.
(7 de octubre).
San
Marcos era romano
de origen y sirvió a Dios en el clero de dicha Iglesia. Fue el primer Papa
elegido después de que Constantino dio carta de ciudadanía a la Iglesia. El
santo no se dejó llevar por la bonanza de las nuevas circunstancias, sino que
redobló su celo en aquella era de paz, sabedor de que el demonio jamás concede
una tregua a los cristianos. San Marcos, que había trabajado ardientemente por
la Iglesia durante el pontificado de San Silvestre, fue elevado a la sede
apostólica el 18 de enero de 336. Sólo ciñó la tiara pontificia durante ocho meses
y veinte días, ya que murió el 7 de octubre del mismo año. Probablemente fue él
quien fundó la iglesia de su nombre, pero además, construyó otra en el
cementerio de Balbina. No es imposible que la costumbre de que el obispo de
Ostia consagre al obispo de Roma date de su época. Algunos autores atribuyen a
San Dámaso un poema sobre San Marcos; el fragmento que se conserva, alaba el
desinterés y el espíritu de oración de nuestro santo.
Lo poco que sabemos sobre
San Marcos, se halla resumido en Acta Sanctorum, oct., vol. III. Véase
también Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I, pp. 202-204.
(8 de octubre).
Se dice que estos mártires eran oficiales del ejército romano en la frontera
de oiría. Sergio era el comandante de la escuela de reclutas y Baco era su
subalterno. Ambos gozaban del favor del emperador Maximiano, hasta que un día
cayó en la cuenta de que, cuando iba al templo de Júpiter a ofrecer
sacrificios, ambos oficiales se quedaban en la puerta. Inmediatamente los mandó
llamar para que tomasen parte en la ceremonia. Como se negasen a ello, ordenó
que se les despojase de sus armas y sus insignias militares, que se los
vistiese como mujeres y se los llevase así por toda la ciudad. Después, los
desterró a Rosafa, en la Mesopotamia, donde el gobernador los mandó azotar tan
cruelmente, que Baco murió en el tormento. Su cuerpo fue arrojado a la calle,
donde los cuervos lo defendieron de la voracidad de los perros (lo mismo se
cuenta de otros santos). San Sergio tuvo que caminar un largo trecho con
cuchillas en los pies, hasta el sitio en que fue decapitado. Los martirologios
y los escritores antiguos dan testimonio del martirio de estos dos santos, pero
los detalles de su muerte no son fidedignos.
El año 431, Alejandro, metropolitano de
Hierápolis, mandó restaurar y embellecer la iglesia que se levantaba sobre el
sepulcro de San Sergio. En el siglo VI,
los muros de dicha
iglesia estaban cubiertos de plata. Alejandro gastó mucho dinero en la
reconstrucción de la iglesia, de suerte que se molestó cuando, tres años
después, Rosafa fue transformada en diócesis e independizada de su
jurisdicción. En recuerdo del mártir, la ciudad tomó el nombre de Sergiópolis;
Justiniano la fortificó y honró particularmente la memoria de los dos mártires.
La iglesia de Rosafa era una de las más famosas del oriente. Sergio y Baco,
junto con los dos Teodoros, Demetrio, Procopio y Jorge, eran los protectores
del ejército de Bizancio.
Según Le Bas y Waddington,
en Voyage archéologique, vol. III, n. 2124, una iglesia de Siria
oriental, dedicada a San Sergio y San Baco el año 354, es el santuario más
antiguo de estos mártires. Sus actas se conservan en griego y en sirio.
Véase Analecta Bollandiana, vol. XIV (1895), pp. 373-395. Se encontrará
una lista de las diversas recensiones en BHL, BHG, y BHO. Delehaye, Origines
da cuite des martyrs (1933), pp. 210-212, hace notar que no sólo las
múltiples iglesias consagradas a San Sergio y San Baco dan testimonio de la
extraordinaria popularidad de su culto en el oriente, sino también la
frecuencia con que el nombre de Sergio se encuentra en aquellas regiones. (Sin
embargo, la popularidad del nombre en Rusia se debe, sobre todo, a San Sergio
de Radonezh). Acerca de Rosafa, cf. Spanner y Guyer, Rusafa (1926);
Herzfeld, Archaeologische Reise (1911-1922), y Peeters, en Analecta
Bollandiana XLV (1927), pp.
162-165.
(8 de octubre).
Pelagia, conocida también con el nombre de Margarita,
a causa de las magníficas perlas por las que se había vendido con frecuencia,
era una actriz de Antioquía, célebre por su hermosura, su riqueza y su vida
borrascosa. Cuando el patriarca de Antioquía reunió a un sínodo, los obispos se
hallaban sentados ante el pórtico de la basílica de San Julián Mártir, donde
predicaba el venerable obispo de Edesa, San Nono. En aquel momento pasó por ahí
Pelagia, cabal gando en un jumento blanco, rodeada de admiradores, con los
brazos y los hombros desnudos, como cualquier vulgar cortesana, y lanzando a
todos miradas provocativas. San Nono interrumpió su discurso y, en tanto que
los otros obispos bajaban los ojos, se quedó mirando a Pelagia hasta que ésta
desapareció. En seguida preguntó el santo a los obispos: “¿No os parece muy
bella esa mujer?” Los obispos, sin saber qué contestar, se quedaron callados.
El santo continuó: “A mí me pareció muy bella, y creo que es una lección de
Dios para nosotros. Esa mujer hace lo imposible por mantener su hermosura y
perfeccionarse en la danza, y nosotros no hacemos ni siquiera la mitad de lo
que ella por nuestras diócesis y por nuestras almas.”
Esa misma noche, San Nono tuvo un sueño en el
que se vio celebrando la liturgia, en tanto que un pajarraco sucio y agresivo
trataba de impedírselo. Cuando el diácono despidió a los catecúmenos, el
pajarraco partió con ellos, pero a poco volvió y San Nono consiguió entonces
apoderarse de él y arrojarlo en la fuente del atrio. El ave salió del agua
blanca como la nieve y desapareció entre las nubes. Al día siguiente, que era
domingo, todos los obispos que asistieron a la misa celebrada por el patriarca,
pidieron a éste que predicase. Pelagia, que no era ni siquiera catecúmena, se
había sentido movida a ir a la iglesia, y las palabras del santo penetraron
hasta el fondo de su corazón. Poco después, Pelagia escribió una carta a San
Nono, rogándole que le permitiese hablar con él. El santo aceptó, a condición
de que los otros obispos asistiesen a la entrevista. En cuanto Pelagia llegó a
donde estaba San Nono, se arrojó a sus pies, le pidió el bautismo y le rogó que
se interpusiese entre ella y sus pecados para que el mal espíritu no se
posesionase nuevamente de su alma. A instancias de Pelagia, el patriarca de
Antioquía nombró madrina a Romana, la más anciana de las diaconisas y San Nono
bautizó a la pecadora, la confirmó y le dio la primera comunión. Ocho días
después de su bautismo, Pelagia, que había renunciado ya a todos sus bienes en
favor de los pobres, se despojó de la túnica blanca de los bautizados, se
vistió de hombre y desapareció de la ciudad. En Jerusalén, a donde se transladó
secretamente, se retiró a vivir en la soledad de una cueva en el Monte de los
Olivos. Las gentes empezaron pronto a llamarla “Pelagio, el monje imberbe.”
Tres o cuatro años más tarde, fue a visitarla Jacobo, el diácono de San Nono.
La antigua pecadora murió durante la estancia de Jacobo en Jerusalén. Cuando
los que fueron a sepultar el cadáver descubrieron el sexo de Pelagia,
exclamaron al unísono: “Gloria a ti, Señor Jesucristo, porque tienes en la
tierra muchos tesoros escondidos.”
El autor del relato original trató de hacerse
pasar por el diácono Jacobo. En realidad se trata de una simple novela
religiosa. El P. Delehaye distingue dos elementos en la narración. El primero y
más importante procede de la sexagésima séptima homilía de San Juan Crisóstomo
sobre el primer Evangelio. En ella habla el santo de una actriz antioquena,
famosa en Cilicia y Capadocia, que se convirtió repentinamente y vivió muchos
años en la más rigurosa soledad. San Juan Crisóstomo no
menciona su nombre y no hay ningún motivo para suponer que haya sido alguna vez
objeto de la veneración popular. Es evidente que “Jacobo” se inspiró en ese
hecho para componer su novela, pero es imposible determinar si Jacobo fue el
inventor de las circunstancias secundarias que constituyen el segundo elemento.
Se ha confundido a Pelagia la penitente con la verdadera Santa Pelagia, una
virgen y mártir cuya fiesta se celebraba en Antioquía el 8 de octubre en el
siglo IV (el 9 de junio, en el Martirologio Romano).
Tanto San Juan Crisóstomo como San Ambrosio mencionan a esta santa.
El P. Delehaye, después de discutir
detalladamente el relato, añade: “El único elemento religioso que se puede
deducir de esta narración es que la leyenda destruyó quizá la verdad de un
culto tradicional.” Dicho autor considera la novela popular del arrepentimiento
de Pelagia como el punto de origen de una serie de leyendas de santos
imaginarios, de los que Santa Marina es el prototipo (12 de febrero). La
leyenda de Pelagia de Antioquía, “perdió gradualmente todo vestigio de
fundamento histórico, ya que llegó a suprimirse hasta el hecho de la conversión
y el resto, puramente legendario, se adaptó a diversos nombres, como los de las
santas María y Marina, Apolinaria, Eufro-sine y Teodora, que son simples
réplicas literarias de la Pelagia del pretendido Jacobo. En otros casos, como
en el de Santa Eugenia, el tema de la mujer que oculta su sexo se combinó con
ciertas narraciones que tenían por héroe a un personaje histórico” (“Leyendas
de los Santos”, p. 203).
Como lo hace notar Delehaye
en la obra que acabamos de citar (3a. edic. francesa, 1927, p. 190), la Pelagia
histórica mencionada en este día por el Breviarium sirio (siglo V) no era una penitente, sino
una inocente doncella de quince años. La historia de esta virgen, a la que
hacen alusión San Ambrosio (PL., vol. XVI, cc. 229 y 1093) y San Juan Crisótomo
(PG., vol. I, cc 579-585), puede verse en nuestro artículo del 9 de junio. Es
curioso que Alban Butler (8 de octubre) haya pasado en silencio a la verdadera
Pelagia y haya aceptado en cambio la extravagante leyenda de la penitente. El
texto de las actas imaginarias se encontrará en Acta Sanctorum, oct.,
vol. IV, y en H. Usener, Legenden der hl. Pelagia (1897). Delehaye discute
en la obra que hemos citado arriba la hipótesis de Usener, quien pretende
explicar el culto a Santa Pelagia como una revivificación del de Afrodita. Hay
una traducción inglesa del relato de “Jacobo” en la obra de H. Waddel, Desert
Fathers (1936), pp. 285-302.
(8 de octubre).
Según
se dice, Santa
Reparata, cuyo nombre menciona hoy el Martirologio Romano, fue una virgen
martirizada en Palestina durante la persecución de Decio. Las “actas”, que son
espurias, afirman que la joven tenía doce años y era de carácter muy vivaz.
Acusada de ser cristiana, compareció ante el prefecto de la ciudad, el cual,
movido por su belleza, trató de ganársela con palabras amables. Pero Reparata
se defendió valientemente y fue sometida a diversos tormentos. Como nada
lograse vencer su constancia, el prefecto mandó que la arrojasen en un horno
ardiente; pero, como en el caso de los tres santos niños de Judá, las llamas no
hicieron ningún daño a Reparata, quien cantó en medio de ellas las alabanzas al
Creador. Entonces, el prefecto intentó nuevamente persuadirla de que adorase a
los ídolos, pero Reparata rebatió todos sus argumentos, desde el interior del
horno. Enfurecido, el prefecto gritó a los guardias: “Cortad la cabeza a esa
insoportable charlatana para que no vuelva yo a verla.” Reparata cantó las
alabanzas al Creador cuando marchaba al sitio de la ejecución. Los guardias
vieron volar su alma al cielo cuando el verdugo le cortó la cabeza. Las
pretendidas reliquias de Reparata fueron trasladadas a Italia, donde se venera
mucho a la santa en varias diócesis.
En Acta Sanctorum,
oct., vol. IV, hay un texto de estas actas
legendarias; pero existen varias otras recensiones. Según parece, se ha
confundido algunas veces a Santa Reparata con Santa Pelagia y Santa Margarita.
(8 de octubre).
Demetrio,
que era
probablemente diácono, sufrió el martirio en Sirmium (la actual Mitrovic, en
Yugoeslavia) en fecha desconocida. Leoncio, prefecto de Iliria, construyó en el
siglo V dos iglesias en honor de San Demetrio: una en
Sirmium y la otra en Tesalónica. Alrededor del año 418, las reliquias de San
Demetrio fueron depositadas en la iglesia de Tesalónica, que se convirtió desde
entonces en el gran centro del culto al santo. Demetrio fue nombrado patrono y
protector de la región. Los peregrinos acudían en grandes multitudes al
santuario, pues de las reliquias fluía un aceite de propiedades maravillosas;
por ello se dieron al santo los nombres de “Myrobletes” y “Megalomar-tyr” (“el
gran mártir”). La iglesia de Tesalónica fue incendiada en 1917.
Según una leyenda salonicense, San Demetrio,
que era originario de dicha ciudad, fue arrestado por predicar el Evangelio.
Sin que precediese juicio alguno, fue asesinado en los baños públicos, donde se
le había encarcelado. El relato más antiguo, que no es anterior al siglo VI, afirma que fue el propio emperador Maximiano quien, en un arrebato de
cólera provocado por el hecho de que su gladiador favorito había sido vencido
por el inexperto Néstor, dio la orden de asesinar al mártir. Otros relatos
posteriores hacen del diácono de Sirmium (si es que fue diácono) un procónsul
(tal es la opinión que refleja el Martirologio Romano) y un santo guerrero,
cuya fama como tal sólo cede a la de San Jorge. Los cruzados, que consideraban
como patronos a los dos santos, pretendían haberlos visto luchar a su lado en
la batalla de Antioquía de 1098, junto con San Mercurio. El San Demetrio de la
leyenda popular es una figura puramente imaginaria. Como sucedió en los casos
de San Procopio, San Menas, San Mercurio y otros, la imaginación popular
transformó gradualmente a un mártir genuino, de cuya vida se sabía muy poco, en
un guerrero de Cristo y en un mártir militar, e hizo de él el patrono y modelo
de los soldados y de los caballeros. La fiesta de San Demetrio se celebra con
gran solemnidad en todo el oriente, el 26 de octubre, y su nombre figura en la
preparación de la liturgia eucarística bizantina.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. IV, hay un
excelente artículo sobre San Demetrio, en el que pueden verse los textos
griegos de las dos principales recensiones de las actas. El P. Delehaye (Legendas grecques des saints militaires,
1909, pp. 103-109 y 259-263) hizo una revisión crítica de la
recensión más antigua. Dicho autor hace notar que el nombre de San Demetrio
figura en el Breviarium sirio y que se le relaciona con Sirmium en una
época anterior a la construcción de la gran basílica de Salónica. El culto de
San Demetrio se popularizó en Ravena antes que en el resto de Italia, debido
sin duda a la influencia de Bizancio; la más antigua capilla de Ravena estaba
dedicada al santo. El nombre de Demetrio (Dimitry) es muy popular entre los
eslavos.
(9 de octubre).
Cuando San
Pablo, que venía de Berea, estaba esperando en Atenas a Silas y a Timoteo, “su
espíritu se conmovió al ver la ciudad completamente entregada a la idolatría.”
Ello le movió a ir al mercado y a la sinagoga para exhortar al pueblo. Algunos
filósofos epicúreos y estoicos que le oyeron predicar, se le acercaron y le
preguntaron: “¿Puedes explicarnos un poco la doctrina que predicas?” Pablo se
dirigió entonces con ellos al Areópago o Colina de Marte, donde solía reunirse
el concejo de la ciudad. Según dice San Lucas, “todos los atenienses y
extranjeros que se hallaban ahí se dedicaban únicamente a contar o escuchar
novedades.” No es imposible que San Pablo haya acudido al Areópago a petición
del concejo. En todo caso, ahí fue donde pronunció su famoso discurso sobre el
Dios desconocido. Entre los que se convirtieron entonces había una mujer
llamada Damaris y un hombre llamado Dionisio, apodado el “Areopagita” (Hechos,
xvn, 13-34), porque era miembro del concejo, o Areópago.
A esto se reduce todo lo que sabemos con certeza sobre San Dionisio. Eusebio dice que San Dionisio de Corinto fue el primer obispo de Atenas. San Sofronio de Jerusalén y otros autores, afirman que fue mártir. Por otra parte, el Menologio de Basilio añade que fue quemado vivo en Atenas durante la persecución de Domiciano. Todos los calendarios antiguos ponen su fiesta el 3 de octubre. Los sirios y los bizantinos lo celebran todavía en esa fecha. No existe documento alguno, anterior al siglo VII, donde se afirme que San Dionisio haya salido de Grecia; pero los documentos posteriores le mencionan en relación con las ciudades de Cotrone, Calabria y París. La identificación de San Dionisio Areopagita con San Dionisio (Denis) de Francia (de la que hablaremos más abajo) ha dejado huellas en el Martirologio Romano y en la liturgia del día.* La sexta lección de maitines termina con estas palabras: “Escribió obras admirables y celestiales sobre los Nombres Divinos, sobre las jerarquías eclesiásticas y celestes, así como diversos tratados de teología mística y otras materias.” Como se sabe, en la Edad Media se cometió también el error de atribuir a San Dionisio Areopagita cuatro tratados y diez cartas, que del siglo X al XV se contaron entre los escritos teológicos y místicos más apreciados y admirados, así en el oriente como en el occidente, y ejercieron una influencia enorme sobre la escolástica. La convicción creciente de que no habían sido escritos por el discípulo de San Pablo, sino por un autor muy posterior que los había atribuido falsamente al Areopagita, los hizo pasar a segundo término durante largo tiempo. Pero en la época moderna, debido al valor intrínseco de dichos escritos, por más que sean de fecha desconocida, se ha comenzado a darles nuevamente la importancia que merecen.
*Alban Butler no se atrevió a admitir abiertamente esta identificación. En una nota escribe: “Hilduino..., basándose en documentos falsos y legendarios, afirma que San Dionisio, el primer obispo de París, se identifica con el “Areopagita.” En algunos otros escritos se encuentran también huellas del mismo error.” La identidad de los dos personajes no se ponía en duda en el occidente entre los siglos IX y XV.
El largo artículo de Acta
Sanctorum, que ocupa más de 160 páginas in folio, está consagrado principalmente
a probar que el Dionisio convertido por San Pablo no fue el autor del libro de
los Nombres Divinos y de los otros tratados que se le atribuyen. Sin embargo,
está fuera de duda que el pseudo-Dionisio tenía la intención de que se le
confundiese con el Dionisio de los Hechos de los Apóstoles. En la primera
mención que se conserva de dichos escritos, que data del sínodo de
Constantinopla del año 533, se dice que son obra de “Dionisio el Areopagita”;
pero ya entonces Hipacio alegó que eran falsificaciones. Existe una literatura
inmensa sobre las obras del pseudo-Dionisio; pero no se ha llegado nunca a
identificar al autor y no tenemos por qué extendernos aquí sobre ese punto.” El
autor afirma que, hallándose en Heliópolis, presenció el eclipse de sol ocurrido
durante la crucifixión del Señor y dice que asistió a la muerte de la Virgen
María; pero ambas afirmaciones son falsas. Cf. el artículo del P. Peeters en Analecta
Bollandiana, vol. XXIX (1910), pp. 302-322; el autor llega a conclusiones
muy desfavorables acerca de la honradez literaria de Hilduino, abad de
Saint-Denis, quien tradujo por primera vez al latín las obras del
pseudo-Dionisio, aunque no fue el primero en identificarle con San Dionisio de
París. Véase G. Théry, Eludes dionjsiennes (2 vols., 1932-1937); y R. J.
Loenertz, en Analecta Bollandiana, vol. LXIX (1951), pp. 218-237.
(9 de octubre).
Se dice que San
Demetrio fue el undécimo sucesor de San Marcos. En todo caso, es el primer
obispo de Alejandría del que tenemos noticias ciertas, particularmente por lo
que se refiere a sus relaciones con Orígenes. Cuando Clemente renunció a la
dirección de la escuela catequética de Alejandría, San Demetrio nombró a
Orígenes para que le sucediese en ese puesto. San Demetrio y Orígenes eran
íntimos amigos, y el santo obispo le defendió contra los que le atacaban por
haberse mutilado voluntariamente. Más tarde, Orígenes fue a Cesárea de
Palestina y aceptó una invitación para predicar ante una asamblea de obispos.
San Demetrio se opuso a ello, porque Orígenes no era todavía clérigo y le mandó
volver a Alejandría. Quince años más tarde, Orígenes se trasladó a Atenas, y al
pasar por Cesárea, recibió la ordenación sacerdotal sin la autorización de su
obispo. Entonces San Demetrio reunió un sínodo que le condenó por varios
capítulos y le prohibió predicar.
Según se dice, San Demetrio instituyó las
tres sedes sufragáneas de Alejandría. Basándose en el testimonio de San
Jerónimo, muchos autores afirman que el santo envió a San Panteno en su misión
a Etiopía y al Yemen, pero probablemente San Panteno fue allá antes de que San
Demetrio fuese obispo. Nuestro santo gobernó la diócesis de Alejandría durante
cuarenta y dos años y murió a los 105 de edad, el año 231. El pueblo le amaba y
le temía a la vez, porque poseía el don de leer los pensamientos secretos y de
adivinar los pecados.
Apenas se puede añadir algo
a los datos que hay en Acta Sanctorum, oct., vol. IV. Véanse los artículos sobre
Demetrio y Orígenes en DCB, y el artículo sobre las cartas de Demetrio en DAC.,
vol. VIII, cc. 2752-2753. Cf. Chapman, en Calholic Encyclopedia, vol. IV.
(9 de octubre).
San
Gregorio de Tours,
que escribió en el siglo VI, cuenta que San Dionisio de París
nació en Italia. El año 250 fue enviado con otros obispos misioneros las
Calías, donde sufrió el martirio. El Hieronymianum menciona a San
Dionisio el 9 de octubre, junto con los Santos Rústico y Eleuterio. Ciertos
autores posteriores afirman que Rústico y Eleuterio eran respectivamente el
sacerdote v el diácono de San Dionisio, que se establecieron con él en Lutetia
Parisiorum e introdujeron el Evangelio en la isla del Sena. Debido a las
numerosas conversiones que obraban con su predicación, fueron arrestados; al
cabo de largo tiempo de prisión, los tres murieron decapitados. Los cuerpos de
los mártires fueron arrojados al Sena, pero los cristianos consiguieron
rescatarlos y les dieron honrosa sepultura. Más tarde, se construyó sobre su
sepulcro una capilla, junto a la cual se erigió la gran abadía de Saint-Denis.
Dicha abadía fue fundada por el rey Dagoberto
I, quien murió el año 638. Probablemente un siglo más tarde, empezó a
introducirse la identificación de Dionisio Areopagita con el obispo de París o,
por lo menos, la idea de que San Dionisio de París había sido enviado por el
Papa Clemente I en el primer siglo. Pero tal idea no se popularizó sino hasta
la época de Hilduino, abad de Saint-Denis. El año 827, el emperador Miguel II regaló al emperador de occidente, Luis el Piadoso, la copia de unos
escritos que se atribuían a San Dionisio Areopagita (véase nuestro artículo
sobre este santo). Por desgracia, dichos escritos llegaron a la abadía de
Saint-Denis precisamente la víspera de la fiesta del santo. Hilduino los
tradujo al latín y, algunos años más tarde, cuando el rey le pidió una
biografía de San Dionisio de París, el abad escribió un libro que llegó a
convencer a la cristiandad de que el obispo de París y el Areopagita eran una
sola persona. En su obra titulada “Areopagitica”, el abad Hilduino empleó
muchos materiales falsos o de poco valor, y resulta difícil creer que haya
procedido así de buena fe. La biografía que escribió es un tejido de fábulas.
El Areopagita va a Roma, donde el Papa San Clemente I le recibe personalmente y
le envía a evangelizar París. Los habitantes de París intentan en vano darle
muerte, arrojándole a las fieras, echándole al fuego y crucificándole, hasta
que por fin, Dionisio muere decapitado en Montmartre, junto con Rústico y
Eleuterio. El cuerpo decapitado de San Diniosio, guiado por un ángel, caminó
tres kilómetros, desde Montmartre hasta la abadía que lleva su nombre, portando
en las manos su propia cabeza y rodeado de coros de ángeles; por ello fue
sepultado en Saint-Denis. El Breviario Romano menciona esta serie de milagros.
El culto de San Dionisio fue muy popular en
la Edad Media. Ya en el siglo VI, Fortunato le reconocía como el
patrono de París (“Carmina”, VIII, 3, 159) y el pueblo le considera como el
protector de Francia.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. IV, hay un largo artículo sobre San Dionisio. El relato más antiguo del
martirio se atribuía erróneamente a Venancio Fortunato; B. Krusch, MGH, Auctores
Antig., vol. IV, pte. 2, pp. 101-105, hizo una edición crítica de dicho
relato, en el que no se identifica a San Dionisio con el Areopagita, pero se
dice que fue enviado a París por San Clemente I. Véase nuestro artículo sobre
el Areopagita; y cf. J. Havet, Oeuvres, vol. I, pp. 191-246; G. Kurth,
en Eludes Franqu.es, vol. II, pp, 297-317; L. Levillain, en Bibliothéque
de l”Ecole des Charles, vol. LXXXII
(1921),
pp. 5-116; vol. lxxxvi (1925), pp.
5-97; Leclercq, en DAC., vol. IV ce. 588-606; y E. Griffe, La Gaule Chrétienne (1947), pp.
89-99. Hay un buen resumen en Baudot y Chaussin, Vies des saints..., vol.
X (1952), pp. 270-288.
(9 de octubre).
El martirologio Romano llama a Santa Publia “abadesa.” El
historiador Teodoreto dice que era una dama de buena familia de Antioquía que
quedó viuda. Entonces reunió en su casa a cierto número de vírgenes y viudas
que deseaban consagrarse a las prácticas de piedad en la vida común. El año
362, Juliano el Apóstata fue a Antioquía a preparar su campaña contra Persia.
Un día, al pasar frente a la casa de Publia, Juliano se detuvo a escuchar el
canto de las divinas alabanzas. Las religiosas cantaban en el oratorio el salmo
115 y Juliano alcanzó a distinguir las palabras: “Los ídolos de los gentiles
son de oro y plata y están hechos por mano de hombre: no tienen boca y no
pueden hablar.” También oyó distintamente el versículo que dice: “Que los que
construyen los ídolos y todos los que ponen su confianza en ellos sean como sus
dioses.” Juliano lo interpretó como un insulto personal y mandó que las
religiosas se callasen y no volviesen a cantar nunca. Publia contestó por sus
compañeras, citando el salmo 67: “Dios se levantará y destruirá a sus enemigos.”
Entonces Juliano mandó llamar a Publia y ordenó a los guardias que la
golpeasen, a pesar de su sexo y su aspecto venerable. Pero ni así consiguió el
emperador que las religiosas dejasen de cantar y se dice que tenía la intención
de condenarlas a muerte al volver de la campaña de Persia. Pero Juliano no
volvió nunca de esa campaña, de suerte que Publia y sus compañeras acabaron su
vida en paz.
Véase Acta Sanctorum, oct.,
vol. IV, donde se cita el relato de Teodoreto (Hist. Eccles., III, 19).
(9 de octubre).
Andronico era un alejandrino que se estableció en
Antioquía como herrero. Vivía muy feliz con su esposa Atanasia y sus dos
hijitos, Juan y María, y su negocio prosperaba. Pero a los doce años de
matrimonio, murieron súbitamente sus dos hijos el mismo día. Desde entonces, Atanasia
pasaba la mayor parte del tiempo llorando junto a la tumba y orando en la
iglesia vecina. Un día, vio de repente junto a sí a un forastero, el cual le
aseguró que sus dos hijos gozaban de la felicidad del cielo y desapareció de su
vista. En ese momento reconoció Atanasia a San Julián Mártir, que era el
patrono de la iglesia vecina. Inmediatamente se dirigió llena de gozo al taller
de su marido y le dijo que ya era tiempo de que ambos abandonasen el mundo.
Andrónico asintió. Al partir de su casa, cuya puerta dejaron abierta, Atanasia
invocó para sí y para su marido la bendición que Dios había concedido a Abraham
y Sara, diciendo: “Ya que por amor a ti dejamos abierta la puerta de nuestra
casa, ábrenos Tú las puertas de tu Reino.” Los dos fueron juntos a Egipto, su
tierra natal y se dirigieron al desierto de Esquela en busca de San Daniel el
Taumaturgo. El santo envió a San Andrónico al monasterio de Taheña y aconsejó a
Santa Atanasia que se disfrazase de hombre y fuese a vivir como anacoreta en la
soledad.
Al cabo de doce años, San Andrónico se
encontró con un monje imberbe, quien le dijo que se llamaba Atanasio y que iba
camino de Jerusalén. Ambos hicieron el viaje, juntos visitaron los Santos
Lugares y juntos volvieron al desierto. Para entonces eran ya muy amigos y, no
queriendo imponerse el sacrificio de la separación, se dirigieron al monasterio
“Dieciocho” (así llamado porque distaba dieciocho leguas de Alejandría), donde
el superior les designó dos celdas contiguas. Poco antes de morir, Atanasio se
echó a llorar; un monje le preguntó la causa de su llanto y él respondió: “Lloro
porque el Padre Andrónico me va a echar mucho de menos. Cuando yo muera,
entregadle el escrito que encontraréis bajo mi almohada.” Cuando Andrónico leyó
el escrito, supo que el muerto era su propia esposa y que ésta le había
reconocido desde el momento en que se encontraron. Los monjes, vestidos de
blanco y llevando en las manos ramas de palma y tamarisco, dieron sepultura a
Santa Atanasia. Un monje se quedó con San Andrónico hasta el séptimo día
después de la muerte de su esposa y entonces le rogó que partiese con él. Como
el santo se negase a ello, el monje partió solo. Pero al final de la primera
jornada, le alcanzó un mensajero para decirle que el P. Andrónico agonizaba. El
monje leunió a todos sus hermanos, y juntos acudieron a la celda de San
Andrónico, quien murió apaciblemente asistido por ellos y fue sepultado junto a
su esposa.
Las Iglesias copta, etíope y bizantina
conmemoran a “nuestro santo Padre Andrónico y a su esposa Santa Atanasia.” El
cardenal Baronio introdujo sus nombres en el Martirologio Romano y añadió que
habían muerto en Jerusalén.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. IV, puede verse la
traducción de un texto del “Menaion”
griego. Sin embargo no parece que los dos santos hayan gozado de
gran popularidad en las iglesias bizantinas, ya que el Synax. Const. los
menciona sin comentario alguno (2 de marzo, edic. de Delehaye, c. 501). En
cambio, los leccionarios etíopes refieren la leyenda con mucho detalle, como
puede verse en la traducción de Budge, The Ethiopic Synaxarium, p. 1167.
Los bolandistas escriben: “Est ea
pía fabella, plurimum lecta, saepius descripia et retractata (BHG.,
120; BHO., 59), nec vera, nec veri similis.”
(9 de octubre).
Se venera a San Sabino como el apóstol del Lavedán,
región de los Pirineos en cuyos confines se halla situada Lourdes. Según la
leyenda, Sabino, que nació en Barcelona, fue educado por su madre. A los pocos
años, el niño pasó a Poitiers a continuar su educación bajo la dirección de su
tío Eutilio, quien le nombró tutor de su primo, más joven que él. El ejemplo y
las palabras de Sabino hicieron tanto bien a su primo, que el joven escapó de
su casa e ingresó en el monasterio de Ligugé. Eutilio y su esposa rogaron a
Sabino que emplease i influencia para hacer volver a su hijo; pero Sabino se
negó a ello, citando las palabras del Evangelio en las que el Señor nos manda
amarle más que a nuestro padre y a nuestra madre. Acto seguido, Sabino comunicó
a sus tíos que él también estaba decidido a tomar el hábito en Ligugé.
Más tarde, San Sabino abandonó el monasterio
para vivir en la soledad, “rimero estuvo en Tarbes; más tarde se dirigió al
monasterio de Palatium Aemilianum, en el Lavedán. Fronimio, el abad del monasterio,
le designó un sitio en las montañas de los
alrededores y el santo se construyó ahí una celda. Más tarde, se metió a vivir
a un pozo, pues sostenía que cada cristiano debía hacer penitencia por sus
pecados en la forma particular que Dios le pide. Tal fue la respuesta que dio a
Frominio cuando éste le dijo que sus austeridades rayaban en la exageración.
San Sabino predicaba a los campesinos de los alrededores, tanto con la palabra
como con el ejemplo de su vida penitente y obró numerosos milagros. Por
ejemplo, en cierta ocasión en que un campesino le reprendió ásperamente porque
cruzaba su campo para ir a traer agua de la fuente, el santo la hizo brotar de
la roca para no ofender a su vecino. Y una noche, como la yesca se le había
acabado, encendió una tea, con el fuego de su propio corazón. Sólo tenía una
túnica, que le duró doce inviernos y doce veranos.
Al recibir el aviso del cielo acerca de su
próxima muerte, Sabino mandó llamar a los monjes y entregó el alma rodeado por
ellos y por los campesinos de los alrededores. Su cadáver fue sepultado en la
abadía, que más tarde tomó su nombre, así como la aldea próxima, que todavía se
llama Saint-Savin-de-Tarves.
El relato reproducido en Acta
Sanctorum, oct., vol. IV, que
es de fecha incierta, no merece crédito alguno (cf. Mabillon, Anuales
Benedictini, vol. I, p. 575). Ni siquiera sabemos con certeza en qué siglo
vivió San Sabino; la cronología de nuestro artículo es la de A. Poncelet. Para
que el lector caiga en la cuenta de cómo escriben ciertos hagiógrafos,
mencionaremos el hecho siguiente: Fundándose en los escasos datos que hemos
expuesto en nuestro artículo, cierto autor publicó en Petits Bollandistes una
biografía de San Sabino que ocupa siete páginas bien llenas (más de 4500
palabras), y que habla con la misma precisión y seguridad que si se tratara de
un resumen de la vida de Napoleón.
(9 de octubre).
San Gisleno, después de vivir algún tiempo como ermitaño
en el bosque de Hainault, fundó ahí un monasterio en honor de San Pedro y San
Pablo. Dicho monasterio, que el santo gobernó con gran prudencia y virtud, se
llamó durante mucho tiempo “La Celda” y hoy día se llama San Gisleno (cerca de
Mons), aunque originalmente se llamaba Ursidongus (la madriguera del oso), lo
cual dio origen a la leyenda de que un oso perseguido por el rey Dagoberto I se
había ido a refugiar ahí y había indicado al santo el sitio en el que debía
fundar su monasterio. Se dice que San Gisleno ejerció gran influencia sobre San
Vicente Madelgario y su esposa Santa Waldetrudis. En efecto, San Gisleno alentó
a Santa Waldetrudis en la fundación del convento de Castrilocus (Mons), donde
él había tenido su primera ermita y ayudó a Santa Aldegundis a fundar el
convento de Maubeuge. Con esta última le unía una gran amistad y, cuando los
dos santos eran ya suficientemente viejos para poder visitarse sin peligro,
construyeron un oratorio a la mitad del camino entre sus dos monasterios,
donde, solían reunirse para hablar de Dios y de los problemas de sus respectivas
comunidades.
El Martirologio Romano afirma que San Gisleno
renunció al gobierno de una diócesis para hacerse ermitaño. Se trata de una
referencia a la leyenda apócrifa de que el santo había nacido en Ática, se
había hecho monje ahí y había sido elegido obispo de Atenas. A raíz de una
visión, renunció a su oficio y fue a Roma
con otros monjes griegos. Cuando estaba en Roma, Dios le reveló que debía ir a
establecerse a Hainault y así lo hizo Gisleno con dos de sus compañeros. En
Hainault conoció a San Amando, quien le aconsejó crue se estableciese a orillas
del río Haine. Dicha leyenda explica también por qué todos los hijos
primogénitos de una familia de Roisin eran bautizados con el nombre de
Balderico. Cuando el misterioso monje griego se dirigía a presentarse a San
Auberto, obispo de Cambrai, se hospedó en casa de una familia de Roisin.
Durante la noche, la esposa de su huésped empezó a sentir los dolores del
alumbramiento. Como el parto se anunciase muy difícil, el hombre rogó a San
Gisleno que orase por su mujer. Entonces el santo dio al hombre su cinturón,
diciéndole: “Ciñe a tu mujer este “baldrico” (cinturón para sostener la vaina
de la espada) y dará a luz sin dificultad a un niño.” La profecía resultó
cierta, y los agradecidos padres le regalaron dos posesiones para su
monasterio.
No existe ningún relato
satisfactorio sobre San Gisleno. Los bolandistas y Mabillon reproducen una
biografía anónima. Poncelet publicó otra biografía, escrita en el siglo XI por
el monje Rainero de Saint-Ghislain, en Analecta Bollandiana, vol. V
(1877), pp. 212-239; en las pp. 257-290 hay un tercer documento biográfico.
Véase Van der Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens, pp.
249-260; U. Berliére, Monasticon Belge, vol. I, pp. 244-246; y
Berliére, en Revue liturgique et monastique, vol. XIV (1929), 438 ss. La
vida de San Gisleno, tal como la cuentan los biógrafos antiguos, es muy
inverosímil.
(10 de octubre).
El día de hoy se lee en el Martirologio Romano: “En Colonia, el martirio de
San Gereón y sus 318 compañeros, los cuales, en la persecución de Maximiano,
presentaron mansamente el cuello al verdugo y murieron por la verdadera fe. En
el territorio de la misma ciudad, el martirio de San Víctor y sus compañeros.
En Bonn de Alemania, el martirio de los Santos Casio, Florentino y muchos
otros.” Los martirologistas medievales hablan de cierto número de cristianos
martirizados en Colonia, los cuales, según la tradición, formaban parte de
diversos destacamentos de la Legión Tebana (22 de septiembre). Pero el relato
de su martirio fue inventado mucho después por un monje cisterciense de
Froimont, llamado Helinando (siglo XIII),
según el cual, San
Gereón y sus 318 compañeros fueron martirizados en Colonia; San Víctor y otros
330, en Xanten y, los santos Casio, Florentino y sus compañeros, en Bonn. Al
ver así diezmada a la Legión Tebana, Maximiano mandó llamar de África otros
destacamentos, pero, como también en éstos hubiese cristianos, el emperador los
condenó a muerte. Helinando afirma absurdamente que Santa Elena descubrió en
Colonia y en Bonn las reliquias de los mártires y mandó construir sendas
iglesias para ellas. Además, en 1121, se descubrieron en Colonia otras
reliquias, lo mismo que en Xanten en 1284. Naturalmente, se procedió al punto a
identificarlas como las de los mártires de la Legión Tebana y a venerarlas como
tales.
En todo caso, esos mártires del Rin no tienen
nada que ver con los de Agaunum y no hay razón alguna para suponer que las
reliquias que se descubrieron eran auténticas. Pero lo cierto es que un
epitafio del siglo V, en el que se habla de una tal
Rudulfa sociata martyribus, es decir, sepultada cerca de los mártires,
demuestra que se veneraba entonces en Colonia el sepulcro de unos mártires. Por
otra parte, Gregorio de Tours nos informa que “se construyó una basílica en el
sitio en que habían muerto por Cristo los cincuenta soldados de la Legión
Tebana” y añade que se les llamaba “los santos dorados”, por la riqueza de los
mosaicos de la basílica. Algún autor ha emitido la hipótesis de que la leyenda
de los mártires de África (Mauri) puede haber nacido de una confusión con los sancti
aurei, pero la cuestión es muy oscura. San Gregorio no menciona el nombre
de Gereón.
El nombre de San Gereón figura
en el texto de Berna del Hieronymianum (cf. CMH., pp. 547,548, 550 y
557) y en el martirologio de Beda. Véase también Zilliken, Der Kolnische
Festkalender (1901), pp. 104-107; Rathges Die Kunstdenmater des
Rhein-provinz, vol. I, pp. 1-102; y Delehaye, Origines du culte des
martyrs (1933), p. 360.
(10 de octubre).
Probablemente estos dos mártires murieron en Nicomedia en
la época de Galerio. Sus “actas”, que no merecen crédito alguno, cuentan que Eulampio
era un joven cristiano que huyó de la ciudad durante la persecución y se
refugió en una cueva. Sus compañeros le enviaron a Nicomedia en busca de
alimentos. Eulampio se detuvo en una calle a leer el edicto de persecución
contra los cristianos. Cuando le apostrofó un soldado, el joven echó a correr.
Naturalmente, su actitud despertó sospechas y Eulampio fue perseguido,
capturado y llevado a la presencia del prefecto. El magistrado reprendió a los
guardias por haber encadenado al joven, mandó que le desatasen las manos y
empezó a interrogarle. Tras, de enterarse del nombre y el oficio de Eulampio,
le exhortó a ofrecer sacrificios a alguno de los dioses, pero éste se negó y
dijo que los dioses sólo eran ídolos de barro. Enfurecido el prefecto le mandó azotar.
Como el joven permaneciese inconmovible, el prefecto dio la orden de torturarle
en el potro. Entonces Eulampia, la hermana del mártir, se acercó a abrazarle y
fue también arrestada. Ambos fueron sometidos a diversos tormentos, de los que
salieron ilesos. Al verlos surgir rejuvenecidos de un baño de aceite hirviente,
200 de los presentes se convirtieron a la fe y fueron decapitados junto con los
dos mártires.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. V, se encontrará el texto griego de las actas discutido a fondo.
Hay otra recensión en Migne, PG., vol. CXV, cc. 1053-1065.
(10 de octubre).
San
Régulo y otros
obispos fueron expulsados de África a principios del siglo VI. San Régulo y San Cerbonio se establecieron en Populonia (Piombino de
Toscana) y, poco después, este último fue elegido obispo de la ciudad. San
Gregorio dice en sus “Diálogos” (lib. III, c. 11) que Totila, rey de los
invasores ostrogodos, condenó a San Cerbonio a enfrentarse con un oso por haber
dado asilo a unos soldados romanos; pero la fiera, en vez de hacerle daño, le
lamió mansamente los pies y entonces Totila puso en libertad al santo. Los
lombardos le desterraron más tarde a Elba, donde murió treinta años después. Su
cuerpo fue trasladado a Populonia, donde se le venera como patrón de la
diócesis de Massa Marítima. La biografía del santo, muy posterior e indigna de
crédito, afirma que el Papa San Vigilio le mandó llamar para reprenderle por su
terquedad en celebrar la misa del domingo a hora tan temprana, que las gentes
no podían asistir a ella. Pero, en vista de los numerosos milagros realizados
por San Cerbonio durante el viaje a Roma, el Papa y todo el clero de la ciudad
salieron a recibirle en triunfo y le restituyeron honrosamente a su sede. El
Martirologio Romano menciona también hoy a otro San Cerbonio, obispo de Verona,
sobre el que no poseemos ninguna noticia. La fiesta de San Cerbonio de
Populonia reviste particular solemnidad entre los canónigos regulares de
Letrán, porque el santo vivía en común con su clero.
Existen dos recensiones de la
vida legendaria de San Cerbonio: una de ellas se halla en Acta Sanctorum, oct.,
vol. V; la otra en Ughelli, Italia sacra, vol. III, pp. 703-709.
(10 de octubre).
El nombre de San Paulino figura en el Martirologio
Romano y en los martirologios ingleses. Fue el primer apóstol del reino más
poderoso de Inglaterra en su época. Había ido a dicho país como miembro del
segundo grupo de misioneros enviados por el Papa San Gregorio I. Cuando el rey de Nortumbría, Edwino, solicitó la mano de Etelburga, la
hermana del rey Edbaldo de Kent, prometió respetar la religión de su prometida,
San Paulino partió con ella a Nortumbría para encargarse de la nueva misión. El
año 625, San Justo, arzobispo de Canterbury, le consagró obispo.
San Paulino sufría atrozmente en medio de
aquel pueblo que no conocía a Dios. Su predicación no tuvo éxito al principio,
pero Dios escuchó finalmente sus oraciones. El rey Edwino se convirtió en la
forma en que lo explicaremos en el artículo a él consagrado (12 de octubre), y
fue bautizado en York por San Paulino, en la Pascua del año 627. Los dos hijos
del primer matrimonio del monarca, así como otros muchos nobles, siguieron el
ejemplo de Edwino. La multitud se apretujaba para recibir el bautismo de manos
de San Paulino, a orillas del río Swale, en las cercanías de Catterick. Edwino
residía en Yeavering, del Glendale y San Paulino solía bautizar en esa región
con el agua del río Glen. En una ocasión pasó ahí treinta y seis días, para
impartir instrucción y bautizar al pueblo de día y de noche. El nombre de San “aulino
está relacionado con los de las poblaciones de Dewsbury, Easingwold y algunas
más. El campo de apostolado del santo fue, sobre todo, el sur de Nortumbría.
Cruzó el río Humbert y evangelizó también a los habitantes de Lindsey, donde
bautizó al gobernador de Lincoln y construyó una iglesia, “espués de la muerte
de San Justo, consagró a San Honorio arzobispo de Canterbury. Asistido por su
diácono, Jaime, bautizó a numerosas personas en el río Trent, cerca de
Littleborough, según contó a San Beda el abad Deda, fúe uno de los que se bautizaron en esa ocasión. El mismo abad refirió
Beda que Paulino era “un hombre alto, un tanto encorvado, de cabello blanco, rostro alargado y nariz aguileña,
cuya presencia inspiraba veneración y respeto.”
Él Papa Honorio I envió el palio a San
Paulino para designarle metropolitano del norte de Inglaterra. El mismo
Pontífice escribió al rey Edwino para felicitarle por su conversión: “Hemos enviado
palios de metropolitanos a Honorio y Paulino, de suerte que cuando plazca a
Dios llamar a sí a uno de ellos, el otro estará autorizado, en virtud de esta
carta, a nombrarle un sucesor.” Sin embargo, San Paulino jamás usó el palio en
su catedral y, cuando la carta de Honorio I llegó a Inglaterra, Edwino ya había
muerto. En efecto, casi dos años antes de que el Pontífice la escribiese (lo
cual demuestra lo difíciles que eran entonces las comunicaciones), los paganos mercianos,
encabezados por Penda y reforzados por los bretones cristianos de Gales,
invadieron la Nortumbría y dieron muerte a Edwino. Los invasores destruyeron en
gran parte la obra de San Paulino. El santo dejó entonces la diócesis de York a
cargo del diácono Jaime y acompañó a Kent a la reina Santa Etelburga, con sus dos
hijos y su nieto, en su viaje por mar. Como la sede de Rochester estaba
entonces vacante, San Paulino aceptó la invitación para encargarse de
administrarla y así lo hizo durante diez años, “hasta que voló al cielo,
cargado con el fruto de sus trabajos.” Probablemente tenía por lo menos sesenta
años cuando partió de York con Santa Etelburga y hubiera sido una temeridad
volver a Nortumbría, que estaba entonces en el mayor desorden. San Beda refiere
que el fiel Jaime, su vicario, era un hombre de gran santidad, que instruyó y bautizó
a muchas personas “y arrancó muchas presas al viejo enemigo de la naturaleza humana.”
Cuando se restableció la paz en York, Jaime “introdujo en la iglesia el canto
romano.” San Paulino murió en Rochester, el 10 de octubre de 644; legó su palio
a la catedral y una cruz de oro y un cáliz, que había traído de York, a la
iglesia de Cristo de Canterbury. Varias diócesis inglesas celebran su fiesta.
Nuestra principal fuente es
la Historia ecclesiaslica de Beda (edic. y notas de Plummer). Apenas se
pueden obtener unos cuantos datos fidedignos de la crónica en verso de Alcuino,
de Simeón de Durham y de otros escritores de la época (cf. Raine, History of
the Church of York, (Rolls Series). El excelente artículo del canónigo
Burlón en Catholic Encyclopedia tiene una buena bibliografía. Véase F.
M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943), pp. 113-116. La inserción del
nombre de San Paulino en múltiples calendarios (cf. Stanton, Menology, p.
485), así como las numerosas cruces relacionadas tradicional-mente con su
nombre que hay en el norte de Inglaterra, demuestran la popularidad del culto
del santo.
(11 de octubre).
El día de hoy se celebra en toda la Iglesia de occidente la fiesta de la Maternidad
de la Santísima Virgen. Dicha fiesta fue introducida por Pío XI en la encíclica “Lux veritatis”“, publicada el 25 de diciembre de
1931, con motivo del décimo quinto centenario del Concilio de Efeso. En la
tercera lección del segundo nocturno del oficio del día se habla de la bóveda
de la basílica de Santa María la Mayor que Sixto III (432-440)
mandó decorar con mosaicos poco después del Concilio y que fue restaurada por
Pío XI. El breviario recuerda que dicha bóveda es una
especie de monumento de la proclamación de la maternidad divina de María en el
Concilio de Efeso. Pero la encíclica de Pío XI menciona
otros motivos para la institución de la fiesta.
“Quisiéramos que, bajo los auspicios de la
Reina de los Cielos, tan amada y venerada por nuestros hermanos separados del
oriente, todos los cristianos oren para que Dios no permita que permanezcan
alejados de la unidad de la Iglesia y de su Hijo Jesucristo, cuyo Vicario
somos. Que vuelvan pronto al Padre común, a cuyo juicio todos los Padres del
Concilio se sometieron y a quien aclamaron unánimemente como guardián de la fe.
Quiera Dios hacerles volver a Nos, que tenemos por ellos el mayor
afecto y que haríamos jubilosamente nuestras las graves palabras con que Cirilo
exhortaba a Nestorio: “que la paz de las Iglesias no se vea turbada, y que el
lazo del amor y la concordia entre los sacerdotes de Dios siga siendo
indisoluble.”
El texto de la encíclica, Lux
Veritatis puede verse en Acta Apostólicas Sedis, vol., XXIII (1931),
pp. 439-517. En muchos sitios se celebraba ya desde antiguo la Maternidad
Divina de María pero la fiesta no era universal y la fecha de la celebración
variaba mucho. A lo que parece, la fiesta empezó a celebrarse en Portugal y sus
dominios; en 1751, fue autorizada oficialmente en Portugal, de donde se
extendió rápidamente a otros sitios, como Venecia y Polonia. Véase F. G.
Holweck, Calendarium festorum Dei et Dei Matris (1925), pp. 368, 148.
(11 de octubre).
Durante mucho tiempo, las “actas” de estos mártires fueron consideradas como
auténticas. El P. Delehaye afirma que se trata de una combinación de ciertos
hechos históricos con numerosos detalles imaginarios. Según dicho autor, los
tres mártires fueron arrestados en Pompeyópolis, en Cilicia, durante la
persecución de Diocleciano y Maximiano. Fueron llevados a la presencia del
gobernador de la provincia, Numeriano Máximo, quien los envió a Tarso, la
capital. El gobernador anunció a Taraco que iba a interrogarle primero a causa
de su ancianidad y le preguntó su nombre.
Taraco: “Soy
cristiano.”
Máximo: “Deja en paz
esa locura blasfema y dime tu nombre.”
Taraco: “Soy
cristiano.”
Máximo: “Golpeadle en
la boca para que no vuelva a contestar en esa forma.”
Taraco: “Te estoy
diciendo mi verdadero nombre. Pero si lo que quieres es saber el que me dieron
mis padres, me llamo Taraco y mi nombre, en el ejército, era Víctor.”
Máximo: “¿De qué país
eres y cuál es tu oficio?”
Taraco: “Soy romano y
nací en Claudiópolis de la Isauria. Fui soldado, pero abandoné esa profesión a
causa de mi religión.”
Máximo: “Veo que tu
impiedad te obligó a deponer las armas. Pero, ¿cómo obtuviste que te diesen de
baja en el ejército?”
Taraco: “Se lo pedí a
mi capitán, Publio, quien me lo concedió.”
Máximo: “Piensa en
tus canas. Te prometo premiarte, si obedeces a las órdenes de nuestros señores.
Sacrifica a los dioses, como lo hacen los mismos emperadores, que son amos del
mundo.”
Taraco: “El diablo
los engaña para que lo hagan.”
Máximo: “Rompedle la
mandíbula por haber dicho que el diablo engaña a los emperadores.”
Taraco: “Repito lo
dicho. Los emperadores son hombres susceptibles de engaño.”
Máximo: “Sacrifica a
los dioses y déjate de sutilezas.” taraco:
“No me es lícito
traicionar la ley de Dios.”
El diálogo se prolongó, y Taraco permaneció
inconmovible. Entonces el centurión le dijo:
—”Te aconsejo que ofrezcas sacrificios y
salves tu vida.” Taraco replicó que bien podía ahorrarse tales consejos. Máximo
dio la orden de que le condujesen a la prisión, encadenado y llamó al siguiente
acusado.
Máximo: “¿Cómo te llamas?”
Probo: “Mi nombre
principal y más venerable es Cristiano. Pero el nombre con que me conoce el
mundo es Probo.”
Máximo: “¿De qué país
y familia eres?”
Probo: “Mi padre nació
en Tracia. Yo soy plebeyo. Nací en Side, de Panfilia y confieso que soy
cristiano.”
Máximo: “Tal
confesión no favorece tu causa. Sacrifica a los dioses, y te prometo
considerarte como amigo.”
Probo: “No aspiro a
tu amistad. En una época fui rico, pero renuncié a todo para servir al Dios
vivo.”
Máximo: “Desnudadle y azotadle con
nervios de buey.”
En
tanto que se ejecutaba la orden, el centurión Demetrio le dijo: “Evítate esta
tortura. Mira los arroyos de sangre que brotan de tu cuerpo.”
Probo: “Haz lo que
quieras de mi cuerpo. Tus tormentos son deliciosos.”
Máximo: “¿No hay
manera de curar tu locura, hombre insensato?”
Probo: “Soy menos
insensato que tú, puesto que no adoro a los demonios.”
Máximo: “Derribadle
de espaldas y golpeadle el vientre.”
Probo: “¡Señor,
ayuda a tu siervo!”
Máximo: “Preguntadle
después de cada golpe, dónde está su Señor.”
Probo: “El Señor
está conmigo y seguirá ayudándome; tus tormentos me hacen tan poca mella, que
no te obedeceré.”
Máximo: “¡Imbécil,
mira en qué estado estás; el suelo se halla cubierto de sangre!”
Probo: “Cuanto más
sufre mi cuerpo, más fortalece Dios mi alma.”
Máximo le envió entonces a la prisión
y mandó llamar al tercer cristiano, quien dijo llamarse Andrónico y ser un
patricio de Efeso. También él se negó a ofrecer sacrificios. Máximo le envió a
reunirse con sus compañeros y así terminó el primer interrogatorio. El segundo
se llevó a cabo en Mopsuestia. Las “actas” repiten las preguntas de Máximo y
las respuestas de los mártires, así como los tormentos a los que fueron
sometidos. Andrónico hizo notar a su juez que las heridas que había sufrido en
el interrogatorio anterior estaban perfectamente curadas. Máximo gritó entonces
a los guardias: “¡Imbéciles!”, ¿acaso no os prohibí estrictamente que dejaseis
entrar a alguien a vendarles las heridas? Ya veo cómo habéis cumplido mis
órdenes.” El carcelero Pegaso replicó: Juro por tu grandeza que nadie ha
vendado sus heridas ni ha entrado a visitarle. Le he tenido encadenado en el
rincón más apartado de la prisión. Si miento, puedes cortarme la cabeza.”
Máximo: “Entonces, ¿cómo explicas que las cicatrices hayan desaparecido?”
Pegaso: “No sé.”
Andrónico: “¡Necio!
Nuestro Salvador es un médico poderoso que cura a todos los que le adoran y
esperan en El. Para ello no necesita de medicinas. Le basta con su palabra.
Aunque vive en el cielo, está presente en todas partes, por más que tú no le
conozcas.”
Máximo: “Las
tonterías que dices no te van a salvar. Sacrifica o perderás la vida.”
Andrónico: “No retiro
una sola de mis palabras. No creas que vas a asustarme como a un niño.”
| El tercer interrogatorio tuvo lugar
en Anazarbus. Taraco fue el primero en comparecer y respondió con su valentía
habitual. Cuando Máximo mandó tenderle en el potro, Taraco le dijo: “Podría yo
alegar el rescripto que prohibe que los jueces condenen al potro a los
militares, pero renuncio voluntariamente a ese privilegio.” Máximo condenó
también a Probo a la tortura y ordenó a los guardias que le hiciesen comer, por
fuerza, algunos de los alimentos que se habían ofrecido a los ídolos.
Máximo: “¿Ya lo ves?
Después de tanto sufrir por no ofrecer sacrificios, has acabado por comer los
manjares ofrecidos a los dioses.”
Probo: “No veo por qué consideras como una hazaña el haberme hecho comer esos
manjares contra mi voluntad.”
Máximo: “Como quiera que sea, ya los
probaste. Prométeme ahora gustarlos por tu voluntad y te pondré inmediatamente
en libertad.
Probo: “Aunque me
obligaras a comer todos los manjares ofrecidos a los ídolos, no ganarías gran
cosa, porque Dios ve que los como contra mi voluntad.”
Finalmente, los tres mártires fueron
condenados a ser arrojados a las fieras. Máximo mandó llamar a Terenciano, el
encargado de los juegos del circo, y le ordenó que organizase una función para
el día siguiente. Desde muy temprano, la multitud llegó al teatro, que distaba
más de un kilómetro de Anazarbus. El autor de las actas narra muy por menudo
los acontecimientos y afirma que él los presenció, con otros dos cristianos,
desde una colina próxima. En cuanto los mártires penetraron en la arena, la
multitud guardó silencio, compadecida de los cristianos, y muchos empezaron a murmurar
contra la crueldad del gobernador. Algunos se dispusieron a partir, pero el
gobernador, furioso, dio orden de cerrar las puertas. Un león, un oso y otras
fieras salvajes fueron sacadas a la arena, pero se limitaron a lamer las
heridas de los mártires, sin hacerles daño alguno. Máximo, ciego por la cólera,
mandó que los gladiadores decapitasen a los tres testigos de Cristo. Una vez cumplida
la sentencia, Máximo mandó que sus cadáveres quedasen bajo la guardia de seis
centinelas para que los cristianos no los robasen. La noche era muy oscura, y
una violenta tempestad dispersó a los guardias. Los cristianos, guiados por una
milagrosa estrella, distinguieron los cadáveres de los mártires, los cargaron
en las espaldas y les dieron sepultura, en una cueva de las colinas cercanas.
El autor de las actas cuenta que los cristianos de Anazarbus enviaron su relato
a la iglesia de Iconium para que lo hiciesen llegar a los fieles de Pisidia y
Panfilia a fin de alentarlos.
Ruinan y Acta Sanctorum, oct.,
vol. V, presenten los
textos griego y latino de las actas. Existen además otras recensiones, entre
ellas una versión siria publicada por Bedjan. También se conserva un panegírico
de Severo de Antíoco (Patrología
Orientalis, vol. XX, pp. 277-295. Harnack, Die Chronologie der altchritslich
Litteratar, vol. II, 1904, pp. 479-480), hablando sobre las actas, aduce
algunas razones que le mueven a no considerarlas como copia de un documento
oficial; no obstante, su opinión acerca de ellas es menos severa que la de
Delehaye, Les légendes
hagiographiques (1927), p. 114.
(11 de octubre).
San gregorio Nazianceno renunció a la sede de
Constantinopla muy poco después de haber sido elegido, el año 381. Su sucesor
fue Nectario, natural de Tarso de Cilicia y pretor de la ciudad imperial. A
continuación narraremos la forma peculiar como fue
elegido, según la leyenda relativamente dudosa. Cuando tenía lugar en
Constantinopla el segundo Concilio ecuménico, Nectario, aue pasaba por ahí
camino de Tarso, preguntó a Diódoro, obispo de su ciudad natal, si quería
enviar con él algunas cartas. Muy impresionado por el aspecto y los modales de
Nectario, Diódoro le propuso como candidato para suceder a San Gregorio en el
gobierno de la sede de Antioquía. Aunque Melecio se burló de la ¡dea, el nombre
de Nectario fue inscrito en la lista de candidatos que debía presentar al
emperador. Teodosio, eligió a Nectario, con gran sorpresa de todos, ya que ni
siquiera estaba bautizado. Se cuenta que era casado y que tenía un hijo. Como
quiera que fuese, el Concilio ratificó la elección, y Nectario recibió el
bautismo y la consagración episcopal. Al salir de Constantinopla, San Gregorio
escribió a los obispos: “Guardad vuestro trono y vuestro palacio episcopal,
puesto que eso es lo que os importa. Regocijaos, envaneceos, reclamad el título
de patriarcas y apoderaos de inmensas posesiones.” Desgraciadamente, el
Concilio justificó en cierto modo esas críticas, ya que, poco después de la
elección de Nectario, aprobó un canon por el que Constantinopla pasaba a ocupar
el segundo lugar después de Roma. Por eso se llama con frecuencia a San
Nectario primer patriarca de Constantinopla, aunque la Santa Sede tardó mucho
tiempo en reconocer ese título, que había sido concedido contra su parecer.
San Nectario gobernó la sede durante
dieciséis años y, si bien es muy poco lo que sabemos sobre él, no hay duda de
que se opuso abiertamente a los arríanos, ya que el año 388, cuando circuló la
noticia de que el emperador había muerto en Italia, dichos herejes incendiaron
la casa del santo obispo. Los historiadores recuerdan principalmente a San
Nectario porque suprimió en su diócesis el oficio de penitenciario y los ritos
de disciplina pública, a raíz de un escándalo. El santo murió el 27 de
septiembre de 397. San Juan Crisóstomo le sucedió en el gobierno de la sede. El
nombre de San Nectario figura en el “Menaion” griego, pero no en el
Martirologio Romano.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. V, se hallarán reunidos los principales pasajes de los historiadores de la
Iglesia sobre San Nectario. Acerca de la supresión del oficio de penitenciario,
puede verse un buen resumen en DTC., vol. XII, cc. 796-798.
(11 de octubre).
Después de que Coenwalh, rey de los sajones del oeste de Inglaterra, recibió
el bautismo en la corte de Arma, rey de Anglia oriental, y fue restaurado al
trono, llegó a Wessex cierto obispo llamado Agilberto. Era franco de origen,
pero había vivido en Irlanda, consagrado al estudio, Coenwalh, impresionado por
el celo y el saber de Agilberto, le pidió que se quedase como obispo en la
región. Agilberto aceptó la proposición y en su cargo dio muestras de un celo
misional infatigable. Hallándose en Nortumbría, ordenó sacerdote a San
Wilfrido. Por entonces, se tomó la decisión de reunir un sínodo en Whitby para
poner término a la oposición entre las costumbres romanas y las célticas. El
santo asistió y fue ahí, prácticamente, el paladín de la causa romana, de
suerte que el rey Oswy
le nombró para que respondiese a los argumentos del opositor, San Coimano de
Lindisfarne. Agilberto pidió que San Wilfrido respondiese por él, “porque es
capaz de expresar nuestra opinión en mejor inglés que si yo me sirviese de un
intérprete.”
La dificultad de la lengua había constituido
ya en otras ocasiones un obstáculo para San Agilberto. Cuando el santo llevaba
ya varios años de obispo en Inglaterra, el rey Coenwalh quien, según dice Beda,
“sólo entendía la lengua de los sajones”, se cansó del idioma bárbaro del
obispo, dividió su reino en dos diócesis y nombró a un tal Wino como obispo de
la región en que estaba situada Winchester, la capital. Agilberto se molestó
mucho de que el monarca hubiese procedido así, sin consultarle y renunció al
gobierno de su sede. Inmediatamente volvió a Francia donde el año 668 fue
elegido obispo de París. Entre tanto, Wino había conseguido que le nombrasen
obispo de Londres mediante tratos simoníacos. Entonces Coenwalh, viendo de
nuevo sin obispo la diócesis de Wessex, escribió a San Agilberto para que
volviese. El santo replicó que no podía abandonar su nueva diócesis y dejar a
sus ovejas sin pastor, pero envió a su sobrino Eleuterio, “a quien juzgaba
digno de gobernar una diócesis.” Eleuterio fue consagrado por San Teodoro de
Canterbury. Por su parte, San Agilberto consagró en París a San Wilfrido, según
lo referiremos en el artículo consagrado a este último santo. San Agilberto
murió antes del año 691.
Nuestra principal autoridad
es Beda (texto y notas de Plummer); pero se encuentran también algunos datos en
el Líber historias francorum y en la continuación de dicha obra por
Fredegario.
(11 de octubre).
San Gunmaro era hijo del señor de Emblem, población
situada en las cercanías de Lierre, en Brabante. Aunque no sabía leer ni
escribir, entró a servir en la corte de Pepino, donde se distinguió por el fiel
desempeño de sus deberes y por la caridad con que practicaba las obras de
misericordia. Pepino le elevó a un puesto de importancia y arregló su
matrimonio con una joven bien nacida llamada Guinimaria. Aunque tal matrimonio
no parecía muy feliz a los ojos del mundo, ya que Guinimaria era extravagante,
perversa, cruel, caprichosa e indisciplinada, Dios se valió de ella para
conducir a su siervo a las cumbres de la perfección. Inútil decir que la vida
de San Gunmaro, desde el momento de su matrimonio, se convirtió en una serie de
duras pruebas.
El santo se esforzó durante años, con
prudencia y caridad, por mejorar a su esposa y atraerla a la práctica de la
religión. Después, tuvo que ausentarse durante ocho años para servir al rey
Pepino en la guerra. Cuando volvió a su casa, encontró que su esposa había
administrado muy mal sus posesiones y que muy pocos de sus vasallos habían
logrado escapar de la opresión. Guinimaria era tan poco generosa, que se
rehusaba aun a dar un poco de cerveza a los que recogían la cosecha. Gunmaro se
dedicó inmediatamente a pagar lo que debía a cada uno de sus vasallos.
Aparentemente, Guinimaria se dejó impresionar por la prudencia y bondad de su
marido y parecía que estaba dispuesta a corregirse; pero poco después, se dejó
nuevamente llevar de su pésimo carácter. Gunmaro trató aún de hacer algo por
ella, pero finalmente desistió y se retiró a la vida solitaria. Se dice que San
Gunmaro fundó, juntamente con San Rumoldo, la abadía de Lierre que después tomó
su nombre.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. V, pueden verse una biografía en verso y otra en prosa latina. P. G.
Deckers estudió muy a fondo la vida de San Gunmaro en Leven en eerdienst van
den h. ridder Gummarus (1872). Cf. T. Paaps, De hl. Gummarus,... cristische
sludie (1944).
(11 de octubre).
Parecería que
el título de “el Grande” debería aplicarse al santo fundador de los cartujos.
Sin embargo, tal título se aplica tradicionalmente al poderoso príncipe-obispo,
San Bruno de Colonia, quien vivió ochenta años antes que su homónimo y colaboró
ardientemente con su hermano, el emperador Otón I el Grande, en la creación de
Alemania y del imperio. Bruno era el más joven de los hijos del emperador
Enrique y de Santa Matilde. Nació el año 925 y, desde sus primeros años, dejó
ver que había heredado las buenas disposiciones de sus padres. Cuando tenía
apenas cuatro años, fue enviado a la escuela de la catedral de Utrecht, donde
adquirió un gran amor por los estudios. Se dice que la obra de Prudencio era
entonces su libro de cabecera y, más tarde, ya en la corte imperial, unos
bizantinos le enseñaron el griego. Su hermano Otón le convocó a la corte cuando
Bruno tenía catorce años. No obstante su juventud, pronto llegó a ocupar
puestos de importancia. El año de 940, fue nombrado secretario confidencial del
emperador. Poco después, fue ordenado diácono y recibió, como beneficios, las
abadías de Lorsch y Corvey. Aunque estaba prohibido recibir múltiples
beneficios, en este caso resultó bien, ya que el santo reformó ambas abadías. San
Bruno recibió la ordenación sacerdotal a los veinticinco años. Inmediatamente
pasó a Italia con su hermano Otón, actuando como su canciller, y empleó su gran
influencia para realizar el deseo imperial de la unión entre la Iglesia y el
Estado. Pero el santo no había llegado aún a la cima de su brillante carrera;
en efecto, el año 953, la sede de Colonia quedó vacante y Otón lo nombró
arzobispo de aquella ciudad.
Durante los doce años en los que desempeñó
ese cargo, San Bruno jugó un papel muy importante en la política imperial, que
estaba íntimamente unida con los asuntos eclesiásticos, sin descuidar jamás sus
deberes religiosos y pastorales. Desde luego, su vida era un ejemplo de piedad
y de bondad. Por otra parte, San Bruno mantenía a raya las ambiciones del clero
y de los nobles mediante frecuentes visitas. Para mantener el nivel espiritual
de su arquidió-cesis, se valía sobre todo de la difusión de la sana doctrina y
del espíritu monástico. Ya antes de ser obispo, había empleado toda su
influencia para reformar el imperio y, por cierto que la influencia de un
arzobispo hermano del emperador era muy poderosa. Mientras Otón se hallaba en
Italia, su yerno, Conrado el Rojo, duque de Lorena, se levantó en armas; el
emperador derrotó a Conrado y concedió a San Bruno el ducado de Lorena. Aunque
el ducado no iba unido al título de arzobispo, el nombramiento de San Bruno dio
origen al poder temporal de los arzobispos de Colonia, quienes se convirtieron
en príncipes del Sacro Romano Imperio. La habilidad de San Bruno en el gobierno
era tan grande como su bondad. El santo demostró particular aptitud para
apaciguar las numerosas disputas políticas entre los habitantes de Lorena y
consiguió imponer el orden y la autoridad del imperio en la región. En esa
tarea de unificación le ayudó mucho su clero, muy instruido y disciplinado,
tuvo tanto tino en sus numerosas elecciones de prelados que se le apodó “el
creador de obispos.” El momento culminante de la carrera de San Bruno lúe el
año 961, cuando el emperador llegó a Roma para ser coronado, ya que durante su
ausencia dejó a San Bruno y a su medio hermano Guillermo, arzobispo de Mainz,
como corregentes del Imperio y tutores de su sobrino, el rey de Romanos.
San Bruno el Grande murió cuatro años
después, el 11 de octubre de 965, cuando sólo tenía cuarenta años de edad. Su
culto en la diócesis de Colonia fue confirmado en 1870.
La biografía de San Bruno,
escrita por su discípulo Ruotgerio, es una de las biografías medievales más
fidedignas y satisfactorias. Puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. V,
y en MGH., Scriptores, nueva serie, ed. Irene Ott (1951); cf. en la
antigua edición el vol. IV, pp. 224-274. La biografía a la que nos referimos
fue escrita cuatro años después de la muerte de San Bruno. Se encontrará un
magnífico estudio de su obra en H. Schors, Annalen d.histor. Vereins f. d.
Niederrhein, 1910, 1911, 1917. Cf. también Hauck, Kirchengenschichte
Deutschlands, vol. III, pp. 41 ss.
(12 de octubre).
Maximiliano fue
el apóstol de la región del Imperio Romano conocida con el nombre de Nóricum,
que se extendía entre Estiria y Baviera. Según la tradición, fue él quien
introdujo el cristianismo en Lorch, cerca de Passau y ahí sufrió el martirio;
pero los detalles que nos dan las “actas”, que datan del siglo XIII, no merecen crédito alguno. Según dichas actas, el santo nació en Cilli
(Steiermark) de Estiria y, a los siete años, se le confió a un sacerdote para
que le educase. Algunos años después, Maximiliano repartió entre los pobres su
rica herencia y emprendió una peregrinación a Roma. El Papa Sixto II le envió a evangelizar Nóricum, y el santo fijó su residencia
episcopal en Lorch; no obstante las persecuciones de Valeriano y Aureliano, el
santo sobrevivió veinte años y convirtió a numerosas personas. Pero en el
reinado de Nume-riano, el prefecto de Nóricum lanzó una nueva persecución, y
San Maximiliano fue convocado para que ofreciese sacrificios a los dioses. Al
rehusarse a ello, fue decapitado fuera de las murallas de la ciudad de Cilli,
en un sitio que todavía se muestra a los visitantes.
Las actas pueden
verse en Acta Sanctorum, oct., vol. IV, con la introducción
acostumbrada. Véase también Ratzinger, Forschungen z. bayr. Gesch. (1898),
pp. 325 ss; y J Zeiller, Les origines chrétiennes dans les provinces
danubiennes (1914).
(12 de octubre).
El segundo párrafo
del Martirologio Romano en el día de hoy, reza así: “En África, el triunfo de
4966 santos, confesores y mártires sacrificados por los vándalos en el reinado
del arriano Hunerico. Entre la inmensa multitud de fieles se contaban varios
obispos, sacerdotes y diáconos de las diferentes Iglesias. Primero fueron
desterrados a un espantoso desierto, por defender la fe católica. Los moros
torturaron cruelmente a muchos de ellos. A unos los obligaron a correr sobre
los filos de las espadas, a otros los apedrearon, a otros más les ataron las
piernas y los arrastraron sobre las rocas hasta despedazarlos. Finalmente,
todos alcanzaron la corona de un glorioso martirio. Entre ellos se encontraban
los obispos Félix y Cipriano, distinguidos sacerdotes del Señor.” Víctor de
Vita, obispo africano que fue testigo presencial de los hechos, describe en
detalle la persecución de los vándalos arríanos cuyo resumen acabamos de leer.
Hunerico desterró por centenares a los
cristianos al desierto de Libia, donde perecieron en las más feroces torturas.
Algunos fueron encerrados en una reducida construcción, donde los visitó el
obispo Víctor, quien más tarde, describió aquella estrecha cárcel, como un foso
tan siniestro y espantoso como el tristemente célebre “agujero negro” de
Calcuta. Cuando llegó finalmente la orden de partir al desierto, los cristianos
salieron de aquella mazmorra cantando salmos y desfilaron entre el coro de
lamentaciones de sus correligionarios que estaban aún en libertad. Algunos de
estos últimos, entre los que se contaban muchas mujeres y niños, siguieron
voluntariamente al destierro a los confesores de la fe. Los guardias, viendo
que San Félix, obispo de Abbir, era ya muy anciano y estaba casi paralítico,
sugirieron a Hunerico que le dejase morir en la prisión, pero el salvaje tirano
respondió que si Félix estaba demasiado débil para cabalgar, le atasen a una
yunta de bueyes para que éstos le llevasen a rastras al desierto. San Félix
hizo el viaje atado al lomo de una muía. Muchos de los más jóvenes y vigorosos
murieron en el camino. Cuando alguno caía Atenuado, los guardias le levantaban
a punta de lanza y, si veían que no día continuar el viaje, le echaban a un
lado del camino para que pereciese e sed y de fatiga. San Cipriano, que era
también obispo, dedicó todas sus ergías a asistir y alentar a los cristianos,
hasta que fue aprehendido y desterrado: murió en el destierro, víctima de los
malos tratos que había recibido.
Prácticamente todo lo que
sabemos acerca de estos mártires se reduce a lo que nos cuenta Víctor de Vita,
cuyo relato se cita y se discute en Acta Sanctorum, oct., vol. VI. Es curioso que ni en el antiguo
calendario de Cartago ni en el Hieronymianum se mencione a estos
mártires.
(12 de octubre).
Se dice que
Santa Etelburga nació en Stallington del Lindsey. Era hermana de San Erconwaldo,
y se cuenta que “estaban unidos por los lazos del amor fraternal y eran como un
solo corazón y una sola alma.” Enardecida por el ejemplo de su hermano, Santa
Etelburga determinó consagrarse a Dios en la vida religiosa y nada pudo hacerla
vacilar en su resolución, porque el mundo pierde todo poder sobre aquéllos que
están sinceramente poseídos por las verdades eternas. Antes de ser elegido
obispo de Londres, San Erconwaldo fundó un monasterio en Chertsey y otro en
Barking, en Essex. Este último era un monasterio mixto del que Santa Etelburga
fue la primera abadesa. Pero, ya que ella y las otras religiosas carecían de
experiencia, Santa Hildelita fue enviada de una abadía de Francia para vigilar
los primeros pasos del monasterio. Se dice que entre Santa Hildelita y Santa
Etelburga existía una especie de emulación en materia de austeridad. Cuando
Santa Etelburga quedó como única superiora, supo conducir suavemente a sus
religiosas por el camino de la virtud y perfección cristianas. “Se mostraba en
todo digna hermana de San Erconwaldo, observaba escrupulosamente la regla, era
muy devota y ordenada y el cielo ilustró con algunos milagros su sabio
gobierno.” San Beda relata varios de los milagros de Santa Etelburga.
Durante una epidemia, murieron varios monjes
del monasterio que fueron sepultados en la iglesia. Entonces, las religiosas
comenzaron a discutir si las monjas debían ser enterradas en el mismo sitio.
Como no pudiesen llegar a ningún acuerdo, decidieron confiar a Dios la solución
del problema. Una mañana, cuando oraban junto a la tumba de sus hermanos,
después de los maitines, un rayo de luz (que, según la descripción de Beda, era
tan brillante como el sol) se posó sobre la tumba de los monjes, en tanto que
un segundo rayo de la misma intensidad señalaba otro sitio en la iglesia. Las
religiosas comprendieron que ese prodigio “mostraba el lugar en el que sus
cuerpos habían de descansar en espera del día de la resurrección.” San Beda
cuenta la historia conmovedora de un niño de tres años, recogido por las
religiosas, que murió pronunciando el nombre de una de ellas, llamada Edith,
quien le siguió poco después a la tumba. Otra religiosa, cuyo nombre había
también pronunciado el niño, entró en agonía a la media noche y pidió una
antorcha, diciendo: “Seguramente pensaréis que estoy loca, pero no lo estoy.
Veo esta habitación iluminada por una luz tan intensa, que la llama de la
antorcha me parece más bien oscuridad.” Como sus hermanas no hiciesen caso de
su petición, la moribunda exclamó: “Está bien, dejad brillar vuestra antorcha;
pero su luz no es ciertamente la que va a iluminarme al amanecer.” En efecto,
Dios la llamó al cielo al despuntar el alba.
Una religiosa llamada Teorigita, que había
estado en cama durante nueve años, tuvo una revelación sobre la próxima muerte
de Santa Etelburga. La santa había llevado una vida tan edificante, “que
ninguno de los que la conocían tenía la menor duda de que su alma iría
directamente al cielo”, dice Beda. Tres años más tarde, poco antes de morir,
Teogirita perdió el habla, pero súbitamente la recobró y dijo: “Vuestra venida
es un motivo de gran gozo para mí. Sed bienvenida.” A
continuación, conversó largamente con la visitante invisible y le preguntó
cuánto tiempo le quedaba de vida. Los presentes le preguntaron con quién
hablaba, y la religiosa respondió: “Con mi queridísima madre Etelburga.” La
diócesis de Brentwood celebra la fiesta de Santa Etelburga.
Muy poco se puede añadir al
relato que nos dejó Beda en su Historia
ecclesiastica, lib. IV (edición y notas de Plummer); sin embargo, los bolandistas
publicaron también la biografía escrita por Capgrave. En los calendarios medievales
(Stanton, Menology, 486) y en ciertas
antífonas, etc. (Hardy, Materials, vol.
I, p. 385), hay huellas del culto medieval de Santa Etelburga. Acerca de la
biografía de Goscelino de Canterbury se conserva en el Gotha MS, véase Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), p. 101.
(12 de octubre).
San Wilfrido se
distinguió entre los primeros personajes de la Iglesia en Inglaterra por su
ardiente defensa de las costumbres y de la disciplina de la Iglesia de Roma y
por sus estrechas relaciones con la Santa Sede. Nació el año 634 en Nortumbría;
se dice que su ciudad natal era Ripon, pero hasta ahora no está probado. La
madre de Wilfrido murió pronto, y su madrastra le trataba con tal rudeza que el
niño partió a los trece años a la corte del rey Oswino de Nortumbría. La reina
Eanfleda le tomó cariño y le envió a proseguir sus estudios en el monasterio de
Lindisfarne. Al cabo de algún tiempo, viendo Wilfrido que en el monasterio no
podría alcanzar la perfección que deseaba, pues las costumbres célticas que ahí
se observaban no le satisfacían, determinó hacer un viaje por Francia e Italia.
En Canterbury se detuvo algún tiempo para estudiar ahí la disciplina romana
bajo la dirección de San Honorio y aprendió el salterio en la versión romana,
que hasta entonces no conocía. El año 654, San Benito Biscop, paisano de San
Wilfrido, pasó por Kent rumbo a Roma, y San Wilfrido partió con él en ese
primer viaje.
San Wilfrido pasó un año en Lyon con
el obispo de dicha ciudad, San Anemundo, el cual le tomó tanto cariño, que le
ofreció la mano de su sobrina y un porvenir muy brillante; pero el joven
permaneció inconmovible en su decisión de consagrarse enteramente a Dios. En
Roma se puso bajo la dirección del archidiácono Bonifacio, hombre muy piadoso y
sabio, que ejercía el cargo de secretario del Papa San Martín y tenía positivo
placer en instruir a su joven discípulo. Más tarde, San Wilfrido volvió a Lyon,
donde pasó tres anos; ahí recibió la tonsura según la costumbre romana, lo cual
era como un testimonio visible de su desacuerdo con los usos célticos. San
Anemundo tenía la intención de hacer de él su sucesor en la sede de Lyon, pero
fue asesinado repentinamente, y San Wilfrido sólo escapó con vida porque era
extranjero. Inmediatamente volvió a Inglaterra. El rey Alfredo de Deira, había
oído decir que Wilfrido conocía perfectamente las costumbres romanas y le pidió
que istruyese en ellas a su pueblo. Dicho monarca había fundado poco antes un monasterio
en Ripon, cuyos monjes, entre los que se contaba San Cutberto, habian venido de
Melrose. El rey les ordenó que adoptasen las costumbres romanas, pero el abad Eatta,
Cutberto y algunos más, prefirieron retornar a lelrose. San Wilfrido fue
nombrado entonces abad del monasterio, en el que rodujo la regla de San Benito. Poco después, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Agilberto, quien era entonces obispo de los sajones occidentales.
San Wilfrido empleó toda su influencia para
atraer al clero del norte de Inglaterra a las costumbres romanas. La principal
dificultad era la fecha de la Pascua, que los celtas observaban erróneamente.
Por ejemplo, se cuenta que el rey Oswino y la reina Eanfleda, originarios ambos
de Kent, solían observar la Cuaresma y la Pascua en fechas diferentes en la
misma corte. Para poner fin a ese estado de cosas, el año 663 o 664, se reunió
un sínodo en el monasterio de San Gildas en Streaneshalch (hoy Whitby), al que
asistieron los reyes Oswy y Alfrido. Según lo referimos en nuestro artículo
sobre San Coimano (18 de febrero), quien era entonces obispo de Lindisfarne, el
sínodo terminó con el triunfo de los partidarios de la disciplina romana, y San
Coimano se retiró a lona. Tuda fue consagrado entonces obispo para suceder a
San Colmano; pero Tuda murió poco después, y el rey Alfrido elevó a San
Wilfrido a la sede episcopal. Nuestro santo, que equivocadamente consideraba
como cismáticos a los obispos del norte que no habían adoptado la disciplina
romana, fue a Compiégne a recibir la consagración episcopal de manos de su
antiguo amigo San Agilberto, quien había vuelto a su país natal. San Wilfrido,
que tenía entonces unos treinta años, permaneció algún tiempo en Francia y, por
causas de un naufragio, se dilató aún más su retorno a Inglaterra. Entre tanto,
el rey Oswy había enviado a San Chad, abad de Lastingham, a recibir la
consagración episcopal de manos de Wino, obispo de los sajones occidentales, y
le había nombrado obispo de York. A su vuelta a Inglaterra, San Wilfrido
encontró su sede ya ocupada y se retiró calladamente a un monasterio en Ripon.
El rey Wulfhero solía convocarle frecuentemente a Mercia para que confiriese la
ordenación sacerdotal a los candidatos. En una ocasión, el rey Egberto le
invitó a Kent por la misma razón; San Wilfrido volvió de Kent con un monje
llamado Eddio Stephanus, quien llegó a ser su amigo íntimo y su biógrafo.
El año 669, San Teodoro, que acababa de ser
elegido arzobispo de Canterbury, descubrió durante la visita de su
arquidiócesis que la elección de San Chad había sido irregular y le destituyó
de la sede de York; en su lugar nombró a San Wilfrido. Con la ayuda de Eddio,
quien había ocupado un cargo de importancia en Canterbury, San Wilfrido
estableció el canto romano en las iglesias del norte, restauró la catedral de
York y desempeñó sus funciones episcopales en forma ejemplar. Hizo a pie la
visita de su extensa diócesis y consiguió ganarse el cariño y el respeto de su pueblo,
pero no el del príncipe Egfrido, sucesor de Oswy. El año 659, Egfrido había
contraído matrimonio con Santa Etelreda, hija del rey Anna de Anglia del este.
La reina se negó a consumar el matrimonio durante diez años; San Wilfrido, a
quien apeló la reina cuando su marido quiso hacer valer su derechos, apoyó su
causa y la ayudó a abandonar el palacio y a ingresar en el monasterio de
Coldingham. Ante esa actitud del santo, Egfrido se sintió ofendido y dio rienda
suelta a su resentimiento. Cuando corrió la noticia de que San Teodoro tenía el
proyecto de dividir la extensa diócesis sufragánea de Nortumbría, el rey apoyó
el proyecto; por otra parte, se dedicó a crear obstáculos a San Wilfrido y
pidió que fuese depuesto. Según parece, Teodoro prestó oídos a las quejas de
Egfrido, dividió la diócesis de York y consagró a tres obispos en la propia
catedral de San Wilfrido. Este apeló al juicio de la Santa Sede el año 677 o
678. Fue el primer caso de apelación de la Iglesia de Inglaterra a Roma. San
Wilfrido emprendió el viaje a la Ciudad Eterna; pero los vientos contrarios
arrojaron la nave a la costa de Frieslandia, y el santo pasó ahí el invierno y
la primavera del año siguiente, predicando y bautizando a los habitantes de la
región. Tal fue el comienzo de la misión que San Wilibrordo y otros apóstoles
llevarían a feliz término más tarde.
Después de pasar algún tiempo en Francia, San
Wilfrido llegó a Roma a fines del año 679. El Papa San Agatón estaba ya al
corriente de los sucesos en Inglaterra, gracias a los informes de un monje a
quien Teodoro había enviado a Roma con unas cartas. Para discutir el asunto, el
Papa reunió un sínodo en Letrán. El sínodo dispuso que San Wilfrido debía ser
restituido a su diócesis y que a él tocaba elegir a sus coadjutores o sufragáneos.
En cuanto llegó a Inglaterra, San Wilfrido, que había asistido en Roma al
Concilio de Letrán que condenó la herejía monoteleta, se presentó ante el rey
Egfrido y le dio a leer los documentos pontificios. El monarca gritó que San
Wilfrido había obtenido esos decretos del Pontífice con soborno y mandó que le
encarcelaran durante nueve meses. Cuando salió de la prisión, el santo se
dirigió a Sussex pasando por Wessex. Aunque aún había muchos paganos entre los
sajones del sur, el rey Etelwaldo, que había sido bautizado recientemente en
Mercia, le acogió con los brazos abiertos. El santo convirtió con su
predicación a la mayoría de los habitantes y evangelizó también la isla de
Wight. En Sussex devolvió la libertad a 250 esclavos. Cuando llegó a Sussex, el
hambre y la sequía asolaban la región; pero el día en que bautizó a los
primeros neófitos cayó una lluvia muy abundante. San Wilfrido enseñó también al
pueblo a pescar, lo cual resultó muy benéfico, pues en la región sólo se
conocía la pesca de anguilas. Los acompañantes del obispo adaptaron las redes
utilizadas para atrapar anguilas de manera que sirviesen para los peces y, en
la primera salida pescaron trescientas piezas. San Wilfrido regaló cien peces a
los pobres, dio otros cien a quienes le habían prestado las redes y guardó los
cien restantes para su comitiva. El rey le regaló entonces una parcela de
tierra, donde el santo estableció un monasterio, que se convirtió más tarde en
cabecera de una diócesis, que después se cambió a Chichester.
San Wilfrido tenía su residencia en la
península de Selsey. Durante los cinco años siguientes, hasta la muerte del rey
Egfrido, San Teodoro, que era ya muy anciano y estaba enfermo, le rogó
frecuentemente que fuese a verle en casa del obispo de Londres, San Erconwaldo.
Cuando por fin tuvo lugar la reunión, San Teodoro confesó toda su vida a sus
dos hermanos en el episcopado y dijo a San Wilfrido: “Lo que más me duele es
haber consentido en vuestra deposición sin que vos me hubieseis dado causa
alguna para ello. Confieso mi crimen a Dios y a San Pedro y los pongo por
testigos de que haré cuanto esté en mi mano por reparar mi falta y
reconciliaros con los reyes y señores que son amigos míos. Sé que no viviré
hasta el fin de este año y, antes de morir, quiero dejaros establecido como
sucesor mío en mi diócesis.” San Wilfrido replicó: “Que Dios y San Pedro
perdonen todas nuestras disputas. En cuanto a mi, os prometo que pediré siempre
por vos. Escribid a vuestros amigos que me restituyan en mi diócesis, según lo
disponen los decretos de la Santa Sede. Mas tarde, una asamblea
estudiará el asunto de vuestro sucesor.” Así pues, San Teodoro escribió a
Alfrido, sucesor de Egfrido, a Etelredo, rey de Mercia, a Santa Elfleda, quien
había sucedido a Santa Hilda en el gobierno de la abadía de Whitby y a algunos
otros. Alfrido restituyó a San Wilfrido en su diócesis el año 686 y le devolvió
el monasterio de Ripon. La historia del desarrollo de los sucesos en el norte
es muy oscura y complicada; el hecho es que, cinco años después, surgieron ciertas
dificultades entre Alfrido y San Wilfrido, y éste fue nuevamente desterrado, el
año 691. Entonces se refugió en los dominios de Etelredo de Mercia, quien le
confió la administración de la sede vacante de Lichfield, y el santo desempeñó
ese oficio durante cinco años. El nuevo arzobispo de Canterbury, San Berlwaldo,
a quien no simpatizaba San Wilfrido, convocó el año 703 un sínodo en el cual se
decretó, a instancias de Alfrido, que San Wilfrido renunciase a su diócesis y
se retirase a la abadía de Ripon. San Wilfrido, en un discurso conmovedor, recordó
todo la que había hecho por la Iglesia en el norte y apeló nuevamente a la
Santa Sede. El sínodo se disolvió, y el santo, que tenía ya setenta años,
emprendió su tercer viaje a Roma.
También sus enemigos enviaron representantes
a la Ciudad Eterna, donde se examinó el asunto en varias sesiones consecutivas.
Naturalmente, la comisión encargada de estudiar el caso estaba influenciada por
la decisión anterior de San Agatón. Por otra parte, los enemigos de San
Wilfrido admitían que su vida había sido siempre irreprochable y que es
imposible deponer a un obispo contra el que no se puede probar ninguna
acusación canónica. La comisión resolvió que, si era necesario dividir la sede
de San Wilfrido, había sido injusto proceder a ello sin consultar al santo y
sin reservarle una de las diócesis nuevas, y que sólo un sínodo provincial
podía haber decretado la división de la diócesis. Además, como San Wilfrido era
el mejor conocedor de los cánones de la Iglesia de Inglaterra, según lo había
reconocido San Teodoro, consiguió meter en aprietos a muchos personajes de la
corte. En efecto, es interesante observar que el santo jamás había exigido la
jurisdicción de un metropolitano sobre la sede de York, ya que el palio había
sido concedido a San Paulino y no a él. San Wilfrido encontró en Roma la
protección y la aprobación que merecía su heroica virtud. El Papa Juan VI escribió a los reyes de Mercia y Nortumbría y encargó al arzobispo
Bertwaldo que convocase a un sínodo para hacer justicia al santo; al mismo
tiempo, amenazó con emplazar a los enemigos de San Wilfrido, si no cumplían sus
órdenes.
A pesar de todo, el rey Alfrido mantuvo su
oposición a San Wilfrido cuando éste retornó a Inglaterra, pero el monarca
falleció el año 705 y, durante su última enfermedad, se arrepintió de todas las
injusticias que había cometido contra él, según testificó su hermana Santa
Elfleda. Habiendo reivindicado así los cánones y la autoridad de la Santa Sede,
San Wilfrido no tuvo dificultad en aceptar un compromiso; en efecto, cedió la
sede de York a San Juan de Beverley y se contentó con la diócesis de Hexham,
que administró prácticamente desde su monasterio de Ripon. Eddio escribe a
propósito de la toma de posesión de San Wilfrido: “Ese día se abrazaron y
besaron todos los obispos, unos a otros, partieron el pan y comulgaron juntos.
Una vez que dieron gracias a Dios por el feliz suceso, retornaron a sus
respectivas diócesis llenos de la paz de Cristo.” El año 709, San Wilfrido
visitó los monasterios de Mercia que él mismo había fundado y falleció en uno
de ellos, el de Oundle, en Northamptonshire, después de haber repartido sus
bienes entre sus monasterios, sus iglesias y sus antiguos compañeros de
destierro. Su cuerpo fue sepultado en su iglesia de San Pedro de Ripon. T.
Hodkin, en su “Historia de Inglaterra durante la conquista de los normandos”,
confiesa que “la vida de San Wilfrido, con su extraña sucesión de triunfos y
desventuras, es uno de los problemas más complejos de la historia del primer
período anglo-sajón.” Pero el mismo autor añade: “San Wilfrido preguntó
justamente una y otra vez: “¿De qué crímenes me acusáis?” Y, a lo que parece,
sus enemigos no podían acusarle de ningún crimen.” Por otra parte, el
historiador Hodgkin no vacila en describir al santo como “un valeroso anciano”
y “el más grande de los personajes eclesiásticos” de Nortumbría. Aunque las
tempestades se acumularon sobre San Wilfrido, nunca perdió el ánimo ni insultó
a sus perseguidores. Su amigo y biógrafo, Eddio, le describe como un hombre “cortés
con todo el mundo, muy activo, caminante infatigable, siempre dispuesto a hacer
el bien, sin desalentarse jamás.” Su nombre figura en el Martirologio Romano.
Su fiesta se celebra en la mayoría de las diócesis inglesas y la oración que le
corresponde en el breviario está tomada del antiguo oficio de la diócesis de
York.
Además del detallado relato de
Beda, los principales materiales son: una biografía muy completa escrita por su
compañero y discípulo, Eddio (traducida al inglés por B. Colgrave en 1927), un
poema un tanto ampuloso de Frithegod (c 945) y algunos documentos posteriores,
como la biografía o las biografías de Eadmer. Dichas fuentes se hallan reunidas
en el primer volumen de la obra de Raine, Historians
of the Church of York (Rolls Series). Sería imposible discutir aquí los
múltiples conflictos de la vida de San Wilfrido. Nuestro artículo está basado
sustancialmente en los relatos de Beda y de Eddio. Aunque hay razones para
sospechar que Eddio suprimió ciertos incidentes que podían ensombrecer un tanto
la figura de su biografiado, no existe ninguna prueba de que haya realmente
falsificado la historia. Véase R. L. Pool,e Studies
in Chronology and History (1934), pp. 56-81; F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943); W. Levison, England and the Continent in the Eighth
Century (1946); E. S. Duckett, Anglo-Saxon
Saints and Scholars (1947). Alistair Campbell editó en 1950 el poema de Frithegod.
(13 de octubre).
Después del abandono, las luchas y la
opresión durante el reinado de los dos soberanos daneses, Harold Harefoot y Artacanuto,
el pueblo inglés acogió con júbilo al representante de la antigua dinastía
inglesa, San Eduardo el Confesor. “Todos reconocieron sus derechos”, y la paz y
tranquilidad que prevalecieron en su reinado, hicieron de él el más popular de
los monarcas ingleses, aunque hay que reconocer que los normandos, a quienes el
santo había favorecido con su amistad, exageraron más tarde la importancia de
su gobierno. Las cualidades que merecieron a Eduardo ser venerado como santo,
se refieren más bien a su persona que a su administración como soberano, pues,
si bien era un hombre piadoso, amable y amante de la paz, carecía tal vez de la
energía necesaria para dominar a algunas de las poderosas personalidades que le
rodeaban. Ello no significa que haya sido un hombre débil ni supersticioso,
como se ha dicho algunas veces. Aunque su salud no era vigorosa, poseía una
fuerza de voluntad poco aparatosa, pero capaz de triunfar de la influencia de
sus enemigos. Eduardo era hijo de Etelredo y de la normanda Ema. Durante la
época de la supremacía danesa, fue enviado a Normandía, cuando tenía diez años,
junto con su hermano Alfredo. Este volvió a Inglaterra en 1036; fue capturado,
mutilado y al fin murió a causa de los malos tratos que le prodigó el conde
Godwino. En vista de ello, San Eduardo no volvió a su patria sino hasta 1042,
cuando fue elegido rey; tenía entonces cuarenta años. Al cumplir cuarenta y
dos, contrajo matrimonio con Edith, la hija de Godwino. Era ésta una joven muy
bella y piadosa, “cuya mente era un verdadero arcón de artes liberales.” La
tradición sostiene que San Eduardo y su esposa guardaron perpetua continencia,
por amor a Dios, y como un medio para alcanzar la perfección; pero el hecho no
es del todo cierto, y mucho menos sus motivos. Guillermo de Malmesbury, quien
escribió ochenta años más tarde, afirma que todo el mundo sabía que el rey y la
reina observaban la continencia, pero añade: “Lo que no se ha conseguido averiguar
es si el monarca procedía así por desprecio a la familia de su esposa o
simplemente por amor a la castidad.” El cronista Rogelio de Wendover repite
esta opinión, pero cree que San Eduardo no quería “tener sucesores que
perteneciesen a una familia de traidores.” Sin embargo, debe reconocerse que
ese motivo parece traído por los cabellos. En este caso no existe razón alguna
para preguntarnos por qué San Eduardo contrajo matrimonio si no pensaba consumarlo,
ya que el poder del conde Godwino constituía la mayor amenaza para su reino y
su matrimonio lo resguardaba.
En efecto, Godwino era el principal enemigo
de un grupo de normandos cuya influencia se dejaba sentir sobre todo en la
corte, tanto en el nombramiento de los obispos como en otras materias de menor
importancia. Al cabo de una serie de incidentes, la hostilidad que existía
entre los dos grupos hizo crisis, y Godwino junto con su familia fueron
desterrados; aun la misma reina fue encerrada en un convento por algún tiempo.
Ese mismo año de 1051, Guillermo de Normandía fue a visitar la corte de Eduardo
y probablemente éste le ofreció entonces la sucesión; puede decirse, por tanto,
que la conquista normanda no comenzó en la batalla de Hastings, sino en el
momento en que San Eduardo subió al trono. Algunos meses más tarde, Godwino se
presentó nuevamente en la corte, pero como ninguno de los dos adversarios
quería embarcarse en una guerra civil, San Eduardo le devolvió sus posesiones,
y los miembros del consejo real “pusieron fuera de la ley a todo francés que
hubiese cometido crímenes, dado sentencias injustas y aconsejado mal en los
dominios del rey.” El arzobispo de Canterbury y otro obispo, que eran
normandos, huyeron a Francia “en una nave sin timón.” Los cronistas de la época
alaban sobre todo las “leyes y costumbres del buen rey Eduardo” y el hecho de
que hubiese librado al país de la guerra civil. Las únicas empresas militares
de importancia fueron las que entablaron Harold de Wessey, hijo de Godwino y
Gruffydd ap Llywelyn, en las Marcas de Gales, así como las expediciones del
conde Siward para reforzar a Malcolm III de Escocia
contra el usurpador MacBeth. La administración equitativa y justa de San
Eduardo le hizo muy popular entre sus súbditos. La perfecta armonía que reinaba
entre él y sus consejeros se convirtió más tarde, un tanto idealizada, en el
sueño dorado del pueblo, ya que durante el reinado de Eduardo, los barones
normados y los representantes del pueblo inglés ejercieron una profunda
influencia en la legislación y el gobierno. Uno de los actos más populares del
reinado de San Eduardo fue la supresión del impuesto para el ejército; los
impuestos recaudados de casa en casa en la época del santo, fueron repartidos
entre los pobres.
Guillermo de Malmesbury nos dejó la siguiente
descripción del santo monarca: Era “un hombre elegido por Dios: vivía como un
ángel en medio de sus ocupaciones administrativas y era evidente que Dios lo
llevaba de la mano... Era tan bondadoso, que jamás hizo el menor reproche al
último de sus criados.” Se mostraba especialmente generoso con los extranjeros
pobres y ayudaba mucho a los monjes. Su diversión favorita era la caza con arco
y con aves de presa, y solía pasar varios días seguidos en los bosques; pero ni
siquiera en esas ocasiones dejaba de asistir diariamente a misa. Era alto y
majestuoso, de rostro sonrosado y de barba y cabello blancos.
Durante su destierro en Normandía, San
Eduardo había prometido ir en peregrinación al sepulcro de San Pedro en Roma,
si Dios se dignaba poner término a las desventuras de su familia. Después de su
ascenso al trono, convoco un concilio y manifestó públicamente la promesa con
que se había ligado. La asamblea alabó la piedad del monarca, pero le hizo ver
que su ausencia abriría el camino a las disensiones en el interior del país y a
los ataques de las potencias extranjeras. El rey se dejó convencer por el peso
de esas razones y determinó someter el asunto al juicio del Papa San León IX, quien le conmutó su promesa por la obligación de repartir entre los
pobres una suma de dinero igual a la que hubiese gastado en el viaje y le
ordenó que dotase a un monasterio en honor de San Pedro. San Eduardo escogió
para esto una abadía en las cercanías de Londres, en un sitio llamado Thorney,
la reconstruyó y la dotó con gran munificencia, empleando en ello su propio
patrimonio, y obtuvo que el Papa Nicolás II concediese a
la abadía amplios privilegios y
exenciones. Dicha abadía recibió a partir de entonces el nombre de West Minster
(monasterio del oeste) para distinguirla de la de San Pablo, que estaba situada
al este de la ciudad. Originalmente había en el monasterio setenta monjes. Más
tarde, se disolvió la comunidad y la iglesia fue transformada en colegiata por
la reina Isabel I. Los monjes de la abadía de San Lorenzo de Ampleforth son los
sucesores jurídicos de los monjes de la abadía fundada por San Eduardo. La
iglesia actual, conocida con el nombre de Westminster Abbey, fue construida en
el siglo XIII, en el sitio donde se levantaba la abadía de San Eduardo.
El último año de la vida del santo, se vio turbado
por la tensión entre el conde Tostig Godwinsson de Nortumbría y sus súbditos;
finalmente, el monarca tuvo que desterrar al conde. Durante las fiestas de la
Navidad de ese año, se llevó a cabo con gran solemnidad y en presencia de todos
los nobles, la consagración del coro de la iglesia abacial de Westminster, el
28 de diciembre de 1065. San Eduardo estaba ya muy enfermo y no pudo asistir a
la ceremonia; Dios le llamó a Sí una semana más tarde. Su cuerpo fue sepultado
en la abadía.
La canonización de San Eduardo tuvo lugar en 1161.
Dos años después, su cuerpo, que estaba incorrupto, fue trasladado por Santo
Tomás Becket a una capilla del coro de la abadía, el 13 de octubre, fecha en
que se celebra actualmente su fiesta. El Martirologio Romano menciona también
al santo el 5 de enero, aniversario de su muerte. En el siglo XIII, el cuerpo
de San Eduardo fue trasladado a una capilla situada detrás del altar mayor,
donde reposa en la actualidad; sus reliquias son las únicas que permanecieron en
su sitio (si se exceptúan las reliquias de un santo desconocido llamado Wite,
que se conservan en Whitchurch de Dorsetshire), después de la tormenta de
impiedad desatada por Enrique VIII y sus sucesores. A San Eduardo se atribuyó
por primera vez el ejercicio del poder de curar “el mal de los reyes” (la
escrófula); sus sucesores ejercitaron también ese poder, aparentemente con
éxito. Alban Butler afirma que, “desde la revolución de 1688, sólo la reina Ana
tuvo ese poder”; pero el cardenal Enrique Estuardo (que era de iure Enrique IX
y murió en 1807) también lo ejerció. San Eduardo es el principal patrono de la
ciudad de Westminster y patrono secundario de la arquidiócesis; su fiesta se
celebra no sólo en Inglaterra, sino en toda la Iglesia de occidente desde 1689.
H. R. Luard publicó en 1858 en la
Rolls Series una colección de
biografías de San Eduardo. Dicha colección incluye, además de un poema
franco-normando y un poema latino de fecha tardía, la obra anónima titulada Vita Aeduardi Regis, escrita, según se
cree, poco después de la muerte del santo. Osberto de Clare escribió otra
biografía hacia 1141; fue editada en Analecta
Bollandiana (vol. XLI, 1923, pp. 5-31) por M. Bloch, quien expone
largamente su opinión de que la biografía anónima no es anterior al siglo XII y
debió ser escrita entre los años 1103 y 1120. Sobre este punto véase H.
Thurston, en The Month, mayo de 1923,
pp. 448-451; y R. W. Southern, en Eng.
Hist. Rev., vol. LVIII (1943), pp. 385 ss. Existe otra biografía, que es
una adaptación de la de Osberto, llevada a cabo por San Etelredo; ha sido
frecuentemente editada entre las obras de dicho santo. Además, hay una buena
cantidad de noticias biográficas en la Crónica
Angla-sajona y en las obras de Guillermo de Malmesbury y Enrique de
Huntingdon. Inútil decir que los historiadores modernos han estudiado a fondo
el reinado de San Eduardo, por quien generalmente no tienen gran simpatía;
véase sobre todo E. A. Freeman, Norman
Conquest, vol. II. Acerca de la relación de San Eduardo con Westminster, véase
a Fleete, History of Westminster Abbey,
editada por Armitage Robinson (1909). Por lo que se refiere a la fama de San
Eduardo como legislador, F. Liebermann demostró en Gesetze der Angelsachen que el llamado “Código de San Eduardo” fue
redactado cincuenta años después de la conquista normanda y que no está basado
en ninguna de las leyes que se tribuyen a San Eduardo. Acerca del poder de
curar el mal de los reyes, cf. M. Bloch, Les
rois thaumaturges (1924).
(13 de octubre).
Prudencio llama a estos santos “las tres Coronas
de Córdoba.” Su martirio tuvo lugar en aquella ciudad andaluza. Primero Fausto,
después Genaro y finalmente Marcial, que era el más joven, fueron atormentados
en el potro. El juez ordenó a los verdugos que intensificasen gradualmente la
tortura hasta que los mártires se decidiesen a ofrecer sacrificios a los
dioses. Fausto gritó: “¡No hay más que un Dios, que es nuestro Creador!” El
juez mandó que le cortasen la nariz, las orejas, los párpados y el labio
inferior. A medida que le cortaban esas partes, el mártir prorrumpía en un
himno de acción de gracias. Genaro no salió mejor librado que su compañero y,
entretanto, Marcial presenciaba con gran constancia el horrible espectáculo, tendido
en el potro. El juez le exhortó a obedecer al edicto imperial; pero Marcial
respondió resueltamente: “Jesucristo es mi único consuelo. Sólo hay un Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, a quien sean dados todo honor y toda gloria.” Los
tres mártires fueron condenados a perecer quemados vivos y ofrecieron
jubilosamente sus vidas en Córdoba, España.
Como en tantos otros casos,
aunque las actas carecen de valor
histórico, está fuera de duda el hecho del martirio de tres cristianos en
Córdoba. Sus nombres se han perpetuado gracias a ciertas inscripciones del
siglo V o VI y a la mención que de ellos hace el Hieronymianum; cf. CMH., pp. 530, 544. Las actas pueden verse en la obra de Ruinart y en Acta Sanctorum, oct., vol. VI.
(13 de octubre).
Geraldo nació en el seno de una noble familia el
año 855. Una larga enfermedad le retuvo lejos del mundanal ruido mucho tiempo
y, durante ese retiro forzado, adquirió el santo un gran amor por el estudio,
la oración y la meditación, de tal suerte que después no encontró ya gusto
alguno en la vida del mundo. A la muerte de sus padres, heredó el título de
conde de Aurillac. Inmediatamente repartió entre los pobres la mayor parte de
sus riquezas y empezó a vestirse en forma muy modesta, como correspondía a la
vida austera y frugal que llevaba. Se levantaba todos los días a las dos de la
mañana, aun cuando estuviese de viaje. Inmediatamente rezaba el oficio divino y
después asistía a la misa. Dividía la jornada en forma muy estricta, de acuerdo
con una distribución determinada, en la que la oración y la lectura espiritual
ocupaban una buena parte. San Geraldo hizo una peregrinación a Roma y al regreso
erigió en Aurillac una iglesia consagrada a San Pedro y una abadía que pobló con
monjes del monasterio de Vabres, en el sitio en que su padre había construido,
anteriormente, una iglesia en honor de San Clemente. El santo pensó algún
tiempo en tomar el hábito, pero el obispo de Cahors, San Gausberto, le aconsejó
que se abstuviese, ya que en el mundo podía hacer más por el bien de sus
vasallos y de sus vecinos. San Geraldo quedó ciego siete años antes de su
muerte, ocurrida en Cézenac de Quercy el año 909. Fue sepultado en la abadía de
Aurillac.
Aunque Alban Butler no profundizó
mucho en la vida de San Geraldo, la biografía de este santo en Acta Sanctorum (oct., vol. VI) es una de
las semblanzas más frescas y atractivas que nos quedan del período en que
vivió. San Geraldo fue contemporáneo de otro gran laico, el rey Alfredo de
Inglaterra; más afortunado que el monarca anglo-sajón San Geraldo tuvo por
biógrafo a San Odón de Cluny. La cuestión del autor de la biografía del santo y
la de las dos recensiones que existen, ha sido tratada en forma convincente por
A. Poncelet, en Analecta Bollandiana,
vol. XIV (1895), pp. 88-107. Véase también E. Sackur, Die Cluniacenser, quien sostiene la opinión de Poncelet, aunque
basándose tal vez en datos insuficientes. Hay un resumen muy detallado de la
biografía escrita por San Odón, en Baudot y Chaussin, Vies des saints...”, vol. X (1952), pp. 413-426.
(13 de octubre).
A principios
del siglo XI, Austria, Moravia y Bohemia, estaban envueltas en una serie de guerras
y disensiones. San Colman, un escocés o irlandés que iba en peregrinación a
Jerusalén, llegó por el Danubio a Stockerau, población que dista unos diez
kilómetros de Viena. Los habitantes, al ver que venía del campo enemigo y que
no podía explicar su presencia en forma satisfactoria (porque no conocía la
lengua), le tomaron por un espía y le ahorcaron, el 13 de julio de 1012. La
paciencia con que Colman soportó los sufrimientos, fue como una prueba de su
santidad; por otra parte, su cadáver permaneció incorrupto, y se cuenta que
obró numerosos milagros. Tres años después, el cuerpo del santo fue trasladado
a la abadía de Melk. Con el tiempo. San Colman empezó a ser venerado como
patrono secundario de Austria, y no faltó quien inventase que era de sangre
real. Actualmente es el titular de muchas iglesias en Austria, Hungría y Baviera.
El pueblo le invoca en las epidemias que diezman el ganado vacuno y caballar.
El día de la fiesta del santo se lleva a cabo la bendición del ganado en
Hohenscwangau, cerca de Füssen.
La biografía que se atribuye a
Erchenfrido, abad de Melk, puede verse en Acta
Sanctorum, oct., vol. VI, y en MGH., Scriptores,
vol. IV, pp. 675-677. Véase también a Gougaud, Gaelic Pioneers, (1923), pp. 143-145; y Lexikon fur Theologie und Kirche, vol. VI, c. 95. No se puede probar que San Colman
haya sido mártir en el sentido estricto de la palabra, y el santo no ha sido
canonizado formalmente. Acerca de los aspectos folklóricos del caso, cf.
Báchtold-Staubli, Handwdrterbuch des
deutschen Aberglaubens, vol. II, pp. 95-99.
(13 de octubre).
Es lástima que casi todas las noticias que poseemos sobre San Calixto I
procedan de un autor hostil. Según la narración de Hipólito, Calixto era un
esclavo. Su amo, un cristiano llamado Carpóforo, le confió la administración de
un banco, y el joven perdió el dinero que habían depositado en él los cristianos.
Seguramente la pérdida no se debió a un robo, pues Hipólito no hubiera dejado
de decírnoslo. Como quiera que fuese, Calixto huyó de Roma; pero se le capturó
en Porto, donde se arrojó al mar para escapar de sus perseguidores. Los jueces
le condenaron a sufrir la pena del molino, que era una de las más crueles
torturas que se imponían a los esclavos; sin embargo, sus acreedores lograron alcanzarle
la libertad, con la esperanza de recuperar así una parte de su dinero. Poco después, Calixto fue arrestado
nuevamente por causar desórdenes en una sinagoga; la verdad era que Calixto
había ido a la sinagoga a importunar a los judíos para que le pagasen el dinero
que le debían. Los jueces le sentenciaron en esta ocasión a trabajos forzados
en las minas de Cerdeña. Más tarde, todos los cristianos que trabajaban en las
minas fueron puestos en libertad gracias a la intercesión de Marcia, una de las
amantes del emperador Cómodo. Sin duda que esta narración no carece de
fundamento histórico, pero hay que reconocer que Hipólito presenta los hechos
en la peor forma posible, ya que, por ejemplo, afirma que cuando Calixto se
arrojó al mar en Porto, tenía intenciones de suicidarse.
Cuando San Ceferino ascendió al pontificado,
hacia el año 199, nombró a Calixto superintendente del cementerio cristiano de
la Vía Apia, que se llama actualmente cementerio de San Calixto. En una cripta
especial de dicho cementerio, conocida con el nombre de cripta papal, fueron
sepultados todos los Papas, desde Ceferino hasta Eutiquiano, excepto Cornelio y
Calixto I. Se dice que San Calixto ensanchó el
cementerio y suprimió los terrenos privados; probablemente fue esa la primera
propiedad que poseyó la Iglesia. San Calixto fue ordenado diácono por San
Ceferino y llegó a ser su íntimo amigo y consejero.
San Calixto fue elegido por la mayoría del
pueblo y el clero de Roma para suceder a San Ceferino. San Hipólito, que era el
candidato de un partido (cf. 13 de agosto), atacó violentamente al nuevo
Pontífice por motivos doctrinales y disciplinarios, en particular porque
Calixto I, basándose expresamente en el poder pontificio de atar y desatar,
admitió a la comunión a los asesinos, adúlteros y fornicadores que habían hecho
penitencia pública. Los rigoristas, encabezados por San Hipólito, se quejaban
de que San Calixto hubiese determinado que el hecho de cometer un pecado mortal
no era razón suficiente para deponer a un obispo; que hubiese admitido a las
órdenes a quienes se habían casado dos o tres veces y que hubiese reconocido la
legitimidad de los matrimonios entre las mujeres libres y los esclavos, lo cual
estaba prohibido por la ley civil. Hipólito llama hereje a San Calixto por
haber procedido así en esos puntos de disciplina, pero no ataca la integridad
personal del Pontífice. En realidad, San Calixto condenó al heresiarca Sabelio,
siendo así que San Hipólito le acusaba de practicar una forma velada de sabelianismo.
San Calixto fue un gran defensor de la sana doctrina y de la disciplina.
Chapman llega incluso a decir que, si tuviésemos más datos sobre San Calixto I,
le consideraríamos tal vez como uno de los más grandes Pontífices de la
historia.
Aunque Calixto I no vivió en una época de
persecución, no faltan razones para creer que fue martirizado durante un
levantamiento popular; sus “actas” afirman que fue precipitado en un pozo, pero
dicho documento no merece crédito alguno. San Calixto fue sepultado en la Vía
Aurelia. Probablemente, la actual capilla de San Calixto in Trastevere se yergue
sobre las ruinas de otra, construida por nuestro santo en un terreno que
Alejandro Severo adjudicó a los cristianos al fallarse un pleito legal contra
unos taberneros; el emperador declaró que los ritos de cualquier religión eran
preferibles a los escándalos de una taberna.
La certidumbre de la resurrección de la carne
movió a los santos de todas las épocas a tratar con respeto los cadáveres. En
este aspecto, los primeros cristianos
eran extraordinariamente cuidadosos. Juliano el Apóstata, en su carta a un
sacerdote pagano, afirmaba que, a su parecer, los cristianos habían ganado
terreno por tres motivos: “Su bondad y caridad con los extraños, la diligencia
que ponen en dar sepultura a los muertos y la dignidad de sus pompas fúnebres.”
Pero debe hacerse notar que los ritos fúnebres de los cristianos no eran ni de
lejos tan pomposos como los de los paganos; en lo que los aventajaban
claramente era en la gravedad y en el respeto religioso, y ello procedía de la
fe profunda en la resurrección de los muertos.
El Líber Pontificalis y las actas, que no merecen crédito alguno (Acta Sanctorum, oct., vol. VI), nos
ofrecen muy pocos datos fidedignos sobre este Pontífice. Sin embargo, hay una
literatura muy considerable sobre las actas del pontificado de San Calixto I.
Entre las obras más importantes citaremos las de Duchesne, History of the Early Church, vol. I; A. d´Alés, L´édit de Calliste (1913); y J. Galtier,
en Revue d´histoire ecclésiastique,
vol. XXIII (1927), pp. 465-488. Se encontrará una amplia bibliografía en la
obra de J. P. Kirsch, Kirchengeschichte,
vol. I (1930), pp. 797-799. Acerca de la sepultura y la catacumba de San
Calixto, cf. CMH., pp. 555-556; y DAC., vol. II, cc. 1657-1754.
(14 de octubre).
San justo nació en el Vivarais. Cuando era diácono
de Vienne, fue elegido obispo de Lyon. Su gran celo le llevaba a censurar
enérgicamente cuanto merecía reprobación. En el sínodo de Valence (374 d.C.),
demostró ampliamente su amor a la disciplina y el buen orden. El año 381, San
Justo asistió con otros dos obispos de la Galia al sínodo de Aquileya que se
ocupó principalmente de combatir el arrianismo. San Ambrosio obtuvo en el curso
de aquél sínodo la deposición de dos obispos arríanos. El santo profesaba
particular respeto a San Justo, como lo prueban dos cartas que le escribió para
consultarle acerca de ciertas cuestiones bíblicas.
Un asesino que había apuñalado a dos personas en
las calles de Lyon, se refugió en la catedral. San Justo le entregó a las
autoridades, a condición de que no le quitasen la vida, pero el pueblo se
apoderó del asesino y le dio muerte. El santo obispo se sintió responsable de
ese asesinato y pensó que ello le hacía inepto para el servicio del altar; por
otra parte, desde tiempo atrás, deseaba retirarse a servir a Dios en la soledad
y tomó el incidente como pretexto para renunciar a su sede. El pueblo no quería
dejarle partir pero, a la vuelta del sínodo de Aquileya, San Justo abandonó una
noche a su comitiva y huyó a Marsella, de donde se embarcó rumbo a Alejandría,
con un lector llamado Viator. En Egipto vivió, sin ser reconocido, en un
monasterio; pero fue finalmente descubierto por un habitante de la Galia que
había ido a visitar los monasterios de la Tebaida. Inmediatamente, el pueblo de
Lyon envió a un sacerdote para que le trajese consigo, pero el santo no se dejó
convencer. Antíoco (quien sucedió a San Justo en el gobierno de la sede de Lyon
y es también santo) determinó ir a acompañar en la soledad a su predecesor,
quien murió poco después en sus brazos, el año 390. Su cuerpo fue trasladado a
Lyon y sepultado en la iglesia de los Macabeos, que más tarde tomó su nombre.
San Viator murió algunas semanas después que su maestro. Su nombre figura
también en el Martirologio Romano (21 de octubre), donde se conmemora asimismo
la traslación del cuerpo de los dos santos (2 de septiembre).
En Acta Sanctorum, vol. I (2 de sept.), hay una biografía muy antigua de
San Justo, que parece sustancialmente fidedigna. El
nombre de San Justo figura en cinco fechas diferentes en el Hieronymianum (ef.
CMH., pp. 566-567), lo cual demuestra la popularidad de su culto. Sidonio Apolinar
describe en una carta el entusiasmo con que pueblo acudía al santuario de San
Justo el día de su fiesta. Véase también Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 162; Coville, Rechcrches sur l´histoire de Lyon (1928), 441-445; y Leclercq,
DAC., vol. X, cc. 191-193.
(14 de octubre)
Bucardo, un
sacerdote originario de Wessex, partió a predicar el Evangelio en Alemania y
ofreció sus servicios a su paisano, San Bonifacio, hacia el año 732. Poco
después, éste le consagró primer obispo de Würzburg, en la Franconia, donde San
Quiliano había predicado el Evangelio y sufrido el martirio unos cincuenta años
antes. El apostolado de San Bucardo fue muy fecundo en toda la región. El año
749, Pepino el Breve envió a San Bucardo y a San Fulrado, abad de Saint-Denis,
a consultar al Papa San Zacarías sobre el asunto de la sucesión al trono de los
francos, y la respuesta del Pontífice fue favorable a las ambiciones del
monarca. San Bucardo trasladó las reliquias de San Quiliano a la catedral de
San Salvador, en la que fundó una escuela. El santo fundó igualmente la abadía
de San Andrés de Würzburg, que más tarde tomó su nombre. El año 753,
sintiéndose muy agotado, renunció al gobierno de su sede y se retiró a Homburg,
donde pasó el resto de su vida. Probablemente murió el 2 de febrero de 754.
Existen dos biografías
medievales; lo curioso es que la segunda, que data de dos o tres siglos después
que la primera, posee mayor valor histórico. La primera biografía puede verse
en Acta Sanctorum, oct., vol. VI. La segunda, escrita probablemente por Engelhardo,
abad del monasterio de San Bucardo, fue publicada en 1911 con el titulo de Vita
sancti Burkardi, con una introducción y un comentario en alemán de F. J.
Bendel. Bendel y otros autores publicaron una serie de artículos sobre San
Bucardo en Archiv des hist. Vereins von Unterfranken, vol. LXVIII (1930), pp. 377-385.
(15 de octubre).
En una nota al
calce de su artículo sobre San Leonardo de Noblac, Alban Butler habla de su
homónimo y contemporáneo, Leonardo de Vandoeuvre, quien introdujo la vida
monástica en el valle de Sarthe. San Leanardo, que quería vivir en la soledad,
se estableció a orillas del río Sarthe, en el sitio actualmente llamado
Saint-Léonard-des-Bois. El obispo de Le Mans, San Inocencio, gran promotor de
la vida monástica, se hizo muy amigo de San Leonardo. Pronto se unieron al
ermitaño varios discípulos. Desgraciadamente, no faltaban algunas personas que
veían con malos ojos la fundación de un monasterio, y dijeron al rey Clotario I
que San Leonardo exhortaba a los súbditos del monarca a desconocer su autoridad
y someter sus bienes y personas a la autoridad del monasterio. Clotario envió
algunos legados a investigar sobre el asunto, pero, precisamente en el momento
en que llegaron los legados, un noble hacía la renuncia a sus posesiones para
tomar el hábito. Los legados hicieron notar al santo que estaba privando al rey
de sus mejores soldados, a lo que Leonardo replicó que no hacía más que enseñar
al pueblo a practicar los consejos del Señor, quien había exhortado a todos a
renunciar a sus bienes y a seguirle. Los legados no pudieron responder a ese
argumento y volvieron para informar al monarca. Con el tiempo, Clotario dejó de
hostilizar a San Leonardo y aun se convirtió en protector de la abadía. Entre
los amigos del santo se contó también a San Dómnolo, sucesor de San Inocencio
en la sede de Le Mans. San Leonardo falleció hacia el año 570, a edad muy
avanzada, en brazos de San Dómnolo.
En Acta Sancionan, oct.,
vol. VII, hay una breve biografía comentada. Véase también DCB., vol. III, pp.
686-687.
(15 de octubre).
Santa tecla, de
quien el Martirologio Romano hace mención en la fecha de hoy, fue una de las
religiosas enviadas por Santa Tetta a Alemania para ayudar a San Bonifacio en
su empresa de evangelización. Probablemente, Santa Tecla hizo el viaje junto
con su pariente, Santa Lioba; en todo caso, es cosa cierta que fue súbdita suya
en la abadía de Bischofsheim, hasta que San Bonifacio la nombró abadesa de
Ochsenfurt. Cuando murió Santa Hadeloga, fundadora y primera abadesa del
convento de Kitzingen-auf-Main, Santa Tecla fue elegida para sucederle, sin
dejar por ello de gobernar la abadía de Ochsenfurt. La santa desempeñó ese
cargo muchos años, con gran fervor y espíritu religioso. Su nombre no figura en
la lista de las abadesas de Kitzingen, pero probablemente se alude a ella con
el apelativo de Heilga, es decir, “la santa.” Santa Tecla dio gran ejemplo de
humildad y caridad, no sólo a sus súbditas, sino a todos los habitantes de la
región. Las reliquias de la santa y de sus predecesoras, que se hallaban en la
abadía de Kitzingen, fueron vergonzosamente profanadas destruidas durante la Guerra de los
Campesinos, en el siglo XVI.
El artículo de Acta
Sanctorum, oct., vol. VII, reúne una serie de alusiones a Santa Tecla que se hallan desperdigadas en diferentes obras.
(15 de octubre).
San Eutimio era
un gálata nacido en Opso, cerca de Ancira. Suele dársele el nombre de “tesalónico”,
porque fue sepultado en Salónica. El sobrenombre de “el joven” le distingue de
San Eutimio el Grande, quien vivió cuatro siglos antes que él. El nombre de
bautismo de Eutimio era Nicetas. Contrajo matrimonio cuando era muy joven y
tuvo una hija a la que llamó Anastasia. El año 842, cuando apenas tenía
dieciocho años, abandonó a su esposa y a su hija (en circunstancias que
actualmente consideraríamos como una deserción) e ingresó a la “laura” del
Monte Olimpo, en Bitinia. Durante algún tiempo, tuvo por director a San
Joanicio, un monje de dicho monasterio. Más tarde, eligió por director a un tal
Juan, quien le dio el nombre de Eutimio. Al cabo de cierto tiempo, Juan envió a
su discípulo a ejercitarse en la vida común en el monasterio de Pissidión,
donde Eutimio avanzó rápidamente por el camino de la santidad.
San Ignacio, patriarca de Constantinopla, fue
arrojado de su sede por Focio el año 858. El abad Nicolás, que permaneció fiel
a San Ignacio, fue también destituido de su cargo. Entonces, Eutimio se dirigió
al Monte Athos en busca de mayor tranquilidad. Antes de su partida, un asceta
llamado Teodoro le confirió “el gran hábito”, que era la insignia de la mayor
dignidad que un monje podía alcanzar en el oriente. Eutimio partió con un
compañero, pero éste no pudo resistir la austeridad de la vida solitaria en el
Monte Athos y, al quedar solo Eutimio se fue a vivir con un ermitaño llamado
José. El biógrafo de San Eutimio dice que José era un hombre bueno y franco, a
pesar de ser armenio. Pronto, los dos ermitaños empezaron a rivalizar en
austeridad. Primero, ayunaron durante cuarenta días, sin comer más que yerbas.
Después, Eutimio propuso que se encerrasen en sus celdas durante tres años. Así
lo hicieron y, durante ese lapso, sólo salían para recoger algunas yerbas, rara
vez se dirigían la palabra y jamás a un extraño. José sólo resistió un año,
pero San Eutimio vivió así los tres años. Cuando salió de su encierro, los
otros monjes le felicitaron. El año 863, fue a Salónica a visitar la tumba de
Teodoro, quien antes de morir había intentado en vano reunirse con su discípulo
en el monte Athos. San Lutimio habitó ahí en una torre, desde lo alto de la
cual solía predicar a las turbas y ejercer sus poderes de exorcista, sin salir
de su amado retiro. Antes de partir de Salónica, recibió el diaconado. Como los
peregrinos que iban a visitarle al Monte Athos comenzaron a aumentar, el santo
se refugió con otros dos monjes, en la islita de San Eustracio. Cuando los
piratas los arrojaron de ahí San Eutimio fue a reunirse con su antiguo amigo José
y se quedó a vivir con él.
Algún tiempo después de la muerte de José,
San Eutimio tuvo una visión en la que le fue revelado que ya había vivido
suficiente tiempo en la soledad y se le ordenó que se trasladase a una montaña llamada
Peristera, al este de Salonica, donde encontraría las ruinas del antiguo monasterio
de San Andrés, convertidas en refugio para las bestias. Su misión consistía en reconstruir
el monasterio y repoblarlo. Eutimio partió con los monjes Ignacio y Efrén y
encontró, efectivamente, el monasterio arruinado y transformado en establo.
Inmediatamente emprendió la reconstrucción de la iglesia y de las celdas. Al
poco tiempo, empezó a multiplicarse la comunidad y San Eutimio ejerció el cargo
de abad durante catorce años. Al cabo de ese período, partió a su ciudad natal
de Opso, donde reclutó un gran número de hombres y mujeres, entre los que se
contaban varios de sus parientes y fundó dos monasterios. Una vez que ambas
fundaciones estuvieron en marcha, el santo las puso en manos del metropolitano
de Salónica y se retiró a terminar sus días en la soledad del Monte Athos.
Cuando sintió que se aproximaba el momento de su muerte, reunió a los otros
ermitaños para celebrar con ellos la fiesta de la traslación de su patrono San
Eutimio el Grande; después se despidió de ellos y partió con el monje Jorge a
la Isla Santa. Ahí murió apaciblemente cinco meses después, el 15 de octubre
del año 898.
Uno de los monjes de Peristera, llamado
Basilio, quien fue más tarde metropolitano de Salónica, escribió la biografía
de San Eutimio. En su obra relata varios milagros de su maestro, de algunos de
los cuales había sido testigo y aun beneficiario. Para mostrar el don de
profecía de San Eutimio, cuenta Basilio que, cuando él se hallaba haciendo el
retiro acostumbrado, después de la toma de hábito, Eutimio fue a visitarle y le
dijo: “Yo soy absolutamente indigno de las luces del Altísimo. Sin embargo,
como director vuestro, Dios me ha revelado que el amor a la ciencia va a
arrancaros del monasterio y hará de vos un arzobispo.” Basilio añade: “Efectivamente,
más tarde, la ambición me llevó a preferir el torbellino de la vida activa a la
paz y la soledad monacales.”
Según parece, el nombre de
San Eutimio no figura en los smaxarios. Si se excluye la referencia del Annus
ecclesiasticus graeco-slavicus de Martynov (15 de octubre), la existencia
de San Eutimio era casi desconocida en occidente hasta que Louis Petit publicó
el texto griego de su biografía en Revue de l´Orient chretien, vol. VI
(1093), pp. 155-205 y 503-536. En 1904 se publicó otra edición de dicha
biografía, junto con el oficio griego de la fiesta del santo. Según Delehaye
(Les Saints Stylites, pp. CXXIX-CXXX), la alusión a la “torre vacía” en
la vida de San Eutimio es una prurha (le que se trataba de un estilita. Véase
E. von Dobschütz, en Bizantinische Zehschrift, vol. XVIII (1909), pp.
715-716.
(16 de octubre).
Después de mencionar
a los 270 mártires que sufrieron juntos en África, el Martirologio Romano habla
del martirio de los santos Martiniano y Saturiano y sus dos hermanos. Todos los
cuales, en la persecución del rey arriano Gensérico el Vándalo, fueron
convertidos a la fe por la virgen Máxima, su compañera de esclavitud. A causa
de su constancia en la fe, fueron flagelados por su amo, que era hereje hasta
que sus huesos quedaron al descubierto. Como cada día amaneciesen ilesos,
después de haber sufrido numerosos tormentos, fueron desterrados. En el exilio
convirtieron a muchos bárbaros a la fe de Cristo y lograron que el Pontífice de
Roma les enviase a un sacerdote y otros ministros, para bautizar a los
conversos. Finalmente se los ató por los pies a un carro y fueron arrastrados por los caminos fragosos.
Pero Máxima, que salió con vida i todas las pruebas, fue libertada por el poder
de Dios y “murió apaciblemente en un monasterio, en el que fue madre de muchas
vírgenes.”
Víctor de Vita, en su historia de las
persecuciones de los vándalos, habla de estos confesores. Según él, Martiniano
era un fabricante de armaduras y su amo decidió casarle con Máxima.
Aunque ésta había hecho voto de virginidad, no se atrevió a rehusar, pero
Martiniano la respetó y huyó con ella a un monasterio. Su amo los sacó de él y
los golpeó brutalmente porque se negaban a recibir el bautismo arriano. Después
de la muerte de su amo, la esposa de éste los vendió a otro vándalo, quien
devolvió la libertad a Máxima y envió a Martiniano y a dos de sus compañeros a
un jefe berberisco. Los tres convirtieron ahí a numerosas personas y pidieron
al Papa que enviase a un sacerdote. Para castigar su atrevimiento, Genserico
ordenó que fuesen arrastrados hasta que muriesen.
Véase el artículo sobre
estos mártires en Acta Sanctorum, oct., vol. VII, pte. 2. El único
documento fidedigno es el relato de Víctor de Vita.
(16 de octubre).
El más famoso de los discípulos e imitadores de San Colomba fue San Galo. Era
originario de Irlanda y se educó en el gran monasterio de Bangor, bajo la
dirección de los santos abades Comgalo y Colomba. En dicho monasterio florecían
los estudios, sobre todo los sagrados, y San Galo llegó a ser muy versado en
gramática, poética y Sagrada Escritura. Según ciertos relatos, ahí recibió la
ordenación sacerdotal. Cuando San Colomba partió de Irlanda, San Galo fue uno
de los doce que le siguieron a Francia, donde fundaron el monasterio de
Annegray y, dos años después, el de Luxeuil. San Galo pasó ahí veinte años,
pero lo único que sabemos sobre él, durante ese período, es que un día su
superior le envió a pescar en un río, y el santo fue a otro, donde no consiguió
atrapar un solo pez. Al ver su cesto vacío, su superior le reprendió y entonces
San Galo se dirigió al río que su superior le había indicado e hizo una pesca
abundantísima. El año 610, San Colomba fue desterrado del monasterio, y San
Galo partió con él; como no consiguiesen ir a Irlanda, predicaron el Evangelio
en las cercanías de Tuggen y del lago de Zurich. El pueblo no los recibió bien,
por lo cual, según dice el biógrafo de San Galo, abandonaron a aquella multitud
ingrata y desagradable para no desperdiciar en almas estériles los esfuerzos
que podían fructificar en almas mejor dispuestas.” Un sacerdote llamado Wilimar
les ofreció refugio en Arbón, cerca del lago de Constanza. Los siervos de Dios
se construyeron un par de celdas en las proximidades Bregenz, donde
convirtieron a muchos idólatras; al terminar uno de sus sermones, San Galo
arrojó al río las estatuas de los ídolos. Su atrevimiento invirtió a unos y
enfureció a otros. Los dos santos permanecieron ahí dos s y plantaron un
huerto. Por su parte, San Galo, que era indudablemente un pescador muy hábil,
ocupaba sus ratos libres en tejer redes y pescar en el lago. Pero el pueblo
siguió obstinado en su idolatría y persiguió a los dos monjes. Hacia el año 612, Teodorico,
el gran enemigo de San Colomba, se convirtió en el amo de Austrasia y éste
decidió huir a Italia; San Galo no quería separarse de él, pero la enfermedad le
impidió seguirle. Según una leyenda, San Colomba, quien no creía que su amigo
estuviese realmente muy enfermo, le impuso en castigo no volver a celebrar la
misa mientras él viviese, y San Galo obedeció esa orden injusta. Después de la
partida de San Columba y sus hermanos, San Galo cargó con sus redes y se fue a
vivir con Wilimaro en Arbón, donde pronto recuperó la salud. Entonces, el
diácono Hiltibodo le ayudó a elegir, a orillas del río Steinach, un sitio en el
que la pesca era abundante, y ahí se estableció el santo. Pronto se le
reunieron algunos discípulos, a quienes San Galo impuso la regla de San
Colomba. La fama de San Galo continuó creciendo hasta su muerte, ocurrida en
627 ó 645 en Arbón, a donde había ido a predicar.
Los biógrafos del santo narran otros detalles
de su vida. Algunos son de autenticidad dudosa y otros ciertamente falsos. Una
semana después de haberse establecido a orillas del Steinach con el diácono
Hiltibodo, San Galo tuvo que ir a exorcizar, muy contra su voluntad, a la hija
del duque Gunzo, de la que dos obispos habían intentado en vano arrojar los
demonios. San Galo tuvo éxito, y el demonio escapó de la boca de la joven en
forma de pájaro negro. El rey Sigeberto, de quien la joven Fridiburga era la
prometida, ofreció a San Galo una sede para mostrarle su gratitud; pero el
santo se negó a aceptarla y persuadió a Fridiburga de que ingresase en un
convento de Melz, en vez de casarse con el monarca. A pesar de ello, Sigeberto
no guardó rencor a San Galo; más tarde, los monjes de la abadía de San Galo
afirmaron erróneamente que Sigeberto había regalado al santo las tierras de la
abadía y la había sustraído a la jurisdicción del obispo de Constanza. La sede
de Constanza fue ofrecida de nuevo a San Galo, quien volvió a rechazarla, pero
nombró obispo al diácono Juan, discípulo suyo, y predicó el día de su
consagración. San Galo tuvo una revelación sobre la muerte de San Colomba en
Bobino; los discípulos de éste, siguiendo las instrucciones de su maestro,
enviaron a San Galo su báculo abacial en prueba de que le había perdonado por
no haberle acompañado a Italia. Cuando murió San Eustacio, a quien San Colomba
había nombrado abad de Luxeuil, los monjes eligieron a San Galo; pero la abadía
era ya entonces muy rica, y el humilde siervo de Dios apreciaba demasiado la
pobreza y la vida penitente para dejarse arrancar de ella, de suerte que siguió
ejerciendo su labor apostólica donde estaba. Sólo salía de su celda para ir a
instruir y predicar a los habitantes de las regiones más agrestes y
abandonadas. Cuando estaba en su ermita, solía pasar días y noches enteras en
contemplación.
Walafrido Strabo, además de la biografía
propiamente dicha, escribió un volumen sobre los milagros obrados en el
sepulcro de San Galo. Dicho autor hace notar que su biografiado “poseía un gran
sentido práctico” y que fue uno de los principales misioneros en Suiza. La
fiesta de San Galo se celebra en Irlanda y en Suiza. Su fama ha sido superada
por la del monasterio que fundó a orillas del Steinach, en el sitio que ocupa
actualmente el pueblecito de Saint-Gall en el cantón suizo del mismo nombre.
Otmaro organizó dicho monasterio en el siglo VIII. Sus
monjes rindieron en la Edad Media incalculables servicios a la ciencia, la
literatura, la música y otras artes y la biblioteca y el “scriptorium” del
monasterio, se contaban entre los más famosos de la Europa occidental. El
monasterio fue secularizado después de la Revolución; felizmente se conserva
todavía una buena parte de la biblioteca junto a la iglesia abacial, que fue
reconstruida y es hoy la catedral de la diócesis de Saint-Gall.
Se ha investigado mucho sobre
la vida del santo. Aparte de las alusiones incidentales que se hallan en la
biografía de San Colomba escrita por Jonás, existen tres documentos que tratan
directamente sobre San Galo. El primero, del que desgraciadamente sólo se
conservan fragmentos, fue escrito más o menos un siglo después de la muerte del
santo; el segundo, cuyo autor es el abad Wetting, data de principios del siglo
TX- el tercero, debido a la pluma de Walafrido Strabo, data seguramente de unos
diez o veinte años después. Los tres documentos fueron editados por B. Krusch
en MGH., Scriptores Merov, vol. IV, pp. 251-337. Existe además una biografía en
verso escrita por Notker. Véase J. F. Kenney, The Sources for the Early
History of Ireland vol. I, pp. 206208; Gougaud, Christianity in Celtic
Lands (1932), pp. 140-144; y Les mints irlandais hors d´Irlande (1936),
pp. 114-119; y M. Joynt, The Life of St. Gall (1927).
(16 de octubre)
A mediados
del siglo VII, San Nivardo, obispo de Reims, emprendió un viaje por Aquitania, donde
conoció a los padres de Bercario y, viendo las grandes cualidades de éste, les
rogó que le diesen una buena educación a fin de prepararle para el sacerdocio.
Así lo hicieron y, con el tiempo, Bercario recibió la ordenación sacerdotal e
ingresó en la abadía de Luxeuil. Al fundar la abadía de Hautvilliers, San
Nivardo nombró a San Bercario primer abad. En el ejercicio de ese cargo, San
Bercario fundó en el bosque de Der otro monasterio, llamado Montier-en-Der y el
convento de Puellemontier; según se dice, las primeras seis religiosas de ese
convento eran unas esclavas que el santo había rescatado.
En la abadía de San Bercario había un monje
joven llamado Daguino, cuya conducta era poco satisfactoria. En cierta ocasión,
San Bercario le impuso una grave penitencia. Entonces Daguino, furioso al ver
que su abad le reprendía constantemente, penetró en la celda de San Bercario
por la noche y le apuñaló. En cuanto cometió el crimen, el miedo y los
remordimientos le hicieron precipitarse a tocar a rebato la campana de la
iglesia, por lo que todos los monjes acudieron inmediatamente a la celda del
abad y le encontraron agonizante. El culpable confesó su crimen y fue conducido
ante San Bercario, quien le perdonó inmediatamente. El santo sobrevivió dos
días y falleció el 26 de marzo del año 685 ó 696, el día de Pascua. Algunas
veces se le representa junto a un barril de vino, con lo que se alude a la
siguiente leyenda: cuando Bercario era monje en Luxeuil, su abad le mandó
llamar en el momento en que transvasaba el vino y acudió inmediatamente, sin
preocuparse siquiera por tapar el tonel. Cuando volvió a la bodega, se encontró
con que se había obrado el milagro de que el vino, en vez de seguir fluyendo,
se había detenido en el aire como si el chorro se hubiese congelado.
El abad Adso escribió una
biografía latina de este “mártir” un siglo después de su muerte; dicha
biografía puede verse en Mabillon y en Acta Sanctorum, oct., vol. VII,
pte. 2.
(16 de octubre)
Lulo era
originario del reino de los sajones del oeste de Inglaterra. Se educó (“n
el monasterio de Malmesbury, donde recibió el diaconado. Hacia los veinte años,
sintiéndose llamado a las misiones extranjeras, pasó a Alemania. San Bonifacio,
quien, según se dice, era pariente suyo, le acogió con gran gozo. Desde entonces, San Lulo compartió con San
Bonifacio los trabajos del apostolado y los sufrimientos de las persecuciones.
San Bonifacio le ordenó sacerdote. El año 751, le envió a Roma a consultar al
Papa San Zacarías acerca de ciertos asuntos a los que no quería referirse por
carta. A su regreso, San Bonifacio le eligió por sucesor suyo y le hizo su
coadjutor. Cuando San Bonifacio partió a Frisia en su última misión, San Lulo
tomó a su cargo la sede de Mainz.
Los
historiadores suponen generalmente que la misión de San Lulo ante la Santa Sede
tenía por objeto obtener la exención de la jurisdicción episcopal para la
abadía de Fulda, fundada por San Bonifacio. Siguiendo las instrucciones de su
maestro, San Lulo le sepultó ahí, cosa que molestó mucho a los habitantes de
Mainz y de Utrecht. San Lulo, en calidad de obispo de Mainz, se negó a admitir
la exención del monasterio de Fulda, depuso al abad San Estur-mio y le
sustituyó por un partidario suyo. Pero el rey Pepino intervino y reconoció la
independencia de Fulda; San Esturmio recuperó su cargo de abad, y San Lulo
fundó entonces el monasterio de Herzfeld. En los treinta años que duró su
gobierno de la diócesis, San Lulo dio muestras de ser un pastor muy enérgico y
asistió a varios concilios en Francia y otros países.
Según lo prueban las cartas que recibía de
Roma, Francia e Inglaterra, el santo tenía fama de ser muy sabio.
Desgraciadamente no se conservan sus respuestas; sólo nos quedan nueve cartas
suyas, publicadas junto con las de San Bonifacio. El contenido es muy
interesante. En la cuarta carta se advierte la afición de San Lulo por adquirir
libros extranjeros; otras cartas prueban su fidelidad a sus amigos, su celo
pastoral y el empeño que tenía en hacer que se observasen los cánones. En una
de las cartas ordena que se celebren las misas, oraciones y ayunos “prescritos
contra las tempestades” para que Dios haga cesar las lluvias que dañan la
cosecha. En la misma carta anuncia la muerte del Papa y manda que se digan las
oraciones acostumbradas. En una carta a San Lulo, Cutberto, abad de Wearmouth,
refiere que ha mandado celebrar noventa misas por sus hermanos difuntos en
Alemania. En aquella época existía la costumbre de comunicar a las diversas
iglesias los nombres de los difuntos, como lo demuestran varias cartas de San
Bonifacio a sus hermanos de Inglaterra y una al abad de Monte Cassino. Hacia el
fin de su vida, San Lulo se retiró a la abadía de Herzfeld, donde murió.
La principal fuente sobre la
vida de San Lulo es la biografía de Lamberto abad de Herzfeld, por más
que no sea muy fidedigna, ya que fue escrita dos siglos después de la muerte
del santo. Puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. vil, pte. 2; pero
el mejor texto es el de la edición de las obras de Lamberto hecha por
Holder-Egger (1894), pp. 307-340. Las cartas de San Lulo se encuentran en la
edición de M. Tangí, Bonifatiusbriefe (1915). Véase también H. Hahn, Bonifaz
und Luí (1883); Hauck, Kirchengeschichte Deutschlands, vols. I y n; y M. Stimming,
Mainzer Urkundenbuch (1923), vol. I.
(16 de octubre)
Anastasio, que
había nacido en Venecia, era un monje muy sabio de la abadía de
Mont-Saint-Michel, a mediados del siglo XII. Como el
abad no fuese una persona muy recomendable y se le hubiese acusado de simonía,
Anastasio abandonó el monasterio y se retiró a vivir como ermitaño en la región
normanda de Tombelaine. Hacia el año de 1066, San Hugo de Cluny le invitó a
ingresar en su monasterio. Siete años más tarde el Papa San Gregorio VII le envió a España, probablemente para incitar a los españoles a
substituir la liturgia mozárabe por la latina. El cardenal Hugo de Remiremont
(irónicamente apodado “Candidus”), que era entonces legado en Francia y España,
había trabajado ya por esa causa. San Anastasio retornó pronto a Cluny, donde
vivió apaciblemente otros siete años, al cabo de los cuales se retiró a una
ermita de las cercanías de Toulouse. Según se dice, Hugo de Remiremont, quien
había sido depuesto y excomulgado por sus repetidos actos de simonía, fue a
reunirse con San Anastasio. El santo vivió entregado a la contemplación hasta
que fue llamado nuevamente a su monasterio en 1085. Murió durante el viaje y
fue sepultado en Doydes.
La biografía de San
Anastasio, escrita por un tal Galterio, puede verse en Mabillon y en Acta
Sanctorum, oct., vol. VII, pte. 2. Probablemente el santo es el autor de
una “Epístola a Geraldo” sobre la Presencia Real; cf. DTC., vol. I, c. 1166.
(18 de octubre)
Por San Pablo sabemos que San Lucas no era judío, ya que no le menciona
entre sus colaboradores judíos (Col. 4:10-11) El Apostol refiere igualmente,
que San Lucas le ayudaba en el trabajo de evangelizacion: “Marcos, Aristarco,
Demas Lucas, que comparten mis fatigas.” Dado que Lucas era médico (“Lucas, el médico amado”),
podemos suponer que cuidaba de la quebrantada salud de San Pablo. El Apóstol no
hace alusión alguna a los escritos de Lucas y, si se refiere a él en 2 Cor. 9:18-19,
como opinaba San Jerónimo, está fuera de duda que no habla ahí del Evangelio.
La primera vez que Lucas habla en nombre propio y en primera persona, durante
el ministerio del Apóstol, es cuando éste partió de Tróade a Macedonia (Hechos,
16:10). Seguramente que había empezado a ser
discípulo de San Pablo algún tiempo antes y no volvió a separarse de él sino
cuando era necesario para el bien de las Iglesias fundadas por el Apóstol. Es
prácticamente cierto que San Lucas estuvo con San Pablo en los dos períodos que
éste pasó en la cárcel en Roma. Según Eusebio, Lucas era originario de Antioquia.
Probablemente era griego. El mismo nos dejó en los “Hechos” el relato de los
viajes y tribulaciones que compartió con San Pablo.
En el prólogo de su Evangelio, Lucas nos dice
que lo escribió para que los cristianos conociesen mejor las verdades en las
que habían sido instruidos. Era, ante todo, un historiador y escribía
principalmente para los griegos. El mismo nos indica sus fuentes. Como había
muchos que relataban los sucesos tal como los habían oído contar a “aquéllos
que fueron los primeros testigos y ministros de la palabra”, también a él le
pareció bien, “tras de haber estudiado los sucesos desde el principio”,
referirlos en una narración ordenada. Al Evangelio de San Lucas debemos el
relato detallado de la Anunciación, de la visita de María a Isabel y de los
viajes de Cristo a Jerusalén (19:51; 29:28), así como la narración de seis
milagros y de dieciocho parábolas que los otros evangelistas no mencionan. San
Lucas escribió los “Hechos” como una especie de apéndice de su Evangelio, para
dejarnos un relato auténtico de las maravillas de la fundación de la Iglesia y
de algunos de los milagros obrados por Dios para confirmarla. En los doce
primeros capítulos, San Lucas refiere algunas actividades de los principales
apóstoles después de la Ascensión del Señor. Del capítulo 13 en adelante, habla
casi exclusivamente de las actividades y milagros de San Pablo, ya que había
sido testigo presencial de muchos de ellos.
San Lucas acompañó a San Pablo en sus últimos
días. En efecto, después de las famosas palabras que escribió a Timoteo: “Se
acerca la hora de mi muerte. He luchado un buen combate. He terminado mi
carrera. He guardado la fe...”, San Pablo concluye: “Sólo Lucas está conmigo.”
No sabemos a ciencia cierta qué hizo San Lucas después de la muerte del
Apóstol. Las afirmaciones de los autores posteriores no concuerdan entre sí.
Según una tradición muy antigua y muy extendida, San Lucas era soltero,
escribió su Evangelio en Grecia y murió en Beocia, a los ochenta y cuatro años.
San Gregorio de Nazianzo, quien murió el año 390, dice que predicó
principalmente en Grecia y es el primero en afirmar que fue mártir, aunque sus
palabras no son claras. En realidad, es muy dudoso que San Lucas haya sido
mártir. El emperador Constantino II, fallecido en el año 361, mandó
trasladar de Tebas de Beocia a Constantinopla las supuestas reliquias del
evangelista. ..,
San Lucas es el patrón de los médicos y de
los pintores. Un autor del j! siglo VI
afirma que la
emperatriz Eudoxia había enviado un siglo antes a Santa Pulquería, una imagen
de Nuestra Señora, pintada en Jerusalén por San Lucas. Más tarde, se le atribuyeron
otras pinturas, pero San Agustín afirma claramente que nadie sabía nada sobre el
aspecto físico de la Santísima Virgen. En cambio, no cabe duda que las
descripciones de San Lucas en sus escritos han inspirado a innumerables pintores. Los cuatro símbolos mencionados
por Ezequiel se han aplicado a los cuatro evangelistas. El símbolo de San Lucas
es el toro. San Ireneo dice que se trata de una alusión al
sacrificio del que habla San Lucas al principio de su Evangelio.
Los mejores estudios sobre
el autor del tercer Evangelio son de autores modernos. Mencionemos, entre
otros, el admirable prefacio del P. Lagrange a su obra, UEvangile selon St
Lúe (1921). Naturalmente no existe ninguna biografía propiamente dicha. Lo
poco que sabemos sobre San Lucas procede del Nuevo Testamento. Harnack, aunque
no católico V de tendencias
racionalistas, demostró sólidamente que el médico Lucas fue el autor del tercer
Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles, no obstante las tentativas
de algunos autores que, basándose en los párrafos que empiezan por “Nosotros” (“Wirstiicke”),
querían probar que los Hechos eran un zurcido de tres documentos
diferentes. Véase Harnack, Lukas der Arzt y sus otros escritos sobre el
mismo tema, todos los cuales han sido traducidos al inglés. Sobre la vida de
San Lucas hay que tomar en consideración los prefacios griego y latino de los
antiguos textos del Evangelio (cf. Revue Bénédictine, 1928, pp. 193
ss.), así como la breve noticia biográfica del Canon de Muratori. Véase también
el prefacio del gran comentario de E. Jacquier, Les Actes des Apotres (1926),
y Teodoro Zahn, Die Apos-telgeschichte des Lukas (1919-1921). Sobre los
supuestos retratos de la Virgen pintados por San Lucas, ver DAC., vol. Ix, c. 2614; y
A.H.N. Green-Armytage, Portrait of St Luke (1955).
(18 de octubre)
El martirologio Romano
dice así: “En Sinomovicus, del territorio de Beauvais, el triunfo de San Justo,
mártir, el cual siendo todavía niño, fue decapitado por mandato del gobernador
Ricciovaro, durante la persecución de Diocleciano.” San Justo era antiguamente
muy famoso en todo el norte de Europa. La diócesis de Beauvais incluía en el
canon el nombre del santo, en cuya fiesta se rezaba un prefacio propio. Pero la
popularidad de su culto se debía, en parte, a la confusión de San Justo con
otros santos del mismo nombre. La leyenda del mártir, por lo menos en la forma
en que ha llegado hasta nosotros, no merece crédito alguno. Según ella, Justo
vivía en Auxerre. Cuando tenía nueve años, acompañó a su padre, Justino, a
Amiens para rescatar a su hermano Justiniano, quien había sido vendido ahí como
esclavo. El amo de Justino, llamado Lupo, estaba dispuesto a vender a su
esclavo; pero Justino no consiguió reconocer a su hermano. Entonces Justo, que
jamás había visto a su tío, señaló a un hombre que llevaba una lámpara y gritó:
“Es él.” En efecto, era Justiniano, a quien Lupo le devolvió la libertad.
Un soldado que había presenciado la escena,
contó a Ricciovaro que había en la ciudad unos magos cristianos. El gobernador
mandó a cuatro hombres a traerlos y les dijo que los matasen si oponían
resistencia. Al llegar a Sino-povicus
(actualmente
Saint-Just-en-Chaussée), entre Beauvais y Senlis, los tres cristianos se
sentaron a comer a la vera de una fuente. Súbitamente, Justo divisó a los
cuatro soldados. Justino y Justiniano se escondieron al punto y dijeron al niño
que desorientase a los esbirros. Al ver a Justo, los perseguidores le preguntaron
dónde estaban sus dos acompañantes y a qué dioses tenían costumbre de ofrecer
sacrificios. Justo respondió simplemente que era cristiano. Inmediatamente, uno
de los soldados le cortó la cabeza para presentarla a Ricciovaro. Pero
cadáver decapitado del mártir se irguió y se oyó una voz que decía: “Señor del
cielo y de la tierra, recibe mi alma porque soy inocente.” A la vista de tal
prodigio, los soldados huyeron. Cuando Justino y Justiniano salieron de su
escondrijo, encontraron el cadáver de San Justo con la cabeza cortada en las
manos. Según cuenta la leyenda, el mártir les reveló que debían sepultar el
tronco en la cueva en la que se habían escondido y que debían llevar la cabeza
a su madre: “Si desea verme, que mire al cielo.” Se cuenta una historia
semejante de San Justino de París, cuyas “actas” se basan en las de San Justo.
Los bolandistas hacen notar que “ello ha creado una gran confusión en los
diversos breviarios.”
Aunque esta leyenda no
merece ningún crédito, el hecho de que existan cuatro recensiones prueba que
fue muy popular. Véase Acta Sanctorum, oct., vol. VIII; y BHL., nn.
4590-4594. En el Hieronymianum no se menciona a este San Justo; por otra
parte, hay razones muy serias para dudar de que Ricciovaro, el perseguidor cuyo
nombre aparece tan frecuentemente en el Martirologio Romano, haya existido
jamás. En Analecta Bollandlana, vol. lXXII (1954), p. 269, hay un importante comentario y
muchas referencias.
(19 de octubre)
El martirologio Romano
menciona hoy a estos tres mártires, sobre cuyo triunfo en Roma nos dejó un
relato su contemporáneo, San Justino Mártir. Cierta mujer casada, de vida
disoluta, se convirtió al cristianismo y trató de conseguir que su marido se
hiciese catecúmeno. Como sus esfuerzos fracasasen y las blasfemias e
inmoralidades de su esposo fuesen en aumento, la dama se separó de él. El
marido, despechado, la denunció entonces como cristiana. La mujer obtuvo
permiso de postergar el juicio, y su marido aprovechó el intervalo para hacer
arrestar también a Tolomeo, quien la había instruido en la fe. Al cabo de un
largo período de prisión, Tolomeo compareció ante el juez Urbicio. Este le
preguntó si era cristiano, a lo que respondió afirmativamente. Sin más
trámites, el juez le condenó a muerte. Entonces, un cristiano llamado Lucio
protestó contra la sentencia, diciendo: “¿Cómo condenas a ese hombre que no ha
cometido ningún crimen? Tu sentencia no hace honor a la justicia de nuestro
sabio emperador ni al Senado.” Urbicio replicó: “Me parece que tú eres también
cristiano.” Lucio reconoció que lo era y fue también condenado. Junto con
ellos, sufrió también el martirio otro cristiano cuyo nombre desconocemos.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. vm, se halla la cita que Eusebio tomó de la Apología de San
Justino. Véase también Urbain, Ein Martyrologium der christlichen Gemeinde
zu Rom, a la luz del comenario de Delehaye sobre dicha obra en Analecta
Bollaridiana, voí. XXI (1902), pp. 89-93.
(19 de octubre)
El martirologio Romano
resume así el martirio de San Varo en Egipto: “En tiempos del emperador
Maximino, el soldado Varo visitó en la prisión y llevo alimentos a siete
monjes. Como uno de ellos muriese, Varo se ofreció a sufrir en vez de él. Y
así, sometido a los más crueles tormentos, conquistó con ellos la palma
dermartirio.”
Una cristiana llamada Cleopatra recogió el
cadáver de San Varo, lo oculto en un costal de lana y lo transportó a Adraba
(Dere’a, al este del lago de Tiberíades), donde lo sepultó. Muchos cristianos
acudían a visitar el sepulcro del mártir. Cuando Juan, el hijo de Cleopatra, so
disponía a abrazar la carrera de las armas, la dama decidió construir una
basílica en honor de San Varo y trasladar allá sus restos. Al mismo tiempo,
encomendó a su hijo a la protección del santo, quien había sido también
soldado. El día de la dedicación de la basílica, Cleopatra y Juan se encargaron
de transportar los restos del mártir hasta el altar. Esa misma noche murió
Juan. Cleopatra depositó el cuerpo de su hijo junto a las reliquias de San Varo
y ahí se quedó hasta la noche siguiente, quejándose de la ingratitud del santo
y pidiendo a Dios que resucitase a su hijo único. Finalmente, abrumada por la
pena, cayó en un profundo sueño y vio a San Varo en toda su gloria, que
conducía a su hijo de la mano. Después, se vio a sí misma cuando se
arrojaba a los pies del santo en actitud de súplica. Varo volvió entonces los
ojos hacia ella, y le dijo: “¿Crees que he olvidado todo lo que has hecho por
mí? ¿Acaso no pedí a Dios que concediese a tu hijo la salud y una brillante
carrera? Como ves, Dios escuchó mis oraciones, pues dio a tu hijo la salud
eterna y le llamó a las filas de aquéllos que siguen al Cordero a dondequiera
que va.” “Tenéis razón”, replicó Cleopatra, “pero os ruego que me obtengáis la
gracia de ir a reunirme con mi hijo y con vos.” Al despertar, Cleopatra sepultó
a su hijo junto a las reliquias de San Varo, según se le había indicado durante
su sueño, y vivió consagrada a la devoción y penitencia los siete años que le
restaban de vida. Fue sepultada junto a San Varo y a su hijo en la basílica que
ella misma había construido.
El Martirologio Romano no menciona a Santa
Cleopatra ni a su hijo; pero sus nombres figuran en el Menaion griego el
19 de octubre.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. VIII, pueden verse las actas griegas; pero, dado que no existen huellas
del culto primitivo de Santa Cleopatra, su autenticidad histórica resulta muy
sospechosa.
(19 de octubre)
El padre de
Edvino murió cuando éste tenía quince años, y su madre le confió entonces al
cuidado de San Sansón. Más tarde, el joven ingresó en el covento bretón
dirigido por San Winwaloe. Un día en que Edvino y su maestro se hallaban
paseando, vieron a un leproso que yacía a la vera del camino. “¿Qué podemos
hacer por este pobrecito?”, preguntó Winwaloe. Edvino replicó al punto: “Haced
lo que los Apóstoles de Cristo: “ordenadle que se levante y ande/” Entonces
Winwaloe, que tenía una gran fe en Dios y en su discípulo, devolvió la salud al
enfermo. Cuando los francos destruyeron el monasterio, San Edvino se refugió en
Irlanda. Ahí vivió veinte años y murió cuando mayor era su fama por sus
virtudes y milagros. Su nombre figura en el Martirologio Romano pero no en los
calendarios irlandeses. Según parece, el nombre del santo es de origen
anglo-sajón.
La biografía publicada en Acta
Sanctorum, oct., vol. VIII, no merece ningún crédito. Véase LBS., vol. II,
p. 466; y Duine, Sí Samson (1909).
(19 de octubre)
Como tantos otros
santos francos de la época merovingia, Aquilino pasó varios años en las cortes y los campos de batalla
antes de abrazar la carrera eclesiástica ser elegido obispo. San Aquilino nació en Bayeux, hacia
el año 620, y combatio en las filas de Clodoveo II. Al volver
de una campaña contra los visigodos, su esposa salió a encontrarle en
Chartres y ambos decidieron quedarse ahí y consagrarse al servicio de Dios y de
los pobres. Aquilino tenía entonces alrededor de cuarenta arios. Más tarde, se
trasladaron a Evreux, donde vivieron en paz por espacio de diez años. A la
muerte de San Eterno, el pueblo consideró a Aquilino como el hombre llamado a
sucederle en el gobierno de la sede. Aquilino, angustiado por las distracciones
inevitables en el desempeño de su alto cargo, se construyó una especie de celda
de ermitaño, dentro de su catedral y solía retirarse a ella siempre que tenía
ocasión, para orar y hacer penitencia por su grey. Durante los últimos años de
su vida, el santo quedó ciego, pero siguió gobernando su diócesis con el mismo
celo que antes. Dios le concedió el don de obrar milagros.
Existe una biografía
bastante posterior que se imprimió en Acta Sanctorum, oct., vol. VIII.
Véase también Mesnel, Les saints du diocése d”Evreux, pte. v (1916); y
Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, p. 227.
(19 de octubre)
Santa Fridesvida es
la patrona de Oxford. Guillermo de Malmesbury nos dejó la recensión más
sencilla de la leyenda de la santa en un escrito anterior al año de 1125.
Fridesvida, una vez que se vio libre de las solicitudes de un reyezuelo, fundó en
Oxford un monasterio y pasó ahí el resto de su vida. Según la forma más
compleja de la leyenda, Fridesvida era hija del cortesano Didán y de su esposa
Safrida. La educación de la niña fue confiada a una dama llamada Algiva. Cuando
Fridesvida leyó que “todo lo que no es Dios es nada”, se sintió llamada a la
vida religiosa. Pero el príncipe Algar, prendado de su belleza, trató de
raptarla. Entonces, la joven huyó con dos compañeras por el río Isis y se
ocultó durante tres años en la cueva que servía de guarida a un jabalí. Como
continuase la persecución de Algar, Fridesvida invocó la ayuda de Santa
Catalina y Santa Cecilia, con el resultado de que el pretendiente quedó ciego
hasta que prometió dejar en paz a la doncella. Según la leyenda, ésa era la
razón por la que los reyes de Inglaterra, hasta Enrique II, no iban jamás a Oxford. Para poder consagrarse más plenamente a Dios
en la soledad, Santa Fridesvida construyó con sus manos una celda en el bosque
de Thornbury (actualmente Binsey), donde se acercó al Reino de los Cielos
mediante el fervor y la penitencia. Se cuenta que la santa hizo brotar la
fuente de Binsey con sus oraciones y que los peregrinos solían acudir allá en
la Edad Media. La muerte de Fridesvida suele situarse en el año 735. Dios honró
su sepulcro con numerosos milagros, de suerte que se convirtió en uno de los
principales santuarios de Inglaterra.
A lo que parece, la leyenda de Santa
Fridesvida, tal como se conserva, carece de fundamento histórico y no merece
crédito alguno. Sin embargo, es probable que la santa haya fundado un
monasterio en Oxford, en el siglo VIII.
El monasterio fue
restablecido en el siglo XII por los canónigos regulares de
San Agustín. En 1180, las reliquias de Santa Fridesvida fueron trasladadas
solemnemente a la iglesia construida en su honor. El canciller y los miembros
de la Universidad solían ir al santuario dos veces al año, a la mitad de la
Cuaresma y el día de la Ascensión. En 1525, el cardenal Wolsey, con autorización
del Papa Clemente VII, disolvió el convento de Santa
Fridesvida y fundo ahí el Cardinal College; la iglesia conventual se convirtió
en capilla del colegio. En 1546, Enrique VIII cambió el
nombre de colegio por el de “Aedes Christi” (Christ Church) y la capilla se
convirtió en catedral de la nueva diócesis de Oxford. Durante el reinado de
María, la Santa Sede reconoció la diócesis y la catedral. Por entonces, las
reliquias de Santa Fridesvida fueron recogidas, aunque probablemente no
dispersadas, ya que el año de 1561, cierto canónigo ¿e Christ Church, que
probablemente estaba loco, profanó las reliquias con un fanatismo increíble.
Durante el reinado de Eduardo VI, había sido sepultada en la
iglesia la monja apóstata Catalina Cathie, quien había contraído matrimonio con
el fraile Pedro Mártir Vermigli. Los restos de Catalina habían sido removidos
en la época de la reina María; pero el canónigo Calfhill los reunió con los de
Santa Fridesvida y los sepultó en la iglesia. Al año siguiente, vio la luz un
escrito latino (y otro alemán) en el que se relataban los sucesos, con ciertos
comentarios seudopiadosos sobre el texto “Hic jacet religio cum super-stitione”
(aquí yace la religión junto con la superstición). No es seguro que dicho texto
haya sido grabado sobre el sepulcro, aunque varios autores, entre los que se
cuenta Alban Butler, lo afirman así. Este comenta: “el sentido obvio de la
inscripción nos lleva a pensar que aquellos hombres querían matar y sepultar
toda religión.”
El nombre de Santa Fridesvida figura en el
Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en la arquidiócesis de Birmingham. Se
dice que en Borny de Artois se venera también a la santa con el nombre de F
revisa.
Existen varias recensiones
diferentes de la leyenda de Santa Fridesvida (véase BHL, nn. 3162-3169). En Acta
Sanctorum, oct. vol. VIII, se hallará el texto íntegro o resumido de las
principales recensiones. Véase también el comentario de J. Parker, The Early
History of Oxford (1855), pp. 95-101; Hardy, Descriptive Catalogue (Rolls Series), vol. I, pp. 459-462;
DNB., vol. XX, pp. 275-276; un artículo de E. F. Jacob en The Times, Oct.
18, 1935, pp. 15-16; y otro de F. M. Stenton en Oxoniesia, vol. I, 1936, pp.
103-112. Existe una biografía popular de P. F. Goldie, The Story of St
Frideswide (1881); véase también E. W. Watson, The Cathedral Church of
Christ in Oxford (1935).
(20 de octubre)
Según la leyenda de
Agen, San Caprasio fue el primer obispo de dicha ciudad. Cuando su grey se
dispersó durante la persecución, el santo siguió administrando los sacramentos
en los sitios en que los fieles se hallaban escondidos. Oculto en la colina de
San Vicente, San Caprasio presenció el martirio de Santa Fe (6 de octubre) y,
viendo las maravillas que Dios obraba por medio de su sierva, descendió al
sitio en que yacía el cadáver de la mártir y se enfrentó al prefecto Daciano.
Cuando éste le preguntó quién era, Caprasio sólo dijo que un obispo cristiano.
Daciano, impresionado por la juventud y apostura del santo, le prometió el
favor imperial si abjuraba de la fe. Caprasio replicó que quería solamente
vivir con Aquél a quien adoraba y que únicamente ambicionaba las riquezas
imperecederas. El prefecto mandó a los verdugos que le torturasen; pero viendo
que la constancia de Caprasio impresionaba mucho a los circunstantes, dio orden
de conducirle a la prisión. Al día siguiente le condenó a muerte. En el camino
al sitio de la ejecución Caprasio encontró a su madre, quien le exhortó a
permanecer firme en la fe. Primo, Feliciano y Alberta, hermanos de Santa Fe, se
unieron al mártir, y el gobernador no consiguió que se apartasen de él;
entonces los condujo al templo de Diana para darles una última oportunidad de
adorar a los dioses; como se rehusasen a ello, fueron decapitados con Caprasio.
A la ejecución siguió una matanza general, ya que muchos cristianos se
convirtieron al ver la constancia de los mártires y fueron apedreados por sus
compatriotas o decapitados por los guardias.
Esta narración es puramente ficticia. Sin
embargo, en el siglo VI había en Agen una iglesia
consagrada a San Caprasio, quien fue sin duda un personaje histórico. Aunque en
Agen se celebraba la fiesta de Alberta, Primo y Feliciano, lo más probable es
que no hayan existido. No hay que confundir a Primo y eliciano con sus
homónimos romanos, cuya fiesta se celebra el 9 de junio. El Martirologio Romano
consagra un largo párrafo a San Caprasio, pero no dice que haya sido obispo, ni
menciona a sus compañeros.
El cardenal Baronio
insertó el nombre de San Artemio en el Martirologio Romano, siguiendo el ejemplo de la Iglesia de
oriente, en la cual se le veneraba aunque había apoyado a los arríanos. Según
se dice, Artemio era un veterano del ejército de Constantino el Grande.
Nombrado prefecto imperial en Egipto, su cargo le obligó a perseguir a los
cristianos y a caer en la herejía. El emperador Constancio había elevado a
Jorge el Capadocio al trono episcopal de Alejandría; San Atanasio salió huyendo
de la persecución de dicho emperador arriano, y Artemio, a quien su cargo
obligaba a perseguirle, le buscó celosamente en todos los monasterios y ermitas
del desierto de Egipto. Aunque Artemio persiguió a los católicos ordotoxos,
hostilizó también celosamente a los paganos y destruyó sus templos e imágenes.
Cuando Juliano el Apóstata ascendió al trono imperial, Artemio fue acusado de
haber destruido numerosos ídolos, por lo que el emperador le privó de sus
bienes y le mandó decapitar.
No está bien aclarado si Artemio, el prefecto
de Alejandría, se identifica con el santo del mismo nombre, en cuyo famosísimo
santuario de Constantinopla tuvieron lugar tantas curaciones; sin embargo, la
biografía griega publicada en “Acta Sanctorum”, que se basa fundamentalmente en
el testimonio del cronista arriano Filostorgio, supone que ambos santos se identifican
y afirma que el emperador Constancio II encomendó a
Artemio la translación de las reliquias de San Andrés Apóstol y de San Lucas
Evangelista, de Acaya a Constantinopla.
La historia de este
pretendido mártir es de particular interés a causa de los numerosos milagros
obrados en su santuario. A. Papadopoulos-Kerameus publicó en Varia Graeca
Sacra (1909, pp. 1-79), una descripción detallada de dichos milagros, que
presentan ciertas analogías con lo que Arístides nos cuenta sobre las prácticas
de los peregrinos del santuario de Esculapio en Epidauro. Véase Delehaye, Les
recueils antigües des miracles des saints, en Analecta Bollandiana, vol.
xliii (1925), pp.
32-38; y M. P. Mass, Artemioskult in Konstantinopel, en Byzantinisch-Neugriechische
Jahrbücher, vol. I (1920) pp. 377 ss. La biografía griega se halla
en Acta Sanctorum, oct. vol. VIII. Cf. P. Allard, Julien l”Apostat, vol. m
(1903), pp. 21-32.
(20 de octubre)
Para distinguir a
este mártir del otro San Andrés de Creta, se le llama “el Calibita” o in
Krisi. Este murió unos veinticinco años antes (4 de julio). Cuando el
emperador Constantino V desató la campaña contra las
sagradas imágenes, San Andrés se transladó a Constantinopla para participar en
la lucha. En cierta ocasión en que el propio emperador asistió en persona a la
tortura de unos cristianos, San Andrés protestó violentamente en público; en
seguida fue llevado a la presencia del emperador, quien le acusó de idólatra.
San Andrés, por su parte, calificó a Constantino de hereje. Al punto, los
presentes se arrojaron sobre él y le golpearon. Cuando los guardias le
conducían, cubierto de sangre, a la prisión, Andrés gritó todavía al emperador “¡Ved
cuan poco podéis contra la fe!” al día siguiente, defendió de nuevo el culto a
las sagradas imágenes ante el emperador, quien le mandó azotar otra vez y
recorrer las calles de la ciudad para escarmiento público. Un fanático
iconoclasta aprovechó la ocasión para apuñalar al mártir, quien falleció en la
Plaza del Buey. Su cadáver fue arrojado a una cloaca; pero los cristianos lo
rescataron y le dieron sepultura en un sitio próximo, llamado Krisis, donde se
construyó más tarde el monasterio de San Andrés.
La afirmación de Teófanes el
Confesor de que San Andrés había sido anacoreta parece ser errónea. Existen dos
versiones de las actas, aparentemente independientes entre sí; ambas se hallan
en Acta Sanctorum, oct., vol. VIII. Véase también J. Pargoire, en Echos d”Orient, vol.
XIII (1910), pp. 84-86.
(20 de octubre)
Hilarión nació en una aldea llamada Tabatha,
al sur de Gaza. Sus padres eran idóaltras. El joven hizo sus estudios en
Alejandría, donde conoció la fe católica y recibió el bautismo hacia lo quince
años de edad. Habiendo oído hablar de San Antonio, fue a visitarle en el
desierto, donde permaneció dos meses observando el modo de vida del santo
ermitaño. Al cabo, disgustado por la cantidad de peregrinos que acudían a la
celda de San Antonio a pedirle que curase a sus enfermos y liberase a sus
posesos, volvió a su patria a servir a Dios en la soledad total. Como sus
padres murieron durante su ausencia, San Hilarión dio una parte de sus bienes a
sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservar nada para sí mismo (pues
tenía presente el ejemplo de Ananías y Safira, según dice San Jerónimo).
Después, se retiró a diez kilómetros de
Majuma, en dirección a Egipto, y se estableció en las dunas, entre la orilla
del mar y un pantano. Era un joven muy delicado a quien afectaban los menores
excesos de frío y de calor. A pesar de ello, vestía simplemente una camisa de
pelo, una túnica de cuero que San Antonio le había regalado V un corto manto de tela ordinaria. No cambió de túnica sino hasta que
la que llevaba empezó a caerse en pedazos, y jamás lavó su camisa, puesto que
opinaba: “Es una ociosidad lavar una camisa de pelo.” Alban Butler comenta que “el
respeto que debemos a nuestros prójimos está reñido con la práctica de esas
mortificaciones en el mundo.”
Durante muchos años, Hilarión no comió más
que quince higos por día y nunca antes de la caída del sol. Cuando se sentía
tentado por la lujuria, solía decir a su cuerpo: “¡Voy a impedir que des coces,
asno infame!” y reducía su ración a la mitad. Como los monjes de Egipto,
trabajaba en el tejido de cestos y en la labranza, con lo cual ganaba lo
necesario para vivir. En los primeros años, habitaba en una covacha de ramas
que él mismo había entretejido. Más tarde, se construyó una celda, que existía
todavía en tiempo de San Jerónimo: tenía un poco más de un metro de ancho, un
metro y medio de alto y apenas era un poco más larga que su cuerpo, de suerte
que más parecía una tumba que una habitación. Al comprobar que los higos eran
un alimento insuficiente, San Hilarión se decidió a comer algunas verduras y un
poco de pan y aceite. Sin embargo, no disminuyó sus austeridades ni con la
edad. Dios permitió que su siervo sufriese dolorosas pruebas. En ciertos
períodos, vivía el santo en una terrible oscuridad de espíritu, con gran
sequedad y angustia interior; pero cuanto más sordo parecía el cielo a sus
súplicas, tanto más se aferraba Hilarión a la oración. San Jerónimo hace notar
que, aunque el santo ermitaño vivió tantos años en Palestina, sólo una vez fue
a visitar los Santos Lugares y no permaneció más que un día en Jerusalén. Fue a
la Ciudad Santa para no dar la impresión de que despreciaba lo que la Iglesia
honraba; pero no lo hizo más que una vez, porque estaba persuadido de que en
todas partes se podía adorar a Dios en espíritu y en verdad.
Veinte años después de su llegada al
desierto, San Hilarión obró el primer milagro. Cierta mujer casada, de la
ciudad de Eleuterópolis (Bait Jibrín, en las cercanías de Hebrón), consiguió
que el santo le prometiese orar para que Dios la librase de la esterilidad.
Menos de un año después, la mujer tuvo un hijo. Entre otros milagros, se cuenta
que San Hilarión ayudó a un domador de caballos de Majuma, llamado Itálico, a
ganar una carrera al emir de Gaza. Itálico, creyendo que su adversario se valía
de sortilegios para impedir que sus caballos ganasen, acudió a San Hilarión en
demanda de auxilio. El santo le bendijo 7 le aconsejó que rociase de agua
bendita las ruedas de sus carros. Los caballos de Itálico dejaron muy atrás a
los de su adversario y el pueblo proclamó que Cristo había vencido al dios del
emir. Siguiendo el ejemplo de San Hila-non, otros ermitaños empezaron a
establecerse en Palestina. El santo solía ir a visitarlos poco antes de la
época de la cosecha. En una de esas visitas, vio los paganos de Elusa (al sur
de Barsaba) reunidos para adorar a sus idolos y oró a Dios con muchas lágrimas
por ellos. Como Hilarión había curado a muchos de los paganos que
ahí estaban, se acercaron a pedirle su bendición. W santo los acogió con gran
bondad y los exhortó a adorar al verdadero Dios en vez de sus ídolos
de piedra. Sus palabras produjeron tal efecto, que los Paganos no le
dejaron partir sino hasta que proyectó la construcción de una iglesia. El propio sacerdote de los paganos,
que estaba revestido para oficiar, se hizo catecúmeno.
El año 356, tuvo una revelación sobre la
muerte de San Antonio. Para entonces San Hilarión tenía ya unos sesenta y cinco
años y estaba muy afligido por la cantidad de personas, particularmente de
mujeres, que acudían a pedirle consejo. Por otra parte, el cuidado de sus
discípulos le dejaba apenas reposo, de suerte que solía decir: “Es como si
hubiese vuelto al mundo y hubiese recibido mi premio en él. Toda Palestina
tiene los ojos fijos en mí. Como si eso no bastase, poseo además una finca y
algunos bienes, so pretexto de que mis discípulos tienen necesidad de ellos.”
Así pues, San Hilarión decidió partir de Palestina. Todo el pueblo se reunió
para impedírselo. El santo dijo a la multitud que no comería ni bebería hasta
que le dejasen partir y así lo hizo durante siete días. Entonces le dejaron
libre y escogió a algunos monjes capaces de caminar sin probar bocado hasta el
atardecer y cruzó con ellos Egipto hasta llegar a la montaña de San Antonio,
cerca del Mar Rojo. Ahí encontraron a dos discípulos del gran eremita, y San
Hilarión recorrió con ellos el sitio palmo a palmo. Los discípulos de San
Antonio le decían: “Ahí solía cantar. Ahí solía orar. Ese era el lugar en que
trabajaba y aquél el sitio a donde se retiraba a descansar. El plantó esas
viñas y estos arbustos. El labró personalmente aquella parcela. El excavó este
estanque para regar su huerto. Ese es el azadón que usó durante muchos años.”
En la cumbre de la montaña, a la que se subía por una vereda abrupta y
serpenteante, visitaron las dos celdas a las que solía retirarse para huir del
pueblo y de sus propios discípulos; ahí mismo se hallaba el huerto que por el
poder del santo habían respetado los caballos salvajes. Sari Hilarión pidió
entonces a los discípulos de San Antonio que le mostrasen el sitio en que
estaba sepultado, pero no sabemos con certeza si se lo mostraron o no, pues San
Antonio les había ordenado que no indicasen a nadie dónde estaba su sepultura
para evitar que un personaje muy rico de los alrededores se llevase sus restos
y construyese una iglesia para ellos.
San Hilarión volvió a Afroditópolis (Atfiah),
donde se retiró a un desierto de los alrededores y se consagró con más fervor
que nunca a la abstinencia y el silencio. Desde hacía tres años, es decir,
desde la muerte de San Antonio, no había llovido en la región. El pueblo acudió
a implorar las oraciones de San Hilarión, a quien consideraba como el sucesor
de San Antonio. El santo levantó los ojos y las manos al cielo, e
inmediatamente se desató una lluvia copiosa. Muchos labradores y pastores se
curaron de las mordeduras de las serpientes al ungirse con el aceite bendecido
por San Hilarión. Este, viendo que su popularidad comenzaba nuevamente a
crecer, pasó un año entero en un oasis al occidente del desierto; finalmente,
como no lograse vivir oculto en Egipto, decidió partir con un compañero a
Sicilia. Desembarcaron en Pessaro y se establecieron en un sitio poco
frecuentado, a treinta kilómetros del mar. San Hilarión recogía diariamente una
carga de leña y su compañero, Zananas, la vendía en la aldea más próxima y con
el dinero, compraba un poco de pan. San Hesiquio, discípulo de San Hilarión,
buscó a su maestro por el oriente y por Grecia. En Modón del Peloponeso un
comerciante judío le dijo que había llegado a Sicilia un profeta que obraba
muchos milagros. San Hesiquio se dirigió entonces a Pessaro. Todo el mundo
conocía ahí al profeta, quien era famoso no sólo por sus milagros sino también
por su desinterés, ya que jamás aceptaba ningún regalo.
San Hilarión dijo a San Hesiquio que quería
retirarse a un sitio en el que las gentes no entendiesen su lengua y éste le
condujo entonces a Epidauro, en la Dalmacia (Ragusa). Pero los milagros que
obraba San Hilarión no le permitieron vivir ignorado. San Jerónimo refiere que
había ahí una serpiente enorme, que devoraba a los hombres y al ganado. San
Hilarión ordenó a la serpiente que subiese sobre un montón de leña a la que
prendió fuego. San Jerónimo cuenta también que a consecuencia de un terremoto,
el mar amenazaba con tragarse la tierra. Entonces los habitantes, muy
alarmados, condujeron a San Hilarión a la playa, como si con su sola presencia
quisiesen levantar una muralla contra los embates del mar. El santo trazó tres
cruces sobre la arena y tendió los brazos hacia las olas enfurecidas que
inmediatamente se detuvieron de golpe y se atrepellaron hasta formar una
montaña de agua para retirarse después mar adentro. San Hilarión sufría mucho
al ver que, aunque no entendía la lengua de los habitantes, sus milagros
hablaban por él. Sin saber dónde ocultarse de las miradas del mundo, huyó una
noche a Chipre, en una pequeña nave, y se estableció a tres kilómetros de
Pafos. Como los habitantes le identificasen al poco tiempo, el santo se retiró
veinte kilómetros tierra adentro, a un sitio casi inaccesible y muy agradable
donde, por fin, pudo vivir en paz. Ahí murió algunos años más tarde, a los
ochenta de edad. Uno de los que le visitaron en su última enfermedad fue el
obispo de Salamis, San Epifanio, quien más tarde narró por escrito su vida a
San Jerónimo. San Hilarión fue sepultado en las cercanías de Pafos, pero San
Hesiquio se apoderó secretamente de los restos de su maestro y los trasladó a
su ciudad natal de Majuma.
La biografía escrita por San
Jerónimo es nuestra principal fuente; probablemente San Jerónimo se basó en los
informes de San Epifanio, quien había conocido personalmente a San Hilarión.
También el historiador Sozomeno nos da algunos datos nuevos. Las informaciones
de las diferentes fuentes han sido cuidadosamente reunidas en Acta
Sanctorum, oct., vol. IX. Véase sobre todo Zóckler, Hilarión von Gaza, en
Neue Jahrbücher für deutsche Theologie, vol. III (1894), pp. 146-178;
Delehaye, Saints de Chypre, en Analecta Bollan-diana, vol. XXVI
(1907) pp. 241-242; Schiwietz, Das Morgen-D”ándische Mónchtum, vol. II, pp. 95-126; y H. Leclercq, Cénobitisme,
en DAC., vol. II, ce. 3157-3158.
(21 de octubre)
Actualmente, la
liturgia romana trata con gran reserva el caso de Santa Úrsula y sus
compañeras, martirizadas en Colonia. La comisión nombrada por Benedicto XIV tenía el proyecto de suprimir su fiesta. En el Breviario se alude a
las mártires con una simple conmemoración, sin lección propia en maitines. ti
Martirologio Romano se arriesga a decir que fueron martirizadas por los hunos a
causa de la religión y la castidad, pero no dice una sola palabra acerca del
número de las mártires ni de las circunstancias del martirio.
En la
iglesia de Santa Úrsula, en Colonia, hay una inscripción latina, que data
probablemente de la segunda mitad del siglo IV o principios
del siglo V. Aunque el sentido de la inscripción
es bastante oscuro, parece conmemorar e1 hecho de que un tal Clemacio, senador,
tuvo ciertas visiones en las que se le ordenó que emprendiese la reconstrucción
de la basílica de las vírgenes que habían sido martirizadas en ese sitio. La
inscripción no dice nada sobre el número y los nombres de las vírgenes,
ni sobre la época y las circunstancias de su martirio. Basándonos en el
testimonio de la inscripción, podemos suponer que cierto número de doncellas
fueron martirizadas en Colonia, en una fecha desconocida. Por otra parte,
dichas doncellas eran bastante famosas como para que se construyese en su honor
una basílica, probablemente a principios del siglo IV. A esto se reduce cuanto sabemos en realidad
sobre Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes, cuya leyenda es tan famosa.
La forma más antigua de la leyenda es un “sermón”
compuesto en Colonia, probablemente a principios del siglo IX, con motivo del día de la fiesta. El autor confiesa que no existía
entonces ningún escrito sobre el martirio y se limita a repetir la leyenda
oral, sin dar pruebas sobre la veracidad de su contenido. Las doncellas eran
muy numerosas, tal vez varios miles. La principal era Vinosa o Pinosa. El
martirio tuvo lugar durante la persecución de Maximiano. Según una leyenda, las
vírgenes habían llegado a Colonia con la Legión Tebana, aunque el autor se
inclina más bien a pensar que eran originarias de Inglaterra. Ninguno de los
martirologios clásicos de la época menciona a estas mártires, pero Usuardo
conmemora a las vírgenes Marta y Saula y sus compañeras, martirizadas en
Colonia (en realidad el Martirologio Romano nombra aparte a estas vírgenes) y
Wandelberto de Prüm habla de los millares de vírgenes de Cristo que padecieron
el martirio a orillas del Rin el 21 de octubre. La primera mención del nombre
de Santa Úrsula, que formaba parte de un grupo de once vírgenes, data de fines
del siglo IX. Varias fuentes litúrgicas de esa
época, dicen que Santa Úrsula formaba parte de un grupo de siete, ocho u once
vírgenes, pero sólo en un caso su nombre figura en primer lugar. A principios
del siglo X, empezó a hablarse de “once mil”
vírgenes, no sabemos cómo ni por qué. Según una teoría, la abreviación “XI M.V.” (undecim martyres virgines)
se tradujo
equivocadamente por undecim milia virginum. Según otra teoría, se
combinó la cifra “once”, que dan algunos documentos, con los millares de que
hablan otros.
La leyenda, tal como tomó forma más tarde en
Colonia, se reduce a lo siguiente: Un rey pagano solicitó la mano de Úrsula,
hija de un monarca cristiano de Inglaterra. La joven quería permanecer virgen y
obtuvo un plazo de tres años, que empleó en continuas travesías marítimas.
Tenía diez damas de honor y cada una de ellas, lo mismo que Úrsula, llevaba mil
compañeras. La expedición constaba de once navios. Al cumplirse el plazo de
tres años, los vientos arrastraron los navios a la desembocadura del Rin. La
caravana de doncellas se dirigió entonces a Colonia y después, a Basilea. Ahí
desembarcaron Úrsula y sus compañeras, quienes cruzaron los Alpes y fueron a
Roma a visitar el sepulcro de los Apóstoles. Después, volvieron por el mismo
camino a Colonia. Como Úrsula se rehusase a contraer matrimonio con el rey de
los hunos, fue asesinada por los bárbaros junto con todas sus compañeras. Los
ángeles se encargaron de dispersar a los asesinos, de suerte que los habitantes
de la ciudad pudieron recuperar los cadáveres. Clernacio construyó en su honor
una basílica.
Godofredo de Monmouth da otra versión de la
leyenda, de origen galo, no menos fantástica. El emperador Maximiano, es decir,
Magno Clemente Máximo, conquistó las Galias el año 383 y fundó en Bretaña una
colonia inglesa. compuesta en gran parte por soldados, bajo las órdenes de
Ciñan Meiriadog.
Ciñan pidió al rey de Cornwall, llamado
Dionoto, que enviase algunas mujeres para poblar la colonia. Dionoto respondió
generosamente y envió a su propia hija? Úrsula y a otras 11,000 doncellas
nobles, así como a 60,000 jóvenes del pueblo. Úrsula, que era muy hermosa,
debía contraer matrimonio con Ciñan. Pero una tempestad arrastró los navios
hacia el norte, a unas islas extrañas pobladas por los bárbaros, y las
doncellas murieron a manos de los hunos y de los pictos.
La versión de Colonia constituye la leyenda
que podríamos llamar “oficial.” Esa versión sitúa el martirio en el año 451: “Atila
y los hunos, cuando se replegaban después de su derrota en la Galia, tomaron
Colonia, que era entonces una ciudad cristiana muy floreciente. Sus primeras
víctimas fueron Úrsula y sus compañeras inglesas” (así rezaba una antigua
lección del Breviario en Inglaterra) . En el curso del siglo XII, la leyenda se complicó aún más, gracias a las “revelaciones” de Santa
Isabel de Schónau y del Beato Germán José, canónigo premonstratense.
Actualmente, todo el mundo está de acuerdo en que tales revelaciones eran
puramente ilusorias, pero en la época en que tuvieron lugar se “descubrieron”
en Colonia (1155) numerosas reliquias e inscripciones (naturalmente falsas),
que pasaban por ser los epitafios de San Ciríaco Papa, de San Marino de Milán,
de San Papunio, rey de Irlanda, de San Picmenio, rey de Inglaterra y de otros
muchísimos personajes imaginarios que habían sufrido el martirio con Santa
Úrsula y sus compañeras. Las pretendidas “revelaciones” del Beato Germán (si es
que existieron realmente) eran aún más sorprendentes que las de Santa Isabel,
ya que tenían por finalidad resolver los múltiples problemas de la leyenda y
explicar la presencia de los huesos de hombres y aun de niños recién nacidos,
entre los restos de las mártires. Indudablemente lo que se descubrió en 1155
fue una fosa común. Por otra parte, todos los indicios nos llevan a pensar que
los dos abades de Deutz, falsificaron impíamente los hechos y complicaron en el
fraude a Santa Isabel y al Beato Germán, sin que éstos lo supiesen. Todavía se
conserva una gran cantidad de “reliquias” en la iglesia de Santa Úrsula en
Colonia, sin contar las que se hallan esparcidas en el mundo entero.
Dejando a un lado la leyenda, la inscripción
de Clemacio dice que éste restauró una pequeña basílica o celia memorialis, que
probablemente había sido saqueada por los francos alrededor del año 353. Ahí se
hallaba el sepulcro de las mártires, y Clemacio prohibió que se diese sepultura
en ese lugar a otras personas. El texto de la inscripción no indica
absolutamente que se tratase de un vasto cementerio en el que había millares de
esqueletos.
Durante la Edad Media, se inventaron, poco a
poco, los nombres de las compañeras de Santa Úrsula que figuran en diversos
calendarios y martirologios. Una de las invenciones más famosas es la de Santa
Córdula, de la que el Martirologio Romano dice el 22 de octubre: “Aterrorizada al
ver el martirio de sus compañeras, se escondió, pero al día siguiente,
arrepentida, se entregó 1 los hunos y fue la última que conquistó la
palma del martirio.” La autora de esta invención fue la monja Helentrudis de
Heerse, según el relato “Fuit tempore.”
El P. Víctor de Buck
consagró al estudio de la leyenda 230 páginas in-folio en Acta anctorum, oct., vol. IX (1858). El
cardenal Wiseman resumió dicho artículo en un discurso que no fue publicado en
sus obras completas; puede leerse en un volumen titulado Essays °i Religión
and Litterature, publicado por Manning (1865), donde aparece con el nombre
de The Truth of Supposed Legends and Pables (pp. 285-286); ahí mismo se
encontrará un facsímil de la inscripción de Clemacio. El P. de Buck aportó
muchos datos nuevos y útiles para la solución del problema, ya que publicó
varios de los textos más importantes, pero las investigaciones posteriores no
han confirmado sus conclusiones, particularmente por lo que se refiere a su
hipótesis de que la fiesta conmemora el asesinato de un gran número de vírgenes
cristianas, llevado a cabo por los hunos el año 451. El estudio más importante
que ha aparecido desde entonces, es el del eminente especialista en cuestiones
medievales, W. Levison, en Das Werden des Ursula-Legende (1928). El
historiador defiende la autenticidad de la inscripción de Clemacio, pero está
de acuerdo con otros arqueólogos en admitir que la inscripción es claramente
anterior a la invasión de los hunos. Además de la inscripción de Clemacio, el Sermo
in natali y las cortas noticias litúrgicas arriba mencionadas, el documento
más importante es el antiguo relato Fuit tempore. Desgraciadamente, el
P. de Buck no le atribuyó importancia alguna, porque no leyó el prólogo. Fue
publicado por primera vez en Analecta Bollandiana, vol. III (1884), pp.
5-20. La leyenda comenzó a desarrollarse a partir de esa base, pero su
evolución es demasiado complicada y la bibliografía demasiado nutrida para que
podamos ocuparnos aquí de ellas. Sobre estos puntos, véase a M. Coens, en Analecta
Bollandiana, vol. xlvii A1929, pp. 80-110; G. Morin, en Eludes, Textes, Découvertes (1913),
pp. 206-219, quien cita hábilmente a Procopius, De Bello Gothico, lib. IV, c. 20; T.F.
Tout, Historical Essays; H. Leclercq, en DAC., vol ni, ce. 2172-2180;
LBS., vol. IV (1913), pp. 312-347; y Neuss, Die Anfange des Christentums in
Rheinlande (1933). Una de las últimas obras sobre el tema,
particularmente lo que concierne a las representaciones en el arte, es el libro
de Guy de Tervarent, La légende de Ste Ursule (2 vols., 1931). El texto
de Clemacio puede verse también en LBS., DAC., y Catholic Encyclopedia, loe.
cit. Nuestra cita de Godofredo de Monmouth está tomada de su History of the
Kings of Britian lib. v, ce. 12-16. Por lo que toca a la afirmación de que
San Dunstano transmitió la leyenda tal como se cuenta en Fuit lempore, es
curioso notar que el santo recibió la consagración episcopal el 21 de octubre y
que varios de los santos citados en esa leyenda eran venerados desde muy
antiguo en Glastonbury y en el occidente de Inglaterra. Si, como se cree
actualmente, San Dunstano nació en 910 y no en 925, es muy posible que haya
conocido a Hoolf, el enviado del emperador Otto.
(21 de octubre)
Los datos que
poseemos sobre San Maleo, de quien el Martirologio Romano hace mención en esta
fecha, proceden de San Jerónimo, quien afirma haberlos oído de labios del
propio San Maleo. Hallándose en Antioquía, hacia el año 375, San Jerónimo
visitó la ciudad de Maronia, que distaba unos cincuenta kilómetros, y conoció
ahí a un anciano muy piadoso llamado Maleo (Malek). Interesado por lo que había
oído contar sobre él, San Jerónimo interrogó personalmente a Maleo, quien le
refirió su historia. Había nacido en Nísibis y era hijo único. Desde muy joven,
determinó consagrarse enteramente a Dios. Como se sintiese inclinado a casarse,
huyó inmediatamente al desierto de Kal-kis para reunirse con unos ermitaños. A
los pocos años, se enteró de la muerte de su padre y pidió permiso a su abad
para ir a consolar a su madre. El abad no vio con buenos ojos el proyecto y
advirtió a Maleo que se trataba de una sutil tentación del demonio. Maleo
insistió en que había heredado de su padre algún dinero con el que pensaba
contribuir al ensanchamiento del monasterio, pero el abad, que era un hombre de
Dios y sabía a qué atenerse, no se dejó persuadir y rogó a su joven discípulo
que renunciase al proyecto. Sin embargo, Maleo pensó que tenía el deber de ir a
consolar a su madre y partió contra la voluntad de su abad.
La caravana en la que viajaba Maleo fue
atacada por los beduinos, entre Alepo y Edesa, y uno de los cabecillas lo tomó
prisionero junto con una joven y condujo a ambos al corazón del desierto, más
allá del Eufrates. Ahí Maleo se vio obligado a
pastorear los rebaños del beduino, cosa que no le desagradaba. Naturalmente no
le gustaba vivir entre gentiles, bajo el terrible sol del desierto al que no
estaba acostumbrado. Pero, como él decía: “parecíame mi suerte muy semejante a
la del santo Jacob y a la de Moisés, ya que ambos habían sido pastores en el
desierto. Me alimentaba de dátiles, queso y leche. Oraba incesantemente en mi
corazón y solía cantar los salmos que había aprendido entre los monjes.” El amo
de Maleo, que estaba muy satisfecho con él, pues los esclavos no eran
ordinariamente tan obedientes y fáciles de manejar como aquel prisionero,
decidió buscarle una compañera. Un miembro de una tribu errante del desierto no
podía comprender que un hombre determinase libremente permanecer célibe, ya que
los jóvenes que aún no se habían casado, estaban obligados a vivir como criados
en la tienda de otro hombre, puesto que únicamente las mujeres podían hacer los
trabajos domésticos para atender a los hombres. Cuando el beduino ordenó a
Maleo que contrajese matrimonio con su compañera de cautiverio, éste se alarmó,
dado que era monje y sabía que la joven era casada. Sin embargo, según parece,
la joven no se oponía al proyecto. Pero cuando Maleo declaró que estaba
dispuesto a suicidarse antes que contraer matrimonio, la joven, herida en su
amor propio (pues la naturaleza humana es siempre la misma a través de los
siglos), le dijo que no tenía el menor interés por él y que podían simplemente
fingir que estaban casados para complacer a su amo. Así lo hicieron, por más que
la situación no satisfizo del todo a ninguno de los dos. Maleo confesó a San
Jerónimo: “Llegué a querer a esa mujer como a una hermana, pero sin poder
tenerle la confianza que se tiene a una hermana.”
Un día en que Maleo se entretenía en observar
un hormiguero, se le vino a la cabeza la idea de que la vida ordenada y
laboriosa de los monjes se asemejaba mucho a la de una colonia de hormigas. Ese
recuerdo le entristeció mucho, pues recordó cuan feliz había sido entre los
monjes. Aquella misma noche, al volver del pastoreo, dijo a su compañera que
estaba decidido a huir. Ella, que quería también ir a reunirse con su marido,
resolvió partir con Maleo. Así pues, ambos huyeron juntos una noche, llevando
sus provisiones en dos pellejas de cabra. Inflando las pellejas, consiguieron
atravesar el Eufrates. Pero, al tercer día de marcha, divisaron a su amo y a
otro hombre, que venían en su busca, jinetes en sendos camellos. Inmediatamente
se escondieron cerca de la entrada de una caverna. El amo de Maleo, imaginando que
se habían refugiado ahí, envió a su compañero a buscarlos. Como éste no
volviese, el beduino penetró en la caverna y tampoco volvió a salir. ¡Cuál no
sería el asombro de Maleo y su compañera cuando vieron salir de la caverna una
leona con su cachorro en el hocico y dentro encontraron a los dos beduinos
muertos! Inmediatamente se apoderaron de los camellos y partieron con la mayor
rapidez posible.
Al cabo de diez días, llegaron a un
campamento romano en Mesopotamia. El capitán, a quien refirieron su historia,
los envió a Edesa. San Maleo retornó más tarde a su ermita de Kalkis y fue a
terminar sus días en Maronia, donde le conoció San Jerónimo. Su compañera de
cautiverio no consiguió encontrar a su marido. Entonces, acordándose del amigo
con el que había compartido tantas penas y que la había ayudado a escapar, fue
a establecerse cerca de el, sin impedirle el servicio de Dios y de sus
prójimos. Ambos murieron a edad muy avanzada.
En Jetó SanctoTum, oct.,
vol. IX, puede verse el
texto de San Jerónimo ampliamente comentado. Un monje de Canterbury, Reginaldo
(quien falleció hacia 1110), compuso varios poemas sobre San Maleo; cf. The
Oxford Book of Medieval Latín Verse (1928), pp. 73-75, y p. 221, núm. 50.
En Classical Bulletin, 1946 (Saint Louis, U.S.A.), pp. 31-60, puede
verse el texto y una traducción inglesa. Dichos poemas son de poco valor
histórico, ya que fueron compuestos probablemente con miras a la edificación;
cf. Comm. Man. Rom.”, y P. Van den Ven, en Le Muséon, vol. XIX(1900),
pp. 413 ss., y XX, 208 ss.
(21 de octubre)
Celina, una
doncella de noble cuna, habitaba en la ciudad de Meaux, donde se detuvo una
temporada Santa Genoveva durante uno de sus viajes fuera de París. Admirada por
las virtudes de la santa, Celina le manifestó su ardiente deseo de consagrarse
al Señor. Genoveva la alentó y la joven tomó el hábito de las vírgenes. Pero el
prometido de Celina se opuso desde un principio a ese proyecto y, al conocer la
resolución de la doncella, amenazó con recurrir a la violencia para raptarla.
Dice la leyenda que Genoveva y Celina, perseguidas de cerca por el galán y sus
amigos, tuvieron que refugiarse en una iglesia, donde, por un milagro del
cielo, las puertas del bautisterio se cerraron herméticamente por sí solas, y
fue imposible abrirlas hasta que los perseguidores se retiraron. De esta
manera, Celina pudo conservar su virginidad toda su vida y dedicarse a las
buenas obras y la oración.
Se ignora la fecha de la muerte de Celina. Su
encuentro con la santa de París debe haber ocurrido en el año 465 o en el 480.
Se sabe que al morir gozaba de una gran fama de santidad. Fue sepultada en las
proximidades de Meaux y, posteriormente, los benedictinos construyeron sobre su
tumba una capilla que subsistió hasta los días de la Revolución. En aquella
época, las reliquias de la santa, mezcladas con las de otros bienaventurados,
fueron enterradas en el cementerio de la catedral de Meaux, donde se veneran
hasta hoy.
El culto a Santa Celina, virgen, se ha
limitado a la diócesis de Meaux y, con frecuencia, se ha confundido a esta
santa con la Santa Celina, viuda, madre de San Remigio, que se venera el mismo
día y a la que tratamos a continuación.
Véase la Vita Genovafae, en
el Mon. Germ, hist. Script. rer. merov., vol III, pp. 226-227, que se
encuentra en la Biblioteca hagiográfica latina, nn. 3334-3335. A Tillemont en Mémoires,
vol. xvi, pp. 628-629; Acta Sanctorum, 21 de octubre, vol. Ix, pp.
306-309; a V. Leroquais en Les
Sacramentaires et les missels mss., vol. III, p. 49 y Les Bréviaires
mss., vol. II, pp. 217-219 y vol. III, pp. 94 y 346.
(21 de octubre)
Lo Mismo que Santa Silvia, madre del Papa
Gregorio el Grande, y muchas otras madres de santos que también alcanzaron la
santidad, Celina (a su homónima, la virgen de Meaux, se la honra igualmente en
la fecha de hoy) fue famosa a causa de su hijo, puesto que dio al mundo ese
gran santo, Remigio o Remi, obispo de Reims, a quien se festeja el 1° de
octubre.
De acuerdo con el pseudo Venancio Fortunato,
Celina y su esposo pertenecían a la nobleza. En cierta ocasión, un monje
llamado Montano, que por tres veces consecutivas había recibido un aviso
celestial en sueños, vaticinó a Celina que daría a luz un hijo que llegaría a
ser un hombre de grandísimos méritos. A su
debido tiempo, Remigio vino al mundo.
Hinemar de Reims complementó estos datos tan
escasos en el siglo nueve: Celina y Emilio, su marido, habían tenido dos hijos:
Principio, quien llegó a ser obispo de Soissons, y su hermano Emilio, quien a
su vez tuvo un hijo, San Lupo, sucesor de su tío Principio en la sede de
Soissons, a la que gobernó hasta la muerte de Remigio (Duchesne, Fastes
Episcopaux, vol. III, 1915, pp. 89-90).
Cuando el monje Montano anunció el nacimiento
del niño, Celina quedó muy desconcertada, puesto que tanto ella como su marido
ya eran entrados en años. Pero Montano, que era ciego, reiteró su profecía y
aun agregó estas palabras: “Cuando hayas parido al niño cuyo nacimiento te
anuncio, me frotarás los ojos con unas gotas de la leche de tus pechos y así
recuperaré la vista.”
Fue el propio Remigio, a los pocos días de
nacido, quien puso su mane-cita, mojada con la leche del pecho de su madre, en
los ojos de Montano, y éste obtuvo la gracia de volver a ver. Hinemar hace la
advertencia de que, al nacer, Remigio quedó limpio de toda culpa por obra del
Espíritu Santo. Había sido concebido “en la iniquidad, como todo hombre”, pero
contrariamente a lo que sucede en la condición humana, “su madre no lo parió en
los delitos de la prevaricación, sino en la gracia de la remisión.” Por esa razón, Remigio se asemejaba a San
Juan Bautista (Luc. 1:15) ya Isaac (Gen. 17:16). Nació en el país de Laon y se
le impuso el nombre de Remigio porque estaba destinado a regir, a dirigir la
nave de su Iglesia a merced de las olas tempestuosas y también sería el “Remedio”
(otro significado de su nombre) contra la justa cólera de Dios o bien contra la
ferocidad de los paganos.
Luego de cursar breves estudios en los que
destacó sobremanera, Remigio tuvo deseos de imitar el ejemplo del monje
Montano, se retiró al convento y así se separó para siempre de Celina. De
acuerdo con uno de los párrafos del testamento de San Remigio, su madre había
sido sepultada en Labrinacum (Lavergny), cerca de Laon, en el Aisne. La
traslación de sus restos a Laon, según Molanus y Vermeulen, los editores del
Martirologio de Usuardo (ed. Du Sollier, Anvers, 1714, p. 194) tuvo lugar un 5
de abril. Actualmente, en la diócesis de Reims se conmemora a Santa Celina el
22 de octubre.
La única biografía de Santa
Celina, atribuida a un monje de San Amando llamado Hucbaldo (930), se ha
perdido. Véase el Mont. Germ. hist. Auct. antiq. (el pseudo Fortunato), vol. IV-2,
p. 64; el Script. merov., vol. III, pp. 259-263 y 344, donde se
encuentran los escritos de Hinemar y el testamento de San Remigio. En cuanto al
nombre de la santa, las notas del pseudo Fortunato dan el de Chilinia, Cilina y
Cylinia, pero se ha adoptado Celina, que es el que le da el Thesaurus linguae
latinae Onomasticon, vol. II y el Acta Sanctorum. Véase a Ch. d”Héricault
en Les Méres des Saints, 1895; a H. Bels en figures des peres et méres
chrétiens (1908). El Acta Sanctorum, vol. lX, pp. 318-322; el yertorium
hymnologicum de U. Chevalier, vol. VI, 1920, p. 19, que contiene himnos en
honor de la santa, compuestos en Laon hacia 1495. Les Sacramentaires et
missels mss. de V. Leroquais, vol. m, 1924, p. 351; Les Breviaries mss., vol. II,
p. 143 y vol. V, p. 61;
(21 de octubre)
Primeros monjes irlandeses se distinguieron
por su extremada austeridad. Según se
cuenta, San Fintano fue uno de los más austeros, y a sus mortificaciones
voluntarias se añadieron las enfermedades. Durante dieciocho años estuvo en el
monasterio de Cluain Inis, bajo la dirección de San Senell y después, partió al
monasterio de lona. Los relatos irlandeses afirman que, cuando San Fintano
llegó a lona, San Colomba ya había muerto y que San Baitén, su sucesor, dijo a
San Fintano que retornase a su patria, pues San Colomba había predicho que
fundaría un monasterio en Irlanda y sería padre de muchos monjes. Según la
tradición escocesa, San Fintano pasó algún tiempo en lona y volvió a su patria
el año 597, cuando murió San Colomba. El hecho es que, a principios del siglo VII, San Fintano fundó el monasterio de Tagh-mon (Tech Munnu), en Wexford.
Siendo abad, defendió celosamente los usos célticos acerca de la fecha de la
Pascua, así como otras costumbres locales. En el sínodo de Magh Lene (630) y en
otros, se opuso violentamente a San Lase-riano y a todos los que, inspirados
por el deseo del Papa Honorio I, querían que Irlanda se unificase con el resto
de la cristiandad en la celebración de la Pascua.
El monasterio de Taghmon se hizo pronto muy famoso.
En las biografías de San Canicio, San Mochua y San Molua, se habla de su
fundador. Estos dos últimos santos afirman que San Fintano tuvo la lepra en una
época. Por otra parte, parece haber existido cierta rivalidad entre él y San
Molua. En efecto, San Fintano “se irritó” cuando el ángel que acostumbraba
visitarle dos veces por semana le dijo que había faltado un día porque tuvo que
recibir en el cielo el alma de San Molua. Deseando emular la santidad del abad
de Clonfert, San Fintano pidió a Dios que le enviase muchas enfermedades para
soportarlas con paciencia y merecer una acogida semejante en el Reino de los
Cielos.
Existen tres biografías
latinas de San Fintano (cf. Plummer, Miscellanea HagiogTaphica Hibernica, p.
255). La más larga puede verse en Acta Sanctorum, oct. vol. IX. Plummer editó
la tercera; véase VSH., vol. II, pp. 226-239 y la introducción, pp. 84 ss.; J.
F. Kenney Sources fot the
early History of hland, vol. I, p. 450.
(21 de octubre)
En el siglo
II, vivía en la Frigia Salutaris cierto Abercio Marcelo, que era obispo de
Hierópolis. A los
setenta y dos años de edad, hizo una peregrinación a Roma y al regreso, pasó
por Siria, por Mesopotamia y visitó Nísibis. En todas partes encontró cristianos
fervorosos, que habían sido purificados por el bautismo y se nutrían del Cuerpo
y la Sangre de Cristo. Cuando volvió a Frigia, se construyó un sepulcro en el
que mandó colocar una inscripción en la que se relataba con términos simbólicos
e ininteligibles para los no cristianos, el viaje que había hecho a Roma para “contemplar
la majestad” del Pastor universal y omnividente.
Un hagiógrafo griego, interpretando esa
inscripción a su modo, escribió una biografía de San Abercio. Según esa
ingeniosa narración, el santo obispo convirtió con su predicación y milagros a
tantas personas, que se le dio el título de “igual de los Apóstoles.” Su fama
llegó a oídos del emperador Marco Aurelio, quien le mandó llamar a Roma, pues
su hija Lucila estaba endemoniada. (En esa forma, la simbólica reina vestida de
oro, mencionada en la inscripción se convierte en la hija del emperador). San
Abercio exorcizó con éxito a la joven y ordenó al demonio que trasportase desde
el hipódromo romano hasta su Ciudad episcopal la piedra de un altar, para
emplearla en la construcción de su sepulcro. El autor de la biografía tomó
algunos episodios de la vida de otros santos y presentó en el apéndice de su
obra el original de la inscripción de Abercio.
Los historiadores solían considerar el
contenido de la inscripción con la misma desconfianza que la biografía de la que
formaba parte, hasta que en 1822, el arqueólogo inglés W. M. Ramsey descubrió
en Kelendres, cerca de Sínada, una inscripción fechada el año 216. Era el
epitafio de un tal Alejandro, hijo de Antonio; pero los primeros y los últimos
versos eran prácticamente una transcripción de los de la inscripción de
Abercio. El año siguiente, Ramsey descubrió en los muros de las termas de Hierópolis
otros fragmentos que completaban casi en su totalidad la parte del epitafio de
Abercio que faltaba en la primera piedra. Gracias a esas dos inscripciones y al
texto de la biografía de San Abercio, se consiguió completar una inscripción de
gran valor. Sin embargo, no todos los historiadores admitían que Abercio fuese
cristiano; interpretando los símbolos de la inscripción en forma muy subjetiva,
algunos llegaban a decir que había sido un sacerdote de Cibeles o de otro culto
sincretista. Finalmente, al cabo de innumerables investigaciones, se llegó a la
conclusión de que el Abercio de la inscripción había sido realmente un obispo
cristiano. El nombre de Abercio figura en la liturgia griega desde el siglo X; también ee halla en el Martirologio Romano actual, donde se dice que
fue obispo de Hierápolis (sede de San Papías) en vez de Hierópolis. Este último
error procede de la biografía griega arriba mencionada.
Existe una literatura muy
abundante acerca de las inscripciones descubiertas por Ramsey en Hierópolis,
que dicho arqueólogo regaló al Museo de Letrán. Pero las discusiones han
añadido muy poco a la interpretación del obispo anglicano Linghfoot, quien
analizó la inscripción con seguro instinto de arqueólogo en Ignatius and
Polycarp, vol. I (1885). G. Ficker y A. üieterich sostienen que Abercio no era
cristiano, pero no han logrado aportar la menor prueba en favor de su tesis. F.
J. Dólger, “Ichthys” (sobre todo vol. II, 1922, pp. 454-507), responde muy hábilmente a
todas las objeciones. En el artículo de Leclercq, DAC (vol. I, ce. 66-87), hay
buenas ilustraciones y una bibliografía muy completa; en el artículo del mismo
autor en Catholic Encyclopedia, vol. I, pp. 40-41, se hallará el texto
griego y una traducción inglesa. Por lo que se refiere a la vida de Abercio, T.
Nissen hizo una edición crítica de las dos biografías griegas más antiguas, en S.
Abercü Vita (1912); aunque los textos carecen de valor histórico, contienen
ciertos datos geográficos de importancia, así como algunas citas muy curiosas
de Bardesanes. El P. Thurston publicó dos artículos sobre San Abercio en The
Month (mayo y julio de 1890); pero en 1935, declaró que habría que
modificar considerablemente el segundo de esos artículos.
(22 de octubre)
Felipe, obispo
de Heraclea, capital de Tracia, fue martirizado durante la persecución de
Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad sus obligaciones de diácono y de
sacerdote, fue elegido obispo de Heraclea. Gobernó su diócesis con gran virtud
y prudencia durante la persecución. A fin de extender y perpetuar la obra de
Dios, formó a muchos discípulos en las ciencias sagradas y en la piedad sólida.
Dos de ellos, el sacerdote Severo y el diácono Hermes, tuvieron la dicha de
acompañar a San Felipe en el martirio. Hermes, antiguo magistrado de la ciudad,
empezó a practicar el trabajo manual desde el momento en que recibió el
diaconado y convenció a su hijo para que hiciese lo propio. Cuando Diocleciano
publicó sus primeros edictos persecutorios, muchas personas aconsejaron a San
Felipe que huyese de la ciudad; pero el santo se negó a hacerlo y continuó con
sus exhortaciones a su grey para mantener la constancia y la paciencia. El
gobernador envió a un tal Aristómaco a clausurar las puertas de la iglesia.
Felipe le dijo: “¿Crees acaso que Dios vive entre cuatro paredes más bien que
en el corazón de los hombres?” En seguida, el obispo reunió a los cristianos
fuera de la iglesia. Al día siguiente, los esbirros del emperador sellaron los
vasos y los libros sagrados. Los fieles entristecidos, se reunieron frente a la
iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra 1 puerta y, para alentarlos,
comenzó a hablar con palabras de fuego y se negó a retirarse.
El gobernador Bassus, se enteró de que Felipe
y sus cristianos celebraban el día del Señor delante de la iglesia y los
mandó traer a su presencia. “¿Quién i V0sotros es el maestro?”,
preguntó. Felipe respondió: “Yo.” Bassus le dijo: “Bien sabes que el emperador
ha prohibido que os reunáis. Entrégame los vasos de oro y plata y los
libros que acostumbráis leer.” El obispo replicó: “Estamos dispuestos a
entregarte los vasos, porque Dios no se complace en los metales preciosos sino
en la caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos, ni yo
puedo entregarlos.” El gobernador mandó llamar a los verdugos y ordenó
a uno de ellos que atormentase a Felipe. Este soportó el tormento con
invencible valor. Kermes dijo al gobernador que, aunque destruyese todos los
libros de la verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra de Dios.
Bassus le mandó azotar. En seguida, Publio, ayudante del gobernador, acompañó a
Mermes al sitio en que estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó
apoderarse de algunos y, cuando Hermes trató de impedirlo, le dio tan tremenda
bofetada, que le dejó el rostro bañado en sangre. El gobernador reprobó la
conducta de Publio y ordenó que curasen la herida de Hermes. En seguida, envió
a los prisioneros a la plaza central y mandó a los guardias que destruyesen el
techo de la iglesia. Los soldados aprovecharon la ocasión para quemar los
libros sagrados, y las llamas se elevaron tan alto, que los presentes quedaron
maravillados. Cuando Felipe, quien se hallaba en la plaza central, se enteró de
lo sucedido, habló largamente sobre la venganza de Dios que amenaza a los
malvados y recordó al pueblo que los templos de los ídolos se habían incendiado
muchas veces.
Entonces, se presentó en la plaza un
sacerdote pagano con sus ministros, llevando consigo todo lo necesario para el
sacrificio. También llegó Bassus, seguido por la multitud. Algunos de los
presentes se compadecían de los cristianos, otros, especialmente los judíos,
clamaban contra ellos. Bassus exhortó a San Felipe a ofrecer sacrificios a los
dioses, a los emperadores y a la fortuna de la ciudad; después, le señaló una
estatua de Hércules y le dijo que se contentaría con que la tocase. El obispo
replicó que las imágenes eran muy útiles a los escultores, pero que no podían
hacer bien alguno a quienes las adoraban. Entonces Bassus, volviéndose hacia
Hermes, le preguntó si él estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermes
respondió: “No. Yo también soy cristiano.” Bassus le preguntó: “Si Felipe
ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su ejemplo?” Hermes replicó que no y que
tampoco conseguirían que Felipe sacrificase a los dioses. Después de emplear
toda clase de amenazas y promesas para que ofreciesen el sacrificio, el
gobernador mandó que los mártires fuesen conducidos a la prisión. En el camino
unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se levantó sonriente, con
gran admiración de la turba. Los mártires entraron en “a prisión cantando
gozosamente un salmo de agradecimiento a Dios. Pocos días lespués el gobernador
permitió que se trasladasen a la casa de un tal añeras, a donde muchos
cristianos y neófitos acudieron a oír las instrucciones e los
mártires. Más tarde, los prisioneros fueron conducidos a una prisión continua
al teatro que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los cristianos
pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.
En el ínterin, el gobernador Bassus fue
sustituido por Justino. El cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus
era un hombre razonable y su esposa había sido cristiana durante algún tiempo; en
cambio, Justino era un hombre muy cruel. Zoilo, el
magistrado de la ciudad, condujo a Felipe a precia de Justino, quien le repitió
la orden del emperador y le exhortó a ofrecer sacrificios. Felipe respondió: “Soy
cristiano y no puedo obedecer tus órdenes. Si quieres, puedes castigarnos, pero
no conseguirás que obedezcamos.” Justino le amenazó con la tortura, y el obispo
respondió: “Dame tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder alguno capaz
de obligarme a ofrecer sacrificios.” Justino le dijo que los guardias iban a
llevarle a rastras hasta la prisión. Felipe replicó: “¡Dios lo quiera!”
Entonces Justino ordenó que le atasen los pies y le arrastrasen a la prisión.
Los guardias le arrastraron sobre las piedras con tal violencia, que Felipe
llegó a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron y le
llevaron en brazos a la mazmorra.
Los perseguidores habían buscado durante
largo tiempo al sacerdote Severo, quien se había escondido. Finalmente, movido
por el Espíritu Santo, Severo se entregó y fue enviado a la prisión. Los tres
mártires pasaron siete meses en un horrible calabozo. Después, fueron
trasladados a Adrianópolis, a una casa particular, para esperar la llegada del
gobernador. Al día siguiente, Justino mandó conducir a Felipe a las termas y
dio orden de que le azotasen hasta que la carne se cayese a pedazos. El valor
del mártir impresionó no sólo a la turba, sino al propio Justino, quien le
envió nuevamente a la prisión. En seguida mandó llamar a Kermes para azotarle.
Los miembros de la corte le querían bien, pues había sido un magistrado muy
popular en Heraclea. Pero Hermes permaneció firme en la fe y fue nuevamente
enviado a la prisión. Los mártires dieron gracias a Dios por esa primera
victoria. Tres días después, Justino los convocó de nuevo. Habiendo exhortado
en vano a Felipe, se volvió hacia Hermes y le dijo: “Tu compañero es insensible
a los horrores de la muerte. Espero que tú comprendas el valor de la vida y
ofrezcas sacrificios a los dioses.” Hermes respondió con una invectiva contra
la idolatría. Justino gritó enfurecido: “Hablas como si quisieses convertirme
al cristianismo.” En seguida consultó a sus consejeros y pronunció la
sentencia: “Ordenamos que Felipe y Hermes, que por su desobediencia a los
edictos imperiales se han hecho indignos del nombre y los derechos de los ciudadanos
romanos, sean quemados públicamente para que el pueblo aprenda a obedecer.”
Los mártires fueron con gran gozo al sitio de
la ejecución. Como Felipe tenía los pies destrozados, fue llevado en brazos.
Hermes, que caminaba también con gran dificultad, dijo a Felipe: “Maestro,
apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan nuestros pies, puesto
que ya no nos serviremos de ellos?” Después, se volvió hacia la multitud y
dijo: “El Señor me ha revelado el martirio que me espera. Soñé que una paloma
blanca como la nieve venía a posarse sobre mi cabeza, descendía sobre mi pecho
y me daba a comer un manjar exquisito. Entonces comprendí que el Señor se había
complacido en llamarme al honor del martirio.” Una vez llegados al sitio de la
ejecución, los verdugos, según la costumbre, enterraron a Felipe en la arena
hasta la altura de las rodillas y le ataron las manos a la espalda. Lo mismo
hicieron con Hermes, el cual, como no pudiese sostenerse sin la ayuda de un
bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó riendo: “Se ve que el diablo
no es capaz de sostenerme ni siquiera en estas circunstancias.” Antes de que
los verdugos prendiesen fuego a la pira, Hermes se dirigió a un cristiano
llamado Velogio y le dijo: “Os ruego por nuestro Salvador Jesucristo que digáis
a mi hijo que pague cuanto se haya gastado en mí para que tenga yo la
conciencia tranquila, pues aun las leyes de este mundo mandan que se paguen las
deudas. Decidle también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el
trabajo de sus manos, como yo. Y que sea bueno con
todos.” En seguida, los guardias le ataron las manos y encendieron la hoguera.
Los mártires alabaron a Dios y le dieron gracias mientras pudieron hablar. Sus
cuerpos no se desintegraron. El cuerpo de Felipe, que era ya un hombre anciano,
parecía haber rejuvenecido y tenía las manos extendidas como si se hallase en
oración. El cadáver de Hermes conservaba su color natural, sólo las orejas
estaban un poco amoratadas. Justino ordenó que los cuerpos de los mártires
fuesen arrojados al río, de donde algunos cristianos de Adrianópolis
consiguieron rescatarlos con redes. El sacerdote Severo, que estaba aún en la
prisión, se alegró al enterarse del triunfo y la gloria de sus compañeros y
pidió ardientemente a Dios que le concediese compartirlos, como había
compartido su defensa de la fe. Dios escuchó sus oraciones, y Severo fue
martirizado al día siguiente. El edicto que mandaba quemar los escritos
sagrados y destruir las iglesias, indica que el martirio tuvo lugar después de
la publicación de los edictos persecutorios de Diocleciano. El Martirologio
Romano sitúa erróneamente el martirio en la época de Juliano el Apóstata y
añade el nombre de San Eusebio, quien no pertenece a este grupo.
El martirio de Felipe,
Severo y Hermes es uno de los episodios mejor probados de la persecución de
Diocleciano. El Breviarium sirio del siglo IV conmemora el martirio el 22
de octubre. Podemos además citar como una confirmación indirecta la alusión que
se hace al triunfo de estos mártires en la pasión de San Gurio y sus
compañeros. (Cf. Gebhardt y Dobschütz, Texte und Untersuchungen, vol. XXXVII,
p. 6). El texto de las actas latinas de Felipe de Heraclea puede verse
en Ruinart y en Acta Sanctorum, oct., vol. Ix. H. Leclercq tradujo ese
documento al francés, en Les Martyrs, vol. II, pp. 238-257. Cf. P.
Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, núm. 27, Note Agiografiche, fase.
5 y 175, 9.
(22 de octubre)
La gran era de
los mártires en España empezó el año 850, con el reinado de Abderramán II. Estas dos vírgenes se contaron entre las innumerables mártires que
sellaron con su sangre su fidelidad a Dios durante la persecución morisca.
Nunila y Alodia, que eran hermanas, vivían en Huesca. Su padre era mahometano y
su madre cristiana. Las dos jóvenes habían sido educadas en el cristianismo por
su madre, la cual después de la muerte de su esposo, tuvo el poco tino de
casarse con otro mahometano. Este, que era un personaje de importancia, trató
con brutalidad a sus hijastras. Nunila y Alodia tuvieron muchos pretendientes,
pero, como habían decidido consagrar su virginidad a Dios, rechazaron a todos y
obtuvieron finalmente el permiso para ir a vivir con una tía suya que era
cristiana. Cuando Abderramán promulgó sus leyes persecutorias, s dos doncellas
fueron arrestadas al punto, ya que tanto su familia como la vida piadosa que
llevaban eran muy conocidas. Nunila y Alodia comparecieron grozosamente ante el
juez, sin el menor temor. El perseguidor empleó primero los halagos y las
promesas, pero después pasó a las amenazas. Como ninguno de los dos métodos
tuviese éxito, confió a las dos jóvenes a ciertas mujeres de mala vida, con la
esperanza de que el mal ejemplo hiciese su obra. Pero Cristo iluminó y protegió
a sus siervas, y las prostitutas se vieron obligadas a declarar juez que no
había manera de doblegar a las dos jóvenes. Este las condenó a perecer decapitadas.
El Martirologio Romano conmemora en la a de hoy el triunfo de las mártires.
Prácticamente todo lo que
sabemos sobre Nunila y Alodia procede del Memoriale Sanctorum de San
Eulogio. Véanse las citas y el comentario de Acta Sanctorum, oct. vol. IX.
(23 de octubre)
Según la
tradición de Fiésole, San Donato, que era irlandés, hizo una peregrinación a
Roma, a principios del siglo IX. A la vuelta, pasó por Fiésole,
precisamente cuando el clero y el pueblo se hallaban reunidos para elegir a un
nuevo obispo, después de haber rogado fervorosamente al Espíritu Santo que les
concediese un pastor capaz de dirigirlos en las difíciles circunstancias por
las que atravesaban. Nadie se habría fijado en Donato cuando éste entró en la
catedral, pues era un hombre insignificante y de baja estatura, pero en ese
preciso instante las campanas se echaron a vuelo y los cirios del altar se
encendieron solos. El pueblo interpretó aquello como una señal del cielo en
favor de Donato e inmediatamente le eligió por aclamación.
El biógrafo de San Donato cita varios versos,
un epitafio compuestos por el santo, afirma que fue un gran maestro de
gramática y prosodia y que los reyes Lotario I y Luis II le distinguieron con su confianza. Uno de los poemas de la biografía
describe la belleza de Irlanda. La fiesta de San Donato de Fiésole se celebra
actualmente en toda Irlanda.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. IX, hay varias biografías. Véase DNB., vol. XV, p. 216; M. Esposito, en Journal
of Theological Studies, vol. XXXIII (1923), p. 129; L. Gougaud, Les
saints irlandais hors d”Irlande (1936), p. 76; A. M. Tommasini, Irish
Saints in Italy (1937), pp. 383-394; y J. Kenney, Sources for the Early
History of Ireland, vol. I, pp. 601-602.
(23 de octubre)
Juliano
el Apóstata nombró prefecto de Antioquía, la capital imperial, a su tío Julián,
quien había apostatado como él. Tan pronto como Julián se enteró de que en una
iglesia de la ciudad había una buena cantidad de oro y plata, mandó recogerla.
Los clérigos huyeron, pero Teodoreto, que era un sacerdote muy celoso, se negó
a abandonar a sus feligreses y siguió reuniéndoles para la celebración de los
divinos misterios. El prefecto de la ciudad le ordenó que entregase los vasos
sagrados y como éste se negase, Julián le acusó de haber derribado las estatuas
de los dioses y de haber construido iglesias cristianas en la época de su
predecesor. Teodoreto confesó que había construido varias iglesias sobre las
tumbas de los mártires y echó en cara al prefecto su apostasía. Julián le mandó
torturar, pero un ángel impidió a los verdugos que siguiesen haciéndole daño.
Entonces, Julián, ciego de cólera, ordenó a los verdugos que le ahogasen.
Teodoreto les dijo tranquilamente: “Id por delante; yo os seguiré para humillar
al Enemigo.” El prefecto le preguntó quién era “ el Enemigo.” El mártir
replicó: “Es el demonio, por cuya causa tú combates. Jesucristo, el Salvador
del mundo, es quien nos da la victoria.” En seguida, el santo explicó al
perseguidor, con cierto detalle, los misterios de la Encarnación y de la
Redención. Julián le amenazó con darle muerte ahí mismo y Teodoreto le
profetizó que moriría pronto en forma espantosa. Julián le condeno perecer
decapitado y la sentencia fue ejecutada. En seguida, Julián se apoderó de los
vasos sagrados, los arrojó por tierra y los profanó vilmente.
Cuando Julián informó a su sobrino acerca de
los sucesos, el emperador le respondió que no tenía derecho a condenar a muerte
a los cristianos por razón de su religión y le manifestó que el asesinato de
Teodoreto iba a dar a los discípulos del Galileo ocasión de quejarse del
emperador y de honrar a un nuevo mártir. Julián, que no esperaba tal respuesta
de su sobrino, quedó muy deprimido. Aquella misma noche, cayó gravemente
enfermo y murió tristemente al cabo de más de cuarenta días de agonía.
Aunque Ruinart incluye el
relato de este martirio entre sus Acta Sincera, es difícil aceptar todos
los detalles milagrosos que se cuentan en ellas. En Acta Sanctorum, oct.,
vol. x se encontrará
el texto de las actas y un comentario. P. Franchi de Cavalieri descubrió
una versión más antigua de las actas (Note
Agiografiche, vol. v, pp. 59-101). El Hieronymianum y el Martirologio Romano
llaman Teodoro a nuestro mártir; a lo que parece, le identifican con un joven
llamado Teodoro, torturado en Antioquía en tiempos de Juliano el Apóstata,
quien reprendió por ello al prefecto Salustio (Rufinus, Hist. Eccl., lib.
X). Existen muchas pruebas de que este Teodoro fue muy venerado en Antioquía,
porque se salvó milagrosamente de la muerte.
(23 de octubre)
El martirologio Romano
afirma que San Severino murió en Burdeos, aunque era “obispo de Colonia.” Se
trata de una confusión de Severino de Burdeos con Severino de Colonia. El santo
obispo de Colonia se distinguió por su celo contra el arrianismo y murió a
principios del siglo V. Según la leyenda, Severino, que
era sacerdote, se hallaba un día paseando por el campo, cuando oyó una voz que
le decía: “Severino, vas a ser obispo de Colonia.” El santo preguntó: “¿Cuándo?”
“Cuando florezca tu báculo”, fue la respuesta. Severino plantó su báculo y éste
echó raíces y floreció. Entonces, el santo fue elegido obispo de Colonia. San
Gregorio de Tours afirma que San Severino tuvo en Ton gres una revelación
acerca de la muerte y el triunfo de San Martín en la gloria. Hallándose en
plena lucha contra la herejía, Severino oyó otra voz que le ordenaba que se
trasladase a Burdeos, y obedeció al punto. El obispo de Burdeos, San Amando,
recibió del cielo la orden de cederle la sede y así lo hizo.
Las investigaciones modernas
han puesto en claro que la biografía de San Severino escrita por Venancio
Fortunato es la única fidedigna y que en ella se basan todas las otras
biografías. Dicha obra fue descubierta y publicada por primera vez por H.
Quentin, La plus ancienne Vie de S. Seurin (1902). W. Levison la reeditó
en MGH., Scriptores Merov, vol. VII, pp. 205-225. Según parece, San Severino había sido obispo de
Tréveris antes de trasladarse a Burdeos; pero no hay razón alguna para
relacionarle con Colonia. Por una confusión muy curiosa (cf. Analecta
Bollandiana, vol. XXXIII, 1920, pp. 427-428), la leyenda de San Fuerte,
obispo imaginario de Burdeos, se deriva, según parece, de la biografía de San
Severino.
(23 de octubre)
Ainicio Manlio Severino
Boecio nació hacia el año 480. Pertenecía a una de as más ilustres familias
romanas, la “gens Anicia”, de la que también desceñía probablemente el Papa San
Gregorio Magno. Severino, que perdió muy joven a sus padres, quedó al cuidado
de Aurelio Símaco, de quien llegó a ser íntimo amigo y con cuya hija,
Rusticiana, contrajo matrimonio. A esto se reduce cuanto sabemos acerca de su
juventud. Debía ser sin duda muy estudioso, pues antes de cumplir treinta años
era ya famoso por su erudición. Severino Boecio emprendió la traducción al
latín de todas las obras de Platón y Aristóteles, cuya armonía fundamental
quería demostrar. Desgraciadamente, no consiguió terminar esta tarea; sin
embargo, Casiodoro observa que, gracias a sus traducciones, los italianos
conocieron no sólo a Platón y Aristóteles, sino también “al músico Pitágoras,
al astrónomo Tolomeo, al matemático Nicómaco, el geómetra Euclides ... y al
físico Arquímedes.” Ello nos da una idea de la multiplicidad de los talentos e
intereses de Boecio, quien además hizo aportaciones personales en materia de
lógica, matemáticas, geometría y música. Por otra parte, no carecía de talento
práctico, ya que Casiodoro le pide en una carta que construya un reloj de agua
y un reloj de sol para el rey de Borgoña. Boecio era también teólogo (no
olvidemos que la familia de los Anicios era cristiana desde la época de
Constantino) y se conservan varios tratados suyos, en particular uno sobre la
Santísima Trinidad. Las obras de Boecio ejercieron gran influencia en la Edad
Media, sobre todo en el desarrollo de la lógica. No en vano se le ha llamado “el
último de los filósofos romanos y el primero de los teólogos escolásticos.” Sus
traducciones fueron durante mucho tiempo la base del estudio de la filosofía
griega en occidente.
Boecio nació poco después de que Rómulo “Augústulo”,
el último de los emperadores romanos de occidente, entregó el poder al bárbaro
Odoacro. Cuando éste fue asesinado y el patricio Teodorico asumió el poder en
Italia, Boecio tenía unos trece años. El padre de Boecio había aceptado el
nuevo estado de cosas, y Odoacro le había confiado un cargo de importancia.
Boecio siguió su ejemplo y entró en la vida pública, no obstante su amor por la
escolástica. El mismo explica que le movió a ello la doctrina de Platón, según
la cual “las naciones serían felices si los filósofos las gobernasen, o si
tuviesen la suerte de que sus gobernantes se convirtiesen en filósofos.”
Teodorico le nombró cónsul el año 510. Doce años más tarde, Boecio llegó a lo
que él calificó de “el momento más brillante de su vida”, pues sus dos hijos
fueron nombrados cónsules y él pronunció ante ellos un discurso de alabanza a
Teodorico. Poco después, el rey le nombro “maestro de oficios”, que era uno de
los cargos más importantes y de mayor responsabilidad. Pero su caída estaba muy
próxima.
El anciano Teodorico entró en sospechas de
que ciertos miembros del senado romano estaban conspirando en Constantinopla
con el emperador Justino para arrojar a los ostrogodos de Italia. El ex-cónsul
Albino fue acusado de participar en la conspiración y Boecio subió a la tribuna
a defenderle. No sabemos con certeza si tal conspiración existió o no; en todo
caso, parece cierto que Boecio no tomó parte en ella. Sin embargo, fue
encarcelado en la prisión de Ticinum (Pavía). Se le acusaba no sólo de
traición, sino también de sacrilegio, es decir de haber empleado las
matemáticas y la astronomía para fines impíos. Los jueces fallaron en su contra
y Boecio pronunció un discurso amargamente despectivo contra el senado, ya que
sólo Símaco, su suegro, había salido a defenderle.
Durante los nueve meses que pasó preso,
Boecio escribió la “Consolación de la Filosofía”, que es la más famosa
de sus obras. Se trata de un diálogo, interrumpido por varios poemas, entre el
autor y la filosofía. Esta consuela a Roecio al mostrarle la vanidad de los efímeros éxitos terrenos y el
valor eterno de las ideas: la desgracia no afecta a quienes saben
apreciar la divina sabiduría y el gobierno del universo es justo y equitativo a
pesar de las apariencias. El autor no habla de la fe cristiana, pero trata
numerosos problemas de metafísica y ética. La “Consolación de la Filosofía”
llegó a ser una de las obras más populares en la Edad Media, no sólo entre los
filósofos y teólogos. Fue uno de los libros que tradujo al inglés el rey
Alfredo el Grande.
La prisión de Boecio terminó con el
asesinato. Según se dice, fue brutalmente torturado. Fue sepultado en la
antigua catedral de Ticinum. Sus reliquias se encuentran actualmente en la
iglesia de San Pedro in Ciel d’Oro, en Pavía.
A lo que parece, todo el mundo consideró a
Boecio como mártir. La influencia y popularidad de sus obras en la Edad Media
se debió, en parte, a que había muerto por la fe.* Sin embargo, todas las
pruebas indican más bien que murió por razones políticas. Cierto que Teodorico
era arriano, pero ese elemento no intervino en la condenación de su antiguo
ministro de Estado. No es imposible que la idea del martirio de Boecio haya
procedido de la convicción popular de que había sido condenado “injustamente”,
ya que en la antigüedad se confundía fácilmente el martirio con la condenación
injusta, aunque no interviniese el odio de la fe.
Desde el siglo XVIII, se ha
planteado un problema aún más fundamental: ¿Boecio practicaba realmente el
cristianismo en la época de su muerte? Está fuera de duda que durante mucho
tiempo fue cristiano y practicó su religión. En efecto, en 1877, se descubrió
una nueva prueba para confirmar que Boecio fue realmente el autor de los tratados
teológicos que se le atribuyen. Pero la dificultad es la siguiente: ¿Cómo es
posible que un cristiano que había escrito varios tratados en defensa de la fe,
se haya contentado, bajo el peso de una acusación injusta y hallándose
amenazado de muerte, con escribir una obra para su propio consuelo, en la que
no hay nada de propiamente cristiano, excepto una o dos citas indirectas de la
Biblia? Según Boswell, el historiador Johnson formulaba así el problema en
1770: “Es sorprendente, dado el tema de la obra y la situación en que se
hallaba Boecio, que haya sido “magis philosophus quam christianus” (más
filósofo que cristiano).”
Es imposible ignorar tal problema, por más
que nadie lo haya planteado en la Edad Media. Baste con decir que, cuando se
planteó por primera vez, los principales eruditos optaron más bien por “descristianizar”
a Boecio; pero, poco a poco, la teoría opuesta fue tomando fuerza, y
actualmente se cree que Boecio permaneció cristiano hasta el fin de su vida.
Citemos simplemente a dos eruditos, un protestante y un católico: “El viejo
problema de la posición religa de Boecio carece de sentido... Un teólogo
cristiano pudo muy bien escribir la “Consolación”, no para exponer su propio
punto de vista, sino para volver en cuanto filósofo los principales problemas
del pensamiento” (E. K. and, en Harvard Studies in Classical Philology, vol.
XI, pte. I). La Consolación – o Filosofía
es “una obra maestra. A pesar de su actitud deliberadamente reticente,
constituye una expresión perfecta de la fusión del espíritu cristiano con la
tradición clásica” (Christopher Dawson, en The Making of Europe, p. 51).
En Pavía y en la iglesia de Santa María in
Pórtico de Roma se celebra todavía la fiesta de San Severino Boecio, mártir.
Podría pensarse que la confirmación de su culto, llevada a cabo por León XIII en 1883, zanjó definitivamente los problemas del martirio y de la
religión de Boecio. Pero una confirmación de culto, aunque exija el mayor
respeto, no es un acto en el que el Papa ejerce su infalibilidad. La confirmación
del culto permite simplemente que se siga venerando a un personaje y no siempre
va precedida de un examen a fondo de los problemas históricos relacionados con
ese personaje.
* Ver ejemplo el “Paraíso” de Dante, canto X, 125 ss. Dante alude con frecuente Consolatione;
no sabemos por qué, considera dicho tratado como una obra traduccion conocida” “En
Calidad era tan conocida que, a fines de la Edad Media, existían Acciones o
adaptaciones en alemán, provenzal, anglo-normando, francés, polaco, húngaro griego, hebreo e inglés.
La monografía de H. F.
Stewart (1891) sobre Boecio sigue siendo una de las obras más importantes.
Entre los estudios más modernos vale la pena leer los de H. R. Patch, The
Tradition of Boethius (1935), y H. Barret, Botethius: Some Aspects of
his Times ands Work (1940). En la obra de Patch hay una bibliografía de
veinte páginas. Las obras completas de Boecio, publicadas por primera vez en
Venecia, en 1497, pueden verse en Migue, PL., vols., lxiii y lxiv. Los tratados teológicos y la
Consolación se hallan en Loeb Classical Library (texto latino y
traducción inglesa). La traducción del De Consolatione hecha por el rey
Alfredo, quien añadió cierto color cristiano, se encuentra en Oxford
üniversity Press Library of T ranslations. En la edición del De
Consolatione philosophiae (1925), hecha por Fortescue y Smith, se sugiere
la idea de que Boecio lo escribió en el destierro, antes de caer prisionero y
estar amenazado de muerte; pero esa explicación se presta a fuertes objeciones.
En la biblioteca Bodleiana, hay un manuscrito del De Consolutione que el
obispo Leofrico regaló a la catedral de Exeter hacia 1050. La obra de Nicolás
Caussin, The Holy Court, que contiene una extravagante biografía de
Boecio, fue traducida al inglés en 1650 por Sir Tomás Hawkins y otros
católicos, quienes consideraban la vida de Boecio como un ejemplo que debían
seguir los católicos bajo las leyes persecutorias. La Cima Company de
Nueva York ha anunciado, en una colección de escritos de la patrística, una
traducción del De Consolatione por el P. G. G. Walsh y una traducción de
escritos selectos de Boecio por el Dr. A. C. Pegis. La iglesia de Santa María
in Pórtico (in Campitelli) se erigió en el sitio que ocupaba antiguamente la
casa de Santa Galla (5 de octubre), quien era cuñada de Boecio.
(23 de octubre)
Poseemos muy
pocos datos seguros acerca de este obispo. Su padre, quien, según se dice,
había sido convertido por San Remigio, pertenecía a una familia franca. Román
fue enviado muy joven a la corte de Clotario II. A la muerte
de Hidulfo (c. 530), fue elegido obispo de Rouen. Las
reliquias de la idolatría no hicieron más que aguzar el celo del santo, quien
convirtió a muchos infieles y destruyó los restos de un templo de Venus. Entre
otros muchos milagros se cuenta que, durante una inundación del Sena, el santo
se arrodilló a la orilla del agua, con un crucifijo en la mano y que las aguas
se retiraron inmediatamente. San Román es particularmente famoso en Francia,
debido al privilegio de la arquidiócesis de Rouen (que duró hasta la época de
la Revolución) de poner en libertad a un condenado a muerte, en honor del
santo, el día de la fiesta de la Ascensión. El capítulo solía enviar al
parlamento de Rouen una orden de no proceder a las ejecuciones, dos meses antes
de la fiesta; el día señalado, se condenaba a muerte al prisionero y en seguida
se le ponía en libertad para que trasportase el relicario de San Román en la
procesión solemne. El prisionero escuchaba dos exhortaciones y después se le
comunicaba que había sido perdonado en honor de San Román. Según la leyenda, el
hecho que original tal privilegio, fue que San Román dio muerte a una enorme
serpiente con la ayuda de un asesino, pero en ningún escrito ni biografía del
santo, anteriores al siglo XIV,
se menciona ese
hecho. Lo más probable es que se haya introducido el privilegio de la
liberación de un asesino como un símbolo de la Redención. Dicha costumbre
recibía los nombres de “Privilége de la Fierté” y “Chásse de St. Romain.” El
santo murió alrededor del año 640.
Existen varias biografías
cortas de San Román; pero todas son de época posterior, de suerte que su valor
histórico es muy discutible. Los textos, completos o resumidos, pueden verse en
Acta Sanctorum, oct., vol. X. En Vacandard, Vie de St Ouen (1902),
pp. 356-358, hay notas muy interesantes sobre esas biografías y sus respectivos
autores. Véase también Duchesne, Pastes Épiscopaux, vol. II, p. 207; y
L. Pillon, en Gazette des Beaux- Arts, vol. XXX (1903), pp. 441-454.
(23 de octubre)
San Ignacio era
de ilustre cuna: su madre era hija del emperador Nicéforo I y su padre, Miguel
Rangabe, llegó a ser emperador. El reinado de Miguel fue de corta duración. En
efecto, el año 813, fue depuesto en favor de Miguel el Armenio, y sus dos hijos
fueron mutilados y encerrados en un monasterio. El más joven de los dos,
Nicetas, tomó el nombre de Ignacio y se hizo monje. El abad de su monasterio le
hizo sufrir mucho. Después de su ordenación sacerdotal, fue elegido abad, a la
muerte de su predecesor. El año 846, fue nombrado patriarca de Constantinopla.
Sus virtudes brillaron espléndidamente en ese cargo; pero la libertad con que
se opuso al vicio y reprendió a los pecadores públicos le atrajo una violenta
persecución. El cesar Bardas, tío del emperador Miguel III, fue acusado de incesto. En la Epifanía del año 857, Ignacio le rehusó
la comunión públicamente. Bardas persuadió al emperador Miguel el Ebrio (tal
apodo, aunque muy significativo, no es del todo justo) de que se deshiciese del
patriarca. El emperador y su tío, ayudados por el obispo Gregorio de Sira-cusa,
inventaron diversas acusaciones, depusieron a Ignacio y le enviaron al
destierro.
En realidad, no se trataba solamente de una
venganza individual, sino de una lucha sorda entre dos partidos: por una parte,
los miembros de la casa imperial y el clero de la corte, apoyados por la
mayoría de los elementos moderados. Por otra parte, un grupo de rigoristas
extremosos, que defendían “la independencia del poder religioso”, encabezados
por los monjes del monasterio Studius. San Ignacio apoyaba a estos últimos y,
por ello, fue desterrado a a isla de Terebintos. A pesar de lo que se dijo más
tarde, el santo parece haber enunciado ahí al gobierno de su diócesis, aunque
tal vez en forma condicional, cardas nombró patriarca a un hombre de ciencia y
talento excepcionales, lía-nado Focio. En la semana anterior a la Navidad del
año 858, Focio, que era “, tomó el hábito de monje y recibió sucesivamente las
órdenes de lector, subdiacono, diácono, sacerdote y obispo. Cuando escribió al
Papa Nicolás I para nunciarle su elección, éste envió a unos legados a
Constantinopla para investigar el asunto.
Las consecuencias de la encuesta, que fueron
muy importantes, pertenecían mas bien a la historia general de la Iglesia.
Hagamos notar solamente que s investigaciones de los últimos cincuenta años han
revelado la complejidad “1 asunto y han modificado, para bien o para mal, las
conclusiones que se habían aceptado durante muchos
siglos. Antiguamente se creía que se trataba de un intento de Constantinopla de
mantener tenazmente su independencia completa de Roma, encabezada por el
archicismático Focio; actualmente, sabemos que fue en realidad un aspecto de una
lucha de partidos político-eclesiásticos, en la que los partidarios de San
Ignacio se mostraron tan rebeldes a la Santa Sede como Focio en sus peores
momentos.
Nueve años más tarde, en 867, el emperador
Miguel III, quien había tomado parte el año
anterior en el asesinato de Bardas, fue asesinado por Basilio el Macedonio, que
se apoderó del trono. Basilio procedió a deponer a Focio de la sede patriarcal
(que había de volver a ocupar diez años después) y llamó a San Ignacio del
destierro para ganarse el apoyo de sus partidarios. Entonces, San Ignacio
incitó a San Adriano II, quien había sucedido a Nicolás I
en el trono pontificio, a convocar un concilio ecuménico. La reducida asamblea
que se reunió en Constantinopla el año 869 fue el octavo Concilio Ecuménico y
el cuarto de Constantinopla. Los Padres conciliares excomulgaron a Focio y
condenaron a sus partidarios, pero los trataron con bondad.
En los años que le quedaban de vida, San
Ignacio desempeñó los deberes de su oficio con celo y energía, aunque desgraciadamente
no con la misma prudencia. En efecto, por irónico que parezca, el santo
continuó la política de Focio respecto de la Santa Sede en la cuestión de la
jurisdicción patriarcal sobre los búlgaros y llegó incluso a incitar al
príncipe búlgaro, Boris, a expulsar a los sacerdotes y obispos latinos y a
acoger a los que él le había enviado. Naturalmente, eso indignó al Papa Juan VIII, quien envió a unos legados para que amenazaran a Ignacio con la
excomunión; pero San Ignacio murió el 23 de octubre del año 877, antes de que
llegase la embajada a Constantinopla.
La santidad personal de Ignacio, la valentía
con que atacó los vicios de los más altos personajes y la paciencia con que
soportó los sufrimientos que se le impusieron injustamente, le han merecido figurar
en el Martirologio Romano. Los católicos latinos de Constantinopla, así como
los bizantinos, tanto católicos como disidentes, celebran la fiesta de San
Ignacio.
En Acta Sanctorum, oct.
vol. X, hay una traducción latina de la biografía griega de San Ignacio,
escrita por Nicetas de Paflagonia. El historiador Dvornik dice que es “apenas
mejor que un panfleto político, de veracidad muy discutible.” El texto griego
puede verse en Migne, PG., vol. CV. En Mansi y en Hefele-Leclercq, Concites vol.,
IV, se encontrarán la correspondencia diplomática y otros documentos de la
época. La opinión sobre Focio empezó a cambiar desde que A. Lapótre publicó su
obra Le Pape Jean VIH (1895) y E. Amann sus artículos sobre Juan VIII, Juan IX, Nicolás I y Focio, en DTC.
Véanse los estudios de V. Laurent, V.
Grumel,
H. Grégoire, y sobre todo Photian Schism de F. Dvornik (1948). Cf.
Fliche y Martin, Hist de FEglise, t. VI, pp. 465-475, 483-490 (sobre San
Ignacio), y 465-501 (sobre Focio). En DTC., vol. VII, hay un artículo muy completo
sobre San Ignacio; pero es de opiniones más conservadoras, lo mismo que la obra
monumental de Hergenróther, Photius.
(24 de octubre)
La Biblia sólo menciona por su nombre a tres
de los siete arcángeles que, según la tradición judío-cristiana, se hallan más
cerca del trono de Dios: Miguel, Gabriel y Rafael. La Iglesia, sobre todo la
Iglesia de oriente, veneraba a estos tres arcángeles desde época muy remota. Benedicto
XV extendió a toda la Iglesia de occidente las
fiestas de San Gabriel y San Rafael. En el Libro de Tobías se cuenta que Dios
envió a San Rafael a ayudar al anciano
Tobías, quien estaba ciego y se hallaba en una gran aflicción, y a Sara, la
hija de Raquel, cuyos siete maridos habían muerto en la noche del día de las
bodas. Cuando Tobías el joven fue a Media a cobrar un dinero que se debía a su
padre, San Rafael, tornó la forma humana y el nombre de Azarías, le acompañó en
el viaje, le ayudó en sus dificultades y le explicó cómo podía casarse con Sara
sin peligro alguno. El propio Tobías dice: “Me condujo en el viaje y me hizo
volver sano y salvo. Cobré el dinero a Gabelo. Me ayudó a casarme, y arrojó de
mi esposa el mal espíritu y consoló a sus padres. A mí me salvó de las fauces
del pez y a ti te hizo ver la luz del cielo. Hemos sido colmados de bienes por
su medio.” Estas curaciones y el nombre de Rafael, que significa “Dios ha
obrado la salud”, han movido a ciertos comentaristas a identificarle con el
ángel que movía el agua en la piscina milagrosa de la que habla San Juan (5:1-4).
La liturgia corrobora tal identificación, ya que el Evangelio de la misa de San
Rafael es precisamente ese pasaje de San Juan. En el Libro de Tobías (12:12-15),
el propio arcángel se describe como “uno de los siete que están en la presencia
del Señor” y cuenta que había ofrecido continuamente a Dios las oraciones del
joven Tobías.
Véase Acta Apostolicae
Sedis, vol. XII (1922); cf. nuestro artículo sobre San Miguel Arcángel (29
de sept.). Acerca de las menciones de San Rafael en los documentos cristianos y
acerca de la fiesta actual, véase Schuster, The Sacramentary, vol. v,
pp. 189-191. en el Ethiopic Synaxarium (1928), vol. IV, pp. 1274-1278,
hay un curioso relato de la dedicación de una iglesia a San Rafael en una isla
de la costa de Alejandría, a principios del siglo V.
(24 de octubre)
A los
comienzos de la
persecución de Diocleciano, muchos cristianos entregaron a los perseguidores
los libros sagrados para que los quemasen. Algunos trataron de disculpar su
proceder o disminuir su culpabilidad, como si las circunstancias pudiesen
justificar la cooperación en una acción impía o sacrílega. Félix, obispo de
África proconsular, lejos de seguir el mal ejemplo de tantos otros cristianos,
se sintió más bien espoleado a adoptar una conducta vigorosa y vigilante. El
magistrado de Tibiuca, Magniliano, le ordenó que entregase todos los libros y
escritos sagrados para quemarlos. El mártir replicó que estaba obligado a
obedecer a Dios antes que a los hombres y entonces, Magniliano le envió al
procónsul de Cartago. Según cuenta el relato del martirio, el procónsul,
enfurecido por la valiente confesión del santo, le cargó de cadenas y “e
encerró en una horrible mazmorra. Nueve días después, le envió en un navío
Italia para que le juzgase Maximino. La travesía duró cuatro días; el obispo
fue encerrado en la cala del barco con los caballos y no probó alimento ni
bebida. Los cristianos de Agrigento, de Sicilia y de todas las ciudades por
donde pasó el santo, le acogieron jubilosamente. En Venosa de la Apulia, el
prefecto mandó quitarle los grillos y le preguntó si realmente poseía libros
sagrados y por qué razón se rehusaba a entregarlos. Félix replicó que no podía
negar que poseyese libros sagrados, pero que jamás los entregaría. Sin más
averiguaciones, el prefecto le mandó decapitar. En el sitio de la ejecución San
Felix dio gracias a Dios por su bondad y, en seguida, tendió la cabeza al verdugo para
ofrecerse en sacrificio a Aquél que vive por los siglos de los siglos. Tenía entonces
cincuenta y seis años. Fue una de las primeras víctimas de la persecución de
Diocleciano.
La leyenda de la deportación de San Félix a
Italia y su martirio en ese país es una invención del hagiógrafo, quien quería
hacer de él un santo italiano. Está fuera de duda que San Félix fue martirizado
por el procónsul de Cartago. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la
famosa “basílica Fausti” “de dicha ciudad.
El P. Delehaye publicó un
notable estudio sobre el relato del martirio de San Félix, en Analecta
Bollandiana, vol. XXXIX(1921), pp. 241-276. Los materiales reunidos en Acta
Sanctorum, oct., vol. X, eran insuficientes. El P. Delehaye publicó los
textos más representativos de los dos principales grupos e hizo una
reconstrucción admirable del documento primitivo en el que se basan
fundamentalmente las dos familias de textos. Como lo dijimos arriba, la
deportación del mártir a Italia es una invención de los hagiógrafos
posteriores, quienes bordaron libremente sobre el texto original. Según afirma
el P. Delehaye (cuya opinión se identifica con la expresada por M. Monceaux en Revue
Archéológique, 1905, vol. I, pp. 335-340), Félix fue condenado a muerte por
el procónsul de Cartago. A lo que parece, el martirio tuvo lugar el 15 de
julio, o tal vez el 16. La fiesta fue trasladada primero al 30 de julio y más
tarde al 24 de octubre, debido a ciertas confusiones; acerca de este punto, cf.
Delehaye, y sobre todo Dom Quentin, Les martyrologes historiques, pp.
522-532 y 697-698.
(24 de octubre)
San Proclo era
originario de Constantinopla. Recibió la orden del lectorado cuando era muy
joven. Aunque era discípulo de San Juan Crisóstomo, llegó a ser secretario del
mayor enemigo de éste, Ático, obispo de Constantinopla, quien le confirió el
diaconado y el sacerdocio. A la muerte de Ático, muchos quisieron elegir obispo
a Proclo. Al fin, Sisinio fue elegido obispo de Constantinopla y nombró a
Proclo obispo de Cízico. Pero los habitantes de esa ciudad se negaron a
aceptarle y eligieron a otro en su lugar. Así pues, San Proclo se quedó en
Constantinopla, donde alcanzó gran fama con su predicación. Cuando murió
Sisinio, muchos volvieron a proponer la candidatura de Proclo; pero el elegido
fue Nestorio, quien pronto empezó a propagar sus errores. San Proclo defendió
valientemente la verdad contra él. El año 429, predicó un sermón en el que
proclamó la maternidad divina de la Virgen María. En dicho sermón se hallaba la
famosa frase: “No proclamamos a un hombre deificado, sino que confesamos a un
Dios encarnado.” Nestorio fue depuesto y a Maximiano se le eligió para
sucederle. A la muerte de éste, el año 434, San Proclo, que nunca había podido
tomar posesión de la sede de Cízico, fue promovido a la de Constantinopla.
El tacto y la bondad con que supo tratar a
los más obstinados nestorianos y a otros herejes constituyen los rasgos más
característicos del santo. Los obispos armenios le consultaron sobre la
doctrina y los escritos de Teodoro de Mopsuestia, que ya había muerto, pero
seguía siendo muy famoso en aquella región. San Proclo escribió en respuesta el
“Tomo a los Armenios”, que es la más famosa de sus obras. En ella condenaba la
doctrina mencionada por su parentesco con el nestorianismo y exponía la verdadera
doctrina sobre la Encarnación, todo ello sin nombrar a Teodoro, el cual había
muerto en comunión con la Iglesia y cuya memoria era muy venerada. San Proclo
exhortaba a los armenios a seguir la doctrina de San Basilio y San Gregorio
Nazianceno, cuyas obras eran muy estimadas entre ellos. Otros polemistas fueron
menos moderados que San Proclo. Con la ayuda de la
emperatriz Santa Pulquería, éste trasladó los restos de San Juan
Crisóstomo de Comana del Ponto a la Iglesia de los Apóstoles en Constantinopla.
Todo el pueblo salió en procesión a recibir las reliquias, y los intransigentes
discípulos de San Juan Crisóstomo se sometieron finalmente a su
bondadoso sucesor.
Durante el episcopado de San Proclo hubo un
violento terremoto en Constantinopla. Los hombres vagaban entre las ruinas,
aterrados, en vana búsqueda de un sitio donde guarecerse; muchos huyeron al
campo. Proclo, acompañado de su clero, salió para prestar ayuda a sus
feligreses, confortó al pueblo y le exhortó a implorar misericordia divina. El Menologio
griego de Basilio, en base al testimonio de un cronista que escribió tres
siglos y medio después de los hechos refiere que, mientras el pueblo imploraba
la misericordia divina, rezando el “Kyrie eleison”, un niño fue arrebatado por
los aires hasta perderse de vista. Cuando volvió a la tierra, el niño declaró
que había oído los coros angélicos que cantaban: “Santo Dios, Santo y Fuerte,
Santo Inmortal”, y falleció inmediatamente después. El pueblo repitió esas
palabras y agregó: “Ten misericordia de nosotros.” Entonces los temblores
cesaron. Desde aquel momento San Proclo introdujo en la liturgia el “trisagio.”
No consta con certeza que lo haya introducido él realmente, pero lo cierto es
que la primera mención del trisagio data del Concilio de Calcedonia, que tuvo
lugar pocos años después, y es muy posible que San Proclo y su pueblo hayan
empleado dicha oración durante el terremoto.
San Cirilio de Alejandría describe a San
Proclo como “un hombre muy religioso, perfectamente al tanto de la disciplina
eclesiástica y muy observante de los cánones.” Sócrates, el historiador griego,
quien le conoció personalmente, escribe: “Pocos podrían igualarle en santidad.
Era bondadoso con todos, porque estaba convencido de que la bondad sirve mejor
que la severidad a la causa de la verdad. Por ello estaba resuelto a no irritar
ni provocar a los herejes, con lo cual restituyó a la iglesia, en su persona,
la mansedumbre y bondad que le son propias y que desgraciadamente le habían
faltado en tantos casos. Fue verdaderamente un modelo de prelado.” San Proclo
murió el 24 de julio de 446.
Se han conservado algunas de sus cartas y
sermones. Alban Butler comenta: El estilo de este padre es conciso,
sentencioso, lleno de salidas ingeniosas capaces mas bien de deleitar que de
mover el corazón. Es un estilo que supone mucho trabajo y estudio; si bien este
padre lo empleó con gran éxito, no se puede comparar su estilo con la gravedad
llena de naturalidad de un San Basilio ni con la suavidad de un San
Juan Crisóstomo.”
En Acta Sancionan, oct.,
vol. x, hay un artículo bastante completo sobre San Proclo, hecho a base de citas
de los historiadores de la Iglesia y otras fuentes. Véase también F. X. Bauer, Proklos von Constantinopel
(1918), y Bardenhewer, Geschichte er altkirchuchen Literatur, vol.
IV, pp. 202-208. Desde que se publicó el texto sirio del azar of Heraclides,
se ha discutido mucho acerca de la verdadera doctrina de Nestorio, suerte que
la literatura sobre el tema es muy extensa; cf. el artículo Nestorius en
DTC.
(24 de octubre)
A principios
del siglo VI, los etíopes aksumitas cruzaron el Mar Rojo y extendieron su dominio
sobre los árabes y judíos de Himyar (Yemen), a quienes impusieron un virrey.
Dunaán, un miembro de la familia himyarita que había sido arrojada del trono,
se levantó en armas y tomó Zafar. Como se había convertido al judaísmo, asesinó
a los miembros del clero y convirtió la iglesia en sinagoga. En seguida puso
sitio a Najrán, que era uno de los grandes centros cristianos. La ciudad se
defendió tan valientemente que Dunaán, sintiéndose incapaz de conquistarla, le
ofreció la amnistía si se rendía. Los defensores aceptaron la oferta; pero
Dunaán, en vez de cumplir su palabra, permitió a los soldados que saqueasen la
plaza y condenó a muerte a todos los cristianos que no apostatasen. El
organizador de la defensa fue el jefe de la tribu de Banu Horith (que desde
entonces se llamó de San Aretas) con muchos de sus hombres y todos fueron
decapitados. Los sacerdotes, los diáconos y las vírgenes consagradas fueron
arrojados en fosos llenos de fuego. Como la esposa de Aretas se negase a
acceder a las proposiciones amorosas de Dunaán, éste mandó ejecutar a sus hijas
delante de ella y la obligó a beber su sangre; en seguida ordenó que la
degollasen. El Martirologio Romano cuenta que un niño de cinco años se arrojó a
la hoguera en la que se consumía su madre. Cuatro mil hombres, mujeres y niños
fueron asesinados.
El obispo Simeón de Beth-Arsam, legado del
emperador Justino I, se hallaba en la frontera persa con una tribu árabe.
Cuando se enteró de lo sucedido, transmitió la noticia al abad de Cabula, que
se llamaba también Simeón. Al misino tiempo, los refugiados de Najrán
difundieron la noticia por todo Egipto y Siria. La impresión que el hecho
produjo no se borró en varias generaciones; Mahoma menciona esa matanza en el
Corán y condena al infierno a los asesinos (sura LXXXV). El patriarca de Alejandría escribió a los
obispos de oriente con la recomendación de que conmemorasen a los mártires, que
orasen por los supervivientes y señalando como culpables del crimen a los
antiguos judíos de Tiberíades que, en realidad, eran inocentes. Tanto el
emperador como el patriarca escribieron al rey aksumita Elesbaán (a quien los
sirios llaman David y los etíopes Caleb), para clamar venganza por la sangre de
los mártires. El monarca no necesitaba que le incitasen a la venganza y partió
al punto, con su ejército, a reconquistar su poder en Himyar. Elesbaán tuvo
éxito en la campaña. Dunaán murió en el campo de batalla y su capital fue
ocupada por el enemigo. Alban Butler afirma que Elesbaán, “convencido de que
había derrotado al tirano con la ayuda divina, se mostró muy clemente y
moderado con los vencidos.” Tal afirmación es falsa. Cierto que Elesbaán
reconstruyó Najrán e instaló a un obispo alejandrino, pero tanto en el campo de
batalla como en el trato a los judíos que habían incitado a Dunaán a la
matanza, se condujo con crueldad y codicia propias de la barbarie de una nación
semipagana. Sin embargo, se cuenta que al fin de su vida renunció al trono en
favor de su hijo, regaló su corona a la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén
y se retiró al desierto como anacoreta. Así lo afirma el Martirologio Romano el
27 de este mes.
Baronio introdujo en el Martirologio Romano
los nombres de San Elesbaán y de los mártires de Najrán, sin tener en cuenta
que todos ellos eran monofisitas, por lo menos en el sentido material de la
palabra.
El texto griego del relato
del martirio puede verse en Acta Sanctorum, oct., vol. x. Se conserva
también el texto sirio escrito por Simeón. Véase Guidi, en Atti della Accad,
dei Lincei, vol. VII (1881), pp. 471 ss; Deramey, en Revue de l”histoire
des religions, vol. XXVIII, pp. 14-42; la Revue des études juives, vols.
XVII, XX y XXI, donde hay un ensayo de Halévy y la respuesta de Duchesne;
Nóldeke, en “Góttingen Gel.
Anzeiger”, 1889, PP- 825
ss; y DCB., vol. II, pp. 70-75.
(23 de octubre)
El martirologio Romano
menciona hoy a Marcos, un famoso anacoreta de Campania y hace alusión a la
crónica que escribió sobre él Gregorio el Grande, quien le llama Martín. San
Gregorio cuenta en sus Diálogos que muchos de sus amigos habían conocido
personalmente a Martín y habían presenciado sus milagros y que él había oído
hablar mucho del santo anacoreta al Papa Pelagio II. Martín
vivía solo en una estrecha cueva del Monte Mársicus (Mondragone). Por un
milagro de Dios, no necesitaba beber y durante tres años tuvo que soportar la
diaria presencia del demonio bajo la forma de una serpiente (“su disfraz
preferido”). Cuando Martín llegó a establecerse en la cueva, lo primero que
hizo fue clavar una cadena en la roca y atársela al tobillo para no alejarse de
ahí aunque quisiera. Cuando San Benito se enteró de ello (según parece, Martín
había sido monje en Monte Cassino), le envió el siguiente mensaje que tiene,
realmente, el estilo del santo: “Si en verdad eres siervo de Dios, no hace
falta una cadena de hierro; basta con la cadena de Cristo.” San Martín se quitó
entonces la cadena y, más tarde, la regaló a sus discípulos para que
sustituyesen la frágil cuerda del pozo. Sobre la cueva del ermitaño había una
roca enorme, y el pueblo vivía en constante temor de que se derrumbase sobre
él. Finalmente un tal Mascator se presentó con otros muchos a echar abajo la
roca. Martín se negó a retirarse de su cueva, pero dio permiso a Mascator de
que procediese a echar a rodar la enorme piedra. Los trabajadores apenas se
atrevían a tocarla por temor de que aplastase al ermitaño; pero la roca saltó
sin tocar la cueva y rodó monte abajo sin hacer daño a nadie.
Nuestra única fuente de información
son los Diálogos de San Gregorio.
(24 de octubre)
San Umbrafel, quien
más tarde se hizo monje en el monasterio dirigido por su sobrino, San Sansón,
estaba casado con Aírela, hija de Meurig de Morgannwg. Según se dice, tuvieron
un hijo en Glamorgan, a quien pusieron por nombre Maelor («en latín,
Maglorius). Según los biógrafos de Maglorio, que fueron rnuy posteriores a los
hechos y aceptaron fácilmente las leyendas, el niño se confió al cuidado de San
Illtyd. Más tarde, se hizo monje, y San Sansón le ordenó diácono y le llevó
consigo a Bretaña. Ahí Maglorio fue nombrado abad del monasterio de Kerfunt y
compartió las fatigas misionales con San Sansón. Cuando este murió, Maglorio le
sucedió en los cargos de abad y obispo de L’ol pero, como ya resentía el peso
de los años, renunció en favor de San Budoc. Maglorio se retiró entonces a un
rincón aislado de la costa. Pero ni ahí se vio libre del pueblo que acudía sin
cesar en su busca para que curase a sus enfermos o, simplemente, con la esperanza de verle hacer un milagro.
San Maglorio curó, entre otros, a cierto jefe de tribu, llamado Sark, quien
sufría de una enfermedad de la piel. Para mostrar su agradecimiento, Sark
regaló al santo una parte de su isla, donde Maglorio se estableció con sus
discípulos. El santo construyó un monasterio en lo que actualmente se llama el
señorío de Sark y organizó al pueblo para oponer resistencia a los invasores
del norte. San Maglorio visitó también la isla de Jersey para librarla de un “dragón”
y los habitantes le demostraron su agradecimiento con la cesión de algunas
tierras. Durante las epidemias y los períodos de hambre, San Maglorio trabajó
heroicamente por el pueblo, y Dios bendijo su ministerio obrando por su
intercesión muchos milagros. Durante los últimos meses de su vida, el santo se
esforzó por interpretar literalmente las palabras del salmista: “Haré lo
posible por vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida” y no salía de
la iglesia, sino cuando era absolutamente necesario.
La diócesis de Rennes celebra la fiesta de
San Maglorio; también se le conmemora en la diócesis de Portsmouth, ya que las
islas del Canal eran, antiguamente, el principal centro del culto al santo.
Ricardo Rolle menciona a San Maglorio en “El fuego del amor” (c. 13).
Existen varias biografías
medievales muy breves; cf. BHL., nn. 5139-5147. En DNB hay un artículo muy completo
de la Srita. Batenson (vol. XXXV, pp. 323-324), y otro en LBS., vol. III, pp.
407 ss. Pero las contribuciones más valiosas son las de A. de la Borderie y F.
Duine: del primero véase Histoire de Bretagne vol. I (1896), y del
segundo Inventaire y Memento des sources hagiographiques de Bretagne.
Según parece, Maglorio no fue nunca obispo de Dol, y las fechas de su vida
son muy inseguras.
(24 de octubre)
Prácticamente no sabemos nada cierto sobre el santo, ya que las
dos biografías que se conservan fueron escritas varios siglos después de su
muerte y narran principalmente sus milagros; por otra parte, se ha confundido a
San Martín de Braga, quien fue obispo de Dumium en Portugal, con San Martín de
Vertou, el cual vivió como ermitaño en el bosque de Dumen de Bretaña. Nuestro
santo nació en Nantes, en el seno de una familia franca. San Félix le confirió
el diaconado y le envió a predicar en el Poitou. Según la leyenda, a pesar de
todos sus esfuerzos, Martín sólo consiguió convertir a los dueños de la casa en
que habitaba. A éstos les aconsejó que huyesen de la catástrofe que se
avecinaba y él mismo abandonó la ciudad en la que había trabajado en vano.
Inmediatamente después de su salida, un terremoto la destruyó y quedó cubierta
por las aguas. El sitio se llama actualmente Lago de Grandlieu y la población
de Herbauges, a la orilla del lago, sustituye a la que quedó sumergida. Además,
hay en las cercanías un menhir o columna de piedra, ya que la esposa del dueño
de la casa en que habitaba San Martín volvió los ojos hacia la ciudad y quedó
convertida en estatua. Acerca de esta leyenda podemos repetir el moderado
comentario que hace Camden a propósito de una fábula semejante que se cuenta
sobre Llyn Safaddan, de Breconshire: “Sospecho que se trata de una simple
fábula y como tal hay que considerarla.”
Después de su fracaso misional, San Martín se
retiró a un bosque de la ribera izquierda del Sévre, donde fundó una ermita que
se transformó, con el tiempo, en la abadía de Vertou. El santo evangelizó la
región. Se le atribuyen varias otras fundaciones, como
la del convento de las religiosas de Durieu, en el que murió. Según se dice,
los monjes de Vertou robaron el cuerpo de su maestro mientras las religiosas de
Durieu cantaban el oficio nocturno de los muertos, la víspera del entierro.
Entre otras leyendas que se cuentan sobre San Martín de Vertou (a quien se
confunde en este caso con su homónimo de Braga), se dice que un príncipe inglés
tenía una hija poseída por los malos espíritus. Uno de los demonios declaró,
por boca de la joven, que sólo podía ser vencido por las oraciones de un santo
varón llamado Martín. Inmediatamente el príncipe envió mensajeros en todas las
direcciones en busca del hombre de Dios. Finalmente, los mensajeros llegaron a
Vertou y convencieron a San Martín para que les acompañase. Apenas puso el
santo los pies en Inglaterra, el demonio sintió que se aproximaba y, como no
quería hacerle frente, atormentó por última vez a su víctima y huyó.
Naturalmente, la joven tomó el velo de manos de su salvador.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. X, los bolandistas parecen haber reunido todos los textos que existen
sobre la vida y milagros de este oscuro santo.
(24 de octubre)
Cuando san severino de Colonia fue a visitar la diócesis de Tongres, en Bélgica, le
presentaron a un niño que quería consagrarse al servicio divino. El santo
adivinó que Evergisto (o Ebregiselo) poseía un alma escogida y tomó por su
cuenta su educación. Más tarde hizo de él su archidiácono. Evergisto estaba con
San Severino cuando éste tuvo la visión de la llegada del alma de San Martín al
cielo. Aunque advirtió que no vio ni oyó nada; sin embargo, envió
inmediatamente a un mensajero a Tours para que comprobase la muerte de San
Martín. Evergisto sucedió a su maestro en el gobierno de la diócesis de
Colonia. Un día, fue a visitar la iglesia de los “Santos Dorados” y saludó a
los mártires con el versículo: Exultabunt sancti in gloria; inmediatamente,
la voz de un coro invisible le respondió Laetabuntur in cubiculis suis. Una
noche se hallaba en Tongres ocupado en el ejercicio de su ministerio pastoral y
se dirigió a una iglesia de Nuestra Señora. En el camino unos bandoleros le
asaltaron y le dieron muerte.
Esta es la leyenda de Colonia, tal como la
recuerda el Martirologio Romano en la fecha de hoy; sin embargo, parece que San
Evergisto vivió más tiempo Y no murió de muerte violenta. San Gregorio de Tours
cuenta que Evergisto formaba parte del grupo de obispos enviados por
Childeberto II a restablecer la observancia en
el convento de religiosas de Poitiers; también afirma que san Evergisto se curó
de sus dolores de cabeza después de hacer oración en la iglesia de los “Santos
Dorados” de Colonia.
Los datos que poseemos son muy confusos. En Analecta
Bollandiana, vol. VI (1887), 98, así como en otras obras, se publicó una pretendida
biografía de Evergisto; pero ese escrito data
del siglo XI y carece de valor
histórico. W. Levison discute el en Festschrift für A. Brackman (1931), pp. 40-63;
cf. Duchesne, Pastes Episaux, vol. III, p. 176. Acerca de los “Santos Dorados”
(25 de octubre)
El culto de
estos mártires en Roma, que data de muy antiguo, prueba que existieron
realmente y que dieron su vida por Cristo; pero el relato de su martirio es una
invención de fecha muy posterior. Según dicho relato, Crisanto era hijo de un
patricio llamado Polemio, quien se trasladó, con su hijo, de Alejandría a Roma,
durante el reinado de Numeriano. Un sacerdote llamado Carpóforo, instruyó y
bautizó a Crisanto. Al enterarse, Polemio se indignó en extremo y con objeto de
que Crisanto renunciase a la castidad y a su nueva religión, introdujo en su
habitación a cinco mujeres de mala vida. Como la estratagema no diese
resultado, Polemio propuso a su hijo que contrajese matrimonio con una
sacerdotisa de Minerva, llamada Daría. No sabemos cómo ni por qué, Crisanto
aceptó la proposición de su padre, convirtió a Daría al cristianismo y ambos guardaron
la virginidad en el matrimonio. Juntos convirtieron en muchos personajes de la
sociedad romana. Finalmente, fueron denunciados y Aparecieron ante el tribuno Claudio. Este
entregó a Crisanto a un pelotón de soldados, con la orden de obligarle por
todos los medios a ofrecer sacrificios Hércules. Los soldados sometieron a
Crisanto a diferentes torturas, pero la firmeza del mártir fue tal que el
propio tribuno, su esposa Hilaria y sus dos hijos confesaron a Cristo. También
los soldados siguieron su ejemplo. El emperador mandó asesinarlos a todos.
Hilaria consiguió escapar, pero fue capturada más tarde, cuando se hallaba
orando ante el sepulcro de los mártires. El Martirologio Romano conmemora a San
Claudio y sus compañeros el 3 de diciembre. Entre tanto, Daría había sido
enviada a una casa de prostitución, donde la defendió un león que se había
escapado del circo. Para acabar con la fiera, los soldados tuvieron que
incendiar la casa. Daría y Crisanto comparecieron entonces ante el propio
Numeriano, quien los condenó a muerte. Fueron primero apedreados y después,
enterrados vivos en una antigua mina de arena de la Vía Salaria Nova. El día
del aniversario de la muerte de los mártires, algunos cristianos se reunieron
ahí a orar junto a su sepulcro. El emperador se enteró de que los fieles se
hallaban dentro y mandó tapiar la entrada de la mina con rocas y tierra, de
suerte que los cristianos murieron ahí. Se trata de los santos Diodoro
(sacerdote), Mariano (diácono) y sus compañeros, a quienes se conmemora el 19
de diciembre.
Es probable que San Crisanto y Santa Daría
hayan sido realmente apedreados y enterrados en vida en una mina. Se cuenta que
su tumba y la de los cristianos martirizados el día de su aniversario fue
descubierta más tarde. San Gregorio de Tours describió de oídas el santuario
que se había erigido sobre la mina, pero sin nombrar a los mártires. En el
siglo IX, las pretendidas reliquias de San Crisanto y
Santa Daría fueron trasladadas a Prüm en la Prusia renana y, cuatro años
después, a Münstereifel, donde se encuentran en la actualidad. El sepulcro de
los mártires se hallaba en las cercanías del cementerio de Trasón, en la Vía
Salaria Nova, donde hay varias antiguas minas de arena.
Existen dos textos de la
leyenda: uno griego y otro latino. Ambos se encuentran en Acta Sanctorum, oct.,
vol. XI. En CMH. (12 de agosto), Delehaye discute muy extensamente los datos
históricos. El 12 de agosto es propiamente el día de la conmemoración de estos
mártires, pero se les menciona también el 20 de diciembre. Delehaye hace notar
que la fecha del 25 de octubre, escogida por el Martirologio Romano para la
celebración de la fiesta, proviene probablemente de un relato de la traslación
de las reliquias en dicha fecha. El calendario de mármol de Ñapóles (c. 850) parece
confirmar esta opinión. Se sabe que el Papa San Dámaso escribió un epitafio
para el sepulcro de los mártires; pero el que se le atribuía antiguamente dala
ciertamente de una fecha posterior. Véase J. P. Kirsch, Festkalender (1924),
pp. 90-93; y DAC, vol. III, ce. 1560-1568.
(25 de octubre)
Estos dos mártires
fueron muy famosos en el norte de Europa durante la Edad Media. Actualmente, se
les recuerda particularmente en Inglaterra a causa del discurso que Shakespeare
pone en labios de Enrique V, la víspera de la batalla de
Agincourt (“Enrique V”, act., IV, esc., 3). Desgraciadamente el relato del martirio, que es muy
posterior a los hechos, no merece crédito alguno. Según dicho relato, Crispín y
Crispiniano fueron de Roma a la Galia a predicar el Evangelio a mediados del
siglo III, junto con San Quintín y otros misioneros. Se
establecieron en Soissons, donde instruyeron a muchos en la fe de Cristo.
Predicaban durante el día, pero en la noche, de acuerdo con el ejemplo de San
Pablo, se ganaban la vida remendando zapatos, a pesar de que eran de noble
cuna. Los dos hermanos vivieron así varios años y más tarde, cuando el emperador Maximiano fue a la Galia, fueron
acusados ante él. Maximiano, probablemente más por complacer a los acusadores
que por satisfacer su propia crueldad y susperstición, mandó que Crispín y
Crispiniano compareciesen ante Ricciovaro, que era un enemigo irreconciliable
del cristianismo (si es que existió en realidad). Ricciovaro los
sometió a diversas torturas y trató en vano de ahogarlos y cocerlos vivos. Ese
fracaso le encolerizó tanto, que se arrojó en la hoguera preparada para los
mártires, a fin de quitarse la vida. Entonces, Maximiano mandó decapitar a los
dos hermanos. Se cuenta que Crispín y Crispiniano sólo aceptaban por su trabajo
lo que sus clientes les ofrecían buenamente, cosa que predispuso a los paganos
en favor del cristianismo. Más tarde se construyó una iglesia sobre el sepulcro
de los mártires, y San Eligió el Herrero se encargó de embellecerla. San
Crispín y San Crispiniano son los patronos de los zapateros, curtidores y
talabarteros.
El Martirologio Romano afirma que las
reliquias de los mártires fueron transladadas de Soissons a la iglesia de San
Lorenzo in Panisperna, en Roma. En realidad, no sabemos nada acerca de estos
mártires y es muy posible que hayan muerto en Roma y que sus reliquias hayan
sido posteriormente transladadas a Soissons, donde empezó a tributárseles
culto.
La tradición local que relaciona a estos
mártires con el pequeño puerto de Faversham de Kent no figura en el artículo de
Alban Butler. Sin embargo, debía ser muy conocida en su tiempo, puesto que
todavía existe. Se cuenta que los dos hermanos se refugiaron en dicho puerto
para huir de la persecución y que abrieron una zapatería en el sitio que ocupa
actualmente la “Posada del Cisne”, en el extremo de la calle Preston, “cerca
del Pozo de la Cruz.” Un tal Mr. Southouse, que escribió alrededor del año
1670, dice que, en su época, “muchas personas extranjeras que practicaban el
noble oficio de zapateros solían visitar el lugar”, de suerte que la tradición
debía ser conocida fuera de Inglaterra. En la parroquia de Santa María de la
Caridad había un altar dedicado a San Crispín y San Crispiniano.
E ejemplo de estos santos muestra que se equivocan
de medio a medio los cristianos que se consideran dispensados de aspirar a la
perfección a causa de la atención que exige el cuidado de la familia y del
oficio. Si tales cristianos no alcanzan la perfección, se debe a su negligencia
y debilidad. Muchas personas se han santificado trabajando en una finca o regenteando
un comercio. San Pablo fabricaba tiendas, San Crispín y San Crispiniano eran
zapateros, la Santísima Virgen se ocupaba del cuidado de su casa. Jesús
trabajaba con su padre adoptivo y aun los monjes que se apartaban totalmente
del mundo para dedicarse a la contemplación de las cosas divinas, tejían
esteras y cestos, labraban tierra o copiaban y empastaban libros. Todos los estados
de vida ofrecen numerosas ocasiones de ejercitar las buenas obras y de
santificarse.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. XI, puede verse el relato del martirio de estos santos, un comentario muy completo.
La historicidad del martirio está garantizada por la encion del Hieronymianum en
este día: In Galiis civitate Sessionis Crispini et Crispiniani; Duchesne, Pestes
Episcopaux, vol. III, pp. 141-152.
(25 de octubre)
No cabe duda de
que estos dos santos existieron realmente y evangelizaron Périgord; pero la leyenda de su vida fue
inventada o modificada con el objeto de relacionar con los Apóstoles el origen
de la sede de Périgueux. Según dicha leyenda, Frontón pertenecía a la tribu de
Judá y nació en Licaonia. Se convirtió a la fe por el testimonio de los
milagros de nuestro Señor, fue bautizado por San Pedro, y llegó a ser uno de
los setenta y dos discípulos de Cristo. Acompañó a San Pedro a Antioquía y a
Roma, de donde el príncipe de los Apóstoles le envió junto con San Jorge a
predicar en la Galia. Jorge murió en el camino, pero el báculo de San Pedro le
resucitó, como en el caso de San Materno de Tréveris y San Marcial de Limoges.
San Frontón predicó con gran éxito. Sobre su ministerio se cuentan muchos
detalles extravagantes y milagros fantásticos. El centro de su predicación era
Périgueux, donde se le venera como primer obispo. La leyenda posterior ha sido
enriquecida con un incidente que procede de la vida de otro San Frontón, que
fue ermitaño en el desierto de Nitria. San Jorge, a quien se venera como primer
obispo de Le Puy, evangelizó la región de Velay.
La leyenda primitiva afirma que San Frontón
nació en Leuquais de Dordogne (no en Licaonia), bastante cerca de la región de
Périgueux, que debía evangelizar más tarde. Los anacronismos y rasgos
extravagantes abundan tanto en esta leyenda como en la que acabamos de resumir;
sin embargo, hay motivos para creer que el autor de la leyenda primitiva se
basó en ciertos datos históricos, y en la vida de San Gerardo (que data del
siglo VII) se habla claramente del sepulcro de San
Frontón en Périgueux.
En “Vidas de santos...” (vol. X, 1952), los
benedictinos de París narran una deliciosa anécdota tomada de la introducción
de Andrés Lavertujon a su edición de la “Crónica de Sulpicio Severo”, quien
afirma que la encontró en una vida de San Frontón: “Lo que más nos llamó la
atención en la vida extraordinaria de San Frontón fue lo siguiente: El
procónsul Esquirio había desterrado al santo a un bosque en las cercanías de
Périgueux. Frontón habría muerto de hambre, si el orgulloso romano, acuciado
por los remordimientos, no le hubiese enviado setenta camellos cargados de
víveres para él y sus compañeros. Añorando aquellos camellos que se paseaban
por las orillas de nuestro río Dordogne, preguntamos al sacerdote que nos había
narrado la historia: “Padre, ¿por qué ya no hay camellos aquí?” “Porque ya no
los merecemos”, fue su respuesta.
Las páginas consagradas al
santo en Acta Sanctorum, oct., vol. XI, están ya anticuadas. Véase Analecta
Bollandiana, vol. XLXVIII (1930), pp. 324-360, donde hay una discusión seria sobre los
documentos. M. Cuens editó, bajo el título de La Vie ancienne de St. Front, el
texto de la más antigua biografía del santo, según lo había reconocido Duchesne
en Pastes Episcopaux, vol. II, pp. 130-134.
(25 de octubre)
A lo que parece, San Gaudencio fue
educado por San Filastro, obispo de Brescia, a quien llama “padre.” Como sus
paisanos tuviesen a Gaudencio en alta estima, el santo decidió hacer una
peregrinación a Jerusalén, con la esperanza de que sus compatriotas le
olvidasen, pero no lo consiguió. En Cesárea de Capadocia conoció a las hermanas
y a las sobrinas de San Basilio, quienes le entregaron las reliquias de los Cuarenta
Mártires, seguras de que Gaudencio las veneraría con el mismo fervor que ellas.
San Filastro murió durante 1a ausencia de Gaudencio, el pueblo y el clero de Brescia le eligieron
obispo y se obligaron bajo juramento, a no aceptar otro pastor. San Gaudencio se doblegó
cuando los obispos de oriente le amenazaron con negarle la comunión si no
aceptaba el cargo. Fue consagrado por San Ambrosio alrededor del año 387. E1
sermón que el nuevo obispo predicó en esa ocasión puso de manifiesto el temor
que, por humildad, le inspiraban su juventud y su inexperiencia.
Los habitantes de Brescia cayeron pronto en
la cuenta del tesoro que tenían en aquel pastor tan santo. Por aquel entonces,
vivía refugiado en Brescia un noble caballero llamado Benévolo, por haber caído
en desgracia de la emperatriz Justina, al negarse a redactar un edicto en favor
de los cristianos. Benévolo profesaba una veneración auténtica por San
Gaudencio, hasta el extremo de que en cierta ocasión, cuando estaba enfermo e
impedido de asistir a los sermones que pronunciaba el obispo, le envió un
mensaje para suplicarle que se los escribiese. Gracias a que San Gaudencio
accedió a la petición de Benévolo, entre los veintiún sermones del santo que se
conservan hasta hoy, diez están escritos de su puño y letra. En el segundo de
los que Gaudencio envió a su enfermo admirador, pronunciado ante los neófitos
que habían recibido el bautismo el Sábado Santo, explicaba los misterios de la
Sagrada Eucaristía, sobre los que no podía explayarse en presencia de los catecúmenos.
Sobre el particular decía, entre otras cosas: “El Creador y Señor de la
naturaleza, que hace brotar el pan de la tierra, convirtió también en pan su
propio Cuerpo, porque así lo había prometido y podía hacerlo. Aquél mismo que
transformó el agua en vino, hizo vino de su propia Sangre.”
En un prefacio que el mismo Gaudencio
escribió para la colección de sus discursos, pone en guardia al lector contra
las ediciones falsificadas. Edificó en Brescia una iglesia a la que dio el
nombre de “Asamblea de los Santos” y a su consagración invitó a muchos obispos.
En aquella ocasión, pronunció el décimo séptimo sermón de los veintiuno que se
conservan. En él, anunciaba que en su nueva iglesia se hallaban depositadas
algunas reliquias de los Apóstoles y de otros santos y afirmaba, asimismo, que
la mínima porción de la reliquia de un mártir es tan eficaz en sus virtudes
como la reliquia entera.
Así pues, agregaba, para que merezcamos el
patrocinio de tantos santos, acerquémonos a suplicarles con entera confianza y
ardiente deseo que nos obtengan todos los bienes que pedimos por su
intercesión. Cristo, dador de todas las gracias, será así glorificado.”
El año 405, el Papa San Inocencio I envió a
San Gaudencio y a otros dos legados al oriente, para defender la causa de San
Juan Crisóstomo ante Arcadio. Aquel escribió una carta a San Gaudencio para
agradecerle su intervención. Los legados fueron aprisionados en Tracia, donde
se los despojó de todos sus papeles y se los incitó con halagos a declararse en
comunión con el usurpador de la sede de San Juan Crisóstomo. Se cuenta que San
Pablo se apareció a uno de los diáconos de la comitiva para
alentarlos en su lucha. Finalmente los legados volvieron sanos y salvos a Roma,
aunque parece que sus enemigos deseaban que naufragasen, pues les enviaron en un
navío destartalado. San Gaudencio murió probablemente el año 410. Rufino le
calificó de “gloria de los doctores de la época en que vive.” El Martirologio
Romano le conmemora en te día. El 14 de octubre conmemora a otro San Gaudencio,
obispo de Rímini, quien fue tal vez martirizado por los arríanos el año 359.
Los canónigos guiares de Letrán celebran
su fiesta.
No existe ninguna biografía
propiamente dicha de San Gaudencio; sin embargo en Acta Sanctorum, oct.,
vol. XI, hay un artículo
bastante completo, tomado de las alusiones y
cartas de los contemporáneos del santo. En Brixia sacra, revista
eclesiástica de Brescia, han aparecido varios artículos sobre San Gaudencio;
véase, por ejemplo vol. VI y vol. XII (1915-1916). Cf. Lanzoni, Diócesis “Italia (1927), vol. II, pp.
963-965;” y Journal of Theological Studies, vol. XII (1914), pp.
593-596. Acerca de los sermones del santo, véase A. Gluek, Sti. Gaudentii...
tractatus (1936).
(25 de octubre)
Sepúlveda era
un caserío de Castilla la Vieja, encaramado sobre las pendientes rocosas de la
Sierra de Guadarrama, a la entrada del paso de Somo Sierra. Más o menos cuatro
leguas al noroeste de Sepúlveda, hay una enorme roca que domina un precipicio
de casi cien metros de profundidad, estrecho y oscuro cañón, en cuyo fondo
corre el río Duratón, que las gentes del lugar conocen desde tiempos
inmemoriales con el nombre de Cuchillada. En aquella peña agreste y aislada del
resto del mundo, vivían a fines del siglo VII los
hermanos Frutos y Valentín y su hermana Engracia. Dice la tradición que aquella
Cuchillada se abrió en las rocas milagrosamente para proteger a Frutos,
perseguido de cerca por los moros. En aquel nido de águilas se estableció
Frutos. Le siguieron sus hermanos: Valentín fue a morar en un vecino nicho de
piedra y Engracia se refugió en una gruta abierta en el muro de roca que caía
sobre el río. Al imaginarla ahí, joven, hermosa y llena de devoción y amor a
Dios, se sueña con las palabras del Cantar de los Cantares (2:14): “¡Oh casta
paloma mía!, tú que anidas en los agujeros de las peñas, en las concavidades de
las murallas, muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos; pues tu voz es
dulce y bello tu rostro.”
Frutos murió en paz sobre su observatorio de
eternidad, hacia el año 715, poco después de la invasión de los árabes, pero su
hermano y su hermana perdieron la vida a manos de los invasores. Frutos fue
sepultado en un pequeño santuario al que inmediatamente comenzaron a acudir los
fieles cristianos de los alrededores. Alfonso VI de Castilla
cedió aquella capilla con sus terrenos a Fortunio, abad de Silos, en la
diócesis de Burgos, en el año de 1076 y, en el curso de los veinte años
siguientes se edificó en el lugar una nueva iglesia, consagrada el año 1100 y
que aún existe.
Buena parte de las reliquias de San Frutos
fue trasladada a la ciudad de Segovia, al pie de la Sierra de Guadarrama, de
donde se le nombró patrono. En 1681, una de las reliquias del santo tuvo el honor
de ser venerada en el Escorial. A fines del siglo XIX, la iglesia de San Frutos era el santuario más frecuentado en la
diócesis de Segovia, y los días 25 de octubre, fecha de su fiesta, el templo
era pequeño para contener a tantos peregrinos.
En 1476, una bula de Sixto IV dio a los dos hermanos el título de mártires para su culto en Silos.
Un misal de Segovia impreso en 1500 nombra a Valentín, confesor, y a Engracia,
virgen. Más tarde, a los tres se los venero como mártires en la diócesis de
Segovia.
El investigador benedictino Dom Férotin
publicó una inscripción grabada en el año 1019 por tres peregrinos en una
piedra de la ermita de San Valentín, que atestigua la popularidad del culto a
este santo y sus hermanos.
En 1570, un abad de Silos escribió un relato de
los numerosos milagros obrados en aquel lugar santo. Se cuenta, por ejemplo,
que en 1225, cuando llegaron los peregrinos para las fiestas de la Santísima
Trinidad, venía entre ellos un caballero de Segovia con su esposa. El hombre
tenía profundos agravios contra su mujer y estaba dispuesto a matarla. Cuando
ambos ascendían por la pendiente, hacia la ermita de San Valentín, empujó a la
mujer hacia el abismo. La infortunada profirió un grito desgarrador y cayó
hasta el fondo. Los peregrinos y los religiosos bajaron a toda prisa y
encontraron a la dama ilesa, arrodillada junto al río dando gracias a Dios y a
San Frutos por su salvación. Después de aquel prodigio, la mujer abandonó a su
esposo para ingresar a un monasterio y no pasó mucho tiempo sin que su esposo,
arrepentido, hiciera lo propio.
Acta Sanctorum, oct. vol. XI, pp. 692-704. Lo que ahí dice
se complementa con la obra de M. Férotin, Hist. de l’abbaye de Silos, 1897,
pp. 217-223, 293-294, 339 y 343. La Bio-bibliographie, vol. I, 1905,
cois. 1621-1622, de U. Chévaliere. En cuanto al milagro de la mujer arrojada al
precipicio, véase Le Sacrement de l”amour, tercera ed. 1950, de Ch.
Massabki.
(26 de octubre)
Según el relato
de su martirio, Luciano y Marciano, que habían estudiado la magia negra, se
convirtieron al cristianismo al ver que sus supersticiones no tenían poder
alguno sobre una doncella cristiana. Iluminados por la luz de la fe, quemaron
públicamente sus libros en Nicomedia. Una vez que lavaron sus crímenes con el
sacramento del bautismo, distribuyeron sus posesiones entre los pobres, y se
retiraron a la soledad para fortalecerse con la oración y la mortificación, en
la gracia que acababan de recibir. Más tarde, hicieron varios viajes al
extranjero para predicar a Cristo entre los gentiles. Cuando Decio publicó sus
edictos persecutorios en Bitinia, Luciano y Marciano fueron arrestados. El
procónsul Sabino, ante el cual comparecieron, preguntó a Luciano quién le había
autorizado a predicar en el nombre de Jesucristo. El mártir replicó: “Todo ser
humano está autorizado a tratar de apartar del error a sus hermanos.” También
Marciano se glorió en el poder de Jesucrito. Cuando el juez los condenó a la
tortura, los mártires le hicieron notar que, en la época en que adoraban a los
ídolos y practicaban la magia abiertamente, no habían incurrido en ningún
castigo, en cambio ahora que eran buenos ciudadanos se los condenaba a la
tortura. Sabino los amenazó entonces con nuevos tormentos. Marciano replicó: “Estamos
prontos a sufrirlos, pero de ningún modo abjuraremos del verdadero Dios, pues
con ello mereceríamos ser enviados al fuego que no se extingue.” Entonces,
Sabino los condenó a perecer quemados en vida. Los mártires se dirigieron con
gran gozo al sitio de la ejecución, cantando himnos de agradecimiento a Dios.
Esta leyenda es simplemente una novela fundada en un hecho histórico, ya que
hubo realmente un grupo de mártires en Nicomedia.
Se conservan los textos
latino y sirio de la pasión de estos mártires; probablemente, el texto
original era griego, pero se ha perdido. El texto latino puede verse en Acta
Sanctorum, oct., vol. XI. El texto sirio fue editado por S. E. Assemani Acta
ss. mart. orientalium, vol. II, pp. 49 ss.), quien lo tomó de un manuscrito del
siglo V o VI. El reviario sirio, de
principios del siglo V, conmemora también a estos mártires el 26 de octubre; pero a Luciano le
llama Silvano, y sitúa el martirio en Antioquía. El Hierony-mianum celebra
a nuestros mártires junto con Floro. Delehaye discute la cuestión en cmh., p. 572.
(26 de octubre)
Rustico, que nació
en el sur de la Galia, era hijo del obispo llamado Bonoso. se cree que en una
carta de San Jerónimo, escrita hacia el año 411 y dirigida a el le aconsejaba
adoptar la vida eremítica. El año 427, Rústico fue elegido obispo de Narbona.
La diócesis estaba entonces en crisis, pues los invasores godos difundían el
arrianismo y los católicos se hallaban muy divididos. Finalmente, San Rústico
escribió al Papa San León I para exponerle sus dificultades (que, según parece,
procedían del sínodo que él misino había reunido en 458) y para pedirle permiso
de renunciar. El Papa le disuadió de ello y escribió una extensa carta al
obispo acerca del gobierno de su diócesis. San Rústico construyó en Narbona una
catedral donde todavía se conserva la inscripción que mandó grabar para
conmemorar la dedicación. Aunque consta que los otros obispos estimaban mucho a
San Rústico, prácticamente todo lo que sabemos sobre él es que asistió al
sínodo de Arles, en el que se aprobó el “tomo” de San León contra los
monofisitas.
La figura de este obispo galo es
particularmente interesante, porque su nombre aparece en cuatro inscripciones
descubiertas en Narbona o en sus cercanías. La primera de esas inscripciones,
que es la más completa, narra incidentalmente no sólo que Rústico era hijo de
Bonoso, sino que también un hermano de su madre, llamado Arador, era obispo.
Otra de las inscripciones, descubierta muy recientemente, contiene las
siguientes palabras: Orate pro me Rustico vestro (Pedid por mí, vuestro
Rústico).
No existe ninguna biografía
propiamente dicha del santo; sin embargo, los bolandistas, reuniendo los datos
dispersos en diversas fuentes, consiguieron hacer un artículo bastante completo
(Acta Sanctorum, oct., vol. XI). Acerca de las inscripciones véase
Leclercq, DAC, vol. XII (1935), ce. 828 y 847-854. Cf. También Duchesne, Pastes
Episcopaux, vol. I, p. 303.
(27 de octubre)
Hacia el año 330, cierto filósofo de Tiro,
llamado Meropio, deseoso de ver el mundo y aumentar sus conocimientos,
emprendió un viaje a las costas de Arabia. Le acompañaron en ese viaje dos
discípulos: Frumencio y Edesio. Al regresar, el navío en que iban tocó un
puerto de Etiopía. Los nativos del país atacaron a los marineros y ejecutaron a
todos los pasajeros, excepto a los dos jóvenes, quienes estudiaban bajo un
árbol, a cierta distancia. Cuando los nativos los descubrieron, los llevaron a la
presencia del rey, el cual residía en Aksum, en la región de Tigre. El monarca
se sintió atraído por los modales y la ciencia de los jóvenes cristianos y al
poco tiempo, nombró a Frumencio, que era el mayor, secretario suyo, e hizo a
Edesio copero de palacio. Poco antes de morir, el rey agradeció a los dos
jóvenes sus servicios y les devolvió la libertad. La reina, que ocupó la
regencia durante la minoría de su hijo mayor, pidió a Frumencio y Edesio que se
quedasen a su servicio. Frumencio, que tenía a su cargo la administración,
persuadió a ciertos Mercaderes cristianos para que se estableciesen en el país;
no sólo obtuvo permiso de la reina para que practicasen libremente su religión,
sino que, con el ejemplo de su propio fervor, era un modelo viviente para los
infieles. Cuando los dos hijos del rey tomaron en sus manos las riendas del
gobierno Frumencio y Edesio renunciaron a sus cargos, a pesar de los ruegos de
los monarcas. Edesio volvió a Tiro; ahí recibió la ordenación sacerdotal y
refirió sus aventuras a Rufino, quien las consignó en su “Historia de la
Iglesia.” Por su parte, Frumencio, cuyo principal deseo
consistía en convertir a los etíopes fue a Alejandría a pedir al obispo San
Atanasio que enviase un pastor a los etíopes. San Atanasio, juzgando que
Frumencio era el más capacitado para llevar a cabo la obra que había comenzado,
le consagró obispo. Tal fue el principio de las relaciones de los cristianos de
Etiopía con la Iglesia de Alejandría, que persisten aún en nuestros días.
Probablemente, la consagración de San
Frumencio tuvo lugar en 340 o inmediatamente después de 346 (o tal vez entre
los años 355 y 356). El santo volvió a Aksum, donde con su predicación y
milagros obró numerosas conversiones. Se cuenta que consiguió ganar al cristianismo
a los dos reyes, Abreha y Asbeha, cuyos nombres figuran en el santoral etíope.
Pero el emperador Constancio, que era arriano, concibió un odio implacable por
San Frumencio, porque estaba unido con San Atanasio por los lazos de la fe y el
cariño. Viendo que no podía atraerle a la herejía, Constancio escribió a los
dos reyes etíopes que enviasen a San Frumencio a Jorge, el obispo instruso de
Alejandría, quien se encargaría de velar por “su bienestar.” En la misma carta,
el emperador los prevenía contra Atanasio “por sus muchos crímenes.” Lo único
que consiguió Constancio con su carta fue que ésta cayese en manos de San
Atanasio, quien la incluyó en su “Apología.” San Frumencio murió antes de
convertir a todos los aksumitas. Después de su muerte, se le dieron los títulos
de “Abuna” (nuestro padre) y “Aba salama” (padre de la paz). El primado de la
Iglesia disidente de Etiopía lleva todavía hoy el título de “Abuna.”
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. lili, se encontrarán el relato de Rufino y otros documentos; uno de
estos últimos es una copia de una larga inscripción griega descubierta en
Aksum, que conmemora las hazañas de Aizanas, rey de los homeritas, y de su
hermano Saizanas. Ahora bien, Constancio escribió precisamente a Aizanas y
Saizanas la carta de la que hablamos arriba, que se conserva en la Apología de
San Atanasio; por consiguiente, no puede ponerse en duda que San Frumencio haya
predicado realmente el Evangelio en Aksum. Aunque tal vez el relato de Rufino
está desfigurado por ciertas adiciones legendarias, es perfectamente histórico
que San Atanasio consagró a San Frumencio obispo de Aksum. Cf. Guidi, en Enciclopedia
italiana, vol. XIV, pp. 480-481, y
en DHG., vol. I, ce. 210-212; Leclercq, en DAC., vol. v, ce. 586-594; Duchesne,
Histoire ancienne de l’Eglise, vol. III, pp. 576-578; y el relato que hay sobre San Frumencio
en el Sinaxario Etíope (ed. Budge, 1928), vol. IV, pp. 1164-1165. Según
F. G. Holwecq, la antigua diócesis de Lousiana (erigida en los Estados Unidos
en 1787) celebraba la fiesta de San Frumencio; tal vez se trataba de un gesto
de benevolencia para con los esclavos de origen africano.
(27 de octubre)
Odrano, “noble
y sin mancha”, abad de Meath, fue uno de los doce que partieron de Loch Foyle a
lona con San Colomba. Adamnan afirma que era de origen bretón. Poco después de
desembarcar, sintió Odrano que se acercaba el momento de su muerte y dijo: “Voy
a ser el primer cristiano que muera en esta región.” San Colomba replicó: “Yo
te aseguro que irás al Reino de los Cielos y te prometo que nadie conseguirá
una gracia en mi sepulcro sin habértela pedido a tí también.” Como San Colomba
no quería morir a su amigo, le dio inmediatamente la bendición y salió de la
casa. Hallaba paseando en el patio, cuando de repente miró hacia el cielo. Sus comparantes
le preguntaron qué miraba, y Colomba repuso que veía la batalla que se libraba
en el aire entre los buenos y los malos espíritus. Agregó que también veía a
los ángeles que llevaban en triunfo el alma de San Odrano al cielo. Así pues,
San Odrano fue el primero de los monjes irlandeses que murió y fue sepultado en
lona. El sitio de su sepultura, que se halla en el único cementerio de la isla,
se llama “Reilig Orain.” Se dice que el santo fundó el monasterio de Leitrioch
Odrain (Latteragh de Tipperary). Aunque a esto Se reduce todo lo que
sabemos sobre él se le celebra como obispo en toda Irlanda.
El Félire de Oengus,
que no llega a identificar plenamente a San Odrano, es la mejor prueba de que
se sabe muy poco acerca del santo. En Acta Sanctorum, oct., vol. XII, hay una noticia
biográfica muy vaga. Véase también Forbes. KSS., p. 426. En los Anales de
Ulster se dice que San Odrano nació el año 548.
(28 de octubre)
La Sagrada Escritura llama a San Simón, “el
cananeo” y el “zelotes”, palabras que significan “el hombre lleno de celo”, por
más que algunos autores cometan la equivocación de creer que el primero de esos
sobrenombres indica que Simón nació en Cana de Galilea. El sobrenombre de “cananeo”
alude al celo del apóstol por la ley judía antes de su conversión, lo mismo que
el de “zelotes”, el cual no significa necesariamente que haya pertenecido al
partido judío de los “zelotes.” Lo único que el Evangelio nos dice sobre el es que
fue elegido por Cristo entre los doce, con los cuales recibió al Espíritu Santo
en Pentecostés. No sabemos nada más sobre su vida posterior, y las diversas
leyendas se contradicen entre sí. El Menologio de Basilio afirma que San Simón
murió apaciblemente en Edessa. En cambio la tradición occidental, tal como
aparece en la liturgia romana, sostiene que después de predicar en Egipto fue a
reunirse con San Judas en Mesopotamia, que ambos predicaron varios años Persia
y que fueron martirizados ahí. Por ello, la Iglesia de occidente los celebra juntos,
en tanto que la Iglesia de oriente separa sus respectivas fiestas. 1 Apóstol
Judas Tadeo (o Lebeo), “el hermano de Santiago”, era probablemente hermano de Santiago
el Menor. No sabemos cómo ni cuándo entró a formar parte de los
discípulos de Cristo, pues la primera vez que el Evangelio le menciona es en la lista de
los doce. Después de la Ultima Cena, cuando Cristo prometió que se manifestaría
a quienes le escuchasen, Judas le Preguntó por qué no se manifestaba a todos.
Cristo le contestó que El y su Padre
visitarían a todos los que le amasen: “Vendremos a él y haremos en él nuestra
morada” (Juan, 16:22-23). Como en el caso de San Simón, no sabemos nada de la
vida de San Judas Tadeo después de la Ascensión del Señor y la venida del
Espíritu Santo. Se atribuye a San Judas una de las epístolas canónicas, que
tiene muchos rasgos comunes con la segunda epístola de San Pedro. No está
dirigida a ninguna persona ni iglesia particular y exhorta a los cristianos a “luchar
valientemente por la fe que ha sido dada a los santos. Porque algunos en el
secreto de su corazón son... hombres impíos, que convierten la gracia de
nuestro Señor Dios en ocasión de riña y niegan al único soberano regulador,
nuestro Señor Jesucristo.”
Con frecuencia se ha confundido a San Judas
Tadeo con el San Tadeo de la leyenda de Abgar (véase Addai y Mari, 5 de agosto)
y se ha dicho que murió apaciblemente en Beirut de Edessa. Como lo indicamos
arriba, según la tradición occidental, fue martirizado en Persia con San Simón.
Eusebio repite la leyenda de que dos nietos de San Judas, Zoquerio y Santiago,
comparecieron ante el emperador Domiciano, quien estaba alarmado porque le
habían dicho que seguían siendo leales a la casa real de David; pero cuando vio
que eran unos campesinos pobres y humildes y supo que el Reino por el que
luchaban no era de este mundo, se burló de ellos y los dejó libres.
Existe un presunto relato
del martirio de los dos Apóstoles; pero el texto latino no es ciertamente
anterior a la segunda mitad del siglo VI. Dicho documento se ha atribuido a un tal Abdías, de
quien se dice que fue discípulo de Simón y Judas y consagrado por ellos primer
obispo de Babilonia. Este es, sin duda, el origen del curioso párrafo que se
encuentra en la fecha de hoy en el Félire de Oengus: “Amplia es su
asamblea: Babilonia es su sepulcro: Tadeo y Simón, su hueste es enorme.” Acerca
del pseudo-Abdías véase R. A. Lipsius, Die apocryphen Apostelgeschichten.
.., vol. I pp. 117 ss.; y Batiffol, en DTC., vol. I, c. 23. El Hieronymianum
menciona juntos en este día a Simón y Tadeo y afirma que fueron
martirizados en Suanis, civitate Persarum; acerca de este punto, cf.
CMH, y Gutschmid, Kleine Schriften, vol. II, pp. 368-369. Sobre la invocación de San Judas
Tadeo corno patrono de “los casos desesperados”, cf. Acta Sanctorum, oct.,
vol. XII,
p. 449; y L. du Broc, Les saints patrons des corporations et protecteurs, vol.
II,
pp. 390 ss.
(28 de octubre)
El cardenal Baronio
introdujo en el Martirologio Romano el párrafo siguiente, que se lee en la
fecha de hoy: “En Roma, el martirio de los santos Anastasia la mayor, virgen, y
Cirilo. Durante la persecución de Valeriano, el prefecto Probo mandó cargar de
cadenas a esa virgen y ordenó que fuese golpeada y torturada con garfios y con
fuego. Como siguiese firme en la confesión de Cristo, le cortaron los pechos,
le arrancaron las uñas, le rompieron los dientes, le cortaron las manos y los
pies. Finalmente, fue decapitada y pasó así al Celestial Esposo, adornada con
las joyas de tantos sufrimientos. Cirilo dio de beber a Anastasia cuando ésta
pidió agua y en premio de ello fue martirizado.” La tradición romana no habla
de estos mártires, a quienes se empezó a venerar en el oriente. El texto griego
que relata el martirio dice que Anastasia era una doncella patricia de veinte
años y que vivía en una comunidad de vírgenes consagradas. Los soldados del
prefecto irrumpieron en el monasterio y llevaron a Anastasia a la presencia del
prefecto Probo, quien mandó que la desnudasen. Como la santa replicase que ello
constituiría una vergüenza mayor para Probo que para ella, fue torturada en la
forma en que lo indica Martirologio.
Sus restos fueron más tarde trasladados a Constantinopla.
Las actas del
martirio se conservan en griego y en latín, como puede verse en Acta
Sanctorum, oct., vol. XII. J. P. Kirsch se inclina a creer que la única
mártir histórica fue Ja que murió en Sirmium (25 de diciembre); pero, como su
fiesta se celebraba en diferente fecha en el oriente, algún hagiógrafo griego
tuvo a bien inventar una nueva leyenda de una virgen del mismo nombre y la
embelleció con los detalles fantásticos que citamos en nuestro artículo. Véase Lexikon
für Theologie und Kirche, vol. I (1930), c. 389.
(28 de octubre)
Se ha confundido
a nuestro santo con San Salvio de Albi y con San Salvio de Amieris (y a éstos
con otro San Salvio). Sin embargo, el Salvio al que nos referimos aquí, fue,
según parece, un ermitaño del bosque de Bray de Normandía. En realidad no
sabemos nada sobre él, pero Alban Butler presenta el resumen de un manuscrito
que se conservaba en su tiempo en el castillo de Saint-Saire (Eure-et-Loire),
que pertenecía a los condes de Boulainvilliers. He aquí su resumen:
“Los documentos del metropolitano de Rouen
demuestran que, hacia el año 800 y casi durante un siglo después, había en el
bosque de Bray un sitio destinado a honrar y conservar la memoria de San
Salvio... Quedan ciertas pruebas de que San Salvio fue un ermitaño, en un
manuscrito de hace unos cinco o seis siglos, en el que se conserva el oficio de
su fiesta, también existe una imagen del santo en un vitral de una antigua
capilla subterránea: está vestido de ermitaño, de rodillas y orando con las manos
extendidas. Los milagros y curaciones extraordinarios que Dios obró en el sitio
en que se hallaba la ermita del santo, ayudaron a propagar su fama y movieron
al pueblo a construir ahí una iglesia o capilla... Los canónigos de Rouen
pagaron los gastos que se hicieron para barbechar las tierras más accesibles de
los alrededores, de suerte que pudiesen sostenerse los sacerdotes encargados
del oficio divino en la capilla. Tal fue el origen de la parroquia de San
Salvio, así como de la fundación del señorío que posee ahí el capítulo de
Rouen.”
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. xn, hay un breve artículo sobre el santo. No existe ninguna biografía
propiamente dicha, fuera de la de las lecciones del breviario. El P. Grosjaen
supone que el breviario que consultó Alban Butler fue tal vez uno de los dos
que se conservan actualmente en la Biblioteca Municipal de Amiens (MS. 111 ó
112) • ambos fueron copiados hacia 1250 y en ambos se hallan las lecciones.
(28 de octubre)
La santidad eminente
de San Farón, que fue uno de los primeros obispos de Meaux de quienes se
conserva memoria, ha hecho de su nombre el más famoso entre los de los prelados
que figuran en los calendarios de dicha diócesis. San Farón era hermano de San
Chainoaldo de Laon y de Santa Burgundófora, la primera abadesa de Faremoutier.
Tras de pasar su juventud en la corte del rey Teodoberto de Austrasia, Farón se
trasladó a la corte de Clotario II. Cuando dicho príncipe,
enfurecido por las insolentes palabras de ciertos embajadores sajones, los
mandó aprisionar y juró que los condenarían a muerte, San Farón se valió de una
estratagema para conseguir qué les perdonase. Llevaba una vida muy santa y
edificante, por lo cual, a los treinta y cinco años, determinó abrazar la vida
religiosa, si su esposa se lo permitía. Blidechilda no sólo consintió, sino que
se retiró a un sitio en una de sus posesiones; ahí murió algunos años más
tarde, no sin haber exhortado a su marido a perseverar en su vocación, pues
éste había querido, en un momento dado, volver a reunirse con su mujer. San
Farón recibió la tonsura en la diócesis de Meaux. El año 628, la sede quedó
vacante, y el santo fue consagrado obispo. Dagoberto I le nombró canciller suyo
y San Farón usó toda su influencia para proteger a los inocentes, a los
huérfanos y a las viudas y para socorrer a todos los necesitados.
El santo prelado trabajó con celo y
vigilancia infatigables y luchó por convertir a los que practicaban aún la
idolatría. Su biógrafo refiere que devolvió la vista a un ciego al conferirle
el sacramento de la confirmación y cuenta además otros milagros. Poco después
de la consagración episcopal de San Farón, San Fiacro llegó a Meaux, y el santo
obispo le regaló algunas de sus tierras para que fundase una ermita en Breuil.
San Farón fundó en los suburbios de Meaux el monasterio de la Santa Cruz, que
más tarde tomó su nombre, y lo confió a los monjes de San Columbano de Luxeuil.
El año 668, hospedó a San Adrián, que más tarde llegó a ser obispo de
Canterbury, cuando iba de camino para Inglaterra.
La biografía de San Farón,
escrita por Hildegardo, obispo de Meaux, unos 200 años después de la muerte del
santo, no es de gran valor histórico. Fue publicada por Mabillon; B. Krusch
hizo una edición crítica de ella en MGH., Scriptores Merov., vol. VII,
pp. 171-206. Se trata indudablemente del original del que está tomada la
narración más corta que se halla en Acta Sanctorum. En la
biografía escrita por Hildegardo se habla de una balada que el pueblo solía
cantar en recuerdo de la victoria de Clotario sobre los sajones; dicha balada
se llamaba “La Cantilena de San Farón.” Como se trata de un espécimen de la
primitiva lengua romance, existe una bibliografía bastante abundante sobre esa
balada; cf. DAC., vol. V, ce. 1114-1124. Acerca de San Farón, véase
Beaumier-Besse, Abbaycs et prieures de Frunce, vol. I, pp. 304 ss.;
Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, p. 477; y H. M. Delsart,
(29 de octubre)
San Narciso era ya muy anciano cuando fue
elegido obispo de Jerusalén. Eusebio cuenta que, en su tiempo, los cristianos
de Jerusalén recordaban todavía algunos milagros del santo obispo. Por ejemplo,
como los diáconos no tuviesen aceite para las lámparas la víspera de la Pascua,
Narciso pidió que trajesen agua, se puso en oración y después mandó que la
vertiesen en las lámparas. Así lo hicieron, y el agua se transformó en aceite.
La veneración que los buenos profesaban a San Narciso, no le libró de los
ataques de los malos. En efecto, algunos de ellos, molestos por la severidad
con que el santo exigía el cumplimiento de la disciplina, le acusaron de cierto
crimen, que Eusebio no especifica. Sin embargo, por más que confirmaron su
testimonio pidiendo al cielo que los castigase si no decían la verdad, nadie
les creyó; pero San Narciso se sirvió de la calumnia como excusa para retirarse
algún tiempo a la soledad, como tanto lo había deseado. Así pues, vivió varios
años alejado de su diócesis e ignorado del mundo. A fin de que ésta no sufriese
detrimento, los obispos de los alrededores pusieron al frente de ella a Dio, a
quien sucedieron Germánico y Gordio. Durante el gobierno de Gordio, se presentó
nuevamente San Narciso, como si hubiese resucitado de entre los muertos. Los
fieles, muy contentos de que su pastor hubiese regresado, le persuadieron de
que tomase de nuevo las riendas de la diócesis, y así lo hizo el santo; pero,
sintiéndose ya muy anciano, nombró a San Alejandro por coadjutor suyo (cf.
nuestro artículo sobre San Alejandro, 18 de marzo). En una carta que éste
escribió poco después del año 212, dice que San Narciso tenía 116 años.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. XII, los bolandistas han reunido todos los datos posibles e imaginables
acerca de San Narciso, tomándolos de Eusebio y otras fuentes.
(29 de octubre)
San Teuderio nació
en Arcisia (Saint-Chef d’Arcisse) del Delfinado. Después de haber practicado la
vida monástica en Lérins y de haber recibido la ordenación sacerdotal de manos
de San Cesario de Arles, regresó a su ciudad natal; ahí se le unieron varios
discípulos, para quienes construyó primero una serie de celdas y más tarde un
monasterio cerca de Vienne. Desde antiguo existía ahí la costumbre de elegir a
uno de los monjes más santos para que llevase voluntariamente vida de recluso.
El elegido se retiraba a una celda, en la que pasaba -1 tiempo orando y
ayunando para obtener la divina misericordia sobre el pueblo y sobre él. Tal
práctica habría constituido una superstición y un abuso, si las gentes hubiesen
abandonado la oración y penitencia so pretexto de que otro las practicaba en su
favor. El pueblo eligió a San Teuderio para ese estado de penitencia. El santo
aceptó gozosamente y pasó los últimos doce años de su vida en la iglesia de San
Lorenzo, cumpliendo fervorosamente su obligación. Dios le concedió un
extraordinario don de milagros que le hizo muy famoso. E1 santo murió alrededor
del año 575.
B. Krusch, en MGH., Scriptores
Merov., vol. III, pp. 526-530, hizo una nueva edición de la biografía
publicada anteriormente por Mabillon y los bolandistas. El autor de dicha “grafía
fue Ado (siglo IX) y su obra no
merece gran crédito; sin embargo, es falso que Ado haya introducido en
su martirologio el nombre de Teuderio. Cf. Quentin, Martyro-loges historiques,
p. 477.
(29 de octubre)
De acuerdo con
el hagiógrafo Van der Essen, la “vida” de Santa Ermelinda forma parte de un
conjunto de biografías novelescas y fabulosas que él llama “el ciclo de falsos
carolingios.” La obrilla fue escrita en el siglo nueve, una época en que las
historias locales y las bellas genealogías estaban a la orden del día. En el
mencionado ciclo se encuentran los nombres de personajes tan legendarios como
Gudula, Reinalda y su madre Amalberga, Farailda y Berlinda.
Ermelinda o Hermelinda, nombre germánico que
significa “la serpiente de Armin”, estaba emparentada con la dinastía real de
los Pepino. Desde niña, mostró una especial inclinación hacia la piedad y se
aprendió de memoria el salterio. Cuando escuchaba la palabra de Dios, repetía
las frases sin cesar, una y otra vez, “exactamente igual, dicen sus biógrafos,
a la forma en que una vaca rumia su pastura.” Al llegar a la adolescencia, sus
padres le anunciaron su intención de casarla y, en el mismo instante, Ermelinda
se cortó los cabellos, se vistió con andrajos y declaró que se había consagrado
a Cristo y a la vida de pobreza. De nada valieron los ruegos, las promesas y
ofrecimientos de sus padres, porque a fin de cuentas la decidida joven se salió
con la suya y partió de su casa sola, como una mendiga, en una peregrinación
sin rumbo. Se detuvo en un lugar donde actualmente se encuentra la ciudad de
Beauvechain, en la arquidiócesis de Malinas, donde construyó una celda para vivir.
A diario, en invierno o en verano, descalza y cubierta con sus harapos, iba a
la iglesia de la vecina población de Jodoigne para orar durante largas horas.
No pasó mucho tiempo sin que dos señores del lugar, jóvenes y desordenados,
advirtiesen la belleza de Ermelinda y concibiesen por ella una ardiente pasión.
Uno de aquellos hombres sobornó al sacristán de la iglesia a fin de que le
ayudara a raptar a Ermelinda una noche en que fuera a orar. Pero aquella noche
en que los raptores estaban al acecho y la doncella se disponía a salir de su
celda, un ángel se interpuso en su camino y le dijo simplemente: “Retírate.”
Ermelinda obedeció sin chistar y, aquella misma noche, abandonó su celda y
comenzó a vagar sin rumbo otra vez. El ángel se le apareció de nuevo y le
indicó un agradable sitio, no lejos de Meldert, y le reveló que aquél era el
lugar que Dios le tenía destinado para que le sirviese. En efecto, ahí
construyó Ermelinda otra celda donde vivió hasta el fin de sus días en la más
rigurosa austeridad, entregada siempre a la oración y la meditación. Murió a la
edad de ochenta años antes de que terminara el siglo sexto y fue sepultada en
Meldert, donde se le construyó una capilla que tuvo mucho culto.
Los hagiógrafos afirman que, posteriormente,
el rey Pepino construyó en Chaumont, cerca de Meldert, una iglesia y un
monasterio en honor de su santa pariente Ermelinda; pero al parecer, durante la
incursión de los normandos, todo aquello fue arrasado, puesto que no quedan
vestigios. Las reliquias de la santa, que habían sido depositadas en el
monasterio mencionado, desaparecieron durante aquellas incursiones, pero en
1236, los monjes de la abadía de Everbode las recuperaron y las conservaron en
una urna para ofrecerlas a la veneración de los fieles.
Los datos vagos sobre la
vida de Santa Ermelinda, se encuentran en Bibliath. hag. dai., nn 2605-2607; en Acta
Sanctorum, octubre, vol. XII, pp. 842-872; Analecta Bollandiana, vol LXIX, p. 356; el Elude crit. et
lit. sur les “Vitae” des saints mérov, de Vane. Belgique, 1907, PP-
296-306 y 307-309, de L. Van der Essen. Asimismo conviene consultar a M.
Zimmerrnann, en Kalend, Bénéd., vol. III Biobibliogr., vol. I,
col. 1351.
(30 de octubre)
El dcumento conocido con el nombre de “Doctrina
de Addai”, que data de fines del siglo IV, refiere que
San Serapión fue consagrado por Ceferino, obispo de Roma; sin embargo, parece
que San Serapión ocupó la sede de Antioquía varios años antes de que comenzase
el pontificado de San Ceferino. El Martirologio Romano dice que era famoso por
su ciencia. En todo caso, la historia le recuerda por sus escritos teológicos.
Eusebio cita el resumen de una carta íntima que San Serapión escribió a Cárico
y Poncio, en la que condena el montañismo, que había alcanzado cierta
popularidad gracias a las pseudoprofecías de dos mujeres histéricas. El santo
escribió también una exhortación a un tal Domnino, quien había apostatado
durante la persecución y practicaba el “voluntarismo” judío.
Durante el episcopado de Serapión hubo una
controversia en Rhossos de Cilicia acerca de la lectura pública del llamado “Evangelio
de Pedro”, que era un escrito apócrifo de origen gnóstico. Al principio,
Serapión, que no había leído el libro y tenía confianza en la ortodoxia de su
grey, permitió que se leyese en público. Más tarde, pidió una copia de la obra
a la secta que lo propagaba, “a los que solemos llamar Docetas” (es decir,
ilusionistas, porque sostenían que la humanidad de Cristo era aparente y no
real). Tras de leer el libro, el santo escribió a la Iglesia de Rhossos para
prohibir que se siguiese leyendo, porque había descubierto en él “ciertas
adiciones a la verdadera doctrina del Salvador . En esa carta San Serapión
anunciaba a los cristianos de Rhossos que pronto iría a exponerles la verdadera
fe.
En el oriente no se venera a San Serapión. En
cambio, su nombre figura en el Martirologio Romano. Los carmelitas le tributan
culto especial, pues, por extraño que parezca, pretenden que el santo
perteneció a su orden.
En Acta Sanctorum, oct.,
vol. XIII se hallan reunidos prácticamente todos los datos que poseemos sobre
San Serapión. Cierto que los bolandistas no citan la Doctrina de Addaí; pero,
como lo dijimos en nuestro artículo sobre San Addai (5 de agosto), dicha obra no
merece crédito alguno. Es interesante notar que el Breviarium sirio más
antiguo menciona el 14 de mayo a Serapión, obispo de Antioquía.
(30 de octubre)
Los detalles del
martirio de San Marcelo, que fue uno de los mártires aislados que padecieron
antes de la gran persecución de Diocleciano, se conservan en un documento
fidedigno. El P. Delehaye observa que el caso del centurión Marcelo es análogo
al del soldado Maximiliano (12 de marzo). “Aunque no se obligó a ninguno de los
dos a ofrecer sacrificios ni a ejecutar ningún acto de idolatría, ambos
juzgaron, contra el parecer de muchos, que la carrera militar era incompatible
con la práctica de la religión cristiana. Sus contemporáneos, míe no paraban
mientes en la causa determinante de la sentencia, se fijaron únicamente en el
motivo religioso de la conducta de estos héroes y los juzgaron dignos del
glorioso nombre de mártires.” Presentamos a continuación el texto de las actas,
que es muy corto.
En la ciudad de Tingis (Tánger), en la época
del gobernador Fortunato, cuando todo el mundo celebraba el cumpleaños del
emperador, uno de los centuriones, llamado Marcelo, que consideraba los
banquetes como una práctica pagana, se despojó del cinturón militar ante los
estandartes de su legión y dio testimonio en voz alta, diciendo: “Yo sirvo al
Rey Eterno, Jesucristo, y no seguiré al servicio de vuestros emperadores.
Desprecio a vuestros dioses de madera y de piedra, que no son más que ídolos
sordos y mudos.”
Al oír eso, los soldados quedaron
desconcertados. En seguida tomaron preso a Marcelo y refirieron lo sucedido al
gobernador Fortunato, quien ordenó conducir al mártir a la prisión. Cuando
terminaron las fiestas, el gobernador reunió a su consejo y convocó al
centurión. Cuando éste llegó, el gobernador Astasio Fortunato le dijo: “¿Por
qué te quitaste el cinturón militar en público, en desacato a la ley militar, y
porqué arrojaste tus insignias?”
Marcelo: “El 21 de julio, día de la fiesta del
emperador, ante los estandartes de nuestra legión, proclamé en público y
abiertamente que yo era cristiano y que no podía servir al ejército, sino sólo
a Jesucristo, el Hijo de Dios Padre Todopoderoso.
Fortunato: “No puedo pasar por alto ese modo de proceder
tan precipitado, de suerte que daré cuenta a los emperadores y al cesar. Voy a
enviarte a mi señor Aurelio Agricolano, diputado de los prefectos pretorianos.
El 30 de octubre, el centurión
Marcelo compareció ante el juez, a quien se comunicó lo siguiente: “El
gobernador Fortunato ha remitido a tu autoridad al centurión Marcelo. He aquí
una carta suya, que te leeré si lo deseas.” Agricolano dijo: “Lee.” Entonces se
leyó el informe oficial: “De parte de Fortunato a ti, mi señor”, etc. Entonces
Agricolano preguntó a Marcelo: “¿Hiciste lo que dice el informe oficial?”
Marcelo: “Sí.”
Agricolano: “¿Servías regularmente en el ejército?”
Marcelo: “Sí.”
Agricolano: “¿Qué te impulsó a cometer la locura de
arrojar las insignias Y a hablar en esa forma?”
Marcelo: “No es una locura temer a Dios.”
Agricolano: “¿Dijiste realmente todo lo que cuenta el
informe oficial?”
Marcelo: “Sí.”
Agricolano: “¿Arrojaste las armas?”“
Marcelo: “Sí, porque a un cristiano que sirve a
Cristo, no le es lícito militar en los ejércitos de este mundo.”
Agricolano: “La acción de Marcelo merece un castigo.” En
seguida pronunció la sentencia: “Marcelo, que tenía el rango de centurión, ha
admitido e el mismo se degradó al arrojar públicamente las insignias
de su dignidad. r otra parte, el informe oficial hace constar que
pronunció palabras insensatas. En vista de lo cual, disponemos que perezca por
la espada.”
Cuando
le conducían al sitio de la ejecución, Marcelo dijo: “Que mi Dios sea bueno
contigo, Agricolano.” En esa forma tan digna, partió de este mundo el glorioso
mártir Marcelo.
Todos los historiadores
admiten que las Actas de Marcelo se cuentan entre los documentos más
fidedignos de ese tipo; cf., por ejemplo, Harnack, Chronologie, vol. II, pp. 473-474. Analecta
Bollandiana, vol. XII (1923), pp. 257-287, editó y comentó los dos textos de las actas;
Kruger tomó eso en cuenta en la tercera edición de “Ausgewahlte
Martyre-rakten” de Knopf (1929). Véase también P. Franchi de Cavalieri, en Nuovo
Buüettino di Arch. Crist. (1906), pp. 237-267; y B. de Gaiffier, Analecta
Bollandiana, vol. lxi (1943), pp. 116-139. Cf. San Casiano (3 de diciembre).
(30 de octubre)
Todo lo que
sabemos sobre este santo, aparte de que fue obispo, es que recibió su
educación, como él mismo lo cuenta, de un escita o un godo muy inteligente que
había estudiado en Antioquía. San Asterio, que ya antes de recibir las órdenes
sagradas se dedicaba a la oratoria, fue un predicador notable; se conservan
veintiuna homilías suyas. En su panegírico de San Focas defendió el culto de
los santos, la veneración de sus reliquias, las peregrinaciones a sus
santuarios y los milagros obrados por ellos. En el siguiente sermón, que trata
de los santos mártires, dice San Asterio: “Conservamos sus cuerpos en preciosos
sepulcros porque son vasos de bendición, órganos de sus benditas almas y
tabernáculos de sus santos espíritus. Nos ponemos bajo su protección, porque
los mártires defienden a la Iglesia como los soldados guardan un fuerte. Los
cristianos acuden de todas partes y celebran grandes fiestas para honrar sus
sepulcros. Los mártires presentan a Dios nuestras oraciones...” San Asterio
describe magníficamente las solemnes ceremonias con que las multitudes
celebraban la fiesta de los mártires. Como algunos criticasen la veneración de
los mártires y de sus reliquias, el santo respondió: “No veneramos a los
mártires en cuanto hombres, sino en cuanto fieles servidores de Dios.
Depositamos sus reliquias en hermosos sepulcros y les construimos ricos
santuarios para sentirnos movidos a emular los honores que les tributamos.”
El Martirologio Romano no hace mención de
este San Asterio, en cambio nombra, el 21 de octubre, a otro santo del mismo
nombre y afirma que fue él quien sacó el cuerpo de San Calixto del pozo en el
que había sido arrojado. Este segundo Asterio fue ahogado en el Tíber.
No existe ninguna biografía
propiamente dicha del santo. En Acta Sanctorum, oct., vol. XIII sermones
han sido objeto de estudios especiales; véase por ejemplo, A. Bretz Sutdien
und Texte zu Asterius von Amasea, y M. Richard, en Revue Biblique, 1935,
pp. 538-548.
(31 de octubre)
San Quintín era romano. Según la leyenda,
partió a la Galia en compara de San Luciano de Beauvais. Ambos predicaron
juntos en ese país, y no se separaron sino hasta llegar a Amiens. San Quintín
se quedó ahí, para acer el intento de ganar a Cristo esa región con
el trabajo y la oración. Su premio fue la
corona del martirio. El prefecto Ricciovaro, habiendo tenido noticias de los
progresos del cristianismo en Amiens, mandó aprehender a San Quintín. Al día
siguiente, el santo misionero compareció ante el prefecto, que trató
en vano de doblegarle con promesas y amenazas. Como no lo lograse, le mandó
azotar y le encerró en una mazmorra, a donde los cristianos no podían ir a
visitarle. El relato del martirio de San Quintín está formado por una serie de
torturas y milagros inventados. Se cuenta que se le atormentó en el potro hasta
descoyuntarle todos los huesos; después se le desgarró con garfios, se le convirtió
aceite hirviente en la espalda y se le aplicaron a los costados antorchas
encendidas. Con la ayuda de un ángel, Quintín escapó de la prisión, pero los
guardias le arrestaron nuevamente cuando predicaba en la plaza pública. Al
partir de Amiens, Ricciovaro mandó que Quintín fuese conducido a Augusta
Veroman-duorum (actualmente Saint Quentin) y ahí trató de doblegarle otra vez.
Finalmente, avergonzado al verse vencido por el santo, Ricciovaro mandó
torturarle de nuevo y degollarle. En el momento de la ejecución, una paloma
salió del cuello cercenado y se perdió en el cielo. El cadáver fue arrojado al
río Somme, pero los cristianos lo recuperaron y lo sepultaron cerca de la
ciudad.
Dado que San Gregorio de
Tours habla ya de una iglesia dedicada a San Quintín, no hay razón para dudar
que haya sido un mártir auténtico. Pero su biografía ha sido embellecida con
toda clase de agregados legendarios y existen versiones muy diferentes: véase
una lista de ellas en BHL., nn. 6999-7021. En el largo artículo consagrado a
San Quintín, en Acta Sanctorum, oct., vol. XIII, se citan varios textos
de la leyenda y algunos relatos de la translación de las reliquias. De entonces
acá, se han descubierto otras versiones, entre las que se cuenta cierto número
de poemas carolingios (Analecta
Bollandiana, vol. XX, 1901, pp. 1-44). Es interesante notar que Beda conoció la
leyenda de San Quintín; véase Martyrologes historiques de Dom Quentin,
quien opina que el pasaje de Beda es auténtico.
(31 de octubre)
San Foilán era
hermano de San Fursey. Ambos hermanos y un tercero, San Ultán, llegaron juntos
a Inglaterra después del año 630 y fundaron un monasterio en Burgh Castle, de
Yarmouth. Después de evangelizar a los anglos del este durante algún tiempo,
San Fursey pasó a la Galia, donde murió hacia el ano 648. El este de Anglia fue
invadido por Penda y los mercios, quienes saquearon el monasterio de Brugh
Castle. Entonces, Foilán y Ultán decidieron seguir el ejemplo de su hermano.
Así pues, partieron a Neustria, como lo había hecho Fursey y fueron muy bien
acogidos por Clodoveo II. De Péronne, San Foilán pasó a
Nivelles, donde la Beata Itta, viuda del Beato Pepino de Landen, había fundado
un monasterio del que su hija Gertrudis era abadesa. Itta regaló a Foilán
unas tierras para que fundase un monasterio. San Foilán permaneció e estrecho
contacto con la abadía de Nivelles, donde ejerció gran influencia. Además, se
dedicó a predicar en Brabante y dejó ahí profunda huella. San Foilan es uno de
los más famosos entre los misioneros irlandeses de segunda importancia que
vivieron en los monasterios del continente.
Hacia el año 655, la víspera del día de la
fiesta de San Quintín, San Foilán cantó la misa en Nivelles y, en seguida,
partió de viaje con tres compañeros Al pasar por el bosque de Seneffe, unos
bandoleros cayeron sobre ellos, les robaron y los asesinaron. Los cadáveres no
fueron descubiertos sino hasta el 16 de enero del año siguiente. Santa
Gertrudis mandó que fuesen sepultados en la abadía que San Foilán había fundado. En
algunas regiones de Bélgica se venera a San Foilán como mártir, porque murió en
el desempeño de una misión eclesiástica. Algunos autores afirman que fue
obispo, pero tal afirmación carece de pruebas.
En Acta Sanctorum se
hallarán algunos textos relacionados con el santo. El documento más importante
es el apéndice de ciertos manuscritos de la primera biografía de San Foilán. B.
Krusch, que lo publicó en MGH., Scriptores Merov., vol. IV, pp. 449-451,
opina que su autor fue
testigo presencial de los hechos y que era probablemente un monje irlandés que
estaba al servicio de las religiosas de Nivelles. Dicho documento describe la
muerte y el entierro del santo. Véase también Kenney, Sources for the Early History
of Ireland, vol. I, pp. 503-504; Crépin, Le Monastere des Scots des
Fossés, en La Ierre wallonne, vols. VIII (1923), pp. 357-385, y IXX
(1923),. pp. 16-26; y L. Gougaud, Christianity in Celtic Lands, pp.
147-148.
(31 de octubre)
San Wolfgango, que
pertenecía a una familia suaba, nació hacia el año 930. Sus padres le enviaron
muy joven a la abadía de Reichenau, en una isla del Lago de Constanza, que era
entonces un floreciente centro del saber. Ahí se hizo amigo de un joven de la
nobleza, llamado Enrique, hermano de Poppón, el obispo de Wurzburgo. Este
útlimo había fundado una escuela en su ciudad episcopal, y Enrique convenció a
Wolfgango de que se trasladase con él a dicha escuela. La inteligencia de que
dio muestras el joven suabo, despertó entre sus compañeros la admiración y la
envidia. El año 956, Enrique fue elegido arzobispo de Tréveris. Se llevó a
Wolfgango a su arquidiócesis y le nombró profesor en la escuela de su catedral.
En Tréveris Wolfgango cayó bajo la influencia de un monje muy dinámico, llamado
Ramuoldo, y secundó con gran entusiasmo los esfuerzos de Enrique por promover
la religión en la arquidiócesis. Enrique murió el año 964. Wolfgango se hizo
entonces benedictino en un monasterio de Einsiedeln, cuyo abad era un inglés
llamado Gregorio. El abad cayó pronto en la cuenta de que las cualidades de
Wolfgango eran todavía mayores que su fama y le nombró director de la escuela
del monasterio. San Ulrico, obispo de Augs-burgo, le confirió la ordenación
sacerdotal. Ello despertó el celo misionero de Wolfgango, quien partió a
evangelizar a los magiares de Panonia. La empresa no tuvo el éxito que merecía.
Por entonces, el emperador Otón II se enteró de que el santo era
una persona idónea para ocupar la sede de Regensburgo (Raisbona), que estaba vacante.
Inmediatamente le mandó llamar a Frankfurt y le confirió el beneficio temporal,
por más que Wolfgango le rogó que le dejase volver a su monasterio. La
consagración episcopal tuvo lugar en Regensburgo, en la Navidad del año 972.
San Wolfgango no abandonó jamás el hábito
monacal y en la práctica de su ministerio episcopal mantuvo las austeridades de
la vida conventual. Lo primero que hizo, una vez que se estableció en su
diócesis, fue emprender la reforma de1 clero y de los monasterios,
especialmente de dos conventos de monjas poco cantes. Una de las principales
rentas de la sede procedía de la abadía de San
Emmermam
de Regensburgo. Hasta entonces había dependido del obispo, “s
resultados habían sido tan malos como en otros casos análogos. Wolfgango tevolvió
la autonomía y confió su gobierno a Ramuoldo, a quien mandó llamar del Tréveris.
El santo era incansable en la predicación, y su intenso espíritu de oración
confería una eficacia especial a su palabra. Cumplió con gran fidelidad y
vigilancia todas sus obligaciones episcopales durante los veintidós años que
ocupó la sede. Se refieren varios milagros obrados por él y su generosidad con
los pobres llegó a ser proverbial. En una ocasión en que escaseaba el vino
ciertos sacerdotes ignorantes empezaron a emplear agua en vez de vino en la
misa; naturalmente, eso horrorizó al santo obispo, quien distribuyó el vino de
su propia bodega por toda la diócesis.
Durante algún tiempo, San Wolfgango abandonó
el gobierno de su diócesis y se retiró a la soledad; pero unos cazadores
descubrieron su retiro y le obligaron a volver a Regensburgo. Como quiera
que fuese, la vocación monacal del santo no le impidió cumplir con sus
obligaciones seculares, ya que asistió a varias dietas imperiales y acompañó al
emperador en una campaña a Francia. San Wolfgango cedió una parte de Bohemia,
que pertenecía a su diócesis, para que se fundase una nueva, cuya sede se
estableció en Praga. El duque Enrique de Baviera tenía gran veneración por el
santo y le confió la educación de su hijo Enrique, quien fue más tarde
emperador y santo canonizado. En el curso de un viaje por el Danubio, rumbo a
Austria, San Wolfgango cayó enfermo y falleció en la pequeña población de
Puppingen, no lejos de Linz. Fue canonizado en 1052. Su fiesta se celebra en
muchas diócesis de Europa Central y en las casas de los canónigos regulares de
Letrán, ya que San Wolfgango restableció entre su clero la vida canonical.
Poseemos muchos datos acerca
de este santo. El libro del monje Amoldo sobre la abadía de San Emmerman, así
como la biografía de Wolfgango, escrita por Othlo, son fuentes muy valiosas;
fueron editadas cuidadosamente, junto con otros documentos, en Acta
Sanctorum, nov., vol. II, pte. I. Véase también la biografía popular, que
no carece de sentido crítico, publicada por Otlo Hafner con el título de Der
hl. Woljgang, ein Stern des X. Jahrhunderts (1930); también el estudio
arqueológico de J. A. Endres, Beitrdge zur Kunst — und
Kultiirgeschichte des miltelalterlichen Regensburgs; y I. Zibermayr, Die
St Woljgangslegende in ihrem Entstehen und Einflusse auf die ósterreichische
Kunst (1924).
(1 de noviembre)
En las iglesias en las que se canta en
público el oficio divino, el martirologio se lee todos los días después del
rezo de prima. La lectura termina siempre con las siguientes palabras: “Y en
otras partes, otros muchos santos mártires, confesores y santas vírgenes.” En
la fecha de hoy, la Iglesia celebra a todos aquellos que han sido beatificados
o canonizados oficialmente y a aquellos cuyos nombres figuran en los diversos
martirologios y listas de santos locales. Así pues, las palabras “otros muchos”
no se refieren exclusivamente a los mártires, confesores y vírgenes en el
sentido estricto, sino también a todos aquellos, conocidos por los hombres o
sólo por Dios que, en sus circunstancias y estado de vida propios, lucharon por
conquistar la perfección y gozan actualmente en el cielo de la vista de Dios.
Así pues, la Iglesia venera en este día a todos los santos que reinan juntos en
la gloria. El objeto de esta fiesta es agradecer a Dios por la gracia y la
gloria que ha concedido a sus elegidos; movernos a imitar las virtudes de los
santos y a seguir su ejemplo; implorar la divina misericordia por la
intercesión de tan poderosos abogados; reparar las deficiencias en que se pueda
haber incurrido al no celebrar dignamente a cada uno de los siervos de Dios en
su fiesta propia, y glorificar a Dios en aquellos santos que sólo El conoce y a
los que no se puede celebrar en particular. Por consiguiente, el fervor con que
celebramos esta fiesta debería ser un acto de reparación por la tibieza con que
dejamos pasar tantas otras fiestas durante el año, ya que en la conmemoración
de hoy, imagen del banquete celestial que Dios celebra eternamente con todos
los santos, a cuyos actos de alabanza y agradecimiento nos unimos, están
comprendidas todas las otras fiestas del año. En ésta, como en las demás
conmemoraciones de los santos, Dios constituye el objeto supremo de adoración y
a El va dirigida finalmente la veneración que tributamos a sus siervos, pues El
es el dador de todas las gracias. Nuestras oraciones a los santos no tienen
otro objeto que el de alcanzar que intercedan por nosotros ante Dios. Por
tanto, cuando honramos a los santos, en ellos y por ellos honramos a Dios y a
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, redentor y salvador de la humanidad,
rey de todos los santos y fuente de su santidad y de su gloria.
Estos gloriosos ciudadanos de la celestial
Jerusalén han sido elegidos por Dios entre los miembros de todos los pueblos y
naciones, sin distinción alguna. Hay santos de todas las edades, de todas las
razas, y condiciones sociales, para mostrarnos que todos los hombres son
capaces de ir al cielo. Unos santos nacieron en el lujo de los palacios y otros
en humildes cabañas; unos fueron militares, otros comerciantes, otros
magistrados; hay clérigos, monjes, religiosas, personas casadas, viudas,
esclavos y hombres libres. No existe estado alguno de vida en el que nadie se haya santificado.
Y todos los santos se santificaron, precisamente, en las ocupaciones de su
estado y en las circunstancias ordinarias de vida: lo mismo en la prosperidad
que en la adversidad, en la salud que en enfermedad, en los honores que en los
vilipendios, en la riqueza que en la pobreza. De cada una de las circunstancias
de su vida supieron hacer un medio de santificación. Así pues, Dios no exige
que el hombre abandone necesariamente el mundo, sino que santifique su estado
propio por el despego del corazón v la rectitud de la intención. Como se ve,
todos los estados de vida han sido engrandecidos por algún santo.
Con frecuencia se arguye que el ideal de
santidad que la Iglesia presenta es incompatible con la existencia en el mundo,
precisamente aquélla en la que se hallan la mayoría de los hombres. Para
reforzar esta objeción, se suele repetir que el número de clérigos y religiosos
que han alcanzado la santidad es mayor, no sólo relativamente, sino aun
absolutamente, que el de los laicos. Pero tal afirmación no está probada ni se
puede probar. Si se habla únicamente de aquellos que han sido beatificados o
canonizados, es cierto que hay entre ellos muchos más religiosos que laicos,
más obispos que sacerdotes y más hombres que mujeres. Pero la canonización y la
beatificación no constituyen más que una “ratificación”, por decirlo así, con
que la Iglesia honra a ciertos individuos, al escogerlos entre los muchos que
contribuyen a su santidad total. Y en tal elección intervienen, necesariamente,
muchos factores puramente humanos. Las órdenes religiosas poseen medios y
motivos suficientes para llevar adelante la “causa” de ciertas personas que, en
otras circunstancias, sólo habría sido conocida de sus íntimos. La dignidad
episcopal trae consigo una notoriedad y una carga particulares y proporciona,
al mismo tiempo, los medios y la influencia necesarios para la introducción de
la causa. Entre las causas de beatificación o canonización que en los últimos
tiempos han despertado más interés en el mundo entero y no sólo en un país,
orden o diócesis particular, la gama es mucho más variada que en el pasado: Pío
X era Papa, pero el Cura de Ars era simplemente
párroco; Teresita del Niño Jesús era una humilde religiosa; Federico Ozanam,
Contardo Ferrini, Luis Necchi, Matías Talbot, eran laicos; la Beata Ana María
Taigi estaba casada con un pobre criado, y su beatificación se debió, después
de Dios, al interés que pusieron en ella los trinitarios, de cuya orden fue
terciaria. Al leer las biografías completas de muchas de las fundadoras de
congregaciones religiosas que han sido beatificadas o canonizadas
recientemente, se advierte la importancia que se atribuye en la actualidad a la
práctica de las obras de misericordia espirituales y corporales, con
frecuencia, se deja casi en la oscuridad o se trata en forma general y
superficial, la cuestión de la “vida interior” (en esto, la Beata María Teresa
Soubiran constituye una excepción muy notable). Esos santos y beatos alcanzaron
la perfección en medio de una vida muy agitada, consagrada directamente al bien
del prójimo, de suerte que puede decirse que vivieron tan “en el mundo” como
cualquier laico. Esto, que por lo demás no es cosa nueva, puede alentar a
quienes se inclinan a creer que, fuera de la vida religiosa, o por lo menos
fuera de una v*da consagrada especialmente al servicio de Dios, es
muy difícil “ser realmente santo.” No hay más que un Evangelio, un sólo
Sacrificio, un sólo Redentor, un cielo y un camino para el cielo. Jesucristo
vino a mostrárnoslo, sus enseñanzas no cambian y se aplican a todos los
hombres. Es absolutamente falso que los cristianos que viven en el mundo no
estén obligados a buscar la prefección, o que el camino por
el que han de alcanzar la salvación sea distinto del de los santos.
Los santos no sólo tienen importancia desde
el punto de vista ético, en cuanto modelos de virtud. Poseen también una
significación religiosa muy profunda, no sólo en cuanto miembros vivos y
operantes del Cuerpo Místico de Cristo, que a través de El están en contacto
vital con la Iglesia militante y purgante, sino también en cuanto frutos de la
Redención que han alcanzado el fin de la visión beatífica: “Han atravesado la
honda tribulación y han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del
Cordero. Por eso se hallan ante el trono de Dios...” J. J. Olier, fundador de
Saint-Sulpice, escribía: “La fiesta de todos los santos, a lo que creo, es más
importante, en cierto sentido, que la de la Pascua o la de Ascensión. En este
misterio se perfecciona Cristo, ya que, en cuanto Cabeza nuestra, sólo alcanza
su plenitud unido a todos sus miembros, que son los santos. Es una fiesta
gloriosa, porque pone de manifiesto la vida oculta de Jesucristo. La grandeza y
perfección de los santos es enteramente la obra del Espíritu divino que habita
en ellos.”
Existen numerosos vestigios indicadores de
que, desde tiempo atrás se celebraba una fiesta colectiva de todos los
mártires. (“Mártir”, en aquella época era sinónimo de “santo”). Aunque ciertos
pasajes de Tertuliano y de San Gregorio de Nissa que suelen citarse a este
propósito, son demasiado vagos, en la obra de San Efrén
(c. 373), titulada Carmina
Nisibena, nos hallamos ya en terreno más firme, puesto que el santo
menciona una fiesta que se celebraba en honor de “los mártires de todo el mundo.”
Según parece, la solemnidad tenía lugar el 13 de mayo; esto nos inclina a
pensar que en la elección de la fecha de la dedicación del Panteón Romano, que
es también el 13 de mayo, según lo explicaremos después, intervino cierta
influencia oriental. Por otra parte, sabemos que desde el año 411 y aun antes,
se celebraba en toda Siria una fiesta de “todos los mártires”, el viernes de la
semana de Pascua, como lo dice expresamente el Breviarium sirio. Los
católicos del rito caldeo y los nestorianos celebran dicha fiesta en la misma
fecha. Las diócesis bizantinas celebraban y aun celebran la fiesta de todos los
santos, el domingo siguiente al de Pentecostés, o sea el día en que nosotros
celebramos a la Santísima Trinidad. En un sermón que pronunció en
Constantinopla San Juan Crisóstomo, para hacer el “panegírico de todos los
mártires que han padecido en el mundo”, indicaba que apenas una semana antes se
había celebrado la fiesta de Pentecostés.
Hasta la fecha, permanece muy oscura la
cuestión de los orígenes de la fiesta de Todos los Santos en el occidente.
Tanto en el Félire de Oengus como en el Martirologio de Tallaght, se
conmemora el 17 de abril a todos los mártires y, el 20 del mismo mes, a “todos
los santos de Europa.” Según la frase del Martirologio de Tallaght, se celebra
en este día la communis sollemnitas omnium sanctorum et virginum Híberniae
et Britanniae et totius Europae. Por lo que toca a Inglaterra, hacemos
notar que el texto primitivo del Martirologio de Beda no mencionaba a todos los
santos, pero en ciertas copias que datan del fin del siglo VIII o del comienzo del IX, se lee el 19 de noviembre: Natole
sancti Caesarii et festivitas omnium sanctorum. Dom Quentin emitió las
hipótesis de que, al dedicar el Panteón Romano a la Santísima Virgen y a todos
los mártires (13 de mayo, c. 609; el Martirologio Romano lo conmemora
todavía), San Bonifacio IV tenía la intención de establecer
una especie de fiesta de todos los santos, por lo menos así lo creyeron, tal
vez, Ado y algunos otros, según se
deduce de una frase de Beda, quien habla de la dedicación del Panteón en su “Historia
de la Iglesia” y en el De temporum ratione. Beda dice que el papa
decidió que “convenía que en el futuro se honrase la memoria de todos los
santos en el sitio que hasta entonces había estado consagrado a la adoración,
no de Dios sino de los demonios.” Ahora bien, tal afirmación no se encuentra en
el Líber Pontificalis, que Beda tenía ante los ojos. Como quiera que
sea, está fuera de duda que, en el año 800, Alcuino tenía ya la costumbre de celebrar
el 19 de noviembre “la solemnidad santísima” de todos los santos, a la que
precedía un triduo de ayuno. Alcuino estaba al tanto de que su amigo Arno,
obispo de Salzburgo, celebraba también dicha fiesta, puesto que Amo había
presidido poco tiempo antes un sínodo en Baviera, donde se había incluido esta
fiesta en la lista de las celebraciones. También tenemos noticia de cierto
Casiulfo, el cual, alrededor del año 775, pidió a Carlomagno que instituyese
una fiesta precedida por un día de vigilia y ayuno, “en honor de la Trinidad,
de la Unidad, de los ángeles y de todos los santos.” El calendario de Bodley
(MS. Digby 63, siglo IX, Inglaterra del norte) designa
como una de las fiestas principales a la de Todos los Santos, fijada para el I9
de noviembre. Según parece, la influencia de las Galias fue la que movió a Roma
a adoptar finalmente esta fecha.
Acerca de los orígenes de la
fiesta, véase Tertuliano, De corona, c. 3; Gregorio de Nissa, en Migne,
PG.r vol. XLVI, c. 953; Ephrem Syrus, Carmina Nisibena, ed. Bicknell, pp. 23,
84; Crisóstomo, en Migne, PG., vol. I, c. 705, D. Quentin, Martyrologes
histo-riques, pp. 637-641; y Revue Bénédictine, 1910, p. 58, y 1913,
p. 44. Acerca del problema general, véase Cabrol, en DAC., vol. V, ce.
1418-1419; y sobre todo Acta Sanctorum, Propyleum decembris, pp.
488-489, donde se demuestra que constituye un error el haber atribuido a Oengus
una alusión al lo. de noviembre como fiesta de todos los santos. Cf. también
Duchesne Líber pontificalis, vol. I, pp. 417, 422-432; acerca de la
tradición oriental, véase Nilles, Calendarium utriusque ecclesiae, particularmente
vol. I,
p. 314, y vol. II, pp. 334 y 424. Báchtold-Stáubli, Handwb”rterbuch des
deutschen Aberglaubens, vol. I, pp. 263 ss., discute los asepctos
folklóricos de la fiesta. Cierto número de órdenes religiosas tienen privilegio
para celebrar la fiesta de todos sus santos. Muchas diócesis, sobre todo en
Francia, solían celebrar antiguamente la fiesta de todos los santos locales;
actualmente, esas celebraciones particulares han desaparecido, aunque en
Irlanda la fiesta de todos los santos de la isla se celebra todavía el 6 de
noviembre.
(1 de noviembre)
Las “Actas” de
estos mártires no son auténticas. Suprimiendo algunos milagros estereotipados,
Alban Butler las resume así:
Existía en Terracina, Italia, la bárbara
costumbre de que, en ciertas ocasiones solemnes, un joven se ofreciese
voluntariamente en sacrificio a Apolo, que era el dios tutelar de la
ciudad. Tras un período en el que el pueblo satisfacía odos los caprichos del
joven elegido, éste se ofrecía como víctima y se arrojaba u mar desde un
acantilado. Cesario, que era un diácono africano, presenció cierta ocasión la
escena, y no pudiendo contener su indignación, habló abiertamente contra tan
abominable superstición. El sacerdote del templo le mandó estar y le acusó ante
el gobernador. Al cabo de dos años de prisión, Cesario e
condenado por el
gobernador a ser arrojado al mar en un saco, junto con sacerdote cristiano
llamado Julián. Aunque no sabemos qué fue lo que realmente sucedió, lo cierto
es que los nombres de San Cesario y San Julián figuran en los martirologios
primitivos. En Roma hubo desde el siglo VI una Iglesia consagrada a San Cesario, que es actualmente
un título cardenalicio.
Véase Acta Sanctorum, nov.,
vol., I, donde hay cuatro diferentes versiones de las actas y la
paráfrasis griega de una de ellas. La iglesia de San Cesario está en el
Palatino. Se ha dicho que fue erigida en ese barrio imperial porque el nombre
del santo recordaba el de los cesares. Véase Delehaye, Origines du cuite des
martyrs, pp. 308-409; Lanzoni, Rivista di archeologia cristiana, vol.
I, pp.
146-148; Duchesne, Nuovo bullettino di arch. crist., 1900, pp. 17 ss.; y
J. P. Kirsch, Des Stadtrromische Fest-Kalender, p. 208.
(1 de noviembre)
Aunque el
Martirologio Romano afirma que San Benigno fue discípulo de San Policarpo en
Esmirna y que fue martirizado en Dijon, durante el reinado de Marco Aurelio,
Alban Butler sólo se atreve a decir que fue un misionero romano que sufrió el
martirio en Dijon, “probablemente en el reinado de Aureliano.” Pero aun esto es
demasiado, ya que no sabemos dónde nació San Benigno, y la fecha que Butler fija
es, probablemente, bastante posterior. No es imposible que San Benigno haya
sido discípulo de San Ireneo de Lyon y que le hayan martirizado en Epagny.
Aunque más tarde empezó a venerársele en Dijon, lo cierto es que, a principios
del siglo VI, no se le conocía ahí.
San Gregorio de Tours dice que, en aquella
época, los habitantes de Dijon veneraban una tumba, y que su bisabuelo San
Gregorio, obispo de Langres, opinaba que en ella estaba enterrado un pagano;
pero un ángel le reveló milagrosamente en sueños que era el sepulcro del mártir
San Benigno. Así pues, Gregorio de Langres restauró el sepulcro y construyó una
basílica sobre él. El obispo no sabía nada sobre la vida del mártir, pero
ciertos peregrinos que venían de Italia le regalaron una copia de “La pasión de
San Benigno.” Es muy poco probable que tal documento haya sido redactado en
Roma, ya que, en realidad, el estilo de esa obra indica más bien que fue
escrita por un contemporáneo de Gregorio de Langres en Dijon y es enteramente
espuria.
“La pasión de San Benigno” refiere que San
Policarpo de Esmirna tras la muerte de San Ireneo (quien en realidad murió
cincuenta años después de San Policarpo), vio una aparición del santo. A raíz
de ella, envió a dos sacerdotes, Benigno y Adoquio, así como al diácono Tirso,
a predicar el Evangelio en las Galias. Tras una naufragio en Córcega, donde se
unió al grupo San Andéolo, los misioneros desembarcaron en Marsella y se
dirigieron a la Costa de Oro. En Autun los hospedó un tal Fausto, y San Benigno
bautizó a San Sin-foriano, el hijo de su huésped. Los misioneros se separaron
ahí. San Benigno convirtió en Langres a Santa Leonila y a sus tres nietos
gemelos (cf. San Espeusipo, 17 de enero). Después se trasladó a Dijon, donde
predicó con gran éxito y obró muchos milagros. Al estallar la persecución, el
juez Terencio denunció a Benigno ante el emperador Aureliano, quien estaba
entonces en la Galia. (Por consiguiente, el martirio de San Benigno tuvo lugar
unos cien años después de la muerte de San Policarpo). El santo misionero fue
aprehendido en Epagny, cerca de Dijon. Tras sufrir numerosos tormentos y
pruebas, a las que opuso otros tantos milagros no menos extraordinarios, el
verdugo le deshizo la cabeza con una barra de hierro y le perforó el corazón.
El cadáver fue sepultado en una tumba que semejaba un monumento pagano para
engañar a los perseguidores. Mons. Duchesne ha demostrado que esta leyenda
constituye el primer eslabón de una cadena de novelas religiosas, escritas a
principios del siglo VI, con el objeto de describir los orígenes de las diócesis de Autun,
Be-sancon, Langres y Valence (los santos Andoquio y Tirso, Ferréolo y Ferrucio,
Benigno, Félix, Aquileo y Fortunato). Tales obras no merecen el menor crédito,
v aun la existencia histórica de los mártires es dudosa.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. I, hay seis versiones diferentes de La pasión de San Benigno. Además
del comentario de los bolandistas, véase Duchesne, Pastes Episcopaux, vol.
I, PP- 51-62, y Leclercq, en DAC., vol. IV, ce. 835-849.
(1 de noviembre)
No sabemos con
certeza sobre este santo sino que fue misionero en Auvernia, lo mismo que San
Estremonio, y que se le venera como apóstol y primer obispo de Clermont. Los
historiadores discuten hasta la época en que vivió. Según San Gregorio de
Tours, fue uno de los siete obispos enviados de Roma a la Galia a mediados del
siglo III. Su culto se popularizó gracias a una visión
que tuvo un diácono junto al sepulcro del santo, en Issoire. La leyenda de San
Austremonio se fue desarrollando a partir del siglo VI. Según esa leyenda, el santo fue uno de los setenta y dos discípulos
del Señor. Fue asesinado por un rabino judío, a cuyo hijo había convertido. El
rabino le cortó la cabeza y la arrojó en un pozo. Los cristianos la
descubrieron gracias al rastro de sangre que había dejado desde el sitio del
asesinato hasta el pozo. Por ello, se veneraba como mártir a San Austremonio.
(En Clermont se le venera todavía). Su cuerpo fue sepultado en Issoire. En
realidad, no hay ningún motivo para considerar a San Austremonio como mártir, y
su nombre no figura en el Martirologio Romano.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. I, hay tres biografías legendarias; la tercera de ellas se ha atribuido
sin razón a San Praejectus. Los bolandistas publicaron además otros textos
relacionados con las traslaciones de las presuntas reliquias y los milagros
obrados por ellas. Véase Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. II, pp.
119-122; Poncelet, en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1894), pp. 33-46;
Leclercq, en DAC., vol. III, ce. 1906-1914; y L. Levillain, en Le Moyen-Age,
1904, pp. 281-337. Parece cierto que San Praejectus escribió o terminó una
obra sobre su predecesor, Austremonio, pero la obra se perdió.
(1 de noviembre)
María era
esclava de un oficial romano llamado Tértulo. Había sido bautizada desde
pequeña y era la única cristiana de la casa en que servía. Hacía mucha oración
y ayunaba con frecuencia, particularmente en las fiestas de los ídolos. Su
devoción no agradaba a su ama; en cambio, su fidelidad y diligencia la
complacían en extremo. Cuando estalló la persecución, Tértulo trató de
persuadir a María a que abjurase de la fe, pero no logró vencer su constancia,
temiendo perderla si llegaba a caer en manos del prefecto, Tértulo la azotó
despiadadamente y la encerró en un cuarto oscuro. Pronto se divulgó la noticia,
prefecto acusó a Tértulo de haber ocultado a una cristiana en su casa.
María fue entregada al punto a la autoridad.
Viendo que la joven confesaba ilientemerrte a Cristo ante los jueces, el pueblo
pidió que fuese quemada viva. Maria, después de pedir a Dios que le diese valor
para seguir confesándole, dijo al juez: “El Dios a quien sirvo está conmigo. No
temo tus tormentos, pues solo pueden quitarme la vida y estoy pronta a dar la
mía por Jesucristo.” El juez ordenó a los verdugos que la torturasen, y éstos
lo hicieron con tanta crueldad, que los presentes incapaces de soportar el
espectáculo, profirieron voces para que se suspendiera la tortura y pidieron
que se pusiese en libertad a la víctima. El juez la entregó a un soldado para
que la ejecutase, pero éste, compadecido al verla indefensa, la ayudó a
escapar. Aunque María murió naturalmente, el Martirologio Romano la considera
como mártir, teniendo en cuenta lo que sufrió por Cristo.
El P. Van Hooff, bolandista,
lo mismo que E. le Blant, se inclinaba a pensar que las actas de esta
mártir tenían fundamento histórico. Pueden verse en Acta Sanctorum, nov.,
vol. I. Como quiera que sea, el texto, tal como ha llegado hasta nosotros, fue
retocado en una época posterior para adaptarlo al gusto de entonces. Hay en él
detalles extravagantes tomados de otras novelas biográficas; además, el autor
sitúa el martirio en la época de Marco Aurelio, con muy poca probabilidad. En
el Hieronymianum se habla de “María, la esclava”, aunque no es seguro
que tal alusión se refiera a esta mártir. Dom Quentin (Les Martyrologes historiques, p. 180) explica
que el nombre de María la esclava pasó de los martirologios de Ado y Usuardo al
Martirologio Romano.
(1 de noviembre)
La biografía de
San Maturino, que es totalmente legendaria, cuenta que nació en Larchant, en el
territorio de Sens, y que sus padres eran paganos. A diferencia de su padre,
quien perseguía a la Iglesia, Maturino abrió su corazón al Evangelio y, a los
doce años, fue juzgado digno de recibir el bautismo. Sus primeros convertidos
fueron sus propios padres. A los veinte años, recibió Maturino la ordenación
sacerdotal, y Dios le concedió una gracia especial para arrojar a los malos
espíritus. Su obispo tenía tal confianza en él, que le confió el gobierno de la
diócesis mientras él iba a Roma. El santo predicó en el Gátinais, donde
convirtió a muchas gentes. Cuando su fama de exorcista llegó a Roma, se le
convocó a dicha ciudad para que librase a una doncella noble, a quien el
demonio atormentaba mucho. Según la leyenda, San Maturino murió en la Ciudad
Eterna. Su cuerpo fue trasladado a Sens y, más tarde, a su pueblo natal. Los
hugonotes destruyeron las reliquias. A lo que parece, el culto de San Maturino
nunca estuvo muy extendido. En Francia se suele llamar “maturinos” a los
frailes trinitarios, porque tenían en París una iglesia dedicada a este santo.
Véase Acta Sanctorum, nov.,
vol. I, donde se hallará el texto latino de la leyenda, con un comentario. El
culto local de San Maturino ha sido estudiado a fondo por E. Thoison en una
serie de artículos publicados en los Anuales de la Société hist.-archéol.
Gátinais (1886-1888). Cf. H. Gaidoz, en Mélusine, vol. V (1890), pp.
151-152.
(1 de noviembre)
Se cuenta que
San Marcelo nació en París. Sus padres no se distinguían por su alto nivel
social, pero la santidad de Marcelo fue su mejor presea. El joven se entregó
enteramente a la práctica de la virtud y a la oración, de suerte que, según su
biógrafo, parecía completamente desprendido del mundo y aun del cuerpo.
Prudencio, el arzobispo de París, viendo el carácter serio de Marcelo y los
rápidos progresos que había hecho en las ciencias sagradas, le ordenó de lector
y más tarde le hizo archidiácono suyo. A partir de entonces, el santo realizo,
según se dice, muchos milagros. Cuando murió Prudencio, Marcelo fue elegido
unánimemente para sucederle. Se dice que, con su autoridad y sus oraciones, defendió a su grey contra las invasiones de
los bárbaros. Su biógrafo refiere milagros extravagantes, entre otros una
señalada victoria sobre un dragón. Pero, como comenta Alban Butler, “la
veracidad de estos hechos depende de la del autor, quien escribió cien años
después y, siendo extranjero, debió fiarse de hablillas y leyendas populares.”
San Marcelo murió a principios del siglo V. Su cuerpo
fue sepultado en la catacumba de su nombre en la ribera izquierda del Sena;
actualmente ese distrito es un suburbio de París y se llama Saint-Marceau.
Los críticos modernos
atribuyen sin vacilar la biografía de San Marcelo a San Venancio Fortunato,
quien con perdón de Butler no era un extranjero en las Galias, excepto en el sentido
técnico. B. Krush editó dicha biografía en MGH., Auctores anti-quissimi, vol.
IV, pte. 2, pp. 49-54; puede verse también en Acta Sanctorum, nov., vol.
I. Véase Duchesne, Pastes Épiscopaux, vol. II, p. 470.
(1 de noviembre)
San Marciano nació
en Cyrrhus, en Siria. Su padre pertenecía a una familia patricia. Marciano
abandonó la casa paterna y partió de su patria. Como no le gustase hacer las
cosas a medias, se retiró a un desierto entre Antioquía y el Eufrates. Ahí
escogió el rincón más escondido y se encerró en una estrecha celda, tan baja y
tan reducida de tamaño, que no podía estar de pie ni acostado sin encogerse.
Tal soledad era como un paraíso para él, pues podía consagrarse enteramente al
canto de los salmos, la lectura espiritual, la oración y el trabajo. Sólo se
alimentaba de pan y aun eso en pequeña cantidad; sin embargo, jamás pasaba el
día entero sin comer, pues quería tener fuerzas para hacer lo que Dios le pedía
que hiciera. La luz sobrenatural que recibía en la contemplación, le dio un
amplio conocimiento de las grandes verdades y misterios de la fe. No obstante
su gran deseo de vivir ignorado de los hombres, su fama llegó a otros países y,
al fin, tuvo que admitir por discípulos a Eusebio y Agapito. Con el tiempo, fue
aumentando el número de sus discípulos y nombró abad a Eusebio. En cierta
ocasión le visitaron a un tiempo San Flaviano, patriarca de Antioquía y otros
obispos para rogarle que les hiciese una exhortación, como tenía por costumbre.
La dignidad de su auditorio impresionó a Marciano, quien no supo qué decir
durante unos momentos. Como los obispos le incitasen a hablar, les dijo: “Dios
nos habla a cada momento a través de las creaturas y del universo que nos
rodea. Nos habla también por su Evangelio, en el que nos enseña a cumplir
nuestro deber para con los demás y con nosotros mismos. ¿Qué otra cosa podría
yo deciros?”
San Marciano obró varios milagros y su fama
de taumaturgo le molestaba mucho, de suerte que jamás prestaba oídos a quienes
acudían a su intercesión para obtener un milagro. Así, en cierta ocasión en que
un habitante de Beroea le pidió que bendijese un poco de aceite para curar a su
hija enferma, el santo se negó absolutamente, sin embargo, la enferma recobró
la salud en ese mismo instante. Marciano vivió hasta edad muy avanzada. En sus
últimos años, sufrió mucho a causa de la importunidad de los que querían
conservar su cuerpo cuando muriese. Algunos de éstos, entre los que se contaba
su sobrino Alipio» llegaron incluso a construir capillas en diferentes sitios
para darle sepultura. San Marciano resolvió el
problema al pedir a Eusebio que le enterrase en un sitio secreto. El sitio de
su sepultura no fue descubierto sino hasta cincuenta años después de su muerte.
Entonces se trasladaron sus reliquias a un sitio que se convirtió en lugar de
peregrinación.
Todo lo que sabemos acerca
de San Marciano procede de la Historia Religiosa de Teodoreto. Puede
verse el texto griego, con una traducción latina comentada, en Acta
Sanctorum, nov., vol. I.
(3 de noviembre)
Winifreda es la más famosa de las santas de
Gales, tanto en su patria como fuera de ella. Sin embargo, las tradiciones
escritas que se conservan, datan de cinco siglos después de su muerte. Alban
Butler las resume así:
El padre de Winifreda era un hombre muy rico
de Tegeingl, en el Flintshire. Su madre era hermana de San Beuno, con quien la
santa vivió algún tiempo. Solía escuchar con gran atención las enseñanzas de su
tío, y le impresionaban profundamente las verdades que Dios le revelaba por
boca de éste. Según se dice, el joven Caradogo, señor de Hawarden, se enamoró
locamente de Winifreda. Como no consiguiese convencerla de que se casase con
él, se dejo llevar por la cólera y, cierto día la persiguió hasta la iglesia
que había construido San Beuno y ahí le cortó la cabeza. Roberto de Shrewsbury
refiere, en su “Vida de los Santos” que la tierra se tragó a Caradogo. También
cuenta que, en el sitio en que fue asesinada Winifreda, brotó la fuente que
mana todavía, en cuyo fondo hay piedrecillas veteadas de rojo y en cuyas
orillas crece un musgo de suave perfume. Según dicho autor, San Beuno resucitó
a la joven con sus oraciones, después de colocarle la cabeza sobre el cuello
cortado; en el sitio de la herida sólo quedó una leve cicatriz. El degüello de
Santa Winifreda tuvo lugar el 22 de junio y, por ello, se conmemora todavía su
martirio en esa fecha. Poco después, San
Beuno partió a fundar la Iglesia de Clynnog Fawr, en Arfon. A la muerte de su
tío, Winifreda abandonó también la casa paterna e ingresó en el convento de
Gwytherin, en Denbigshire. Un santo abad, llamado Eleri, gobernaba el convento,
que era para hombres y mujeres. Cuando murió la abadesa, Tenoi, Santa Winifreda
la sucedió en el cargo. Ahí murió, quince años después de su milagrosa
resurrección y fue sepultada ahí mismo por San Eleri. Sus reliquias estuvieron
en Gwytherin hasta 1138, año en que fueron trasladadas con gran pompa a la
abadía benedictina de Shrewsbury. Roberto, el prior de dicha abadía, escribió
la vida de la santa poco después de la traslación. En 1398, se instituyó la
fiesta de Santa Winifreda en toda la provincia de Canterbury.
Aunque los que afirman que Santa Winifreda no
existió nunca van demasiado lejos, hay que confesar que los datos que poseemos
son demasiado posteriores para que podamos basarnos en ellos con seguridad,
según lo hace notar el P. De Smedt en su estudio. Pero los hechos posteriores
relacionados con la santa son más fáciles de controlar. La fuente milagrosa que
mencionamos antes (la fuente constituye un lugar común en las leyendas célticas
y en otras), dio su nombre a Holywell (que en gales se llama Tre Fynnon). Los
autores de las dos biografías medievales hablan de ciertos milagros
relacionados con las reliquias y santuarios dedicados a la santa, y Alban
Butler da ciertos detalles acerca de cinco curaciones obradas en Holywell en el
siglo XVII. Los detalles están tomados de la
obra que el P. Felipe Metcalf, S. J., publicó en 1712, basándose en la biografía
escrita por Roberto. Por ella sabemos que dos de las cinco personas curadas
eran protestantes. A lo que parece, ha habido peregrinaciones a la fuente de
Santa Winifreda y se han obrado ahí curaciones durante mil años, casi sin
interrupción, como lo prueban los abundantes documentos públicos y privados que
hablan de los hechos. Por ejemplo, el día de la fiesta de la santa, en 1629, a
pesar de que se perseguía entonces a los católicos, acudieron unos 14,000
peregrinos, entre los que se contaban 150 sacerdotes. El Dr. Johnson afirma
haber visto a unos peregrinos que se bañaban en la fuente, el 3 de agosto de
1774. La fe nunca se extinguió en Holywell, que en la época de la persecución
se convirtió en un refugio de jesuítas. Estos entregaron la parroquia al clero
diocesano en 1930. Las autoridades eclesiásticas tienen una concesión civil
sobre la fuente. Los edificios que la rodean, fueron construidos por Margarita,
condesa de Richmond y Derby, madre de Enrique vil y por otros miembros de la
nobleza. Una vez que los jesuítas se convirtieron en custodios de ese viejo
santuario, los peregrinos empezaron a acudir en número todavía mayor
(especialmente los de Lancaster). Se obran ahí curaciones aparentemente
milagrosas hasta en la época actual. Alban Butler hace notar, con razón, que “aunque
tal vez los autores de las biografías de Santa Winifreda se hayan dejado
engañar acerca de ciertos detalles, ello no disminuye para nada, ni la santidad
de la mártir, ni la devoción de su santuario.” Después de citar las palabras de
un tal Dr. Linden que recomendaba las aguas e la fuente de Santa Winifreda por
sus propiedades curativas naturales, diciendo que eran “causa de innumerables
curaciones auténticas”, Butler añade: in embargo, al emplear las medicinas
naturales, deberíamos siempre orar al edico Celestial. Por otra parte, está
fuera de duda que Dios se complace con frecuencia en desplegar su poder milagroso en
ciertos sitios de peregrinación.”
Las diócesis de Menevia y de Shrewsbury
celebran la fiesta de Santa Winifreda. El Martirologio Romano la menciona,
privilegio que sólo comparten con ella los santos galeses Asaf, Sansón,
Maglorio y algunos otros, pero no San David. Debido a la excavación de minas en
los alrededores de Holywell, la fuente, a la que el poeta Miguel
Dryton y otros habían celebrado durante siglos como una de las más grandes
maravillas naturales de la Gran Bretaña, se secó en 1917. Posteriormente, se
llevaron a cabo unos trabajos para hacer brotar ahí una parte de las reservas
subterráneas originales. En vista de la posibilidad de que las minas acabaran
por secar totalmente la fuente, Lady Moystin de Talacre y otras personalidades,
obtuvieron en 1904 que el Parlamento impusiese ciertas restricciones a los
proyectos de los ingenieros; pero tal medida resultó insuficiente.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. I, el P. De Smedt consagra sesenta y siete páginas in-folio a Santa
Winifreda, su fuente y sus milagros. En el mismo artículo publica una edición
crítica de las biografías del pseudo-Eleri y de Roberto de Shrewsbury, tomadas
de los manuscritos que se conservan. El texto de la vita prima (tomado
del MS. Cotton Claudius A. v) puede verse también, junto con una traducción, en
A. W. Wade-Evans, Vitae sanctorum Britanniae (1944). El P. Thurston
reimprimió en 1917, con introducción y notas, la Vida de Santa Winifreda, escrita
en 1712 por el P. Felipe Metcalf. Caxton había publicado ya, hacia 1485, otra
biografía y el P. Falconer la tradujo del latín al inglés, en 1635. La obrita
del P. Metcalf se hizo famosa porque, un año después de su publicación, la
atacó violentamente W. Fleetwood, obispo de St. Asaph. Acerca de otros puntos
interesantes relacionados con Santa Winifreda y la fuente, véase The Month (nov.
1893, pp. 421-437). En Analecta Bollandiana, vol. VI (1887), pp.
305-352, se publicó una interesante colección de milagros obrados en Holywell
en el siglo XVII.
(3 de noviembre)
“Dios llamó a su servicio a San Huberto y lo apartó de la vida mundana en forma
extraordinaria. Desgraciadamente, los relatos populares, plagados de
contradicciones, han oscurecido las circunstancias de esa vocación, de suerte
que no poseemos datos ciertos sobre la vida del santo sino hasta que empezó a
servir a la Iglesia, bajo el gobierno de San Lamberto, obispo de Maestricht.”
La “forma extraordinaria” sobre la que Alban Butler habla con tan encomiable
reserva, fue la siguiente: Huberto, que era muy aficionado a la caza, salió a
perseguir a un ciervo un Viernes Santo, cuando todos estaban en la iglesia. En
un claro del bosque el animal se volvió, y Huberto pudo ver que llevaba un
crucifijo entre los cuernos. Al punto se detuvo, lleno de estupor y oyó una voz
que le decía: “Huberto, si no vuelves hacia Dios, caerás en el infierno.” El
santo cayó de rodillas, preguntando qué era lo que debía hacer y la voz le dijo
que fuese en busca del obispo de Maestricht, Lamberto, quien se encargaría de
guiarle. Como se ve, esta leyenda coincide exactamente con la de la conversión
de San Eustaquio (20 de septiembre).
Como quiera que haya ocurrido su conversión,
el hecho es que Huberto entró a servir a San Lamberto y fue ordenado sacerdote.
Cuando el obispo fue asesinado en Lieja, hacia el año 705, Huberto le sucedió
en el gobierno de la diócesis. Algunos años más tarde, trasladó los restos de
San Lamberto de Maestricht a Lieja, que no era entonces más que un pueblecito
sin importancia, a orillas del Mosa. San Huberto depositó las reliquias del
mártir en una iglesia que él mismo había construido en el sitio del martirio, y
estableció ahí su catedral. Hasta entonces, la cabecera de la diócesis había
sido Maestricht. Por ello se venera a San Lamberto como principal patrono de la
misma y a San Huberto como fundador de la ciudad y de la catedral y como primer
obispo de la nueva sede.
En aquella época, los bosques de las Ardenas
se extendían desde el Mosa hasta el Rin y, en algunos sitios, el Evangelio no
había echado todavía raíces. San Huberto penetró hasta los rincones más remotos
e inhospitalarios de la región y abolió el culto de los ídolos. En su
ministerio apostólico Dios le concedió el don de milagros. Su biógrafo cuenta
que el día de rogativas el santo obispo partió de Maestricht, en procesión, por
los campos y poblados, acompañado por el clero y la multitud. Encabezaban la
procesión, según la costumbre, el estandarte de la cruz y las reliquias de los
santos y todos sus integrantes cantaban las letanías. Una posesa interrumpió
súbitamente aquella procesión, pero San Huberto le ordenó que guardase silencio
y la curó al hacer sobre ella la señal de la cruz. Se cuenta que San Huberto
tuvo una premonición de su muerte y que vio la gloria que le esperaba. Un año
más tarde, fue a Brabante a consagrar una iglesia. Inmediatamente después, cayó
enfermo en Tervueren, cerca de Bruselas. Murió apaciblemente seis días más
tarde, el 30 de mayo de 727. Su cuerpo fue trasladado a Lieja y sepultado en la
iglesia de San Pedro. El año 825, fue trasladado a la abadía de Andain, que
tomó entonces el nombre del santo, cerca de la frontera de Luxemburgo, en las
Ardenas. Probablemente la fiesta de San Huberto se celebra el 3 de noviembre,
porque en esa fecha fueron depositadas en Lieja sus reliquias, dieciséis años
después de su muerte. San Huberto y San Eustaquio son los patronos de los cazadores.
Se invoca también a San Huberto contra la hidrofobia.
Antiguamente, los belgas
profesaban gran devoción a San Huberto y tal vez se la siguen profesando. Por
ello, nada tiene de extraño que el P. Carlos De Smedt, escribiendo en 1887,
haya dedicado a nuestro santo un artículo de 171 páginas en Acta Sanctorum (nov.,
vol. I). La biografía primitiva del santo, que es muy corta y se debe a la
pluma de uno de los contemporáneos, no habla de los orígenes de Humberto, ni
dice que haya estado en la corte de Austrasia, ni que haya sido casado.
Floriberto, el “hijo” de San Huberto que llegó a ser obispo, era probablemente
sólo su hijo espiritual. La introducción y la serie de biografías publicadas
por De Smedt demuestran que los detalles que se cuentan sobre la juventud y
conversión del santo, no son anteriores al siglo XIV. Sin embargo, la leyenda del ciervo y otros
milagros atribuidos al santo contribuyeron a popularizar su culto mucho más
allá de los confines de los Países Bajos. En Lorena y en Baviera se fundaron
dos órdenes de caballería bajo el patrocinio de San Huberto. Existe una
literatura muy abundante sobre las reliquias del santo y los aspectos
folklóricos de su vida. Acerca de este último punto, véase Báchtold-Stáubli, Handwórterbuch
des deutchen Aberglaubens, vol. IV. pp. 425-454; E. Van Heurck, Saint
Hubert et son cuite en Belgique (1925); y L. Huyghebaert, Sint Hubertus,
patroom von de jagers... (1949). Cf. también Poncelet, en Revue
Charlemangne, vol. I (1911), pp. 129-145; Analecta Bollandiana, vol.
XIV, (1927), pp.
84-92 y 345-362; H. Leclercq, en DAC., vol. IX (1930), ce. O 631 y 655-656. Es
muy útil la obrita de Dom Réjalot, Le cuite et les religues de S. nubert (1928).
Desde el punto de vista histórico, la mejor obra es la de F. Baix, La ierre
Wallonne. vol. XVI (1927). Véase también Une relation inédite de la
conversión de S. Hubert, ed. M. Coens, en Analecta Bollandiana, vol.
XIV (1927), pp.
84-92.
(3 de noviembre)
“A primera evangelización del antiguo gran ducado de
Badén fue principalmente obra de varios monasterios, entre cuyos fundadores se distinguió
San Pirmino. Probablemente era
originario del sur de la Galia o de España y salió de ahí huyendo de los moros.
Pirmino restauró la abadía de Dissentis, en Grisons que había sido destruida
por los avaros. Pero, sobre todo, es famoso porque fue el primer abad de
Reichenau. En efecto, el santo fundó dicho monasterio el año 724, en una isla
del lago de Constanza. Según se dice, fue la primera abadía benedictina en
tierra alemana. En una época, la influencia de Reichenau rivalizó con la de
Saint Gall. Por razones políticas, el fundador fue desterrado de ahí y pasó a
Alsacia, donde fundó el monasterio de Murbach, entre Tréveris y Metz. También
fundó la abadía benedictina de Amorbac, en el sur de la Franconia. Se atribuye
a San Pirmino un manual de instrucción popular, muy conocido en la época
carolingia, llamado Dicta Pirmini o Scarapsus. Aunque estuvo en varias
regiones, San Pirmino no fue nunca obispo de Meaux, contra lo que dice el
Martirologio Romano. Murió el año 753.
Existe una biografía latina
de Pirmino, escrita en el siglo IX. Ha sido editada, tomando por base diversos
manuscritos antiguos, en MGH. Scriptores, vol. XV, y en Acta
Sanctorum, nov., vol. II. Dicha biografía, muy corta y escueta, compuesta
por un monje anónimo de Hornbach, fue la fuente principal de una biografía
posterior más vaga y escrita en verso. En Acta Sanctorum hay una
introducción muy completa para ambas biografías. Véase también E. Egli, Kirchengeschichte
Schweiz (1893), pp. 72-82; J. Clauss, Die Heiligen des Elsass (1935),
pp. 246-247; G. Jecker, en Die Kultur der Abtei Reichenau, vol. I
(1925), pp. 19-36, y Die Heimant des hl. Pirmin (1927) del mismo autor.
(4 de noviembre)
Se Cuenta que
el año 393, Eusebio, obispo de Bolonia, tuvo una visión en la que se le dijo
que en el cementerio judío de dicha ciudad estaban sepultados dos mártires
cristianos: Vital y Agrícola. El obispo descubrió y mandó trasladar las
reliquias, y San Ambrosio de Milán asistió a la ceremonia. San Ambrosio habló
de estos mártires en un sermón sobre la virginidad y exhortó a su auditorio a
recibir con respeto las reliquias que se iban a depositar bajo el altar, como
prenda de salvación. Este pasaje de San Ambrosio es el único testimonio que
tenemos sobre el martirio de los santos Vital y Agrícola, a quienes
antiguamente se veneraba en el occidente mucho más que en la actualidad.
Pero, aunque nadie había oído hablar de estos
mártires antes de la revelación de Eusebio, poco a poco empezaron a aparecer
algunos relatos de su martirio. En ellos se dice que Agrícola vivía en Bolonia,
y que el pueblo le amaba mucho por su bondad y su virtud. Vital, que era
esclavo suyo, se convirtió al cristianismo gracias a su amo y padeció el
martirio antes que él, en el circo. Cuando murió, no le quedaba en el cuerpo
parte sana. La ejecución del amo se dilató para que presenciase la muerte del
esclavo y se decidiese a abjurar de la fe. Pero el ejemplo de Vital no hizo
sino dar nuevos ánimos a Agrícola, y ello provocó la ira de los jueces y del
pueblo. Agrícola pereció crucificado. Los verdugos se ensañaron con él y le
fijaron al madero con muchos clavos.
San Gregorio de Tours se
quejaba de que en su época no existía ningún relato propiamente dicho del
martirio de estos santos. Pero la leyenda se encargó de llenar más tarde esa
laguna con dos relatos ficticios, que se han atribuido sin razón a San
Ambrosio. En Acta Sanctorum, nov., vol. II, puede verse el documento auténtico de San
Ambrosio y el texto de las actas pseudo-ambrosianas, así como otros
muchos documentos sobre la materia. Acerca del culto tan popular de estos
mártires, cf. Delehaye, Origines du cuite des martyrs, y CMH., pp. 623-624.
La nota de esta última obra se encuentra el 27 de noviembre, día en que el Hieronymianum
cita los nombres de Agrícola y Vital (en este orden); sin embargo,
parece que la fiesta se celebraba en Bolonia, el 4 de noviembre, desde el siglo
VIII, como lo
demuestra el antiguo calendario que Dom G. Morin describe en Revue
Bénédictine, vol. XIX (1902), p. 355. Cf. Dom Quentin, Martyrologes
historiques, PP. 251 y 627.
(4 de noviembre)
El martirologio Romano
tomó el nombre de San Claro, sacerdote y mártir del martirologio francés del
benedictino Usuardo. En el siglo IX, se veneraba a este santo en
Francia, donde su fiesta se celebra todavía en algunas diócesis. Se dice que
era inglés de nacimiento, ya que vino al mundo en Rochester De ahí se trasladó
a Normandía, donde vivió como ermitaño y predicó la religión con el ejemplo y
la palabra. Después se estableció en Naqueville cerca de Rouen, donde tuvo la
desgracia de atraer las miradas de una mujer de alta categoría que le persiguió
hasta el extremo de obligarle a refugiarse en un bosque de los alrededores.
Para vengarse de él, la mujer pagó a dos bandoleros para que le cortasen la
cabeza. San Claro era uno de los santos cuya imagen se hallaba en los frescos
de la capilla del Venerabile de Roma. La población francesa de
Saint-Clair-sur-Epte, cerca del sitio del martirio, debe su nombre a este
santo.
El 8 de este mes, el Martirologio Romano
menciona a otro San Claro, “cuyo epitafio escribió San Paulino.” Se trata de un
sacerdote de Tours, que murió unos cuantos días antes que su maestro San
Martín.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. II, se hallará un estudio detallado de las fuentes, que son bastante poco
satisfactorias. Además de la conmemoración del martirologio de Usuardo, existe
una biografía latina casi tan corta como las tres lecciones del breviario que
ciertamente no es anterior al siglo XII. Varios datos sospechosos nos hacen pensar que no se
trata de un relato fidedigno, pero está fuera de duda que San Claro fue muy
venerado en una época.
San Juanicio, que
había tenido una juventud muy disoluta, alcanzó después, por la penitencia, tal
grado de santidad, que los griegos le llaman “el grande” y le veneran como a
uno de sus monjes más ilustres. El Martirologio Romano le menciona en este día.
Juanicio era originario de Bitinia, donde ejerció de niño el oficio de pastor.
A los diecinueve años, pasó a formar parte de la guardia militar de Constantino”
Coprónimo. Se dejó llevar por la tendencia de la época y, el futuro santo apoyó
a los perseguidores de las sagradas imágenes, pero un monje de gran santidad le
apartó de los errores de su vida disoluta, y Juanicio llevó una existencia
ejemplar durante seis años. A los cuarenta de edad, abandonó el ejército y se retiró
al Monte Olimpo, en Bitinia. Ahí se instruyó en los rudimentos de la vida
monástica, aprendió a leer, a rezar de memoria el salterio y se ejercitó en los
deberes de su nuevo estado. El santo llamaba a ese proceso “la maduración del
corazón.” Más tarde, se retiró a la vida eremítica y llegó a ser famoso por sus
dones de profecía y milagros, así como por su prudencia en la dirección de las
almas. Por uno de sus milagros, devolvió la libertad a cierto número de hombres
que habían caído prisioneros de los búlgaros y, con otro prodigio, expulsó a un
mal espíritu que atormentaba a San Daniel de Tasión.
San Juanicio ingresó después en el monasterio de Eraste, cerca de Brusa, donde defendió celosamente la ortodoxia contra el emperador León V y otros iconoclastas. Ahí estuvo en estrecha relación con los famosos santos Teodoro el Estudita y Metodio de Constantinopla. Este último, por consejos de San Juanicio, calmó a aquellos de sus discípulos que se habían dejado llevar por un celo indiscreto y exigían que se invalidasen las órdenes conferidas por los obispos iconoclastas. Juanicio le dijo a Metodio: “Son hermanos nuestros que han caído en el error. Trátalos como tales en tanto que persisten en sus faltas, pero devuélveles sus antiguas dignidades cuando se arrepientan, a no ser que se trate claramente de herejes o perseguidores.” San Juanicio se encaró con gran valentía, con el emperador Teófilo, el cual, además de prohibir las sagradas imágenes, había decretado que no se honrase a los santos con ese nombre. San Juanicio profetizó que Teófilo acabaría por restaurar las imágenes en las iglesias, pero tal vaticinio no se cumplió sino hasta el reinado de Teodora, la viuda del emperador, la cual nunca había traicionado la ortodoxia. Uno de los discípulos que tuvo San Juanicio en su ancianidad, fue San Eutimio de Tesalónica. Después de muchos años de conservar la reputación del más distinguido de los ascetas y profetas de su tiempo, San Juanicio se retiró a una ermita, donde murió el 3 de noviembre de 846. Tenía entonces noventa y dos años y había visto triunfar por dos veces a la ortodoxia sobre la herejía iconoclasta que él había practicado en su juventud y a la cual se había opuesto después tan vigorosamente.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. II, los bolandistas publicaron íntegramente dos biografías griegas muy
detalladas y las tradujeron al latín. Sus autores, Pedro y Sabas, eran dos
monjes griegos que habían sido discípulos de San Juanicio. Según parece, la
biografía de Pedro es la más antigua, pero la de Sabas está mejor escrita y es
más completa, en conjunto. Acerca de la fecha de la muerte del santo, cf,
Pargoire, en Echos d’Orient, vol. IV (1900), pp. 75-80. En Vergorgene
Heilige des griech ostens, de Dom Hermann (1931), hay una breve semblanza
biográfica.
En 1931, se
celebró con gran solemnidad en Hungría el noveno centenario de la muerte del
Beato Emerico. Desgraciadamente, no tenemos muchos datos fidedignos sobre su
vida. Fue el único hijo de San Esteban, rey de Hungría. Nació en 1007, y San
Gerardo Sagredo se encargó de su educación. Cuando el emperador Conrado II proyectaba apoderarse de las rentas de la diócesis de Bamberga, le
propuso al joven Emerico que participase en la expoliación, pero el rey San
Esteban lo impidió. Las “instrucciones” de San Esteban a su hijo no son
auténticas. Es cierto que el monarca tenía la intención de compartir sus
responsabilidades con Emerico (aunque es falso que haya renunciado a la corona
en favor de él), pero antes de que tuviese tiempo de hacerlo, Emerico murió en
una cacería. Cuando le llegó la noticia, San Esteban exclamó: “Dios le amaba,
por eso me lo quitó tan pronto.” El príncipe fue sepultado en la iglesia de
Szekesfehervar y, en su sepulcro se obraron numerosos milagros. El padre y el
hijo fueron elevados al honor de los altares al mismo tiempo, en 1083.
Comúnmente se atribuye a Emerico el título de santo pero el Martirologio Romano
le llama “beatus.”
Existe una biografía latina
escrita por un clérigo anónimo, casi un siglo después de la muerte del beato; el P. Poncelet hizo una edición
crítica de dicho texto en Acta lunctorum, nov., vol. II. La biografía no
es muy de fiar desde el punto de vista histórico, íero puede completarse con
los datos que se encuentran en Anuales Hildesheimenses, en la Vida de San
Esteban, etc. CL C. A. Macartney, The Medieval Hungarian Historians (1953).
(5 de noviembre)
San Zacarías y Santa Isabel fueron los padres
de San Juan Bautista. Zacarías era sacerdote de la Antigua Ley. Su esposa
pertenecía a la familia de Aarón. Ambos eran “agradables a los ojos del Señor y
observaban todos los mandatos y disposiciones de la Ley, con gran fidelidad.”
No tenían hijos y habían llegado ya a una edad en que no podían esperar tenerlos,
cuando un ángel se apareció a Zacarías, en el momento en que éste oficiaba en
el templo y le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu plegaria ha sido escuchada,
e Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, al que pondrás por nombre Juan (...)
Desde el seno de su madre será lleno del Espíritu Santo y. a muchos de los
hijos de Israel convertirá al Señor su Dios.”
San Lucas relata en el primer capítulo de su
Evangelio las circunstancias de la realización de la profecía: la visita de
María a su prima Isabel, la cual, llena también del Espíritu Santo, la saludó
como bendita entre las mujeres; el himno de alabanza de María: “Mi alma
glorifica al Señor”; la curación de Zacarías después del nacimiento de su hijo
para que pudiese exclamar proféticamente: “Bendito sea el Señor, Dios de
Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo.” Esto es todo lo que sabemos
acerca de Zacarías e Isabel. Sin embargo, era opinión común de los Santos
Padres, como Epifanio, Basilio y Cirilo de Alejandría, que San Zacarías había
muerto mártir. Según un escrito apócrifo, fue asesinado en el templo, “entre la
puerta y el altar”, por mandato de Herodes, porque se había negado a decir
dónde estaba su hijo. Como quiera que haya sido, el Martirologio Romano no
menciona el martirio al conmemorar a Zacarías e Isabel el 5 de noviembre, día
en que se celebra su fiesta en Palestina. El nombre de San Zacarías figura en
la conmemoración de los santos en la misa del rito mozárabe.
Como hemos dicho, todo lo
que sabemos sobre Zacarías e Isabel se reduce a lo que nos cuenta San Lucas en
el primer capítulo de su Evangelio. San Pedro Damián opinaba que era vana
curiosidad tratar de informarse de aquellas cosas que los evangelistas no
quisieron decirnos (Tercer sermón sobre el nacimiento de Nuestra Señora).
Quienes no estén de acuerdo con él, pueden ver a Bardenhewer, Biblische
Studien, VI, 87 (1901) y los diversos diccionarios y enciclopedias
bíblicas.
(5 de noviembre)
Es desconcertante observar
que los padres de Galación se llamaban Clitofón y Leucipa, pues ello demuestra
que la leyenda de Galación y Epistema no es roas que una continuación cristiana
de la novela de Tacio. Desgraciadamente, el cardenal Baronio siguió
el ejemplo de la Iglesia de oriente e introdujo sus nombres en el Martirologio
Romano. Por ello no está de más que tratemos brevemente el asunto. Clitofón y
Leucipa, que vivían en Emesa de Siria, sufrían mucho por no haber tenido hijos.
Leucipa prestó amablemente auxilio a un ermitaño cristiano llamado
Onofrio y le ocultó de los perseguidores. En prernio, recibió la gracia de la
fe. Dios respondió a sus oraciones y le permitió que concibiese, con lo cual
Clitofón se convirtió también. Como el hijo ue nació tenía la tez blanca como la leche, le
dieron por nombre Galación v alakteon). Con el tiempo, Galación se convirtió en
un joven muy apuesto y bien dotado. Su padre le casó
con una bella pagana llamada Episterna (“Conocimiento”). Como Clitofón era muy
conocido por sus aventuras amorosas, el continuador de la novela de Tacio hace
de su hijo un héroe de la virginidad escogida por amor a Dios. Después de
contraer matrimonio, Ga-lación dijo a Epistema que quería vivir en estado de
virginidad. La joven, a quien tal cosa pareció sumamente extraña y
desagradable, hizo cuanto pudo por disuadirle. Naturalmente, fracasó en la
empresa. Galación le explicó entonces los misterios de la religión, y Epistema
consintió en recibir el bautismo de sus manos. En seguida, vendieron todos sus
bienes, repartieron el producto entre los pobres y Galación se retiró a la
ermita de Publión, en el desierto del Sinaí, en tanto que Epistema ingresó en
una comunidad de vírgenes consagradas. Tres años después, Galación fue
arrestado y compareció ante el magistrado de Emesa. Cuando Epistema lo supo, se
entregó a las autoridades para sufrir con su esposo. Los guardias le arrancaron
los vestidos para avergonzarla, pero los cincuenta y tres oficiales que se
hallaban presentes quedaron ciegos. Los dos esposos fueron golpeados y
torturados, se les arrancó la lengua, se les cortaron los pies y, finalmente,
murieron decapitados.
Los bolandistas publicaron
en Acta Sanctorum, nov., vol. III, las dos versiones griegas de esta
fábula piadosa. La primera se atribuye a un tal Eutolmio, la segunda, menos
antigua, fue publicada entre las obras que se atribuyen a Simeón Metafrasto. Es
de notar que ninguna de las dos versiones precisa en qué persecución murieron
los héroes, pues no se nombra a Decio ni a Diocleciano. Sin embargo, el
Martirologio Romano nombra a Decio.
(6 de noviembre)
Aunque San Leonardo fue uno de los santos más
populares en el occidente de Europa al fin de la Edad Media, su nombre no
empezó a ser conocido sino hasta el siglo XI, cuando
apareció una biografía suya que carece de valor histórico. Según esa biografía,
Leonardo era hijo de un noble franco, a quien San Remigio había convertido al
cristianismo. Clodoveo I, que era su padrino de bautismo, ofreció a San
Leonardo una sede episcopal, pero éste no quiso aceptarla. En cambio, tomó el
hábito en el monasterio de Micy, cerca de Orléans. Al cabo de algún tiempo,
deseoso de mayor soledad, se retiró a un bosque, en las cercanías de Langres,
donde se construyó una celda. Ahí moraba enteramente solo en la presencia de
Dios, sin otro alimento que las frutas y verduras que cultivaba. Cierto día,
Clodoveo llegó a cazar en aquellos parajes y su esposa empezó a sentir ahí los
primeros dolores de un parto difícil. Pero al fin, la reina dio a luz
felizmente, gracias a las oraciones de San Leonardo, por lo que Clodoveo
prometió regalar a éste todas las tierras que pudiese recorrer en una noche al
paso de su asno. San Leonardo estableció en sus vastos terrenos una comunidad
que, con el tiempo, floreció extraordinariamente. En la antigüedad se llamó a
aquel monasterio la abadía de Noblac, pero hoy recibe el nombre de San
Leonardo. El santo evangelizó las regiones circundantes. Según se dice, murió
ahí a mediados del siglo VI y fue muy venerado por sus
virtudes y milagros.
A partir del siglo XI, la devoción a San Leonardo se popularizó mucho, sobre todo en el
noroeste y el centro de Europa. Su nombre figura en muchos calendarios de
Inglaterra, donde existen varias iglesias dedicadas a él. En el siglo XIII, la fiesta del santo en Worcester era, en cierto sentido, día de
obligación de asistir a la misa y sólo estaba permitida cierta clase de
trabajo, como el de arar la tierra. La iglesia de Noblac se convirtió en un
importante centro de peregrinación. San Leonardo era el patrono de las
parturientas y también de los prisioneros de guerra, porque, según la leyenda,
Clodoveo había prometido poner en libertad a todos los prisioneros que el santo
visitase. Del siglo XIV al XVIII, en una sola población de Baviera, se atribuyeron a la intercesión de
San Leonardo más de 4,000 curaciones. Lo único que queda ahora de ese culto tan
intenso, es cierta devoción popular local y la celebración de la fiesta en
Limoges, Munich y algunos otros sitios.
El artículo sobre San
Leonardo en Acta Sanctorum, nov., vol. ni, es excepcional-mente completo
y serio, pues fue escrito en 1910 por el P. Alberto Poncelet, experto en
Hagiografía merovingia y carolingia. B. Krusch había hecho ya una edición
crítica del texto de la biografía latina, en MGH., Scriptores Merov., vol.
ni; los bolandistas publican también dicho texto y añaden una larga serie de
relatos de los milagros posteriores. Poncelet está de acuerdo con Krusch en que
la biografía fue compuesta hacia e1 año 1025 (ciertamente no antes de 1017) y
que, por sí sola, no basta siquiera para probar que San Leonardo existió
realmente. Según parece, no hay inscripciones, martirologios, calendarios ni
iglesias anteriores al siglo XI en los que figure el nombre del santo. probablemente la devoción a San Leonardo como
patrono de los prisioneros de guerra tomo incremento debido a que Bohemundo de
Antioquía, que había caído prisionero de los musulmanes, fue puesto en libertad en 1103. Consta
históricamente que Bohemundo hizo una peregrinación a Noblac y regaló un
ex-voto en señal de gratitud (cf. Analecta “ollandiana, vol. XXXI, 1912,
pp. 24-44). En 1863, el canónigo Arbellot publicó una biografía en francés;
existen también otras más, que carecen absolutamente de sentido crítico. G.
Kurth discute en Clovis, vol. II pp. 167 y 259-260, los anacronismos de la vida de San Leonardo. Se ha
escrito mucho sobre las prácticas de devoción popular y el folklore relacionado
con San Leonardo; véase, por ejemplo, W. Hay, V’olkstumliche (1932), pp.
264-269. Es curioso notar que el sitio en que se tenía más devoción a este
santo francés era Baviera, según lo demuestra G. Shierghofer en Alt-Bayerns
Umritte und Leonhardifahrten (1913), y Umrittbrauch (1922); véase
también Rudolf Kriss en V”olkskundliches aus alt-bayerischen Gnadenstatten (1930) y a Max
Rumpf en Religiose Volkskunde (1933), p. 166.
(6 de noviembre)
Winnoc fue probablemente inglés. Era todavía joven, cuando visitó con otros
tres compañeros, el monasterio de San Pedro de Sithiu (Saint-Omer), que había
sido fundado poco antes. El fervor de los monjes y la prudencia del abad
impresionaron tanto a los cuatro jóvenes, que tomaron ahí mismo el hábito. El
cronista del monasterio afirma que, al poco tiempo, Winnoc brillaba como la
estrella matutina entre los ciento cincuenta monjes del monasterio.
Heremaro, un hombre que había abrazado poco
antes la fe, pensó que convenía fundar un nuevo monasterio en la remota región
donde habitaban los morinos para instruirlos y darles buen ejemplo y, con esa
intención, regaló a San Bertino algunas tierras en Wormhout, cerca de
Dunquerque. San Bertino envío a sus cuatro monjes ingleses a fundar el nuevo
monasterio. San Winnoc y hermanos trabajaron incansablemente en la
construcción de la iglesia, de Ias celdas y de un hospital para los
enfermos. El sitio se convirtió pronto en un importante centro misional. Se
atribuían muchos milagros a San Winnoc, quien vivía entregado al servicio de
sus hermanos y de sus vecinos paganos. Aun en su ancianidad, solía moler el
grano para los pobres y él mismo accionaba el molino de mano, sin ayuda de
nadie. Algunos, admirados de que el santo tuviese fuerzas para ejecutar ese
trabajo sin descanso, se asomaron por una rendija, y vieron míe el molino daba
vueltas sin que Wrinnoc lo tocase. Naturalmente, consideraron
aquello como un milagro.
San Winnoc murió el 6 de noviembre del año
717, según una tradición que data del siglo XIV. El conde
Balduino IV fundó y dotó en Bergues una
abadía, la entregó a los monjes de Sithiu y la enriqueció con las reliquias de
San Winnoc. Las tierras del monasterio de Wormhout pasaron a poder de esa
abadía. La población se llama actualmente Bergues-Saint-Winnoc.
Aunque San Winnoc está
apenas relacionado con la Gran Bretaña, su nombre figura en casi todos los
calendarios de los siglos X y
XI. (Véanse los
calendarios editados por F. Wormald de la Henry Bradshaw Society, en 1934).
Cosa todavía más sorprendente: el Oíd English Martyrology (c. 850) no sólo
menciona al santo, sino que describe el milagro del molino. En Acta
Sanctorum, nov., vol. III, hay tres biografías latinas de San Winnoc. La
única importante es la primera, escrita tal vez en el siglo VIII, ya que las otras dos se
basan en ella. Dicha biografía ha sido editada también por Levison, en MGH., Scriptores
Merov, vol. v. Véase a Vander Essen en Etude critique sur les saints
méroving, pp. 402 ss.; Flahault, Le cuite de St Winnoc á Wormhout (1903);
y Duine, Memento, p. 64. Según parece, San Winnoc es el titular de Saint
Winnow de Cornwall. En una excelente monografía (1940), el canónigo Doble
expone las razones que le mueven a pensar que San Winnoc era gales, que fundó
la iglesia de Cornwall y que pasó más tarde a Sithiu por la Bretaña.
(6 de noviembre)
San Demetriano nació en el pueblecito de Sika, en Chipre. Su
padre era un sacerdote muy venerado en ese sitio. Se casó muy joven, pero su
esposa murió a los tres meses y Demetriano tomó el hábito en el monasterio de
San Antonio. Pronto se hizo famoso por su piedad y su poder de curación.
Después de su ordenación sacerdotal, fue elegido abad y gobernó el monasterio
con gran prudencia y santidad. Cuando la sede de Khytri (la antigua Citerea;
actualmente Kyrka) quedó vacante, Demetriano fue elegido obispo. El santo tenía
entonces casi cuarenta años y no se sentía atraído por las responsabilidades y
ocupaciones del episcopado. Así pues, huyó a refugiarse con un amigo llamado
Pablo, quien le escondió en una cueva. Pero al poco tiempo, Pablo, lleno de
remordimientos, reveló a las autoridades dónde se hallaba San Demetriano, quien
no tuvo más remedio que aceptar la consagración. Gobernó la sede unos
veinticinco años. Poco antes de su muerte, los sarracenos asolaron la región y
se llevaron como esclavos a muchos cristianos. Se cuenta que San Demetriano
siguió a los invasores e intercedió por los prisioneros. Los sarracenos,
impresionados por la ancianidad y el desinterés del santo, devolvieron la
libertad a los esclavos. San Demetriano es uno de los obispos y santos más
famosos de Chipre.
Existe una biografía griega
de San Demetriano de la que sólo hay un manuscrito, un santo mutilado hacia el
fin. H. Grégoire hizo una edición en Byzantinische Zeitschrift, vol. XVI
(1907), pp. 217-237. Todavía más cuidadosa es la edición hecha por el P. Delehaye
Acta Sanctorum, nov., vol. III. Delehaye opina que la biografía fue
escrita a mediados
del siglo X.
(6 de noviembre)
Barlaam nació en
el seno de una rica familia de Novgorod, Rusia. Su nombre de bautismo era
Alejo. Cuando murieron sus padres, el joven vendió sus propiedades, repartió
entre los pobres la mayor parte del producto y se retiró a un sitio solitario
de las riberas del Volga, llamado Khutyn. La fama de sus virtudes le atrajo,
con el tiempo, a algunos compañeros. El santo los organizó en forma de
comunidad monástica, asumió el gobierno de la abadía y adoptó el nombre de
Barlaam. El abad reconstruyó en piedra la capilla de madera y la dedicó a la
Transfiguración. Los peregrinos y visitantes empezaron a acudir en gran número
al nuevo monasterio. Uno de los más distinguidos fue el duque Yaroslav, quien
se convirtió en bienhechor del monasterio. San Barlaam no vivió mucho tiempo
después de haber fundado la abadía. Murió el 6 de noviembre de 1193, tras haber
tomado las medidas necesarias para que su obra le sobreviviese y haber elegido
al monje Antonio por sucesor suyo. Dios obró numerosos milagros en el sepulcro
de Barlaam, cuyas reliquias fueron entronizadas solemnemente en 1452.
Un monje servio llamado Pacomio escribió la
biografía del santo. En la misa bizantina de Rusia se menciona a San Barlaam
durante la preparación de los objetos sagrados.
Véase Martynov, Annus
ecclesiasticus Graeco-Slavicus; Acta Sanctorum, oct., vol. XI; y cf.
nuestra nota bibliográfica de San Sergio (25 de septiembre).
(6 de noviembre)
Cuando los godos tomaron la ciudad de
Perugia, después de siete años de sitio, el rey Totila condenó al obispo
Herculano a una muerte terrible, ya que los verdugos debían arrancarle tiras de
piel desde la cabeza hasta los pies, antes de decapitarle. El encargado de
ejecutar la tortura fue suficientemente humano para cortarle la cabeza antes de
haberle arrancado toda la piel. El cuerpo del mártir fue arrojado a un foso en
las afueras de la ciudad. Los cristianos se apresuraron a sepultar el cadáver
junto con la cabeza. San Gregorio el Grande afirma que, cuando lo desenterraron
para trasladarlo a la iglesia de San Pedro, cuarenta días después, la cabeza
estaba unida al tronco como si nunca hubiese sido cortada.
Sobre el santo que nos ocupa, se tiene el
dato cierto de que un joven que buscó refugio en Perugia, cuando los godos
tomaron Tifernum (Citta di Castello), recibió ahí la ordenación sacerdotal de
manos de San Herculano. Posteriormente, aquel sacerdote fue el obispo de
Tifernum y fue canonizado como San Florindo, a quien se conmemora el 13 de este
mes. Los habitantes de Perugia veneran también a otro San Herculano obispo de
dicha ciudad. Según se dice, era un sirio que había ido a Roma, de donde fue
enviado a evangelizar Perugia. Ahí murió martirizado. Probablemente los dos
Herculanos se identifican.
Los bolandistas sostienen
que sólo hubo un San Herculano de Perugia; discuten el caso el lo. de marzo y
citan el pasaje de San Gregorio el Grande. También en nov. vol.III p. 322,
hacen una breve alusión a nuestro mártir. El relato del milagro y los frescos
de Bonfigli en el “Palazzo” del Municipio han contribuido a perpetuar la
memoria de San Herculano.
(7 de noviembre)
San Wilibrordo nació
en Nortumbría en 658. Antes de cumplir los siete años, sus padres le enviaron
al monasterio de Ripon, gobernado entonces por San Wilfrido. A los veinte años,
Wilibrordo emigró a Irlanda, donde se reunió con San Egberto y San Wigberto,
quienes habían ido a estudiar en las escuelas conventuales de dicho país, en
busca de una vida monacal más perfecta. Con ellos estudió San Wilibrordo
durante siete años las ciencias sagradas. San Egberto tenía la intención de
trasladarse al norte de Alemania para predicar el Evangelio, pero no pudo
realizar su proyecto. Su compañero, San Wigberto, volvió a Irlanda al cabo de
dos años de evangelizar sin éxito alguno. Entonces, San Wilibrordo, quien tenía
treinta y un años y acababa de recibir la ordenación sacerdotal, pidió a sus
superiores que le enviasen a esa misión tan ardua y peligrosa. Sus superiores
accedieron, y Wilibrordo partió con otros once monjes ingleses, entre los que
se contaba San Wigberto.
El año 690, desembarcaron en la desembocadura
del Rín; de ahí se dirigieron a Utrecht y después a la corte de Pepino de
Heristal, quien los alentó a evangelizar la región de la baja Frieslandia,
situada entre el Mosa y el mar. Pepino había arrebatado esa región al pagano
Radbodo. San Wilibrordo fue antes a Roma, donde se postró a los pies del Papa
San Sergio I y le pidió permiso de evangelizar las naciones idólatras. El
Pontífice le concedió amplia jurisdicción y le dio reliquias para la consagración
de iglesias. San Wilibrordo y sus compañeros predicaron con éxito en la región
de Frieslandia que los francos habían conquistado. San Wilfrido consagró obispo
a San Wigberto en Inglaterra. Tal vez ello molestó a Pepino, porque Wigberto
partió pronto a evangelizar a los boructvaros. Pepino envió entonces a San
Wilibrordo a Roma, con una carta en la que recomendaba al Papa que le
consagrase obispo.
San Sergio le recibió con grandes honores,
sentado en la cátedra de San Pedro, cambió su nombre por el de Clemente y le
ordenó obispo de los frisios en la basílica de Santa Cecilia, el día de la
fiesta de esta santa, en el año 696. San Wilibrordo sólo permaneció en Roma dos
semanas antes de volver a Utrecht, donde fijó su sede y construyó la iglesia
del Salvador. El celo infatigable con que trabajó por la conversión de los
paganos, demostró que con la consagración episcopal había recibido del cielo
una gracia especial para ensanchar el Reino de Dios. Algunos años después de su
consagración, ayudado por pepino y por la abadesa Santa Irmina, fundó en
Luxemburgo la abadía de Echternach, que pronto se convirtió en el centro de su
influencia.
San Wilibrordo misionó también en la
Frieslandia superior, donde todavía reinaba Radbodo y llegó hasta Dinamarca;
pero lo único que consiguió ahí fue comprar a treinta jóvenes daneses, a
quienes instruyó, bautizó y llevó consigo en su viaje de vuelta. Alcuino cuenta
que, en ese viaje, una tempestad desvió al navio hacia la isla de Heligoland,
que los daneses y los frisios consideraban como tierra sagrada. En aquella isla
constituía un sacrilegio matar a los animales, comer los productos de la tierra
y sacar agua de las fuentes, sin observar profundo silencio. Para desengañar a
los habitantes, San Wilibrordo mató algunos animales para dar de comer a sus
acompañantes y bautizó a tres personas en una fuente, pronunciando en voz alta
las palabras rituales. Los idólatras, que creían que San Wilibrordo se iba a
volver loco o iba a caer muerto en el acto, no sabían si atribuir a la clemencia
o a la impotencia de su dios, el hecho de que nada sucediese al santo.
Finalmente, decidieron informar del suceso a Radbodo, quien mandó echar suertes
para elegir a una víctima cuyo sacrificio aplacase al dios. La suerte recayó
sobre un miembro de la comitiva de San Wilibrordo, que fue sacrificado por la
superstición del pueblo y murió mártir de Jesucristo. Después de Heligoland,
San Wilibrordo visitó Walcheren, donde, con su caridad y paciencia, convirtió a
muchos paganos. Cuando derribó y destruyó a un ídolo, uno dé los sacerdotes
paganos le persiguió para darle muerte, pero el santo consiguió escapar y
volvió sano y salvo a Utrecht. El año 714 nació Carlos Martel, hijo de Pepino
el Breve, quien fue más tarde rey de los francos. San Wilibrordo le bautizó y,
según cuenta Alcuino, predijo que su gloria superaría a la de todos sus
predecesores.
El año 715, Radbodo reconquistó la parte de
Frieslandia que había perdido y perjudicó mucho a la obra de San Wilibrordo,
pues destruyó iglesias, mató misioneros y obligó a muchos a apostatar. San
Wilibrordo tuvo que huir, pero Radbodo murió el año 719, y el santo pudo
predicar de nuevo con entera libertad en toda la región. San Bonifacio le ayudó
en ese trabajo, ya que pasó tres años en Frieslandia antes de ir a Alemania.
Beda dice en su historia, escrita hacía el año 731: “Wilibrordo, llamado
también Clemente, vive todavía. Es un anciano venerable, que lleva treinta y
seis años de ser obispo y suspira por el premio celestial, tras haber superado
muchas pruebas espirituales.” El Beato Alcuino e describe como hombre de
estatura regular, de aspecto venerable y elegante, le palabra y carácter llenos
de gracia y alegría, prudente en el consejo, incansable en la predicación y el
ministerio apostólico, atento siempre a no descuidar la oración pública, la
meditación y la lectura espiritual. San Wilibrordo y sus compañeros implantaron
la fe en muchas regiones de Holanda y de los Países vajos, en las que San
Amando y San Lebvino no habían llegado a penetrar, gracias a sus labores, los
frisios, que constituían un pueblo bárbaro y rudo, se civilizaron y progresaron
en la virtud, poco a poco. Con frecuencia se califica al santo de “Apóstol de
Frisia”, título al que tiene perfecto derecho, pero no hay que olvidar que San Wigberto desempeñó también
un papel muy importante en los primeros años de la misión y aun parece haber
sido la cabeza principal por los demás, los frisios, como los otros pueblos, no
se convirtieron con la rapidez que los hagiógrafos
medievales suponen. “Wilibrordo fue para Inglaterra lo que Colomba había sido
para Irlanda, ya que inauguró un siglo de influencia espiritual de Inglaterra
en el continente.” (W. Levison).
San Wilibrordo acostumbraba ir de vez en
cuando a hacer un retiro en. Echternach. Al fin de su vida, se retiró
definitivamente a dicho monasterio donde murió a los ochenta y un años de edad,
el 7 de noviembre de 739. Fue sepultado en la iglesia abacial, que desde
entonces se convirtió en sitio de peregrinación. En dicho santuario se celebra,
el miércoles de Pentecostés, una curiosa ceremonia llamada “la danza de los
santos.” No sabemos qué origen tiene, pero lo cierto es que se ha llevado a
cabo desde 1553 hasta el presente (excepto de 1786 a 1802). Se trata de una
procesión que va desde el puente del Sure hasta el santuario. Los
participantes, en filas de cinco y cogidos de la mano, avanzan bailando al son
de la música; por cada tres pasos que dan hacia adelante dan dos hacia atrás.
En la procesión toman parte sacerdotes, religiosos y aun obispos, y la
ceremonia termina con la bendición del Santísimo. Cualesquiera que sean sus
orígenes, el hecho es que la procesión reviste actualmente un carácter
penitencial y tiene por fin rogar por los epilépticos y por todos los que
sufren enfermedades mentales. La fiesta de San Wilibrordo se celebra en la
diócesis inglesa de Hexham y en Holanda.
El artículo del P. Poncelet
en Acta Sanctorum, nov., vol. ni, merece toda alabanza no sólo por su
claridad, sino también por el conocimiento magistral que posee el autor sobre
todo el período. El P. Poncelet habla de las alabanzas que tributaron a San
Wilibrordo sus contemporáneos (Beda, San Bonifacio, etc.) y publica
íntegramente el texto de Alcuino, revisado críticamente, así como la biografía
de Teofrido, abad de Echternach, aunque esta última añade apenas nada a las
otras fuentes históricas. Es de notar que en el Manuscrito Epternach del
Hieronymianum (MS París Latin 10837) hay otro calendario que contiene
una nota escrita por el propio San Wilibrordo el año 728, en la que afirma que
él, Clemente, cruzó el mar el año 690 y fue consagrado obispo por el Papa
Sergio, en Roma, el año 696. Véase sobre éste y otros detalles el Calendar
of St. Willibrord, editado por H. A. Wilson en la Henry Bradshaw Society
(1918). Se encontraran también excelentes artículos sobre el santo en DNB y
DCB. Acerca de “la danza de los santos”, de Echternach, cf. John Morris, en The
Month, dic. de 1892, pp. 495-513; y Krier, Die Springprozession in
Echternach (1870). Una biografía inglesa de San Wilibrordo, que había sido
escrita con miras a publicarla en la colección anglicana de J. H. Newman (¿por
T. Meyrick?), fue publicada sin nombre de autor en 1877. W. Levison ha
publicado también los principales textos relacionados con el santo. Sus
conclusiones coinciden casi siempre con las del P. Poncelet, particularmente
por lo que se refiere a la genuinidad del llamado “testamento” de San
Wilibrordo. En 1934 Levison incluyó en la continuación de MGH., Scriptores, vol.
xxx (pp. 1368-1371) una colección de milagros atribuidos al santo. En la
iglesia de Santa Gertrudis de Utrecht se descubrieron ciertas presuntas
reliquias de San Wilibrordo; W. J. A. Visser las describió; acerca de esto
véase Analecta Bollandiana, vol. III (1934), pp. 436-437. Cf. también G. H.
Verbist, St. Willibrord, apotre des Pays-Bas (1939): y W. Levison, England
and the Continent... (1946), sobre todo pp. 53-69. C. H. Talbot tradujo,
en Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954), la biografía escrita por
Alcuino.
(8 de noviembre)
En el
Martirologio Romano se lee en la fecha de
hoy: “En Roma, a cinco kilómetros de la ciudad sobre la Vía Lavicana, el
martirio de los santos Claudio, Nicóstrato, Sinforiano, Castorio y Simplicio.
Primero estuvieron en la prisión, después fueron horriblemente flagelados con
látigos armados con trozos de plomo; finalmente, como nada consiguiese hacerlos
apostatar, fueron ahogados en el río por orden de Diocleciano. Igualmente, en
la Vía Lavicana el nacimiento para el cielo de los cuatro santos coronados.
Estos hermanos, que se llamaban Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino,
fueron golpeados con látigos emplomados hasta que murieron, en el reinado del
mismo emperador. Como sus nombres eran entonces desconocidos (aunque después se
supieron por divina revelación), se decidió celebrarlos juntos con el título de
los Cuatro Santos Coronados, y así se ha seguido haciendo en la Iglesia, aun
después de la revelación de sus nombres.”
Estos dos pasajes, así como las actas en que
se basan, crean un problema que no ha llegado todavía a resolverse con certeza.
Los nombres de Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, que el Martirologio
Romano y el Breviario afirman fueron revelados, están en realidad tomados del
martirologio de la diócesis de Albano, donde se celebra la fiesta de los Santos
Coronados el 8 de agosto. Por otra parte, en otros documentos se llama a estos
santos Claudio, Nicóstrato, Sinforiano y Castorio. Ahora bien, estos cuatro
santos, junto con San Simplicio, fueron martirizados en Panonia, durante el
reinado de Diocleciano, y no en Roma como afirma el Martirologio Romano.
Existen dos versiones diferentes de la
leyenda: las “actas” romanas, que son vagas y de carácter convencional, y las “actas
de Panonia”, vividas, interesantes y anteriores a las otras. En estas últimas,
como lo hace notar el P-Delehaye, hay una magnífica descripción de las bodegas
y talleres imperiales Sirmium (Mitrovic, en
Yugoslavia) y Diocleciano aparece no como el monstruo de crueldad del que
estamos acostumbrados a oir hablar, sino como un emperador de carácter bastante
inestable, pero poseído de una verdadera pasión de construir. Las esculturas y
bajo relieves en madera labrados por los cristianos Claudio, Nicóstrato,
Sinforiano, Castorio y Simplicio, llamaron tanto la atención del emperador
(Simplicio se había convertido al cristianismo, pues creía que la habilidad de
sus compañeros de oficio procedía de su religión), que les encomendó cierto
número de obras. Los escultores hicieron lo que les había pedido, excepto una
estatua de Esculapio, pues eran cristianos (Hay que notar que su cristianismo
no les impidió esculpir una estatua del dios sol). El emperador se limitó a
confiar la estatua de Esculapio a otro escultor, diciendo: “Ya es bastante que
su religión les permita esculpir obras tan bellas.”
Pero la opinión pública empezó a clamar
contra Claudio y sus compañeros, quienes fueron finalmente encarcelados por
haberse negado a ofrecer sacrificios a los dioses. Sin embargo, Diocleciano y el
carcelero Lampadio los trataron bien al principio. Pero Lampadio murió
súbitamente y, como sus parientes echasen la culpa a los cinco cristianos, el
emperador tuvo al fin que condenarlos a muerte. Así pues, se los encerró en
cajas de plomo que fueron arrojadas al río. Tres semanas más tarde, un tal
Nicodemo recuperó los cuerpos.
Un año después Diocleciano construyó en Roma,
en las termas de Trajano un templo dedicado a Esculapio y ordenó que todos los
soldados ofreciesen sacrificios al dios. Cuatro cormculari se rehusaron
a ello, por lo cual fueron flagelados con látigos armados con puntas de plomo,
hasta que murieron. Sus cadáveres fueron arrojados a la fosa común. San
Sebastián* y el Papa Milcíades los recuperaron; más tarde, como los nombres de
los mártires hubiesen caído en el olvido, ordenaron que se los conmemorase con
los nombres de Claudio, Nicóstrato, Sinforiano y Castorio.
En el Monte Celio, de Roma, se construyó una
basílica en honor de los Cuatro Santos Coronados, probablemente durante la
primera mitad del siglo V. Dicha basílica llegó a ser y es
aún, la iglesia titular de uno de los cardenales. Ciertos indicios parecen
indicar que los santos a los que la basílica estaba dedicada eran, en realidad,
los mártires de Panonia, aunque ignoramos por qué se suprimió el nombre de
Simplicio, y que sus reliquias fueron posteriormente trasladadas a Roma.
Ciertos autores opinan que, al cabo de algún tiempo, se supo la verdadera
historia de los mártires; entonces algún hagiógrafo, para explicar por qué eran
cuatro y no cinco, inventó la leyenda arriba citada, según la cual, los Cuatro
Coronados eran romanos y no originarios de Panonia y eran soldados y no
escultores. A este propósito, el P. Delehaye comenta que tal invención es “el
oprobio de la hagiografía.”
Es muy natural que los gremios de la Edad
Media hayan profesado gran devoción a los Cuatro Coronados, que habían sido escultores.
En el Museo Británico (MS. Royal XVII.A.i) se conserva un poema en el
que se fijan las reglas de un gremio medieval. Tiene una sección titulada Ars
quatuor corona-torum, que comienza así:
“Oremos ahora al Dios Todopoderoso
y a María, su santa Madre.”
* Los
nombres de Claudio, Nicóstrato, Sinforiano y Castorio, a los que se añade el e
Victorino, ocurren también en la leyenda de San Sebastián. Fueron convertidos
por el sacerdote San Policarpo. El Martirologio Romano los menciona el 7 de
julio.
En seguida narra brevemente la leyenda “de
estos cuatro mártires, a los que se honra mucho en este oficio.” Quienes deseen
saber más detalles encontrarán
“En la leyenda de los santos (i.e el libro Legenda Sanctorum)
los nombres de los cuatro coronados.
Su fiesta se ha de celebrar sin falta
ocho días después de Todos Santos.”
Los
albañiles ingleses conservan en cierto modo esta tradición. En Inglaterra la
revista más seria sobre la construcción tiene el nombre de Ars Quatuor
Coronalorum. Beda cuenta que cerca del año 620 se construyó en Canterbury
una iglesia dedicada a los Cuatro Santos Coronados.
Estaría fuera de lugar
discutir aquí detalladamente los problemas arriba mencionados. En Acta
Sanctorum, nov., vol. III, el P. Delehaye escribió en 1910 un artículo de
treinta y seis páginas in-folio; en él editó el texto de las actas de
Panonia, escritas probablemente por un tal Porfirio, así como una recensión
del siglo X, escrita por un
tal Pedro de Ñapóles. La Depositio Martyrum del siglo IV, confirmada por el
Sacramentado Leonino y otros, no deja duda alguna de que en Roma se tributaba
culto a estos máritres desde antiguo. Delehaye se inclina absolutamente por la
opinión de que el único grupo de mártires que existió realmente fue el de los
de Panonia, cuyas reliquias fueron transladadas a Roma y enterradas en la
catacumba de la Vía Lavicana (cf. Analecta Bollandiana, vol. XXXII,
1913, pp. 63-71; Les passions des martyrs ..., 1921, pp. 328-344; Elude
sur le légendier romain, 1936, pp. 65-73; y CMH., pp. 590-591). Pero otros
autores proponen teorías diferentes: Mons. Duchesne, en Mélanges d’archéologie
et d’histoire, vol. XXXI, 1911, pp. 231-246; P. Franchi de Cavalieri, en Studi
e Testi, vol. XXIV, 1912, pp. 57-66; y J. P. Kirsch, en Historisches
Jahrbuch, vol. XXXVIII, 1917, pp. 72-97.
(8 de noviembre)
Willehaldo era
originario de Nortumbría, en Inglaterra. Probablemente se educó en York, pues
fue amigo de Alcuino. Después de su ordenación, las conquistas espirituales que
muchos de sus paisanos habían hecho para Cristo (como San Wilibrordo en
Frieslandia y San Bonifacio en Alemania), le encendieron en deseos de ir a
predicar al verdadero Dios en alguna de esas naciones bárbaras. Hacia el año
766, desembarcó en Frieslandia y empezó a predicar en Dokkum, cerca del sitio en que San Bonifacio y sus compañeros
habían recibido la corona del martirio el año 754. (El Martirologio Romano
afirma, erróneamente, que Willehaldo fue discípulo de San Bonifacio). Después
de bautizar a algunos conversos, el santo se internó hacia la región de
Overyssep, sin dejar de predicar por el camino. En Humsterland, Willehaldo y sus
compañeros estuvieron a punto de perecer, ya que los habitantes echaron suertes para decidir si
debían exterminarlos Pero Dios dispuso que la suerte los favoreciese. En vista
de ese incidente, San Willehaldo juzgó más prudente volver a Drenthe y trabajar
en los alrededores de Utrecht, cuyos habitantes eran menos hostiles. A pesar de
la obra llevada a cabo por San Wilibrordo y sus sucesores, quedaban todavía
muchos paganos por convertir. Desgraciadamente, el celo indiscreto de algunos
misioneros hizo más mal que bien. En efecto, ciertos compañeros de Willehaldo
demolieron los templos de los paganos, quienes se enfurecieron tanto, que
decidieron darles muerte. Uno de ellos descargó con tal fuerza su espada sobre
el cuello del santo, que su cabeza habría ido a dar muy lejos, a no ser porque
el acero pegó contra un grueso cordón del que llevaba siempre colgado un
relicario, lo que le salvó la vida, según dice su biógrafo. Este incidente se
parece sospechosamente al que se cuenta de San Wilibrordo en la isla de Walcheren.
Habiendo tenido tan poco éxito entre los
frisios, San Willehaldo se trasladó a la corte de Carlomagno, quien el año 780,
le envió a evangelizar a los sajones, a los que acababa de someter. El santo se
dirigió a los alrededores de la actual Bremen y fue el primer misionero que
cruzó el Weser. Algunos de sus compañeros llegaron hasta más allá del Elba.
Durante algún tiempo, todo iba perfectamente, pero el año 782, Los sajones se
rebelaron contra los francos y mataron a todos los misioneros que cayeron en
sus manos. San Wilehaldo huyó por mar a Frieslandia. Poco después, aprovechó
una oportunidad para trasladarse a Roma a informar al Papa Adriano I acerca del
estado de su misión. Después pasó dos años en el monasterio de Echternach, que
San Wilibrordo había fundado. Ahí reunió a sus compañeros de misión, a los que
la guerra había dispersado, e hizo una copia de las Epístolas de San Pablo.
Carlomagno ahogó en sangre la rebelión de los
sajones. Willehaldo regresó entonces a la región que se extiende entre el Weser
y el Elba, donde fundó numerosas iglesias. El año 787, Carlomagno le nombró
obispo de los sajones. El santo fijó su residencia en Bremen. Según parece,
dicha ciudad se fundó por aquella época. El celo de San Willehaldo en la
predicación era ilimitado. El 19 de noviembre de 789 consagró su
catedral, construida de madera, en honor de San Pedro. Algunos días más tarde,
cayó gravemente enfermo. Uno de sus discípulos le dijo llorando: “No abandonéis
vuestro rebaño a la furia de los lobos.” El respondió: “¿Cómo podéis impedirme
que vaya a Dios? Dejo a mis ovejas en las manos de Aquél que me las
confió, cuya misericordia es capaz de protegerlas.” Su sucesor le sepultó en la
nueva iglesia de piedra construida en Bremen. San Willehaldo fue el último de
los grandes misioneros ingleses del siglo VIII.
Casi todos los datos que
poseemos sobre San Willehaldo provienen de una biografía latina escrita hacia
el año 856 por un clérigo de Bremen. Antiguamente, se atribuía esa biografia a San
Anscario; actualmente se ha abandonado esa teoría, aunque parece que San Anscario escribió la relación de los
milagros que acompaña a la biografía. El mejor texto de ambos documentos es el que
publicó A. de Poncelet en Acta Sanctorum, nov.,
(9 de noviembre)
Un antiguo panegírico,
que se atribuye a San Gregorio de Nissa, pronunciado el día de la fiesta de San
Teodoro, comienza agradeciendo a su intercesión el haber preservado al Ponto de
las incursiones de los escitas, quienes habían asolado a todas las provincias
circundantes. El panegirista implora la protección del santo, diciendo: “Como
soldado, defiéndenos; como mártir, habla por nosotros y alcánzanos la paz. Si
necesitamos de otros intercesores, reúne a tus hermanos en el martirio y ruega
con ellos por nosotros. Mueve a Pedro y a Pablo y a Juan, a mostrar su
solicitud por las iglesias que ellos fundaron. Que no brote herejía alguna y
que la cristiandad se convierta en un campo fecundo, gracias a tu intercesión y
a la de tus compañeros.” El panegirista afirma que la intercesión del mártir
arrojaba a los demonios y curaba a los enfermos. Los peregrinos solían acudir
al santuario para admirar los frescos de la vida del santo que había en él;
después se acercaban al sepulcro, cuyo contacto consideraban como una fuente de
bendiciones y recogían un poco del polvo de aquel sitio para conservarlo como
un tesoro. Cuando se les permitía tocar las reliquias, se las aplicaban con
gran reverencia a los ojos, a la boca y a las orejas. “Hablan al santo como si
estuviese presente y elevan sus oraciones a aquél que está junto a Dios y,
puede obtener todas las gracias que quiera.” El panegirista pasa después a
referir la vida y el martirio de San Teodoro.
Este mártir, cuyo santuario era un gran
centro de devoción en Eucaíta, se alistó cuando era joven en el ejército
romano. Entonces se le dio el sobrenombre de “Tiro” (el recluta), probablemente
porque pertenecía a la Cohors tironum. Según la leyenda más antigua, la
legión de Teodoro fue enviada a los cuarteles de invierno del Ponto. Hallándose
en Amasea, el santo se negó a participar en los ritos idólatras de sus
compañeros. Fue entonces conducido ante el gobernador de la provincia y el
tribuno de su legión, quienes le preguntaron cómo se atrevía a profesar una
religión que los emperadores habían condenado bajo pena de muerte. El replicó
valientemente: “No conozco a vuestros dioses. Jesucristo, Hijo unigénito de
Dios, es mi único Dios. Si mis palabras os ofenden, cortadme la lengua. Todo mi
cuerpo está pronto a ofrecerse en sacrificio, si Dios lo quiere así.” Por el
momento le pusieron en libertad, pero Teodoro, que quería a toda costa probar a
los jueces que su resolución era inflexible, incendió un templo pagano. Cuando
compareció por segunda vez ante el gobernador y su ayudante, profesó
la fe antes de que tuviesen tiempo de preguntarle algo. Los jueces trataron de
doblegarle con amenazas y promesas, pero no se dejó convencer. Así pues, fue
brutalmente flagelado y sometido a toda clase de torturas, en medio de las
cuales conservó su serenidad, finalmente, los jueces le remitieron a la
prisión, donde los ángeles entraron a consolarle por la noche.
Después de otro interrogatorio, los jueces le condenaron a perecer quemado vivo. Una
dama, llamada Eusebia, recogió sus cenizas y las sepultó en Eucaíta.
Esta leyenda no merece crédito alguno, pero
se refiere ciertamente a un mártir real, aunque no sabemos si era o no soldado.
Con el tiempo, las “actas” de su martirio se enriquecieron con detalles
fantásticos, y Teodoro llegó a ser uno de los más famosos “santos soldados”,
incluido entre los “Grandes Mártires” de oriente. La leyenda acabó por ser tan
complicada y contradictoria que, para explicar los hechos, hubo que inventar la
existencia de otro soldado del mismo nombre: San Teodoro de Heraclea (7 de
febrero). La popularidad de San Teodoro Tiro era tan grande, que treinta y ocho
de los famosos ventanales del coro de la catedral de Chartres, que datan del
siglo XIII, representan escenas de su vida.
A él está también dedicada la iglesia de San Teodoro (“Toto”) situada al pie
del Palatino. El 17 de febrero del año 971 (día de al fiesta del santo en el
oriente), el emperador Juan Zimiskes ganó una importante batalla contra los
rusos, en Doristolon y atribuyó su victoria al hecho de que el santo había
capitaneado sus huestes; a raíz de ese triunfo, el emperador reconstruyó la
iglesia de San Teodoro en Eucaíta y dio a la ciudad el nombre de Teodorópolis.
En el oriente se venera todavía mucho a San Teodoro, y su nombre figura en la “preparación”
de la liturgia bizantina, junto con el de otros dos santos guerreros: San Jorge
y San Demetrio.
El P. Delehaye estudió a
fondo el caso de San Teodoro. En su obra, Les légendes grecques des saints
militaires, editó cinco versiones diferentes del martirio y los milagros
del santo y las discutió ampliamente. La alusión más antigua al culto del santo
se halla en el sermón que se atribuye a San Gregorio de Nissa. Aunque no se
puede afirmar con absoluta certeza que San Gregorio haya sido el autor, el
panegírico es ciertamente muy antiguo. Puede verse en Migne, PG., vol. XIII, pp. 736-738; también se
encuentra en Acta Sanctorum, nov. vol. IV, donde Delehaye estudia otra
vez muy a fondo las leyendas de Teodoro el recluta y Teodoro el general; también
edita ahí muchas versiones de las acias, unas en griego y otras en latín, para
ilustrar la forma en que las leyendas se fueron diversificando y multiplicando.
Véase nuestro artículo sobre Teodoro el general, el 7 de febrero. Mons. Wilpert
sostiene que en el mosaico de la iglesia de San Teodoro en Roma, están
representados, por separado, el general y el recluta, pero no todos los autores
están de acuerdo con tal identificación. Véase sobre este punto Analecta
Bollan-diana, vol. xlii (1925), p. 389; sobre los milagros de San Teodoro, cf. ibid., pp.
41-45. En Anatolian Studies presented to Sir. W. M. Ramsay (1923), hay
otro estudio del P. Delehaye sobre Eucháita et St Théodore (pp.
129-134). Künstle (Ikonographie, vol. II, PP-551-552), estudia la figura
de San Teodoro en el arte, pero los estudios de los mosaicos orientales,
llevados a cabo por Diehl, Bréhier, de Jerphanion y otros expertos, son todavía
más importantes.
(9 de noviembre)
Dice el Martirologio
Romano: “En Ñapóles de Campania, San Agripino, obispo, célebre por sus milagros.”
En el siglo IX, el autor de la Gesta episcoporum neapolitanorum nos da la sucesión de los obispos de Ñapóles, haciendo breves elogios de cada uno en términos vagos. El de Agripino, sexto de la lista, más cálido que el de los otros, nos revela la popularidad del santo: “Agripino, obispo, patriota, defensor de la ciudad, no cesa de rogar a Dios por nosotros, sus servidores. Acrecentó el rebaño de los que creen en el Señor y los reunió en el seno de la Santa Madre Iglesia. Por esto mereció oír las palabras: Bien está siervo bueno, puesto que has sido fiel en las cosas pequeñas, te constituiré sobre las grandes; entra en el o de tu Señor. Sus restos fueron transportados finalmente a la Estefanía, en donde reposan con honor.”
Agripino vivió a fines del siglo III. No se puede precisar nada, ni dar e1 más mínimo detalle sobre su
actividad. La traslación a la que hace mención el autor de la Gesta, la
efectuó el obispo Juan, que gobernó la sede durante siete años. Sus reliquias, que
estaban en un oratorio de las catacumbas de San Genaro, fueron llevadas a la
Estefanía, iglesia construida al fin del siglo V. En 1744, el cardenal José Spinelli,
deseando identificar las reliquias de su catedral, encontró una urna de mármol con
esta inscripción: “Reliquias dudosas que se piensa sean del cuerpo de San (divus) Agripino.”
Durante los siglos IX y X, muchos autores consignaron el
relato de los milagros obtenidos por la intercesión de San Agripino, quien en
la actualidad es casi tan famoso como San Genaro.
Ver Hagiographia latina, nn.
174-177; Acta Sanctorum, 9 de noviembre, vol. IV, pp. 118-128; B. Capasso,
Monumenta ad Neapolitani ducatus historiam pertinentia, vol. I, pp. 239
322-329; Mazochius, De sanctorum Neapolitanae Ecclesiae episcoporum cultu, vol.
I, Ñapóles, 1753, pp. 38-40; H. Achelis, Die Katakomben von N capel, Leipzig,
1936, pp 5-6, 28-29; H. Delehaye, Hagiographie napolitaine, en Analecta
Bollandiana, vol. LVIII, 1939, pp. 30-140; F. Lanzoni, Le diócesi a” Italia, p.
225.
(9 de noviembre)
Se cuenta que
San Patricio, en el curso de su viaje de la localidad irlandesa de Saúl a la de
Tara, se detuvo algunos días en la casa de un reyezuelo llamado Secnan, en Meath,
y le convirtió con toda su familia. Las enseñanzas del santo impresionaron
particularmente a Benigno, el hijo de Secnan. Se cuenta que el niño iba a dejar
flores sobre el lecho de San Patricio cuando éste dormía. En el momento en que
San Patricio se disponía a partir de Meath, Benigno se echó a sus pies y le
rogó que le llevase consigo; así lo hizo el santo, y Benigno llegó a ser su
discípulo más querido y su sucesor. San Benigno se distinguió por su bondad y
buen carácter y por su habilidad en el canto; por eso, el pueblo le llamaba “el
salmista de Patricio.” A él se atribuye la evangeliza-tión de Clare y Kerry, de
donde pasó más tarde a Connaught. Se cuenta también que San Patricio fundó una
iglesia en Drumlease. en la diócesis de Kil-more, cuyo cuidado confió a San
Benigno, quien la gobernó durante veinte años. Parece cierto que San Benigno
era la mano derecha de San Patricio; juntos compusieron el código de leyes
conocido con el nombre de Senchus Mor, y, después de la muerte de éste
su discípulo se convirtió en el principal obispo de Irlanda.
Guillermo de Malmesbury cuenta que San Benigno
renunció a su cargo e1 año 460 y se trasladó a
Glastonbury, donde se reunió con San Patricio, u maestro le envió a vivir en una ermita y le
ordenó que construyese su celda en el sitio en que su báculo
floreciese. El milagro tuvo lugar en un sitio pantanoso, llamado Feringmere,
donde murió y fue sepultado San Benigno. En 1901, sus reliquias fueron trasladadas
a la abadía de Glastonbury. Evidentemente que se trasladaron los restos de un
ser humano en esa ocasión, pero carece de valor histórico la leyenda que
relaciona a San Patricio y San Benigno con Glastonbury.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. IV, pp. 145-188, el P. Paul Grosjean hizo el prirner intento
serio por escribir una biografía real de San Benigno. Dicho autor publicó la
bio-grafía irlandesa hasta entonces inédita, cuyo único manuscrito, copiado por
Miguel O”Qery se halla en Bruselas. Se trata más bien de un panegírico que de
una biografía; ciertos párrafos están escritos en verso y el contenido se
reduce prácticamente a una serie Je extravagantes milagros. Como se
ve, la obra no es muy informativa. Los detalles de la vida de San Benigno
se encuentran dispersos en los documentos sobre San Patricio, publicados en colecciones
como The Tripartite Life (Rolls Series). Lo que Guillermo de Malmesbury
y Juan de Tynemouth cuentan sobre San Benigno es de poco valor, ya que se basan
principalmente en las leyendas de Glastonbury; el deán Armitage Robinson ha
demostrado cuan poco valor tienen estas últimas, en Two Glastonbury Legends.
Acerca de The Book of Rights, que se atribuye a San Benigno, véase
Eoin MacNeill, Celtic Ireland, pp. 73-95. Acerca del Senchus Mor, cf.
Haddan y Stubbs, Councils, vol. II, pp. 339 ss.; y Bury, Life
of St Patrick, pp. 355-357. Es curioso que el Félire de Oengus no
mencione a San Benigno. Véase al P. Grosjean, An Early Fragment on St
Patrick... in the Life of St Benen, en Seanchas Ardmhacha, vol.
I, n. 1 (Armagh,
1954), pp. 31-44.
(9 de noviembre)
El obispo San
Fermín murió cuando Clodoveo tenía sitiada su ciudad episcopal y se cuenta que,
después de tomar Verdún, el monarca nombró obispo al anciano San Euspicio. Pero
éste, que quería ser monje, se negó a aceptar el cargo y propuso a su sobrino
Vitón, quien fue elegido en su lugar. El episcopado de San Vitón duró más de
veinticinco años. Se cuenta que convirtió a los paganos que quedaban en su
diócesis. Sin embargo, los datos que poseemos sobre la vida del santo son
legendarios. Por ejemplo, se dice que acabó con un dragón ahogándolo en el
Mosa. Actualmente, se recuerda sobre todo a San Vitón, por la importante
comunidad de benedictinos que lleva su nombre. En efecto, se dice que el santo
fundó fuera de las murallas de Verdún un seminario. El año 952, los edificios
pasaron a manos de los benedictinos, quienes consagraron la iglesia abacial a
San Vitón (Saint-Vanne). En 1600, el prior de la abadía, Dom Didier de la Cour,
llevó a cabo una profunda reforma, a raíz de la cual las abadías de Saint-Vanne
y de Moyenmoutier, se convirtieron en el centro de un grupo de abadías
reformadas en Lorena, Champagne y Bor-goña, que constituyeron la nueva
congregació.n de San Vitón y San Hidulfo, en 1604. Catorce años más tarde, los
monasterios franceses se separaron para formar la congregación de San Mauro.
Ambas congregaciones fueron suprimidas durante la Revolución, pero en 1837,
resucitaron para formar con Cluny la congregación de Solesmes. La fiesta de San
Vitón se celebra en las abadías de dicha congregación y en Verdún.
Existe el manuscrito de una
biografía latina todavía inédita, de la que Mabillon habla en Acta Sanctorum
O.S.B., vol. VI, pte. 1, pp. 496-500. Como dicha biografía data de cinco
siglos después de la muerte de San Vitón, Mabillon juzgó que no valía la pena
publicarla, aunque editó una corta colección de milagros obrados en el
santuario del santo. Surio publicó un compendio de la biografía. Véase también
Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. III, p. 70. Acerca de Moyenmoutier y
la reforma, cb. Gallia Christiana, vol. XIII, pp. 1165 ss.; y L. Jérome,
L”Abbaye de Moyenmoutier (1902).
(10 de noviembre)
El martirologio Romano
menciona hoy la muerte de Santa Teoctiste en la isla de Paros. Sin embargo, los
bolandistas opinan que se trata de una pura fábula, de una imitación de la
historia de los últimos años de Santa María Egipcíaca, de una “novela piadosa
escrita por algún ocioso para alimentar el apetito religioso de la gente
sencilla.” Según esa leyenda, el año 902, un tal Nicetas partió en la
expedición capitaneada por el almirante Himerio contra los árabes de Creta. Ahí
fue a visitar las ruinas de la iglesia de Nuestra Señora de Paros y conoció a
un anciano sacerdote que había vivido como ermitaño en la isla durante treinta
años. El ermitaño habló a Nicetas de la crueldad de los árabes y le refirió lo
que un hombre llamado Simón le había contado algunos años antes, acerca de
Teoctiste. Simón había ido con algunos amigos a cazar a Paros. Cuando se habían
adentrado en la isla, oyeron una voz que les decía: “No os acerquéis más. Soy
una mujer y sentiría vergüenza de que me vieseis, pues, estoy desnuda.” Los
asombrados cazadores arrojaron una capa en dirección al arbusto de donde
procedía la voz y a poco vieron salir a una mujer. Esta les contó que se
llamaba Teoctiste y que había vivido en Lesbos, con su familia. Los árabes la
habían raptado y llevado a Paros, donde había conseguido escapar y ocultarse en
el bosque hasta la partida de sus captores. Esto había acontecido treinta años
antes. Desde entonces, Teoctiste había vivido como anacoreta, alimentándose de
plantas y frutos. Los vestidos se le habían ido cayendo en pedazos. Hasta
entonces, no había podido asistir a la misa ni recibir la Eucaristía, de suerte
que rogó a Simón que regresara a traerle la comunión. Al año
siguiente, Simón y sus compañeros le llevaron la comunión en una píxide.
Teoctiste la recibió rezando el Nunc dimittis. Poco después, los
cazadores volvieron a despedirse de ella y la encontraron agonizante. Antes de
darle sepultura, Simón le cortó una mano para llevársela corno reliquia. Pero,
cuando se embarcó, la nave no pudo alejarse de la costa hasta que Simón
restituyó la mano, que se soldó milagrosamente al brazo. Cuando los compañeros
de Simón acudieron a presenciar esa maravilla, el cadáver había desaparecido.
Antiguamente, se creía que el hombre que
había oído esta leyenda de labios del ermitaño, era Simeón Metafrasto, el gran
compilador bizantino de leyendas hagiográficas, porque la fábula de Teoctiste
forma parte de su colección. Pero en realidad, Simeón se limitó a copiarla tal
como la había escrito Nicetas; lo único que añadió fue un prefacio de tono
edificante, en el que no aclara suficientemente si los hechos,
narrados en primera persona, se referían a él. Simeón Metafrasto, cuyo nombre
figura en los “menaia” griegos el 28 de este mes, vivió unos cincuenta años
después de la expedición de Himerio.
En Acta Sanctorum, nov.,
vol. IV (9 de nov.), Delehaye estudia muy a fondo la cuestión, edita el
original griego de Nicetas tomándolo de diversos manuscritos, y hace notar las
variantes del texto de Metafrasto. Véase también Legends of the Saints, p.
88.
(10 de noviembre)
Los nombres de
estos tres santos figuran juntos en el Martirologio Romano, porque las
presuntas reliquias de los tres se conservan en la iglesia del hospital del
Espíritu Santo de Roma. Se dice que Trifón era frigio y que de niño, pastoreaba
una parvada de gansos. Sobre Respicio no sabemos nada. La primera vez que su
nombre aparece unido al de Trifón, es en una “pasión” del siglo XI, que un monje de Fleury copió de otras más antiguas. Se trata de una
novela histórica sobre la ejecución de unos mártires que murieron en Nicea
durante la persecución de Decio, según se dice. Una versión afirma que Santa
Ninfa era una doncella palermitana que huyó a Italia y fue martirizada en
Porto, en el siglo IV. Otra versión refiere que, cuando
los godos volvieron a Sicilia en el siglo VI, Ninfa huyó
de Palermo a Toscana, donde sirvió santamente a Dios y murió apaciblemente en
Savona.
Aunque Ruinart incluyó las actas
de Trifón y Respicio en su Acta Sincera, Delehaye afirma en Acta
Sanctorum, nov., vol. IV, que todas las versiones del relato de la vida, el
martirio y los milagros de estos santos son muy poco satisfactorias. Harnack, Chronologie
der altchristlichen Litteratur, vol. II, p. 470 opina como Delehaye, quien publicó en su
artículo los principales textos griegos y latinos. Trifón era un santo muy
popular en la Iglesia griega, que celebra su fiesta el 15 de febrero. Véase P.
Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, vol. XIX, pp. 45-74; y Arnauld
en Echos d”Orient, 1900, pp. 201-205.
(10 de noviembre)
Cuando nació San
Aedo, hijo de Brecc de Hy Neill, acontecieron muchos sucesos maravillosos y un
extranjero predijo que sería grande a los ojos de Dios. Como el padre de Aedo
le destinaba al estado laico, no le envió a la escuela, sino que le puso a
trabajar en sus tierras. Un día, San Brendano de Birr y San Canicio ayudaron al
joven a buscar una piara de cerdos que se había extraviado. Cuando murió Brecc,
los hermanos de Aedo le privaron de su patrimonio. El joven, para obligarlos a
que le entregasen sus bienes, se robó a una doncella de la casa y huyó con ella
a Rathlihen de Offaly. Pero el obispo local, San Ilatan, le instó para que
renunciase a su herencia y dejase partir a la doncella. Así lo hizo Aedo, quien
se quedó con el obispo. Algún tiempo después, San Ilatan tuvo una visión
mientras su discípulo araba el campo y, a raíz de ella, le envió a fundar un monasterio en su región de origen. Se
dice que la principal de las fundaciones de San Aedo fue Cilláir, en Westmeath,
pero su influencia se dejó sentir en sitios bastante alejados de
ahí.
Se cuentan muchos milagros de San Aedo.
Algunos son muy extravagantes. Por ejemplo, se dice que poseía el don de curar
a los enfermos, que en varias ocasiones fue arrebatado por el aire (aun con su
carro), que transformó el agua en vino y que resucitó a tres personas que
habían sido degolladas por unos bandoleros. También se cuenta que Santa Brígida
(o un hombre) fue a él a pedirle que la curase de un dolor crónico de cabeza y
que el santo consiguió que Dios le pasase el dolor a él. De San Aedo, como de
San Odón de Cluny, se refiere que, en una ocasión, vio a una joven lavarse la
cabeza después de las vísperas del sábado (es decir cuando ya había comenzado
el descanso dominical); el santo ordenó que se le cayese el cabello hasta que
se arrepintiese de haber quebrantado el precepto del descanso dominical. Poco
antes de su muerte, al santo dijo a uno de sus monjes: “Preparaos a emprender
conmigo el viaje al cielo.” El monje no tenía el menor deseo de morir. En
cambio, un campesino que se hallaba presente exclamó: “Pluguiese a Dios
mandarme ir con vos.” El santo le dijo: “Id a lavaros y preparaos.” Así lo hizo
el campesino y volvió a acostarse en el lecho de San Aedo. Ambos murieron juntos.
En ese mismo momento, San Colomba, que se hallaba en la lejana lona, vio volar
al cielo el alma de San Aedo y comunicó la noticia a sus hermanos.
Existen tres biografías
latinas de San Aedo, pero ninguna en irlandés. El P. Grosjean publicó íntegros
los textos latinos en Acta Sanctorum, nov., vol. IV. Fue la primera
edición completa del segundo texto, del que C. Plummer había citado algunos
fragmentos cuando publicó la tercera biografía, en VSH., vol. I, pp. 34-35. La
segunda biografía difiere poco de la primera, que se conserva en el Codex
Salmaticensis y fue publicada en 1888. Las copiosas notas del P. Grosjean
confieren gran valor a su artículo. Véase también el prefacio de Plummer a
VSH., vol. I, pp. XXVI-XXVII, y G. Stokes, en “Journal” de la R. Soc. of
Antiq., artículo Irlanda, vol. XXVI (1896), pp. 325-335. Según parece, el
pueblo solía invocar a San Aedo contra los dolores de cabeza; cf. J. F. Kenney,
Sources, vol. I, p. 393.
(10 de noviembre)
San justo formaba
parte del grupo de misioneros que el Papa San Gregorio Magno envió el año 601 a
ayudar a San Agustín en Inglaterra. Tres años después, San Agustín le consagró
primer obispo de Rochester. El rey Etelberto construyó ahí una iglesia dedicada
a San Andrés, porque los misioneros romanos venían de la iglesia de San Andrés
de la Colina Coeli. Cuando San Lorenzo sucedió a San Agustín en la sede de
Canterbury, San Justo escribió junto con él y con San Melitón de Londres una
carta a los obispos y abades irlandeses, invitándolos a adoptar ciertas
costumbres romanas. Dichos santos escribieron otra semejante a los británicos
cristianos. A propósito de esta última, dice irónicamente Beda: “Todavía puede
verse lo que en realidad consiguieron con eso.”
El año 616, después de la muerte del rey
Etelberto, se desató una reacción de los paganos en Kent y entre los sajones
del este. Viendo eso, San Lorenzo, San Justo y San Melitón, decidieron
retirarse algún tiempo, pues no podían hacer ningún bien en tanto que durase la
oposición de los príncipes paganos. San Justo y San Melitón partieron a la
Galia. Un año más tarde, San Justo
volvió a Inglaterra, ya que San Lorenzo, movido por una aparición de San Pedro,
había conseguido convertir al rey Edbaldo de Kent. San Justo fue elegido
arzobispo de Canterbury el año 624. El Papa Bonifacio V le envió el palio, junto con una carta en la que le delegaba el
derecho patriarcal de consagrar obispos para Inglaterra. En dicha carta, el
Pontífice deja ver la estima que profesaba a San Justo, pues habla de “la
perfección a que ha llegado vuestra obra”, de la promesa de Dios de estar con
quienes le sirven fielmente (“Su misericordia se ha complacido en manifestar
particularmente en vuestro ministerio el cumplimiento de esa promesa”) y de la “gran
paciencia” de San Justo. La carta concluye de esta manera: “Así pues, hermano
mío, debéis esforzaros por conservar con perfecta lealtad lo que la Santa Sede
os ha confiado, en prenda de lo cual os enviamos este símbolo de autoridad (es
decir, el palio) para que lo llevéis sobre los hombros... Que Dios os guarde,
queridísimo hermano.” San Justo murió poco después. Antes de morir, consagró a
San Paulino y le mandó acompañar a Etelburga de Kent cuando ésta partió al
norte a contraer matrimonio con el rey Edwino de Nortumbría, que era pagano.
Como lo hace notar Beda, esa alianza “fue la ocasión para que el país abrazara
la fe.” La diócesis de Southwark celebra la fiesta de San Justo.
La principal fuente sobre la
vida de San Justo es la Historia Ecclesiastica de Beda (edic. y notas de
Plummer). Delehaye publicó en Acta Sanctorum, nov., vol. IV, la
biografía escrita por Goscelin en el siglo XI. Acerca de las reliquias de los primeros arzobispos
de Canterbury, véase W. St John Hope, Recent Discoveries in the Abbey Church
of St Austin at Canterbury (1916). En el sacramentario irlandés conocido
con el nombre de Stowe Missal figuran los nombres de Justo, Melitón y
Lorenzo, pero no el de San Agustín.
11:
(10 de noviembre)
El gran San Martín, gloria de las
Galias y lumbrera de la Iglesia de occidente en el siglo IV, nació en Sabaria de Panonia. Sus padres, que eran paganos, fueron más
tarde a establecerse a Pavía. Su padre era un oficial del ejército, que había
empezado como soldado raso. Es curioso notar que San Martín ha pasado a la
historia como “santo militar.” Como era hijo de un veterano, a los quince años,
tuvo que alistarse en el ejército contra su voluntad. Aunque no era todavía cristiano
bautizado, vivió algunos años más como monje que como soldado. Cuando se hallaba
acuartelado en Amiens, tuvo lugar el incidente que ha hecho tan famoso al santo
en la historia y en el arte. Un día de un invierno muy crudo, se encontró en la
puerta de la ciudad con un pobre hombre casi desnudo, que temblaba de frío y
pedía limosna a los transeúntes. Viendo Martín que las gentes ignoraban al infeliz
mendigo, pensó que Dios le ofrecía la oportunidad de socorrerle; pero, como lo
único que llevaba eran sus armas y su uniforme, sacó su espada, partió su manto
en dos y regaló una de las mitades al mendigo, guardando la otra para sí.
Algunos de los presentes se burlaron al verle vestido en forma tan ridícula,
pero otros quedaron avergonzados de no haber socorrido al mendigo. Esa noche,
Martín vio en sueños a Jesucristo vestido con el trozo del manto que había
regalado al mendigo y oyó que le decía: “Martín, aunque sólo eres catecúmeno, me
cubriste con tu manto.” Sulpicio Severo, discípulo y biógrafo del santo, afirma
que Martín se había hecho catecúmeno a los diez años, por iniciativa propia, y
que, en cuanto tuvo la visión que
acabamos de describir, “voló a recibir el bautismo.”
Sin embargo, no abandonó inmediatamente el
ejército. Pero después de la invasión de los bárbaros, cuando se presentó ante
su general Julián César con sus compañeros para recibir su parte
del botín, se negó a aceptarla y le dijo: “Hasta ahora te he servido como
soldado. Déjame en adelante servir a Jesucristo. Reparte el botín entre los que
van a seguir luchando; yo soy soldado de Jesucristo y no me es lícito combatir.”
El general se enfureció y le acusó de cobardía. Martín replicó que estaba
dispuesto a marchar al día siguiente a la batalla en primera fila y sin armas
en el nombre de Jesucristo. Julián César le mandó encarcelar, pero pronto se
llegó a un armisticio con el enemigo, y Martín fue dado de baja en el ejército.
Inmediatamente, se dirigió a Poitiers, donde San Hilario era obispo y el santo
doctor le acogió gozosamente entre sus discípulos.*
Una noche, mientras dormía, recibió Martín la
orden de partir a su patria. Cruzó los Alpes, donde logró escapar de unos
bandoleros en forma extraordinaria, llegó a Panonia y ahí convirtió a su madre
y a algunos otros parientes y amigos, pero su padre persistió en la infidelidad.
En la Iliria se opuso con tal celo a los arríanos, que fue flagelado
públicamente y expulsado de la región. En Italia se enteró de que los arríanos
triunfaban también en la Galias y habían desterrado a San Hilario, de suerte
que se quedó en Milán. Pero el obispo arriano, Auxencio, le expulsó de la
ciudad. Entonces, el santo se retiró, con un sacerdote, a la isla de
Gallinaria, en el Golfo de Genova, y ahí permaneció hasta que San Hilario pudo
volver a Poitiers, el año 360. Como Martín se sintiese llamado a la soledad,
San Hilario le cedió unas tierras en el actual Ligugé. Pronto fueron a reunirse
con él otros ermitaños. La comunidad (según la tradición, fue la primera
comunidad monástica de las Galias) se convirtió, con el tiempo, en un gran
monasterio que existió hasta 1607; en 1852, lo ocuparon los benedictinos de
Solesmes. San Martín pasó ahí diez años, dirigiendo a sus discípulos y
predicando en la región, donde se le atribuyeron muchos milagros. Hacía el año
371, los habitantes de Tours decidieron elegirle obispo, como él se negase a
aceptar el cargo, los habitantes de Tours le llamaron con el pretexto de que
fuese a asistir a un enfermo y aprovecharon la ocasión para llevarle por la
fuerza a la iglesia. Algunos de los obispos a quienes se había convocado para
la elección, argüyeron que la apariencia humilde e insignificante de Martín le
hacía inepto para el cargo, pero el pueblo y el clero no hicieron caso de tal
objeción.
San Martín siguió viviendo como hasta
entonces. Al principio, fijó su residencia en una celda de las cercanías de la
iglesia, pero como los visitantes le interrumpiesen constantemente, acabó por
retirarse a lo que fue más tarde la famosa abadía de Marmoutier. El sitio, que
estaba entonces desierto, tenía por un lado un abrupto acantilado y por el
otro, un afluente del Loira. Al poco tiempo, habían ya ido a reunirse con San
Martín ochenta monjes y no pocas personas de alta dignidad. La piedad, los
milagros y la celosa predicación del santo, hicieron decaer el paganismo en
Tours y en toda la región. San Martín destruyó muchos templos, árboles sagrados
y otros objetos venerados por los paganos. En cierta ocasión, después de
demoler un templo, mandó derribar también un pino que se erguía junto a él. El
sumo sacerdote y otros paganos
* Sobre
este punto, la narración de Sulpicio Severo ofrece considerables dificultades
cronológicas.
aceptaron
derribarlo por sí mismos, con la condición de que el santo, que tanta confianza
tenía en el Dios que predicaba, aceptase colocarse junto al árbol en el sitio
que ellos determinasen. Martín accedió y los paganos le ataron al tronco.
Cuando estaba a punto de caer sobre él, el santo hizo la señal de la cruz y el
tronco se desvió. En otra ocasión, cuando demolía un templo en Antun, un hombre
le atacó, espada en mano. El santo le presentó el pecho, pero el hombre perdió el
equilibrio, cayó de espaldas y quedó tan aterrorizado, que pidió perdón al
obispo. Sulpicio Severo narra éstos y otros hechos milagrosos, algunos de los
cuales son tan extraordinarios, que el propio Sulpicio Severo dice que, ya en su
época, no faltaban “hombres malvados, degenerados y perversos” que se negaban a
creerlos. El mismo autor refiere algunas de las revelaciones, visiones y
profecías con que Dios favoreció a San Martín. Todos los años, solía el santo
visitar las parroquias más lejanas de su diócesis, viajando a pie, a lomo de
asno o en barca. Según su biógrafo, extendió su apostolado desde la Turena
hasta Chartres, París, Antun, Sens y Vienne, donde curó de una enfermedad de
los ojos a San Paulino de Ñola. En cierta ocasión en que un tiránico oficial
imperial llamado Aviciano llegó a Tours con un grupo de prisioneros y se
disponía a torturarlos al día siguiente, San Martín partió apresuradamente de
Marmoutier para interceder por ellos. Llegó cerca de la medianoche e inmediatamente
fue a ver a Aviciano, a quien no dejó en paz sino hasta que perdonó a los
prisioneros.
En tanto que San Martín conquistaba almas para
Cristo y extendía, pacíficamente su Reino, los priscilianistas, que constituían
una secta gnóstico-maniquea fundada por Prisciliano, empezaron a turbar la paz en
las Calías y en España. Prisciliano apeló al emperador Máximo de la sentencia del
sínodo de Burdeos (348), pero Itacio, obispo de Ossanova, atacó furiosamente al
hereje y aconsejó al emperador que le condenase a muerte. Ni San Ambrosio de
Milán ni San Martín, estuvieron de acuerdo con la actitud de Itacio, quien no
sólo pedía la muerte de un hombre, sino que además mezclaba al emperador en los
asuntos de la jurisdicción de la Iglesia. San Martín exhortó a Máximo a no
condenar a muerte a los culpables, diciéndoles que bastaba con declarar que
eran herejes y estaban excomulgados por los obispos. Pero Itacio, en vez de
aceptar el parecer de San Martín, le acusó de estar complicado en la herejía.
Sulpicio Severo comenta a este propósito que esa era la táctica que Itacio
solía emplear contra todos aquéllos que llevaban una vida demasiado ascética
para su gusto. Máximo prometió, por respeto a San Martín, que no derramaría la
sangre de los acusados; pero, una vez que el santo obispo partió de Tréveris, el
emperador acabó por ceder y dejó en manos del prefecto Evodio la decisión
final. Evodio, por su parte, viendo que Prisciliano y algunos otros eran realmente
culpables de algunos de los cargos que se les hacían, los mandó decapitar. San
Martín volvió más tarde a Tréveris a interceder tanto por los priscilianistas
españoles, que estaban bajo la amenaza de una sangrienta persecución, como por dos
partidarios del difunto emperador Graciano. Eso le puso en una situación muy
difícil, en la que le pareció justificado mantener la comunión con el partido
de Itacio, pero más tarde tuvo ciertas dudas sobre si se había mostrado demasiado
suave al proceder así.*
* San Siricio, Papa, censuró tanto al
emperador como a Itacio por su actitud en el asunto de los
priscilianistas. Fue ésa la primera sentencia capital que se impuso por
herejía, y el resultado fue que el priscilianismo se difundió por España.
San
Martín tuvo una revelación acerca de su muerte y la predijo a sus discípulos,
los cuales le rogaron con lágrimas en los ojos que no los abandonase. Entonces
el santo oró así: “Señor, si tu pueblo me necesita todavía, estoy dispuesto a
seguir trabajando. Que se haga tu voluntad.” Cuando le sobrecogió la última
enfermedad, San Martín se hallaba en un rincón remoto de su diócesis. Murió el
8 de noviembre del año 397. El 11 de noviembre es el día en que fue sepultado
en Tours. Su sucesor, San Bricio, construyó una capilla sobre su sepulcro; más tarde,
fue sustituida por una magnífica basílica. La Revolución Francesa destruyó la
siguiente basílica que se construyó ahí. La actual iglesia se levanta en el
sitio en que se hallaba el santuario saqueado por los hugonotes en 1562. Hasta
esa fecha, la peregrinación a la tumba de San Martín era una de las más
populares de Europa. En Francia hay muchas iglesias dedicadas a San Martín y lo
mismo sucede en otros países. La más antigua iglesia de Inglaterra lleva el
nombre de este santo: se trata de una iglesia en las afueras de Canterbury, y
Beda dice que fue la primera que se construyó durante la ocupación romana. De
ser cierto esto, debió tener otro nombre al principio, y recibió el de San
Martín cuando San Agustín y sus monjes tomaron posesión de ella. A fines del
siglo VIII, había por lo menos otras cinco
iglesias dedicadas a San Martín en la Gran Bretaña, entre las que se contaba,
naturalmente, la iglesia de San Niniano de Whithorn. El nombre de San Martín
figura en el canon de la misa en el “Misal de Bobbio.”
En BHL, hay una lista de
sesenta y cinco textos latinos medievales relacionados con San Martín,
naturalmente la literatura que existe sobre ellos es inmensa. La fuente
principal es Simplicio Severo, quien visitó a San Martín en Tours y cuyos
relatos son mucho más importantes que cualquiera de los documentos posteriores.
Cuando murió San Martín, Sulpicio ya había terminado su biografía. Algún tiempo
después, revisó su obra e introdujo en ella el texto de tres largas cartas que
había escrito en el intervalo; en la última de ellas describía la muerte y los
funerales del santo. Entre tanto, había escrito también una crónica general, en
cuyo capítulo 50 del libro II trata de la actuación de San Martín en la controversia priscilianista.
Finalmente, el año 404 compuso un diálogo con algunos otros materiales, donde
compara a San Martín con los ascetas primitivos y cuenta algunas anécdotas. El
texto editado por C. Halm en el Corpus de Viena (vol. I, pp. 107-216) no
ha sido superado hasta la fecha; véase sin embargo la sección consagrada a
Sulpicio Severo en el Libro de Armagh, editado por el profesor John Gwyn
(1913). Casi un siglo y medio después de la muerte de San Martín, su sucesor en
la sede de Tours, San Gregorio, hizo otra importante contribución a la historia
de su venerado predecesor. Desgraciadamente, las cronologías de Sulpicio y de
Gregorio son diferentes con frecuencia. E. Babut aprovechó esas diferencias
para hacer una crítica destructiva en su obra titulada Sí Martin de Tours (1912),
que en su época causó sensación. La respuesta detallada del P. Delehaye en Analecta
Bollandiana (vol. XXXIV, 1920, pp. 1-136) es tal vez la última palabra en
la materia. Otra gran autoridad, C. Julián, llegó a conclusiones que concuerdan
sustancial-mente con las de Delehaye (cf. Revue des Etudes anciennes, vols.
xxiv y xxv, e Histoire de la Gaule, vol.
VIII). Las biografías y estudios sobre diferentes aspectos de la vida de San
Martín son muy numerosos. Ver sobre todo las obras de A. Lecoy de la Marche, C.
H. van Rhijn, P. Ladoué, y la útilísima obrita de Paul Monceaux. Acerca de San
Martín el arte, cf.
Kiinstle, Ikonopraphie, vol. II, pp. 438-444; y el volumen de H. Martin
en la lección L’art et les saints. San Martín ha jugado también un papel
muy importante en formación de tradiciones populares; por ejemplo, en muchos
dichos populares franceses fígura su nombre. Por lo que respecta a Francia,
véase Lecoy de la Marche; por lo que toca al folklore alemán, cf.
Báchtold-Stáubli, Handivórtcrbuch des deutschen Aberglaubens, vol. V, ce.
1708-1725. Acerca de la influencia de San Martín en Irlanda, véase J. Ryan, irish
Monasticism (1931); y Grosjean, en Analecta Bollandiana, vol. IV (1942), pp. 300-311 348. En
cuanto a las iglesias dedicadas a San Martín en Inglaterra, cf. W. Levison England
and the Continent (1946), p. 259. Como prueba de la devoción a San Martín
que existía en Inglaterra en la Edad Media, haremos notar que el calendario del
Book Of Common Prayer conmemora no sólo su muerte, sino
también el día de la traslación de sus reliquias (4 de julio).
(11 de noviembre)
San Mennos era
un soldado del ejército romano, originario de Egipto. Se hallaba en Cotyaeum de
Frigia cuando estalló la persecución de Diocleciano. Inmediatamente, desertó
del ejército y se refugió en las montañas, donde llevó una vida de oración y
penitencia. En cierta ocasión en que se celebraban unos juegos en Cotyaeum, el
santo, salió de su retiro y se presentó en el circo, donde anunció a gritos que
era cristiano. Al punto fue arrestado y conducido ante el presidente, el cual,
después de mandarle golpear y atormentar, le condenó a morir decapitado. Los
cristianos recobraron las reliquias del santo y las trasladaron a Egipto. Los
milagros obrados en la tumba de San Mennos convirtieron pronto el sitio en
centro de peregrinaciones. Su culto se difundió mucho en el oriente. Con el
tiempo, la leyenda fue deformando la historia, de suerte que San Mennos llegó a
formar parte de los “santos militares.” Naturalmente, se le atribuyeron los
milagros más absurdos, uno de los cuales, según dice Tillemont, era “escandaloso
en el más alto grado.” (Por cierto que el mismo milagro se atribuye también a
Santos Cosme y Damián). El P. Delehaye opina que lo único cierto sobre San
Mennos es que era egipcio y que sufrió el martirio en su país natal. En honor
del santo se construyeron iglesias en Cotyaeum y otros sitios lo que dio origen
a la creación de toda una serie de santos del mismo nombre relacionados con
diferentes ciudades.
El santuario más importante de San Mennos,
donde descansaban sus reliquias, era el de Bumma (Karm Abu-Mina), al sureste de
Alejandría. Hasta la época de la invasión de los árabes (siglo VII), era el principal sitio de peregrinación. Mons. K. M. Kaufmann
emprendió en 1905 unas excavaciones que pusieron al descubierto la basílica, el
monasterio, las termas y otros edificios. Se encontraron entonces muchísimas
huellas del antiguo culto popular del santo. Por ejemplo, había una gran
cantidad de frascos marcados con la inscripción “Recuerdo de San Mennos”, en
los que se vendía el agua de una fuente cercana; ya antes se habían encontrado
frascos del mismo tipo en África y Europa, pero hasta entonces se había
supuesto que contenían “aceite de San Mennos” tomado de las lámparas del
santuario. En 1943, el patriarca ortodoxo de Alejandría, Cristóbal II, escribió una encíclica en la que atribuía el que Egipto se hubiese
salvado de la invasión, tras de la batalla de El Alamein a las “oraciones que
elevó a Dios el santo y glorioso mártir Mennos, taumaturgo de Egipto.” El
patriarca proponía que se reconstruyese el santuario de San Mennos, en las
proximidades de El Alamein, como un monumento a los caídos.
El Martirologio Romano menciona también hoy a
otro San Mennos, que vivió como ermitaño en los Abruzos. Era originario de Asia
Menor, de raza griega. El Papa San Gregorio habla de su santidad y celo en sus Diálogos.
Como en el caso de San
Gregorio el Grande, se trata aquí de un mártir cuya existencia histórica no
puede ponerse en duda, dado que desde antiguo se le tributaba culto 1ocal y aun
mundial, pero cuya verdadera historia se perdió y fue suplantada por la leyenda.
Algún hagiógrafo inventó la leyenda primititva, que se fue transmitiendo a las
siguientes generaciones con infinitas variaciones y fue traducida a numerosos
idiomas orientales y occidentales. Existen tres familias diferentes de la
versión griega de la pasión He San Mennos; pero los hechos sustanciales
están tomados simplemente de la historia de Otro mártir, cuyo nombre
se sustituyó por el de Mennos. Dicho mártir es San Gordio, acerca He cuyo
martirio San Basilio predicó un panegírico. Historiadores como Krumbacher,
Delehaye, P. Franchi de Cavalieri, K. M. Kaufmann, etc., etc., han investigado
mucho sobre San Mennos. El hecho más importante es el de las excavaciones
llevadas a cabo en este siglo por Mons. Kaufmann en el sitio del antiguo
santuario; el distinguido arqueólogo describió los resultados de sus
investigaciones en su volumen infolio, Die Menas-stadt un das
Natinolheiligtum der altchristhlicen Aegypter (1910). El P. Delehaye ha
escrito mucho sobre el tema. Véase Analecta Bollandiana, vol. XXIX
(1910), pp. 117-150; y vol. XLIII, pp. 46-49; Origines du cuite des martyrs (1933), pp. 222-223 y
passim; Les passions ¿es martyrs et les genres littéraires, pp. 388-389;
y CMH., pp. 595-596. Véase también Budge Texts relating to St. Mena of Egypt
(1909); P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, vol. XIX (1908),
pp. 42-108; y H. Leclercq, en DAC., vol. XI, ce. 324-397, donde se encontrará
una nutrida bibliografía.
(11 de noviembre)
San Platón, abad
del monasterio de Simbóleon en el Monte Olimpo, en Bitinia, tenía un cuñado
cuyos tres hijos fueron a establecerse en sus posesiones de Sakkoudion, cerca
del Monte Olimpo, para llevar ahí vida eremítica. El más fervoroso de los tres
hermanos era el mayor de ellos, Teodoro, quien iba a cumplir veintidós años.
Los jóvenes persuadieron a San Platón para que renunciase al gobierno de su abadía
y se encargase de gobernar a los ermitaños de Sakkoudion. Más tarde, San
Teodoro fue enviado a Constanti-nopla para recibir la ordenación sacerdotal. El
joven hizo tales progresos en la virtud y el saber, que su tío Platón le confió
la dirección de la comunidad con el consentimiento unánime.
El joven emperador Constantino IV se divorció de su esposa y se casó con Teódota, que era pariente de
San Platón y San Teodoro. Ambos protestaron contra ese abuso. Constantino, que
deseaba ganarse a Teodoro, le hizo grandes promesas y trató especialmente bien
a sus parientes. Como no obtuviese ningún resultado, Constantino fue entonces a
los baños de Brusa, cerca de Sakkoudion, con la esperanza de que San Teodoro
fuese a hacerle una visita de cumplimiento; pero ni el abad, ni ninguno de sus
monjes se presentaron a recibirle. El emperador regresó furioso a su palacio e
inmediatamente envió a un pelotón de soldados con órdenes de desterrar a
Teodoro y a sus más fieles seguidores. Todos fueron desterrados a Tesalónica,
donde se publicó un edicto que prohibía a los habitantes darles asilo y
ayudarlos, de suerte que ni siquiera los monjes de la región se atrevieron a
tenderles la mano. San Platón, que era ya muy anciano, fue encerrado en una
celda en Constantinopla. San Teodoro le escribió desde Tesalónica un relato del
viaje, en el que le contaba las vicisitudes por las que habían atravesado él y
sus compañeros y expresaba su admiración por su antiguo maestro. El exilio
sólo duró algunos meses. La forma en que terminó, es un ejemplo característico
de la ambición brutal que reinaba ahí en aquella época. En efecto, el año 797,
Irene, la madre del emperador, destronó a su hijo y mandó sacarle los ojos.
Irene, que reinó seis años, llamó del destierro a Teodoro y sus
compañeros. El santo regresó a Sakkoudion y reorganizó el monasterio, pero el
año 799, como el monasterio era una presa
fácil para los árabes, los monjes se refugiaron dentro de las murallas de la
ciudad. Entonces, se confió a San Teodoro la dirección del célebre monasterio
de Studios, que el cónsul Studius había construido el año 463, en un viaje que
hizo de Roma a Constantinopla. Constantino Coprónimo había expulsado a los
monjes, de suerte que cuando llegó San Teodoro apenas había una docena. Bajo su
gobierno, el monasterio llegó a tener un millar de habitantes, entre monjes y
criados. En materia de legislación monástica, San Teodoro fue quien más
contribuyó a desarrollar la tradición procedente de San Basilio. San Atanasio
el Lauriota aplicó la legislación de San Teodoro en el Monte Athos y de ahí se
extendió a Rusia, Bulgaria y Servia, donde todavía es la base de la vida
monástica. San Teodoro fomentó los estudios y las bellas artes; la escuela de
caligrafía que fundó fue famosa durante largo tiempo. Los escritos del santo
constituyen una serie de sermones, instrucciones, himnos litúrgicos y tratados
de ascética monástica, en los que se muestra muy moderado, si se le compara con
otros orientales. El santo dijo en cierta ocasión a un ermitaño: “No
practiquéis la austeridad para satisfacer vuestro amor propio. Comed pan, bebed
alguna vez, usad zapatos en invierno y comed carne cuando os haga falta.”
Teodoro gobernó apaciblemente el monasterio durante ocho años, en medio del
remolino de la política imperial, hasta que la cuestión del adulterio de
Constantino volvió a surgir.
El emperador Nicéforo I eligió al futuro San
Nicéforo, que era entonces laico, para ocupar la sede patriarcal de
Constantinopla. Como San Nicéforo no había recibido las órdenes, San Teodoro,
San Platón y otros monjes se opusieron al nombramiento. El emperador los tuvo
presos durante veinticuatro días, al cabo de los cuales, a instancias de
Nicéforo y de un reducido grupo de obispos, restituyó la jurisdicción al
sacerdote José, que había sido degradado por haber bendecido el matrimonio de
Constantino IV con Teódota. San Teodoro y otros
se negaron a mantener la comunión con José y a aceptar la decisión de que el
matrimonio había sido válido. Así pues, San Teodoro, San Platón y José (que era
hermano de San Teodoro y arzobispo de Tesalónica), fueron aprisionados en la
Isla de la Princesa. Teodoro explicó el asunto por carta al Papa, y San León III le contestó alabando su prudencia y su constancia. Los enemigos de
Teodoro habían hecho correr en Roma el rumor de que éste había caído en la
herejía y estaba despechado por no haber sido nombrado patriarca, de suerte que
San León III prefirió abstenerse de un juicio
definitivo. Los monjes estuditas fueron dispersados en diferentes monasterios y
muy mal tratados. El destierro de San Teodoro y sus compañeros duró dos años,
hasta la muerte del emperador Nicéforo, ocurrida el año 811.
Teodoro y el patriarca Nicéforo se
reconciliaron, ya que su actitud en el doloroso problema de la veneración de
las imágenes era idéntica. En nuestro artículo sobre San Nicéforo (13 de marzo)
hemos dado ya ciertos detalles sobre la segunda persecución iconoclasta, que
tuvo lugar durante el reinado de Leo V, el Armenio.
San Teodoro negó abiertamente que el emperador tuviese derecho a inmiscuirse en
los asuntos eclesiásticos y, el Domingo de Ramos, cuando San Nicéforo había
sido ya expulsado, ordenó a sus monjes que saliesen a la calle en solemne
procesión con las sagradas imágenes, cantando un himno que comienza así: “Reverenciamos
tu sagrada imagen, bendito santo • Desde ese momento, San Teodoro se convirtió
en el jefe del movimiento ortodoxo. Como continuase en la defensa del culto a
las imágenes, el emperador le desterró a
Misia, desde donde continuó exhortando a los fieles por cartas de las Que se conservan algunas. Cuando
se descubrió su correspondencia, el emperador le desterró a Bonita, en la
Anatolia, y mandó decir al carcelero, Nicetas, que flagelase a su víctima.
Aquél vio conmovido la alegría con que San Teodoro se despojaba de su túnica y
ofrecía al látigo su cuerpo consumido por los ayunos y, lleno de compasión,
hizo salir de la mazmorra a todos los presentes, colocó una zalea de borrego
sobre el lecho del santo y descargó sobre ella los golpes para que los oyesen
los que se hallaban afuera. Finalmente. Nicetas se rasguñó los brazos para
manchar con su sangre el látigo y salió a mostrarlo a los otros. San Teodoro
pudo escribir más cartas a los fieles, a los patriarcas y una al Papa Pascual,
a quien decía: “Escucha, obispo apostólico, pastor que Dios ha puesto para
guiar el rebaño de Jesucristo: tú has recibido las llaves del Reino de los
Cielos, tú eres la piedra sobre la que ha sido edificada la Iglesia, tú eres
Pedro, puesto que ocupas su sede. Ven en ayuda nuestra.” El Pontífice escribió
a Constantinopla algunas cartas, que resultaron infructuosas. Entonces, San
Teodoro le escribió para agradecerle con estas palabras: “Tú has sido desde el
principio la fuente pura de la ortodoxia, tú eres el puerto seguro de la
Iglesia universal, su amparo contra las acometidas de los herejes y la ciudad
de refugio que Dios nos ha dado.”
San Teodoro y su fiel discípulo Nicolás,
estuvieron presos en Bonita durante tres años. Sus sufrimientos eran
indecibles: en el invierno, el frío era muy intenso; en el verano, se ahogaban
de calor y padecían hambre y sed, pues los guardias sólo les echaban por una
claraboya un trozo de pan cada tercer día. San Teodoro afirma que muchas veces
creyó morir de hambre y añade: “Pero Dios es todavía demasiado misericordioso
con nosotros.” Probablemente hubiesen muerto de hambre, si un oficial de la
corte que visitó la cárcel por casualidad, no hubiese ordenado que se les diese
bien de comer. El emperador Leo interceptó una carta en la que el santo
exhortaba a los fieles a desafiar a “la infame secta de los iconoclastas”,
ordenó al prefecto del oriente que castigase al autor. El prefecto no se dejó
ganar por la compasión, como el carcelero Nicetas y mandó azotar al monje
Nicolás, a quien Teodoro había dictado la carta, y a éste le condenó a sufrir
cien azotes. Después de la tortura, los verdugos dejaron al santo tirado en el suelo
durante largo tiempo, expuesto a los rigores del frío de febrero. San Teodoro
no pudo comer ni dormir durante muchos días y, si escapó con vida, fue gracias
a Nicolás que olvidó sus propios sufrimientos, le alimentó gota a gota con una
cucharita y le vendó sus heridas, no sin antes cortarle los trozos de carne
infectada en las llagas. San Teodoro sufrió lo indecible durante tres meses.
Antes de que estuviese totalmente restablecido, se presentó un oficial imperial
con el encargado de conducirle a Esmirna, junto con Nicolás. Durante el día
caminaban a marchas forzadas y, por la noche, se los encadenaba.
El arzobispo de Esmirna, que era un
iconoclasta furibundo, mandó vigilar estrechamente al santo y llegó a decirle
que iba a pedir que el emperador le mandase decapitar o, por lo menos, cortarle
la lengua. Pero la persecución termino el año 820 con el asesinato de quien la
había provocado. El sucesor de Leo, Miguel el Tartamudo, fingió al principio
suma moderación y levantó las sentencias de destierro. San Teodoro el Estudita
regresó al cabo de siete años de prisión y escribió una carta de agradecimiento
al emperador, exhortándole a permanecer unido a Roma —la primera de
las Iglesias— y a permitir el culto de las
imágenes. Pero Miguel se negó a permitir el culto de las imágenes y a devolver
sus cargos al patriarca, al abad de Studios y a todos los prelados ortodoxos
que no estuviesen de acuerdo con esa medida. San Teodoro, después de hacer
vanos intentos por convencer al emperador, partió de Constantinopla (en
realidad era una forma de destierro) e hizo un recorrido por los monasterios de
Bitinia para alentar y reconfortar a sus partidiarios. “El invierno ha pasado
ya —les decía—, pero aún no ha llegado la primavera. El cielo se despeja y hay
buenas esperanzas. El fuego está ya apagado, pero las cenizas humean todavía.”
La influencia de San Teodoro llegó a ser tan grande, que los monjes en general
y los estuditas en particular se convirtieron en el baluarte de la ortodoxia.
Algunos de los discípulos del santo fueron a reunirse con él en un monasterio
de la península de Akrita. A principios de noviembre de 826, San Teodoro
enfermó ahí. Al cuarto día de su enfermedad, pudo ir hasta la iglesia a
celebrar el santo sacrificio, pero el mal fue en aumento, y el santo dictó a su
secretario sus últimas instrucciones. Dios le llamó a Sí el siguiente domingo,
11 de noviembre. Sus restos fueron transportados al monasterio de Studios
dieciocho años más tarde.
En el oriente hay gran veneración por San
Teodoro el Estudita. El Martirologio Romano dice que es “famoso en toda la
Iglesia.” El santo merece ese elogio como legislador monástico, como defensor
de la suprema autoridad de Roma y como valiente propugnador del culto de las
imágenes, por el que tanto sufrió. San Teodoro hizo la guerra a los
iconoclastas por motivos teológicos y no porque considerara las imágenes como
un adorno esencial de las iglesias, ya que desaprobaba absolutamente la
representación pictórica de los vicios, las virtudes y otros “excesos
injustificados de la fantasía religiosa.” Por otra parte, no creía que la
devoción a las imágenes fuese absolutamente necesaria (él mismo parece haberla
practicado muy poco), sino sólo una ayuda para los “hermanos más débiles.” En
sus instrucciones sobre la oración habla de la unión de la mente y el corazón
con Dios sin la ayuda exterior de las imágenes. Pero comprendía claramente que
negar la validez del culto a las imágenes, equivalía a negar la validez de
ciertos principios teológicos esenciales. Se conservan muchos escritos de San
Teodoro, entre los que hay cartas, tratados sobre la vida monástica y el culto
de las imágenes, sermones y cierto número de himnos. Dichos escritos reflejan
su integridad y despego del mundo, que rayan en ese puritanismo que caracterizó
a muchos de sus discípulos y que en algunos de sus sucesores llegó a extremos
que turbaron la paz de la Iglesia.
En PG., vol. XCIX, hay dos
biografías de San Teodoro y otros documentos referentes a él, así como sus
escritos. Su vida estuvo tan íntimamente relacionada con las controversias de
la época que, para comprenderla, hay que referirse a las obras de historia
general de L Iglesia. Véase Pargoire, L”Eglise Byzantine de 527 a 874 (1923);
Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, particularmente lib. 18, vol. III,
pte. 2; Mons. Mann, Lives of the Popes, vol. II, pp. 795-858; y Bréhier, La
Querelle des Images (1904). Entre las obras más directamente relacionadas
con San Teodoro, mencionaremos a J. Hausherr, Sí Théodore. .. d”apres ses
catéchéses (1926), en la colección Orientalia Christiana, n. 22;
Alice Gardner Théodore of Studium (1905); H. Martin, St Théodore (1906);
Dobschütz, Methodius una die Stiíditen, en Byzandnische Zeitschrift, vol.
XVII (1909), pp. 41-105; y G. A. Schneider Der hl. Theodor von Studion (1900).
En Analecta Bollandiana hay varios artículos sobrf San Teodoro. El P. C.
Van de Vorst publicó por primera vez el elogio del santo sobre Teófanes (vol. XXXI,
1912) y otro texto griego sobre la traslación de sus reliquias (vol. XXXII),
así como un estudio de sus relaciones con Roma y otro sobre el “catecismo breve
de San Teodoro (vol. XXXIII). Véase también en DAR., el artículo sobre la
actitud del santo en la
controversia iconoclasta (vol. VII, ce. 272-284). El príncipe Max de Sajonia
publicó una excelente semblanza de tipo popular, titulada Der hl. Theodor (1929);
y cf. N. H. Baynes y C. L. B. Moss, Byzantlum (1948).
(11 de noviembre)
San Nilo, el
fundador de la abadía griega de Grottaferrata de Toscana, murió el año 1004.
Después de él, se sucedieron rápidamente en el cargo, Pablo, Cirilo y
Bartolomé. Los tres habían sido discípulos de San Nilo. Se considera a San
Bartolomé como segundo fundador del monasterio, porque San Nilo y sus primeros
dos sucesores sólo alcanzaron a limpiar el terreno y a empezar a construir, en
tanto que Bartolomé terminó el monasterio y lo dejó firmemente organizado. Los
sarracenos habían invadido Sicilia y el sur de Italia y habían arrojado de ahí
a los monjes. San Bartolomé hizo de su monasterio un centro de cultura y de
copia de manuscritos. El mismo era muy hábil en el arte de la caligrafía, y
compuso cierto número de himnos litúrgicos.
Un canon del oficio litúrgico de San
Bartolomé, dice así: “Cuando viste al Romano Pontífice destronado, supiste,
padre, persuadirle a que renunciase a la tiara y acabase felizmente sus días en
un monasterio.” Estas palabras constituyen una alusión a la tradición de
Grottaferrata, tal vez verdadera, acerca de los últimos años de Benedicto IX, cuyo abuelo, el conde Gregorio de Tusculum, había regalado las tierras
en que se construyó el monasterio. Benedicto IX, en su
turbulento y escandaloso pontificado de doce años, renunció a la tiara a cambio
de cierta suma de dinero y trató después de apoderarse nuevamente de ella; pero
en 1048, fue expulsado de Roma y se dirigió a Grottaferrata lleno de
remordimientos. San Bartolomé se mostró muy categórico: puesto que con su
conducta se había hecho indigno del potincado y aun del sacerdocio, debía
renunciar definitivamente a la tiara y pasar el resto de su vida haciendo
penitencia. (Hay que notar que Benedicto no tenía entonces más que treinta y
seis años). Bajo la influencia del abad, los remordimientos de Benedicto se
transformaron, poco a poco, en arrepentimiento sincero, de suerte que se quedó
en Grottaferrata y murió ahí. Este relato del papel que desempeñó San Bartolomé
en la vida de Benedicto IX, se encuentra en la biografía del
santo, escrita probablemente por su tercer sucesor, el abad Lucas I. En la abadía hay otros documentos que apoyan el relato, pero, al
parecer, Benedicto retenía el título de Papa en 1055, año de su muerte. El
gobierno vigoroso de San Bartolomé elevó su monasterio a una altura que le
permitió desempeñar un papel de importancia en la historia de los Estados
Pontificios en la Edad Media; pero ello fue la causa de la decadencia religiosa
del monasterio, que continuó hasta su restauración en el siglo XIX.
En Migne, PG., vol. CXXVII
ce. 476-516, hay dos textos griegos sobre San Bartolomé. En la bliblioteca de
Grottaferrata se conservan todavía algunos de los manuscritos copiados Por el
santo; en la iglesia abacial hay un antiguo mosaico en el que están
representados San Nilo y San Bartolomé. Mons. Mann, Lives of the Popes, vol.
V, p. 292, estudia el punto de la renuncia de Benedicto IX. Véase también S. G. Mercati,
en Enciclopedia Italiana, vol. VI, p. 254; L. Bréhier, en DHG., vol. VI,
pp. 1006-1007; y F. Halkin, en Analecta Bollandiana, vol. LXI (1943), pp. 202-210; dicho
autor hace notar que uno de los dos textos griegos arriba citados, el Encomium,
se refiere a otro San Bartolomé.
(12 de noviembre)
San Martin nació en Todi, ciudad de Umbría, y
se distinguió entre el clero de Roma por su santidad y saber. Era diácono
cuando el Papa Teodoro I le envió como “apocrisarius” o nuncio, a
Constantinopla. En julio del año 649, a la muerte de Teodoro, fue elegido para
sucederle en el pontificado. En octubre del año siguiente, reunió un Concilio
en Letrán contra los que negaban que Cristo hubiese tenido voluntad humana
(monoteletismo). Dicho Concilio formuló la doctrina ortodoxa de las dos
voluntades y anatematizó la herejía monoteleta. También censuró dos edictos
imperiales: la “Ektesis” de Heraclio y el “Typos” de Constante; el primero,
porque contenía una exposición de la fe que favorecía a los monoteletas y el
segundo, porque imponía silencio sobre la cuestión de las dos voluntades a
ambas partes. Los Padres del Concilio de Letrán hicieron la siguiente
declaración, que parece una cita del Papa Honorio I, aunque no se menciona su
nombre: “El Señor nos ha mandado hacer el bien y condenar el mal, pero no
desarraigar el bien y el mal por igual. No podemos condenar por igual el error
y la verdad.” Los decretos del Concilio fueron promulgados en todo el oriente y
el occidente. San Martín I exhortó a los obispos de África, España e
Inglaterra, a acabar con el monoteletismo, y nombró en el oriente un vicario
para que pusiese en vigor las decisiones conciliares en los patriarcados de
Antioquía y Jerusalén.
Ello molestó al emperador Constante II, quien ya antes había enviado a Roma a un exarca para que sembrase la
disensión entre los obispos que asistían al Concilio. Como la misión del exarca
hubiese fracasado, Constante envió a Teodoro Kalíopes a Roma con orden de
llevar al Papa a Constantinopla. El Papa, que estaba entonces enfermo, se
refugió en la basílica de Letrán. Cuando Kalíopes y sus soldados irrumpieron en
la basílica, le hallaron recostado frente al altar. El Pontífice no opuso
resistencia alguna. Kalíopes le sacó secretamente de Roma y le obligó a
embarcarse en Porto. Durante el viaje, que fue muy largo, San Martín estuvo muy
enfermo de disentería. En el otoño del año 653, llegó a Constantinopla, donde
estuvo prisionero tres meses. Por entonces escribió en una carta: “No se me ha
permitido lavarme, ni siquiera con agua fría, desde hace cuarenta y siete días.
Estoy deshecho, aterido de frío y la disentería no me deja reposo ... La comida
que me dan me hace daño. Espero que Dios, que lo sabe todo, moverá a mis
perseguidores al arrepentimiento después de mi muerte.” El senado, ante el cual
compareció el Pontífice, acusado de traición, le condenó sin haberse dignado
oírle. Como San Martín lo hizo notar a sus acusadores, la verdadera causa de su
condenación era el haberse negado a firmar el “Typos.” Tras haber sido
maltratado y envilecido en público, cosa que provocó la indignación del pueblo,
San Martín pasó otros tres meses en la prisión. Finalmente, consiguió escapar
con vida, gracias a la intercesión del patriarca Pablo en su lecho de muerte y,
en abril del año 654, fue desterrado a Kherson, en la Crimea.
El
Pontífice escribió un relato sobre el hambre que reinaba en la región, la
dificultad para conseguir alimentos, la barbarie de los habitantes y la
negligencia con que le trataban:
“Estoy sorprendido de la indiferencia de
quienes, habiéndome conocido antes, me han olvidado tan totalmente, que ni
siquiera parecen saber que todavía existo. Más me sorprende todavía la
indiferencia con que los miembros de la iglesia de San Pedro consideran la
suerte de uno de sus hermanos. Si dicha iglesia no tiene dinero, no carece
ciertamente de grano, aceite y otras provisiones, de las que podría enviarnos
una pequeña cantidad. ¿Cómo es posible que el miedo impida a tantas gentes
cumplir el mandato del Señor de socorrer a los necesitados? ¿Acaso he dado
muestras de ser un enemigo de la Iglesia universal o de ellos en particular?
Como quiera que sea, ruego a Dios, por la intercesión de San Pedro, que los
conserve firmes e inconmovibles en la verdadera fe. En cuanto a mi pobre
cuerpo, Dios se encargará de cuidarlo. Dios está conmigo, ¿por qué voy a
preocuparme? Espero en su misericordia que no prolongará mucho tiempo mi vida.”
El
deseo de San Martín se cumplió, ya que murió unos dos años después. Fue el
último Pontífice mártir. Su fiesta se celebra en el occidente el 12 de noviembre.
En el oriente se celebra en diferentes fechas. La liturgia bizantina le llama “glorioso
defensor de la verdadera fe” y “ornato de la divina cátedra de Pedro.” Un
contemporáneo de San Martín I le describió como hombre de gran inteligencia,
saber y caridad.
La principal fuente son las
cartas del propio santo, aunque no todas han llegado hasta nosotros en forma
satisfactoria. Hay también un relato de un contemporáneo (véase la edición de
Duchesne del Líber Pontificalis, vol. I, pp. 336 ss., con sus admirables
notas), y la Commemoratio, que es una narración escrita por uno de los
clérigos que acompañaron al Papa al destierro. Este último documento y las
cartas del Pontífice pueden verse en Migne, PL., vols. LXXXVII y CXXIX. La
vida de San Eligió escrita por San Ouen, y la biografía griega de San Máximo el
Confesor aportan algunos detalles. Basándose en estos documentos, Mons.
Duchesne reconstruyó en forma bastante completa la historia del pontificado de
Martín I: Lives of the Popes, vol. I, pte. I, pp. 385-405 (1902); pero
de entonces acá, se han hecho valiosos estudios sobre el tema, entre los cuales
hay que mencionar la publicación hecha por el P. P. Peeters de una biografía
inédita del santo en griego (Ana-lecta
Bollandiana, vol. li, 1933, pp.
225-262). Véase también R. Devreesse, La vie de St Máxime le Confesseur, en
Analecta Bollandiana, vol. XLVI, 1928, pp. 5-49, y vol. LIII, 1935, pp. 49 ss.; W. Peitz,
en Historisches Jahrbuch, vol. XXXVIII (1917), pp. 213-236 y 428-458;
Duchesne, UEglie au Véme. siécle, (1925), pp. 445-453; E. Amann, en
DTC., vol. X ce. 182-194, etc.
(12 de noviembre)
Entre los discípulos
de San Juan Crisóstomo había uno llamado Nilo, quien ocupaba un alto cargo en
Constantinopla. Algunos investigadores llegan a decir que era prefecto de la
ciudad. Nilo estaba casado y tenía dos hijos. Cuando éstos habían crecido,
Nilo, se sintió llamado a la vida eremítica y acordó con su esposa que ambos
abandonarían el mundo. Su hijo Teódulo partió con él a establecerse entre los
monjes del Monte Sinaí. Desde ahí Nilo escribió dos cartas de protesta al
emperador Arcadio cuando éste desterró a San Juan Crisóstomo de Constantinopla.
Algunos años más tarde, los árabes saquearon el monasterio, asesinaron a muchos
monjes y se llevaron preso a Teódulo. Nilo los siguió con la esperanza de
rescatar a su hijo. Por fin, lo encontró en Eleusa, al sur de Beersheba, ya que
el obispo de esa ciudad, compadecido de la suerte de Teódulo, le había comprado
a los árabes y le había dado trabajo en la iglesia. El obispo de Eleusa
confirió la ordenación sacerdotal a Nilo y a su hijo antes de que partiesen al
Sinaí.
San Nilo llegó a ser muy conocido por los
escritos teológicos, bíblicos y sobre todo ascéticos que se le atribuyen. En su
tratado sobre la oración recomienda que pidamos ante todo a Dios el don de
oración y que supliquemos al Espíritu Santo que haga brotar en nuestros
corazones los deseos que le son irresistibles; también recomienda que pidamos a
Dios que se haga su voluntad en la forma más perfecta posible. A las personas
que viven en el mundo predica la templanza, la meditación sobre la muerte y la
obligación de la limosna. San Nilo estaba siempre pronto a comunicar a otros
sus conocimientos ascéticos. Las cartas suyas que se conservan, muestran cuan
lejos había llegado en la vida interior y en el estudio de la Sagrada Escritura
y cuan frecuentemente acudían a consultarle personas de todas las clases
sociales. Una de dichas cartas constituye la respuesta de San Nilo al prefecto
Olimpiodoro, quien había construido una iglesia y quería saber si podía
adornarla con mosaicos de tema profano, como escenas de cacería, imágenes de
pájaros, animales y cosas por el estilo. San Nilo reprobó la idea y aconsejó a
Olimpiodoro que pusiera escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento “para
instruir a los que no saben leer.” Agregó que sólo debe haber una cruz, situada
en el punto principal de la iglesia. San Nilo escribió todo un tratado para
demostrar que la vida eremítica es mejor que la de los monjes que viven en
comunidad en las ciudades, pero hace notar que también los ermitaños tienen sus
dificultades y pruebas particulares. El santo tenía experiencia en eso, pues
sufrió violentas tentaciones, turbaciones y asaltos de los malos espíritus. San
Nilo escribió a cierto “estilita” que su retiro en lo alto le había sido
dictado por la soberbia: “El que se exalta será humillado.”
Aunque Tillemont y Alban Butler aceptan sin
vacilar la autoridad de las Narrationes (Migne, P.G., vol. LXXIX, pp.
583-694), la vida de San Nilo se presta a graves dudas. En primer lugar, no hay
razón alguna para creer que San Nilo ocupara un alto cargo oficial, ni que
fuera casado, ni que se estableciera en el Sinaí, ni que viviera aventuras
extraordinarias buscando a su hijo. Aunque los sinaxarios perpetúan esa
leyenda, tales datos no concuerdan con los auténticos de las cartas de San
Nilo. Por otra parte, probablemente, el escritor Nilo era un monje de Ancira de
Galacia (actualmente Ankara), distinto de nuestro santo.
Véanse los pasajes de Migne,
PG., citados en el artículo; K. Heussi, Untersuchungen zil Nilus dem Asketen, en Texte
und Untersuchungen (1917); F. Degenhart, Der hl. Nilus Sinaita (1915),
y Neue Beitráge zur Nilusforschung (1918); FTC, vol. XI (1931), ce.
661-674, donde se encontrará un bibliografía muy amplia.
(12 de noviembre)
En españa se
tiene a San Millán de la Cogolla (capucha) como patrono de una de sus regiones.
El Martirologio Romano hace notar que su biografía fue escrita por San Braulio,
obispo de Zaragoza, unos cincuenta años después de la muerte del santo. Durante
muchos siglos, Castilla y Aragón se han disputado el honor de haber sido la
patria de San Millán, quien fue pastor en su juventud. A los veinte años,
sintió el llamado de Dios y se retiró algún tiempo a vivir como
ermitaño. Después volvió a su pueblo natal, pero, como los visitantes le
importunasen constantemente, partió a refugiarse en las montañas de Burgos. Ahí
vivió cuarenta años (según la tradición, se estableció en la montaña en que se
fundó más tarde la abadía de San Millán), hasta que el obispo de Tarazona le
mandó que recibiese las órdenes sagradas y atendiese una parroquia.
Desgraciadamente, los otros miembros del clero no comprendieron las heroicas
virtudes que el santo había atesorado en la vida eremítica y le acusaron ante
el obispo de despilfarrar los bienes de la Iglesia en sus limosnas. El obispo
desposeyó a San Millán de su beneficio, y éste pasó el resto de su vida en la
soledad con algunos discípulos. Algunos llaman a San Millán el primer
benedictino español, pero naturalmente el monasterio de La Cogolla no abrazó la
regla de San Benito sino hasta mucho después.
La biografía latina escrita
por Braulio puede verse en Mabillon, vol. I, pp. 198-207. En Florez, España
Sagrada, vol. I, hay un relato de la traslación de las reliquias del santo
y de los milagros obrados en su santuario. Véase también T. Minguella, San Millán
de la Cogolla, estudios históricos (1883), y V. de la Fuente, San Millán, presbítero
secular (1883). L. Vázquez de Parga publicó en 1943, en Madrid, una nueva
edición crítica de la Vita.
(12 de noviembre)
La iglesia de
Irlanda celebra hoy la fiesta de San Livino. El Martirologio Romano afirma que
fue martirizado en Bélgica. De San Livino, como de varios otros misioneros
irlandeses, se dice que fue obispo de Dublín. En su biografía medieval se
cuenta que su padre era un noble escocés y su madre una princesa irlandesa, y que
recibió el bautismo y las órdenes sagradas de manos de San Agustín de
Canterbury. Después de su consagración episcopal, San Livino partió de Irlanda
a Flandes con otros tres compañeros. San Floriberto de Gante los acogió a su
llegada. San Livino evangelizó a los paganos de Brabante, donde una dama le dio
hospedaje. El santo murió a manos de los paganos, que le decapitaron en Eschen,
cerca de Alost. Sus reliquias fueron finalmente depositadas en San Pedro de
Gante.
El biógrafo de San Livino afirma que se basó
en el testimonio de los discípulos personales del santo, pero la obra era
desconocida antes del siglo XI y se parece demasiado a la
biografía de San Lebuino. Los historiadores actuales afirman casi unánimemente
que el San Livino de Irlanda y de Gante, del que habla el Martirologio Romano,
se identifica con San Lebuino, quien fue ciertamente misionero en Holanda y a
quien se venera en ese país.
En Mabillon, vol. II, pp.
449-461, puede verse la biografía medieval escrita por un tal “Bonifacio
pecador”, que se atribuía antiguamente a San Bonifacio. Se trata de una obra
que carece de valor histórico, según lo demostró O. Holder-Egger en Historische
Aufsdtze an G. Waitz gewidmet (1886), pp. 622-665. J. Kenney dice en Source
for the Early History of Ireland, p. 509: “probablemente, Livino se
identifica con San Lebuino de De-venter, que estuvo en Holanda.” Acerca de este
punto véase Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), pp. 285-308.
(13 de noviembre)
San Martín de Tours se encargó de educar a
Bricio en Marmoutier. Hay que reconocer, sin embargo, que durante mucho tiempo Bricio
no fue una honra para su maestro, a quien trataba con dureza y desprecio. San Martín
no i( despidió por temor de librarse con ello de una prueba enviada
por Dios. Además, si la leyenda es verdadera, el santo había previsto ya que
Bricio sería su sucesor. En efecto, cuando Bricio era diácono, había dicho que
San Martín estaba loco. Cuando éste le preguntó por qué creía semejante cosa,
Bricio negó haber dicho que estaba loco. Pero San Martín le aseguró que había
oído el insulto y añadió: “A pesar de ello, no he dejado de pedir por ti y,
algún día serás obispo de Tours, pero sufrirás mucho en ese cargo.” Bricio
pensó entonces que su maestro estaba realmente loco. Sulpicio Severo, en uno de
sus diálogos, hace decir a Bricio que él es un modelo de conducta porque se
educó en Marmoutier, en tanto que San Martín se había educado en campos
militares y estaba ya chocheando. Pero súbitamente, Bricio se arrojó a los píes
de San Martín y le pidió perdón. El santo, que siempre estaba dispuesto a
perdonar, le dijo: “Si Cristo pudo soportar a Judas, yo podré ciertamente
soportar a Bricio.”
San Martín murió el año 397, y Bricio fue
elegido para sucederle. Al principio, no estuvo a la altura de su cargo y
algunos intentaron en vano, en varias ocasiones, hacer que le condenasen hasta
que se le acusó de haber pecado con una mujer, cuando llevaba ya treinta y tres
años de episcopado. San Gregorio de Tours afirma que Bricio probó su inocencia
mediante un milagro asombroso; sin embargo, fue expulsado de su sede y viajó a
Roma a protestar de su inocencia. Los siete años que pasó en el destierro le
transformaron totalmente. Cuando murió Armencio, quien había administrado su diócesis
en su ausencia, San Bricio regresó a su sede. En los años que le quedaban,
llevó una vida tan ejemplar y se dedicó tan intensamente al ministerio
pastoral, que el pueblo le veneró como santo cuando murió.
Veinticinco años después de la muerte de San Bricio,
se celebraba ya su fiesta en Tours con una vigilia. Su culto se extendió
rápidamente. En Inglaterra llegó a ser muy popular (el nombre de San Bricio
figura todavía en el calendario anglicano), pero actualmente sólo se le
recuerda por la matanza del día de su fiesta, en el año 1002, fecha en que
Etelredo mandó asesinar en masa a los daneses y provocó así la invasión de
Inglaterra por Sweyn.
Casi todo lo que sabemos
sobre San Bricio procede de los escritos de Sulpicio Severo sobre San Martín y
de las tradiciones populares que relata San Gregorio de Tours. Sin duda que hay
muchos detalles dudosos en la biografía de San Bricio, pero sobre esos puntos
remitimos al lector a los especialistas en la materia: Poncelet, en Analecta
Bollandiana, vol. XXX (1911), pp. 88-89, y Delehaye, ibid., vol. XXXVIII
(1920), pp. 5-136, sobre todo 105 y 135. Las cartas del Papa Zósimo están
resumidas por Jaffé-Kaltenbrunner en Regesta Pontificum, nn. 330-331; el
texto completo puede verse en Migne PL; vol. XX, ce. 650-663. En el
segundo de estos textos se declara expresamente que Lázaro, el acusador de
Bricio, fue “pro calumniatore damnatus, cum Bricci inoocentis episcopi vitam
falsis objetionibus appetisset.” Probablemente lo que popularizó la devoción de
San Bricio en Inglaterra y en Italia, fue su estrecha relación con San Martín.
En casi todos los calendarios publicados por F. Wormald en la Henry Bradshaw
Society, se menciona el nombre de San Bricio el 13 de noviembre.
(13 de noviembre)
Un obispo llamado
Eugenio, que era astrónomo y matemático, ocupó la sede Toledo. Su sucesor, San
Eugenio, era músico y poeta, de origen godo. Siendo monje de Zaragoza, se
escondió en un cementerio para evitar que le eligiesen Obispo; pero fue descubierto
y obligado a aceptar la consagración. Se conservan algunos escritos del santo,
tanto en prosa como en verso. Se dice que era también buen músico y que trató
de elevar el nivel del canto sacro que había degenerado mucho. San Eugenio
gobernó su sede con gran edificación. Su sucesor fue San Ildefonso, un sobrino
suyo. Alban Butler habla también de otro San Eugenio de Toledo, a quien el
Martirologio Romano conmemora el 15 de noviembre. En realidad, se trata de un
mártir relacionado con San Dionisio de París, pero que nada tuvo que ver con
España. El 17 de noviembre, el Martirologio Romano menciona a un tercer San
Eugenio, diácono de San Cenobio de Florencia y discípulo de San Ambrosio.
Hay cierta confusión en las
primeras listas episcopales de Toledo, de suerte que la existencia de Eugenio I
es discutible. Probablemente la leyenda publicada en Analecta Bollandiana, vol.
II, es un mito. En cambio, no se puede dudar ni de la existencia histórica, ni
de las actividades literarias del Eugenio que murió el año 657. San Ildefonso
habla brevemente de él en De viris illustribus, cap. XIV (Migne, PL.,
vol. XCVI, c. 204). Sus obras poéticas fueron publicadas y anotadas en MGH., Auctores
Antiquissimi, vol. XIV. Véase sobre este punto Analecta Bollandiana, vol.
XXIV (1905), pp. 297-298. Cf. í. Madoz, en Revue d”histoire
ecclésiastique, vol. XXXV (1939), pp. 530-533.
(13 de noviembre)
Cuando Nicolás
I murió, el 13 de noviembre del año 867, después de nueve años de pontificado,
todos los hombres de buena voluntad le lloraron. Los romanos consideraron los
aguaceros que cayeron entonces sobre Roma como una señal de la pena del cielo,
porque el difunto Papa había merecido realmente los títulos de “Santo” y “Grande”
que las futuras generaciones habían de darle. Uno de sus contemporáneos
escribía: “Desde la época del bienaventurado Gregorio (el Grande), no había
ocupado la cátedra pontificia ninguno que pudiera comparársele. Nicolás daba
órdenes a los reyes y señores como si fuese el amo del mundo. Era amable,
bondadoso y modesto con los obispos y sacerdotes buenos y con los buenos
cristianos; en cambio, era duro y terrible con los malvados. Puede decirse con
verdad que Dios nos dio en él a un segundo Elias.” En efecto, Nicolás I fue el
Papa más grande entre Gregorio I e Hildebrando. Pertenecía a una distinguida
familia romana, y Sergio II le tomó a su servicio. San León IV y Benedicto III le emplearon también. Cuando
murió este último, el año 858, Nicolás, que no era más que diácono, fue elegido
Papa. Su primer problema fue hacer frente a la delicada situación de
Coristantinopla, que era la segunda sede de la cristiandad. En nuestro artículo
sobre San Ignacio de Constantinopla (23 de octubre) relatamos la forma en que
Bardas César y el emperador Miguel III
desposeyeron de su
sede al patriarca y pusieron a Focio en su lugar. Sobrevinieron otras
complicaciones y todo el pontificado de San Nicolás se resintió por la
dificultad en las relaciones entre Roma y Constantinopla. A ese propósito, San
Nicolás I recibió una carta del monarca búlgaro, Boris, recientemente
bautizado, quien le hacía diversas preguntas. La respuesta de San Nicolás fue “una
obra maestra de prudencia pastoral que constituye uno de los más bellos
documentos de la historia del pasado.” El santo reprochó a Boris la crueldad
con que trataba a los paganos y le prohibió tratar de convertirlos por la
fuerza. Igualmente, incitó a los búlgaros a ser menos supersticiosos, menos
crueles en la guerra y a no emplear la tortura. Naturalmente, San Nicolás
hubiese querido que esa nueva porción de la cristiandad se sometiese a su
autoridad; pero Boris eligió finalmente la autoridad de Constantinopla.
San Nicolás I fue un valiente defensor de la
integridad del matrimonio, de los débiles y oprimidos y de la igualdad de todos
los hombres ante la ley de Dios. No sólo tuvo que defender el sacramento del
matrimonio contra el rey Lotario de Lorena, sino también contra los obispos
complacientes que habían aprobado el divorcio de éste y su nuevo matrimonio. Cuando
Carlos el Calvo, de Borgoña, consiguió que los obispos francos excomulgasen a
su hija Judit por haber contraído matrimonio con Balduino de Flandes sin
permiso de su padre, Nicolás intervino en favor de la libertad del matrimonio,
recomendó a los obispos que en adelante se mostrasen menos severos y pidió a
Hincmaro de Reims que tratase de reconciliar a Carlos con su hija.
Hincmaro fue sin duda una figura preclara
entre los obispos de la Edad Media, pero era un hombre soberbio y ambicioso.
Con motivo de la apelación a la Santa Sede, hecha por uno de los sufragáneos de
Hincmaro contra la sentencia de su metropolitano, San Nicolás I, lo mismo que
otros Papas, tuvo que obligar a éste a reconocer el derecho de la Santa Sede a
intervenir en los asuntos de importancia. San Nicolás excomulgó también por dos
veces al arzobispo Juan de Ravena, a causa de la intolerancia con que trataba a
sus sufragáneos y a otros miembros del clero y también, porque se oponía
abiertamente a las decisiones de Roma. Por su actitud, adquirió el Papa la fama
de ser un juez justo y firme y mucha gente de todas las clases sociales y de
todos los puntos de Europa, acudió a él en demanda de justicia.
Con la caída del imperio de Carlomagno, la
situación de la Iglesia de occidente era muy delicada. Cuando Nicolás I
ascendió al trono pontificio, los nobles concedían y arrebataban a su gusto las
sedes episcopales y, con frecuencia, las ponían en manos de obispos jóvenes,
inexpertos y aun viciosos. El arma de la excomunión se empleaba constantemente
sin la menor discreción (y así se hizo durante mucho tiempo). El desprecio con
que se miraba a algunos miembros del clero, se había transformado en desprecio
por los cargos que ocupaban. Finalmente, las prácticas penitenciales habían
degenerado o caído en el olvido, con lo que se había producido una gran
corrupción de costumbres. San Nicolás hizo cuanto pudo por oponerse a esos
abusos durante su breve pontificado y combatió infatigablemente la maldad y la
injusticia, lo mismo entre el alto y el bajo clero que entre los laicos.
Ciertamente que San Nicolás no carecía de ambición, pero su objetivo consistía
en colocar a la Santa Sede en una situación privilegiada para que pudiese hacer
mayor bien a las almas.* El anglicano Milman escribió a este propósito: “Si
Nicolás I trató despectivamente a los reyes de Francia, debemos reconocer que
el poder real se había ganado el desprecio del mundo entero. Cierto que Nicolás
anuló un decreto de un sínodo nacional, constituido por los más distinguidos prelados
de la Galia, pero el sínodo había sido ya condenado por todos aquéllos que estaban
en favor de la justicia y la inocencia.” Cuando surgía un escándalo o un
desorden, el Pontífice “no dejaba descanso a su cuerpo ni reposo a sus miembros”
hasta que hubiese hecho todo lo posible por poner el remedio.
San Nicolás se mostró especialmente solícito
en los asuntos de su diócesis, sin descuidar por ello los asuntos de toda la
cristiandad. Por ejemplo, tenía una lista de todos los inválidos de Roma, a los
que enviaba diariamente la comida a sus casas. Además, en el palacio del
Pontífice se repartían víveres a los pobres que no estaban baldados; cada uno
recibía una especie de talón en el que estaba marcado el día de la semana en
que debía presentarse a recoger las provisiones. La salud de San Nicolás no era
muy fuerte, y la energía con que trabajaba acabó por arruinarla. “Nuestro Padre
celestial, escribió el Pontífice, se ha complacido en visitarme con tan fuertes
dolores, que no sólo no me dejan responder personalmente a vuestras preguntas,
pero ni siquiera dictar mis respuestas.” La muerte le sobrevino en Roma, el 13
de noviembre de 867. Sin Nicolás el Grande, cuya fiesta se celebra todos los
años en Roma, fue un hombre “paciente y moderado, humilde y casto, de rostro
hermoso y agradable presencia. Se expresaba con gran sabiduría y modestia, como
si ignorase la grandeza de sus actos. Fue muy penitente y amante de los
Sagrados Misterios, amigo de las viudas y los huérfanos y paladín de toda la
cristiandad.” (Líber Pontificalis). Cuando San Nicolás yacía
inconsciente en su lecho de muerte, uno de sus servidores le robó el dinero que
había reunido para los pobres.
* Se ha
acusado a Nicolás I de haber empleado las “Falsas Decretales” sabiendo l eran falsas. En realidad, las usó muy poco y
sin saber que eran falsas, pues nadie lo luía antes del siglo XV. Las Falsas Decretales fueron compuestas en Francia, de donde
Pasaron a Italia.
La figura de San Nicolás
pertenece a la historia general de la Iglesia. No existe ninguna biografía
primitiva que trate de sus virtudes personales. El relato del Líber
Pontificalis (edic. Duchesne, vol. II, pp. 151-172), debido probablemente a
la pluma de Anastasio el Bibliotecario, tiene menos carácter de inventario que
otras noticias biográficas anteriores. Son excelentes las biografías que se
encuentran en Mann, Lives of the Popes, vol. III (1906), pp. 1-148 y en
la obrita de Jules Roy, Sí Nicholas I (trad. ingl., 1901); en ambas hay
una lista de las principales fuentes y obras que merecen consultarse. Pero de
entonces acá, han visto la luz otros documentos importantes. La correspondencia
de Nicolás I puede verse en Migne, PL., vol. CXIX, y en MGH., Epistolae, vol.
VI; acerca de esta última obra, cf. E. Ferels, en Nenes Archiv, vol. XXXVII
(1912) y vol. XXXIX (1914), así como la obra del mismo autor, titulada Papst
Nicolaus und Anastasias Bibliothecarius (1920). Véase también a Duchesne,
en Les Premiéis Temps de l”Etat pontifical (1911); F. Dvornik, Les
Slaves, Byzance et Rome au IXéme. siécle (1926), y The Photian Schism (1948);
F. X. Seppelt, Das Papstitm im Früh-Mittebalter (1934), pp. 241-284.
Acerca de la cuestión de las falsas Decretales, véase a P. Fournier y G. Le
Bras, en Histoire des Collections canoniques en Occident, vol. I (1931), pp.
127-233; y J. Haller, Nikolaus I und Pseudo-Isidor (1936).
(13 de noviembre)
San Abo de
Fleury fue uno de los monjes más sabios de su época. Alrededor del año 971, San
Oswaldo de York, que era entonces obispo de Worcester, fundó un monasterio en
Ramsey, en Huntingdonshire. San Oswaldo había tomado el hábito de San Benito en
Fleury-sur-Loire y, hacia el año 986, empleo los servicios de San Abo como
director de la escuela de Ramsey. San Abo, que había estudiado en París, Reims y
Orléans, desempeñó ese cargo durante dos años, al cabo de los cuales volvió a
Fleury para continuar sus estudios de filosofía, matemáticas y astronomía. Pero
ese período de tranquilidad no duro mucho tiempo, ya que fue elegido abad
cuando murió el que ejercía ese cargo. Pero la elección fue muy reñida y la
oposición entre los dos partidos no se confinó al monasterio. Finalmente, la
cuestión quedó decidida en favor de San Abo, gracias a Gerberto, quien algunos
años más tarde ocupó la cátedra pontificia con el nombre de Silvestre II.
La carrera prelacia! de San Abo fue muy
azarosa, porque el santo intervino enérgicamente en los asuntos de su época. En
efecto, hizo cuando pudo por conseguir
la exención de los monasterios del dominio de los obispos, participó en varios
sínodos, y fracasó en su intento de hacer que Roma reconociese el segundo
matrimonio de Roberto II, que había sido muy irregular.
Pero San Abo es famoso sobre todo por sus escritos, entre los que se cuentan
una colección de cánones y una biografía de San Edmundo de Inglaterra, rey y
mártir. Por una carta de San Abo, sabemos que se le empleó con frecuencia para
restablecer la paz en los monasterios. La causa de su muerte fue su celo por la
disciplina y, por eso, se la venera como mártir. En efecto, el año 1004, fue a
restablecer el orden en el monasterio de La Réole, en Gascuña. Precisamente
entonces, estalló una reyerta entre los monjes y la servidumbre del monasterio
y, en el calor de la lucha, el santo fue apuñalado. Herido gravemente, se arrastró
como pudo hasta su celda y ahí murió en brazos de un monje. Una o dos diócesis
de Francia celebran la fiesta de San Abo; sin embargo, el culto del santo es
bastante discutible por falta de documentos suficientes.
Existe una biografía
fidedigna de San Abo, escrita por su contemporáneo Aimoin; puede verse en
Mabillon, vol. VI, pte. I, pp. 32-52, junto con la carta circular que se
escribió para anunciar la muerte trágica del santo. En Migne, PL., vol. CXXXIX,
hay varios escritos de San Abo y una colección de sus cartas, pero no existe
ninguna edición completa de sus obras. Los estudios matemáticos y científicos
del santo han llamado la atención de los eruditos; véase, por ejemplo, M.
Cantor, Vorlesungen über d. Geschichte der Mathematik (1907), vol. I, p.
845-847. A pesar de lo que se ha dicho, San Abo no tuvo nada que ver con las
falsas decretales; véase a Sackur en Die Cluniacenser, vol. I, pp.
270-299 y la obra de Fournier y Le Bras, mencionada en la bibliografía
precedente. En 1954, Dom Cousin publicó una obra titulada S. Abbo de Fleury,
un savant, un paster, un martyr.
(15 de noviembre)
Las reliquias de
estos mártires se hallan en uno de los dos principales santuarios de Edesa, en
Siria. Según la leyenda, Gurio y Samonas fueron encarcelados durante la
persecución de Diocleciano. Como se negasen a sacrificar a los dioses, se los
colgó de una mano y se les ataron pesas en los pies. Después, estuvieron tres
días en una horrible mazmorra, sin comer ni beber. Cuando los sacaron de ahí,
Gurio estaba agonizante. Samonas fue torturado cruelmente otra vez, pero
permaneció firme en la fe. Ambos murieron decapitados. Más tarde, un diácono de
Edesa llamado Abibo se escondió durante la persecución de Licinio, pero al fin
se entregó para ganar la corona del martirio. El magistrado ante el que se
presentó, hizo el intento de persuadirle a que abjurase de la fe y escapase con
vida, pero Abibo se negó a ello. Así pues, fue sentenciado a la hoguera. Su
madre y otros parientes le acompañaron al sitio de la ejecución. Los verdugos
le permitieron que les diese el beso de paz antes de arrojarle a las llamas.
Los cristianos recogieron el cuerpo del mártir, que no se había consumido, y lo
sepultaron junto a sus amigos, Gurio y Samonas.
El Martirologio Romano menciona hoy a los
tres mártires, pero en dos párrafos separados. Es curioso notar que se venera a
estos santos como “vengadores de los contratos que no se cumplen.”
Existen varias versiones
griegas del martirio de San Gurio y sus compañeros; véase el catálogo de BHG.,
nn. 731-736. Además, hay también algunos textos orientales en sirio (uno de
cuyos fragmentos más antiguos fue descubierto por Efrén Rahmani) y Una versión armenia. Parece
indudable que el original estaba escrito en sirio. E. von Dobschütz estudió muy
a fondo la cuestión en Texte und Untersuchungen, vol. xxxvn, pte. 2;
véase el comentario de esa obra en Analecta Bollandiana, vol. XXXI
(1912), pp. 332-334. El Profesor Burkitt publicó en Euphemia and the Goth (1913)
una traducción inglesa de la versión más elaborada de un texto
sirio, cuyo autor pretende haber sido testigo presencial de los hechos. F. C.
Conybeare, tradujo la versión armenia en The Guardian (1897). El hecho
del martirio está fuera de duda, pues el Breviario Sirio dice: “En la ciudad de
Edesa, los confesores Shamona y Gurio.” Jacobo de Sarug predicó una homilía en
honor de estos mártires.
(13 de noviembre)
San Desiderio es
uno de los diferentes santos a quienes se venera en Francia con el nombre de
Didier (o Géry). Su padre era un noble que tenía vastas posesiones en las
cercanías de Albi. El biógrafo del santo deduce la profunda piedad de su madre
por las cartas que le escribía. Desiderio llegó a ocupar un puesto de
importancia en la corte de Clotario II
de Neustria. Ahí
conoció a San Arnulfo de Metz, a San Eligió y a otros santos varones, así como
a algunos personajes menos edificantes. Rústico, el hermano de Desiderio, fue
consagrado obispo de Cahors y murió asesinado poco después. (En Cahors se le
venera como mártir). Desiderio fue elegido para sucederle en 630, aunque no era
clérigo. Fue un obispo muy celoso y eficaz. Su correspondencia nos da una idea
de la amplitud de su campo de actividad, ya que se preocupó por el bienestar
material y espiritual de sus subditos. San Desiderio exhortaba a los nobles a
dotar las casas religiosas y promovió celosamente la vida monástica de hombres
y mujeres. El mismo dirigía un convento que había fundado y además, construyó y
dotó el monasterio de San Amancio y erigió tres iglesias. No contento con ello,
construyó un acueducto y reparó las fortificaciones de Cahors. Pero la
principal preocupación del santo fue siempre la vida cristiana de su pueblo;
con esas miras, hizo cuanto pudo por formar a su clero en la virtud y las
letras, así como por mantener la disciplina clerical en todo su rigor. Murió el
año 655, cerca de Albi. Fue sepultado en Cahors. Dios obró varios milagros en
su sepulcro.
Existe una biografía latina
de gran valor histórico, compuesta a fines de siglo VIII o principios del IX, que contiene ciertas cartas
y documentos de importancia histórica. La mejor edición es la que hizo Krusch
en MGH., Scriptores Merov, vol. IV, pp. 547-602; pero puede verse
también en Migne, PL., vol. LXXXVII, ce. 219-239.
(15 de noviembre)
Los hagiógrafos medievales
cuentan que Maclovio nació en el sur de Gales, cerca de Llancarfan y que se
educó en el monasterio del lugar. Cuando terminó sus estudios, sus padres
querían que abandonase el monasterio, pero él se negó. Después de pasar algún
tiempo escondido en una de las islas del mar de Severa, regresó para recibir la
ordenación sacerdotal. Maclovio determinó partir de Inglaterra, tal vez a causa
de las grandes epidemias que asolaron al país a mediados del siglo VI. Se embarcó con rumbo a Bretaña, se estableció en la isla donde se encuentra
actualmente la población de Saint-Malo y empezó a evangelizar la región de Aleth
(Saint-Servan). Construyó iglesias y fundó monasterios, protegió a los pobres
contra los abusos de los ricos y convirtió a muchas gentes. Cuando se dirigía
de un sitio a otro en sus viajes misionales, solía rezar los salmos en voz
alta. San Maclovio se atrajo la hostilidad de algunos personajes. Después de la
muerte del jefe que primero le había perseguido y después le había protegido,
los enemigos del santo empezaron a levantar cabeza. Maclovio decidió entonces
partir. Así pues, se embarcó con treinta y tres monjes, anatematizó solemnemente
a sus enemigos desde el navio y empezó a costear hacia el sur. Se estableció en
Saintes y pasó ahí varios años, hasta que los habitantes de Aleth enviaron una
embajada, pidiéndole que regresase, pues había una gran sequía en toda la
región y el pueblo la consideraba como un castigo por la forma en que se había
tratado al obispo. San Maclovio hizo un viaje a Aleth y, en cuanto llegó, se
desató un copioso aguacero. Sin embargo, el santo no se quedó ahí, sino que
emprendió el viaje de vuelta a Saintes y falleció en el curso del mismo.
Los biógrafos de San Maclovio refieren un
buen número de leyendas y milagros inverosímiles. En particular, afirman que,
siguiendo el ejemplo de San Brendano, partió en busca de la fabulosa isla de
los Santos y que celebró la Pascua sobre el lomo de una ballena.
En BHL., nn. 5116-5124, se
citan cuatro o cinco biografías medievales. La más conocida es la que se
atribuye al diácono Bili, quien la escribió en la segunda mitad del siglo IX. Probablemente Bili y los
otros biógrafos anónimos (BHL, 5117), se basaron en una biografía primitiva,
que se ha perdido. Los textos pueden verse en la obra de Plaine y La Borderie, Deux
vies inédites de S. Malo (1884). La cuestión es demasiado complicada para
discutirla aquí; véase sobre todo F. Lot, Mélanges d”histoire bretonne (1907),
pp. 97-216; Duchesne, en Revue Celtique, vol. XI (1890), pp. 1-22;
Poncelet, en Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), pp. 483-486.
(16 de noviembre)
Después de San
Ireneo, la figura más brillante de la diócesis de Lyon es la de Euquerio. Era
un galo-romano de buena posición. Contrajo matrimonio con un mujer llamada
Gala, quien le dio dos hijos: Salonio y Verano. Ambos estudiaron en el
monasterio de Lérins, ambos fueron obispos y alcanzaron el honor Je los
altares. Al cabo de algunos años, San Euquerio se retiró también a Lérins. San
Juan Casiano, refiriéndose a Euquerio y a Honorato, abad de Lérins, los llamó
los dos modelos de ese almacigo de santos. Movido del deseo de mayor soledad,
San Euquerio fue a establecerse en la isla de Santa Margarita. Ahí escribió su
obra sobre la excelencia de la vida solitaria, que dedicó a San Hilario de
Arles. A su primo Valeriano dedicó una exhortación incomparable. Es imposible
leerla sin experimentar un profundo desprecio por el mundo y un gran deseo de
hacer que el servicio de Dios se convierta en lo único importante. El santo
pinta de tal modo la ilusión del mundo y la tran-sitoriedad de todos sus
placeres, que el lector se siente como deslumhrado por una estrella fugaz que
sólo brilla unos instantes. San Euquerio escribe: “He conocido a algunos
hombres que alcanzaron el ápice del honor y las riquezas. La fortuna les
sonreía y ponía a sus pies todos los bienes, sin que tuviesen que molestarse en
pedirlos o buscarlos. El éxito superaba sus propios deseos. Pero desaparecieron
en un instante. Sus vastas posesiones pasaron a otras manos y ellos no existían
ya.”
Casiano dice que Euquerio era como una
brillante estrella de virtudes sobre el cielo del mundo. En efecto, con su
ejemplo edificó a todos los monjes con quienes vivió. Probablemente el año 434,
tuvo que abandonar su retiro para asumir el gobierno de la diócesis de Lyon.
Fue un pastor fiel, humilde, rico en buenas obras, de poderosa elocuencia y
gran saber. A él se atribuye la fundación de varias iglesias y monasterios de
Lyon. El año 449, terminó su santa vida con una santa muerte. San Paulino de
Ñola, San Honorato, San Hilario de Arles, San Sidonio y otros grandes hombres
de su época, fueron amigos suyos y alabaron su virtud. San Euquerio fue un
escritor muy fecundo. Sal-viano le escribía: “He leído las cartas que me
escribisteis. Son concisas, pero llenas de doctrina; se leen con facilidad y se
aprende mucho en ellas. En una palabra, son dignas de vuestra inteligencia y
piedad.” No todas las obras que se han atribuido a San Euquerio fueron escritas
por él y hay también algunas atribuciones dudosas. Una de sus cartas constituye
un documento muy importante para la historia de la leyenda de San Mauricio y la
Legión Tebana (22 de septiembre).
No existe ninguna biografía
propiamente dicha. Genadio habla brevemente de San Euquerio en De viris
illustribus. Tillemonl estudia con cierto detalle la vida del santo, en Mémoires,
vol. XV, pp. 126-136 y 848-857, y descarta con argumentos convincentes la
hipótesis de que hubo en Lyon otro obispo llamado Euquerio. Las obras del santo
pueden verse en Migne, PL., vol. l; algunas fueron reeditadas en el Corpus script.
eccles. lat. de Viena. Acerca de las actividades literarias de San
Euquerio, cf. DTC., vol. V, ce. 1452-1454; y Bardenhewer, Geschichte der
altkirchlichen Literatur, vol. IV, pp. 561-570. El Laterculus de
Polemio Silvio o Salvio está dedicado a Euquerio; el mejor texto es el de
Mommsen, en Corpus inscr., vol. I (2a. ed.), pp. 254 ss.
(16 de noviembre)
En EL atrio de la iglesia de Llanafan Fawr, que se levanta en las colinas próximas
a Builth Wells, en el condado de Brecknock, hay una tumba antigua con la
siguiente inscripción: “Hic lacet Sanctus Avanus Episcopus” (“Aquí descansa San
Afán, Obispo”). La existencia de esa inscripción, que despierta naturalmente la
curiosidad de los visitantes, es la única razón que tenemos para mencionar aquí
a San Afán, ya que no sabemos nada sobre su vida. Probablemente la inscripción
no es anterior al siglo XIII; pero San Afán vivió mucho antes.
Algunos autores lo identifican con el santo Afán, de la casa de Cunedda,
pariente de San David. Dicho personaje del siglo VI, conocido
con el nombre de Afán de Builth, fue el principal santo de la región en que
habitó. Según una leyenda local, fue asesinado por unos piratas irlandeses.
Gerardo el Gales, en el capítulo primero de
su “Viaje a través de Gales”, refiere lo siguiente: “En el reinado de Enrique
I, el señor de Radnor, que es el territorio contiguo a Builth, entró en la
iglesia de San Afán con sus jaurías y pasó ahí la noche irreverentemente. Al
despertarse en la madrugada (como suelen hacerlo los cazadores), sus perros
estaban rabiosos y él estaba ciego. Al cabo de algunos años de ceguera y
sufrimiento, dicho caballero hizo una peregrinación a Jerusalén, pues el santo
se había cuidado bien de no quitarle la vista del alma. Ahí tomó sus armas,
hizo que le montasen en un caballo, y se lanzó contra el enemigo. En esa forma
terminó la vida honrosamente.” Esta anécdota revela las ideas religiosas del
siglo XII, pero desgraciadamente no revela nada sobre
San Afán.
Véase LBS., vol. I, s.v., y T.
Jone, History of Brecknock, vol. II, pp. 225-226 (1908).
(16 de noviembre)
Teodoro, quien más tarde cambió su nombre,
por el de Gregorio y recibió el sobrenombre de “el Taumaturgo” por sus
milagros, nació en Neocesarea del Ponto. Sus padres pertenecían a la nobleza y
eran paganos. Cuando Gregorio tenía catorce años, murió su padre. El joven
continuó su carrera de leyes. La hermana de Gregorio hizo un viaje a Cesárea de
Palestina para ir a reunirse con su esposo, quien ocupaba ahí un cargo oficial.
En dicho viaje la acompañaron Gregorio y su hermano Atenodoro, el cual fue más
tarde obispo y sufrió mucho por la fe. Poco antes, Orígenes, establecido en
Cesárea, había abierto ahí una escuela. Desde la primera entrevista que tuvo
con Gregorio y con su hermano, Orígenes cayó en la cuenta de que ambos poseían
buenas aptitudes para los estudios y disposiciones para la virtud, por lo que
se sintió impulsado a infundirles el amor de la verdad y el deseo de alcanzar
el soberano bien del hombre. Fascinados por las palabras de Orígenes, los
jóvenes renunciaron a su proyecto de proseguir su carrera de leyes en la
escuela de Beirut, e ingresaron en la de Orígenes. Gregorio hace justicia a su
maestro, pues asegura que los guiaba por el camino de la virtud, no sólo con
sus palabras sino también con su ejemplo. También afirma que les inculcó la
idea de que en todas las cosas lo importante es conocer la primera causa, con
lo cual los orientó hacia la teología. Orígenes los hizo leer todo lo que los
filósofos y los poetas habían escrito sobre Dios, haciéndoles caer en la cuenta
de lo que había de falso y de verdadero en cada uno y recalcándoles la
impotencia de la mente humana para alcanzar la plenitud de la verdad en el
terreno más importante, que es el de la religión. Los dos hermanos acabaron por
convertirse plenamente al cristianismo y prosiguieron sus estudios bajo la
dirección de tan excelente maestro durante varios años. El año 238 regresaron a
su patria. Antes de separarse de Orígenes, Gregorio le dio las gracias en un
discurso que pronunció ante un nutrido auditorio, donde alabó los métodos de su
maestro y la prudencia con que los había guiado en sus estudios, aparte de dar
detalles muy interesantes sobre la pedagogía de Orígenes. También se conserva
una carta de Orígenes a su discípulo, en la que llama a Gregorio su “respetado
hijo” y le exhorta a emplear en servicio de la religión los talentos que había
recibido de Dios; también le aconseja que aproveche todos los elementos de la
filosofía pagana que puedan servir para ese fin, como los judíos aprovecharon
los despojos de los egipcios para construir el tabernáculo del verdadero Dios.
Gregorio tenía la intención de practicar la abogacía en su patria; pero poco
después de su llegada fue elegido obispo de Neocesarea, aunque en la ciudad
sólo había diecisiete cristianos. Sabemos muy poco acerca del largo episcopado
del santo. Es cierto que San Gregorio de Nissa, en el panegírico de su
homónimo, da muchos datos sobre los milagros que valieron a éste el sobrenombre
de “el Taumaturgo”, pero está probado que la mayoría son legendarios. Como
quiera que fuese, Neocesarea era por entonces una ciudad rica Y populosa, en la
que reinaban la idolatría y el vicio. San Gregorio, consumido Por el celo y la
caridad, se entregó enérgicamente al cumplimiento de sus deberes pastorales, y
Dios le concedió un don extraordinario de milagros. San Basilio dice que, “con la ayuda del Espíritu
Santo, tenía un poder formidable sobre los malos espíritus. En cierta ocasión,
secó un lago que era causa de pleitos entre dos hermanos. Su capacidad de
predecir el futuro le elevaba a la altura de los profetas. Los milagros que
obraba eran tan notables, que amigos y enemigos le consideraban como un nuevo
Moisés.”
Poco después de tomar posesión de la sede,
San Gregorio fue a alojarse en casa de Musonio, un personaje importante de la
ciudad, quien le había invitado a vivir con él. Ese mismo día, empezó el santo
a predicar y, antes de caer la noche, había convertido ya a un número
suficiente para formar una pequeña iglesia. Al día siguiente, se apretujaban
ante la puerta de la casa de Musonio muchos enfermos, a los que Gregorio
devolvió la salud y convirtió al cristianismo. Pronto, los cristianos llegaron
a ser tan numerosos, que Gregorio pudo construir una iglesia, ya que todos
colaboraron en la empresa con sus limosnas y su trabajo. En nuestro artículo
del 11 de agosto referimos cómo consiguió San Gregorio que Alejandro el
Carbonero fuese elegido obispo de Comana. La prudencia y el tacto de San
Gregorio movían a las gentes a consultarle acerca de cuestiones civiles y
religiosas y, en ese sentido, fueron muy útiles al santo sus estudios de leyes.
San Gregorio de Nissa y su hermano San Basilio, se enteraron por su abuela,
Santa Macrina de lo que se decía del Taumaturgo, ya que la santa había vivido
cuando era pequeña en Cesárea, más o menos en la época en que murió San
Gregorio. San Basilio afirma que la vida del Taumaturgo reflejaba la sublimidad
del fervor evangélico. En sus prácticas de devoción mostraba gran reverencia,
recogimiento y jamás oraba con la cabeza cubierta. Amaba la sencillez y
modestia en las palabras: el “sí” y el “no”, constituían la médula de sus
conversaciones. Aborrecía la mentira y la falsedad; en sus palabras, lo mismo
que en su conducta, no había jamás la menor sombra de cólera o de amargura.
Cuando estalló la persecución de Decio, el
año 250, San Gregorio aconsejó a los cristianos que se escondiesen para no
exponerse al peligro de perder la fe. El se retiró al desierto, en compañía de
un antiguo sacerdote pagano, a quien había convertido y hecho diácono suyo. Los
perseguidores se enteraron de que se había refugiado en cierta montaña,
enviaron a un pelotón de soldados a buscarle, pero éstos volvieron sin la presa
y dijeron que sólo habían encontrado árboles. Entonces, el hombre que había
señalado el sitio en que se hallaba escondido San Gregorio, se dirigió al
bosque y encontró al santo con su acompañante, entregados a la oración. A la
vista de aquellos hombres santos, comprendió que Dios debía protegerlos y que
El había hecho que los soldados los confundiesen con los árboles. Así, el que
había denunciado a los cristianos se convirtió al cristianismo.
A la persecución siguió una epidemia, y a la
epidemia una invasión de los godos, por lo que no es de extrañar que San
Gregorio haya tenido poco tiempo para escribir si, en semejantes
circunstancias, debía dedicarse a sus tareas pastorales. El mismo describe las
dificultades de su ministerio en la “Carta Canónica” que escribió con motivo de
los problemas suscitados por la invasio de los bárbaros. Se cuenta que el santo
organizaba entretenimientos en los días de las fiestas de los mártires y que
ello contribuyó a atraer a los paganos y a popularizar las
reuniones religiosas entre los cristianos. Por lo demás, segura mente el santo
estaba convencido de que también las diversiones sanas, ademas de las prácticas
religiosas, constituían una manera de venerar a los mártires
En todo caso, San Gregorio es, a lo que
sabemos, el único misionero que empleó los mencionados métodos en los tres
primeros siglos y se debe advertir que era un griego muy culto.
Poco antes de su muerte, San Gregorio hizo
investigaciones para averiguar cuántos infieles quedaban todavía en la ciudad y
al enterarse de que sólo había diecisiete, exclamó lleno de gozo: “¡Gracias
sean dadas a Dios! Cuando llegué a esta ciudad no había más que diecisiete
cristianos.” Después de orar por la conversión de los infieles y la
santificación de los que ya creían en el verdadero Dios, rogó a sus amigos que
no le sepultasen en un sitio distinguido, puesto que había vivido en el mundo
como peregrino sin buscarse a sí mismo y quería también compartir la suerte de
las gentes ordinarias después de la muerte. Según se dice, las reliquias del
santo fueron trasladadas a un monasterio bizantino de Calabria. En todo caso,
en el sur de Italia y en Sicilia se le venera especialmente y se le invoca
contra los terremotos y las inundaciones, en recuerdo de la forma milagrosa en
que detuvo las aguas desbordadas del río Lycus.
Los datos que poseemos sobre
el santo, son muy poco satisfactorios, si excluimos lo que el propio Gregorio
cuenta de sus relaciones con Orígenes y las alusiones casuales que se
encuentran en los escritos de San Basilio, San Jerónimo y Eusebio. San Gregorio
de Nissa, en su panegírico, cuenta muchos milagros, pero habla muy poco de la
vida del santo. Por otra parte, la biografía griega (cuyo mejor texto es el de Acta
Martyrum de Bedjan, vol. VI, 1896, pp. 83-106), es todavía menos fidedigna.
Existen además una biografía armenia y una latina, ambas de poco valor. Véase Ryssel, Gregorius
Thaumaturgus, sein Leben und seine Schriften (1880); Funk, en Theologische
Quartalschrif (1898), pp. 81 ss.; Journal of Theological Studies (1930),
pp. 142-155. Hay un valioso artículo de M. Jugie sobre los sermones que se
atribuyen a San Gregorio, en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1925), pp. 86-95; el autor
prueba claramente que muchas de las atribuciones carecen de fundamento, pero se
inclina a aceptar la autenticidad de los sermones que se conservan en armenio,
aunque rechaza el que F. C. Conybare tradujo al inglés en Expositor (1896),
pte. I, pp. 161-173. Sin embargo, los críticos admiten generalmente la
autenticidad del panegírico de Orígenes, del tratado sobre el Credo, de la
epístola canónica y del estudio dedicado a Teopompo; este último sólo se
conserva en sirio. La mayor parte de los escritos publicados en Migne, PG.,
vol. X, son ciertamente espurios, o por lo menos sospechosos. Véase
Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. II, pp. 315-332.
(17 de noviembre)
San Basilio y
otros escritores griegos honran a este prelado con el epíteto de el Grande”, y
San Atanasio le llama el “Maestro de la Iglesia Católica.” Alejandría, donde
Dionisio hizo sus estudios, era entonces el centro del saber. El joven, que era
aún pagano, se entregó ardientemente a los estudios. El mismo cuenta que se
convirtió a la fe tanto por una visión que tuvo y una voz que escucho, cuanto
por el examen imparcial de los documentos. Con el tiempo, llegó a ser profesor
en la escuela catequética de Orígenes y supo desempeñar su cargo con tal tino
que, cuando Heraclas fue elegido obispo, le confió durante quince años la direccion
de la escuela. El año 247, Dionisio fue elevado al episcopado. Poco después, el populacho,
azuzado por un profeta pagano de Alejandría, se dedicó a perseguir
violentamente a los cristianos. Dionisio describió esa persecución en una arta
a Fabio, obispo de Antioquía. Poco después, el edicto de Decio dio alas a los
perseguidores, de suerte que el gobernador de Alejandría mandó a un pelotón de
soldados a arrestar al obispo en cuanto se promulgó el edicto. Los soldados buscaron a Dionisio en todas partes,
excepto en su casa, de la que no había salido para nada. Cuatro días
después, el santo trató de escapar con sus criados y familiares, pero el grupo
fue descubierto y todos fueron arrestados, excepto uno de los criados, quien
contó lo sucedido a un campesino que se dirigía a una boda. Aunque el campesino
no era cristiano, consideró que aquello constituía una ocasión excelente para
reñir con la policía y corrió a dar aviso a los otros invitados a la boda.
Inmediatamente, todos acudieron a rescatar a los prisioneros, como “movidos por
un solo impulso” y dispersaron a los guardias. San Dionisio, creyendo que se
trataba de un grupo de bandoleros, se ofreció a entregarles sus prendas de
vestir, pero una vez aclaradas las cosas, cuando los invitados a la boda le
dijeron que estaba en libertad, el santo se afligió mucho por haber perdido la
corona del martirio y se negó a partir. Pero aquellos egipcios, que no
entendían de místicas le montaron por la fuerza en un borrico y le condujeron a
refugiarse en el desierto de Libia. Ahí permaneció Dionisio con dos compañeros,
gobernando la sede de Alejandría desde su retiro, hasta que cesó la
persecución.
“Más tarde, el cisma de Novaciano contra el
Papa San Cornelio desgarró la unidad de la Iglesia. El antipapa envió a
Dionisio una embajada para ganarle a su causa, pero el santo respondió: “Deberías
haber sufrido cualquier cosa antes de desgarrar la unidad de la Iglesia con un
cisma. Morir en defensa de la unidad hubiera sido tan glorioso como morir en
defensa de la fe y aun más glorioso, según mi opinión, porque de la unidad
depende la seguridad de toda la Iglesia. Si vuelves con tus hermanos a la
unidad, tu pecado será perdonado y si no puedes lograr que tus hermanos
vuelvan, salva por lo menos tu propia alma.” Para oponerse a la herejía de
Novaciano que negaba que la Iglesia tuviese el poder de perdonar ciertos
pecados, San Dionisio ordenó que no se rehusase la comunión a la hora de la
muerte a ninguno que la pidiere en las debidas disposiciones. Como Fabio de
Antioquía se inclinaba a favorecer el rigorismo de Novaciano para con los
pecadores, Dionisio le escribió varias cartas en las que combatía ese
principio. En una de ellas refiere que un hombre llamado Serapión, quien
llevaba hasta entonces una vida irreprochable, había tomado parte en un
sacrificio pagano, por lo cual se le negó la comunión. Durante su última
enfermedad, nadie quería darle la absolución y el enfermo desesperado, comenzó
a gritar: “¿Por qué me retenéis aquí? ¡Dadme la libertad que necesito!” En
seguida, envió a su nietecito en busca de un sacerdote y como éste no podía
acudir, le envió la Sagrada Eucaristía por medio del niño, como se acostumbraba
hacer en los períodos de persecución. En esa forma, Serapión murió en paz. San
Dionisio afirma que Dios le prolongó milagrosamente la vida para que pudiese
recibir la comunión. Por aquella época, empezó a hacer estragos una epidemia de
peste que duró varios años. San Dionisio escribió un relato de la catástrofe,
donde compara la caridad de los cristianos, muchos de los cuales murieron
mártires, con el egoísmo de los paganos, quienes a pesar de ello, murieron en
mayor número. Combatiendo el error que sostenía que Cristo había de reinar en
la tierra con sus elegidos mil años antes del día del juicio, Dionisio dio
muestras de ser un exegeta agudo; en efecto, el entusiasmo con que combatió ese
error dogmático, le permitió descubrir en el Apocalipsis ciertos argumentos que
algunos “críticos avanzados” habían de emplear siete siglos más tarde. El santo
tomó también parte en la controversia sobre el bautismo conferido por los
herejes; según parece, él personalmente se inclinaba a considerarlo como inválido, pero se atuvo a
las normas del Papa San Esteban I. También tuvo que combatir el
sabelianismo, que se había difundido entre Jos cristianos de Pentápolis.
Escribiendo contra ellos, San Dionisio expresó ciertas opiniones por las que
fue denunciado ante el Papa que llevaba su mismo nombre, y el Pontífice San
Dionisio escribió contra los errores del obispo, de suerte que éste publicó
después una explicación de su doctrina.
El año 257, Valeriano renovó la persecución.
El prefecto de Egipto, Emiliano, convocó a juicio a San Dionisio con algunos
miembros de su clero y los exhortó a ofrecer sacrificios a los dioses
protectores del imperio. San Dionisio replicó: “No todos los hombres adoran las
mismas divinidades. Nosotros honramos a un solo Dios, creador de todas las
cosas, quien ha conferido el poder imperial a Valeriano y a Galieno. A El
elevamos nuestras oraciones por la paz y prosperidad de su reinado.” El
prefecto trató de convencerlos para que adorasen a las divinidades romanas
junto con su Dios y, como no consiguió ningún resultado, los desterró a Kefro,
en Libia.
El destierro duró dos años. Cuando San
Dionisio regresó a su diócesis en 260, la ciudad de Alejandría estaba en pleno
desorden. En efecto, una cuestión política había provocado la guerra civil, y
la violencia reinaba en toda la ciudad. Los incidentes más insignificantes eran
ocasión de cruentas reyertas. Todos los hombres portaban armas, por las calles
se encontraban tirados los cadáveres y la sangre corría por todas partes. La
actitud pacífica de los cristianos no los salvaba de la violencia, y San
Dionisio se quejaba de que no se podía permanecer en casa ni salir a la calle
sin peligro de la vida. El santo se vio obligado a comunicarse por carta con
sus fieles, pues decía que era menos aventurado hacer un viaje del oriente al
occidente que ir de un sitio a otro en Alejandría. A estas desgracias vino a
añadirse la peste. En tanto que los cristianos se dedicaban a asistir
caritativamente a los enfermos, los paganos arrojaban a las calles los
cadáveres putrefactos y aun echaban fuera de sus casas a los agonizantes. San
Dionisio murió en Alejandría a fines del año 265, después de haber gobernado su
diócesis con gran prudencia y santidad durante diecisiete años. San Epifanio
cuenta que su recuerdo se conservó en la ciudad gracias a una iglesia que se le
dedicó, pero sobre todo, gracias a sus virtudes y sus escritos, de los que sólo
se conservan algunos fragmentos.
El Martirologio Romano menciona a San
Dionisio el día de hoy y el 3 de octubre. En esta última fecha, afirma
erróneamente que el santo fue martirizado con sus compañeros en su primer
destierro. El nombre de San Dionisio figura en el canon de las misas maronita y
siria.
Casi todo lo que sabemos
sobre San Dionisio procede de Eusebio y de las cartas del santo conservadas por
Eusebio. En los escritos de San Atanasio y otros Padres antiguos hay algunas
alusiones de poca importancia. La mejor edición de lo que queda de los escritos
de San Dionisio, es la de C. L. Feltoe (1904), quien publicó además, en “lo,
ciertas traducciones y comentarios. Chapman dedicó al santo un artículo muy comodo
eto en la Catholic Encyclopedia. Véase también Bardenhewer, Geschichte
der altkirchli-chen Literatur, vol. II, pp. 206-237; DTC., vol. IV (1911),
ce. 425-527; Journal of Theolo-Sical Studies, vol. XXV (1924), pp.
364-377; Zeitschrift f. N.—T. Wissenschaft (1924), pp. 235-247; las
monografías de F. Dittrich (1867) y L
Burel (1910); y Delehaye, Les Passions des martyrs ... (1921), pp.
429-435.
(17 de noviembre)
En el primer año
de la persecución de Diocleciano, al acercarse la fecha de la celebración de
los juegos conmemorativos del vigésimo aniversario de su acceso al trono, el
gobernador de Palestina consiguió que el emperador perdonase a todos los
criminales, excepto a los cristianos. Precisamente entonces, fue arrestado en
Gadara el diácono Zaqueo. Los guardias le azotaron brutalmente, le desgarraron
con garfios de hierro y le encerraron en la prisión con las piernas casi
descoyuntadas en el potro. A pesar de esa postura tan dolorosa, Zaqueo alababa
a Dios gozosamente noche y día. Pronto fue a reunirse Alfeo con él en la
prisión. Era éste un lector de la iglesia de Cesárea, originario de
Eleuterópolis y de familia distinguida. Durante la persecución, había
arriesgado la vida por exhortar a los cristianos a permanecer firmes.
Finalmente fue arrestado. El prefecto, que no fue capaz de rebatir sus réplicas
durante el interrogatorio, le envió a la prisión. La segunda vez que Alfeo
compareció ante su juez, éste le mandó azotar y desgarrar con garfios de acero.
Después, le envió a la mazmorra en que se hallaba Zaqueo, con la orden de que
también a él se le descoyuntase en el potro. Los mártires fueron condenados a
muerte la tercera vez que comparecieron ante el juez. Fueron decapitados el 17
de noviembre de 303.
Lo único que sabemos acerca
de estos santos es lo que Eusebio cuenta en Mártires de Palestina, lib. I,
c. 5. Véase CMH., pp. 604-605.
(17 de noviembre)
En La Liturgia mozárabe
estos santos gozan de suficiente importancia como para tener oficio propio.
Suele decirse que murieron en la persecución de Diocleciano, pero la fecha en
que los diversos autores sitúan su vida y su muerte, varía en más de un siglo.
En el “Memorial de los Santos”, San Eulogio dice que eran hermanos y que habían
nacido en Córdoba. Cuando se les acusó de ser cristianos, fueron encarcelados,
golpeados y torturados para obligarlos a apostatar. Finalmente, se les ejecutó
en el circo. Acisclo fue decapitado y Victoria murió atravesada por las
flechas. Una dama llamada Minciana, sepultó los cuerpos en su casa de campo.
Más tarde, se construyó ahí una iglesia, en la que fueron sepultados muchos
mártires de la persecución de los árabes.
La pasión medieval
(Florez, España Sagrada, vol. X, pp. 485-491) es una novela piadosa. La
existencia de Victoria es discutible, en cambio, está fuera de duda que Acisclo
fue realmente martirizado. Prudencio hace mención de él, y su nombre figura en
el Hieronymianum (véase CMH., pp. 606-607) el 18 de nov., donde se dice
curiosamente que “en este día se juntan rosas.” También existe una inscripción
española del siglo VI
acerca
de las reliquias de San Acisclo, como lo hace notar J. Vives, Inscripciones
cristianas de la España romana y visigoda (1942), n. 316.
(17 de noviembre)
Aniano nació en
Vienne. Durante algún tiempo, vivió ahí como ermitaño. Mas tarde, atraído por
la fama de santidad del obispo Evurcio, se trasladó a Orléans. Hacia el fin de
su vida, San Evurcio determinó renunciar a su cargo y reunió una asamblea para
elegir a su sucesor. Según la leyenda, se pusieron los nombres de cuatro
candidatos dentro de la urna, y un niño sacó el de Aniano. Para estar seguros
de que no se trataba de un puro azar, se confirmó la elección con las “sortes
biblicae.” Al tomar posesión de su catedral, San Aniano, de acuerdo con la
costumbre, pidió al gobernador de la ciudad que pusiese libertad a los presos.
El gobernador se negó, pero poco después estuvo a punto de perder la vida e
interpretó aquel suceso como una señal del cielo. Entonces hizo lo que el
obispo le había pedido.
El año 451, Adía y los hunos amenazaban
sitiar Orléans. Como en tantos otros casos, se atribuye al obispo la
preservación de la ciudad, puesto que San Aniano ayudó a organizar la defensa,
alentó al pueblo y pidió urgentemente auxilio al general romano Aecio. Pero
Aecio procedió con lentitud y los bárbaros tomaron la ciudad. Cuando se
disponían ya a partir con el botín y los prisioneros, tuvieron que hacer frente
a las tropas de Aecio, que los expulsaron de Orléans y los obligaron a huir al
otro lado del Sena. San Aniano, que era ya muy anciano, murió dos años después.
Las dos biografías latinas
que existen son tardías y poco fidedignas. B. Krusch editó la mejor de las dos
en MGH., Scriptores Merov, vol. III, pp. 104-117. San Gregorio de Tours
describe con cierto detalle la liberación de Orléans y la atribuye a San
Aniano. Véase también C. Duhan, Vie de St Aignan (1877); y L. Duchesne, Pastes
Episcopaux, vol. II, p. 60.
(17 de noviembre)
El mas conocido
de los obispos de la antigua diócesis de Tours, después de San Martín, fue
Jorge Florencio, quien más tarde tomó el nombre de Gregorio. Nació el año 538,
en Clermont Ferrand. Pertenecía a una distinguida familia de Auvernia, pues era
biznieto de San Gregorio de Langres y sobrino de San Galo de Clermont, a cuyo
cuidado se le confió cuando quedó huérfano de padre. Galo murió cuando Gregorio
tenía diecisiete años. El joven salió con bien de una peligrosa enfermedad y
decidió consagrarse al servicio de Dios. Desde entonces, empezó a estudiar la
Sagrada Escritura bajo la dirección de San Avito I, en Clermont, donde recibió
la ordenación sacerdotal. El año 573, por deseo del rey Sigeberto I y de todo
el pueblo de Tours, fue elegido para suceder en el gobierno de la sede a San
Eufronio.
Era aquella una época muy turbulenta en toda
la Galia y particularmente en Tours. Al cabo de tres años de guerra, a partir
de la elección de San Gregorio, la ciudad cayó en manos del rey Chilperico, quien
no tenía ninguna simpatía por el obispo, de manera que éste debió enfrentarse a
un enemigo poderoso. En abierta oposición al mandato de la madrastra de
Meroveo, el hijo de Chilperico, San Gregorio le dio asilo en el santuario y,
además, tuvo el valor de apoyar a San Pretéxtalo de Rouen, a quien Chilperico
convocó a juicio por haber bendecido el matrimonio de Meroveo con Brunilda, su
tía política, “oco después, Gregorio intervino en la confiscación de las
tierras del condado de Tours, que estaban en posesión de un hombre indigno
llamado Leudastio. Este le acusó de deslealtad política ante el rey y de haber
calumniado a la rema Fredegunda. San Gregorio compareció ante un concilio, pero
la since-ndad con que juró que era inocente y la dignidad de su conducta,
movieron a los obispos a ponerle en libertad y a castigar a
Leudastio por su falso testimonio. Chilperico, como tantos otros monarcas de su
tiempo, se creía teólogo. En este punto, San Gregorio tuvo también conflictos
con él, porque no podía disimular que Chilperico era un mal teólogo y que la
forma como expresaba sus ideas era aún peor. Chilperico murió el año
584. Tours cayó primero en manos de Guntramo de Borgoña y después en las de
Childeberto II; ambos soberanos trataron amistosamente a Gregorio, quien
pudo dedicarse tranquilamente a escribir y a administrar su diócesis.
Bajo el gobierno de San Gregorio, la fe y las
buenas obras aumentaron en Tours. El santo reconstruyó su catedral, así como
otras iglesias y supo atraer a la fe y a la unidad a muchos herejes, a pesar de
que no era un gran teólogo. San Odón de Cluny alaba su humildad, su celo por la
religión y su caridad para con todos, especialmente para con sus enemigos. Se
le atribuyeron en vida varios milagros, que él atribuía a su vez a la intercesión
de San Martín y otros santos, cuyas reliquias llevaba siempre consigo.
Aunque San Gregorio fue uno de los obispos
merovingios más activos, actualmente se le recuerda sobre todo como historiador
y hagiógrafo. Su “Historia de los francos” es una de las fuentes principales de
la historia primitiva de la monarquía francesa, que nos proporciona muchos
datos sobre su autor. Menos valiosas desde el punto de vista histórico, son
otras obras suyas, como los tratados “Sobre la gloria de los mártires” y sobre
otros santos, “Sobre la gloria de los confesores” y “Sobre las vidas de los
Padres.” Según la costumbre de su tiempo, el santo narra en extenso los
milagros y otros hechos maravillosos y, sólo de vez en cuando, deja ver su
espíritu crítico. En este sentido, el juicio de Alban Butler es muy moderado: “En
sus nutridas colecciones de milagros, dice Butler, parece dar crédito a las
leyendas populares con demasiada frecuencia.”
Lo que sabemos sobre la vida
de San Gregorio de Tours se deriva principalmente de sus obras. Venancio
Fortunato y ciertas crónicas de la época proporcionan algunos datos
suplementarios. Existe una biografía de San Gregorio (Migne, PL., vol. LXXI, ce. 115-128), pero data del
siglo X y tiene poco
valor por sí misma. Se ha escrito mucho sobre Gregorio de Tours, pero menos
desde el punto de vista hagiografía) que del literario. Una de las obras más
notables en este aspecto, es la de G. Kurth, Histoire poétique des
Mérovingiens (1893). Véase también Eludes Fronques (1919) del mismo
autor; L. Halphen, en Mélanges Lot (1925), pp. 235-244; B. Krusch, en Mitheilungen
Inst. Oester. Geschichte (1931), pp. 486-490; DAC., vol. VI, ce. 1711-1753;
y Delehaye, Les Recueils des Mirades des Saints, en Analecta
Bollandiana, vol. xliii (1925), pp. 305-325. La mejor edición de las obras de Gregorio es la
de Krusch y Levison, en MGH., Scriptores Merov, vol. I, pte. I
(1937-51). Hay un interesante artículo de Harman Grisewood en Saints and
Ourselves (1953), pp. 25-40.
(17 de noviembre)
Seguramente que
el culto de esta santa abadesa comenzó muy poco después de su muerte, pues su
nombre figura ya en el calendario de San Wilibrordo, escrito a principios del
siglo VIII. Hilda era hija de Hererico,
sobrino de San Ed-wino, rey de Nortumbría. Fue bautizada por San Paulino junto
con san Edwino, a los trece años de edad. Según dice Beda, los primeros treinta
y tres años de su vida “los pasó noblemente en el estado secular y, todavía más
noblemente, dedicó la otra mitad de su vida al servicio de Dios en la religión.”
Santa Hilda se trasladó al reino de Anglia del este. Tenía la intención de
retirarse al monasterio de Celles, en Francia, donde se hallaba su hermana
Hereswita, pero San Aidán la convenció para que volviese a Nortumbría, donde
fundó una pequeña abadía junto al río Wear. Más tarde, fue nombrada abadesa del
monasterio mixto de Hartlepool, donde lo primero que hizo fue establecer el
orden, guiada “por su prudencia innata y su amor al servicio divino.”
Unos diez años después, fue trasladada a Streaneshalch
(que se llamo más tarde Whitby), ya fuese para reformar una abadía o para fundarla.
Se trataba también de una abadía
mixta. Los religiosos y las religiosas vivían completamente separados, pero se
reunían en la iglesia para el canto del oficio divino. Según la costumbre, la
abadesa era superiora en todo, excepto en lo estrictamente espiritual. Beda
escribe que Santa Hilda desempeñó su oficio con tanto tino, “que no sólo las
gentes del pueblo, sino aun los reyes y príncipes solían consultarla y seguir
sus consejos. A aquéllos que estaban bajo su dirección, los obligaba a leer con
asiduidad la Sagrada Escritura y a ejercitarse constantemente en las buenas
obras, de suerte que llegasen a ser aptos para las funciones eclesiásticas y el
servicio del altar.” Algunos de los monjes de Santa Hilda llegaron a ser
obispos, como San Juan de Beverly. El poeta Caed-mon, que servía en el
monasterio, tomó finalmente el hábito por consejo de la santa y fue venerado
localmente como santo, después de su muerte. Santa Elfleda, discípula de Hilda,
fue su sucesora en el gobierno de la abadía. El éxito con que la santa supo
gobernar la abadía y ganarse el afecto de sus subditos puede verse en las
páginas que le dedica Beda en su Historia E eclesiástica. Probablemente
por razón de su magnífica situación, se escogió la abadía de Whitby para el
sínodo convocado en el año 664 para discutir la fecha en que debía celebrarse
la Pascua y otros problemas espinosos. Santa Hilda y sus subditos se aliaron
con los escoceses en favor de las costumbres célticas, pero triunfó el partido
opuesto, encabezado por San Wilfrido, y el rey Oswy impuso en Nortumbría la
costumbre romana. Sin duda que Santa Hilda obedeció a la decisión del sínodo,
pero es posible que haya quedado un poco resentida por la actitud de San
Wilfrido, ya que más tarde apoyó decididamente a San Teodoro de Canterbury
contra él en la cuestión de las diócesis del norte.
Siete años antes de su muerte, Santa Hilda
contrajo una enfermedad de la que no volvió a sanar. Sin embargo, en ese lapso “no
dejó nunca de dar gracias al Creador y de instruir en privado y en público a
sus subditos. Con su ejemplo exhortaba a todos a servir fielmente a Dios en la
salud y a darle gracias en la enfermedad y en la adversidad.” Santa Hilda murió
probablemente al amanecer del 17 de noviembre de 680. Como dice Beda, una
religiosa “que la amaba apasionadamente” y que no pudo asistir a su muerte
porque estaba encargada de las postulantes, tuvo una visión de lo sucedido y lo
refirió a las religiosas que estaban con ella. Otra religiosa, llamada Begu,
que se hallaba en la casa de Hackness, a veinte kilómetros de distancia, oyó en
sueños el tañido de unas campanas y vio el alma de su abadesa partir al cielo.
Inmediatamente, convocó a sus hermanas y pasaron toda la noche orando en la
iglesia. Al amanecer “llegaron los hermanos desde el sitio en que la santa
había pasado a mejor vida, con la noticia de su muerte.” Cuando los daneses
destruyeron el monasterio de Whitby, las reliquias de Santa Hilda se perdieron
o fueron trasladadas a un sitio desconocido. Su fiesta se celebra todavía en la
diócesis de Middlesbrough.
Casi todo lo que sabemos
sobre Santa Hilda se reduce a lo que cuenta Beda en su Historia
Ecclesiastica. Véanse, sin embargo, las notas de la edición de C. Plummer y
también Howorth, The Golden Days of Early English Church, vol. III, pp.
186-195 y passim, Cf. Stanton, Menology, pp. 551-552.
(17 de noviembre)
Eusebio cuenta
el martirio de Román, diácono de la iglesia de Cesárea, en su relato sobre los
mártires de Palestina, ya que, si bien sufrió el martirio en Antioquía, era
originario de Palestina. Poseemos además un panegírico escrito por San Juan
Crisóstomo y un poema de Prudencio sobre el mártir. Cuando estalló la
persecución de Diocleciano, Román exhortó a los fieles de la región a
permanecer firmes en la fe. Hallándose en Antioquía en el juicio de unos
prisioneros cristianos, los exhortó al ver que éstos se disponían a ofrecer
sacrificios por miedo a los tormentos. Inmediatamente fue hecho prisionero,
azotado y condenado a perecer en la hoguera. Una violenta tempestad apagó las
llamas. Entonces el emperador, que se hallaba en la ciudad, ordenó que se
arrancase de raíz la lengua al mártir. La orden fue ejecutada, pero Román
prosiguió, milagrosamente, exhortando a los presentes a amar y adorar al único
y verdadero Dios. El emperador le envió de nuevo a la prisión, donde los
verdugos le descoyuntaron las piernas en el potro y le, colgaron de una viga
del techo. San Román soportó la tortura largo tiempo y murió estrangulado en la
prisión. Prudencio (quien pide al mártir que con sus oraciones le alcance la
gracia de pasar del rebaño de los cabritos al de las ovejas) menciona a un niño
anónimo de siete años, que alentado por San Román, confesó al verdadero Dios y
fue azotado y decapitado. El Martirologio Romano le da el nombre de Bárula,
pero Eusebio no habla de él.
Delehaye hace notar en CMH
(pp. 605-606) que, además del relato de Ensebio, del panegírico de San Juan
Crisóstomo y del poema de Prudencio, constituye un testimonio muy importante
sobre el culto a San Román la mención que de él hace el Breviarium sirio
de principios del siglo V. Por otra parte, el patriarca de Antioquía, Severo, fue consagrado a
principios del siglo VI en una iglesia dedicada a nuestro santo y ahí predicó varios sermones
en su honor. Según parece, Prudencio fue el primero que mencionó la existencia
del niño que acompañó a San Román en el martirio. Se trata de un problema
demasiado complicado para discutirlo aquí. Delehaye ha demostrado que Bárula es
casi seguramente el mártir sirio Baralaha o Barlaam, cuyo nombre se asoció en
las antiguas listas al de San Román. Véase Analecta Bollandiana, vol. XXII
(1903), pp. 129-145; vol. XXXVIII (1920), Pp. 241-284; y sobre todo, el vol. I
(1932), pp. 241-283. En este último artículo Delehaye insiste en el importante
papel que desempeñó en este asunto la Homilía de Resurrectione; A.
Wilmart demostró que esta homilía era obra de Eusebio de Edesa, quien murió el
año 359.
(18 de noviembre)
Desde mediados
del siglo X hasta principios del siglo XII, la abadía de Cluny fue sin duda la institución que mayor influencia
ejerció sobre la vida monástica en el occidente de Europa. Su papel sólo cedía
en importancia al del papado, ya que constituía el centro y la principal
autoridad de una vasta “reforma” monástica, por lo que marcó la vida y el
espíritu de los monjes de San Benito durante un período mucho más extenso y su
influencia se deja sentir todavía. La influencia y la autoridad de Cluny se
debieron a siete de sus ocho primeros abades, de los que San Odón fue el
segundo. El santo se educó primero con la familia de Fulko II, conde de Anjou, y después, con la del duque Guillermo de Aquitania,
fundador de la abadía de Cluny. Odón recibió la tonsura a los diecinueve años,
fue nombrado canónigo de la iglesia de San Martín de Tours y pasó algunos años
estudiando en París. Ahí se dedicó con gran entusiasmo a la música con Remigio
de Auxerre, su maestro. Un día, al leer las reglas de San Benito, Odón quedó
impresionado al comprobar cuánto distaba su existencia de la perfección y
entonces, determinó ingresar en la vida religiosa. Poco después, se trasladó al
monasterio de Baume-les-Messieurs, en la diócesis de Bensangon, donde el abad
Berno le concedió el hábito el año 909.
El duque Guillermo fundó al año siguiente la
abadía de Cluny y la confió a San Berno, quien nombró a San Odón director de la
escuela que el monasterio tenía en Baume. Se cuenta que, en cierta ocasión
cuando San Odón se hallaba de viaje, la hija de su huésped acudió a él por la
noche a pedirle auxilio, pues su padre quería casarla contra su voluntad. El
santo no pudo resistir a las lágrimas y súplicas de la joven, la ayudó a
escapar de su casa y la llevó consigo a Baume. No sin razón, el abad de Odón se
enojó por la precipitada decisión de su subdito y le ordenó que velara
cuidadosamente por la joven y la pusiese en sitio seguro. Odón, que llevaba diariamente
de comer a la joven, la instruyó sobre la vida religiosa y la colocó en un
convento de religiosas. Con la edad, el santo se hizo más prudente y fue
nombrado para suceder a San Berno en el gobierno de la abadía de Cluny.
San Berno había emprendido ya la reforma de
varios monasterios desde Cluny. San Odón continuó la reforma en mayor escala.
Uno de los monasterios que reformó fue el de Fleury sobre el Loira, que estaba
destinado a ejercer una gran influencia en Inglaterra. Alguien escribió acerca de
la escuela de San Odón en Cluny: “En ella se educa tan bien a los niños como en
los castillos de sus padres.” La vida en Cluny no era fácil. Cierto monje se
quejó una vez ante San Odón de que San Berno gobernaba la abadía con mano de
hierro. Lo cierto es que hacía falta una rígida disciplina para mantener el
orden entre los vigorosos espíritus del siglo X, y Cluny no
era una excepción. San Odón gobernó también con férrea energía y solía
intimidar a los monje? rebeldes hablándoles de métodos de gobierno aún más
severos que el suyo. Pero no siempre procedía así. Por ejemplo, refiriéndose a
los actos de caridad, contó un día que un joven estudiante, al dirigirse a la
iglesia a cantar maitines, en una cruda madrugada de invierno, había encontrado
en la puerta del templo a un mendigo medio desnudo. El estudiante se quitó la
capa y se la echó al mendigo sobre los hombros, de suerte que tiritó de frío
durante el largo oficio. Después de laudes, se acostó en su lecho para
calentarse un poco y encontró entre las sábanas una
moneda de oro, con lo que tenía más que suficiente para comprarse una capa. El
biógrafo comenta: “Entonces yo no sabía quién había sido el héroe de este
incidente, pero lo descubrí más tarde.” Naturalmente, el héroe fue el propio
Odón, quien en Tours había aprendido a imitar a San Martín.
El año 936, San Odón fue a Roma por primera
vez, convocado por el Papa León VII. La ciudad estaba entonces
sitiada por Hugo de Provenza, quien se daba a sí mismo el nombre de rey de
Italia y profesaba gran respeto a San Odón. El Papa había llamado al santo para
que tratase de concluir la paz entre Hugo de Provenza y Alberico, “el patricio
de los romanos.” San Odón logró un triunfo provisional, negociando el
matrimonio de Alberico con la hija de Hugo. En la abadía de San Pablo
Extramuros “reglamentó en forma apostólica la vida espiritual del monasterio y,
con sus exhortaciones, fomentó en todos los corazones la fe, la piedad y el
amor de la verdad.” El espíritu de Cluny se había extendido ya más allá de las
fronteras de Francia, y la influencia de San Odón se dejó sentir
particularmente en los monasterios de Monte Cassino, Pavía, Ñapóles y Salerno.
En cierta ocasión, el santo estuvo a punto de perecer apedreado por un
campesino quien pretendía que los monjes de San Pablo le debían dinero. San
Odón pagó al campesino lo que se le debía y olvidó el incidente. Pero pronto se
enteró de que Alberico había sentenciado a aquel hombre a perder el brazo
derecho. Inmediatamente, el santo fue a pedir la anulación de la sentencia y consiguió
que el campesino fuese puesto en libertad. Durante los seis años siguientes,
Odón tuvo que volver dos veces a Roma a tratar de mantener la paz entre Hugo y
Alberico y aprovechó ambas ocasiones para ensanchar el campo de su celo de
reforma. Entre tanto, la empresa iba ganando terreno en Francia, donde los
nobles devolvían al santo los monasterios que hasta entonces habían gobernado
ilegalmente, y los superiores le invitaban a visitar sus abadías y a
reformarlas. Naturalmente, no faltaron monjes que no se resignaban a perder su
cómoda situación y obstaculizaban cuanto podían el trabajo del santo. Por
ejemplo, algunos acusaron a los de Cluny de lavar su ropa interior los sábados
después de las vísperas. Como los religiosos de Cluny no respondiesen nada y
continuasen con su tarea semanal, uno de los acusadores exclamó: “Yo no soy una
serpiente que silba ni un buey que muge, sino un hombre que habla. ¿Acaso
queréis enseñarnos la regla de San Benito guardando silencio?.” Dicho esto, fue
a quejarse a su abad. Los monjes de Fleury recibieron al santo con piedras y
espadas y aun le amenazaron con darle muerte si entraba en la iglesia. San Odón
les habló con cariño, les dio tres días para tranquilizarse y, al cabo de ese
plazo, penetró montado en su asnillo como si nada hubiese sucedido. “Le
recibieron como a un padre y su escolta partió sin necesidad de intervenir.”
El año 942, Odón fue a Roma por última vez.
Al regreso, se detuvo en el monasterio de San Julián de Tours. Después de
asistir a las ceremonias de la fiesta de su patrono, San Martín, tuvo que
guardar cama y falleció el 18 de noviembre. Uno de sus últimos actos fue
componer un himno en honor de San Martín, que se conserva todavía. A pesar de
la enorme actividad de su vida, San Odón encontró todavía tiempo
para escribir otro himno, doce antífonas en verso, en honor de San Martín, tres
libros de estudios de moral, una biografía de San Geraldo de Aurillac y un
largo poema sobre la Redención. Sus biógrafos afirman también unánimemente que
escribió varias obras sobre la música sagrada, pero no se conserva ninguna, por
más que se le han atri-buido falsamente ciertas partituras.
Un monje de Cluny, llamado
Juan, y otro monje, llamado Malgodo, escribieron sendas biografías de San Odón;
pueden verse en Mabillon, vol. V, y en Migne, PL., vol. XXXIII E. Sackur, en Neues
Archiv, vol. XV, pp. 105-112, habla de otra recensión de la biografía
escrita por Juan, pero es de fecha posterior. La biografía moderna de O.
Ringholz (1885) es excelente. Existe también en la colección Les Saints el
ensayo biográfico de Dom du Bourg, titulado Saint Odón, que es agradable
pero no muy exacto. Véase también Sackur Die Cluniacenser, vol. I, pp. 36-120; A.
Hessel, en Historische Zeitschrift, vol. 128 (1923)” pp. 1-25. Acerca de
las relaciones de Cluny con Inglaterra, cf. L. M. Smith, The Early History
of the Movement of Cluny (1925), y D. Knowles, The Monastci Order in
England (1949), c. VIII; Watkin Williams, Monastic Studies (1938),
pp. 24-36.
(19 de noviembre)
Se conserva un
panegírico de San Juan Crisóstomo sobre este mártir. En cambio, las “actas” de
su martirio, por lo menos tal como han llegado hasta nosotros, son espurias.
Dichas actas cuentan que Barlaam era labrador de un pueblecito de las cercanías
de Antioquía. Su profesión de fe en Cristo provocó a los perseguidores, quienes
le tuvieron largo tiempo en la cárcel antes de juzgarle. El juez se burló de la
apariencia y el lenguaje rústicos de Barlaam, pero no pudo menos de admirar su
virtud y su constancia. Aunque fue cruelmente azotado, no se le oyó una sola
queja. Después se le descoyuntaron los miembros en el potro. Como tampoco eso
diese resultado, el prefecto le amenazó con la muerte y mandó que se le
mostraran las espadas y mazos manchados con la sangre de otros mártires.
Barlaam las contempló sin pronunciar palabra. El juez, avergonzado al verse
vencido, le envió nuevamente a la prisión, en tanto que imaginaba un tormento
peor. Finalmente, creyó haber descubierto un método para hacer que Barlaam
ofreciese sacrificios, a pesar de su
resolución de no hacerlo. El prisionero fue conducido ante un altar sobre el
que había un brasero con carbones encendidos. Los guardias le pusieron incienso
en la mano y se la sujetaron sobre las brasas, extendida y con la palma hacia
arriba; si Barlam hacía el menor movimiento, el incienso caería sobre las
brasas, como si ofreciese sacrificio. Aunque, en realidad, tal movimiento
instintivo no hubiese sido un acto de idolatría, Barlaam, temiendo el escándalo
de sus hermanos, mantuvo firme la mano sobre el fuego hasta que se quemó
enteramente y cayó con el incienso sobre las brasas. Cualesquiera que hayan
sido las circunstancias y la época del martirio de San Barlaam, lo cierto es
que tuvo lugar en Antioquía y no en Cesárea de Capa-docia como afirma el
Martirologio Romano.
Es casi seguro que este
Barlaam se identifica con el San Bárula del 18 de noviembre relacionado
con San Román. Véase Delehaye, Analecta Bollandiana, vol. XXII, pp.
129-145-y las obras citadas en nuestro artículo sobre San Román.
(20 de noviembre)
En el AÑO
cuarto de la terrible persecución que desató en Persia Sapor II, fueron arrestados el obispo de Sahgerd, llamado Nerseo, y su discípulo
José. Sapor II se hallaba entonces en dicha
ciudad. Cuando los reos comparecieron ante él, el soberano dijo a Nerseo: “Tus
cabellos grises y la juventud de tu discípulo me inclinan a la benevolencia.
Piensa en tu propia vida. Ofrece sacrificios al sol, y yo te cubriré de
honores.” Nerseo respondió: “Tus halagos no nos engañan. Yo tengo ya más de
ochenta -años y he servido a Dios desde niño. Ruego a Dios que me preserve de
todo mal que no permita que yo le traicione, adorando la obra de sus manos.”
Como el rey le amenazase con la muerte, el anciano replicó: “Aunque nos mataras
siete veces, no cedería-nios.” Entonces se sacó a los mártires fuera del
campamento. En el sitio de la ejecución, donde se hallaba reunida una gran
multitud, José dijo al obispo: “Mirad a esa multitud que está esperando que la
bendigáis antes de subir a la Patria.” Nerseo le abrazó y le dijo: “Feliz de
ti, bendito José, que has roto las cadenas de este mundo y has entrado por el
sendero estrecho que conduce al Reino de los Cielos.” Los dos fueron
decapitados.
En las
mismas actas se narra también el triunfo de otros mártires. Uno de ellos fue un
eunuco de palacio que se negó a ofrecer sacrificios. Vardano, un sacerdote que
había apostatado por miedo al martirio, fue el encargado de darle muerte.
Cuando Vardano vio a su víctima, se echó a temblar y no se atrevió a proceder a
la ejecución. El mártir le dijo: “¿Cómo podéis matarme vos, que sois sacerdote?
Seguramente que me equivoco al daros el nombre de sacerdote. Haced lo que tenéis
que hacer, pero no olvidéis la muerte del apóstata Judas.” El impío Vardano dio
un paso vacilante y apuñaló al mártir.
El P. P. Peeters (Acta Sanctorum, nov. 10, vol.
IV), en un artículo muy completo sobre San Nerseo, publicó el texto sirio de
las actas, una traducción latina y una inmensa bibliografía. E. Assemani había
publicado anteriormente las actas en Acta Martyrum Orien-talium, vol. I,
pp. 99 ss. También Bedjan y Hoffman las habían publicado ya.
(20 de noviembre)
En el siglo IX, los
daneses empezaron a hacer incursiones cada vez más frecuentes en las costas de
Inglaterra. A mediados del siglo, “los paganos pasaron el primer invierno en
nuestra tierra.” El día de Navidad del año 855, los nobles y el clero de Norfolk,
reunidos en Attleborough, coronaron por rey a Edmundo, quien tenía entonces
catorce años. Al año siguiente, el pueblo de Suffolk reconoció también su
soberanía. Se dice que fue un gobernante tan talentoso y hábil como virtuoso.
Para emular al rey David y poder participar en los divinos oficios, aprendió
todo el salterio de memoria. El benedictino Lidgate escribió en el siglo XV: “Era piadoso y bueno, celestialmente alegre, prudente en sus actos, y
la gracia se manifestaba poderosamente en él...” Por entonces, tuvo lugar la
más numerosa de las invasiones que los daneses habían llevado a cabo hasta
entonces. La “Crónica Anglo-Sajona” dice: “Un poderoso ejército de daneses
desembarcó en el país de los anglos. Ahí pasaron el invierno y se les
proporcionaron caballos. Los anglos hicieron la paz con ellos.” Los invasores
cruzaron el Humber y tomaron York. En seguida avanzaron con dirección a Mercia,
hasta Nottingham, saqueando, quemando y esclavizando. El año 870, cruzaron
Mercia, de vuelta a Anglia del este, y establecieron sus cuarteles de invierno
en Thetford. “En aquel invierno, Edmundo les presento batalla, los daneses
triunfaron, mataron al rey sometieron a toda la tierra y destruyeron todos los
monasterios que encontraron.”
Este resumen corto y escueto nos dice cuanto
sabemos con certeza sobre la muerte de San Edmundo. Alban Butler resume de la
manera siguiente las tradiciones que se encuentran en Abbo de Fleury y otros
cronistas. Los bárbaros invadieron los dominios de San Edmundo, incendiaron la
ciudad de Thetford, (que había tomado por sorpresa) y sembraron la desolación
por donde pasaron. El rey reunió apresuradamente un ejército. En las cercanías
de Thetford se enfrentó con un destacamento de daneses y estuvo a punto de
ganar la batalla. Pero, poco después, llegaron refuerzos al enemigo. Viendo que
no podía presentar batalla con un ejército tan reducido como el suyo, San
Edmundo se retiró a su castillo de Framlingham de Suffolk. El jefe de los
bárbaros, Ingvar, le propuso la paz bajo condiciones que el monarca no podía
aceptar, tanto por motivos religiosos como por la lealtad que debía a sus
subditos. No le quedó, pues, otro remedio que huir, pero fue rodeado por el
enemigo en Hoxne, a orillas de Waveney. Según otros autores, permitió
voluntariamente que le tomasen preso en la iglesia. Nuevamente se le hicieron
proposiciones inadmisibles que el santo desechó, declarando que amaba más su
religión que su propia vida y que jamás salvaría ésta al precio de aquélla.
Entonces, Ingvar mandó que le atasen a un árbol y le azotasen. San Edmundo
soportó el tormento con mansedumbre, invocando el nombre de Jesús. En seguida
le cosieron a flechazos, pero sin darle muerte, de suerte que su cuerpo “parecía
un erizo, cuya piel está cubierta de púas, o un puercoespín.” Finalmente,
Ingvar desató al santo, le arrancó del árbol al que le habían clavado las
flechas y mandó que le decapitasen.
El cuerpo de San Edmundo fue sepultado en
Hoxne. Hacia el año 903, sus reliquias fueron trasladadas a Beodricsworth, que
se llama actualmente Bury St Edmund”s. El año de 1010, durante las invasiones
de los daneses, las reliquias fueron depositadas en la iglesia de San Gregorio
de Londres, cerca de la catedral de San Pablo y, tres años más tarde, volvieron
nuevamente a Bury. Durante el reinado de Canuto, se fundó la gran abadía
benedictina de St Edmundsbury, que tuvo por reliquia principal los restos de
San Edmundo. Los comentarios de Tomás Carlyle (en “Past and Present”) sobre la
crónica de Joselino de Brakelond, en la que se describe cómo el abad Sansón
trasladó las reliquias de San Edmundo a una nueva iglesia, en 1198,
contribuyeron a popularizar mucho los nombres de San Edmundo y su abadía.
Antiguamente, se profesaba gran devoción al mártir en Inglaterra, donde se
construyeron numerosas iglesias en honor suyo. En el siglo XIII y en los siguientes, la fiesta de San Edmundo era de obligación. Su
fiesta se celebra todavía en la diócesis de Westminster y Northampton, así como
en las abadías benedictinas de Inglaterra.
Thomas Arnold editó en Memorials
of St Edmund’s Abbey (Rolls Series, vol. I) una pasión escrita
por Abbo de Fleury, otra debida a la pluma de Gaufrido de Fontibus, una
colección de milagros compuesta por el archidiácono Hermán y otra compuesta por
el abad Cansón. Arnold hace notar, en la introducción, que Guillermo de
Malmesbury y otros ronistas pretenden añadir algunos datos, pero que son de
poco valor. Lo mismo hay que decir de La vie de Saint Edmund le Roy (poema
francés del siglo XIII,
publicado
por Arnold en el vol. II) y del poema inglés compuesto por el monje de Bury,
Dan Lydgate. La biografía moderna de J. B. Mackinlay (1893) carece
desgraciadamente de sentido crítico (véase The Month, oct. 1893, pp.
275-280). En cambio, Lord Francis Hervey, Zorolla Sti. Eadmundi (1907) y
History of King Edmund (1929), estudió muy cuidadosamente el tema. Se ha
discutido mucho acerca de la supuesta traslación de las reliquias de San
Edmundo a la iglesia de Saint Sernin, en Toulouse, así como de la vuelta de una parte de ellas
a Inglaterra en 1901. Véase Stanton, Menology, pp. 559-561. H. Kjellman
publicó nuevamente en Góteborg, en 1935, La Vie de Saint Edmund; y E.
Butler volvió publicar la crónica de Joselino en 1949. Cf. R. M. Wilson, The Lost
Literature of Medieval England (1952).
(20 de noviembre)
La familia de
Berenbardo era sajona. Este quedó huérfano cuando era todavía pequeño y su tío,
el obispo Volkmaro de Utrecht, le tomó a su cargo y le envió a la
escuela catedralicia de Heidelberg. Más tarde, Berenbardo fue a terminar sus
estudios en Mainz, donde recibió la ordenación sacerdotal de manos de San
Wiligis. Berenbardo se dedicó a cuidar a su tío y no aceptó ningún beneficio
sino hasta después de la muerte de éste. El anciano murió el año 987. San
Berenbardo fue nombrado entonces capellán imperial y tutor del emperador Otón III, que era todavía niño. La influencia de San Berenbardo en la vida de
Otón III fue muy poderosa, aunque insuficiente. Seis
años más tarde, el santo fue elegido obispo de Hildesheim. Construyó ahí la
gran iglesia y el monasterio de San Miguel y gobernó con prudencia y habilidad.
San Berenbardo fue siempre muy aficionado al arte religioso, particularmente a
toda clase de trabajos en metal. Como su diócesis era muy rica, pudo promover
las artes y proteger a los mejores artistas. Tangmaro, el biógrafo de San
Berenbardo, que fue también su preceptor, afirma que el santo era muy hábil en
la pintura, así como en los trabajos en metal y que empleaba buena parte de su
tiempo en esas artes. A él se atribuyen algunos objetos muy hermosos de metal
labrado, que se conservan en Hildesheim.
Desgraciadamente, el gobierno de San
Berenbardo, que duró treinta años, se vio turbado por una disputa con el
arzobispo de Mainz, San Wiligis, quien reclamaba ciertos derechos sobre el gran
convento de Gandersheim. La disputa había comenzado en tiempos del predecesor
de San Berenbardo. Una religiosa llamada Sofía la reavivó, ya que acudió al
arzobispo de Mainz cuando el obispo de Hildesheim la llamó al orden por su mala
conducta. El conflicto duró más -de siete años, por más que ya antes la Santa
Sede había fallado en favor de San Berenbardo, cuya conducta fue irreprochable
durante toda la disputa. Finalmente, San Wiligis se sometió públicamente y pidió
perdón por su falta de prudencia y la obstinación que había mostrado. San
Berenbardo murió el 20 de noviembre de 1022, después de tomar el hábito de San
Benito. Fue canonizado en 1193.
El mejor texto de la
biografía escrita por Tangmaro es el de MGH., Scriptores, vol. IV, pp.
754-782; puede verse también en Migne, PL., vol. CXL, ce. 393-436. Véase Neues
Archiv, vol. XXV, pp. 427 ss.; V.C. Habitcht, Der hl. Berwards von
Hildesheim Kunstwerke (1922 Archiv für Kulturgeschichte, vol. XVII
(1921), pp. 273-285; y F. J. Tschan, Sí Bernward of Hildesheim: his Life and
Times (2 vols., 1942-1952, University of Notre Dame Press, U.S.A.).
(21 de noviembre)
El sucesor de
San Félix II en la cátedra de San Pedro fue
un Pontífice enérgico y hábil, “famoso en todo el mundo por su saber y santidad”,
según dice un contemporáneo suyo. Gelasio mantuvo la firme actitud de su
predecesor para con el “cisma acaciano” provocado por los monofisitas. Después
de la muerte de Acacio, Eufemio, el patriarca de Constantinopla, trató de poner
fin al cisma, pero el emperador Anastasio I se declaró en favor del “Henotikon”
y era imposible entrar en comunión con Roma sin repudiar dicho documento y sin
reconocer la condenación de Acacio. El Papa escribió al patriarca: “Hermano
Eufemio, un día nos presentaremos al juicio de Cristo, rodeados por todos
aquellos que han defendido la fe. Ahí se verá si la gloriosa confesión de San
Pedro no hizo todo lo posible por salvar a los que le habían sido confiados y
si los que le negaron la obediencia procedieron con obstinación y espíritu de
rebeldía.”
En varias ocasiones, sobre todo en sus
cartas, San Gelasio recalcó la supremacía de la sede de Pedro, particularmente
en un párrafo de una carta al emperador Anastasio, en el que exponía las normas
que deben regir las Delaciones entre las autoridades civiles y religiosas. Sin
embargo, llamando al obispo de Constantinopla “sufragáneo de segunda
importancia de Heraclea”, San Gelasio pensaba seguramente más en el pasado que
en el presente. El santo insistió mucho en que los obispos debían emplear la
cuarta parte de sus rentas en obras de caridad y se opuso absolutamente al
intento de resucitar la fiesta pagana de las “Lupercalia.” Es interesante notar
que San Gelasio defendía la comunión bajo las dos especies, pues los maniqueos
consideraban el vino como malo y se abstenían del cáliz eucarístico. Se cree
que San Gelasio escribió mucho, pero se conservan muy pocos de sus escritos.
Genadio, un sacerdote contemporáneo del Pontífice, refiere que compuso un
sacramentario, pero el Sacramentario Gelasiano es de época posterior.
Antiguamente se atribuía a San elasio un
decreto sobre los libros canónicos de la Sagrada Escritura, pero esta probado
que no fue él el autor de dicho decreto.
Nuestras principales fuentes
de información son el Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol I, pp. 254-257, y las cartas del Pontífice;
estas últimas pueden verse en Thiel, Epistolae Romanorum Pontificum, con el
suplemento de Lowenfeld, Epistolae Pontificum Romanara Ineditae (1885).
Véase también A. Roux, Le Pape St Célase (1880); Grisar, Geschicht
Roms und der Papste, vol. I, pp. 452-457; y Hefele-Leclercq, Concites, vol.
II, pp. 940 J Por lo que se refiere al famoso Decretum de libris reclpiendis
et non recipiendis, en la actualidad se admite generalmente que no puede
atribuirse a San Gelasio; la forma en ha llegado a nosotros data del siglo VI y es una compilación de documentos
de origen diverso, algunos de los cuales se deben al Papa Dámaso, otros a Hormisdas,
etc. Vease la monografía de E. von Dobschütz, en Texte und Untersuchungen, vol.
XXXVIII, pte s Chapman, en Revue Bénédictine, vol. XXX (1913), pp. 187-207
y 315-333; y DAC., vol. V ce. 727-747. La edición más conocida del Sacramentarlo
Gelasiano es la de H. A. Wilsoii (1894); pero véase también Mohlberg y Baumstark,
Die álteste erreichbare Gestalt des Líber Sacramentorum (1927), y E.
Bishop en Litúrgica Histórica, pp. 39-61.
(21 de noviembre)
El Más grande de los monjes misioneros irlandeses que actuaron en el continente
europeo, debió nacer más o menos cuando murió San Benito, el patriarca de los
monjes de occidente, cuya regla adoptarían un día todos los monasterios de San
Columbano. Columbano nació en Leinster y recibió una buena educación. Estuvo a
punto de echarla a perder cuando era joven a causa de las tentaciones de la
carne. En efecto, ciertas “Lascivae puellae” (mujercillas de mala vida), según
cuenta Joñas, el biógrafo del santo, trataron de corromperle, y Columbano se
sintió muy tentado a ceder. En su aflicción, pidió consejo a una mujer muy
piadosa, que durante años había vivido alejada del mundo, y ésta le dijo que,
si era necesario, partiese de su patria para huir de la tentación.” ¿Crees que
podrás resistir? Acuérdate de los halagos de Eva y de la caída de Adán;
acuérdate de Sansón vencido por Dalila; recuerda a David, a quien la belleza de
Betsabé apartó del buen camino, acuérdate del sabio Salomón engañado por las
mujeres. Huye, escapa lejos de ese río en el que tantos han caído.” Columbano
creyó encontrar en esas palabras algo más que el prudente consejo a un joven
que atraviesa por una prueba tan común en la adolescencia y las interpretó como
un llamamiento a renunciar al mundo y abrazar la vida religiosa. Así pues,
abandonó a su madre, a pesar de que ésta trató de impedírselo, y se fue a vivir
en una isla de Lough Erne, llamada Cluain Inis, con el monje Sinell. Más tarde,
se trasladó a la famosa escuela monástica de Bangor, en Belfast Lough. No
sabemos cuánto tiempo pasó ahí; Joñas dice que “muchos años.” Probablemente,
tenía alrededor de cuarenta y cinco años cuando obtuvo permiso de San Congall
para partir del monasterio. Con doce compañeros, se trasladó a la Galia, donde
las invasiones de los bárbaros, las guerras civiles y la relajación del clero,
habían reducido la religión a un estado lamentable.
Los monjes irlandeses empezaron
inmediatamente a predicar al pueblo con el ejemplo de su caridad, penitencia y
devoción. Su fama llegó a oídos del rey Guntramo de Borgoña, el cual, hacia el
año 500, regaló a San Columbano unas tierras para que construyese en Annegray,
en las montañas de los Vosgos, su primer monasterio. El biógrafo del santo
relata ciertos incidentes que recuerdan algunas escenas de la vida de San
Francisco de Asís. Pronto, el convento de Annegray resultó insuficiente, pues
muchísimos monjes querían vivir bajo la dirección de Columbano. El santo
construyó entonces el monasterio de Luxeuil, no lejos del primero, y también el
de Fontes (actualmente Fontaine), que se llamó así por las fuentes que ahí
había. Estas tres fundadas y la de Bobbio fueron las que
Columbano llevó a cabo personalmente.
Sus discípulos establecieron numerosos
monasterios en i1 rancia, Alemania, Suiza e Italia, que se
convirtieron en centros de religión e industria, en el período oscuro de la
Edad Media. San Columbano estableció como fundamento de su regla el amor de
Dios y del prójimo, y sobre ese precepto general erigió todo el edificio. Mandó
que los monjes comiesen en forma muy sencilla y en proporción al trabajo que
ejecutasen. Dispuso que comiesen diariamente para poder cumplir con sus
obligaciones. Prescribió el tiempo que debían emplear en la oración, en la
lectura y en el trabajo manual. El santo afirmaba que recibió esas reglas de
sus mayores, es decir, de los monjes irlandeses. Impuso a todos los monjes la
obligación de orar en privado en sus celdas, y señaló que lo esencial es la
oración del corazón y la concentración de la mente en Dios. La regla se
complementa con un penitencial en el que se determinan las penitencias que
deben imponerse a los monjes por cada falta, por leve que ésta sea. La regla de
San Columbano difiere principalmente de la de San Benito por su severidad, tan
característica del cristianismo céltico. En efecto, las menores transgresiones
se castigan con ayunos a pan y agua y disciplinas. El rezo del oficio divino es
particularmente largo. (El máximo es de setenta y cinco salmos diarios en
invierno). Puede decirse que en materia de austeridad, los monjes célticos
rivalizaban con los de oriente.
Al cabo de doce años de gran paz, los obispos
francos empezaron a mostrar cierta hostilidad contra los monjes de San
Columbano y convocaron a éste ante un sínodo para que justificase sus costumbres
célticas (fecha de la Pascua, etc.). El santo se negó a comparecer, “para no
caer en disputas de palabras”; pero dirigió a la asamblea una carta en la que
él, “pobre extranjero en estas regiones por la causa de Cristo”, suplica
humildemente que le dejen en paz, e indica claramente que el sínodo tiene
asuntos más graves en qué ocuparse que la fecha de la Pascua. Como los obispos
insistiesen, San Columbano apeló a la Santa Sede. En sus cartas a dos
diferentes Papas protestó de su ortodoxia y de la de sus monjes, explicó las
costumbres irlandesas y pidió que se las confirmara. El tono de las cartas es
muy sincero y, para excusarse por ello, dice el santo: “Perdonadme, os ruego,
bendito Pontífice, el atrevimiento que me lleva a escribir en forma tan presuntuosa.
Os ruego que, por lo menos una vez, os acordéis de mí en vuestras santas
oraciones, pues soy un indigno pecador.”
Pronto se vio San Columbano envuelto en una
tempestad más seria. El rey de Borgoña, Teodorico II, profesaba gran respeto al santo, pero éste le reprendió por tener
concubinas en vez de casarse, lo cual molestó mucho a la reina
Brunequilda, abuela de Teodorico, que había sido regente del reino, pues temía
que, si su nieto se casaba, ella perdería su influencia. La cólera de
Brunequilda llegó al colmo cuando Columbano se negó a bendecir a los cuatro
hijos naturales de Teodorico, diciendo: “No heredarán el reino, pues son mal
nacidos.” Por otra parte, el santo negó a Brunequilda la entrada en
su monasterio, como lo hacía con todas las mujeres y aun con los laicos. Como
eso era contrario a la costumbre franca, Brunequilda lo aprovechó como pretexto
para excitar a Teodorico contra San Columbano. El resultado fue que el año 610,
el santo y todos sus monjes irlandeses fueron deportados a Irlanda. Es
imposible que los obispos hayan intervenido en la expulsión por debajo del
agua. Desde Nantes escribió San Columbano su famosa carta a los monjes que habían quedado en Luxeuil.
Montalembert dice que esa carta contiene “algunos de los pensamientos más bellos
que el genio cristiano haya producido jamás.”
El santo se embarcó en Nantes; pero una
tempestad le obligó a volver a tierra. Entonces, San Columbano se dirigió,
pasando por París y Meaux, a la corte de Teodeberto II de Austrasia, que estaba en Metz. El monarca le acogió amablemente.
Bajo su protección, Columbano y algunos de sus discípulos fueron a predicar a
los infieles de las cercanías del lago de Zurich. Corno no fuesen ahí bien
recibidos, se trasladaron a un hermoso valle de las cercanías del lago de
Constanza, actualmente Bregenz. Ahí encontraron un oratorio abandonado dedicado
a Santa Aurelia y junto a él construyeron sus celdas. Pero también ahí los
métodos enérgicos de algunos de los misioneros, especialmente de San Galo,
provocaron al pueblo contra ellos. Por otra parte, Austrasia y Borgoña estaban
en guerra. Teodoberto resultó vencido y sus propios subditos le entregaron a su
hermano Teodorico, quien le envió a su abuela Brunequilda.
San Columbano, viendo que su enemigo era el
amo de la región en que se hallaba y que su vida corría peligro, cruzó los
Alpes (por más que tenía ya unos setenta años). En Milán fue muy bien acogido
por el rey arriano Agilulfo de Lombardía y su esposa Teodelinda. El santo
empezó inmediatamente a combatir el arrianismo, contra el que escribió un
tratado, e intervino en el asunto de los Tres Capítulos. Aquellos escritos
fueron condenados por el quinto Concilio Ecuménico de Constantinopla, porque
favorecían el nestorianismo. Los obispos de Istria y algunos de los de Lombardía
defendieron los Tres Capítulos con tal ardor, que rompieron la comunión con el
Papa. El rey y la reina indujeron a San Columbano a que escribiese francamente
al Papa San Bonifacio IV en defensa de esos escritos,
urgiéndole a velar por la ortodoxia. San Columbano conocía mal el tema de la
controversia. Por lo demás, no dejó de formular claramente su ardiente deseo de
permanecer en la unidad de la fe, su intensa devoción a la Santa Sede y su
convicción de que “el pilar de la Iglesia ha estado siempre en Roma.” En
seguida añadía: “Nosotros los irlandeses, que vivimos en el extremo de la
tierra, somos seguidores de San Pedro y San Pablo y de los discípulos que
escribieron los libros canónicos inspirados por el Espíritu Santo. No aceptamos
nada que no esté conforme con las enseñanzas evangélicas y apostólicas...
Confieso que me hace sufrir la mala fama que tiene la cátedra de San Pedro en
esta región... Como lo he dicho antes, estamos ligados a la cátedra de San
Pedro. Cierto que Roma es grande y famosa por sí misma, pero ante nosotros,
sólo es grande y famosa por la cátedra de San Pedro.” Admitiendo que se expresa
con demasiada franqueza (pues llega a llamar al Papa Vigilio “causa de
escándalo”), escribió en la misma carta: “Si en ésta o en alguna otra de mis
cartas... encontráis expresiones dictadas por un celo excesivo, atribuidlas a
indiscreción y no a orgullo. Velad por la paz de la Iglesia...,
emplead la voz y los gestos del verdadero pastor y defended a vuestro rebaño de
los lobos.” San Columbano llama al Papa “pastor de pastores”, “jefe de los
jefes”, “Pontífice único, cuyo poder se engrandece honrando al Apóstol Pedro.”
Agilulfo regaló a Columbano una iglesia en ruinas
y ciertas tierras de Ebovium (Bobbio). En ese valle de los Apeninos, situado
entre Genova y Pia” cenza, emprendió el santo la fundación de la
abadía de San Pedro. A pesar de su avanzada
edad, trabajó personalmente en la construcción. Pero lo que deseaba
ardientemente, era el retiro para prepararse a bien morir. Cuando visitó a
Clotario II de Neustria, a su regreso de
Nantes, había profetizado que Teodorico caería tres años más tarde. La profecía
se cumplió. Teodorico había muerto, Brunequilda fue brutalmente asesinada y
Clotario era el amo de Austrasia y de Borgoña. Recordando la profecía de San
Columbano, el monarca le invitó a volver a Francia. El santo no pudo aceptar la
invitación pero rogó a Clotario que se mostrase bondadoso con los monjes de
Luxeuil. Poco después murió, el 23 de noviembre de 615.
Alban Butler, que escribió a mediados del
siglo XVIII, decía: “Luxeuil es todavía un
monasterio muy floreciente”, ocupado por la congregación benedictina de San
Vitono. Pero cincuenta años después, la Revolución Francesa puso fin a la
larga, azarosa y gloriosa historia de Luxeuil. En cuanto al monasterio de
Bobbio, cuya biblioteca llegó a ser una de las mayores durante la Edad Media,
empezó a declinar desde el siglo XV y fue suprimido por los
franceses en 1803; la biblioteca había empezado a dispersarse casi tres siglos
antes. Sin embargo, todavía se celebra la fiesta de San Columbano en la pequeña
diócesis de Bobbio. El Martirologio Romano le menciona el 21 de noviembre y los
benedictinos celebran su fiesta en el mismo día. En el norte de Italia quedan
numerosas huellas del culto que se tributaba antiguamente al santo.
Un monje de Bobbio, llamado
Joñas, escribió una biografía poco después de la muerte de San Columbano. Dicha
obra es nuestra principal fuente. B. Krusch hizo una edición crítica en MGH., Scriptores
Merov., vol. IV, pp. 1-156. En estos últimos años se ha escrito mucho sobre
San Columbano, como puede verse en la excelente noticia biográfica que le
dedica Dom Gougaud en Les Saints Irlandais hors d’Irlande (1936), pp.
51-62, y en Chris-tlanity in Celtic Lands (1932). Véase también E. Martin,
Sí. Calumban (1905); G. Metlake, The Life and Writings of St Calumban
(1914); H. Concannon, Life of St Calumban (1915); J. J. Laux, Der
hl. Kolumban (1919); J. F. Kenney, The Sources for the Early History of
Ireland, vol. I (1929), pp. 186-191; M. Stokes, Six Months in the
Appenines... (1892); J. M. Clauss, Die Heiligen des Elsasses (1935);
A. M. Tommasini, Irish Saints in Italy (1937); L. Gougaud, Le cuite
de St Calumban, en Revue Mabillon, vol. xxv; (1935), pp. 169-178; y
M. M. Dubois, St Calumban (1950). La sección de la obra de
Montalembert, Monks of the West, sobre San Columbano, se imprimió por
separado en los Estados Unidos en 1928. Hay que leer las cartas del santo en el
texto de MGH., Epistolae, vol. III, pp. 154-190. La autenticidad del
penitencial que se le atribuye es dudosa; en cambio, su regla parece auténtica
y se ha escrito mucho sobre ella. El texto puede verse en Migne, PL., vol. LXXX, ce. 209 ss.; mejor aún es el
texto de Zeitschrift f. Kirchengeschichte (1895 y 897). Me. Neill y Gaymer
publicaron una traducción inglesa del penitencial en Medieval Handbooks of
Penance (1938). También se ha atribuido a San Columbano un comentario sobre
los salmos, pero ciertamente no fue él el autor; véase Dom Morin, en Revue
Béné-dictine, vol. XXXVIII (1926), pp. 164-177. Es curioso que Oengus no
mencione a San Columbano en el Félire,
a pesar de que su nombre figura en el Hieronymianum. El P. P.
Grosjean volvió a estudiar recientemente el difícil problema de la cronología
de la vida del santo, en Analecta Bollandiana, vol. lxiv (1946), pp. 200-215.
(22 de noviembre)
Durante
más de mil años, Santa Cecilia ha sido una de las mártires de la primitiva Iglesia
más veneradas por los cristianos. Su nombre figura en el canon de la misa. Las
“actas” de la santa afirman que pertenecía a una familia patricia de Roma y que
fue educada en el cristianismo. Solía llevar un vestido de tela muy áspera bajo
la túnica propia de su dignidad, ayunaba varios días por semana y había
consagrado a Dios su virginidad. Pero su padre, que veía las cosas de un modo
diferente, la casó con un joven patricio llamado Valeriano. El día de la
celebración del matrimonio en tanto que los músicos tocaban y los invitados se
divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantar a Dios en su corazón y a
pedirle que la ayudase. Cuando los jóvenes esposos se retiraron a sus
habitaciones, Cecilia, armada de todo su valor, dijo dulcemente a su esposo: “Tengo
que comunicarte un secreto. Has de saber que un ángel del Señor vela por mí. Si
me tocas como si fuera yo tu esposa, el ángel se enfurecerá y tú sufrirás las
consecuencias; en cambio si me respetas, el ángel te amará como me ama a mí.”
Valeriano replicó: “Muéstramelo. Si es realmente un ángel de Dios, haré lo que
me pides.” Cecilia le dijo: “Si crees en el Dios vivo y verdadero y recibes el
agua del bautismo, verás al ángel.” Valeriano accedió y fue a buscar al obispo
Urbano, quien se hallaba entre los pobres, cerca de la tercera mojonera de la
Vía Apia. Urbano le acogió con gran gozo. Entonces se acercó un anciano que
llevaba un documento en el que estaban escritas las siguientes palabras: “Un
solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por
encima de todo y en nuestros corazones.” Urbano preguntó a Valeriano: “¿Crees
esto?” Valeriano respondió que sí y Urbano le confirió el bautismo. Cuando
Valeriano regresó a donde estaba Cecilia, vio a un ángel de pie junto a ella.
El ángel colocó sobre la cabeza de ambos una guirnalda de rosas y lirios. Poco
después, llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano y los jóvenes esposos le
ofrecieron una corona inmortal si renunciaba a los falsos dioses. Tiburcio se
mostró incrédulo al principio y preguntó: “¿Quién ha vuelto de más allá de la
tumba a hablarnos de esa otra vida?” Cecilia le habló largamente de Jesús.
Tiburcio recibió el bautismo, y al punto vio muchas maravillas.
Desde entonces, los dos hermanos se
consagraron a la práctica de las buenas obras. Ambos fueron arrestados por
haber sepultado los cuerpos de los mártires. Almaquio, el prefecto ante el cual
comparecieron, empezó a interrogarlos. Las respuestas de Tiburcio le parecieron
desvarios de loco. Entonces, volviéndose hacia Valeriano, le dijo que esperaba
que le respondería en forma más sensata. Valeriano replicó que tanto él como su
hermano estaban bajo el cuidado del mismo médico, Jesucristo, el Hijo de Dios,
quien les dictaba sus respuesta. En seguida comparó, con cierto detenimiento,
los gozos del cielo con los de la tierra; pero Almaquio le ordenó que cesase de
disparatar y dijese a la corte si estaba dispuesto a sacrificar a los dioses
para obtener la libertad. Tiburcio y Valeriano replicaron juntos: “No, no
sacrificaremos a los dioses, sino al único Dios, al que diariamente ofrecemos
sacrificio.” El prefecto les preguntó si su Dios se llamaba Júpiter. Valeriano
respondió: “Ciertamente no. Júpiter era un libertino infame, un criminal y un
asesino, según lo confiesan vuestros propios escritores.”
Valeriano se regocijó al ver que el prefecto
los mandaba azotar y hablo en voz alta a los cristianos presentes: “¡Cristianos
romanos, no permitáis que mis sufrimientos os aparten de la verdad! ¡Permaneced
fieles al Dios único y pisotead los ídolos de madera y de piedra que Almaquio
adora!” A pesar de aquella perorata, el prefecto tenía aún la intención de
concederles un respiro para que reflexionasen; pero uno de sus consejeros le
dijo que emplearían el tiempo en distribuir sus
posesiones entre los pobres, con lo cual impedirían gUe el Estado
las confiscase. Así pues, fueron condenados a muerte. La ejecución se llevó a
cabo en un sitio llamado Pagus Triopius, a seis kilómetros de Roma. Con ellos
murió un cortesano llamado Máximo, el cual, viendo la fortaleza de los
mártires, se declaró cristiano.
Cecilia sepultó los tres cadáveres. Después
fue llamada para que abjurase de la fe. En vez de abjurar, convirtió a los que
la inducían a ofrecer sacrificios. El Papa Urbano fue a visitarla en su casa y
bautizó ahí a 400 personas, entre las cuales se contaba a Gordiano, un
patricio, quien estableció en casa de Cecilia una iglesia que Urbano consagró
más tarde a la santa. Durante el juicio, el prefecto Almaquio discutió
detenidamente con Cecilia. La actitud de la santa le enfureció, pues ésta se
reía de él en su cara y le atrapó con sus propios argumentos. Finalmente,
Almaquio la condenó a morir sofocada en el baño de su casa. Pero, por más que
los guardias pusieron en el horno una cantidad siete veces mayor de leña,
Cecilia pasó en el baño un día y una noche sin recibir daño alguno. Entonces,
el prefecto envió a un soldado a decapitarla. El verdugo descargó tres veces la
espada sobre su cuello y la dejó tirada en el suelo. Cecilia pasó tres días
entre la vida y la muerte. En ese tiempo los cristianos acudieron a visitarla
en gran número. La santa legó su casa a Urbano y le confió el cuidado de sus
servidores. Fue sepultada junto a la cripta pontificia, en la catacumba de San
Calixto.
Esta historia tan conocida que los cristianos
han repetido con cariño durante muchos siglos, data aproximadamente de fines
del siglo V, pero desgraciadamente no podemos
considerarla como verídica ni fundada en documentos auténticos. Tenemos que
reconocer que lo único que sabemos con certeza sobre San Valeriano y San
Tiburcio es que fueron realmente martirizados, que fueron sepultados en el
cementerio de Pretéxtalo y que su fiesta se celebraba el 14 de abril. La razón
original del culto de Santa Cecilia fue que estaba sepultada en un sitio de
honor por haber fundado una iglesia, el “titulus Caeciliae.” Por lo demás, no
sabemos exactamente cuándo vivió, ya que los especialistas sitúan su martirio
entre el año 177 (de Rossi) y la mitad del siglo IV (Kellner).
El Papa San Pascual I (817-824) trasladó las
presuntas reliquias de Santa Cecilia, junto con las de los santos Tiburcio,
Valeriano y Máximo, a la iglesia de Santa Cecilia in Transtévere. (Las
reliquias de la santa habían sido descubiertas, gracias a un sueño, no en el
cementerio de Calixto, sino en el de Pretéxtate). En 1599, el cardenal
Sfondrati restauró la iglesia de Santa Cecilia in Transtévere y volvió a
enterrar las reliquias de los cuatro mártires, oegún se dice, el cuerpo de
Santa Cecilia estaba incorrupto y entero, por más que el Papa Pascual había
separado la cabeza del cuerpo, ya que, entre los anos 847 y 855, la cabeza de
Santa Cecilia formaba parte de las reliquias de los Cuatro Santos Coronados. Se
cuenta que, en 1599, se permitió ver el cuerpo de Santa Cecilia al escultor
Maderna, quien esculpió una estatua de tamaño natural, muy real y conmovedora. “No
estaba de espaldas como un cadáver en la tumba,” dijo más tarde el artista,
sino recostada del lado derecho, como si estuviese en la cama, con las piernas
un poco encogidas, en la actitud una persona que duerme.” La estatua se halla
actualmente en la iglesia de Cecilia, bajo el altar próximo al sitio en el que
se había sepultado nuevamente el cuerpo en un féretro de plata. Sobre el
pedestal de la estatua puso el escultor la siguiente
inscripción: “He aquí a Cecilia, virgen, a quien yo vi incorrupta en el
sepulcro. Esculpí para vosotros, en mármol, esta imagen de la santa en la
postura en que la vi.” De Rossi determinó el sitio en que la santa había estado
originalmente sepultada en el cementerio de Calixto, y Se colocó en
el nicho una réplica de la estatua de Maderna.
Sin embargo, el P. Delehaye y otros autores
opinan que no existen pruebas suficientes de que, en 1599, se haya encontrado
entero el cuerpo de la santa en la forma en que lo esculpió Maderna. En efecto,
Delehaye y Dom Quentin subrayan las contradicciones que hay en los relatos del
descubrimiento que nos dejaron Baronio y Bosio, contemporáneos de los hechos.
Por otra parte en el período inmediatamente posterior a las persecuciones no se
hace mención de ninguna mártir romana llamada Cecilia. Su nombre no figura en
los poemas de Dámaso y Prudencio, ni en los escritos de Jerónimo y Ambrosio, ni
en la “Depositio Martyrum” (siglo IV). Finalmente, la iglesia que se
llamó más tarde “titulus Sanctae Caeciliae” se llamaba originalmente “títulus
Caeciliae”, es decir, fundada por una dama llamada Cecilia.
Santa Cecilia es muy conocida en la
actualidad por ser la patrona de los músicos. Sus “actas” cuentan que, al día
de su matrimonio, en tanto que los músicos tocaban, Cecilia cantaba a Dios en
su corazón. Al fin de la Edad Media, empezó a representarse a la santa tocando
el órgano y cantando. En la primera antífona de los laudes del oficio de su
fiesta, se suprimieron las palabras “en su corazón.”
Mombritius publicó íntegras
las actas legendarias. Delehaye las resumió en la obra que citaremos más
abajo. Los textos más interesantes pueden verse en el artículo de Dom Quentin
en DAC., vol. II, ce. 2712-2738. Existe una bibliografía muy abundante. H.
Delehaye ha estudiado muy a fondo el asunto en Elude sur le légendier romain
(1936), pp. 73-96. En dicha obra cita, además del artículo de Dom Quentin,
las obras siguientes: De Rossi, Roma sotterranea, vol. II, pp. XXXII-XLII;
Erbes, Die heilige Caecilia in Zusammenhang mit der Papstcrypta, en Zeitschrift
für Kirchengeschichte (1888), pp. 1-66; J. P. Kirsch, Die heilige
Caecilia in der rómischen Kirche (1910), y Die romischen Titelkirchen im
Altertum (1918), pp. 113-116 y 155-156; P. Franchi de Cavalieri, Recenti
studi intorno a S. Cecilia, en Note agiografiche, vol. IV (1912),
pp. 3-38; F. Lanzoni, en Rivista di archeologia cristiana, vol. II, pp.
220-224; Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, p. 297, y vol. II, pp.
52-68; P. Styger, Rómische Martyrergrüfte (1935), pp. 83-84 y 88; y L.
de Lacger, en Bulletin de littérature ecclésiastique (1923), pp. 21-29.
Mons. J. P. Kirsch resume sus opiniones en Cathollc Encyclopedia, vol. III,
pp. 471-473. Acerca de las representaciones de Santa Cecilia en el arte, cf.
Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 146-150. Baudot y Chaussin estudian
con cierto detenimiento la leyenda y el culto de Santa Cecilia., en Vies des
Saints, vol. XI (1954), pp. 731-759.
(22 de noviembre)
Pilemón, que
era un ciudadano de Colosa, en Frigia, rico y noble, se convirtió probablemente
en Efeso, gracias a la predicación de San Pablo, de quien llegó a ser amigo
personal. Los miembros de su casa se distinguían por su devoción y su piedad y
parece que los cristianos se reunían ahí a celebrar los divinos misterios. Sin
embargo, Onésimo, uno de los esclavos de Filemón, lejos de imitar los buenos
ejemplos que recibía, robó a su amo y huyó a Roma. Ahí conoció a San Pablo en
la prisión. El espíritu de caridad y religión con que le trató el Apóstol,
cambió el corazón de Onésimo, quien se convirtió en su hijo
espiritual. San Pablo hubiese querido que Onésimo se quedase ayudarle, pero,
como Filemón tenía derecho a sus servicios, el Apóstol envió al esclavo a
Colosa, con la carta que en la Biblia se llama la “Epístola a Filemón.” Esa
carta muestra la ternura y el poder de persuasión de San Pablo, quien llama a
Filemón su amado compañero de trabajo y alaba su caridad y su fe. A Apia, que
era probablemente la esposa de Filemón, la llama “nuestra queridísima hermana”
y a Arquipo, “el soldado, compañero nuestro.” En seguida, el Apóstol recuerda
modestamente a Filemón que, aunque podría darle órdenes en nombre de Cristo,
prefiere rogarle que por amor a El perdone a Onésimo y le acoja, “no como
siervo, sino como hermano muy querido, pues lo es para mí y cuánto más para ti,
así en la carne como en el Señor.” No sabemos cómo tomó Filemón la petición de
San Pablo, pero la tradición afirma que concedió la libertad a Onésimo, le
perdonó su falta e hizo de él su compañero de trabajo en la obra de
evangelización.
Esto es todo lo que San Pablo dice en su
carta a Filemón, y a eso se reduce cuanto sabemos con certeza, acerca de él.
Sin embargo, no faltan leyendas donde se afirma que llegó a ser obispo de
Colosa o de Gaza y que fue martirizado en Efeso o en Colosa. El Martirologio
Romano resume así la leyenda oriental más corriente: “En tiempos de Nerón,
cuando los gentiles irrumpieron en la iglesia de Colosa de Frigia el día de la
fiesta de Diana, Filemón y Apia fueron arrestados, en tanto que los otros
huyeron. El gobernador Artocles los mandó azotar y después, enterrados en un
agujero hasta la altura del pecho, fueron aplastados con piedras.”
Los nombres de estos santos
figuran en los sinaxarios y “menaia” griegos, generalmente el 23 de noviembre,
junto con otro mártir llamado Arquipo. Véase la edición de Delehaye del Synaxarium
Constantinopolitanum, ce. 247-248.
(23 de noviembre)
EL tercer sucesor de San Pedro, probablemente
San Clemente, fue contemporáneo de los santos Pedro y Pablo, según se cree. En
efecto, San Ireneo escribía en la segunda mitad del siglo II: “Vio a los bienaventurados apóstoles y habló con ellos. La predicación
de éstos vibraba aún en sus oídos y conservaba sus enseñanzas ante los ojos.”
Orígenes y otros autores le identifican con el Clemente a quien San Pablo llama
su compañero de trabajos (Fil., 4:3) y así lo repiten la misa y el oficio del
santo; pero se trata de una identificación muy dudosa. Ciertamente, no fue
nuestro santo el Clemente Fla-vio condenado a muerte el año 95. Pero no es
imposible que haya sido un liberto de la servidumbre del emperador, cuyos
ascendientes fueron judíos. No poseemos ningún detalle sobre su vida. Las “actas”
del siglo IV, que son apócrifas, afirman que
convirtió a una pareja de patricios, llamados Sisinio Y Teodora, y a otros 423.
Aquello le atrajo el odio del pueblo y el emperador Trajano le desterró a
Crimea, donde tuvo que trabajar en las canteras. La fuente más próxima distaba
diez kilómetros, pero Clemente descubrió, por
* En la misa y en el oficio
de San Clemente se conmemora a Santa Felicitas. Nosotros hablamos de ella el 10
de julio, junto con sus “siete hijos.” inspiración del cielo otro manantial más
próximo, donde pudieron beber los numerosos cristianos cautivos. El santo
predicó en las canteras con tanto éxito que, al poco tiempo, había ya setenta y
cinco iglesias. Entonces, fue arrojado al mar con un ancla colgada al cuello.
Los ángeles le construyeron un sepulcro bajo las olas. Cada año, las aguas se
abrían milagrosamente para dejar ver el sepulcro.
San Ireneo dice: “En la época de Clemente,
estalló una importante sedición entre los hermanos de Corinto. La iglesia de
Roma les envió una larga carta para restablecer la paz, renovar la fe y para
anunciarles la tradición que había recibido recientemente de los apóstoles.”
Esa carta hizo famoso el nombre del Papa Clemente I. En los primeros tiempos de la Iglesia, la carta de Clemente tenía casi
tanta autoridad como los libros de la Sagrada Escritura y solía leerse junto
con ellos en las iglesias. En el manuscrito de la Biblia (Codex Alexandrinus,
siglo V) que Cirilo Lukaris, patriarca de
Constantinopla, envió al rey Jacobo I de Inglaterra, había una copia de la carta
de Clemente. Patricio Young, encargado de la biblioteca real de Inglaterra, la
publicó en Oxford,, en 1633.
San Clemente comienza por dar una explicación
de que las dificultades por las que atraviesa la Iglesia en Roma (la
persecución de Diocleciano) le habían impedido escribir antes. En seguida,
recuerda a los corintios cuan edificante había sido su conducta cuando todos
eran humildes, cuando deseaban más obedecer que mandar y estaban más prontos a
dar que a recibir, cuando estaban satisfechos con los bienes que Dios les había
concedido y escuchaban diligentemente su Palabra. En aquella época eran
sinceros, inocentes, sabían perdonar las injurias, detestaban la sedición y el
cisma. San Clemente se lamenta de que hubiesen olvidado el temor de Dios y cayesen
en el orgullo, en la envidia y en las disensiones y los exhorta a deponer la
soberbia y la ira, porque Cristo está con los que se humillan y no con los que
se exaltan. El cetro de la majestad de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no se
manifestó en el poder sino en la humillación. Clemente invita a los corintios a
contemplar el orden del mundo, en el que todo obedece a la voluntad de Dios:
los cielos, la tierra, el océano y los astros. Dado que estamos tan cerca de
Dios y que El conoce nuestros pensamientos más ocultos, no deberíamos hacer
nada contrario a su voluntad y deberíamos honrar a nuestros superiores; las
necesidades disciplinares han obligado a crear obispos y diáconos, a quienes se
debe toda obediencia. Las disputas son inevitables y los justos serán siempre
perseguidos. Pero señala que unos cuantos corintios están arruinando su
iglesia. “Obedezca cada uno a sus superiores, según la jerarquía establecida
por Dios. Que el fuerte no olvide al débil y que el débil respete al fuerte.
Que el rico socorra al pobre y que el pobre bendiga a Dios, a quien debe el
socorro del rico. Que el sabio manifieste su sabiduría, no en sus palabras,
sino en sus obras. Los grandes no podrían subsistir sin los pequeños, ni los
pequeños sin los grandes. En un cuerpo, la cabeza no puede nada sin los pies,
ni los pies sin la cabeza. Los miembros menos importantes son útiles y
necesarios al conjunto.” En seguida, Clemente afirma que en la Iglesia los más
pequeños serán los más grandes ante Dios, con tal de que cumplan con su deber.
Termina con la petición de que le “envíen pronto de vuelta a sus dos
mensajeros, en paz y alegría, para que nos anuncien cuanto antes que reinan ya
entre nosotros la paz y concordia por la que tanto hemos orado y que tanto
deseamos. Así podremos regocijarnos de vuestra paz.
En la carta hay un pasaje muy conocido, que
el historiador anglicano Lightfoot califica de “noble reprensión” y de “primer
paso hacia la dominación pontificia.” Helo aquí: “Si algunos desobedecen las
palabras que El nos ha comunicado, sepan que cometen un pecado grave e incurren
en un peligro muy serio. Pero nosotros seremos inocentes de ese pecado.” La
carta de Clemente es muy importante por sus hermosos pasajes, porque constituye
una prueba del prestigio y autoridad de que gozaba la sede romana a fines del
siglo I y porque está llena de alusiones históricas incidentales. Además, “constituye
un modelo de carta pastoral... , una homilía sobre la vida cristiana.” Existen
otros escritos, llamados “Pseudoclementinos”, que se atribuían antiguamente al
Papa. Entre ellos se cuenta otra carta a los corintios, que estaba también
incluida en el “codex” alejandrino de la Biblia.
Se venera a San Clemente como mártir, pero
los autores más antiguos no mencionan su martirio. No sabemos dónde murió. Tal
vez durante su destierro en Crimea. Sin embargo, es muy poco probable que las
reliquias que San Cirilo trasladó de Crimea a Roma, a fines del siglo IX, hayan sido realmente las de San Clemente. Dichas reliquias fueron
depositadas bajo el altar de San Clemente, en la Vía Celia. Debajo de la
iglesia y de la basílica que se construyó encima en el siglo IV, se conservan unas habitaciones de la época imperial. De Rossi pensaba
que ahí había vivido San Clemente I. En todo caso, no sabemos quién
fue el Clemente que dio su nombre a esa iglesia que se llamaba originalmente “titidus
Clementis.” El nombre de San Clemente I figura en el
canon de la misa. Nuestro santo es uno de los llamados “Padres Apostólicos”,
que son los que conocieron personalmente a los apóstoles o recibieron su
influencia casi directa.
Tal vez, la mejor colección
de las alusiones a San Clemente que se hallan en la literatura cristiana
primitiva, es la del obispo anglicano de Durham, J. B. Lightfoot, Apostolic
Fathers, pte. I, vol. I, pp. 148-200. Las citas más importantes, como son
las del De viris illustribus de San Jerónimo, del Líber Pontificalis y
de los sacramentarios y calendarios, pueden verse en CMH., pp. 615-616. Existe
un relato del martirio, en latín y en griego. Franchi de Cavalieri y Delehaye
opinan que el original es el texto latino. De dicho relato se deriva la
leyenda, perpetuada por el Breviario Romano, acerca del sepulcro marítimo y del
ancla que se usó para ahogar a San Clemente. Los textos pueden verse en F.
Diekamp, Paires apostolici, vol. II (1913), pp. 50-81. Los Pseudo-clementinos,
que se dividen en las Homilías y los Reconocimientos, popularizaron
mucho el nombre de San Clemente; pero naturalmente no añaden nada desde el
punto de vista histórico o hagiográ-fico. Se ha escrito mucho sobre San
Clemente en los últimos años. Uno de los estudios más recientes y completos es
el de H. Delehaye, Elude sur le légendier romain (1936), pp. 96-116. El
autor hace notar que, como en el caso de Santa Cecilia, el “títulus Clementis”
se transformó con el tiempo en “sancti Clementis.” Véase también P. Franchi de
Cavalieri, en Note agiografiche, vol. V, pp. 3-40; I. Franko, Sí Klemens
in Chersonesus (1906); I- P. Kirsch, Die romischen Titelkirchen (1918).
En
Loeb Classical Library, The Apostolic Fathers (1930), puede verse el
texto griego de la carta de San Clemente, junto con una traducción inglesa de
Kirsopp Lake. Hay otra traducción más reciente, hecha por J. A. Kleist, en el vol.
I de
la serie American Ancient Christian Writers, The Epistles of St Clement...
and St Ignatius ... (1946).
(23 de noviembre)
Anfíloco fue
amigo íntimo de San Gregorio Nazianceno, su primo, y de San Basilio, aunque era
más joven que ellos. Las cartas de esos dos santos a Anfíloco son nuestra principal
fuente de información. Anfíloco nació en Capadocia. En su juventud, fue
retórico en Constantinopla, donde, según parece tuvo dificultades económicas.
Siendo todavía joven, se retiró a un sitio solí-tario de las proximidades de
Nazianzo, junto con su padre que era ya muy anciano. San Gregorio daba a su
amigo un poco de grano a cambio de las legumbres de su huerto. En una carta se
queja, en broma, de que siempre sale perdiendo en el negocio. El año 374,
cuando tenía unos treinta y cinco años, Anfíloco fue elegido obispo de Iconium
y aceptó el cargo muy contra su voluntad. El padre de Anfíloco se quejó a San
Gregorio de que le habían privado de su hijo. En su respuesta, el santo afirmó
que no tuvo parte alguna en el nombramiento y que él también sufría al verse
privado de su amigo. San Basilio, a quien probablemente se debía el
nombramiento, escribió a Anfíloco una carta de felicitación. En ella le exhorta
a no dejarse arrastrar nunca al mal, aunque esté de moda y existan otros
precedentes, puesto que está llamado a guiar a los otros y no a dejarse guiar
por ellos. Inmediatamente después de su consagración, San Anfíloco fue a
visitar a San Basilio en Cesárea. Ahí predicó al pueblo y sus sermones fueron
más apreciados que los de todos los extranjeros que habían predicado en la
ciudad. San Anfíloco consultó frecuentemente a San Basilio acerca de diversos
puntos de doctrina y disciplina y, gracias a sus ruegos, escribió San Basilio
su tratado sobre el Espíritu Santo. San Anfíloco fue quien predicó el
panegírico de San Basilio en sus funerales. Nuestro santo reunió en Iconium un
concilio contra los herejes macedonianos, que negaban la divinidad del Espíritu
Santo y, en el año 381, asistió al Concilio Ecuménico de Constantinopla contra
los mismos herejes. Ahí conoció a San Jerónimo, a quien leyó su propio tratado
sobre el Espíritu Santo. Anfíloco pidió al emperador Teodosio I que prohibiese
las reuniones de arríanos, pero el emperador se negó porque juzgaba demasiado
rigurosa esa medida. Poco después fue el santo a palacio. Arcadio, que había
sido ya proclamado emperador, estaba junto a su padre. San Anfíloco saludó a
Teodosio e ignoró a su hijo. Cuando Teodosio se lo hizo notar, el santo
acarició la mejilla de Arcadio. Teodosio montó en cólera. Entonces Anfíloco le
dijo: “Veo que no soportas que se trate con ligereza a tu hijo. ¿Cómo puedes,
pues, sufrir que se deshonre al Hijo de Dios?” Impresionado por esas palabras,
el emperador prohibió poco después las reuniones públicas y privadas de los
arríanos. San Anfíloco combatió también celosamente la naciente herejía de los
mesalianos.. Eran éstos maniqueos e iluminados, que ponían la esencia de la
religión en la oración exclusivamente. El santo presidió en Sida de Panfilia un
sínodo contra dichos herejes. San Gregorio Nazianceno llama a San Anfíloco
obispo irreprochable, ángel y heraldo de la verdad. El padre de nuestro santo
afirmaba que curaba a los enfermos con sus oraciones.
Conocemos bastante bien a
San Anfíloco, gracias a las referencias que se hallan en la literatura
cristiana de la época. Además, existen dos biografías griegas, que pueden verse
en Migne, PG., vol. XXXIX, pp. 13-25, y vol. CXVI, pp. 956-970. La colección de
fragmentos de las obras del santo que hay en Migne, no es completa. Se hallarán
otros fragmentos en K. Holl, Amphilochius von Ikonium (1904), y G.
Ficker, Amphilochiana (1906). Véase también Bardenhewer, Altkirchliche
Literatur, vol. III, pp. 220-228; DHG., vol. II, pp. 1346-1348; y DCB., vol.
I, pp. 103-7.
(23 de noviembre)
Según una
biografía muy poco fidedigna, cuyo autor, Leoncio, pretende pasar en contemporáneo del santo y monje de San Sabas de Roma, Gregorio nació
en las cercanías de Girgenti (Agrigentum), en Sicilia, y fue educado por San
potamión, obispo del lugar. En Palestina, a donde hizo una peregrinación, paso cuatro
años estudiando en diversos monasterios y recibió el diaconado en Jerusalén.
Después pasó a Antioquía y a Constantinopla, donde, según dice Nicéforo
Calixto, se le consideró como uno de los hombres más santos y sabios de la
época. Finalmente, el santo fue a Roma, donde se le nombró obispo de Girgenti.
Muy pronto, su celo por la disciplina molestó a sus subditos y el santo fue
víctima de una infame conspiración. En efecto, sus enemigos introdujeron en
casa de San Gregorio a una mujer de mala vida, la “sorprendieron” ahí
intencionalmente y acusaron al obispo. San Gregorio fue convocado a Roma, donde
probó su inocencia y regresó a su sede. Se suele identificar a nuestro santo
con el Gregorio de Agrigento a quien alude San Gregorio Magno en sus cartas,
pero la cronología de la vida de San Gregorio de Agrigento es muy incierta. Es
famoso sobre todo por su comentario griego sobre el Ecle-siastés. Su nombre
figura en el Martirologio Romano y su fiesta se celebra en las iglesias griegas
de rito bizantino, al que perteneció en vida.
En Migne, PG., vol. XCVIII,
ce. 549-716, se halla la larga biografía escrita por Leoncio. Hay también otra
biografía en PG., vol. CXVI, ce. 190-269. Véase DCB., vol. II, pp. 776-777;
Bardenhewer, Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. V, pp.
105-107; y L. T. White, en American Historical Review, vol. XII (1936),
pp. 1-21.
(23 de noviembre)
En el siglo VII, había
todavía muchos paganos en la providencia de Brabante. En la región de Hasbaye
se venera a San Trudo especialmente, por el celo con que predicó ahí el
Evangelio. Sus padres eran francos. Trudo se consagró al servicio de la
Iglesia. San Remado le envió a la escuela catedralicia de Metz, donde fue
ordenado por San Clodulfo. Después, volvió el santo a la región que le había
visto nacer. Ahí predicó el Evangelio a los paganos y en sus posesiones
construyó una iglesia y un monasterio. La actual Saint-Trond, entre Lovaina y
Tongres, deriva su nombre de dicho monasterio. San Trudo fundó también un
convento de religiosas en las cercanías de Brujas.
La biografía que escribió el
diácono Donato, menos de un siglo después de la muerte del santo, es fidedigna
en conjunto. Además de la edición de Mabillon, hay una más crítica hecha por
Levison en MGH., Scriptores Merov., vol. VI. La biografía que escribió
Teoderico es de poco valor. Véase Van der Essen, Elude critique sur les
saints mérovingiens (1907), PP. 91-96. El antiquísimo texto de Wissenburg
del Hieronymianum menciona a San Trudo. Véase M. Coens, en Analecta
Bollandiana, vol. LXXII (1954), pp. 90-94, 98-100.
(25 de noviembre)
Desde el siglo X o aun antes,
se venera mucho en el oriente a Santa Catalina de Alejandría. Sin embargo,
desde la época de las Cruzadas hasta el siglo XVIII, la santa
fue todavía más popular en occidente. En efecto, se le dedicaron numerosas
iglesias y se celebraba su fiesta con gran solemnidad; se la incluyó en el
número de los Catorce Santos Protectores y se la veneró como patrona de las
estudiantes, de los filósofos, de los predicadores, de los apologistas, de los
molineros, etc. Adán de San Víctor escribió un poema en su honor. Su voz fue
una de las que oyó Santa Juana de Arco. Bossuet le dedicó uno de sus más
célebres panegíricos. A pesar de todo, no sabemos con certeza absolutamente
nada sobre la vida de la santa.
Según sus “actas”, que carecen de valor,
pertenecía a una noble familia de Alejandría. En el curso de sus profundos
estudios, Catalina conoció el cristianismo y se convirtió a él gracias a una
aparición de la Virgen y el Niño Jesús. Cuando estalló la persecución de
Majencio, Catalina, que sólo tenía dieciocho años y era extraordinariamente
bella, se presentó ante él y le echó en cara su tiranía. Majencio, no pudo
contestar a sus argumentos contra los dioses y reunió a cincuenta filósofos
para que los rebatiesen. Los filósofos se convirtieron a la fe, vencidos por la
sabiduría de Catalina y fueron condenados Por el emperador a perecer en la
hoguera. En seguida, Majencio trató de convencer a la santa con halagos y le
ofreció casarla con un príncipe. Catalina se rehusó indignada, por lo cual fue
golpeada y encarcelada. Majencio partió a inspeccionar un campo militar. A su
regreso, se enteró de que su esposa y un cortesano habían ido, por curiosidad,
a visitar a Catalina y se habían convertido, junto con 200 soldados de la
guardia. El emperador los mandó matar, Y condenó a Catalina a morir en una
rueda erizada de puntas afiladas, (de ahí procede el nombre de la “rueda de Santa Catalina”). Pero, no bien
pusieron los guardias a Catalina sobre la rueda, se desataron milagrosamente
sus ataduras, la rueda se rompió, y las puntas de hierro volaron por el aire y
mataron a muchos de los presentes. Entonces la santa fue decapitada: de su
cuello brotó un líquido blanco como la leche. Existen ciertas variantes de la
leyenda, tales como la conversión de Catalina en Armenia y los detalles que
inventaron los chipriotas en la Edad Media para probar que la santa había
vivido en Chipre
Todos los textos de las “actas” afirman que
los ángeles trasladaron su cuerpo al Sinaí, donde más tarde se construyó una
iglesia y un monasterio; pero el caso es que los primeros peregrinos que fueron
al Sinaí no sabían nada sobre esa leyenda. El año 527, el emperador Justiniano
construyó un monasterio fortificado para los ermitaños del Sinaí. Según se
dice, allá fueron trasladadas las presuntas reliquias de Santa Catalina en el
siglo VIII o en el IX Actualmente,
el gran monasterio del Sinaí, tan famoso en una época, no es más que una sombra
de lo que fue, pero todavía conserva las supuestas reliquias de Santa Catalina,
bajo el cuidado de los monjes de la Iglesia ortodoxa de oriente. Alban Butler
cita las siguientes palabras del arzobispo Falconio de Santa Severina: “El
significado de la expresión de que los ángeles trasladaron el cuerpo de la
Santa al Sinaí, es que los monjes lo llevaron a su monasterio para enriquecerlo
devotamente con tan preciosa reliquia. Como es bien sabido, en cierta época, el
hábito religioso se designaba con el nombre de “hábito angélico” y se llamaba a
los monjes “ángeles” por su pureza celestial y sus funciones,” Las expresiones “Vida
angelical” y “Hábito angélico” se usan todavía con frecuencia en la vida
religiosa del oriente.
Alban Butler comenta en otra parte: “El sexo
femenino no es menos apto que el masculino para las ciencias sublimes, ni se
distingue menos por la vivacidad de su genio.” Todavía en la actualidad se
considera a Santa Catalina como patrona de los filósofos cristianos, por razón
de su erudición.
Hay muchas versiones griegas
y latinas de la leyenda de Santa Catalina. Los caracteres esenciales del relato
no varían mucho de una versión a otra. El texto griego de Simeón Metafrasto,
que data de fines del siglo X, puede verse en Migne, P. G. vol. CXVI, pp. 276-301. Hay otro texto
ligeramente anterior; véase BHG., n 31. El tono de la noticia biográfica del
cardenal Schuster, The Sacramentary (1930), vol. V, p. 302, prueba que
la opinión general de los historiadores es que la leyenda de Santa Catalina no
merece crédito alguno. El cardenal afirma que dicha leyenda “no tiene desgraciadamente
ningún documento en su apoyo.” Los antiguos
calendarios orientales y egipcios no mencionan su nombre. En el occidente, el
culto de la santa empezó apenas hacia el siglo X.” Cf. Delehaye, Les martyrs d’Egypte (1923), pp.
35-36, 123-124; y Legends of the Saints, p. 57; W. L. Schreiber, Die
Legende des hl. Catherine von Alexandria (1931). Acerca de Santa Catalina en el arte, cf. Künstle,
Ikonographie, vol. II, pp. 369-374, y Drake, Saints and their Emblems
(1916), p. 24. Acerca de los aspectos folklóricos, véase
Báchtold-Stáubli, Handworterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. IV,
pp. 1074-1084. Se encontrará una buena presentación de todo el asunto en Baudot
y Chaussin, Vies des Saints, vol. XI (1954), pp. 854-872.
(25 de noviembre)
San mercurio es
uno de los “santos guerreros”, tan populares en el oriente. Está fuera de duda
que murió realmente por la fe. Pero las diversas versiones je sus actas son simplemente novelas
piadosas. Según ellas, Mercurio era hijo ¿e un oficial
escita que se hallaba en Roma. Mercurio abrazó también la carrera militar, y
llegó a tener el grado de “primicerius.” Cuando los bárbaros amenazaron a Roma,
el emperador Decio quedó aterrado. Mercurio le alentó y se pUSO al
mando de las tropas imperiales, armado de una espada que un ángel le había
dado. Después de una gran victoria, Decio notó que Mercurio no asistía a
la ceremonia de acción de gracias a los dioses y le mandó llamar. Al
presentarse, Mercurio se despojó de la capa y el cinturón militar en presencia
del emperador, diciendo: “No negaré a mi Señor Jesús.” Decio, temeroso de herir
la simpatía de los romanos por Mercurio, envió a éste a Cesárea de Capadocia
para que fuese ahí torturado. Según la leyenda oriental, 113 años más tarde,
San Basilio invocó la ayuda de San Mercurio contra Juliano el Apóstata. Dios
hizo entonces de San Mercurio el instrumento de su venganza, ya que el santo
bajó del cielo blandiendo una espada y con ella dio muerte al infiel emperador.
En Egipto se llama a San Mercurio “Abu Saifain (“Padre de las Espadas”), en
razón de sus proezas militares y del arma con que siempre se le representa. En
dicho país hay muchas iglesias dedicadas a nuestro santo. Según se dice, San
Mercurio se apareció en Antioquía a los soldados de la primera Cruzada, junto
con San Jorge y San Demetrio.
El P. Delehaye estudió muy a
fondo la leyenda de San Mercurio. En su obra, Les légendes grecques des
saints militaires (1909), no sólo discute los incidentes narrados en ese
relato tan poco fidedigno (pp. 91-101), sino que edita en un apéndice (pp.
234-258) los dos textos griegos de mayor interés. A lo que parece, la
afirmación del peregrino Teo-dosio (c. 525) de que San Mercurio está sepultado en Cesárea, constituye el
primer testimonio cierto acerca de la existencia del mártir. Dada la
popularidad de que goza el santo en Egipto, nada tiene de extraño que su nombre
figure en muchos sinaxarios etíopes. En la traducción de Sir E. Wallis Budge de
dichos sinaxarios (4 vols., 1928), hay un índice muy completo, en el que se encuentran
numerosas referencias a San Mercurio. Budge publicó también en Miscellaneous
Coptic Textes (1915), una traducción de una pasión copla. Véase S.
Binon, Essai sur le cycle de St Mercare (1937), y Documents grecs
inédits relatifs ... (1937).
(26 de noviembre)
Eusebio califica a este prelado de excelente
maestro de la religión cristiana y gran obispo, y dice que fue admirable por su
virtud y su conocimiento de la Sagrada Escritura. San Pedro sucedió a San
Teonás en la sede de Alejandría el año 300. Gobernó esa iglesia durante doce
años. En los últimos nueve de su gobierno, tuvo que hacer frente a la
persecución de Diocleciano y de sus sucesores. Pedía constantemente a Dios que
otorgase a él y a sus fieles, la gracia y el valor necesarios, y exhortaba a
los cristianos a mortificar su voluntad para estar preparados a morir por
Cristo. Con su ejemplo y su palabra reconfortaba a los confesores del
cristianismo, de suerte que fue el padre de muchos mártires que sellaron con su
sangre el testimonio de su fe. La vigilancia y solicitud del santo se extendían
a todas las diócesis de Egipto, Tebaida y Libia. Como en esa vasta región hubo numerosos
cristianos que apostataron, San Pedro publicó catorce cánones sobre la manera
de tratar a los apóstatas que querían reconciliarse con la Iglesia. Más tarde,
toda la Iglesia de oriente adoptó esos cánones.
Con el tiempo, San Pedro tuvo que esconderse
fuera de Alejandría. Durante su ausencia se produjo el cisma meleciano (diferente
del cisma meleciano que estalló en Antioquía, cincuenta años más tarde y que
tuvo mayor importancia) . No sabemos exactamente qué fue lo que sucedió. Según
parece, el obispo de Licópolis, llamado Melecio, empezó a apropiarse las
funciones de metropolitano, que correspondían a San Pedro, y ordenó sacerdotes
en algunas diócesis cuyos obispos vivían aún, pero estaban escondidos. Para
justificar su proceder y aparecer como un defensor de la disciplina, Melecio
empezó a difundir ciertas calumnias sobre San Pedro y aun llegó a decir que
éste se había mostrado demasiado indulgente con los apóstatas. Con ello,
provocó el cisma que turbó a toda la Iglesia de Egipto, precisamente en los
momentos en que los cristianos necesitaban de toda su energía para hacer frente
a la persecución. Como Melecio se obstinase en su error, San Pedro no tuvo más
remedio que excomulgarlo.
Desde el sitio en que se hallaba escondido,
el santo continuó administrando su diócesis y alentando a los fieles
perseguidos, hasta que por fin, pudo regresar a su sede. Pero muy poco después,
estalló la persecución de Maximino Daia, cesar del oriente. San Pedro fue
capturado inopinadamente y ejecutado sin juicio previo. El Martirologio Romano
hace mención de otros cuatro obispos y de 600 fieles egipcios a los que “la
espada de los perseguidores abrió las puertas del cielo.”
En
Egipto se llama a San Pedro “sello y término de la persecución”, porque fue el
último de los mártires de Alejandría. También se le llama algunas veces el que
pasó a través del muro.” La “pasión” griega, que carece de toda autoridad,
explica así este curioso título: cuando San Pedro fue arrestado, los cristianos
se apelotonaron a la puerta de la prisión para rogar por él y se negaron a
retirarse. Al llegar la orden de ejecución, la muchedumbre era tan numerosa,
que los oficiales encargados del ajusticiamiento no podían pasar. Entonces,
decidieron abrirse paso a sangre y fuego entre la multitud. San “edro se entero
de las intenciones de sus verdugos y, para no ser la ocasión de tal carnicería,
mandó decir secretamente al comandante que perforase el muro de la prisión y le sacase por ahí,
durante la noche. Así se hizo, en efecto La lluvia y el viento impidieron que
la multitud oyese el ruido que hacían los trabajadores. San Pedro instó a los
guardias a darse prisa para evitar que la muí-titud se diese cuenta y fue
ejecutado sin que ninguno de los fieles lo supiese.
Existen varias versiones
griegas y latinas de una supuesta pasión de San Pedro; pero no merecen
crédito alguno. Véase CMH., pp. 620-621. Por otra parte, Eusebio, en Historia
eclesiástica, libs. VII, VIII y IX menciona varias veces a
este mártir; y el antiguo Bre-viarium sirio dice el 24 de noviembre: “En
Alejandría la Grande, el obispo Pedro, antiguo confesor.” Aunque el santo
escribió mucho, sólo se conservan algunos fragmentos de sus obras. Hay pruebas
de que San Pedro fue muy venerado desde antiguo; por ejemplo, su nombre figuró
muy pronto en el Typikon de Jerusalén. Cf. Tillemont, Mémoires, vol.
V pp. 755-757; Bardenhewer, Geschichte der altkirchlicen Literatur, vol.
II, pp. 203-211-DTC., vol. XII, ce. 1802-1804; Analecta Bollandiana, vol.
LXVII (1949), pp. 117-130. Hay un resumen de los cánones sobre los apóstatas en
DCB., vol. IV, pp. 331-332.
(26 de noviembre)
Benedicto XIV incluyó
el nombre de San Siricio en el Martirologio Romano, donde se dice que el santo “se
distinguió por su ciencia, piedad y celo por la religión, ya que condenó a
varios herejes y reforzó con decretos muy saludables la disciplina eclesiástica.”
Los principales de esos herejes fueron el monje Joviniano, que negó la
virginidad perpetua de María, así como su mérito, y Donoso, obispo de Sárdica,
que aprobó esos errores. En cuanto a la disciplina, San Siricio la reforzó en
la carta que escribió para responder a ciertas preguntas del obispo Himerio de
Tarragona. Esa instrucción, que San Siricio mandó comunicar a los demás obispos
por medio de Himerio, es el primer decreto pontificio que se conserva íntegro.
Entre otras cosas, el Papa mandó que los sacerdotes y diáconos casados cesen de
cohabitar con sus esposas. Este es el documento más antiguo que se conoce
acerca de la actitud de la Santa Sede en la cuestión del celibato eclesiástico.
San Siricio envió también esa carta a los obispos de África. El santo Pontífice
apoyó a San Martín de Tours y excomulgó a Félix de Tréveris por haber
participado, junto con Itacio, en la ejecución del hereje Prisciliano, llevada
a cabo por orden del emperador.
El año 390, San Siricio consagró la basílica
de San Pablo Extramuros, que había sido ensanchada por el emperador Teodosio I. El nombre del Pontífice se conserva todavía en una columna que no fue
destruida por el incendio de 1823. San Siricio gobernó la Iglesia durante
quince años y a su muerte fue sepultado en el cementerio de Priscila.
Tenemos muy pocos datos
sobre la vida personal de San Siricio; el Líber Pontificóos (ed.
Duchesne), vol. I, pp. 217-218, nos dice algunas cosas sobre su administración.
Véase también Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, vol. II, pp.
68-80; Tillemont, Mémoires, vol. X; y E. Gaspar, Geschichte des Papsttums, vol. I
(1930), pp. 257 ss. También hay una larga noticia biográfica en DCB., vol. IV,
pp. 696-702.
(26 de noviembre)
Basilio nació
en Limoges, a mediados del siglo VI. Después de servir algún tiempo
en el ejército, se sintió llamado por Dios a la vida monástica. Hizo entonces
una peregrinación al santuario de San Remigio, en Reims, y el arzobispo le
envió al monasterio de Verzy. San Basilio era un monje ejemplar, pero, como Dios 1e
llamase a una vida de mayor soledad, su abad le dio permiso de retirarse a una
celda aislada, situada en la cumbre de una colina de las cercanías. Ahí vivió
el santo hasta su muerte. Se atribuyen muchos milagros a San Basilio. Por
ejemplo, se cuenta que en cierta ocasión en que el conde de Champagne andaba de
cacería en aquellos parajes, un ciervo huyó en dirección a la celda
del santo y se refugió junto a él; los sabuesos del conde se detuvieron en seco
a cierta distancia y no quisieron acercarse por nada. Esa manifestación de la
santidad de la celda de un ermitaño impresionó tanto al conde, que regaló al
santo muchas tierras. Entre los discípulos del santo en la vida solitaria se
cuenta a San Sindulfo. El Martirologio Romano menciona a los dos santos
ermitaños.
Existen tres cortas
biografías latinas. La primera fue publicada por Mabillon, vol II, pp. 60-62;
el mejor texto de la segunda es el de MGH., Scriptores, vol. XIII pp.
449-451: la tercera puede verse en Migne, PL., CXXXVII, ce. 643-658. Véase
también E. Quentelot. Sí Basle et le monastére de Verzy (1892).
(26 de noviembre)
San conrado pertenecía
a la gran familia de los güelfos. Era el segundo hijo del conde Enrique de
Altdorf, quien fundó la abadía de Weingarten, en Würtem-berg, que todavía
existe. Conrado hizo sus estudios eclesiásticos en la escuela catedralicia de
Constanza. Poco después de su ordenación sacerdotal, fue nombrado preboste de
la catedral. El año 934, a la muerte del obispo, fue elegido para sucederle.
San Ulrico, obispo de Augsburgo, quien había favorecido su elección, solía
visitarle frecuentemente, y llegó a unirlos una amistad muy íntima. San
Conrado, que había renunciado a todo lo que no fuese Dios, cambió e. su hermano
sus posesiones por unas tierras más próximas a Constanza. Con sus rentas
construyó y dotó tres hermosas iglesias en honor de San Mauricio, San Juan
Evangelista y San Pablo, restauró muchas otras y repartió el resto de sus
bienes entre su diócesis y los pobres.
En aquella época, eran muy frecuentes las
peregrinaciones a Jerusalén. San Conrado visitó tres veces los Santos Lugares y
supo hacer de sus viajes verdaderas peregrinaciones de penitencia y devoción. A
esto se reduce prácticamente todo lo que dicen de cierto las biografías del
santo, que fueron escritas mucho después de su muerte. Suele representarse al
santo con un cáliz y una araña. La razón es la siguiente: Un día de Pascua,
mientras celebraba la misa, una araña cayó en su cáliz. Entonces se creía que
todas las arañas, o por lo menos la mayoría, eran venenosas. Sin embargo, San
Conrado se tragó la araña por devoción y respeto a los santos misterios, y ello
no le hizo ningún daño. Murió al cabo de más de cuarenta años de episcopado, en
975; fue canonizado en 1123. Para la época en que vivió, se mantuvo bastante
alejado de la política, sin embargo, consta que acompañó al
emperador Otón I a Italia el año 962.
La biografía que escribió
Udascalco de Maissach más de un siglo después de la e del santo es muy poco
satisfactoria y está llena de leyendas. Puede verse en Pertz, Scriptores, vol.
IV, pp. 430-460; hay
ahí otro relato que dice prácticamente lo mismo Se encuentran algunos datos más
en la Historia Weljorum Weingartensis (editada tamibién por Pertz, en Scriptores,
vol. XXI, pp. 454-477. También hay algunos documentos sobre el
episcopado de Conrado en Ladewig, Regesta episcoporum Constantiensium, \G\
i, (1886), pp. 44-48. Posteriormente, el culto de San Conrado se popularizó
mucho, debido tal vez a que los reformadores arrojaron sus reliquias al lago en
1526; la cabeza se salvó gracias a que estaba escondida. Véase el Diocesan-Archiv
de Friburgo, vol. XI pp. 255: 272, y vol. XXIII (1893), pp. 49-60; Mayer, Der hl.
Konrad (1898); Grober “y Merk Das St Konrads Jubilaeum (1923); y
Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 385-388.
(26 de noviembre)
Nicón, originario del Ponto, abandonó a sus
amigos de juventud y huyó a un monasterio llamado Crisopetro. Ahí vivió doce
años, entregado a la oración y practicando las penitencias más austeras. El
fruto espiritual que producían entre los monjes sus exhortaciones y
conferencias, movió a sus superiores a emplearle en la predicación de la palabra
de Dios al pueblo. Así pues, San Nicón partió a misionar en Creta, que acababa
de arrebatarse a los sarracenos. El santo reconvirtió a muchos cristianos que
habían abrazado la religión del Islam. Como empezaba siempre sus sermones con
la palabra “Metanoeite” (“¡Arrepentios!”), el pueblo le dio ese sobrenombre.
San Nicón enseñaba a sus oyentes a aplicar el hacha a la raíz de los vicios y,
de ese modo, consiguió conversiones maravillosas. Después de casi veinte años
de predicar en Creta, se trasladó al continente; en Esparta y otras regiones de
Grecia anunció la palabra divina y confirmó su doctrina con milagros. Murió el
año 998 en un monasterio del Peloponeso. Su nombre figura en el Martirologio
Romano y en los martirologios griegos.
Marlene y Durand dieron a
conocer la biografía griega de San Nicón, al publicar una traducción latina ep Amplissima
Collectio, vol. VI, pp. 837-887. En 1906, S. Lambros editó el texto griego, tomándolo de
otro manuscrito del Monte Atos. El documento es muy interesante desde el punto
de vista histórico. Se conserva también lo que pasa por ser el testamento del
santo, con sus últimas recomendaciones espirituales. Véase también la obra del
príncipe Max de Sajonia, Das christliche Helias (1919), pp. 129-133; y
DTC., vol. XI, ce. 655-657.
(27 de noviembre)
“En la frontera de la India con Persia el nacimiento para el
cielo de los Santos Barlaam y Josafat, sobre cuyos maravillosos hechos escribió
San Juan Damasceno.” El cardenal Baronio introdujo estas palabras en el
Martirologio Romano, pero el documento en el que se basó no fue escrito por San
Juan Damasceno. Según ese relato, un rey de la India que perseguía a los
cristianos, se enteró de que alguien había predicho que su hijo Josafat se
convertiría aJ cristianismo y, para evitarlo, encerró a éste en el mayor
aislamiento. Sin embargo, un asceta llamado Barlaam se hizo pasar por el
vendedor de una “perla de gran precio”, para llegar hasta Josafat, a quien
convirtió al cristianismo. El rey, que se llamaba Abenner, trató de
reconquistar a su hijo, pero él mismo acabó por abrazar la fe cristiana y se hizo ermitaño. Josafat renunció
al trono para ir a reunirse con Barlaam en el desierto y ahí pasó el resto de
su vida.
Se trata de una novela imaginaria sobre dos
santos que no existieron nunca. El documento se basa en la leyenda de Siddharta
Buda, a quien su padre, que era raja, mantuvo aislado del mundo para impedir
que se hiciera derviche. La versión cristiana de esta leyenda se popularizó
mucho tanto en el oriente como en el occidente, y fue traducida a muchas
lenguas. Gracias a eso, se conservó un documento importante de la apologética
cristiana, escrito en el siglo II por un filósofo ateniense
llamado Arístides, ya que el autor de la leyenda de Barlaam lo incorporó a su
obra. La superchería se descubrió a fines del siglo XIX, pues entonces se encontró en la biblioteca del monasterio del Sinaí
una versión siria de la “Apología” de Arístides. (Algunos años antes, los
monjes mekitaristas habían descubierto en Venecia una traducción armenia). En
esa forma, la leyenda de Buda se popularizó en la cristiandad bajo apariencias
cristianas, junto con una defensa de las enseñanzas de la Iglesia sobre el Dios
único.
En los tiempos modernos se
ha escrito mucho sobre esta leyenda. Bastará mencionar aquí el artículo Josaph
de H. Leclercq en DAC., vol. VII, ce 2359-2554, en el que se encontrarán
abundantes referencias. El texto griego y la traducción inglesa pueden verse en
la Loeb Classical Library (1914); fueron editados por G. R. Woodward y H.
Mattingly. Actualmente se dice que “Juan el Monje” de Mar Saba, adaptador o
traductor de la obra, no era otro que San Eutimio (13 de mayo). El texto fue
traducido al latín en Constantinopla hacia el año 1048; véase P. Peeters, en Analecta
Bollandiana, vol. XLIX (1931), pp. 276-312; y Byzantion, vol. VII, p. 692. Véase
también J. Sonet, Le román de Barlaam et Josaphat (1949). En Antioquía
hubo un mártir genuino llamado Barlaam (19 de nov.)
(27 de noviembre)
La segunda gran
persecución persa comenzó hacia el año 420, a causa del celo indiscreto del
obispo Abdías. La principal víctima de aquella persecución fue Santiago. Gozaba
éste de gran favor ante el rey Yezdigerdo I. Cuando dicho
príncipe emprendió la persecución de los cristianos, Santiago no tuvo valor
para renunciar a su amistad, de suerte que abandonó o disimuló la fe en el
verdadero Dios, que había profesado hasta entonces, lo que afligió mucho a su
madre y a su esposa. Cuando murió el rey Yezdigerdo, ambas escribieron a
Santiago, echándole en cara la cobardía de su conducta. Impresionado por esa
carta, Santiago empezó a comprender su falta. Desde entonces, dejó de ir a la
corte, renunció a todos los honores que su cobardía le había procurado y se
arrepintió públicamente. El nuevo rey, Bahram le mandó llamar. Santiago confesó
que era cristiano. Bahram le reprochó su ingratitud, recordándole todos los
honores que su padre le había conferido. Santiago replicó serenamente: “¿Dónde
está ahora? ¿Qué ha sido de él?” Tal respuesta molestó mucho a Bahram, quien
amenazó a Santiago con someterlo a una muerte lenta. “1 santo respondió: “Cualquier
género de muerte no pasa de ser un sueño, yuiera Dios que muera yo como los
justos.” Bahram replicó: “La muerte no;s un sueño, es el terror de
los reyes.” Santiago le dijo: “La muerte aterra a los reyes y a cuantos no
conocen a Dios, porque la esperanza de los malvados es efímera.” El
rey replicó: “¿De modo que tú, que no adoras al sol, ni a la luna, ni al fuego, ni al agua, que son
emanaciones de Dios, nos llamas a nosotros malvados?” Santiago repuso: “Yo no
te acuso, pero afirmo que das el nombre de Dios a las criaturas.”
El consejo del rey resolvió que, si Santiago
no renunciaba a Cristo, debía ser colgado y destrozado su cuerpo, miembro a
miembro. Toda la ciudad acudió a presenciar esa nueva forma de tortura. Los
cristianos se dedicaron a orar para que Dios concediese al mártir la
perseverancia. Los verdugos tiraron violentamente al mártir por los brazos como
para descoyuntárselos. En esa postura le explicaron el género de muerte que le
esperaba y le exhortaron a abjurar para obedecer al rey y evitar el castigo.
Más aún, le dijeron que bastaba con que fingiese abjurar momentáneamente y que
después se le dejaría en libertad de practicar su religión. Santiago respondió:
“Esta muerte que parece tan terrible es un precio muy bajo para comprar la vida
eterna.” En seguida, volviéndose hacia los verdugos, les dijo: “¿Qué esperáis?
Empezad vuestra tarea.” Cuando los verdugos le cortaron el primer dedo del pie
derecho, el mártir dijo en voz alta: “Salvador de los cristianos, recibe la
primera rama del árbol. El árbol se pudrirá; pero volverá a echar retoños y a
cubrirse de gloria. La vid muere durante el invierno, pero resucita en la
primavera. También el cuerpo reflorecerá después de ser podado.” Cuando le
cortaron el primer dedo de la mano, el mártir exclamó: “Mi corazón se regocija
en el Señor, y mi alma se llena de gozo en Dios, mi Salvador.” Y así siguió
alabando a Dios según le iban cortando los dedos. Cuando ya no le quedaba
ningún dedo en las manos ni en los pies, dijo alegremente al verdugo: “Ya
acabaste con los retoños. Corta ahora las ramas.” En seguida le cortaron los
miembros, trozo a trozo. Cuando ya no le quedaba a Santiago más que el tronco,
aún alababa a Dios, hasta que un soldado le cortó la cabeza. El autor de las “actas”,
que afirma haber presenciado el martirio, añade: “Todos imploramos entonces la
intercesión del glorioso Santiago.” Los cristianos dieron al mártir el
sobrenombre de “Inter-cisus”, que significa “descuartizado.”
Bedjan editó el texto sirio de
las actas en Acta 1897), vol. II, pp. 539-558. Existe una traducción alemana
vol. xxn, pp. 150-162. La historia llegó a ser muy popular, daria. Existen adaptaciones
en griego, latín, copto, etc. Acta sanctorum martyrum orientalium et occidentalium,
se profesaba especial devoción a Santiago. Se supone que trasladadas a
Braga, en Portugal. E. P. D. Devos enumera en Analecta Bollandiana, vol.
LXXI (1953), pp. 157-200,
martyrum et sanctorum 1890-en Biblia thek der Kirchenváter, aunque
es en gran parte legen-Véase también S. E. Assemani, vol. I, pp. 242-258. En
Chipre algunas de sus reliquias fueron los documentos sobre el mártir, y LXXII, pp. 213-256.
(27 de noviembre)
San Virgilio era
irlandés (llamado Feargal o Ferghil). En los “Anales de los Cuatro Maestros” y
en los “Anales de Ulster” se dice aue fue abad de Aghaboe.
Hacia el año 743, emprendió una peregrinación
a Tierra Santa, pero se detuvo dos años en Francia y no llegó más allá de
Baviera. Ahí, el duque Odilón de Baviera le nombró abad de San Pedro de
Salzburgo y administrador de la diócesis. El obispo del lugar, que
era también irlandés, se encargaba de los ministerios propiamente episcopales,
en tanto que San Virgilio se reservaba la predicación y la administración. Así
lo hizo hasta que sus colegas le obligaron a aceptar la consagración episcopal.
En cierta ocasión, encontró a un sacerdote que sabía tan poco latín, que ni
siquiera pronunciaba correctamente la fórmula del bautismo. San
Virgilio, basándose en que el error era accidental y no de fe, decidió que no
era necesario repetir los bautismos administrados por dicho sacerdote. San
Bonifacio, quien era entonces arzobispo de Mainz desaprobó el veredicto de San
Virgilio. Entonces, ambos santos apelaron al Papa San Zacarías, el cual
confirmó la opinión de Virgilio y se mostró sorprendido de que Bonifacio la
hubiese combatido.
Algún tiempo después de este incidente, San
Bonifacio acusó nuevamente a San Virgilio ante la Santa Sede, por haber
enseñado que debajo de la tierra había otro mundo y otros hombres y otro sol y
otra luna. San Zacarías respondió que era ésa una “doctrina perversa y malvada,
que ofende a Dios y a nuestras almas” y añadió que, si llegaba a probarse que
Virgilio la había enseñado, debía ser excomulgado por un sínodo. Algunos han
aprovechado este incidente como materia de controversia, pero sin razón, porque
no se sabe exactamente cuál era la doctrina de San Virgilio sobre la tierra y
otros tipos de hombres. Por otra parte, lo que era evidentemente peligroso en
su enseñanza, radicaba en la implicación de una negación de la unidad de la
raza humana, de la universalidad del pecado original y de la Redención. Debemos
reconocer que es muy explicable que la doctrina de San Virgilio haya provocado
sospechas en el siglo VIII, si acaso enseñó realmente que la
tierra era redonda y que había hombres en las antípodas. No existe el menor
indicio de que San Virgilio haya sido juzgado, condenado y obligado a
retractarse, pero sin duda que demostró a quienes le criticaban que no creía
nada que ofendiese “a Dios y a su alma”, ya que fue consagrado obispo hacia el
año 767 o antes.
San Virgilio reconstruyó en grande la
catedral de Salzburgo, a la que trasladó el cuerpo de San Ruperto, fundador de
la sede. El santo bautizó en Salzburgo a dos duques eslavos de Carintia y, a
petición de ellos, envió allá al obispo San Modesto y a otros cuatro
predicadores, a los que siguieron más tarde otros misioneros. El propio San
Virgilio predicó en Carintia hasta las fronteras de Hungría, en la región en
que el Drave se une al Danubio. Poco después de regresar a su diócesis, cayó
enfermo y murió apaciblemente en el Señor el 27 de noviembre de 784. Fue
canonizado en 1233. Su fiesta se celebra en Irlanda y en ciertas regiones de
Europa Central, donde se le venera como el apóstol de los eslovacos.
La biografía publicada en
MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 86-95, es una obra tardía que no merece
entero crédito. Más convincente es el epitafio encomiástico escrito por Alcuino
(MGH., Poetae Latini, vol. I, p. 340). Véase la valiosa noticia
biográfica de L. Gougaud, Les saints irlandais hors d”Irlande (1936), pp.
170-172; y cf. J. Ryan, Early Irish Missionaries ... and St Vergil (1924);
H. Frank, Die Klosterbischófe des Frankreiches (1932); y B. Krusch, en
MGH., Scriptores Merov, vol. VI, pp. 517 ss. Acerca de la disputa
cosmológica, véase H. Krabbo, en Mitteilungen des Instituís für
Osterreichische Geschichtsforschung, vol. XXIV (1903), pp. 1-28; y H. Van
der Linden, en Bulletins de VAcad. royale de Belg Classe des lettres, 1914, pp. 163-187. Cf. también Analecta
Bollandiana, vol. XLVI (1928), p. 203.
(27 de noviembre)
En la fecha de hoy, el Martirologio Romano dice: “Cerca
de Corinto, el nacimiento al cielo de San Sostenes, uno de los discípulos del
bienaventurado Apóstol Pablo, quien de él hace mención en su Epístola a los
Corintios. Habiéndose convertido este Sostenes, jefe de la sinagoga de Corinto,
fue golpeado con violencia delante del procónsul Gallion, consagrando así, en
glorioso principio, las primicias de su fe.”
El nombre de Sostenes se encuentra dos veces
en el Nuevo Testamento: en los “Hechos de los Apóstoles” (18:18) y en la
primera Epístola a los Corintios (1:1) la que inicia San Pablo como un saludo
en el que asocia “al hermano Sostenes.” Cuando escribió esta epístola, el
Apóstol residía en Efeso. ¿Vivía Sostenes en esta ciudad o era compañero de
viaje de San Pablo? En este último caso, ¿tuvo San Pablo la deferencia de
nombrarlo tan sólo porque era originario de Corinto? Todas estas preguntas
quedan sin respuesta, a menos que se haga coincidir a este Sostenes con su
homónimo, jefe de la sinagoga en Corinto (Alio, Prémiere épitre aux
Corinthiens, pp. 1-2).
Este
Sostenes fue víctima de una curiosa aventura en Corinto. Furiosos los judíos
ante los éxitos del apostolado de San Pablo, condujeron a Sostenes ante el
tribunal del procónsul Gallion, diciendo: “Este hombre enseña a las gentes a
adorar a Dios de una manera contraria a la Ley.” Antes de que San Pablo pudiera
abrir la boca, Gallion dijo a los judíos: “Si se tratara de una injusticia o de
una maldad, yo os escucharía con toda razón, pero puesto que se trata de
discusiones de palabras, de nombres y de vuestra Ley, esto a vosotros os toca.
Yo no quiero entrometerme en vuestros asuntos.” Y los despidió del tribunal. En
seguida, los judíos cogieron al jefe de la sinagoga, Sostenes, y lo golpearon
ante el tribunal. Y a todo ello, Gallion no prestó la menor atención.
San Lucas, relatando la escena sin dar
detalles, ha dejado el campo abierto a las interpretaciones. Según San Juan
Crisóstomo (In Act. hom., 30:2), seguido por el Martirologio Romano,
Sostenes fue golpeado porque se acataba de convertir al cristianismo, y con
aquella prueba mostró su fidelidad a la religión. Esta explicación,
muy honrosa para Sostenes, no ha sido aceptada por la mayor parte de los
autores, quienes piensan que Sostenes había llevado a los judíos para que
declararan contra San Pablo, y que fue golpeado por sus mismos compañeros,
descontentos de haber sido molestados para nada.
Los que identifican a los dos Sostenes,
pretenden que el jefe de la sinagoga, convertido por San Pablo, lo acompañó en
seguida a sus viajes. Puesto que era conocido en Corinto, el Apóstol lo empleó
en sus relaciones con los corintios, ksta teoría tiene un sabor de novela
histórica tan marcado, que nadie osa darle crédito.
Los testimonios antiguos son muy dudosos y no
dan ninguna luz. Según Eusebio (Hist. eccl., 1, I, c. XII, 1) dice que el Sostenes citado en la Epístola a los Corintios era uno de los setenta
discípulos de Nuestro Señor. Por lo tanto Eusebio rechaza la identificación. Los “sinaxarios”, que mencionan a Sostenes el
8 y el 9 de diciembre, el 29 o el 30 de marzo, se inclinan a la
identificación (Synax. Eccl. Const., cois 289, 292, 558, 573, 586) y
pretenden que murió siendo obispo de Colofón (al oeste del Asia Menor, entre
Efeso y Esmirna).
En los martirologios
occidentales, Adón cita a Sostenes, el jefe de la sinagoga, el 11 de junio: “En
Corinto, San Sostenes, discípulo del Apóstol San Pablo” y el 28 de noviembre: “Aniversario
de San Sostenes, discípulo de los apóstoles.” Sería falso querer sacar de esta
doble mención una conclusión cualquiera. Adó llenó su martirologio con
personajes del Nuevo Testamento pero no tuvo cuidado de no confundir a los
homónimos. Ver Quentin, Les martyrol, hist. du Mayen Age, pp. 430, 461,
589, 601.
(28 de noviembre)
San Esteban el
joven, uno de los más famosos mártires de la persecución iconoclasta, nació en
Constantinopla. Cuando tenía quince años, sus padres le confiaron a los monjes
del antiguo monasterio de San Auxencio, no lejos de Calcedonia. El oficio del
joven consistía en comprar las provisiones. Con motivo de la muerte de su
padre, Esteban tuvo que ir a Constantinopla. Aprovechó la ocasión para vender
sus posesiones y repartir el producto entre los pobres. Una de sus dos hermanas
era ya religiosa; la otra partió a Bitinia con su madre, y ambas se retiraron
también a un monasterio. Cuando murió el abad Juan, Esteban fue elegido para
sucederle, a pesar de que sólo tenía treinta años. El monasterio consistía en
una serie de celdas aisladas, desperdigadas en la montaña. El nuevo abad se
estableció en una cueva de la cumbre. Ahí unió el trabajo a la oración: se
ocupaba en copiar libros y en fabricar redes. Algunos años más tarde, Esteban
renunció al cargo y en un sitio más retirado aún se construyó una celda tan
estrecha, que el santo no podía estar de pie ni recostarse, sin chocar con los
muros. En esa especie de sepulcro se encerró a los cuarenta y dos años de edad.
El emperador Constantino Coprónimo continuó
la guerra que su padre, Leo, había declarado a las imágenes. Como era de
esperar, encontró entre los monjes la oposición más fuerte y contra ellos tomó
las medidas más rigurosas, Como estaba al tanto de la gran influencia de
Esteban, el emperador se esforzaba para que suscribiese el decreto promulgado
por los obispos iconoclastas en el sínodo del año 754. El patricio Calixto hizo
el intento de convencer al santo para que lo firmase, pero fracasó en la
empresa. Constantino, furioso al ver la firma de San Esteban, envió a Calixto
con un grupo de soldados para que sacasen a rastras al santo de su celda.
Esteban se hallaba ya tan extenuado, que los soldados tuvieron que llevarle
cargado hasta la cumbre de la montana. Algunos testigos venales acusaron a San
Esteban de haber convivido con su hija espiritual, la santa viuda Ana. Esta
protestó de su inocencia y, al negarse a dar testimonio contra el santo, como
lo pedía el emperador, fue encarcelada en un monasterio donde murió poco después,
a consecuencia de los malos tratos.
El emperador, que buscaba un nuevo pretexto
para condenar a muerte í Esteban, le sorprendió cuando confería el hábito a un
novicio, cosa que estaba prohibida.
Inmediatamente, los soldados dispersaron a los monjes e incendiaron el
monasterio y la iglesia. Esteban fue llevado preso en un navio a un monasterio
de Crisópolis, donde se reunieron para juzgarle Calixto y algunos obispos. Al
principio, le trataron cortesmente, pero después empezaron a maltratarle con
brutalidad. El santo les preguntó cómo se atrevían a calificar de ecuménico un
concilio que no había sido aprobado por los otros patriarcas, y defendió
tenazmente la veneración de las sagradas imágenes. Por ello, fue desterrado a
la isla de Proconeso de Propóntide. Dos años más tarde, Constantino Coprónimo
mandó que fuese trasladado a una prisión de Constantinopla. Unos cuantos días
después, el santo compareció ante el emperador. Este le preguntó si creía que
pisotear una imagen era lo mismo que pisotear a Cristo. Esteban replicó: “Ciertamente
que no.” Pero en seguida, tomando una moneda, preguntó qué castigo merecía el
que pisoteara la imagen del emperador que había en ella. La sola idea de ese
crimen provocó gran indignación. Entonces Esteban preguntó: “¿De modo que es un
crimen enorme insultar la imagen del rey de la tierra y no lo es arrojar al
fuego las imágenes del Rey del cielo?” El emperador le mandó azotar, cosa que
los verdugos hicieron con extremada violencia. Cuando Constantino se enteró de
que el santo no había muerto en el suplicio, exclamó: “¿No hay nadie capaz de
librarme de ese monje?” Inmediatamente, uno de los presentes corrió a la cárcel
y arrastró al mártir por las calles de la ciudad, donde la multitud le golpeó
con piedras y palos, hasta que un hombre le destrozó la cabeza con un mazo. El
Martirologio Romano menciona junto con San Esteban a otros monjes que sufrieron
por la misma causa en la misma época.
En Migne, PG., vol. c, pp.
1069-1086, puede verse la biografía escrita por Esteban, “diácono de
Constantinopla.” Alguien ha hecho notar que en esa obra hay ciertos pasajes
tomados de la “Vida de San Eutimio” escrita por Cirilo de Escitópolis. Se
encontrará un breve relato del matirio en B. Hermann, Verborgene Heilige des
griechischen Ostens (1931).
(28 de noviembre)
Simeón Metafrasto (es
decir, “el Repetidor”) merece un sitio en una vida de santos, por la misma
razón que los beatos Adó de Vienne y Jacobo de Vorágine, ya que fue el
principal compilador de las leyendas de los santos que se conservaban en los
menologios de la Iglesia bizantina. Aunque Miguel Pselos (1078) escribió la
vida de Simeón, en realidad tenemos muy pocos datos ciertos sobre ella. A
diferencia de los otros dos hagiógrafos que acabamos de mencionar, Simeón
Metafrasto no fue obispo. Pselos dice que era “logozete”, es decir, una especie
de secretario de estado. Emprendió su trabajo sobre los santos, por mandato de
un emperador (probablemente Constantino VII Porfiriogénito).
Los historiadores actuales suelen identificarle con el Simeón Logozete que
escribió una crónica en el siglo X.
La colección de leyendas de San Simeón hacen
de él uno de los escritores griegos medievales más conocidos. Sin embargo, no
se ha llegado todavía a averiguar con certeza qué fuentes utilizó y dónde
encontró ciertos materiales. Se le ha acusado de falsificación y de credulidad
infantil, pero Ehrhard, Delehaye y otros autores, han reivindicado su memoria.
En realidad, las numerosas historias ridiculas que relata corrían de boca en
boca en su tiempo por tradición oral o escrita
y Simeón no hizo más que anotarlas. Fue el principal compilador de leyendas
griegas y, no sin razón, se le ha comparado con Jacobo de Vorágine Su colección
fue traducida al latín y publicada en Venecia a mediados del siglo X.
En la Iglesia bizantina se celebra su fiesta
el 28 de noviembre. En el occidente no se le tributa culto, como lo hicieron
notar los padres latinos en la séptima sesión del Concilio de Florencia.
Véase A. Ehrhard, Die Legendensammlung
des Symeon Metaphrasies... (1897)-H. Delehaye, en Analecta Bollandiana, vol.
XVI (1897), pp. 312-329, y vol. XVII (1898)” pp. 448-452; American
Ecclesiastical Review, vol. XXVIII (1900), pp. 113-120; Encyclopaedia
Britannica, lia. edic., vol. XXVI, p. 285; A. Fortescue, en Catholic
Encyclopaedia, vol. X, pp. 225-226 y H. Leclercq,
en DAC., t. XI, ce. 420-426. La colección de leyendas puede verse en Migne,
PG., vols. CXIV-CXVI; el vol. CXIV contiene la biografía escrita por Pselos y
el oficio de la fiesta de San Simeón; en Analecta Bollandiana, vol. LXVIII (1950), pp. 126-134, se
hallarán los poemas que escribió Nicéforos Ouranos sobre la muerte de San
Simeón. Contra la hipótesis de que Simeón vivió a mediados del siglo XI,
véase A. Ehrhard, Uberlieferung und Bestand der hagiographischen und
homiletischen Literatur der griechischen Kirche, en Texte und
Untersuchungen zur Gesch. der altchristlichen Literatur, vol. II, pp. 307
ss.
(29 de noviembre)
Se venera A San
Saturnino como evangelizador y primer obispo de Toulouse. Fortunato dice que
convirtió a muchos idólatras con su predicación y milagros.
Se supone que predicó aquende y allende los
Pirineos. El autor de su “pasión” que data de antes del siglo VII, relata que el santo reunía a los fieles de Tou-louse en una pequeña
iglesia y hace notar que el principal templo de la ciudad estaba situado entre
dicha iglesia y la casa del santo. Los oráculos solían hablar en el templo,
pero durante largo tiempo habían permanecido mudos, y los paganos
atribuyeron aquel silencio a la presencia del obispo cristiano. Así pues, los
sacerdotes se apoderaron de él un día, cuando el santo pasaba frente al templo,
y le arrastraron al interior. Ahí le advirtieron que si no aplacaba a los
dioses ofreciéndoles sacrificios, sería sacrificado él mismo. Saturnino
replicó: “Yo adoro a un solo Dios y sólo a El ofreceré sacrificio de alabanza.
Vuestros dioses son malos y se complacen más en el sacrificio de vuestras almas
que en el de vuestros toros. ¿Cómo voy a temerlos, puesto que vosotros mismos
reconocéis que tiemblan ante un cristiano?” Los infieles, encolerizados por esa
respuesta, ataron al santo por los pies a un toro que iba a ser sacrificado y
azuzaron al animal para que echase a correr colina abajo. Los sesos del mártir
quedaron diseminados en la pendiente. El toro siguió arrastrando el cuerpo
hasta que se reventó la cuerda. Los restos de Saturnino quedaron abandonados
ante las puertas de la ciudad hasta que dos mujeres los escondieron en un foso.
Más tarde, las reliquias fueron trasladadas a la gran iglesia de San Saturnino.
La iglesia que se levanta en el sitio en que se detuvo el toro se llama todavía
“Taur.” Más tarde, la leyenda embelleció la vida del santo, diciendo que había
sido enviado a la Galia por el Papa Clemente o por los mismos Apóstoles.
Por extraño que parezca,
Ruinart incluyó la pasión de San Saturnino en su Acta Sincera. Delehaye
estudia en CMH todos los puntos importantes. San Gregorio de Tours menciona más
de una vez a San Saturnino y su basílica de Toulouse y es evidente que tenía
ante los ojos el texto de la pasión del mártir. Tanto Venancio Fortunato
como Sidonio Apolinar honran al santo obispo y hacen eco al relato legendario
de su martirio. Los calendarios mozárabes conmemoran también al santo el día de
hoy. Véase Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. I, p. 26 y pp. 306-307.
(30 de noviembre)
San Andrés nació en Betsaida, población de
Galilea situada a orillas del lago de Genezaret. Era hijo del pescador Joñas y
hermano de Simón Pedro. La Sagrada Escritura no especifica si era mayor o menor
que éste. La familia tenía una casa en Cafarnaún y en ella se alojaba Jesús
cuando predicaba en esa ciudad. Cuando San Juan Bautista empezó a predicar la
penitencia, Andrés se hizo discípulo suyo. Precisamente estaba con su maestro,
cuando Juan Bautista, después de haber bautizado a Jesús, le vio pasar y
exclamó: “¡He ahí al cordero de Dios!” Andrés recibió luz del cielo para
comprender esas palabras misteriosas. Inmediatamente, él y otro discípulo del
Bautista siguieron a Jesús, el cual los percibió con los ojos del espíritu
antes de verlos con los del cuerpo. Volviéndose, pues, hacia ellos, les dijo: “¿Qué
buscáis?” Ellos respondieron que querían saber dónde vivía y Jesús les pidió
que le acompañasen a su morada. Andrés y sus compañeros pasaron con Jesús las
dos horas que quedaban del día. Andrés comprendió claramente que Jesús era el
Mesías y, desde aquel instante, resolvió seguirle. Así pues, fue el primer
discípulo de Jesús. Por ello los griegos le llaman “Precíete” (el primer
llamado). Andrés llevó más tarde a su hermano a conocer a Jesús, quien le tomó
al punto por discípulo y le dio el nombre de Pedro. Desde entonces, Andrés y
Pedro fueron discípulos de Jesús. Al principio no le seguían constantemente,
como habían de hacerlo más tarde, pero iban a escucharle siempre que podían y
luego regresaban al lado de su familia a ocuparse de sus negocios. Cuando el
Salvador volvió a Galilea, encontró a Pedro y Andrés pescando en el lago y los
llamó definitivamente al ministerio apostólico, anunciándoles que haría de
ellos pescadores de hombres. Abandonaron inmediatamente sus redes para seguirle
y ya no volvieron a separarse de El. Al año siguiente, nuestro Señor eligió a
los doce Apóstoles; el nombre de Andrés figura entre los cuatro primeros en las
listas del Evangelio. También se le menciona a propósito de la multiplicación
de los panes (Juan, vi, 8-9) y de los gentiles que querían ver a Jesús (Juan,
xil, 20-22).
Aparte de unas cuantas palabras de Eusebio,
quien dice que San Andrés predicó en Scitia, y de que ciertas “actas” apócrifas
que llevan el nombre del apóstol fueron empleadas por los herejes, todo lo que
sabemos sobre el santo procede de escritos apócrifos. Sin embargo, hay una
curiosa mención de San Andrés en el documento conocido con el nombre de “Fragmento
de Muratori”, que data de principios del siglo III: “El cuarto
Evangelio (fue escrito) por Juan, uno de los discípulos. Cuando los otros
discípulos y obispos le urgieron (a que escribiese), les dijo: “Ayunad conmigo
a partir de hoy durante tres días, y después hablaremos unos con otros sobre la
revelación que hayamos tenido, ya sea en pro o en contra. Esa misma noche, fue
revelado a Andrés, uno de los Apóstoles, que Juan debía escribir y que todos
debían revisar lo que escribiese.” Teodoreto cuenta que Andrés estuvo en
Grecia; San Gregorio Nazianceno especifica que estuvo en Epiro, y San Jerónimo
añade que estuvo también en Acaya. San Filastrio dice que del Ponto pasó a
Grecia, y que en su época (siglo IV) los habitantes de Sínope
afirmaban que poseían un retrato auténtico del santo y que conservaban el ambón
desde el cual había predicado en dicha ciudad. Aunque todos estos autores
concuerdan en la afirmación de que San Andrés predicó en Grecia, la cosa no es
absolutamente cierta. En la Edad Media era creencia general que San Andrés
había estado en Bizancio, donde dejó como obispo a su discípulo Staquis (Rom.
xvi, 9). El origen de esa tradición es un documento falso, escrito en una época
en que, convenía a Constantinopla atribuirse un origen apostólico para no ser
menos que Roma, Alejandría y Antioquía. (El primer obispo de Bizancio del que
consta por la historia, fue San Metrófanes, en el siglo IV). El género de muerte de San Andrés y el sitio en que murió son también
inciertos. La “pasión” apócrifa dice que fue crucificado en Patras de Acaya.
Como no fue clavado a la cruz, sino simplemente atado, pudo predicar al pueblo
durante dos días antes de morir. Según parece, la tradición de que murió en una
cruz en forma de “X” no circuló antes del siglo IV. En tiempos del emperador Constancio II (f 361), las
presuntas reliquias de San Andrés fueron trasladadas de Patras a la iglesia de
los Apóstoles, en Constantinopla. Los cruzados tomaron Constantinopla en 1204,
y, poco después las reliquias fueron robadas y trasladadas a la catedral de
Amalfi, en Italia.
San Andrés es el patrono de Rusia y de
Escocia. Según una tradición que carece de valor, el santo fue a misionar hasta
Kiev. Nadie afirma que haya ido también a Escocia, y la leyenda que se conserva
en el Breviario de Aberdeen y en los escritos de Juan de Fordun, no merece
crédito alguno. Según dicha leyenda, un tal San Régulo, que era originario de
Patras y se encargó de trasladar las reliquias del apóstol en el siglo IV, recibió en sueños aviso de un ángel de que debía trasportar una parte
de las mismas al sitio que se le irtdicaría más tarde. De acuerdo con las
instrucciones, Régulo se dirigió hacia el noroeste, “hacia el extremo de la
tierra.” El ángel le mandó detenerse donde se encuentra actualmente Saint
Andrews, Régulo construyó ahí una iglesia para las reliquias, fue elegido
primer obispo del lugar y evangelizó al pueblo durante treinta años.
Probablemente, esta leyenda data del siglo VIII. El 9 de
mayo se celebra en la diócesis de Saint Andrews la fiesta de la traslación de
las reliquias.
El nombre de San Andrés figura en el canon de
la misa, junto con los de otros Apóstoles. También figura, con los nombres de
la Virgen Santísima y de San Pedro y San Pablo, en la intercalación que sigue
al Padrenuestro. Esta mención suele atribuirse a la devoción que el Papa San
Gregorio Magno pro-fesaba al santo, aunque tal vez data de fecha anterior.
Duchesne, Delehaye y otros
autores descartan la relación de San Andrés con la ciudad de Pairas, pero no faltan autores que
la afirman como cierta. Por ejemplo, Kellner dice (Heortology, p. 289): “Más cierto es el
hecho de que fue martirizado en Pairas, como consta por un documento fidedigno.”
(Ya autor se
refiere a la pasión que publicó Max Bonnet en Analecta Bollandiana, vol.
XIII, pp. 373-378). “Además de esle documento exisle una conocida encíclica
escrila por los sacerdoles y diáconos de Acaya; aunque puede crilicarse esa
encíclica en ciertos aspectos, en todo lo esencial concuerda con el relato del
martirio.” Eslo nos parece exagerado. Sin embargo, hay que reconocer que los
calendarios griegos y latinos de todas las épocas fijan casi unánimemente la
fiesta de San Andrés el 30 de noviembre. El Hieronymianum dice el 5 de
febrero: “Pairas in Achaia ordinatio episcopatus sancti Andraeae apostoli.” La
encíclica del clero de Acaya puede verse en Migne, PG., vol. II, pp. 1217-1248.
Los escritos apócrifos relativos a San Andrés fueron publicados por M. Bonnet
en Analecta Bollandiana, vol. XIII (1894); más tarde fueron reeditados
aparte. Existen también textos etíopes, coptos y de otros países de oriente.
Véase Dictionnaire de la Bible: Supplément, vol. I, ce. 504-509;
Flamion, Les actes apocryphes de I’apotre André (1911); Henecke, N
eutestamentliche Apocryphen (1904), pp. 459-473, y Handbuch (1904),
pp. 544-562. La leyenda de San Andrés interesó a los ingleses desde muy
antiguo; el poema anglo-sajón ululado Andreas, que se basa en dicha
leyenda, fue probablemente escrito por Cinewulfo hacia el año 800. Acerca de la
relación de San Andrés con Escocia, cf. W. Skene, Celtic Scotland, vol.
I, pp. 296-299. La referencia de Eusebio se halla en Hist. EccL, lib. III.
El texlo del Fragmenlo de Muralori puede verse en DAC., vol. XII, c. 552, donde
hay un facsímile del manuscrito original.
(30 de noviembre)
La larga y
violenta persecución de los cristianos de Persia, en la época de Sapor II, fue provocada por la sospecha de que éstos estaban unidos con los
emperadores romanos contra su propio país. Por ello, la adhesión al mazdeís-mo,
la religión nacional, se consideró como una prueba de lealtad. Mahanes, Abraham
y Simeón fueron los primeros cristianos que cayeron en manos de los
funcionarios reales. Poco después, fueron aprisionados también los obispos
Sapor e Isaac, por haber construido iglesias y convertido a algunos mazdeístas.
El rey dijo a los cinco cristianos: “¿No habéis oído que yo desciendo de Dios?
Y, sin embargo, ofrezco sacrificios al sol y tributo honores divinos a la luna.
¿Quiénes sois vosotros para oponeros a mis leyes?” Los mártires respondieron: “Nosotros
sólo reconocemos a un Dios y solamente le adoramos a El.” El obispo Sapor
añadió: “Confesamos a un Dios, creador de todas las cosas y a Jesucristo, su
Hijo.” El rey ordenó a los guardias que le golpeasen en la boca. Estos
cumplieron la orden con tal violencia, que le rompieron los dientes. En
seguida, le golpearon el cuerpo con mazos hasta quebrarle los huesos. Isaac
compareció después de Sapor: el rey le echó en cara el atrevimiento que le
había llevado a construir iglesias. El mártir confesó a Cristo con inflexible
constancia. Entonces, el monarca mandó llamar a algunos apóstatas y los obligó
con amenazas a lapidar a Isaac hasta que muriese. Al enterarse del martirio de
su compañero, Santo Sapor se llenó de gozo. Dos días más tarde, falleció en la
prisión a consecuencia de las heridas que había recibido. Para asegurarse de
que estaba bien muerto, el bárbaro monarca mandó que le cortasen la cabeza y se
la llevasen a enseñar. Después comparecieron los otros tres que se mostraron
tan inflexibles como Isaac y Sapor. El rey ordenó a los guardias que arrancasen la piel a Mahanes desde la cabeza hasta el ombligo. El
santo murió en la tortura. A Abraham se le quemaron los ojos con un hierro
candente. Simeón fue enterrado hasta el pecho y traspasado con flechas.
En el siglo XVIII, S. E. Assemani publicó las
actas sirias del martirio de los dos obispos, en Acta Sanctorum Martyrum
Orientalium et Occidentalium, vol. I, pp. 225-230. pero es mejor
el texto que publicó Bedjan, basándose en la comparación de diversos
manuscritos, en Acta martyrum et sanctorum, vol. II (1891). Posiblemente
Sapor es el mismo mártir que menciona el antiguo Breviarium sirio entre “los
obispos de Persia”; sin especificar la fecha de la fiesta, el Breviarium dice
simplemente: “Juan y Shabur (Sapor), obispos de la ciudad de Beth-Seleucia.”
(1 de diciembre)
Se venera a San Ansano, romano por
nacimiento, como el primer apóstol de Siena. En efecto, las conversiones que
logró en aquella ciudad fueron tan numerosas, que se le dio el apodo de “el
bautizador.” Durante la persecución de Diocleciano, fue encarcelado, torturado
y decapitado. En el sitio de su ejecución, fuera de las murallas de la ciudad,
hay todavía una iglesia. En 1170, las reliquias de San Ansano fueron
trasladadas a la catedral. Los restos del santo obraron entonces varios
milagros. Alguien se encargó de registrarlos en una biografía fabulosa. Según
dicha obra, Ansano fue denunciado por su propio padre. El joven confesó la fe,
pero consiguió huir de Roma y se dirigió a Toscana. En el camino predicó en
Bagnorea y fue hecho prisionero en el sitio en que se levanta actualmente la
iglesia de Nuestra Señora de las Cárceles. En Siena se profesa todavía gran
devoción a este joven mártir: “En los subterráneos que hay debajo del hospital,
suelen reunirse varias cofradías que, según se dice, datan de la época de los
primeros cristianos de Siena, convertidos por San Ansano, los cuales
acostumbran reunirse secretamente en ese sitio en los días de las persecuciones
romanas.”
No existen huellas del culto
antiguo de San Ansano. Baluze-Mansi, Miscellanea (vol. IV, pp. 60-63), publicaron dos
textos de la pasión del santo; por su extensión, equivalen a dos
lecciones del breviario y su estilo delata la época en que fueron escritos. Cf.
Catalogus coa. hagiog. Bruxel., vol. I, pp. 129-132, de los bolandistas.
Véase E. G. Gardner, Story of Siena, p. 187 y passim; y V. Lusini, San Giovanni di
Sienna, quien afirma que los documentos prueban que, el año 881, se dedicó
a San Ansano una iglesita, cuyas ruinas existen todavía. Se presume que dicha
iglesia fue el primer bautisterio de Siena.
(1 de diciembre)
Acerico nació
en Verdún o en las cercanías (tal vez en Arville), hacia el año 521. Llegó a
formar parte del clero de la iglesia de San Pedro y San Pablo de Verdún. A los
treinta y tres años, sucedió a San Desiderio en el gobierno de la diócesis. San
Gregorio de Tours y San Venancio Fortunato, quienes fueron a visitarle a
Verdún, escribieron sobre él en forma muy laudatoria: “Los pobres reciben
socorro; los tristes, esperanzas; los desnudos, vestido. Lo que es de uno es de
todos”, dice Venancio Fortunato. San Agerico gozó del favor del rey Sigeberto I
y fue él quien bautizó a su hijo Childeberto y actuó como consejero suyo cuando
ascendió al trono. Sin embargo, el santo no consiguió obtener del joven rey
gracia para Bertefredo y otros nobles rebeldes que se refugiaron en el
santuario. En efecto, Bertefredo fue asesinado por los hombres del rey en la
propia capilla del obispo. Más agradable es otra anécdota que se cuenta acerca de la amistad de Childeberto y
Agerico. En cierta ocasión, el santo invitó a palacio a todos los personajes de
la corte y éstos bebieron tanto, que el vino comenzó a escasear. Entonces, San
Agerico mandó traer la última Barrica y la bendijo; gracias a ello, la barrica
alcanzó para satisfacer a todos los comensales. También se le
atribuye el milagro de haber salvado un criminal de Laon que estaba condenado a
muerte, y para quien el santo obtuvo el perdón. Agerico murió el año 588. Se
dice que sufrió un ataque al corazón por no haber podido salvar a Bertefredo.
Fue sepultado en la iglesia de San Andrés y San Martín, que él mismo había
construido en Verdún. A principios del siglo XI, se
estableció ahí una abadía dedicada a San Agerico.
Además de los datos que nos
dan San Gregorio de Tours y San Venancio Fortunato, Hugo de Flavigny escribió
una especie de biografía, reuniendo los datos de esas fuentes (Migne, PL., vol.
CIX, ce. 126-131). En el Catalogus coa. hag. lat. Bib. Nat., París, vol.
It pp. 479-482,
hay dos biografías latinas de época posterior, pero ninguna de las dos contiene
datos de valor. Véase también DHG., vol. I, ce. 1223-1224.
(1 de diciembre)
El nombre de
Eligió, así como el de su padre, Equerio, y el de su madre, Aerrigia, prueban
que era de origen galo-romano. Nació en Chaptelat, cerca de Limoges, alrededor del año 588. Su padre,
un artesano, comprobó qlle Eligió tenía grandes aptitudes para el
grabado en metal y le colocó corno aprendiz en el taller de Abón, el
encargado de acuñar la moneda en Limoges Una vez que hubo aprendido el oficio,
Eligió atravesó el Loira y se dirigió a París, donde conoció a Bobbo, el
tesorero de Clotario II. El monarca encomendó a Eligió la
fabricación de un trono adornado de oro y piedras preciosas. Con el
material que le dieron, Eligió construyó dos tronos como el que se le había
pedido. Clotario quedó admirado de la habilidad, la honradez, la inteligencia y
otras cualidades del joven, por lo que inmediatamente le tomó a su servicio
y le nombró jefe de la casa de moneda. El nombre de Eligió se ve todavía
en algunas monedas acuñadas en París y Marsella durante los reinados de
Dagoberto I y Clodoveo II. El biógrafo de Eligió dice que
él labró los relicarios de San Martín (Tours), San Dionisio (Saint-Denis), San
Quintín, Santos Crispino y Crispiniano (Soissons), San Luciano, San
Germán de París, Santa Genoveva y otros. La habilidad y la
posición del santo, así como su amistad con el rey, hicieron de él un personaje
importante. Eligió no dejó que la corrupción de la corte manchase su alma y
acabase con su virtud, pero supo adaptarse perfectamente a su estado. Por
ejemplo, se vestía magníficamente, de suerte que en ciertas ocasiones sus
trajes eran de pura seda (material muy raro entonces en Francia) y estaban
bordados con hilo de oro -y adornados con piedras preciosas. Cuando un
forastero preguntaba dónde vivía Eligió, las gentes respondían: “Id a tal
calle; su casa es la que está rodeada por una muchedumbre de pobres.”
Es curioso el incidente que se produjo cuando
Clotario pidió a Eligió que prestase el juramento de fidelidad. El santo, ya
fuese por escrúpulo de jurar sin necesidad suficiente, ya fuese por temor de lo
que el monarca podría mandarle que hiciese o aprobase, se excusó de prestar el
juramento con una obstinación que molestó al rey durante algún tiempo, hasta
que al fin, Clotario comprendió que la razón de la repugnancia de Eligió
procedía realmente de su rectitud de conciencia y quedó convencido de que esa
misma rectitud suplía con creces los juramentos de los otros ministros. San
Eligió rescató a muchos esclavos. Algunos de ellos permanecieron a su servicio
y le fueron fieles durante toda su vida. Entre ellos se contaba un sajón
llamado Tilo, a quien se venera como santo el 7 de enero y que fue el primero
de los discípulos que siguieron al santo del taller cortesano a su diócesis. En
la corte Eligió se hizo amigo de Sulpicio, Bertario, Desiderio, Rústico
(hermano del anterior) y, sobre todo, de Audoeno. Todos ellos llegaron, con el
tiempo, a ser obispos y santos canonizados. Audoeno (llamado también Ouen) debe
haber sido todavía muy joven cuando le conoció San Eligió; a él se atribuyó
durante largo tiempo la Fita Eligii, que los historiadores consideran en
la actualidad como obra de un monje que vivió más tarde en Noyon. En esa
biografía se describe a San Dionisio en la corte, diciendo que era “alto, de
facciones juveniles, de barba y cabello ensortijados sin artificio alguno; sus
manos eran finas y de dedos largos, en su rostro se reflejaba una bondad
angelical y su expresión era grave y natural.”
Dagoberto I heredó la estima y la confianza
que su padre profesaba al santo, sin embargo, como tantos otros monarcas,
Dagoberto prefería que su consejero le guiase en los asuntos públicos y
políticos más que en las cuestiones íntimas de su conducta moral. El rey regaló
a San Eligió las tierras de Solignac del Limousin para que fundase un
monasterio. Los monjes, que se establecieron ahí el año 632, observaban una
regla que combinaba las de San Columbano y San Benito. Bajo la dirección
experta del fundador, tres de los monjes se distinguieron en diferentes artes.
Dagoberto regaló también a Eligió una casa en París para que fundase un
convento de religiosas, que el santo puso bajo la dirección de Santa Áurea.
Eligió pidió al rey unos terrenos para completar los edificios, y el monarca se
los cedió. El santo sobrepasó ligeramente la superficie que el rey le había otorgado
y, en cuanto cayó en la cuenta, fue a pedirle perdón. Dagoberto, sorprendido de
tal honradez, dijo a los cortesanos: “Algunos de mis subditos no tienen el
menor escrúpulo en robarme posesiones enteras, en tanto que Eligió se angustia
por haber tomado unas pulgadas de tierra que no le pertenecen.” Naturalmente,
un hombre tan honrado podía ser un embajador maravilloso, por lo que, al
parecer. Dagoberto le envió a negociar con el príncipe de los turbulentos
bretones, Judecael.
San Eligió fue elegido obispo de Noyon y
Tournai. Por la misma época, su amigo San Audoeno fue elegido obispo de Rouen.
Ambos recibieron la consagración episcopal el año 641. San Eligió se distinguió
en el servicio de la Iglesia tanto como se había distinguido en el del rey. En
efecto, su solicitud paternal, su celo y su vigilancia fueron admirables. Desde
luego, se preocupó por la conversión de los infieles, pues la mayoría de los
habitantes de la región de Tournai no se habían convertido aún al cristianismo.
Una gran porción de Flandes debe la conversión a San Eligió. El santo predicó
en los territorios de Amberes, Gante y Courtrai. Por más que los habitantes,
salvajes como fieras, se burlaban de él por ser “romano”, el santo no se dio
por vencido, sino que asistió a los enfermos, protegió a todos contra la
opresión y empleó cuantos medios le dictó su caridad para vencer su
obstinación. Poco a poco, los bárbaros se ablandaron y algunos se convirtieron.
San Eligió bautizaba cada día de Pascua a cuantos había llevado a la luz del
Evangelio durante el año. Su biógrafo nos dice que predicaba al pueblo todos
los domingos y días de fiesta, y que le instruía con celo infatigable. En la
biografía del santo hay un extracto de varios de sus sermones en uno solo, con
lo que basta para comprobar que Eligió tomaba pasajes enteros de los sermones
de San Cesario de Arles. Tal vez sería más correcto decir que fue su biógrafo
el que tomó esos pasajes de San Cesario, pero lo cierto es que en las dieciséis
homilías que se atribuyen a San Eligió, se observa la misma influencia de San
Cesario. Una de esas homilías es probablemente auténtica. Se trata de un sermón
muy interesante, en el que el santo predica contra las supersticiones y las
prácticas paganas entre las que menciona las fiestas del lo. de enero y del 24
de junio, y la costumbre de no trabajar los jueves (“dies Jovis”) por respeto a
Júpiter. También prohibe los maleficios (así los bíblicos como los de otras
especies), la adivinación de la suerte; el análisis de los presagios y otras
supersticiones que existen todavía en muchos países. En seguida, incita a la
oración, a la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, a la unción de los
enfermos, a la señal de la cruz y a la recitación del Credo y de la oración del
Señor.
En Noyon San Eligió fundó un convento de
religiosas. Para gobernarlo, hizo venir de París a su protegida, Santa
Godeberta, y a uno de los monjes del monasterio que se hallaba situado fuera de
la ciudad, en el camino a Soissons. kl santo promovió mucho la devoción a los
santos del lugar; durante su episcopado, fueron esculpidos por él mismo o bajo
su dirección, algunos de los relicarios
mencionados arriba. San Eligió desempeñó un papel muy importante en la vida
eclesiástica de su tiempo. Poco antes de su muerte, durante un corto período, fue
consejero de la reina regente, Batilde, quien apreciaba mucho su criterio. El
biógrafo del santo da algunos ejemplos que muestran la alta estima que le
profesaba la reina, ya que ambos tenían en común no sólo la manera de ver los
problemas políticos, sino también una gran solicitud por los esclavos (Batilde,
cuando niña, fue vendida como esclava). El efecto de aquellos sentimientos se
reflejó en los resultados del Concilio de Chalón (c. 647), que prohibió
la venta de esclavos fuera del reino, e impuso la obligación de dejarlos
descansar los domingos y días de fiesta. El único escrito ciertamente auténtico
de San Eligió es una encantadora carta que envió a su amigo San Desiderio de
Cahors: “Cuando tu alma se vuelca en oración ante el Señor acuérdate de mí,
Desiderio, que me eres tan querido como otro yo... Te saludo de todo corazón y
con el más sincero afecto. También te saluda nuestro fiel compañero Dado.” Este
era San Audoeno. Cuando llevaba diecinueve años de gobernar su diócesis, San
Eligió tuvo una revelación sobre la proximidad de su muerte y la predijo a su
clero. Poco después, contrajo una fiebre. A los seis días convocó a todos los
miembros de su casa para despedirse de ellos. Como todos se echasen a llorar,
el santo no pudo contener las lágrimas. En seguida, los encomendó a Dios y
murió unas cuantas horas más tarde. Era el lo de diciembre del año 660. Al
enterarse de que el santo estaba enfermo, la reina Batilde partió
apresuradamente de París, pero llegó a la mañana siguiente de ía muerte de Eligió.
La reina organizó los preparativos para trasladar los restos al monasterio que
había fundado en Chelles, aunque otros querían que fuesen trasladadados a
París. El pueblo de Noyon se opuso a todos los proyectos y Eligió fue sepultado
en la ciudad. Sus reliquias fueron más tarde trasladadas a la catedral, donde
se conservan todavía, en gran parte. Durante mucho tiempo, San Eligió fue uno
de los santos más populares de Francia. En la Edad Media, se celebraba su
fiesta en toda la Europa del norte. San Eligió es el patrono de los orfebres y los
herreros. También se le invoca en lo relacionado con los caballos, por razón de
ciertas leyendas. El santo practicó su oficio toda su vida y todavía se
conservan algunas obras que se le atribuyen.
Tal vez la vida de San
Eligió es, entre las de los santos merovingios, la que más revela sobre la vida
cristiana en esa época, por lo que no es extraño que se haya escrito mucho
sobre el santo. La obra básica es la Vita S. Eligii, un documento
excepcionalmente largo, que, según dijimos arriba, se atribuye a San Audoeno.
El mejor texto es el que editó B. Krusch en MGH., Scriptores Merov, vol.
IV, pp. 635-742;
puede verse también en Migne, PL., vol. LXXXVII, ce. 477-658. Es cosa cierta que San Audoeno escribió
sobre su amigo, pero la biografía que se conserva fue escrita en Noyon más de
medio siglo después. Aunque probablemente dicha obra contiene la mayor parte de
la de San Audoeno, la refunde y la completa en muchos aspectos. Hay un
excelente artículo de E. Vacandard sobre San Eligió, en DTC., vol. IV, ce.
2340-2350; existen varios artículos más del mismo autor sobre el tema, entre
los que mencionaremos particularmente los de la Revue des questions
historiques (1898-1899), donde discute muy a fondo la cuestión de la
autenticidad de las homilías que se atribuyen al santo. Véase también Van der
Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens (1904), pp. 324-336;
H. Timerding, Diechrist. Frühzeit Deutschlands, vol. I (1929), pp.
125-149; S. R. Maitland, The Dark Ages (1889), PP-101-140; y P. Parsy, Saint
Eloi (1904), en la colección Les Saints. H. Leclercq, en su largo
artículo del DAC., vol. IV, ce. 2674-2687, especifica en detalle las obras de
arte que se atribuyen a San Eligió. Acerca de los “sermones misionales” y de la
influencia de San Cesario en las homilías de San Eligió, véase W. Levison, England
and the Continent. (1946), apéndice X,
pp. 302-314, Venus, a Man.
(1 de diciembre)
La Iglesia romana de Santa Bibiana existía ya
en el siglo V. El “Líber Pontificalis” afirma
que fue dedicada por el Papa San Simplicio y que en ella se hallaban los restos
de la santa. Sin embargo, no sabemos nada cierto acerca de la época y las
circunstancias de su martirio. Los datos que dan sobre ella y su familia el
Martirologio Romano y las lecciones del Breviario están tomados de una leyenda
posterior que no merece ningún crédito. Según dicha leyenda, Santa Bibiana fue
martirizada en tiempos de Juliano el Apóstata. Había nacido en Roma. Era hija
de Dafrosa y Flaviano, el prefecto de la ciudad. Sus padres eran muy buenos
cristianos. Los perseguidores arrestaron a Flaviano, le quemaron el rostro con
un hierro candente y le desterraron a Acquapendente, según se lee en el
Martirologio Romano, el 22 de este mes. Después de la muerte de Flaviano,
Dafrosa, que se mostró tan fiel a Cristo como su marido, estuvo encarcelada
algún tiempo en su propia casa y finalmente fue decapitada. Bibiana y su
hermana Demetria fueron castigadas con la confiscación de todos sus bienes, de
suerte que durante cinco meses sufrieron grandes pobrezas. Las dos vírgenes
pasaron ese tiempo en su casa, orando y ayunando. Durante el juicio, Demetria
cayó muerta delante del juez. Este confió a Bibiana al cuidado de Rufina, mujer
muy artera, para que poco a poco, la hiciese cambiar de parecer. Pero los
halagos de Rufina se estrellaron contra la constancia de Bibiana. Viendo que no
conseguía apartarla de la fe y de la práctica de la castidad, Rufina empezó a
emplear métodos brutales que resultaron igualmente infructuosos. Finalmente, la
santa falleció atada a una columna, mientras la azotaban con látigos cargados
de plomo. Los verdugos abandonaron el cuerpo para que se lo comieran los
perros. Pero al cabo de dos días, como los perros no se acercasen al cadáver,
un sacerdote llamado Juan se lo robó durante la noche y lo sepultó cerca del
palacio de Licinio, en la misma casa en que estaban enterradas su madre y su
hermana.
La tradición ha asociado el nombre de Juan
con el de San Pimenio, quien fue tutor de Juliano el Apóstata antes de que éste
abandonase la Iglesia. Cuando Juliano empezó a perseguir a los cristianos,
Pimenio huyó a Persia. Más tarde, volvió a Roma y encontró en la calle al
emperador. Este exclamó al verle: “¡Gloria sea dada a mis dioses y diosas por
veros de nuevo!” El santo replicó: “¡Gloria sea dada a mi Señor Jesucristo, el
nazareno que fue crucificado, porque no os he visto en mucho tiempo!” Juliano
mandó que le arrojasen al punto al Tíber. Como lo ha demostrado Delehaye, esta
leyenda procede de fábulas ha-giográficas ligeramente más antiguas, en
particular, que las relacionadas con la vida de los santos Juan y Pablo. Por
otra parte, no es imposible que el nombre de Pimenio se derive de la palabra
griega “poimén”, que significa pastor; en ese caso, se trataría de la leyenda
de “San Pastor.”
El P. Delehaye ha estudiado
muy a fondo la leyenda de Santa Bibiana, en Etude sur le légendier romain (1936),
pp. 124-143; en un apéndice publica el autor dos textos le particular importancia (pp.
259-268) titulados Passio Sancti Pygmenii y Vita Sancti Pastoris. En
realidad, el personaje principal de esta leyenda es Pimenio o Pigmenio, no
Bibiana. El Hieronymianum menciona a esta última. Véase también el
artículo de M. E. Donckel, Studien über den Kultus der hl. Bibiana, en Romische
Quartalschrift, vol. XLIII (1935), pp. 22-33; y Quentin, Les martyrologes historiques, pp.
494-495. Como la leyenda cuenta que Santa Bibiana estuvo encarcelada con unos
locos, antiguamente se la veneraba mucho como patrona de los epilépticos y
enfermos mentales.
(1 de diciembre)
Cromacio se
educó en la ciudad de Aquileya, en la que probablemente había nacido. Ahí vivió
con su madre (la buena opinión que tenía San Jerónimo de esta viuda, puede
verse en la carta que le escribió el año 374), su hermano, que también llegó a
ser obispo y sus hermanas solteras. Después de su ordenación sacerdotal, San
Cromacio tomó parte en el sínodo de Aquileya contra el arrianismo (381),
bautizó a Rufino siendo todavía joven y adquirió gran reputación. El año 388, a
la muerte de San Valeriano, fue elegido obispo de Aquileya y llegó a ser uno de
los prelados más distinguidos de su tiempo. Fue muy amigo de San Jerónimo, con
quien sostuvo correspondencia epistolar y quien le dedicó varias de sus obras.
No por ello dejó de ser amigo de Rufino y trató de hacer las veces de
pacificador y moderador en la disputa origenista. Precisamente San Cromacio fue
quien incitó a Rufino a traducir la “Historia Eclesiástica” de Eusebio y otras
obras y, por consejo suyo, San Ambrosio escribió su comentario sobre la
profecía de Balaam. El santo ayudó también a San Heliodoro de Altino a
financiar la traducción de la Biblia hecha por San Jerónimo. Cromacio fue un
partidario enérgico y valioso de San Juan Crisós-tomo, quien le profesaba gran
estima. El obispo de Aquileya escribió al emperador Honorio para protestar
contra la persecución de que era objeto San Juan Crisóstomo, y Honorio
transmitió la protesta a su hermano Arcadio. Desgraciadamente, los esfuerzos de
San Cromacio no produjeron efecto alguno. El santo fue un autorizado
comentarista de la Sagrada Escritura; se conservan diecisiete de sus estudios
sobre algunos pasajes del Evangelio de San Mateo y una homilía sobre las
Bienaventuranzas. San Cromacio murió hacia el año 407. Su nombre figura en el
Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en las diócesis de Gorizia y de
Istria, que antiguamente formaban parte de la provincia de Aquileya.
A lo que parece, no existe
ninguna biografía propiamente dicha. En los últimos años, se ha estudiado con
cierto interés la figura del santo, por razón de las obras que se le atribuyen.
Véase Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III,
pp. 548-551; P. de Puniet, en Revue d’histoire ecclésiastique, vol. VI
(1905), pp. 15-32, 304-318; P. Pas chini, en Revue Bénédictine, vol. XXVI
(1909), pp. 469-475. Las obras que se atribuyen a San,Cromacio pueden verse en
Migne, PL., vol. XX, ce. 247-436; pero el texto es muy poco satisfactorio. Al
santo hay que atribuir probablemente la ExTjositio de oratione dominica, publicada
por M. Andrieu en Les Ordines romani du haut moycn-age, vol. II (1948), PP. 417-447.
(3 de diciembre)
En la primera parte del Líber Pontificalis, que fue
escrita hacia el año 530, se dice a propósito del Papa San Eleuterio (c. 174-189): “El monarca inglés,
Lucio, le escribió diciéndole que podría hacerse cristiano por orden suya”, es
decir, pidiéndole que enviase misioneros. El Venerable Beda transcribe ese
texto casi con las mismas palabras y escribe en su “Historia Eclesiástica”: “En
el año 156, después de la Encarnación del Señor, Marco Antonio Vero (es decir,
Marco Aurelio), el décimo cuarto después de Augusto, fue coronado emperador,
junto con su hermano Aurelio Cómodo (es decir, Lucio Vero). En esa época,
cuando el santo Eleuterio ocupaba la cátedra romana, Lucio, rey de los
britanos, escribió a éste una carta para manifestarle que, por mediación suya,
deseaba hacerse cristiano. Pronto vio satisfecho su religioso deseo. Los
britanos conservaron la fe en toda su pureza y plenitud, como la habían
recibido, y entre ellos reinaron la paz y la tranquilidad hasta el tiempo del
emperador Diocleciano.” Beda hace una tercera alusión a la conversión de Lucio,
hacia el fin de su “Historia Eclesiástica”, en la recapitulación. Lo único
incorrecto es la cronología, no obstante los esfuerzos de Beda por enmendarla.
Con el transcurso del tiempo, la leyenda
amplió y embelleció el hecho original. Nenio lo relata con muchas adiciones, en
el siglo IX. A Lucio le llama con el nombre
céltico de Lleufer Mawr, es decir, “Gran Esplendor” y al Papa le da el nombre
de “Eucaristo.” Su Líber Landavensis afirma que los enviados de Lucio a
Roma se llamaban Elvino y Meduino (editor este último de la obra de Guillermo
de Malmesbury), y añade que el Pontífice envió a los misioneros Fagano y
Deruviano. Godofredo de Monmouth agrega por su parte que, en cuanto toda la
región se convirtió a la fe, Lucio la dividió en provincias y diócesis. Dice
que murió y fue sepultado en Gloucester. Juan Stow, en su historia de Londres
en el siglo XVI, escribe a propósito de San Pedro
de Cornhill: “En esta iglesia hay una mesa sobre la que alguien escribió en tiempos lejanos, aunque no sé por orden de
quién, que el rey Lucio hizo de esa ciudad la sede metropolitana de un
arzobispo y la constituyó en principal diócesis del reino, lo que fue durante
cuatro siglos, hasta la llegada del monje Agustín.” En otro sitio, el mismo
autor cita, tomándolos de Jocelin de Furness, los nombres de los catorce
arzobispos apócrifos que gobernaron esa iglesia hasta el año 587. El autor
apunta: “Esto es lo que dice Jocelin sobre los arzobispos. Dejo a los eruditos
la tarea de determinar el crédito que merece tal testimonio.”
Lo importante es determinar si la afirmación
del Líber Pontificalis, que Beda reproduce, tiene o no fundamento
histórico. Durante mucho tiempo nadie dudó de ello, pero en tiempos de Alban
Butler ya comenzaba a discutirse la cuestión, aunque el autor no juzgó que
valiese la pena tomar en cuenta las discusiones.
La cuestión del origen de la leyenda es
diferente. Se ha dicho que fue inventada deliberadamente, durante las
controversias entre la antigua y la nueva Iglesia de Inglaterra, para demostrar
el origen romano de la cristiandad británica y la sumisión de los ingleses a la
Santa Sede. Pero la leyenda existía ya en Roma antes de que estallasen esas
disensiones y, cuando Beda la repitió en Inglaterra la tormenta ya había pasado.
En una palabra, no existe prueba alguna de que la historia de Lucio se haya
empleado como argumento en favor de Roma sino hasta después de la Reforma, y es
de lamentar que los apologistas se hayan valido de ella. Harnack emitió una
hipótesis plausible e interesante, por más que no esté probada. En efecto,
dicho autor hace notar que el rey Agbar IX de Edesa se
llamaba Lucio Elio Septimio Megas Agbar, y que se convirtió probablemente al
cristianismo en tiempos del Papa Eleuterio. Por otra parte, en los documentos
antiguos se latinizaba el nombre de Birtha (es decir, la fortaleza de Edesa)
llamándola “Britium Edessenorum.” Algún copista, al transcribir el relato de la
conversión de Lucio Abgar (“Hic accepit epistulam a Lucio, in Brido rege ...”),
pudo equivocarse y escribir: “a Lucio, Brittanio rege.”
Varios autores han estudiado
con cierto detalle la leyenda de Lucio y el Papa Eleuterio: Duchesne, Líber
Pontificalis, pp. CCXXII ss.; Haddan y Stubbs, Councils, vol. I, pp.
25-26; C. Plummer, en su edición de la Ecclesiastical History de Beda, vol.
II, p. 14; J. P.
Kirsch, en Catholic Encyclopedia, vol. V, p. 379; A. Harnack, en Sitzungsberichte
de la Academia de Berlín (1904), pp. 906-916 (cf. Engl. Hist. Rev., vol.
XXII, pp. 767-770); y H. Leclercq, en DAC., vol. IX, ce. 2661-2663. Ninguno de
estos autores se inclina a considerar que la leyenda tiene un fundamento
histórico. Acerca de Deruviano y Fagano, véase J. Armitage Robinson, Two
Glastonbury Legends (1926). Cf. V. Berther, en Zeits-chrijt fiir Schweizerische
Kirchegeschichte, vol. XXXII (1938), pp. 20-38, 103-124.
(3 de diciembre)
Se cuenta que,
cuando San Marcelo el Centurión fue juzgado en Tánger por Aurelio Agricolano
(30 de octubre), un escribiente llamado Casiano se encargó de tomar las actas
del proceso. Cuando éste oyó que Agricolano pronunciaba la sentencia de muerte
contra Marcelo, que había servido tan fielmente al emperador, gritó que no
estaba dispuesto a seguir tomando nota y arrojó al suelo el estilo y las
tabletas. En medio del asombro de los presentes y las risas de Marcelo, Aurelio
Agricolano se levantó de un salto, bajó atropelladamente de la tribuna judicial
y preguntó a Casiano por qué había arrojado las tabletas y vociferado en esa
forma indigna. Casiano respondió que lo había hecho porque la sentencia era
injusta. Entonces Agricolano le mandó apresar.
“Ahora bien, dicen las “actas”, el
bienaventurado mártir Marcelo se había reído porque el Espíritu Santo le había
revelado el futuro y se regocijaba de que Casiano estuviese destinado para
compartir su martirio. Aquel mismo día, se cumplió el deseo de Marcelo, quien
fue martirizado ante una gran muchedumbre. Poco después, es decir, el 3 de
diciembre, el fiel Casiano fue conducido al mismo sitio en el que había sido
juzgado Marcelo y sus respuestas fueron casi idénticas a las del Centurión, por
lo que mereció obtener la corona del martirio, con la ayuda de nuestro Señor
Jesucristo, cuyo es el honor y la gloria, la excelencia y el poder, por los
siglos de los siglos. Amén.”
Acerca de la explicación que da el autor
sobre la risa de San Marcelo, séanos permitido comentar que no hacía falta un
carisma del Espíritu Santo para comprender que Casiano iba a ser condenado. Lo
más probable es que San Marcelo se haya reído al ver el divertido espectáculo
de un juez que saltaba de la tribuna lleno de cólera, porque un escribiente le
desafiaba delante de toda la corte de justicia.
Ruinart incluyó las acias de
San Marcelo y San Casiano en Acta Sincera; pero el P-Delehaye (Analecta Bollandiana, vol. XII, 1923, pp. 257-287) no concede probabilidad alguna a
la idea de que el relato que poseemos sea una copia taquigráfica de lo que
sucedió. S embargo, los hechos básicos son verdaderos. Por lo que toca a Casiano,
es cierto que e Tánger de la Mauritania se veneraba a un mártir de ese nombre,
ya que Prudencio escribe en Peristephanon, IV, 45: Ingeret Tingis sua
Cassianum; sin embargo, Delehaye (loe. cit., pp. 276-278) aduce fuertes
razones para probar que fue relacionado con Marcelo, cuyas acias eran muy
conocidas, porque no se sabía nada sobre él. Véase también Monceaux, Hist-lit.
de l’Afrique chrétienne, vol. III, pp. 119-121; Leclercq, en DAC., vol XI, c.
1140 Analecta Bollandiana, vol. LXIV (1946), pp. 281-282; y nuestra nota bibliográfica sobre
San Marcelo (30 de octubre).
(4 de diciembre)
San Pedro nació en Imola, en la Emilia
oriental. Estudió las ciencias sagradas, y recibió el diaconado de manos de
Cornelio, obispo de Imola, de quien habla con la mayor veneración y gratitud.
Cornelio formó a Pedro en la virtud desde sus primeros años y le hizo
comprender que en el dominio de las pasiones y de sí mismo residía la verdadera
grandeza y que era éste el único medio de alcanzar el espíritu de Cristo. Según
la leyenda, San Pedro fue elevado a la dignidad episcopal de la manera
siguiente: Juan, el arzobispo de Ravena, murió hacia el año 433. El clero y el
pueblo de la ciudad eligieron a su sucesor y pidieron a Cornelio de Imola que
encabezase la embajada que iba a Roma a pedir al Papa San Sixto III que confirmase la elección. Cornelio llevó consigo a su diácono Pedro.
Según se cuenta, el Papa había tenido la noche anterior una visión de San Pedro
y San Apolinar (primer obispo de Ravena, que había muerto por la fe), quienes
le ordenaron que no confirmase la elección. Así pues, Sixto III propuso para el cargo a San “edro Crisólogo, siguiendo las
instrucciones del cielo. Los embajadores acabaron por doblegarse. El nuevo
obispo recibió la consagración y se trasladó a Ravena, donde el pueblo le
recibió con cierta frialdad. Es muy poco probable que San Pedro haya sido
elegido en esta forma. El emperador Valentiniano I y su madre, Gala Placidia,
residían entonces en Ravena. San Pedro gozó de su estima y
confianza, así como de las del sucesor de Sixto III, San León
Magno. Cuando San Pedro llegó a Ravena, aún había muchos paganos en su diócesis y abundaban los abusos entre los
fieles. El celo infatigable del santo consiguió extirpar el paganismo y
corregir los abusos. En la ciudad de Clas-sis, que era entonces el puerto de
Ravena, San Pedro construyó un bautisterio y una iglesia dedicadas a San
Andrés. Se distinguió por la inmensa caridad e incansable vigilancia con que
atendió a su grey, a la que alimentó constantemente con el pan de vida, que es
la palabra de Dios. Se conservan todavía muchos sermones del santo que son
siempre muy cortos, pues temía fatigar a sus oyentes.
En el siglo IX, se escribió
una biografía de Pedro que da muy pocos datos sobre él. Alban Butler llenó esa
laguna con citas de los sermones del santo, que él califica de “más bien
instructivos que patéticos. En ellos se encuentran largas exposiciones
doctrinales y pocas exhortaciones y afectos. No se puede considerar a esos
sermones como modelo de elocuencia, por más que la fama del santo como
predicador le haya valido el título de Crisólogo, es decir, orador áureo o
excelente.” Sin embargo, aunque el estilo oratorio de San Pedro no es perfecto
(bien que Butler afirma en otra parte que su vocabulario es “exacto, sencillo y
natural”), el contenido de sus sermones movió a Benedicto XIII a declarar al santo doctor de la Iglesia, en 1729. Butler omitió este
dato. Se cuenta que San Pedro predicaba con tal vehemencia que a veces la
emoción le impedía seguir hablando. Predicó en favor de la comunión frecuente y
exhortó a los cristianos a convertir la Eucaristía en su alimento cotidiano. El
heresiarca Eutiques, que fue condenado por San Flavio el año 448, escribió una
circular a los prelados más distinguidos para justificarse. En su respuesta,
San Pedro le decía que había leído su carta con la pena más profunda, porque
así como la pacífica unión de la Iglesia alegra a los cielos, así las
divisiones los entristecen. Y añade que, por inexplicable que sea el ministerio
de la Encarnación, nos ha sido revelado por Dios y debemos creerlo con
sencillez. En seguida, exhorta a Eutiques a someterse sin discusión. Ese mismo
año, San Pedro Crisólogo recibió con grandes honores en Ravena a San Germán de
Auxerre; el 31 de julio, ofició en los funerales del santo francés, y conservó
como reliquias su capucha y su camisa de pelo. San Pedro Crisólogo no
sobrevivió largo tiempo a San Germán. Habiendo tenido una revelación sobre su
muerte próxima, volvió a su ciudad natal de Imola, donde regaló a la iglesia de
San Casiano varios cálices preciosos. Después de aconsejar que se procediese
con diligencia a elegir a su sucesor, murió en Imola el 2 de diciembre,
probablemente el año 450, y fue sepultado en la iglesia de San Casiano.
La biografía latina tan poco
satisfactoria, que es nuestra única fuente de información sobre la vida
personal de este Doctor de la Iglesia, fue escrita por el abad Agnellus el año
836. En Migne, PL., hay dos textos: vol. III, ce. 13-20, y vol. CVI, ce. 533-559. Pero la mejor
edición es, sin duda, la de Testi Rasponi, Codex pontificalis ecclesiae
Ravennatis, vol. I (1924). Vale la pena leer la semblanza biográfica de D.
L. Baldisserri, San Pier Crisologo (1920), así como las monografías
alemanas de H. Dapper (1867) y G. Bóhmer (1919). Se ha discutido mucho sobre
los sermones que se atribuyen a San Pedro. Véase Mons. Lanzoni, sermoni di
S. Pier Crisologo (1909); F. J. Peters, Petras Chrysologus ais Homilet (1918);
Baxter, en Journal of Theol. Studies, vol. XXIX (1928),
pp. 362-368; también C. Jenkins en Churck Quarterly Review, vol. CIII ol enumera las razones que
hay para atribuir al santo el “Rotulus” de Ravena; pero la cosa no es clara.
Los sermones atribuidos a San Pedro Crisólogo pueden verse en Migne, PL., vol. III; en la obra de Liverani, Spicilegium
Liberianum (1863), pp. 125-203, hay otros sermones y se aprovechan otros
manuscritos. Véase también Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen
Literatur, vol. IV. PP-
604-610.
(4 de diciembre)
En la epoca del reinado de Maximiano, había un hombre muy
rico llamado Dióscoro, que adoraba y veneraba a los ídolos. Dióscoro tenía una
hija llamada Bárbara. Para que ningún hombre pudiese ver la gran belleza de su
hija, Dióscoro construyó una torre alta y bien defendida y encerró en ella a la
joven. Muchos príncipes fueron a ver a Dióscoro para solicitar la mano de su
hija. Dióscoro fue a ver a Bárbara y le dijo: “Hija mía, ciertos príncipes han
venido a verme para pedirme tu mano. Por ello, te ruego que me comuniques tus
intenciones y me digas qué quieres hacer.” Entonces Santa Bárbara se volvió,
muy irritada, hacia su padre y le dijo: “Padre mío, te ruego que no me obligues
a casarme, pues ni lo deseo, ni he pensado siquiera en ello.”... Poco después,
Dióscoro salió de la torre y se fue a un país lejano, donde permaneció largo
tiempo.
“Entonces Santa Bárbara, la doncella de
nuestro Señor Jesucristo, bajó de la torre a ver unas termas que su padre
estaba construyendo. Al punto, se dio cuenta de que sólo había dos ventanas,
una hacia el norte y la otra hacia el sur, lo que la sorprendió y maravilló
sobremanera. Preguntó a los obreros por qué no habían puesto más ventanas. Ellos
le respondieron que su padre lo había dispuesto y ordenado así. Entonces Santa
Bárbara les dijo: “Hacedme ahí otra ventana”... En esas termas la santa
doncella fue bautizada por un hombre de Dios, y ahí vivió algún tiempo.
Siguiendo el ejemplo del santo precursor del Señor, San Juan Bautista, sólo
comía miel y langostas. En las termas, como en la piscina de Siloé, los ciegos
de nacimiento recobraron la vista... Un día, la bendita doncella subió a la
torre y vio los ídolos que su padre solía adorar y venerar. Súbitamente, la
joven recibió la luz del Espíritu Santo y adquirió una sutileza y claridad
maravillosas en el amor de Jesucristo, ya que el Dios Todopoderoso la revistió
de gloria soberana y acrisolada castidad. La santa virgen Bárbara, fortalecida
con la fe, venció al demonio. En efecto, en cuanto vio los ídolos, escupió
despectivamente sobre ellos, diciendo: “Todos aquellos a los que vosotros
habéis inducido en error y creen en vosotros serán como vosotros.” En seguida,
se retiró y alabó al Señor en la torre.”
“Y cuando la obra estaba ya terminada, su
padre regresó de su viaje. Cuando vio que había tres ventanas, preguntó a los
obreros: “¿Por qué habéis hecho tres ventanas?” Y ellos respondieron: “Porque
tu hija nos lo ordenó.” Entonces Dióscoro mandó llamar a su hija y le preguntó
por qué había mandado hacer tres ventanas, a lo que ella respondió: “Mandé que
hiciesen tres ventanas, porque tres ventanas dan luz a todo el mundo y todas
las criaturas, en tanto que dos ensombrecen el universo.” Entonces su padre se
dirigió con ella a las termas, y le preguntó en el camino cómo era
que tres ventanas daban más luz que dos. Y Santa Bárbara respondió: “Esas tres
ventanas representan claramente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, los
cuales son tres Personas y un solo Dios, en el que debemos creer y al que
debemos adorar.” Entonces Dióscoro, lleno de cólera, sacó ahí mismo su espada
para matarla. Pero la santa virgen se puso en oración y, al punto,
fue milagrosamente trasladada a una lejana roca de la montaña. Dos
pastores que guardaban ahí sus ovejas la vieron volar... Pero su padre subió a
buscarla y, tomándola de los cabellos, la arrastró monte abajo y la encerró a toda prisa en la prisión...
Entonces, el juez se sentó a juzgarla. Viendo la gran belleza de Bárbara, le
dijo: “Así pues, elige entre sacrificar a los dioses y salvar tu vida, o morir
cruelmente torturada.” Santa Bárbara respondió: “Me ofrezco en sacrificio a mi
Dios, Jesucristo, Creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas .
Después de ser apaleada, la santa tuvo una
visión del Señor en su mazmorra. Más tarde, fue nuevamente azotada y torturada.
Y “el juez mandó que fuese decapitada por la espada. Y entonces, su padre, muy
enojado, la arrebató de manos del juez y la condujo a la cumbre de una montaña.
Y Santa Bárbara se alegró al ver que se aproximaba el momento en que iría a
recibir el premio de su victoria. Y mientras su padre la arrastraba a la
montaña, ella hizo su oración, diciendo: “Señor Jesucristo, Creador del cielo y
de la tierra, te ruego que me concedas tu gracia y escuches mi oración por
todos aquellos que recuerden tu nombre y mi martirio. Te suplico que olvides
sus pecados, pues Tú conoces nuestra fragilidad.” Entonces oyó una voz del
cielo que le decía: “Ven Bárbara, esposa mía, ven a descansar en la morada de
Dios mi Padre, que está en los cielos. Yo te concedo lo que acabas de pedirme.”
Y después de oír estas palabras, se acercó a su padre y recibió la corona del
martirio junto con Santa Juliana. Y, cuando su padre bajaba de la montaña, un
fuego del cielo descendió sobre él y le consumió, de suerte que sólo quedaron
las cenizas de su cuerpo. Esta bienaventurada virgen, Santa Bárbara, recibió la
corona del martirio con Santa Juliana, el segundo día de las nonas de diciembre.
Un noble llamado Valentino sepultó los cadáveres de las dos mártires en un
pueblecito, donde obraron muchos milagros para gloria y alabanza de Dios
Todopoderoso.” Así cuenta la “Leyenda Dorada” la historia de una de las santas
más populares de la Edad Media. Sin embargo, es muy dudoso que la virgen y
mártir Bárbara haya existido jamás y es cosa cierta que la leyenda es espuria.
Los martirologios antiguos no mencionan a Santa Bárbara; su leyenda no es
anterior al siglo VII, y su culto no se popularizó sino
hasta el siglo IX. La época y el sitio del martirio
varían según las diferentes versiones, que hablan de Toscana, Roma, Antioquía,
Heliópolis y Nicomedia. Santa Bárbara es una de los Catorce Santos Protectores.
Se le invoca contra el rayo y el fuego. Por asociación, es también patrona de
los artilleros, ingenieros militares y mineros, posiblemente debido al género
de muerte del padre de la santa. El incidente de las tres ventanas que mandó
construir a los obreros en las termas, así como la torre que suele representarse
en las pinturas de Santa Bárbara, han hecho de ella la patrona de los
arquitectos, constructores y albañiles. La oración que la santa hizo en el
momento de su muerte dio origen a la idea de que protege especialmente a
quienes se hallan en peligro de morir sin sacramentos.
Casi todos los autores están
de acuerdo en afirmar que el original de la leyenda fi escrito en griego. No existen
vestigios de culto antiguo de la santa, de suerte que hay que considerar la
leyenda como una simple novela. Existen numerosas versiones en latín, sirio y
otros idiomas. Puede verse el texto sirio en la obra de la Sra. Agnes
Smith-Lewis, Sludia Sinaitica, vols. IX y X (1900)) junto con una traducción
inglesa. Cf. también Weyh, Die syrische Barbara Legende (1912). Los
textos latinos se hallarán en N. Mülter Acta S. Barbarae (1703), y en P. Paschini, Santa Barbara, note
agiografiche (1927). Tal vez la recensión más antigua es la que publicó A.
Wirth, Danae in christlichen Legender, (1892), pp. 105-111; pero el
editor tiende a exagerar el origen pagano de la leyenda Santa Bárbara y otras
por el estilo. Se ha escrito mucho acerca de la inclusión de Santí Bárbara entre
los Catorce Santos Protectores, así como sobre los diferentes aspectos de su
patrocinio. Véase, por ejemplo, H. Marchesi, Santa Barbara protetrice del cannonier (1895); Peine,
Sí. Barbara, die Schutzheilige der Bergleiite und der Artillerie (1896);
J. Moret, Ste Barbe, patronne des mineurs (1876); pero hasta ahora no se
ha explicado satisfactoriamente cómo llegó la santa a ser la palrona de gremios
tan diversos. El nombre Je Santa Bárbara figura ya en un calendario inglés
(Bodleian MS., Digby 63) de fines del siglo IX, el 4 de diciembre. El emblema más característico de
la santa en el arte es la torre. Véase Künstle, Ikonographie, vol. II,
pp. 112-115. Acerca de la Santa en el folklore, véase Báchtold-Stáubli, Handwórterbuch
des deutschen Aberglaubens, vol. I, ce. 905-910.
(1 de diciembre)
Este Santo prelado
fue un ilustre Padre de la Iglesia siria de fines del siglo IV. Era obispo de Maiferkat, que se encuentra entre el Tigris y el Lago
Van, cerca de la frontera de Persia. El santo reunió las “actas” de los
mártires que sufrieron ahí durante la persecución de Sapor, y trasladó a su
diócesis tal cantidad de reliquias, que la ciudad episcopal acabó por llamarse
Martiró-polis. Todavía conserva ese nombre y es una sede titular. San Marutas
escribió varios himnos en honor de los mártires. Suelen cantarse en los oficios
en los que se emplea la lengua siria. El año 339, Yezdigerdo ascendió al trono
de Persia. San Marutas fue entonces a Constantinopla a suplicar al emperador
Ar-cadio que defendiese a los cristianos ante el nuevo monarca. La corte estaba
entonces muy ocupada con el asunto de San Juan Crisóstomo. San Marutas estaba
tan gordo que cuando pisó accidentalmente a Girino de Calcedonia, en una
reunión de obispos, le arrancó la piel del pie. La herida se gangrenó, y Cirino
murió a consecuencias de ello. En una carta que San Juan Crisóstomo escribió a
Santa Olimpia, desde el destierro, le cuenta que había escrito dos veces a San
Marutas y le ruega que vaya a visitarlo en su nombre: “Necesito de su ayuda en
los asuntos persas. Tratad de averiguar si ha tenido éxito en su misión. Si
tiene miedo de escribirme personalmente, decidle que os cuente a vos lo
sucedido. No retardéis un solo día vuestra visita.”
Cuando fue a la corte de Persia como
embajador de Teodosio el joven, • an Marutas hizo cuando pudo por conseguir que
el rey se mostrase benévolo con los cristianos. El historiador
Sócrates dice que, gracias a sus conocimientos de medicina, el santo curó a
Yezdigerdo de unas violentas jaquecas; desde entonces, el rey le llamó “el
amigo de Dios.” Los mazdeístas, temerosos de que * rey se convirtiese al
cristianismo, recurrieron a un truco. En efecto, escondieron a un hombre debajo
del piso del templo. Cuando el monarca fue ahí a orar, el hombre gritó: “Arrojad de este lugar santo a quien ha
cometido el sacrilegio de prestar fe a un sacerdote cristiano.” Yezdigerdo
decidió expulsar a Marutas de su reino. Pero el santo le persuadió de que fuese
otra vez al templo y mandase levantar el piso para descubrir al impostor. Así
lo hizo Yezdigerdo, y el resultado de ello fue que descubierto el impostor, dio
a Marutas permiso de construir iglesias en donde quisiera. Como quiera que
fuese, Yezdigerdo favoreció ciertamente a San Marutas y, gracias a esa ayuda,
éste se dedicó a restablecer el orden entre los cristianos persas.
La obra de organización de San Marutas duró
hasta la invasión árabe del siglo VIL Pero la esperanza de los cristianos (y el
temor de los mazdeístas) de que Yezdigerdo II se
convirtiese en “el Constantino de Persia” no llegó a realizarse. La obra de
pacificación llevada a cabo por San Marutas fue destruida por la violencia de
Abdas, obispo de Susa, quien provocó una nueva persecución al final del reinado
de Yezdigerdo. Probablemente para entonces, San Marutas ya había muerto puesto
que falleció antes que Yezdigerdo, quien murió el año 520. El Martirologio
Romano dice que San Marutas fue “famoso por sus milagros y se ganó el respeto
aun de sus adversarios.” Se le considera como el principal de los doctores
sirios, después de San Efrén, a causa de los escritos que se le atribuyen.
El historiador Sócrates, Bar
Habraeus y el Líber furris de Mari ibn Sulaiman nos dan bastantes datos
sobre San Marutas. Existe una biografía armenia de época tardía; los
mekhitaristas la publicaron en Venecia en 1874, con una traducción latina. Dicha
obra fue publicada en inglés, con notas muy interesantes, en Harvard
Theological Review (1932), pp. 47-71. Véase también Bardenhewer, Geschichte
d. altkirchl. Literatur, vol. IV, pp. 381-382; Labourt, Le Christianisme
dans FEmpire per se (1904), pp. 87-90; W. Wright, Syriac Literature (1894),
pp. 44-46; Oriens Christianus (1903), pp. 384 ss.; Harnack, Texte und
Untersuchungen, vol. XIX (1899); y la larga nota de Hefele-Leclercq, Histoire
des Concites, vol. II, pp. 159-166. Se duda si San Marutas fue realmente el
autor de todas las obras que se le atribuyen.
(4 de diciembre)
El padre de
Annón era un noble suabo cuya familia había vivido tiempos mejores, por lo cual
esperaba que si su hijo, que era muy inteligente, hacia una brillante carrera
secular, podría devolver a la familia su antiguo lustre. Sin embargo, un
pariente del conde Walterio, que era canónigo en Bamberga, le persuadió de que
le confiase la educación de Annón. Así pues, el joven fue a hacer sus estudios
en la escuela episcopal de Bamberga, de la que llegó a ser director. Annón, que
era bien parecido, hábil, erudito y elocuente, llam” la atención del emperador
Enrique III, quien le hizo capellán suyo en 1
El santo tenía entonces cuarenta y seis años. Más tarde, el emperador le nombr
arzobispo de Colonia y canciller del imperio. El nombramiento no satisl a
todos, particularmente a los habitantes de Colonia, pues pensaban que familia
de Annón no era bastante distinguida. Pero la magnificencia de las < remonias
de la consagración acalló a los críticos. Ese mismo año murió Enrique III; el gobierno del imperio pasó nominalmente a manos de su esposa, Inés
de Poitou, quien debía ocupar la regencia durante la minoría de Enrique Era
ésta una mujer bondadosa, que carecía de talento político y era incapa de hacer frente enérgicamente a las circunstancias.
Su política le enajeno los nobles. En Pentecostés del año 1062 Enrique fue raptado
y trasladado Colonia. Annón fue nombrado
tutor del niño y regente del imperio, junto con Adalberto, obispo de Bremen.
Cuando el joven monarca creció, se sacudió la tutela de San Annón y dio mano
libre a Adalberto. En el cisma que provocó contra el Papa Alejandro II el antipapa Cadalo de Parma, Annón encabezó a los obispos
alemanes que apoyaban a Alejandro. A pesar de ello, se le convocó a Roma,
acusado de haber estado en contacto con Cadalo. Como si fuese poco, dos años
después, fue acusado de simonía; pero consiguió probar su inocencia.
Desgraciadamente, el santo no se vio libre del nepotismo, que era tan común
entre los obispos de su época; en efecto, concedió muchos beneficios a sus
sobrinos y partidarios y, en una ocasión eso acarreó la ruina al beneficiario.
Esto ocurrió cuando Annón nombró obispo de
Tréveris a su sobrino Conrado. Tal nombramiento desagradó profundamente a los
nobles y al clero de la ciudad, ya que canónicamente tenían derecho a elegir a
su obispo y estimaban mucho ese privilegio. Annón hizo caso omiso de sus
reclamaciones, por más que no ignoraba que su poder estaba en decadencia. Así
pues, envió a Conrado con el obispo de Espira y una escolta de hombres armados
a tomar posesión de la sede. Los descontentos se aliaron con el conde
Teodorico, tan poderoso como poco escrupuloso. Aunque éste era laico, reclamaba
el derecho de conceder la investidura al arzobispo de Tréveris, alegando que
poseía tal derecho por prescripción. Cuando Conrado y su escolta atravesaban
Briede-burgo, los hombres del conde cayeron sobre ellos. El obispo de Espira
consiguió escapar con vida, aunque no sin que le robasen cuanto llevaba.
Conrado fue conducido ignominiosamente a un castillo, donde estuvo prisionero.
Finalmente, fue arrojado desde las murallas. Como no muriese inmediatamente,
los soldados le dieron muerte a puñaladas. Un campesino encontró su cadáver
cubierto de hojas en un bosque. El cuerpo fue trasladado a la abadía de Tholey,
donde empezó a venerarse a Conrado como mártir.
Casi toda la vida de San Annón consiste en
una serie de hechos relacionados con la turbulenta historia política de su
época y más bien resulta poco edificante en la actualidad, dado que los
prelados ya no tienen que participar “ex officio” en el gobierno y los negocios
públicos. Sin embargo, el santo no dejó que sus obligaciones y actividades
seculares le hiciesen olvidar que el bien de su diócesis constituía su primer
deber. Sobre todo cuando su prestigio ante el emperador comenzó a decaer y su
vio excluido de la vida pública, San Annón se dedicó a reformar su diócesis por
los mismos medios de que se habían valido San Pedro Damián, el cardenal
Hildebrando y con una energía parecida a la de ellos. En efecto, transformó
varios monasterios y fundó otros; construyó y ensanchó muchas iglesias; reformó
la moralidad pública, y distribuyó limosnas con gran generosidad. Pero, si bien
San Annón fortificó la posición de su sede y ayudó liberalmente a sus subditos,
no consiguió nunca vencer la oposición que existía contra él en Colonia, y ello
le amargó sus últimos años, finalmente, optó por retirarse a la abadía de
Sieburgo, fundada por él y pasó ahí los últimos doce meses de su vida en
rigurosa penitencia. Murió el 4 de iciembre de 1075. En una época de costumbres
muy corrompidas, el santo se istinguió por su pureza y austeridad. Las virtudes
que practicó en su vida Pnvada le merecieron el honor de los altares.
Un monje de Sieburgo escribió
en el siglo XII una biografía del
santo, tan larga como poco satisfactoria. R. Kópke la editó con notas muy útiles
en MGH., Scriptores, vol. XI, pp.
463-514. El texto de Migne, PL., vol. CXLIII, es defectuoso en muchos
capítulos. La biografía alemana antigua, titulada Annolied, es
interesante desde el punto de vista lingüístico, pero carece de valor
histórico. Véase también Hauck, Kirchengeschichte Deutsch-lands, vol. III, pp. 712 ss.;
A. Stonner, Heilige der deutschen Friihzeit (1935), vol. II; y DHG., vol. III,
ce. 395-396. Acerca de la canonización de San Annón, véase Brackman en Neues
Archiv, vol. XXXII (1906), pp. 151-165. Teodorico de Verdún escribió antes
de 1089 una biografía de San Conrado, el sobrino de San Annón; puede verse en
MGH. Scriptores, vol. VIII, pp. 212-219, donde fue editada por G. Waitz.
En la biografía publicada en Acta Sanctorum, junio, vol. I, hay muchos
incidentes fabulosos interpolados .
(4 de diciembre)
Un documento de
fines del siglo XV afirma que Osmundo era hijo del
conde Enrique de Séez y de Isabel, medio-hermana de Guillermo el Conquistador.
Es cosa cierta que el santo fue a Inglaterra con los normandos y sucedió a
Herfast en el cargo de canciller del reino. En 1078, el rey Guillermo nombró a
Osmundo obispo de Salisbury. Lanfranco de Canterbury le confirió la
consagración. Sa-lisbury en aquella época no pasaba de ser una fortaleza
construida sobre la colina conocida actualmente con el nombre de Oíd Sarum.
Hermán, el predecesor de Osmundo, había empezado a construir la catedral.
Osmundo la terminó y la consagró en 1092, pero cinco días más tarde, un rayo
cayó sobre la obra y la destruyó en gran parte. Los cimientos de la catedral
construida por San Osmundo se ven todavía en la colina; el sitio es actualmente
un campo de juego en los suburbios de New Sarum. El santo organizó el capítulo
de su catedral al modo normando: el canciller era a la vez director de la
escuela de clérigos, y los canónigos estaban obligados a residir ahí y a cantar
en el coro el oficio divino. El ejemplo tuvo gran trascendencia, ya que en esa
época varias de las catedrales más importantes de Inglaterra estaban atendidas
por monjes y no por el clero secular. San Osmundo formó parte de la comisión
regia encargada de “la revisión del Libro de Domesday” (registro del catastro).
Igualmente, fue uno de los principales prelados que estuvieron en Oíd Sarum en
1086, cuando se aprobó el Libro de Domesday y los nobles juraron que
permanecerían leales al rey contra cualquier enemigo. En el pleito entre
Guillermo el Rojo y San Anselmo acerca de las investiduras, San Osmundo opinó
que San Anselmo había tomado sin necesidad una actitud demasiado intransigente.
En el concilio de Rockingham, en el que San Anselmo apeló en forma emocionante
a sus hermanos en el episcopado, San Osmundo se puso del lado del rey; sin
embargo, poco antes de su muerte, se arrepintió y pidió perdón a San Anselmo
por habérsele opuesto.
El nombre de San Osmundo es particularmente
conocido entre los liturgis-tas. En la época del santo y largo tiempo después, muchas
diócesis de la cristiandad tenían sus “usos” litúrgicos propios, diferentes a
los de Roma. Los libros litúrgicos de Salisbury eran particularmente confusos.
San Osmundo se encargó de ordenarlos, y redactó una serie de reglas sobre la
celebración d la misa, el rezo del oficio divino y la administración de los
sacramentos, par uniformar las costumbres de su diócesis. Un siglo después, la
mayoría de J diócesis inglesas y galesas habían adoptado ya “los usos de la
Distinguida Noble Iglesia de Sarum.” En 1172, fueron adoptados en Irlanda y,
hacia 1250, en Escocia. En Inglaterra siguieron observándose ordinariamente
hasta despue de la época de María Tudor, es decir, hasta que fueron
gradualmente sustituidos por el rito romano reformado por San Pío V. El nuevo rito se introdujo en el Colegio de Douai en 1557. Esa obra de
revisión litúrgica exigía comparar muchos manuscritos, y San Osmundo reunió una
nutrida biblioteca en su catedral. Según se cuenta, el santo escribió una
biografía de San Adelmo, su predecesor en el gobierno eclesiástico del
occidente de Wessex, a quien profesaba gran veneración; por ello asistió a la
entronización de sus reliquias en Malmesbury.
A pesar de sus múltiples actividades
públicas, San Osmundo pasó largas temporadas en su ciudad episcopal, donde
copió y encuadernó muchos libros de la biblioteca de su catedral. Guillermo de
Malmesbury le alaba por su pureza de vida y hace notar que estaba libre de las
dos grandes tentaciones de los prelados de su época: la ambición y la avaricia.
San Osmundo se disgustó por el rigor y severidad con que trataba a sus
penitentes; pero no era más riguroso con ellos que consigo mismo. Murió en la
noche del 3 al 4 de diciembre de 1099 y fue sepultado en su catedral. Aunque el
obispo de Salisbury, Ricardo Poore, pidió en 1228 que fuese canonizado, ello no
tuvo lugar sino hasta 1457. El año de la canonización de San Osmundo sus
reliquias fueron trasladadas de Oíd Sarum a la capilla de Nuestra Señora, en la
nueva catedral de Salisbury. Enrique VIII destruyó
el relicario. Alban Butler afirma que las reliquias fueron sepultadas en la
misma capilla. Un fragmento de la dala sepulcral, en el que se lee la fecha
MXCIX, se ve todavía en la nave de la catedral. El nombre de San Osmundo figura
en el Martirologio Romano. Su fiesta se celebra en las diócesis de Westminster,
Clifton y Plymouth.
No existe ninguna biografía
muy antigua de San Osmundo, pero según parece, se conserva un texto biográfico
incompleto en el MS. Cotton, Titus F. III del Museo Británico. Casi todo lo que sabemos sobre
el santo procede de Guillermo de Malmesbury y Simeón de Durham. Todavía se
conservan varios documentos relacionados con la canonización; casi todos son
catálogos de milagros. Fueron editados en 1901 por H. R. Malden (Wiltshire
Record Society); los originales se hallan en la catedral de Salisbury. Véase también W. H.
Frere, The Sarum Use, 2 vols (1898 y 1901); W. H. R. Jones, The
Resgister of St Osmund, 2 vols (1883-84), en la Rolls Series; Bradshaw
y Wordsworth, Lincoln Cathedral Statutes, vol. III, pp. pp. 869 ss.;
DNB., vol. XLII, pp. 313-315; y Dict. of Eng. Church History,
pp.
427-428. W. J. Torrance escribió en 1920 una biografía de criterio anglicano.
(5 de diciembre)
San Sabas, uno de los patriarcas más
renombrados entre los monjes de Palestina, nació en Mutalaska de Capadocia, no
lejos de Cesárea, el año 439. Su padre era un oficial del ejército. Este,
obligado a partir a Alejandría con su esposa, confió a su hijo Sabas y la
administración de sus posesiones a su cuñado. La tía de Sabas le maltrató de
tal manera que el niño huyó de la casa a los ocho años y se refugió en la casa
de su tío Gregorio, hermano de su padre, con la esperanza de ser ahí menos
infeliz. Gregorio exigió entonces que se le confiase también la administración de
los bienes de su hermano, lo cual dio origen a dificultades y pleitos legales
entre los dos tíos de Sabas. I niño, que era de temperamento pacífico y sufría
mucho por ser causa de discordias, huyó al monasterio de Mutalaska. Al cabo de
algunos años, sus dos tíos, avergonzados de su conducta, decidieron sacarle del
monasterio, devolverle sus propiedades y convencerle de que contrajese matrimonio.
Pero el joven Sabas había gustado ya la amargura del mundo y la suavidad de
Cristo, y su corazón estaba tan apegado a Dios, que no hubo argumento capaz de
arrancarle del monasterio. A pesar de que era el más joven de los monjes, en
fervor y virtud los aventajaba a todos. En cierta ocasión en que Sabas ayudaba
al panadero, éste puso a secar sus vestidos junto al horno, pero los dejó
olvidado; y se le quemaron. Viendo al pobre monje muy afligido por ello, Sabas se trasladó
a Jerusalén para tomar ejemplo de los anacoretas de esa regio Pasó el invierno
en un monasterio gobernado por el santo abad Elpidio. 1 monjes querían que Sabas
se quedase con ellos, pero el joven, que desea! mayor silencio y retiro, prefirió
el modo de vida de San Eutimio, quien había negado a abandonar su celda aislada
a pesar de que se había construid” un monasterio expresamente para él. Sabas pidió
a San Eutimio que le aceptase por discípulo; pero el santo, juzgándole
demasiado joven para el retiro absoluto, le recomendó a San Teoctisto, el cual
era superior de un monasterio que quedaba a unos cinco kilómetros de la colina
en la que él vivía.
Sabas se consagró con renovado fervor al
servicio de Dios. Trabajaba el día entero y velaba en oración buena parte de la
noche. Como era muy vigoroso, ayudaba a los otros monjes en los trabajos más
pesados, cortaba leña y acarreaba agua al monasterio. Sus padres fueron a
visitarle ahí. Su padre quería que ingresara en el ejército y disfrutase de las
riquezas que él había amasado. Como el joven se negase, le rogó que por lo
menos aceptara algún dinero para poder vivir; pero Sabas sólo aceptó tres
monedas de oro y las entregó al abad a su regreso. A los treinta años de edad,
Sabas consiguió que San Eutimio le diese permiso de pasar cinco días por semana
en una cueva lejana. Empleaba ese tiempo en la oración y el trabajo manual.
Partía del monasterio el domingo por la tarde, con una carga de hojas de palma,
y regresaba el sábado por la mañana con cincuenta canastas, porque tejía diez
canastas al día. San Eutimio eligió a Sabas y a Domiciano para que le
acompañasen a su retiro anual en el desierto de Jebel Quarantal, donde, según
la tradición, ayunó el Señor durante cuarenta días. Los tres monjes iniciaron
su penitencia el día de la octava de la Epifanía y volvieron al monasterio el
Domingo de Ramos. Durante aquel primer retiro San Sabas perdió el conocimiento
a causa de la sed. San Eutimio, compadecido de él, rogó a Jesucristo que se
apiadase de su fervoroso soldado; acto seguido golpeó la tierra con su bastón e
hizo brotar una fuente. Sabas bebió un poco y recobró las fuerzas. Después de
la muerte de Eutimio, San Sabas se adentró todavía más en el desierto, rumbo a
Jericó. Ahí pasó cuatro años sin hablar con nadie. Después, se trasladó a una
cueva situada frente a un acantilado, al pie del cual, corría el torrente
Cedrón. Para subir a la cueva y bajar de ella, el santo empleaba una cuerda. Su
único alimento eran las yerbas silvestres que crecían entre las rocas, excepto
cuando los habitantes de la región le llevaban un poco de pan, queso, dátiles y
otros alimentos. Para tomar un poco de agua, tenía que recorrer una distancia
considerable.
Al cabo de algún tiempo, empezaron a acudir
muchos monjes que querían servir a Dios bajo la dirección del santo. Este se
resistió al principio; pero finalmente fundó una nueva “laura.” Una de las
primeras dificultades que surgieron, fue la escasez de agua. Pero el santo,
viendo un día a un asno cocear la tierra, mandó excavar en ese sitio. Ahí se
descubrió una fuente que dio de beber a muchas generaciones. San Sabas llegó a
tener ciento cincuenta discípulos; sin embargo, no había entre ellos ningún
sacerdote, pues el santo opinaba que ningún religioso podía aspirar a tan alta
dignidad sin incurrir en presunción. Ello movió a algunos de sus discípulos a
quejarse ante Salustio, patriarca de Jerusalén. El obispo juzgó infundadas las
acusaciones que hicieron al santo; pero, comprendiendo que hacía falta en la
comunidad un sacerdote para restablecer la paz, ordenó a San Sabas el año 491.
El santo tenía entonces cincuenta y tres años. Su fama de santidad atrajo a los
monjes de las regiones más distantes. En la “laura” del santo había egipcios y
armenios, de suerte que éste tomó disposiciones para que pudiesen celebrar los
oficios en sus respectivos idiomas. Después de la muerte del padre de Sabas, su
madre sg trasladó a Palestina y sirvió a Dios bajo su
dirección. Con el dinero que su madre había llevado, San Sabas construyó dos
hospitales, uno para los forasteros y otro para los enfermos; también construyó
un hospital en Jericó y otro en una colina de las
alrededores. El año 493, el patriarca de Jerusalén nombró a San Sabas
archimandrita de todos los monjes de Palestina que vivían en celdas aisladas
(ermitaños) y a San Teodosio de Belén archimandrita de todos los que
vivían en comunidad (cenobitas).
Siguiendo el ejemplo de San Eutimio, San
Sabas partía de la “laura” una o más veces al año y, por lo menos, pasaba la
cuaresma sin ver a nadie. Algunos de sus monjes se quejaron de ello. Como el
patriarca no atendiese a sus quejas, unos sesenta de ellos abandonaron la “laura”
y se establecieron en las ruinas de un monasterio de Tecua, en donde había
nacido el profeta Amos. Cuando San Sabas se enteró de que los disidentes se
hallaban en grandes dificultades, les envió víveres y los ayudó a reconstruir
la iglesia. El santo fue arrojado de su “laura” por algunos rebeldes; pero San
Elias, el sucesor de Salustio de Jerusalén, le mandó volver. Entre otras cosas,
se cuenta que el santo se echó una vez a dormir en una cueva que era la
madriguera de un león. Cuando la fiera volvió, cogió entre las fauces al santo
por los vestidos y le echó fuera. Sin inmutarse por ello, Sabas volvió a la
cueva y llegó a domar al león. Pero la fiera puso en aprietos al santo en
varias ocasiones, de suerte que Sabas le dijo que, si no podía vivir en paz con
él, más valía que retornase a su madriguera. Así lo hizo el león.
Por entonces, el emperador Anastasio apoyaba
la herejía de Enrique y desterró a muchos obispos ortodoxos. El año 511, envió
a San Sabas a ver al emperador para que dejase de perseguir a los cristianos.
San Sabas tenía setenta años cuando emprendió ese viaje a Constantinopla. Como
el santo parecía un mendigo, los guardias del palacio del emperador dejaron
pasar a los otros miembros de la embajada, pero no a él. Sabas no dijo nada y
se retiró. Una vez que el emperador hubo leído la carta del patriarca, en la
que éste se hacía lenguas de Sabas, preguntó dónde estaba éste. Los guardias le
buscaron por todas partes hasta encontrarlo en un rincón, orando. Anastasio
dijo a los abades que pidieran lo que quisiesen; cada uno de ellos presentó sus
peticiones, excepto San Sabas. Como el emperador le urgiese a hacerlo, dijo que
no tenía nada que pedir para él y que sólo deseaba que el emperador
restableciese la paz en la Iglesia y no molestase al clero. Sabas pasó todo el
invierno en Constantinopla. Con frecuencia, visitaba al emperador para discutir
con él contra la herejía. A pesar de todo, Anastasio desterró a Elias de
Jerusalén y le sustituyó por un tal Juan. Entonces, San Sabas y otro monje
partieron apresuradamente a Jerusalén y persuadieron al intruso de que por lo
menos no repudiase los edictos del Concilio de Calcedonia. Se cuenta que San
Sabas asistió en su lecho de muerte a Elias en una ciudad llamada Aila, junto
al Mar Rojo. En los años siguientes, estuvo en Cesárea, Escitópolis y otros
sitios, predicando la verdadera fe, y convirtió a muchos a la ortodoxia y a
mejor vida.
A los
noventa y un años, a petición del patriarca Pedro de Jerusalén, el santo
emprendió otro viaje a Constantinopla, con motivo de los desórdenes producidos
por la rebelión de los samaritanos y su represión por parte de las tropas
imperiales. Justiniano le acogió con grandes honores y le ofreció dotar sus
monasterios. Sabas replicó, agradecido, que no necesitaban renta alguna
mientras los monjes sirviesen fielmente a Dios. En cambio, rogó al emperador
que rebajase los impuestos a los habitantes de Palestina, si tomaba en cuenta
lo que habían tenido que sufrir a consecuencias de la rebelión de los
samaritanos. Igualmente, le pidió que construyese en Jerusalén un hospital para
los peregrinos y una fortaleza para proteger a los ermitaños y a los monjes
contra los merodeadores. El emperador accedió a todas sus peticiones. Un día en
que éste se ocupaba de los asuntos de San Sabas, el abad
se retiró de su presencia a la hora de tercia para decir sus oraciones. Su
compañero, Jeremías, le hizo notar que no estaba bien retirarse así de la
presencia del emperador. £1 santo replicó: “Hijo mío, el emperador cumple con
su deber y nosotros debemos cumplir con el nuestro.” Poco después de regresar a
su “laura”, el santo cayó enfermo. El patriarca logró convencerle de que se
trasladase a una iglesia vecina, donde le asistió personalmente. Los
sufrimientos del santo eran muy agudos; pero Dios le concedió la
gracia de una paciencia y resignación perfectas. Cuando Sabas comprendió que se
aproximaba su última hora, rogó al patriarca que mandara trasladarle a su “laura.”
Inmediatamente, procedió a nombrar a su sucesor y a darle sus últimas
instrucciones. Después, pasó cuatro días sin ver a nadie, ocupado únicamente de
Dios. Murió al atardecer del 5 de diciembre de 532, a los noventa y cuatro años
de edad. Sus reliquias fueron veneradas en su principal monasterio, hasta que
los venecianos se las llevaron.
San Sabas es una de las figuras señeras del
monaquismo primitivo. Su fiesta se celebra en la Iglesia de oriente y en la de
occidente. Su nombre figura en la preparación de la misa bizantina. El “Typikon”
de Jerusalén, que consiste en una serie de reglas sobre la recitación del
oficio divino, la celebración de las ceremonias y es la norma oficial en casi
todas las iglesias del rito bizantino, se atribuye al santo, lo mismo que una
regla monástica; pero, a decir verdad, es dudoso que San Sabas haya sido
realmente su autor. El principal de sus monasterios, la Gran “Laura” de Mar
Saba (así llamado en honor del santo), existe todavía en la barranca del
Cedrón, a unos deciséis kilómetros de Jerusalén, en el desierto que se extiende
hacia el Mar Muerto. Entre los monjes famosos de aquel monasterio, se cuentan
San Juan Damasceno, San Juan el Silencioso, San Afrodisio, San Teófanes de
Nicea, San Cosme de Majuma y San Teodoro de Edesa. En una época, el monasterio
estuvo en ruinas, pero el gobierno ruso lo restauró en 1840. Actualmente está
ocupado por monjes de la Iglesia ortodoxa de oriente, cuya vida no es indigna
del ejemplo del santo fundador. Después del monasterio de Santa Catalina en el
Monte Sinaí (y tal vez de los monasterios de Dair Antonios y Dair Boulos en
Egipto), el de Mar Saba es el más antiguo de los monasterios habitados del
mundo y, ciertamente el más notable. El paisaje dersértico en el que está
situado y la majestad de los edificios, que parecen fortalezas, no ceden a los
del monasterio de Santa Catalina. La fuente de San Sabas aún mana agua, su
palmera todavía produce dátiles, los monjes llaman “pájaros de San Sabas” a las
urracas que abundan en el sitio y les dan de comer.
La biografía de San Sabas,
escrita en griego por Cirilo de Escitópolis, es uno de los más famosos y
fidedignos documentos hagiográficos de los primeros tiempos. El texto íntegro
se encuentra en Cotelerius, Ecclesiae Graecae Monumento, vol. ni, pp.
220-376, y en la edición que hizo E. Schwartz de Kyrillos von Skytopolis (1939).
Existe otra biografía, cuya adaptación se atribuye a Metafrasto; fue publicada
por Kleopas Koikylides como apéndice a los dos primeros volúmenes de la revista
griega, Nea Sion (1906). La biografía de San Sabas fue traducida al
árabe relativamente pronto. Acerca de la cronología, cf. Loofs, en Texte und
Untersuchungen ,vol. III (que trata de Leoncio de Bizancio), pp. 274-297.
Sobre las obras literarias y litúrgicas que se atribuyen a San Sabas, cf. A.
Erhard, en Kirchenlexikon, vol. X (1897), ce. 1434-1437, y otro artículo
más completo del mismo autor, en Rómische Quartalschrift, vol. VII
(1893), pp. 31-79. J. Phokylides publicó en griego un estudio exhaustivo y
satisfactorio sobre San Sabas y su monasterio (Alejandría 1927). Cirilo de
Escitópolis era todavía un niño cuando conoció a San Sabas y quedó muy
impresionado; según parece, ingresó en el monasterio de San Eutimio el año 544
y pasó al de Mar Saba, poco antes de su muerte, ocurrida en 558.
(5 de diciembre)
San Agustín menciona
frecuentemente a Crispina, que era en su tiempo una de las mujeres más
conocidas del África. Por el santo, sabemos que se trataba de una dama de alta
alcurnia, originaria de Tagara de Numidia, casada y con varios hijos, que no
cedía en virtud, firmeza y constancia a las famosas mártires Santa Inés y Santa
Tecla. Durante la persecución de Diocleciano Crispina compareció ante el procónsul
Anulino en Teveste, acusada de haber ignorado las órdenes del emperador. Su
juez le preguntó:
—¿Entiendes lo que significa el decreto?
—Ni siquiera lo conozco, repuso Crispina.
Anulino—El decreto manda que sacrifiquéis a todos
nuestros dioses por el bien de los emperadores, de acuerdo con las leyes
promulgadas por nuestros señores Diocleciano y Maximiano, los piadosos
augustos, y por Constancio, el más ilustre de los cesares.
Crispina—Jamás ofreceré sacrificios a otro que no sea
el Dios único y a nuestro Señor Jesucristo, su Hijo, que nació y sufrió por
nosotros.
Anulino—Abjura de esa superstición y dobla la cabeza
ante nuestros sagrados dioses.
Crispina—Yo adoro a mi Dios, todos los días y no
conozco otros dioses.
Anulino—Eres contumaz e irrespetuosa y vas a hacer
que se descargue sobre ti la severidad de la ley.
Crispina—Si es necesario, estoy dispuesta a sufrir
por mi fe.
Anulino—¿Eres tan vanidosa como para no renunciar a
tu locura y adorar a nuestras sagradas divinidades?
Crispina—Yo adoro a mi Dios todos los días y no
conozco otros dioses.
Anulino—Te he dado a conocer el edicto para que lo
obedezcas.
Crispina—El edicto que yo observo es el de mi Señor
Jesucristo.
Anulino—Si no obedeces la orden de nuestros
emperadores, perderás la cabeza. Toda África se ha sometido, y tú tendrás que
hacerlo también.
Crispina—Yo sacrificaré al Señor que hizo el cielo y
la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. Pero jamás conseguirás que ofrezca
sacrificios a los espíritus malignos.
Anulino—¿De suerte que no estás dispuesta a aceptar
a los dioses a los que tienes que ofrecer sacrificios, ni siquiera para salvar
tu vida?
Crispina—Una religión que se impone por la fuerza no
es verdadera.
Anulino—¿Doblarás finalmente la cerviz y quemarás un
poco de incienso en los templos sagrados?
Crispina—No lo he hecho nunca desde que nací y no lo
haré mientras viva.
Anulino—Deberías hacerlo, cuando menos para escapar
al castigo.
Crispina—No temo tus amenazas, pero en cambio temo al
Dios del cielo. $ le desobedezco, cometeré un sacrilegio y El me arrojará lejos
de Sí, y n° resucitaré en el día de Su venida.
Anulino—No puede ser un sacrilegio obedecer a la ley.
Crispina—Sí lo es. ¿Acaso te parece mejor un
sacrilegio contra Dios que una desobediencia a los emperadores? ¡Te equivocas!
Dios es grande y todopoderoso. El hizo el mar y las plantas y la tierra firme.
¿Cómo puedo tener en cuenta a los hombres, que son obra de Sus manos, si los
comparo con El?
Anulino—Profesa la religión romana de nuestros
señores, los invencibles emperadores, como lo hacemos nosotros.
Crispina—Yo sólo reconozco a un Dios. Vuestros dioses
son ídolos de piedra, estatuas esculpidas por manos de hombres.
Anulino—¡Blasfemas! Así no escaparás con vida.
Anulino mandó que cortasen el cabello a
Crispina y le rasurasen la cabeza. Así la expuso a las mofas del pueblo. Como
la mártir permaneciese inconmovible, Anulino le preguntó:
—¿Deseas vivir, o prefieres morir en el
tormento, como tus compañeras Máxima, Donadla y Segunda?”
Crispina—Si lo que yo quisiera fuese perder mi alma y
condenarme al fuego eterno, adoraría a tus demonios como tú me lo pides.
Anulino—Si sigues burlándote de nuestros venerables
dioses, te mandaré decapitar.
Crispina—¡Loado sea Dios! Si adorara a tus dioses, me
perdería.
Anulino—Así pues, ¿persistes en tu locura?
Crispina—Mi Dios —el que era y el que es— quiso que yo
naciera. El me condujo a la salvación a través de las aguas del bautismo y
ahora me sostiene para que no cometa yo el sacrilegio al que tú me incitas.
Anulino—¿Podemos seguir soportando a esta impía Crispina?
El procónsul mandó que se leyesen en voz alta
las actas de la sesión y, en seguida, condenó a Crispina a morir por la espada.
Ella exclamó al oír la sentencia:
— ¡Bendito sea Dios, que me ha mirado con
misericordia y me ha salvado de tus manos!
La ejecución tuvo lugar en Teveste el 5 de
diciembre de 304.
La pasión de esta mártir puede verse en las Acta Sincera de
Ruinart; pero es mejor el texto de P. Franchi de Cavalieri, en Studi e
Testi, vol. IX (1902), pp. 23-31. Este documento se distingue entre los
demás del mismo tipo, que generalmente están escritos en estilo declamatorio y
llenos de milagros extravagantes. Sin embargo, como lo hizo notar Delehaye, no
es posible considerarlo íntegramente como el texto de las actas oficiales del
juicio: Les passions des martyrs ... (1921), pp. 110-114. Cf. P.
Monceaux, en Mélanges Boissier (1903), pp. 383-389. El “Calendario de
Cartago” y el Hieronymianiim hacen pensar que Crispina formaba
probablemente parte de otro grupo de mártires. En Teveste (Tebesa) hubo una
gran basílica, en la que probablemente estaban las reliquias de la santa; cf.
Gsell Les monuments antigües de FAlgérie, vol. II, pp. 265-291.
(5 de diciembre)
Varios hombres muy
destacados de la época de Nicecio de Tréveris, como San Gregorio de Tours y San
Venancio Fortunato, dan testimonio de los méritos de este santo, que fue el
último obispo galo-romano de Tréveris, en los primeros tiempos del triunfo de
los francos en la Galia. Nicecio nació en Auvernia. Como el cabello del niño
formaba una especie de tonsura, las gentes “o interpretaron como un signo de
que abrazaría el estado eclesiástico. En efecto, Nicecio se hizo monje y llegó
a ser abad de su monasterio, que probablemente estaba en Limoges. En ese cargo
atrajo sobre sí las miradas de Teo-dorico I. Cuando murió San Aprúnculo, obispo
de Tréveris, el clero y el pueblo enviaron una embajada al rey para pedirle que
nombrase obispo a San Galo de Clermont. Teodorico se negó a ello y nombró a Nicecio.
Los oficiales del monarca acompañaron al obispo electo a Tréveris, y éste
mostró desde aquel momento qué clase de prelado iba a ser. En efecto, cuando la
comitiva acampó para pasar la noche, los soldados de la escolta soltaron a sus
caballos en los campos de los vecinos. Nicecio les ordenó que los trajesen de
nuevo al campamento, pero los oficiales se rieron de él. Entonces, Nicecio
amenazó con excomulgar a los opresores de los pobres y partió él mismo en busca
de los caballos. El santo había predicado con frecuencia a sus monjes sobre el
texto que dice que “el hombre puede caer de tres modos: por el pensamiento, por
la palabra y por la obra”, y reprendió sin temor a Teodorico y a su hijo
Teodeberto por los excesos que cometían. Tal vez esos dos monarcas aprovecharon
los consejos de San Nicecio. En todo caso, Clotario I se mostró menos
condescendiente, ya que, cuando el santo le excomulgó por sus crímenes, él le
desterró. El destierro fue de corta duración, pues Clotario murió al poco
tiempo, y su hijo Sigeberto, que le sucedió en el gobierno de esa porción de
sus dominios, restituyó a Nicecio su diócesis.
El santo obispo asistió a varios importantes
sínodos en Clermont y otras ciudades y restableció infatigablemente la
disciplina en una diócesis en la que los desórdenes civiles habían causado
grandes estragos. El santo llevó a su diócesis obreros italianos para
reconstruir su catedral y fortificar la ciudad por el lado del Mosela. También
fundó una escuela para el clero; pero su ejemplo era la mejor escuela, tanto
para los clérigos como para los laicos. Aunque San Nicecio gozaba del favor del
rey Sigeberto, su celo no dejó de acarrearle persecuciones, pues no había miedo
ni respeto humano que le impidiese defender la causa de Dios. En particular se
creó enemigos tratando de desarraigar la costumbre de los matrimonios
incestuosos, porque excomulgaba a los culpables. Se conservan algunas cartas
del santo. Una de ellas, escrita alrededor del año 561, está dirigida a
Clodesinda, hija de Clotario I, casada con el arriano Alboíno, rey de
Lombardía. San Nicecio le aconseja que trate de convertir a su marido a la fe
ortodoxa, haciéndole notar los milagros obrados en la Iglesia católica por las
reliquias de algunos santos a quienes los arríanos veneraban también. Y prosigue:
“Haced que el rey envíe mensajeros a la iglesia de San Martín. Si se atreven a
entrar en ella, se darán cuenta de que los ciegos recobran la vista, los sordos
el oído y los mudos la palabra; los leprosos y enfermos salen curados, como
nosotros mismos lo hemos visto... ¿Y qué diré de las reliquias de los santos
obispos Germán, Hilario y Lupo, cuyos milagros son innumerables? Aun los
endemoniados confiesan el poder de esas reliquias. ¿Sucede acaso lo mismo en
las iglesias de los arríanos? Ciertamente no. Un demonio nunca exorciza a otro.”
Una segunda carta está dirigida al emperador Justiniano, a quien su esposa
había arrastrado a una especie de semimonofisismo. Nicecio le dice que en
Italia, África, España y Galia se ha lamentado su caída, y que se condenará si
no abjura de sus errores. San Nicecio murió hacia el año 566, tal vez el 19 de
octubre, fecha en que se celebra su fiesta en Tréveris. El Martirologio Romano
lo conmemora en este día.
Casi todo lo que sabemos sobre San Nicecio proviene de las Vitae
Patrum de Ore de Tours. Lo que se conserva de la correspondencia del santo puede
verse en I., Epistolae, vol. ni, pp. 116, etc. Véase también a Duchesne en
Fastes Episcopaux, vol. ni, PP- 37-38.
(6 de diciembre)
La Gran veneración que se ha profesado al
santo durante tantas generaciones y el número de iglesias y altares que se le
han dedicado en todas partes, son el mejor testimonio de su santidad y de la
gloria de que goza con Dios. Según se dice, nació en Patara de Licia, una
antigua provincia del Asia Menor. La capital, Mira, próxima al mar, era una
sede episcopal. Cuando quedó vacante, Nicolás fue elegido obispo y ahí se hizo
famoso por su extraordinaria piedad, su celo y sus sorprendentes y numerosos
milagros. Los relatos griegos sobre su vida afirman que estuvo encarcelado por
la fe y la confeso gloriosamente, al fin de la persecución de Diocleciano. San Nicolás
asistió al Concilio de Nicea, donde se condenó al arrianismo. El silencio que guardan
algunos autores sobre estos datos los hacen sospechosos. El santo murió en Mira
y fue sepultado en su catedral.
Este conciso resumen de Alban Butler nos dice
cuanto se sabe sobre la vida ¿e San Nicolás y un poco más. En realidad, lo
único que aparece seguro es que fue obispo de Mira en el siglo IV. Sin embargo, no escasean los materiales biográficos, como la biografía
que se atribuye a San Metodio, patriarca de Constantinopla, quien murió el año
847. Pero el biógrafo afirma que, “hasta el presente, la vida de este
distinguido pastor ha sido desconocida para la mayoría de los fieles” y, en
consecuencia, trata de llenar esa laguna, casi cinco siglos después de la
muerte del santo. Dicha biografía es la más fidedigna de las fuentes “biográficas”,
sobre las que se ha escrito mucho, desde el punto de vista crítico y desde el
expositivo. La fama de que ha disfrutado San Nicolás durante tantos siglos,
exige que hablemos sobre estas leyendas.
Se dice que desde la más tierna infancia
Nicolás sólo comía los miércoles y los viernes por la tarde, según los cánones.
“Sus padres le educaron extraordinariamente bien, y el niño siguió el ejemplo
que ellos le daban. La Iglesia le cuidó con la solicitud con que la tórtola
cuida a sus polluelos, de suerte que conservó intacta la inocencia de su
corazón.” A los cinco años de edad, empezó a estudiar las ciencias sagradas: “día
tras día, la doctrina de la Iglesia iluminó su inteligencia y despertó su ansia
de conocer la verdadera religión.” Sus padres murieron cuando él era todavía joven
y le dejaron una herencia considerable. Nicolás decidió consagrarla a obras de
caridad. Pronto se le presentó la oportunidad. Un habitante de Patara había
perdido toda su fortuna y tenía que mantener a sus tres hijas, pues éstas no
podían casarse sin dote. El pobre hombre pensaba ya en dedicar a sus hijas a la
prostitución para poder comer. Cuando Nicolás se enteró de ello, tomó una bolsa
con monedas de oro y, al amparo de la oscuridad de la noche, la arrojó por la
ventana en la casa de aquel hombre. Con ese dinero, se casó la hija mayor. Sari
Nicolás hizo lo mismo por las otras dos. El padre de las jóvenes se puso al
acecho en la ventana, descubrió a su bienhechor y le agradeció expresivamente
su caridad. Según parece, con el tiempo, los artistas confundieron las tres
bolsas de oro con tres cabezas de niño; de ahí nació la absurda leyenda de que
el santo había resucitado a tres niños a los que un posadero había asesinado y
sepultado en un montón de sal.
San Nicolás llegó a la ciudad de Mira
precisamente cuando el clero y el pueblo celebraban una reunión para elegir
obispo. Dios hizo comprender a los electores que San Nicolás era el hombre
indicado para el cargo. Era por entonces el principio del siglo IV, cuando se desencadenaron las persecuciones. Como Nicolás era el
principal sacerdote de los cristianos en esa ciudad y predicaba con toda
libertad las verdades de la fe, fue arrestado por los magistrados, quienes le
mandaron torturar y le arrojaron cargado de cadenas en la pnsiórí; con otros
muchos cristianos. Pero cuando el grande y religioso Constantino, elegido por
Dios, fue coronado con la diadema imperial de los romanos, los prisioneros
fueron puestos en libertad. También el ilustre Nicolás recobró la libertad y
pudo regresar a Mira. San Metodio afirma que, “gracias a las enseñanzas de
Nicolás, la metrópolis de Mira fue la única que no se contaminó con la herejía
arriana y la rechazó firmemente, como si fuese un veneno mortal.” Pero dicho
autor no dice que el santo haya asistido al Concilio de Nicea el año 325. Según
otras tradiciones, San Nicolás no sólo asistió al Concilio, sino que dio a
Arrio una bofetada en pleno rostro. En vista de ello, los Padres conciliares le privaron de sus
insignias episcopales y le encarcelaron. Pero el Señor y su Santísima Madre se
le aparecieron ahí, le pusieron en libertad y le restituyeron a su sede. San
Nicolás tomó también medidas muy severas contra el paganismo y lo combatió
incansablemente. Destruyó, entre otros, el templo de Artemisa, que era el
principal de la provincia, y los malos espíritus salieron huyendo ante él. El
santo protegió también a su pueblo en lo temporal. El gobernador Eustacio había
sido sobornado para que condenase a muerte a tres inocentes. En el momento de
la ejecución, Nicolás se presentó, detuvo al verdugo y puso en libertad a los
prisioneros. En seguida, se volvió a Eustacio y le reprendió, hasta que éste
reconoció su crimen y se arrepintió. En esa ocasión estuvieron presentes tres
oficiales del imperio que iban de camino a Frigia. Cuando dichos oficiales
volvieron a Constantinopla, el prefecto Ablavio, que les tenía envidia, los
mandó encarcelar por falsos cargos y consiguió que el emperador Constantino los
condenase a muerte. Al saberlo, los tres oficiales, recordando el amor de la
justicia de que había dado muestras el poderoso obispo de Mira, pidieron a Dios
que los salvase de la muerte por sus méritos e intercesión. Esa misma noche,
San Nicolás se apareció en sueños a Constantino y le ordenó que pusiese en
libertad a los tres inocentes. También se apareció a Ablavio. A la mañana
siguiente el emperador y el prefecto tuvieron una conferencia, mandaron llamar
a los tres oficiales, y los interrogaron. Cuando Constantino supo que habían
invocado a San Nicolás, los puso en libertad y les envió al santo obispo con
una carta en la que le rogaba que no volviese a amenazarle y que orase por la
paz del mundo. Durante mucho tiempo, ése fue el milagro más famoso de San
Nicolás, y prácticamente lo único que se sabía sobre él en la época de San
Metodio.
Todos los relatos afirman unánimemente que
San Nicolás murió y fue sepultado en Mira. En la época de Justiniano, se
construyó en Constantinopla una basílica en honor del santo. Un autor griego
anónimo del siglo X dice “que el oriente y el
occidente le aclaman unánimemente. Su nombre se venera y se construyen iglesias
en su honor en dondequiera que hay seres humanos: en la ciudad y en el campo,
en los pueblos, en las islas y en los extremos de la tierra. En todas partes
hay imágenes suyas, se predican panegíricos en su honor y se celebran fiestas.
Todos los cristianos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, niños y niñas,
respetan su memoria e imploran su protección. Y el santo derrama beneficios sin
límite a través de las generaciones, entre los escitas, los indios, los
bárbaros, los africanos y los italianos.” Cuando Mira y su santuario cayeron en
manos de los sarracenos, varias ciudades italianas se disputaron el honor de
rescatar las reliquias del santo. La rivalidad se manifestó particularmente
entre Venecia y Bari y, finalmente, ganó esta última. Las reliquias, robadas
bajo las narices de los guardias griegos y mahometanos, llegaron a Bari el 9 de
mayo de 1807. En su honor se construyó una iglesia, y el Papa Urbano II asistió a la consagración. La devoción de San Nicolás existía en el
occidente desde mucho antes de la translación de sus reliquias, pero este
acontecimiento contribuyó naturalmente a popularizar la devoción, y en Europa
comenzó a hablarse de los milagros del santo tanto en Asia. En Mira, se decía que
el venerable cuerpo del obispo, embalsamado en el aceite de la virtud, sudaba
una suave mirra que le preservaba de la corrupción y curaba a los enfermos,
para gloria de aquél que había glorificado a Jesucristo, nuestro verdadero
Dios.” El fenómeno no se interrumpió con la translación de los restos; según se
dice, el “maná de San Nicolás” sigue brotando en nuestros días, y ello
constituye uno de los atractivos principales para los peregrinos que acuden de
toda Europa.
La imagen de San Nicolás aparece más frecuentemente
que ninguna otra en los sellos bizantinos. Al fin de la Edad Media, había en
Inglaterra más de 400 iglesias dedicadas al santo. Se dice que, después de la
Santísima Virgen, San Nicolás es el santo al que los artistas cristianos han
representado con más frecuencia. En el oriente se le venera entre otras cosas,
como patrono de los marineros; en el occidente, como patrono de los niños.
Probablemente, el primero de esos patrocinios se originó en la leyenda que
afirma que San Nicolás se apareció durante su vida a unos marineros que le
habían invocado en una tempestad, frente a las costas de Licia y los llevó
sanos y salvos al puerto. Los navegantes del mar Egeo y los del Jónico,
siguiendo la costumbre de oriente, tienen una “estrella de San Nicolás” y se
desean buen viaje con estas palabras: “Que San Nicolás lleve el timón.” De la
leyenda de los tres niños se deriva el patrocinio de San Nicolás sobre los
niños y muchas otras prácticas, así eclesiásticas como seculares, relacionadas
con ese incidente; tales, por ejemplo, el “niño-obispo” y la costumbre de hacer
regalos en la época de Navidad, que es tan común en Alemania, Suiza y los
Países Bajos. Dicha costumbre fue popularizada en los Estados Unidos por los
protestantes holandeses de Nueva Amsterdam, que convirtieron al santo “papista”
en un mago nórdico (Santa Claus, Sint Klaes, San Nicolás). En Inglaterra la
costumbre no es muy antigua, por lo menos en la forma en que se practica
actualmente. La liberación de los tres oficiales imperiales hace que los
prisioneros invoquen a San Nicolás. A este propósito se contaban muchos
milagros del santo en la Edad Media.
Por curioso que parezca, en Rusia, San
Nicolás es todavía más popular que en los países del Mediterráneo oriental y el
noroeste de Europa. En efecto, San Andrés Apóstol y San Nicolás son los dos
patronos de Rusia, y la Iglesia ortodoxa rusa celebra la fiesta de la
traslación de las reliquias. Antes de la Revolución rusa, había tantos
peregrinos rusos en Bari, que su gobierno mantenía en dicha ciudad una iglesia,
un hospital y un albergue. El santo es también patrono de Grecia, Apulia,
Sicilia y Lorena, así como de innumerables diócesis, ciudades e iglesias. La
basílica romana de San Nicolás in Carcere fue construida entre el fin del siglo
VI y el comienzo del VII El nombre del santo
figura en la preparación de la misa bizantina.
De 1900 a nuestros días, se han publicado dos estudios muy buenos
sobre el santo y su culto. El primero es el de G. Anrich, Hagios Nikolaos
... in der griechischen Kirche (2 vols, 1917). En él se encontrarán todos
los textos griegos de algún interés, mucho mejor editados que en Falconius o
Migne, con introducción y notas muy co-Piosas. E1 segundo estudio es el de K.
Meisen. Nikolauskult und Nikolausbrauch im Abendlande (1931), en el que
hay muchas ilustraciones. Véase sobre este último Analecta Bollandiana, vol.
I (1932), pp. 178-181, donde se hace notar que uno de los textos Publicados por
Meisen está tomado de un manuscrito del siglo IX, lo cual prueba que la leyenda
de San Nicolás era conocida en occidente dos siglos antes de la translación de
las reliquias a Bari. Jules Laroche publicó una imponente Vie de S. Nicolás;
conviene leerla a la luz de las críticas de Analecta Bollandiana, vol.
xii, p. 459. Acerca del folklore griego relacionado con San Nicolás, véase N.
G. Politis Laographika sym-mikta (1931); dicha obra está escrita en
griego moderno. Sobre otros aspectos de la leyenda, cf. J. Dorn, en Archiv
f. Kulturgeschichte, vol. xm (1911), sobre todo p. 243, R- B. Yewdale, Bohemond
I, Prince of Antioch, p. 31; Karl Young, The Drama of the Medieval
Church (1933), passim. Acerca del emblema de San Nicolás, y su figura en el arte, cf.
Künstle, Ikonographie, vol. II; y Drake, Saints and their Emblems, así
como la monografía de D. van Adrichem, publicada en italiano y holandés en 192.
No faltan en la actualidad quienes defienden ardientemente el “maná de San
Nicolás”- así, por ejemplo, P. Scognamilio, La Manna di San Nicola (1925).
(6 de diciembre)
El año 484, el
rey arriano Hunerico desterró de sus diócesis a los obispos católicos de
África. Durante la violenta persecución que siguió a esa medida, perecieron
numerosos cristianos. Dionisia, que era una mujer notable por su belleza, celo
y piedad, fue azotada en el foro hasta quedar bañada de sangre. Viendo Dionisia
que su joven hijo, Mayórico, temblaba ante ese espectáculo, le dijo: “Hijo mío,
no olvides que hemos sido bautizados en el nombre de la Santísima Trinidad. No
debemos perder la túnica bautismal, no sea que el Señor nos encuentre sin el
vestido de bodas y nos arroje a las tinieblas.” El niño, confortado por esas
palabras, sufrió con extraordinaria constancia un martirio brutal. La hermana
de Santa Dionisia, Dativa, así como su primo Emiliano. que era médico, y
Leoncia, Tercio y Bonifacio, sufrieron también horribles tormentos por la fe.
Por ello, el Martirologio Romano dice que merecieron figurar entre los santos
confesores de Cristo. Dionisia, Mayórico y Dativa murieron en la hoguera;
Emiliano y Tercio fueron desollados vivos.
San Siervo, a quien se conmemora al día siguiente,
era originario de Tuburbo. Los perseguidores le torturaron con la mayor
violencia, levantándole una y otra vez con cuerdas y dejándole caer desde lo
alto. Después, le arrastraron por las calles hasta que la piel y los pedazos de
carne le colgaban por todo el cuerpo. Entre los mártires de Cucusa hubo una
mujer llamada Victoria, a la que los perseguidores colgaron por las muñecas
sobre una hoguera. Su esposo, que no estaba bautizado, le pidió en los términos
más conmovedores que por lo menos tuviese piedad de sus hijitos y obedeciese al
rey para salvarse. La santa no accedió a sus súplicas y apartó la vista de sus
hijitos. Los perseguidores, creyéndola muerta, la dejaron tirada por tierra.
Victoria recobró el conocimiento y, más tarde, relató que se le había aparecido
una doncella y la había curado pasándole la mano por las heridas.
Lo único que sabemos sobre estos mártires es lo que cuenta el obispo
de Vita, Víctor, en su Historia persecutionis provinciae africanas; el
autor vivió en la época de los sucesos. No existen pruebas de que el culto de
estos mártires haya sido muy popular. Los nombres de estos santos no figuran en
el Calendario de Cartago ni en el Hieronymianum.
(7 de diciembre)
Las vidas de
los santos están llenas de ejemplos de hombres que se vieron obligados a
aceptar cargos que no deseaban. En ciertos casos más frecuentes en el oriente,
se cuenta que dichos hombres huyeron más tarde, tratando (generalmente en vano)
de consagrarse a la contemplación en el retiro. Tal fue el caso de San Abraham.
Nació en Emesa de Siria, el año 474, y ahí mismo torno el hábito monacal.
Cuando el joven tenía dieciocho años, unos bandoleros nómadas asaltaron el
monasterio, y él huyo con su padre espiritual a Constantinopla. Ahí se
refugiaron en un monasterio. Abraham fue nombrado procurador y su padre
espiritual, abad. A los veintiséis años de edad, el santo, que se
distinguía por su virtud y cualidades administrativas, fue nombrado abad ¿el
monasterio de Kratia, en Bitinia (Flaviópolis, actualmente Geredeh). Al cabo
de diez años, San Abraham huyó a Palestina; pero pronto se supo dónde estaba, y
su obispo le obligó a volver a su cargo. Algún tiempo después, el santo fue
elegido obispo de Kratia y desempeñó ese cargo trece años, al cabo de los
cuales, huyó nuevamente a Palestina y se refugió en un monasterio de Torre de
Eudokia. Ahí llevó una vida de gran mortificación y oración por más de veinte
años y murió hacia el 558, sin haber vuelto a su diócesis. San Abraham fue el
más famoso de los obispos de Kratia, desde los comienzos de esa sede en el
siglo III hasta su desaparición en el XII.
El original griego de la Vida
de San Abraham escrita por su contemporáneo Cirilo de Escitópolis fue publicado
por H. Grégoire en Revue de Finstruction publique en Belgique, vol. XLIX (1906), pp. 281-296; por K.
Koikylides en Nea Sion, vol. IV (1906), julio, suplemento, pp. 1-7; y por
E. Schwartz en Kyrillos van Skytopolis (1939). Las tres ediciones se
basan en un manuscrito del monasterio del Monte Sinaí, en el que
desgraciadamente falta un fragmento del fin; pero una versión árabe conserva el
texto íntegro. Acerca de las dos primeras ediciones, véase P. Peeters, en Analecta
Bollandiana, vol. XXVI (1907), pp. 122-125; dicho autor publicó en la misma
revista (vol. XXIV, 1905, pp. 349-356, una traducción latina del texto árabe.
La revista árabe Al Mashriq, en la que fue publicado el texto original,
ofrece un curioso ejemplo de la estricta censura que aplicaban entonces las
autoridades musulmanas en Siria; en efecto, varias frases del texto fueron
suprimidas porque empleaban títulos reservados al sultán. Sobre la topografía,
etc., de la Vida de San Abraham, cf. S. Vailhé, en Echos d’Orient, vol.
VIII (1905), pp. 290-294.
(7 de diciembre)
EL valor y la constancia para resistir
el mal forman parte de las virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido,
San Ambrosio fue uno de los más grandes pastores de la Iglesia de Dios desde la
época de los Apóstoles. Por otra parte, su ciencia hace de él uno de los cuatro
grandes doctores de la Iglesia de occidente. El santo nació en Tréveris,
probablemente el año 340. Su padre, que se llamaba también Ambrosio, era
entonces prefecto de la Galia. El prefecto murió cuando su hijo era todavía
joven, y su esposa volvió con la familia a Roma. La madre de San Ambrosio dio a
sus hijos una educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió
mucho a su madre y a su hermana Santa Marcelina. El joven aprendió el griego,
llegó a ser buen poeta y orador y se dedicó a la abogacía. En el ejercicio de
su carrera llamó la atención de Anicio Probo y de Símaco. Este último, que era
prefecto de Roma, se mantenía en el paganismo. El otro era prefecto pretorial
de Italia. Ambrosio defendió ante este último varias causas con tanto éxito,
que Probo le nombró asesor suyo. Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al
joven abogado gobernador de la Liguria y de la Emilia, con residencia en Milán.
Cuando Ambrosio se separó de su protector Probo, éste le recomendó: “Gobierna
más bien como obispo que como juez.” El oficio que se había confiado a Ambrosio
era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor importancia y
responsabilidad en el Imperio de occidente. Ambrosio, que no había cumplido aún
los cuarenta años, supo ejercer su oficio con extraordinario acierto, como se
verá por lo que sigue.
Auxencio, un arriano que había gobernado la
diócesis de Milán durante casi veinte años, murió el año 374. La ciudad se
dividió en dos partidos, ya que unos querían a un obispo católico y
otros a un arriano. Para evitar en cuanto fuese posible que la división
degenerase en pleito, San Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse
a cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto. Mientras el santo
hablaba, alguien gritó: “¡Ambrosio obispo!” Todos los presentes repitieron
unánimemente ese grito, y católicos y arríanos eligieron al santo para el
cargo. Ambrosio quedó desconcertado tanto más cuanto que, aunque era cristiano,
no estaba todavía bautizado. Pero los obispos presentes ratificaron su
nombramiento por aclamaciófa. Ambrosio alegó irónicamente que “la emoción había
pesado más que el derecho canónico y trató de huir de Milán. El emperador
recibió un informe sobre lo sucedido. Por su parte, Ambrosio también le
escribió, rogándole que le permitiese renunciar. Valentiniano respondió que se
sentía muy complacido por haber sabido elegir a un gobernador que era digno de
ser obispo, y mandó al vicario de la provincia que tomase las medidas
necesarias para consagrar a Ambrosio. Este trató de escapar una vez más y se
escondió en casa del senador Leoncio. Pero, cuando Leoncio se enteró de la
decisión del emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más remedio que
aceptar. Así pues, recibió el baustimo y, una semana más tarde, el 7 de
diciembre de 374, se le confirió la consagración episcopal. Tenía entonces unos
treinta y cinco años.
Consciente de que ya no pertenecía al mundo,
el santo decidió romper todos los lazos que le unían a él. En efecto, repartió
entre los pobres sus bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y
posesiones; lo único que conservó fue. una renta para su hermana Santa
Marcelina. Por “otra parte, confió a su hermano San Sátiro la administración
temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al ministerio
espiritual. Poco después de su ordenación, escribió a Valentiniano quejándose
con amargura de los abusos de ciertos magistrados imperiales. El emperador le
respondió: “Desde hace tiempo estoy acostumbrado a tu libertad de palabra y no
por ello dejé de aceptar tu elección. No dejes de seguir aplicando a nuestras
faltas los remedios que la ley divina prescribe.” San Basilio escribió a
Ambrosio para felicitarle, o más bien dicho para felicitar a la Iglesia por su
elección y para exhortarle a combatir vigorosamente a los arríanos. San Ambrosio,
que se creía muy ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio
de la Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos,
particularmente de Orígenes y San Basilio. En sus estudios le dirigió San
Simpliciano, un sabio sacerdote romano, a quien amaba como amigo, honraba como
padre y reverenciaba como maestro. San Ambrosio combatió con tanto éxito el
arrianismo que, diez años más tarde, no había en Milán un solo ciudadano
contaminado por la herejía, fuera de algunos godos que pertenecían a la corte
imperial. El santo vivía con gran sencillez y trabajaba infatigablemente. Sólo
cenaba los domingos, los días de la fiesta de algunos mártires famosos y los
sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca en sábado; pero cuando Ambrosio
estaba en Roma, ayunaba también los sábados. El santo no asistía jamás a los
banquetes y recibía en su casa con suma frugalidad. Todos los días celebraba la
misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos
los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y le amaban y
admiraban enormemente. J santo tenía por norma no meterse nunca a arreglar
matrimonios, no aconsejar a nadie que ingresase en el ejército, y no recomendar
a nadie para los puestos de la corte. Los visitantes invadían la casa del
obispo, que estaba siempre chupadísimo, hasta el grado de que San Agustín fue a
verle varias veces y entró y salió de la habitación de San Ambrosio, sin que
éste advirtiese su presencia. En sus sermones, San Ambrosio alababa con
frecuencia el estado y la virtud de la virginidad por amor de Dios, y dirigía
personalmente a muchas vírgenes consagradas. A petición de Santa Marcelina, el
santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue el origen de uno de sus
tratados más famosos Las madres impedían que sus hijas fuesen a oír predicar a
San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el Imperio. El
santo respondía: “Quisiera que se me citase el caso de un hombre que haya
querido casarse y no haya encontrado esposa”, y sostenía que en los sitios en
que se tiene en alta estima la virginidad la población es mayor. Según él, la
guerra y no la virginidad era el gran enemigo de la raza humana.
Como los godos hubiesen invadido ciertos
territorios romanos del oriente el emperador Graciano decidió acudir con su
ejército en socorro de su tío Valente. Sin embargo, para preservarse del
arrianismo, del que Valente era gran protector, Graciano pidió a San Ambrosio
que le instruyese sobre dicha herejía. Con ese objeto, el santo escribió el año
377 una obra titulada “A Graciano acerca de la Fe” y, más tarde, la amplió. Los
godos habían causado estragos desde Tracia a la Iliria. San Ambrosio, no
contento con reunir todo el dinero posible para rescatar a los prisioneros,
mandó fundir los vasos sagrados. Los arríanos consideraron esa medida como un
sacrilegio y se la echaron en cara. El santo respondió que le parecía más útil
salvar vidas humanas que conservar el oro: “Si la Iglesia tiene oro, no es para
guardarlo, sino para emplearlo en favor de los necesitados.” Después del
asesinato de Graciano en 383, la emperatriz Justina rogó a San Ambrosio que
negociase con el usurpador Máximo para evitar que éste atacase a su hijo,
Valentiniano II. San Ambrosio fue a entrevistarse
con Máximo en Tréveris y consiguió convencerle de que se contentase con la
Galia, España y las Islas Británicas. Según se dice, fue ésa la primera vez que
un ministro del Evangelio intervino en los asuntos de la alta política. El
objeto de tal intervención fue precisamente defender el derecho y el orden
contra un usurpador armado.
Por entonces, ciertos senadores trataron de
restablecer en Roma el culto a la diosa Victoria. El grupo estaba encabezado
por Quinto Aurelio Sírnaco, hijo y sucesor del prefecto romano que había protegido
a San Ambrosio en su juventud y había sido un admirable erudito, hombre de
Estado y orador. Quinto Aurelio Símaco pidió a Valentiniano que reconstruyese
el altar de la Victoria en el senado, pues a dicha diosa atribuía los triunfos
y la prosperidad de la antigua Roma. Quinto Aurelio Símaco redactó muy
hábilmente su petición, apelando a la emoción y empleando argumentos que se
oyen todavía en labios de los no católicos: “¿Qué importa el camino por el que
cada uno busca la verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio.”
La petición era un ataque velado contra San Ambrosio. Cuando el santo se enteró
por conducto privado de la existencia del documento, escribió al emperador
pidiéndole que le enviase una copia y reprendiéndolo por no haberle consultado
inmediatamente en ese asunto que atañía a la religión. Poco después, escribió
una respuesta que sobrepasaba en elocuencia a la petición de Símaco y la
demolía punto por punto. Tras ridiculizar la idea de que los éxitos conseguidos
por el valor de los soldados se vaticinaban en las entrañas de las bestias
sacrificadas, el santo, elevándose a las cumbres de la más alta retórica,
hablaba por boca de Roma, diciendo que la ciudad se lamentaba de sus errores
pasados y que no se avergonzaba de cambiar, puesto que el mundo había cambiado
también. En seguida, Ambrosio exhortaba a Símaco y sus compañeros a interpretar
los misterios de la naturaleza a través del Dios que los había creado y a pedir
a Dios que concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los
emperadores que les concediesen adorar en paz a sus dioses. La respuesta del
santo terminaba con una parábola sobre el progreso y el desarrollo del mundo. “Por
medio de la justicia, la verdad se cierne sobre las ruinas de las opiniones que
antiguamente gobernaban el mundo.” Tanto el escrito de Símaco como el de San
Ambrosio fueron leídos ante el emperador y su consejo. No hubo discusión de
ninguna especie. Valentiniano dijo a los presentes. “Mi padre no destruyó los
altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré su ejemplo
y no modificaré el estado de cosas.”
La emperatriz Justina no se atrevió a apoyar
abiertamente a los arríanos mientras vivieron su esposo y Graciano; pero, en
cuanto la paz que San Ambrosio negoció entre Máximo y el hijo de Justina le
dieron oportunidad de oponerse al obispo, se olvidó de todo lo que le debía. Al
acercarse la Pascua del año 385, Justina indujo a Valentiniano a reclamar la
basílica Porcia (actualmente llamada de San Víctor), situada en las afueras de
Milán, para cederla a los arríanos, entre los que se contaban ella y muchos
personajes de la corte. San Ambrosio respondió que jamás entregaría un templo
de Dios. Entonces, Valentiniano envió a unos mensajeros a pedir la nueva
basílica de los Apóstoles. Pero el santo obispo no cedió. El emperador mandó a
sus cortesanos a apoderarse de la basílica. Los milaneses, enfurecidos al ver
eso, tomaron prisionero a un sacerdote arriano. Al enterarse de lo sucedido,
San Ambrosio pidió a Dios que no permitiese que la sangre corriese y envió a
varios sacerdotes y diáconos a rescatar al prisionero. Aunque el santo tenía de
su parte a la multitud y aun al ejército, se guardó de hacer o decir nada que
pudiese desatar la violencia y poner en peligro al emperador y a su madre.
Cierto que se negó a entregar las iglesias, pero se abstuvo de oficiar en ellas
para no encender los ánimos. Sus adversarios, que le llamaban “el Tirano”,
hicieron lo posible por provocarle. San Ambrosio preguntó a sus enemigos: “¿por
qué me llamáis tirano? Cuando me enteré de que la iglesia estaba rodeada de
soldados, dije que no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a la lucha.
Máximo no afirma que tiranizó a Valentiniano, a pesar de que a él le impedí
marchar sobre Italia.” En el momento en que el santo explicaba un pasaje del
libro de Job al pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los
que se había dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer y
entraron a orar con los católicos. A los pocos momentos, todo el pueblo se
dirigió a la basílica contigua, arrancó las decoraciones que se habían puesto
para recibir al emperador, y las dio a los niños para que jugasen con ellas.
Sin embargo, San Ambrosio no aprovechó ese triunfo y no entró en la basílica
sino hasta el día de Pascua, cuando Valentiniano retiró de ahí a los soldados.
El pueblo celebró con gran júbilo esa victoria. San Ambrosio escribió un regalo
de los hechos a Santa Marcelina, que estaba entonces en Roma, y añadió que
preveía desórdenes todavía mayores: “El eunuco Calígono, que es camarlengo
imperial, me dijo: “Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar
decapitar.” Yo repuse: ¡Dios lo quiera! Así sufriría yo como corresponde a un
obispo, y tú obrarías como las gentes de tu calaña.” “
En enero del año siguiente, Justina convenció
a su hijo de que promulgase una ley para autorizar a los arríanos a celebrar
reuniones y las prohibiera a los católicos. Dicha ley amenazaba con la pena de
muerte a quien tratase de impedir las reuniones de los arríanos. Nadie tenía
derecho a oponerse legalmente a que las iglesias fuesen cedidas a los arríanos,
sin exponerse al destierro por el hecho mismo. San Ambrosio no hizo caso de la
ley y se negó a entregar una sola iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a
tocarle. “Yo he dicho ya lo que un obispo tenía que decir. Que el
emperador proceda ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a
entregar la herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar las iglesias
de Jesucristo?” El Domingo de Ramos, el santo predicó sobre su decisión de no
entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso de la venganza del emperador, se
encerró con su pastor en la basílica. Las tropas imperiales la sitiaron con
miras a vencer al pueblo por el hambre; pero ocho días después, el pueblo seguía
ahí. Para ocupar a las gentes, San Ambrosio se dedicó a enseñarles himnos y
salmos que él mismo había compuesto. Todos cantaban en coros alternados. El
emperador envió al tribuno Dalmacio a conferenciar con el santo. Proponía que
Ambrosio y el obispo arriano, Auxencio, eligiesen conjuntamente un grupo de
jueces para decidir la cuestión. Si San Ambrosio no aceptaba esa proposición,
debía retirarse y dejar la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio respondió
por escrito al emperador, haciéndole notar que los laicos (pues Valentiniano
había propuesto que se eligiesen jueces laicos) no tenían derecho a juzgar a
los obispos ni a dictar leyes eclesiásticas. En seguida, el santo subió al
pulpito y expuso al pueblo el desarrollo de los acontecimientos en el último
año. En una sola frase resumió espléndidamente el fondo de la disputa: “El
emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia.” Entre tanto, llegó la
noticia de que Máximo, con el pretexto de la persecución de que eran objeto los
católicos, así como ciertas cuestiones de fronteras, estaba preparándose para
invadir Italia. Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el pánico, rogaron
entonces a San Ambrosio que partiese nuevamente a impedir la invasión del
usurpador. Olvidando todas las injurias públicas y privadas de que había sido
objeto, el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba en Tréveris, se negó a
concederle una audiencia privada, a pesar de que Ambrosio era obispo y
embajador imperial, y le propuso recibirle en un consistorio público. Cuando Ambrosio
fue introducido a la presencia de Máximo y éste se levantó del trono para darle
el beso de paz, el santo permaneció inmóvil y se negó a acercarse a recibir el
ósculo. En seguida, demostró públicamente a Máximo que la invasión que
proyectaba era injustificable y constituía una deslealtad y terminó pidiéndole
que enviase a Valentiniano los restos de su hermano Graciano como prenda de
paz. Desde su llegada a Tréveris, el santo se había negado a mantener la
comunión con los prelados de la corte que habían participado en la ejecución
del hereje Prisciliano, y aun con el mismo Máximo. Por ello, se le ordenó al
día siguiente que abandonase Tréveris. El santo regresó a Milán, no sin
escribir antes a Valentiniano para referirle lo sucedido y aconsejarle que no
se dejase engañar por Máximo, pues consideraba a éste como un enemigo velado
que prometía la paz pero buscaba la guerra. En efecto, Máximo invadió
súbitamente Italia, donde no encontró oposición alguna. Justina y Valentiniano
dejaron en Milán a San Ambrosio para que hiciese frente a la tormenta y huyeron
a Grecia en busca del amparo del emperador de oriente, Teodosio, en cuyas manos
se pusieron. Teodosio declaró la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en
Panonia, y devolvió a Valentiniano sus territorios y los que le había
arrebatado el usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó desde
entonces el imperio.
El emperador de oriente permaneció algún
tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano a abandonar el arrianismo y a tratar a
San Ambrosio con el respeto que merecía un obispo verdaderamente católico. Sin
embargo, no dejaron Je surgir conflictos entre Teodosio y San Ambrosio, como
era de esperarse, y hay que reconocer que en el primero de esos conflictos no
faltaba razón a Teodosio. En efecto, ciertos cristianos de Kallinikum de
Mesopotamia habían demolido la sinagoga de los judíos. Cuando Teodosio se
enteró, ordenó que el obispo del lugar, a quien se acusaba de estar complicado
en el asunto, se encargase de reconstruir la sinagoga. El obispo apeló a San
Ambrosio, quien escribió una carta de protesta a Teodosio; pero, en vez de
alegrar que no se conocían con certeza las circunstancias del caso, el santo
basó su protesta en la tesis exagerada de que ningún obispo cristiano tenía
derecho a pagar la construcción de un templo de una religión falsa. Como
Teodosio hiciese caso omiso de esa protesta, San Ambrosio predicó contra él en
su presencia, lo que dio lugar a una discusión en la iglesia. El santo no cantó
la misa hasta haber arrancado a Teodosio la promesa de que revocaría la orden
que había dado.
El año 390, llegó a Milán la noticia de una
horrible matanza que había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador,
había encarcelado a un auriga que había seducido a una sirvienta de palacio, y
jse negó a ponerle en libertad por más que el pueblo quería verlo correr en el
circo. La multitud se enfureció tanto ante la negativa, que mató a pedradas a
varios oficiales y asesinó a Buterico.” Teodosio ordenó que se tomasen
represalias increiblemente crueles. Los soldados rodearon el circo cuando todo
el pueblo se hallaba congregado en él, y cargaron contra la multitud. La
carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron muerte a 7,000 personas, sin
distinción de edad, de sexo, ni de grado de culpabilidad. El mundo entero quedó
aterrorizado y volvió los ojos a San Ambrosio, quien reunió a los obispos para
consultarles sobre el caso. En seguida, escribió a Teodosio una carta muy
digna, en la que le exhortaba a aceptar la penitencia eclesiástica y declaraba
que no podía ni estaba dispuesto a recibir su ofrenda y celebrar ante él los
divinos misterios hasta que hubiese cumplido esa obligación. “Los sucesos de
Tesalónica no tienen precedentes... Sois humano y os habéis dejado vencer por
la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico que hagáis penitencia. Vos,
que en tantas ocasiones os habéis mostrado misericordioso y habéis perdonado a
los culpables, mandasteis matar a muchos inocentes. El demonio quería sin duda
arrancaros la corona de piedad que era vuestro mayor timbre de gloria.
Arrojadle lejos de vos ahora que podéis hacerlo... Os escribo esto de mano
propia para que lo leáis en particular.”
Desgraciadamente, el efecto que produjo esta
carta en un hombre que sin duda estaba devorado por los remordimientos ha sido
desvirtuado por una leyenda pintoresca y melodramática, según la cual, como
Teodosio se negase a aceptar la penitencia eclesiástica, San Ambrosio salió a
la puerta de la iglesia para impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su
corte a oír la misa. E1 obispo le reprendió públicamente y se negó a admitirle.
El emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales se sometió
sin condiciones. El Van Ortroy, S. J.,
echó por tierra esa leyenda. Por otra parte, la “religiosa humildad” que San
Agustín, bautizado apenas tres años antes por San Ambrosio, atribuye a
Teodosio, resume perfectamente cuanto necesitamos saber. Habiendo incurrido en
las penas eclesiásticas, hizo penitencia con extraordinario fervor y, los que
habían acudido a interceder por él, se estremecían de compasión al ver tanto
rebajamiento de la dignidad imperial más de lo que hubiesen temblado
ante su cólera si se hubieran sentido culpables de alguna falta en su presencia.”
En la oración fúnebre de Teodosio, dijo San Ambrosio simplemente: “Se despojó
de todas las insignias de la dignidad regia y lloró públicamente su pecado en
la iglesia. El, que era emperador, no se avergonzó de hacer penitencia pública,
en tanto que otros muchos menores que él se rehusan a hacerla. El no cesó de
llorar su pecado hasta el fin de su vida.” Ese triunfo de la gracia
en Teodosio y del deber pastoral en Ambrosio demostró al mundo que la Iglesia
no hace distinción de personas y que las leyes morales obligan a todos por
igual. El propio Teodosio dio testimonio de la influencia decisiva de San
Ambrosio en aquellas circunstancias, al señalarle como el único obispo digno de
ese nombre que él había conocido.
Teodoreto menciona otro ejemplo de la
humildad y religiosidad de que Teodosio dio muestra. Un día de fiesta, durante
la misa en la catedral de Milán, Teodosio se acercó al altar a depositar su
ofrenda y permaneció en el presbiterio. San Ambrosio le preguntó si deseaba
algo. El emperador dijo que quería asistir a la misa y comulgar. Entonces San
Ambrosio mandó al diácono a decirle: “Señor, durante la celebración de la misa
nadie puede estar en el presbiterio. Os ruego que os retiréis a donde están los
demás. La púrpura os hace príncipe pero no sacerdote.” Teodosio se disculpó y
dijo que estaba en la creencia de que en Milán existía la misma costumbre que
en Constantinopla, donde el sitial del emperador se hallaba en el presbiterio.
En seguida, dio las gracias al obispo por haberle instruido y se retiró al
sitio en el que se hallaban los laicos.
El año 393, tuvo lugar la patética muerte del
joven Valentiniano, quien fue asesinado en las Galias por Arbogastes cuando se
hallaba solo entre sus enemigos. San Ambrosio, que había partido en auxilio
suyo, encontró la procesión funeraria antes de cruzar los Alpes. Arbogastes, a
quien se había dicho que San Ambrosio era “un hombre que dice al sol: “¡Detente!”,
y el sol se detiene”, maniobró para conseguir que el santo obispo le apoyase en
sus ambiciones. Pero Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes, manifestó
claramente en la oración fúnebre de Valentiniano que sabía a qué atenerse sobre
su muerte. Por otra parte, salió de Milán antes de la llegada de Eugenio, el
enviado de Arbogastes, de suerte que este último empezó a amenazar con
perseguir a los cristianos. Entre tanto, San Ambrosio fue de ciudad en ciudad,
exhortando al pueblo a oponerse a los invasores. Después regresó a Milán, donde
recibió la carta en que Teodosio le anunciaba que había vencido a Arbogastes en
Aquileya. Dicha victoria fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio.
Pocos meses después, murió Teodosio en brazos de San Ambrosio. En la oración
fúnebre del emperador, el santo habló con gran elocuencia del amor que
profesaba al difunto y de la gran responsabilidad que pesaba sobre sus dos hijos,
a quienes tocaba gobernar un imperio cuyo lazo de unión era el cristianismo.
Los dos hijos de Teodosio eran los débiles Arcadio y Honorio. Es posible que un
joven godo, oficial de caballería del ejército imperial, haya estado presente
en la iglesia. Su nombre era Alarico.
San Ambrosio sólo sobrevivió dos años a
Teodosio el Grande. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre “La
bondad de la muerte.” Las obras homiléticas, exegéticas, teológicas, ascéticas
y poéticas del santo son númerosísimas. En tanto que el Imperio Romano
comenzaba a decaer en el occidente, San Ambrosio daba nueva vida a su idioma y
enriquecía a la Iglesia con sus escritos. Cuando el santo cayó enfermo, predijo
que moriría después ¿e la Pascua, pero prosiguió sus estudios acostumbrados y
escribió una explicación al salmo 43. Mientras San Ambrosio dictaba, Paulino,
que era su secretario y fue más tarde su biógrafo, vio una llama en forma de
escudo posarse sobre su cabeza y descender gradualmente hasta su boca, en tanto
que su rostro se ponía blanco como la nieve. A este propósito
escribió Paulino: “Estaba yo tan asustado, que permanecí inmóvil, sin poder
escribir. Y a partir de ese día, dejó de escribir y de dictarme, de suerte que
no terminó la explicación del salmo.” En efecto, el escrito sobre el salmo se
interrumpe en el versículo veinticuatro. Después de ordenar al nuevo obispo de
Pavía, San Ambrosio tuvo que guardar cama. Cuando el conde Estilicón, tutor de
Honorio, se enteró de la noticia, dijo públicamente: “El día en que ese hombre
muera, la ruina se cernirá sobre Italia.” Inmediatamente, el conde envió al
santo unos mensajeros para pedirle que rogara a Dios que le alargase la vida.
El santo repuso: “He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más
tiempo. Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno.” El día de su
muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando
constantemente. San Honorato de Vercelli, que se hallaba descansando en otra
habitación, oyó una voz que le decía tres veces: “¡Levántate pronto, que se
muere!” Inmediatamente bajó y dio el viático a San Ambrosio, quien murió a los
pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397. El santo tenía
aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua. Sus
reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica, a donde fueron
transladadas el año 835. Su fiesta se celebra el día del aniversario de su
consagración episcopal, tanto en oriente como en occidente. Su nombre figura en
el canon de la misa del rito de Milán.
Dos obras muy importantes
sobre la vida y escritos de San Ambrosio son la de J. R. Palanque, Saint
Ambroise et l’Empire Romain (1934), acerca de la cual véase el juicio del
P. Halkin en Analecta Bollandiana, vol. ln (1934), pp. 395-401, y la
biografía del canónigo anglicano F. Homes Dudden, The Lije and Times of St
Ambrose (1935), 2 vols. Ambos autores estudian la vida del santo desde
muchos puntos de vista, con amplio conocimiento de las fuentes y de la
bibliografía moderna sobre el tema. Las principales fuentes son los escritos
del santo y la biografía de Paulino; pero naturalmente, se encuentran muchos
datos dispersos en las obras de San Agustín y otros contemporáneos, lo mismo
que en los documentos que el P. Van Ortroy llama “las biografías griegas de San
Ambrosio.” El importante estudio de este último autor forma parte de una
valiosa colección de ensayos publicados en 1897 con motivo del décimo quinto
centenario de la muerte del santo. En dicho ,yolumen, titulado Ambrosiana, escribieron
el Dr. Achule Ratti (Pío XI), Marucchi, Savio, Schenkl, Mocquereau, etc. Véase también R. Wirtz, Ambrosias
und seine Zeit (1924); M. R. McGuire, en Catholic Historical Revietv, vol.
XXII (1936), pp. 304-318; W. Wilbrand, en Historisches Jahrbuch, vol. XII
(1921), pp. 1-19; L. T. Lefort, en Le Muséon, vol. XLVIII (1935), pp.
55-73; Fliche et Martin, Histoire de l’Eglise, vol. III (1936), etc. La
Vie de S. Ambroise publicada por el duque de Broglie en la colección Les
Saints da una buena idea sobre el santo y su época, aunque no está al día
en todos los puntos. Más completas son las biografías de Palanque y de Dudden,
así como la que se encuentra en la última edición de Bardenhewer, Geschichte
der altkirchlichen Literatur, vol. III. F. R. Hoare tradujo la biografía
escrita por el diácono Paulino, en The Western Fathers, (1954).
(8 de diciembre)
En nuestro artículo
sobre San Amado de Remiremont (13 de septiembre), relatamos cómo convirtió a un
noble merovingio llamado Romarico, que ingresó en el monasterio de Luxeuil. Ahí
mismo dijimos que Romarico se había trasladado más tarde a sus posesiones de
Habendum en los Vosgos, junto con San Amado y había fundado ahí el monasterio
que se llamó después Remiremont (es decir, Monte de Romarico). El padre de
nuestro santo perdió la vida y todas sus posesiones á manos de la reina
Brunequilda. Romarico, que era entonces muy joven, se convirtió en un
vagabundo. Sin embargo, cuando conoció a San Amado, era ya un personaje
distinguido de la corte de Clotario II,
con una fortuna
considerable y numerosos esclavos a los que posteriormente devolvió la
libertad. Según se cuenta, varios de los libertos recibieron la tonsura junto
con San Romarico, en Luxueil. El monasterio de Remiremont fue fundado el año
620. El primer abad fue San Amado; pero, pronto, San Romarico le sucedió en el
cargo y lo desempeñó durante treinta años, hasta su muerte. Como las
comunidades eran muy numerosas, el santo pudo establecer en el monasterio la “laus
perennis.” San Amado había aprendido en Agaunum esa costumbre, que consistía en
dividir a los monjes en siete coros, de suerte que pudiesen cantar el oficio
divino por turno día y noche sin cesar. Uno de los primeros monjes de
Remiremont fue un amigo de Romarico, San Arnulfo de Metz, quien murió el año
629 en una ermita de los alrededores. Poco antes de morir, San Romarico se
enteró de que Grimoaldo, que era hijo de otro amigo suyo, el Beato Pepino de
Landen, tramaba una conspiración para impedir que el joven príncipe Dagoberto ocupase
el trono de Austrasia. Aunque era ya muy anciano, el santo abad fue a Metz a
reprender a Grimoaldo y a los nobles* que apoyaban su causa. Los conspiradores
le escucharon sin pronunciar palabra, le trataron con suma cortesía y le
enviaron nuevamente a su monasterio. San Romarico murió tres días después. En
1051, el Papa San León IX, que era un gran bienhechor de
Remiremont, permitió que fuesen entronizadas las reliquias del santo. La actual
población de Remiremont se halla en el sitio al que se trasladó el monasterio
de religiosas a principios del siglo X. Los monjes
permanecieron en el monasterio de la colina próxima, hasta la Revolución
Francesa.
Existen dos biografías del
santo. La primera puede verse en Mabillon; pero B. Krusch hizo una edición crítica
moderna, en MGH., Scriptores Merov., vol. IV, pp. 221-225; véase también
G. Kurth, Dissertations académiques, vol. I (1888).
(9 de diciembre)
Al volver de la campaña contra los persas, el
cesar Galerio (a no ser que haya sido Maximino, cuando gobernaba en Siria)
celebró una fiesta en Samosata, junto al Eufrates, y ordenó que todos
participasen en los sacrificios que se iban a ofrecer a los dioses. Los
magistrados Hiparco y Fileteo se habían convertido al cristianismo poco antes.
En la casa de Hiparco había una cruz, ante la cual solían ambos hacer oración.
Cinco jóvenes amigos suyos, llamados Santiago, Paragro, Abibo, Romano y
Loliano, fueron a visitarlos y los encontraron postrados ante la cruz.
Lógicamente les preguntaron por qué hacían oración en casa, cuando el emperador
había mandado que todo el pueblo se reuniese en el templo de la diosa Fortuna.
Hiparco y Filoteo respondieron que adoraban al Creador del Mundo. Los jóvenes
preguntaron: “¿Acaso creéis que esa cruz creó al mundo?” Hiparco replicó: “Adoramos
a Aquél que murió en la cruz, pues era Dios e Hijo de Dios. Hace ya tres años
que fuimos bautizados por Santiago, sacerdote de la verdadera religión, el cual
nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Consideraríamos como un pecado salir de
casa durante estos tres días, pues aborrecemos el olor de los sacrificios que
invade toda la ciudad.” Después de mucho discutir, los cinco jóvenes declararon
que deseaban recibir el bautismo. Hiparco escribió entonces una carta al
sacerdote Santiago y la entregó a un mensajero. El sacerdote se presentó
inmediatamente en la casa de Hiparco, llevando escondidos bajo su manto los
vasos sagrados. Al ver a los siete amigos, los saludó diciendo: “La paz sea con
vosotros, servidores de Jesucristo, que fue crucificado por sus criaturas.”
Romano y sus compañeros convertidos cayeron de rodillas y dijeron: Apiádate de
nosotros e imprímenos el sello de Jesucristo, a quien adoramos.” Una vez que
hubieron orado juntos, el sacerdote Santiago les dijo: “La gracia de Jesucristo
sea con todos vosotros.” Los jóvenes hicieron una profesión de fe y abjuraron
de la idolatría. El sacerdote los bautizó y les dio el Cuerpo y la Sangre de
Cristo. En seguida, cubrió con su capa los vasos sagrados y partió
apresuradamente a su casa, pues temía que los paganos le viesen en tal
compañía, ya que él era un anciano pobremente vestido, en tanto que Hiparco,
Filoteo y los cinco jóvenes eran personajes de alcurnia.
Al tercer día de las fiestas, el emperador
preguntó si todos los magistrados habían sacrificado en público. Con ese
motivo, se enteró de que Hiparco y Filoteo no habían participado en el culto
desde hacía tres años. Inmediatamente, el emperador ordenó que se los condujese
al templo y se los obligase a ofrecer sacrificios. Los mensajeros imperiales
encontraron en la casa de Hiparco a los siete cristianos, pero sólo tomaron
presos por entonces a Hiparco y Filoteo. El emperador les preguntó por qué le
despreciaban a él y a los dioses. Hiparco replicó que se avergonzaba de oír
llamar dioses a unos ídolos de madera y de piedra. El emperador ordenó que se
le propinasen cincuenta azotes y prometió a Filoteo que le nombraría pretor si
se sometía. Filoteo repuso que consideraría
como una ignominia un cargo comprado a ese precio. En seguida, empezó a hablar
con gran elocuencia sobre la creación del mundo, pero el emperador le
interrumpió, diciéndole que veía que era un hombre muy culto y que esperaba que
abandonase sus errores para no verse obligado a torturarle. En seguida, dio
orden a los guardias de que le encerrasen en una mazmorra aparte de la de
Hiparco, cargado de cadenas. Entretanto, un oficial había ido a arrestar a los
otros cinco cristianos que estaban en la casa de Hiparco. Como también ellos se
negasen a ofrecer sacrificios, el emperador les hizo notar que eran aún muy
jóvenes y les dijo que, si perseveraban en su obstinación, los mandaría azotar
y crucificar como a su Maestro. Los jóvenes respondieron que no temían a la
tortura. Al punto fueron encadenados y encerrados en diferentes calabozos, y no
se les dio de comer ni de beber sino hasta después de las fiestas.
Cuando terminaron las solemnidades en honor
de los dioses, se erigió una tribuna en las riberas del Eufrates. El emperador
se dirigió allá y mandó traer a los cautivos. Los dos magistrados, cargados de
cadenas, abrían la marcha, seguidos por los cinco jóvenes, que tenían las manos
atadas. Como se negasen nuevamente a ofrecer sacrificios, se los atormentó en
el potro y se les propinaron veinte azotes a cada uno. Después, fueron
conducidos otra vez a la prisión. El emperador ordenó que no se permitiese a
nadie visitarlos ni prestarles auxilio y que sólo se les diese un poco de pan
para que no muriesen de hambre. Al cabo de más de dos meses, los prisioneros
comparecieron nuevamente ante el emperador. Por su aspecto parecían más bien
cadáveres. Cuando se los incitó a ofrecer sacrificios a los dioses, los
mártires rogaron que no tratase de apartarlos del camino de Jesucristo. El
emperador replicó, furioso: “Puesto que deseáis la muerte, voy a satisfacer
vuestro deseo para que no sigáis insultando a los dioses.” En seguida, ordenó a
los guardias que los amordazaran y los crucificaran. Los guardias los trasportaron
rápidamente al sitio de la ejecución. Algunos magistrados hicieron notar que
Hiparco y Filoteo eran sus colegas en la magistratura y debían dar cuentas
sobre el desempeño de su oficio, y que los otros cinco eran patricios y tenían
cuando menos derecho a redactar su testamento, por lo tanto, pidieron que se
dilatase la ejecución. El emperador accedió y puso a los condenados en manos de
los magistrados para que se llevasen a cabo esos trámites. Los magistrados los
condujeron a la entrada del circo, les quitaron las mordazas y les dijeron en
privado: “Obtuvimos la dilación de la sentencia con el pretexto de arreglar con
vosotros ciertos asuntos de interés público, pero en realidad lo que queríamos
era hablar con vosotros en privado para pediros que roguéis a Dios por nosotros
y nos bendigáis, a nosotros y a la ciudad.” Los mártires los bendijeron y
dirigieron la palabra a la multitud que se había reunido. Cuando el emperador
lo supo, envió una reprimenda a los magistrados por haber permitido que los
condenados hablasen al pueblo. Los magistrados se excusaron diciendo que no lo
habían impedido por miedo a la multitud.
El emperador mandó armar siete cruces cerca
de las puertas de la ciudad, y ordenó otra vez a Hiparco que se sometiese. El
anciano replicó, poniendo la mano sobre su cabeza calva: “Así como mi cabeza no
puede, naturalmente, volver a cubrirse de cabellos, así tampoco puedo yo
cambiar de parecer y someterme a tu voluntad.” El emperador mandó que colocasen
una piel de cabra sobre la cabeza del anciano, y le dijo burlonamente: “Ahora
que tienes la cabeza cubierta de pelos, ofrece
sacrificios a los dioses, como conviene a tu condición.” En seguida, dio orden
de crucificar a los prisioneros. Por la noche algunas mujeres sobornaron a los
guardias para que les permitiesen limpiar la sangre del rostro de los mártires.
hiparco murió muy pronto. santiago, romano y loliano
murieron al día
siguiente, apuñalados por los soldados. En cuanto a filoteo, abibo y paragro,
se los bajó de la
cruz antes de que muriesen y se les perforó la cabeza a lanzazos. El emperador
mandó que los cadáveres fuesen arrojados al río. Pero un cristiano llamado Baso
los compró a los guardias y los sepultó durante la noche en su casa de campo.
S. E. Assemani publicó por
primera vez la pasión siria, con una traducción latina en Acta
sanctorum martyrum orientalium, vol. II, pp. 124-147. También Bedjan publicó el original
sirio, en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. IV. Hay una traducción francesa
de ese documento en H. Leclercq, Les Martyrs, vol. II, 1903, pp.
391-403. En la Iglesia bizantina se conmemoraba a estos mártires el 29 de
enero; en la Iglesia armenia, en octubre. El Dr. G. T. Stokes hace notar que la
descripción del bautismo de los cinco jóvenes contiene varios puntos de gran
interés litúrgico, y plantea al problema de la fecha del martirio y del nombre
del emperador (DCB., vol. III, p. 85).
(9 de diciembre)
El poeta español
Prudencio no menciona a Santa Leocadia en sus himnos, que fueron escritos a
fines del siglo IV. Pero consta que, a principios
del siglo VII, había en Toledo una iglesia
dedicada a la santa, de suerte que su culto es muy antiguo. Las actas del
martirio son posteriores y poco fidedignas. Según esas actas, Leocadia era una
joven toledana de alta alcurnia. Durante la persecución de Diocleciano, el
cruel gobernador Daciano mandó torturar a Leocadia y la encarceló. En la
prisión se enteró la joven del martirio de Santa Eulalia en Mérida y pidió a
Dios que la juzgase digna de morir por Cristo. Dios escuchó su petición y
Leocadia murió en la prisión a consecuencia de las torturas que se le habían
infligido. Si este relato es auténtico y el martirio tuvo lugar el 10 de
diciembre, la fiesta de Santa Leocadia no corresponde al día de su muerte, a no
ser que supongamos que haya pasado un año en la cárcel. En nuestro artículo
sobre San Ildefonso (23 de enero), referimos una leyenda muy conocida
relacionada con Santa Leocadia. Esta mártir es la patrona principal de Toledo,
donde hay tres iglesias que llevan su nombre y que según se dice, se hallan en
los sitios donde la santa fue sepultada, donde estuvo presa y donde se
levantaba su casa.
Las actas de Santa Leocadia,
que no merecen crédito alguno, pueden verse en Flore/, España Sagrada, vol.
VI, pp. 315-317, y en la Fuente, Hist. ecl. de España, vol. I (1873),
pp. 335-337. Cf. Analecta Bollandiana, vol. XVII (1898), p. 119. No hay
razón para dudar de la autenticidad del martirio. El nombre de la santa figura
en el Hieronymianum el 13 de diciembre. Véase el comentario de Delehaye,
p. 646, y Origines du cuite des martyrs, p. 369, con las referencias
bibliográficas que se encuentran ahí.
(4 de diciembre)
San Gregorio Nazianceno
el Viejo y su esposa, Santa Nona, tuvieron tres hijos: Santa Gorgonia, San
Gregorio Nazianceno y San Cesario. Gorgonia era la mayor. Se casó y tuvo tres
hijos, a los que dio una educación tan esmerada como la que había recibido. Gorgonia se repuso de dos graves enfermedades a
base de confianza en
Dios. Durante la primera, que sufrió como consecuencia de una seria caída,
Gorgonia no permitió que la asistiese ningún médico. De la segunda enfermedad
quedó curada al recibir la comunión. El hermano de la santa cuenta que, en
cierta ocasión en que se hallaba enferma, Gorgonia fue a la iglesia durante la
noche a buscar sobre el altar algunas migajas del Pan de los Angeles, con la
esperanza de obtener así la curación. Como se sabe, en aquella época se usaba
para los sagrados misterios el pan ordinario y así se hace todavía en muchas
iglesias de oriente. Santa Gorgonia fue siempre muy amante de la liturgia y
solía contribuir a la construcción de iglesias. Vivía piadosa y sobriamente y
era muy generosa con los pobres. Sin embargo, de acuerdo con la costumbre de la
época, no recibió el bautismo hasta la edad madura. Al mismo tiempo que ella,
se bautizaron su esposo, sus hijos y sus nietos. Su hermano Gregorio pronunció
su oración fúnebre, que fue en realidad un panegírico de la bondad de Santa
Gorgonia. Dicho panegírico nos dice todo lo que sabemos de la santa.
Los escasos datos sobre
Santa Gorgonia se encuentran en el panegírico que hizo de ella su hermano.
Puede verse en Migne, PG., vol. XXXVv, pp. 789-817. Acerca del incidente de la
visita nocturna de Santa Gorgonia a la iglesia, véase H. Thurston, Journal
of Theol. Studies, vol. XI (1910), pp. 275-279.
(10 de diciembre)
Sabemos muy poco
sobre San Milcíades o Melquíades. La historia le recuerda sobre todo porque en
su época terminó la era de las persecuciones y el emperador Constantino dio la
paz a la Iglesia. Milcíades era originario de África, según se dice. Fue
elegido para ocupar la cátedra pontificia el 2 de julio, probablemente el año
311. Después de la batalla de Puente Milvio, en la que Constantino derrotó a
Majencio el 28 de octubre de 312, el victorioso emperador se dirigió a Roma. A
principios del año 313, proclamó el edicto de tolerancia del cristianismo (y de
todas las otras religiones) en el Imperio. Más tarde, concedió otros
privilegios a la Iglesia y suprimió las condiciones de incapacidad legal que
pesaban sobre los cristianos. Los cristianos que se hallaban en las prisiones y
en las minas, fueron puestos en libertad. Celebraron la victoria de Cristo con
himnos de alabanza a Dios y oraban noche y día para que aquella paz, que venía
a poner término a diez años de violenta persecución, fuese durable. La alegría
de la Iglesia se vio ensombrecida por los primeros brotes del cisma donatista en
África. La ocasión fue la elección de Ceciliano como obispo de Cartago, ya que
los donatistas pretendían que su consagración era inválida, porque durante la
persecución, Ceciliano había entregado los libros sagrados.* A petición de
Constantino, el Papa reunió un sínodo de obispos italianos y galos en Roma. Los
obispos dictaminaron que la elección y consagración de Ceciliano habían sido
válidas. San Agustín refiriéndose a la moderación con que procedió San
Milcíades en ese asunto, le califica de hombre excelente, verdadero hijo de la
paz y padre de los cristianos. La liturgia venera a este Pontífice como mártir
ya que, según dice el Martirologio Romano, sufrió mucho durante la persecución
de Maximiano (antes de su elección al pontificado).
San Milcíades comprendió que la paz ofrecía a
la Iglesia una gran oportunidad para convertir a los paganos y se regocijó de
ese triunfo de la cruz de Cristo. Desgraciadamente, la prosperidad material
introdujo en muchos casos en la Iglesia el espíritu mundano. La queja de Isaías
hubiera podido repetirse con razón: “Has multiplicado la nación, pero no has
aumentado su gozo.” La persecución había mantenido vivo el verdadero espíritu
religioso en los primeros tiempos de la Iglesia. En cambio, la prosperidad
corrompió muchos corazones, por más que abundaban los ejemplos de la más alta
santidad y era fácil encontrar ayuda en todas partes. Los honores- temporales y
la seguridad hicieron que el espíritu mundano fuese ganando terreno en muchos
otros cristianos, que llegaron a convencerse de que podían servir al mismo
tiempo a Dios y a Mamón. Los bienes materiales y la prosperidad son una
bendición, pero también constituyen un peligro.
* Los
donatistas sostenían erróneamente que los sacramentos administrados por un
ministro indigno son inválidos y que los pecadores no pueden ser miembros de la
Iglesia.
En el Líber Pontificalis hay
un corto artículo sobre San Milcíades; pero hay en él muy pocos datos
fidedignos. En la Hist. Eccles. de Eusebio hay una carta de Constantino
a San Milcíades y dos cartas relacionadas con el asunto de Ceciliano; pero la
cuestión del cisma donatista pertenece más bien a la historia general. A este
propósito recomendamos las páginas de Palanque, en el vol. III de la Histoire
de FEglise de Fliche y Martin. San Milcíades murió el 10 de enero: cf.
CMH., pp. 34 y 428. Se dice que el santo fue sepultado en el cementerio de
Calixto; véase sobre este punto a Leclercq, en DAC., vol. XI, ce. 1199-1203.
Sobre el sínodo de Roma, cf. E. Gaspar, en Zeitschrift für Kirchengeschichte,
vol. XLVI (1927), pp.
333-346. Acerca de los problemas de la era constantiniana, véase N. H. Baynes, Constandne
the Great and the Christian Church (1929).
(10 de diciembre)
Santa Eulalia es
una de las más célebres vírgenes y mártires españolas. Los datos que poseemos
sobre ella proceden de un himno que Prudencio escribió a fines del siglo IV, y de las “actas” del martirio, que son muy posteriores. Cuando Eulalia
tenía doce años, Diocleciano promulgó los edictos que mandaban a todos ofrecer
sacrificios a los dioses del Imperio. Al ver la madre de Eulalia que ésta
manifestaba su anhelo de sufrir el martirio, se la llevó consigo al campo. Pero
la niña se escapó durante la noche, y llegó a Mérida al amanecer. En cuanto el
tribunal abrió la sesión, Eulalia se presentó ante el juez Daciano y le acusó
de atentar contra las almas y de obligarlas a abjurar del único Dios verdadero.
Daciano intentó al principio ganarse a la niña con promesas, a fin de que
retirase sus palabras y se sometiese a los edictos imperiales. Después pasó a
las amenazas y le mostró los instrumentos de tortura, diciéndole: “Escaparás de
esto si tocas con la punta del dedo un poco de sal y de incienso.” Pero Eulalia
pisoteó el pan que estaba preparado para el sacrificio y escupió con enojo a la
cara del juez. Inmediatamente, los verdugos empezaron a desgarrarle el cuerpo
con garfios de hierro y le aplicaron antorchas encendidas en las heridas. La
cabellera de Eulalia se incendió, y la niña pereció quemada y ahogada por el
humo. Prudencio cuenta que de la boca de la niña se escapó una especie de
paloma que voló hacia el cielo y que los verdugos huyeron, presa del pánico. La
nieve cubrió el cadáver y el suelo del foro hasta que los cristianos rescataron
las reliquias y les dieron sepultura en las cercanías. En ese sitio se erigió
una iglesia y un altar, antes de que Prudencio escribiese su himno. El poeta
dice que “los peregrinos acuden a venerar sus restos y ella, que está cerca del
trono de Dios, contempla y protege a quienes entonan himnos en su honor.”
El culto de Santa Eulalia se extendió al
África. San Agustín predicó una homilía el día de su fiesta. El poema francés
más antiguo que existe, la Cantiléne de Sainte Eidalie (siglo IX), relata la vida de la santa. Beda la menciona entre los mártires en el
himno que compuso en honor de Santa Etel-reda y San Adelmo. El Martirologio
Romano conmemora el 12 de febrero a Santa Eulalia de Barcelona, a quien se
venera mucho en Cataluña con los nombres de Aularia, Aulacia, Olalla, etc.;
pero casi todos los autores admiten que esta santa/( se identifica
con la mártir de Mérida. Dado que Prudencio y Venancio rinden tributo a una
mártir española llamada Eulalia y que menciona la ciudad de Mérida, no se puede
dudar de la autenticidad de su martirio; pero, como sucede con frecuencia, poco
a poco aparecen relatos legendarios, que dan origen a la duplicación del
personaje.
Las actas (Florez, España
Sagrada, vol. XIII pp. 392-398), datan probablemente del siglo VI, pues San Gregorio de Tours
las conoció; sin embargo, no merecen crédito alguno. Probablemente los datos
del poema de Prudencio no son tampoco de fiar. Tanto Prudencio como Fortunato
mencionan la ciudad de Mérida; pero San Agustín sólo dice en su homilía que la
santa sufrió el martirio en España. Los historiadores de importancia están de
acuerdo en
afirmar que la única Santa Eulalia es la de Mérida. La leyenda barcelonesa es
muy posterior y aprovecha muchos datos de la primitiva. Véase sobre este punto
el convincente ensayo de H. Moretus, en Revue des questions historiques, vol.
LXXXIX (1911), pp.
85-119-y cf. Poncelet, Delehaye (CMH., p. 642), y Leclercq (DAC., vol. v, ce.
705-732). Z. Garcí¡ Villada (Historia eclesiástica de España, vol. I,
1929, pp. 283-300) trata de probar, en vano, que Santa Eulalia de Barcelona
existió realmente. Dom Quentin estudió muy a fondo las
menciones de Santa Eulalia en los martirologios antiguos (Les martyrologes
historiques, pp. 71, 162-164, etc.) Véase también Acta Sanctorum, feb.,
vol. II; y BHL. nn. 2693-2698.
(10 de diciembre)
Entre los
miembros del clero que asistieron a los funerales del Papa San Gregorio I, el
año 731, se contaba un sacerdote sirio. Era éste tan conocido por su santidad,
saber y capacidad administrativa, que el pueblo, al verle en la procesión, le
eligió espontáneamente Papa por aclamación. El nuevo Pontífice tomó el nombre
de Gregorio III. De la administración de su
predecesor heredó el problema de las relaciones con el emperador León III el Isáurico, quien había emprendido una campaña contra la veneración
de las sagradas imágenes. Uno de los primeros actos de Gregorio III fue escribir una carta de protesta. Pero el sacerdote Jorge, a quien
encargó de llevarla, se dejó vencer por el miedo y regresó a Roma sin cumplir
el encargo. El Papa se indignó tanto, que lo amenazó con degradarle. Jorge
partió nuevamente; pero en Sicilia fue sorprendido por los oficiales imperiales
quienes le desterraron. Entonces Gregorio III reunió un
sínodo en Roma. Los obispos, el bajo clero y los laicos, aprobaron el decreto
de excomunión contra todos los que condenasen las sagradas imágenes o las
destruyesen. León el Isáurico empleó para vengarse el mismo método de algunos
de sus predecesores, es decir que envió una flota a Roma para conducir al Papa
a Constantinopla. Sin embargo, una tempestad destruyó los navios y el emperador
tuvo que contentarse con imponer su dominio sobre los Estados Pontificios de
Sicilia y Calabria y reconocer la jurisdicción del patriarca de Constantinopla
sobre todo el oriente de la Iliria.
A esta triste iniciación del pontificado de
Gregorio III sucedió un período de paz,
durante el cual, el Papa reconstruyó y decoró cierto número de iglesias y mandó
erigir una columnata ante la “confesión de San Pedro”; en cada columna había
una imagen del Señor o de algún santo, y ante ella brillaba una lámpara, como
una muda protesta contra la herejía iconoclasta. El Pontífice envió el palio a
San Bonifacio, que estaba en Alemania. Cuando el santo misionero inglés hizo su
tercera visita a Roma, el año 738, Gregorio escribió a los “antiguos sajones”
una carta compuesta a base de citas de la Biblia, que tal vez no decían gran
cosa a los destinatarios, pues eran paganos. San Gregorio envió al monje inglés
San Wilibaldo a ayudar a San Bonifacio.
Hacia el fin de la vida de San Gregorio, los
lombardos amenazaron nuevamente Roma. El Papa pidió ayuda a Carlos Martel y a
los francos, no al emperador de oriente. Pero pasó bastante tiempo antes de que
Carlos Martel se decidiese e intervenir. Gregorio escribió también a los
obispos de Toscana, para exhortarlos a hacer todo lo posible por recobrar las
ciudades que habían caído en manos de los lombardos; si no lo hacían, “yo
mismo, aunque estoy enfermo, emprenderé el viaje para ir a libraros de la
responsabilidad de no ser fieles a vuestro deber.” El 22 de octubre de 741
murió Carlos Martel. Unas cuantas
semanas más tarde, el 10 de diciembre, le siguió San Gregorio III. El Líber Pontificalis afirma que fue “un hombre profundamente
humilde y verdaderamente sabio. Conocía muy bien la Sagrada Escritura y su
sentido y sabía de memoria los salmos. Fue un predicador elegante, que tuvo
mucho éxito. Dominaba el griego y el latín, y defendió con constancia la fe
católica. Amó la pobreza y a los pobres, protegió a las viudas y a los
huérfanos y fue amigo de los monjes y de las religiosas.”
No existe ninguna biografía
primitiva de San Gregorio III. El artículo del Líber Pontificalis ofrece pocos datos. Lo que
sabemos sobre el santo procede de las crónicas y de lo que queda de su
correspondencia. Véase a Mann en History of the Popes, vol. I, pte. 2, pp.
204-224; y Hartmann, Geschichte Italiens im Mittelalter, vol. II, pte. 2, pp. 169 ss.
(11 de diciembre)
El Líber Pontificalís afirma que San
Dámaso era español. Tal vez era de origen español, pero, según parece, nació en
Roma, donde su padre era sacerdote. San Dámaso, que no se casó nunca, llegó a
ser diácono de la iglesia de su padre. Cuando murió el Papa Liberio en 366,
Dámaso fue elegido obispo de Roma, a los sesenta años de edad, aproximadamente.
Su elección estuvo lejos de ser unánime, ya que una minoría eligió a otro
diácono llamado Ursino o Ursicinio y defendió su candidatura con gran
vehemencia. Según parece, el poder civil sostuvo a Dámaso con no menor
apasionamiento (Butler afirma que empleó “procedimientos bárbaros”); pero
Rufino, contemporáneo de San Dámaso, demuestra que éste no tuvo nada que ver en
ello. Los partidarios del antipapa no se calmaron del todo; en efecto, el año
378, San Dámaso fue acusado por ellos de incontinencia y tuvo que justificarse
ante el emperador Graciano y ante un sínodo romano.
El historiador pagano Amiano Marcelino afirma
que el modo de vida de los prelados romanos constituía una tentación para los
ambiciosos y dice que hubiesen hecho bien en imitar la sencillez del clero de
las provincias. Es indudable que, en tiempos de San Dámaso, se procedía con
cierta pompa en la corte pontificia, pues, según cuenta San Jerónimo, un pagano
llamado Pretéxtalo, que era senador romano, dijo al santo: “Si me haces obispo
de Roma, me convertiré mañana mismo al cristianismo.” Esta observación de un
pagano prueba cuan necesaria es la moderación a quienes desean dar testimonio
del espíritu evangélico. Como quiera que sea, esta crítica no se aplica a San
Dámaso, ya que San Jerónimo, que fue su secretario y le conocía bien, ataca
severamente el lujo de ciertos prelados en Roma y no habría dejado de mencionar
al Papa si le hubiese creído culpable de la misma falta. Lo cierto es que las
críticas de San Jerónimo eran tan justificadas que, el año 370, Valentiniano
prohibió a los miembros del clero que indujesen a las viudas y huérfanos a que
les hiciesen regalos o les dejasen legados. San Dámaso aplicó estrictamente ese
decreto.
El
santo Pontífice tuvo que combatir varias herejías. Pero el año c Teodosio I en
el oriente y Graciano en el occidente proclamaron que el cristianismo, tal como
lo practicaban los obispos de Roma y Alejandría, era la religión del Imperio.
Además, Graciano, atendiendo a la petición de los senadores cristianos apoyados
por San Dámaso, suprimió el altar de la Victoria en el senado y renunció al
título de Pontífice Máximo. Al año siguiente, reunió el segundo Concilio
Ecuménico (primero de Constantinopla) y el Papa envió representantes. Pero de
todos los actos de San Dámaso, el más benéfico y cuya influencia se deja sentir
todavía en nuestros días, fue el haber patrocinado los estudios bíblicos de San
Jerónimo, que culminaron con la traducción conocida con el nombre de “Vulgata.”
San Jerónimo cuenta que San Dámaso era versado en las Escrituras, “un doctor
virgen de una Iglesia virgen.” Teodoreto dice que “fue ilustre por la santidad
de su vida y estaba siempre pronto a predicar y a hacer cualquier cosa en
defensa de la doctrina apostólica.”
También se recuerda a San Dámaso por su
solicitud hacia las reliquias y sepulcros de los mártires. A él se debieron el
descubrimiento y el ornato de varias catacumbas, y tanto el cristiano piadoso
como el historiador y el arqueólogo le admiran por las inscripciones que mandó
poner en ellas. Se conservan muchas de esas inscripciones y epigramas, ya sea
en el original, ya sea en reproducciones. Una de las más famosas es la que nos
dice cuanto sabemos sobre San Tarsicio. San Dámaso murió el 11 de diciembre de
384, cuando contaba unos ochenta años. El mandó poner en la “cripta pontificia”
del cementerio de San Calixto un epitafio genérico, que termina así: “Yo,
Dámaso, hubiese querido ser sepultado aquí; pero tuve miedo de ofender a las
cenizas de los santos.”
Así pues, fue sepultado, junto con su madre y
su hermana, en una iglesia que él mismo había construido en la Vía Ardeatina.
Uno de los epitafios que se conservan, es precisamente el que San Dámaso
escribió para su propia tumba; en él hace un acto de fe en la resurrección de
Cristo y en la suya propia: “El que anduvo sobre las aguas y calmó la
tempestad, el que da vida a las semillas de la tierra, el que rompió las cadenas
de la muerte y, al cabo de tres días de oscuridad, fue capaz de hacer volver al
mundo superior al hermano de Marta: El mismo hará que Dámaso resucite del
polvo.”
No hay ninguna biografía
propiamente dicha de San Dámaso entre las obras antiguas; lo más digno de
mención es el artículo del Líber Pontificalis (véase la edición de
Duchesne, vol. I, pp. 212 ss., prefacio y notas). La principal fuente sobre el
santo es su correspondencia, así como los epitafios que compuso y las escasas
alusiones a él que se encuentran en las obras de historia eclesiástica y
secular. El prólogo del Libellus Prectim (Migne, PL., vol. XIII ce.
83-107) es una maliciosa sátira compuesta por los enemigos de San Dámaso. La
edición más conocida de los epitafios es la de Ihm (1895); pero véase también
E. Scháfer, Die Bedeutung der Epigramme des Papstes Damasus fiir die
Geschichte der Heiligenverehrung (1932). Entre las contribuciones más
importantes al estudio de San Dámaso, hay que mencionar las obras de M. Rade, Damasus
Bicshof von Rom (1882); J. Wittin, Papst Damaus I (1912); O.
Marucchi, Il Pontificóte del Papa
Dámaso (1905); y J. Vives, Damasiana, en la colección Gesammelte
Aufsdtze zur Kulturgeschichte Spaniens (1928). Véase también Duchesne, History
of the Early Church (1912), vol. II, y el artículo de DAC., vol. IV, ce.
145-197, en el que hay una bibliografía muy amplia. En CMH. (pp. 643-644) hay
referencias muy útiles, particularmente por lo que toca al sitio de la
sepultura de este Pontífice. Existe una excelente edición reciente de los
epigramas, hecha por el P. Antonio Ferrua, titulada Epigrammata Damasiana (1942).
(11 de diciembre)
La leyenda de
estos mártires cuenta que Fusiano y Victorico eran unos misioneros romanos que
partieron a las Calías al mismo tiempo que San Quintín y se dedicaron a
evangelizar a los morinos. Victorico se estableció en Boulogne, y Fusiano en
Thérouanne, o más bien dicho en el pueblecito de Helfaut, donde construyó una
iglesita. Ambos santos tuvieron que hacer frente a la oposición de los galos y
de los romanos, pero lograron convertir a muchos paganos. Al cabo de algún
tiempo, visitaron juntos a San Quintín; pero, como en Amiens la persecución
estuviese en todo su furor, se dirigieron a Sains, donde se alojaron en casa de
un anciano llamado Genciano, un pagano que veía con buenos ojos el
cristianismo. Hablando con él, los dos misioneros se enteraron de que San
Quintín había sido martirizado hacía seis semanas. El gobernador Ricciovaro,
tuvo noticia de que en Sains había dos sacerdotes cristianos y partió a
buscarlos con un pelotón de soldados. Genciano le recibió con la espada
desenvainada, le reprendió por perseguir a los cristianos y le dijo que estaba
pronto a morir por el verdadero Dios. Ricciovaro le mandó decapitar ahí mismo.
Fusiano y Victorico fueron conducidos a Amiens. Como se negasen a abjurar de la
fe, a pesar de las torturas a las que fueron sometidos, Ricciovaro los mandó
decapitar en Saint-Fuscien-aux-Bois. Una de las versiones de la leyenda relata
que Fusiano y Victorico, después de la ejecución, se echaron a caminar, y que
Ricciovaro se volvió loco ante tal espectáculo.
Existen varias versiones de
estas actas tan extravagantes. El texto puede verse en Mémoires de la Société
des antiquaires de Picardie, vol. XVIII (1861), pp. 23-43. Se trata
claramente de una fábula basada en la leyenda no menos increíble de San Quintín
(31 de oct.); pero, como el Hieronymianum menciona a San Fusiano y sus
compañeros, hay cierta garantía de que su martirio haya tenido realmente lugar
en el sitio indicado. Duchesne estudia el punto en Pastes Episcopaux, vol.
III, pp. 141-152.
(114 de diciembre)
Si se exceptúa al
primero y más grande de todos los estilitas, San Simeón, el más famoso de ese
grupo de santos es San Daniel. Sus padres, que habían rogado a Dios que les
concediese un hijo, le consagraron a El desde antes de su nacimiento. Daniel
nació en Marata, cerca de Samosata. A los doce años, ingresó en un monasterio
de los alrededores y a los trece tomó el hábito. El abad del monasterio llevó a
Daniel por compañero en un viaje a Antioquía. Al pasar por Telenissae,
visitaron a San Simeón en su columna. Este ordenó a Daniel que se acercase, le
dio su bendición y le predijo que sufriría mucho por Jesucristo. A la muerte
del abad, ocurrida poco después, Daniel fue elegido para sucederle, pero se
negó a aceptar el cargo y fue nuevamente a visitar a San Simeón. Después de
pasar dos semanas en el monasterio próximo a la columna de San Simeón, Daniel
emprendió una peregrinación a Tierra Santa; pero, como la guerra le impidiese
proseguir, se dirigió a Constantinopla. Ahí pasó una semana en la iglesia de
San Miguel extra muros y, después se construyó una ermita en un templo
abandonado de Filémpora, donde pasó nueve años, bajo la protección del
patriarca San Anatolio.
Finalmente, Daniel se decidió a imitar el
género de vida de San Simeón, quien había muerto el año 459. San Simeón había
legado su túnica al emperador León I, pero como su discípulo Sergio, encargado
de hacer llegar la prenda a su destinatario, no obtuvo audiencia del emperador,
regaló la túnica a San Daniel. Este eligió un sitio sobre el Bosforo, a unos
cuantos kilómetros de la ciudad, y se instaló en una ancha columna que un amigo
le había mandado construir. Como el santo hubiese estado a punto de perecer de
frío una noche, el emperador le construyó más tarde una columna más alta y
mejor; en realidad eran dos columnas unidas con varillas, y en la plataforma
superior rodeada por una balaustrada, había una especie de refugio. Aunque en
la región abundaban los vientos helados, San Daniel vivió en su columna hasta
los ochenta y cuatro años. La ordenación sacerdotal de Daniel tuvo lugar ahí
mismo. En efecto, San Genadio, patriarca de Constantinopla, leyó las oraciones
desde abajo; en seguida subió a la columna, probablemente para imponerle las
manos, aunque las crónicas dicen simplemente que subió para darle la comunión.
San Daniel no quería recibir la ordenación y por ello no bajó de la columna en
esa ocasión. El año 465; un incendio destruyó ocho de los barrios de
Constantinopla. San Daniel había predicho la catástrofe y había aconsejado al
patriarca y al emperador que se hiciesen oraciones públicas dos veces por
semana; pero éstos no habían creído la profecía. Al cumplirse el vaticinio,
todo el pueblo acudió a la columna de San Daniel, quien extendió los .brazos
hacia el cielo y oró por la multitud. El emperador León, que tenía gran
veneración por el santo, iba a visitarle con frecuencia. Cuando el rey de los
lazios de Cólquide llegó a renovar su alianza con los romanos, León I le llevó
a visitar a San Daniel, a quien consideraba como una de las maravillas del
Imperio. Sin embargo, no todos respetaban al santo. En efecto, algunos hombres “que
solían frecuentar a las prostitutas”, enviaron a una mujer de mala vida llamada
Basiana, para tentar a San Daniel. La tentativa fracasó; pero Basiana afirmó
que había tenido éxito, hasta que enredada en sus propios embustes, confesó
públicamente la verdad y delató a los que la habían enviado. Actualmente, la figura de los estilitas nos
es tan extravagante, que la sola idea de que hayan existido puede parecemos
sorprendente y aun repugnante pero se debe reconocer que la figura de San
Daniel es fascinante y que el santo era tan sencillo y práctico como su género
de vida era extraño. Las gentes acudían a escucharle en grandes multitudes. El
no predicaba a la manera de “los retóricos y los filósofos”, sino que hablaba “del
amor de Dios, el cuidado de los pobres, la limosna, el amor fraternal y la
condenación eterna que espera a los pecadores.” En la vida de San Daniel hay
ciertos rasgos de agradable ironía, como cuando profetizó que la expedición
militar de Zenón a Tracia se toparía con grandes dificultades. El emperador
León preguntó al santo: “¿Acaso crees que es posible salir con vida de una
guerra, sin grandes fatigas y trabajos?” León I murió el año 474. Zenón, que le
sucedió en ese mismo año, tenía tanta confianza como él en la prudencia y
virtud de San Daniel. Basilisco, hermano de la reina viuda Verina. usurpó el
trono y se declaró protector de los herejes eutiquianos. Acacio, patriarca de
Constantinopla, mandó informar a San Daniel sobre la actitud del usurpador. Por
su parte, Basilisco se quejó ante el santo de que Acacio estaba tramando una
rebelión contra él. San Daniel replicó que Dios iba a derribarle de su trono, y
pronunció tales invectivas contra el usurpador, que el mensajero no se atrevió
a comunicárselas de palabra y rogó al santo que las escribiese y sellase la
carta. El patriarca mandó pedir en dos ocasiones a San Daniel que acudiese en
auxilio de la Iglesia. Finalmente, el santo descendió de su columna “con
dificultad, porque le dolían los pies”, y fue acogido con gran gozo por el
pueblo. Basilisco, asustado ante la actitud de la muchedumbre, se retiró a un
palacio que tenía en el campo. San Daniel fue a verle allá. Como apenas podía
caminar por falta de práctica, fue trasportado en una silla de manos, escoltado
por el pueblo. Alguien comentó, para burlarse del santo, que parecía un cónsul.
Los guardias de palacio impidieron la entrada a San Daniel. Entonces éste
sacudió sus sandalias sobre el umbral, en señal de protesta contra Basilisco, y
regresó a la ciudad. Basilisco acudió a visitar personalmente a San Daniel,
alegó que él era “simplemente un soldado”, y prometió que dejaría de favorecer
a los herejes. San Daniel le reprendió ásperamente por los desórdenes que había
provocado y retornó a su columna. Ahí vivió todavía muchos años, observando los
acontecimientos del mundo que se extendía a sus pies y ejerciendo gran
influencia en la turbulenta historia de Constantinopla. Zenón volvió de Isauria
con su ejército veinte meses más tarde, y Basilisco emprendió la fuga. Una de
las primeras cosas que hizo el emperador fue ir a visitar a San Daniel, quien
había predicho su destierro y reencumbramiento.
A los ochenta y cuatro años, San Daniel
comunicó su testamento a sus amigos y discípulos. Se trataba de un documento
brevísimo, lleno de un amable espíritu de caridad y cariño, en el que el santo
exponía sucintamente los deberes del hombre. Después de celebrar por última vez
los sagrados misterios a media noche en su columna, San Daniel comprendió que
Dios le llamaba a Sí. Inmediatamente, mandó traer al patriarca Eufemio. La
muerte del santo ocurrió el año 493. Fue sepultado al pie de la columna en que
había vivido treinta y tres años.
Delehaye estudia
cuidadosamente la vida de los estilitas más famosos, en su monografía titulada Les
Saints Stylites (1923). Ahí se encontrará una edición crítica de la larga
biografía griega de San Daniel (pp. 1-94), un compendio muy antiguo (pp.
95-103)y la adaptación hecha por Metafrasto (pp. 104-147); en el prefacio (pp. XXXV
a LVIII) hay una descripción
de los diversos manuscritos que empleó el autor y un resumen de la vida del
santo. La biografía principal fue escrita por un contemporáneo que fue
probablemente discípulo de San Daniel. Se trata de un documento hagiográfico de
gran valor; las otras fuentes históricas de ese período demuestran su
exactitud. Dicha biografía fue publicada por primera vez en Analecta
Bollandiana, vol. XXXII (1913). Hay una excelente traducción inglesa, con
introducción y notas en la obra de E. Dawes y N. H. Baynes, Three Byzantine
Saints (1948). Véase también H. Lietzmann, Byzantinische Legenden (1911),
pp. 1-52.
(12 de diciembre)
Finiano de Clonard
fue el más distinguido de los santos de Irlanda en el período inmediatamente
posterior al de San Patricio. Los relatos de su vida están llenos de
contradicciones y anacronismos. Tres siglos después de su muerte, se creía que
había pasado largo tiempo en Gales, siendo ya monje. Se cuenta que estuvo algún
tiempo en el monasterio de San Cadoc de Nantcarfan, y que acabó milagrosamente
con las plagas que echaban a perder las cosechas de la isla en el estuario de
Severn llamada actualmente Flatholm. Entre otros muchos milagros que se le
atribuyen, se dice que salvó a sus huéspedes de los piratas sajones, haciendo
que un terremoto se tragase el campamento de lo? invasores. San Fi-niano tenía
la intención de hacer una peregrinación a Roma con San Cadoc; pero un ángel le
disuadió de ello y le ordenó que volviese a Irlanda. Aunque es imposible
probarlo en detalle, parece que San Finiano estuvo bajo la influencia de San
Cadoc, San Gildas y otros monjes inglese?, por la importancia que atribuía a los estudios y el énfasis que
ponía en la superioridad de la vida monástica.
A su regreso a Irlanda, el santo fundó varias
iglesias en Leinster y las escuelas y monasterios de
Aghowle y Mugna. En este último monasterio se tramó contra él una conspiración;
en efecto, Cormac, el hijo del reyezuelo de] lugar, indujo a su hermano mayor,
Crimtan, a que persiguiese al santo, con la esperanza de que aquél pereciese en
la empresa. El siniestro plan de Cormac tuvo éxito hasta cierto punto, ya que
Crimtan trató de expulsar a San Finiano por la fuerza y, al hacerlo, se rompió
la pierna.
El monasterio más importante de San Finiano
estaba situado en Clonard de Meath. Poco después de la llegada del santo a ese
sitio, fue a visitarle un pagano de cierta edad llamado Fraechan, que era un
mago muy famoso. San Finiano le preguntó si su arte procedía de Dios o de alguien
más. Fraechan replicó: “A vos toca averiguarlo.” Finiano repuso: “Muy bien.
Decidme entonces dónde se halla el sitio de mi resurrección.” “No en la tierra,
sino en el cielo”, fue la respuesta. El santo le dijo: “Tratad otra vez de
adivinarlo.” Fraechan volvió a dar la misma respuesta. “Tratad otra vez”, le
dijo Finiano, levantándose de su asiento. Entonces el mago, comprendiendo que
San Finiano se estaba burlando de él, le respondió: “El sitio de tu
resurrección es el sitio en el que estabas sentado.”
La réplica del mago resultó cierta, ya que la
sede de Finiano era Clonard, donde tuvo el santo muchos discípulos, y sus
enseñanzas produjeron una verdadera resurrección de la religión y el saber.
Según se dice, llegó a tener 3,000 discípulos, por lo que se le llamó “el
maestro de los santos de Irlanda”, o simplemente “el maestro” y se dijo de él
que irradiaba bondad y sabiduría para iluminar al mundo, lo mismo que el sol
desde lo alto del cielo.” Varios santos muy posteriores debieron su santidad a
las enseñanzas de San Finiano. Fue famoso por su conocimiento de la Sagrada
Escritura y su celebridad de exegeta se perpetuó durante muchos siglos en
Clonard. Pero la escuela bíblica sufrió mucho durante las invasiones de los
daneses y de los normandos; finalmente, a principios del siglo XIII, el monasterio de Clonard dejó de ser el centro religioso de la
diócesis de Meath y se transformó en monasterio de agustinos, en cuyas manos
estuvo hasta el siglo XVI. Tanto en sus viajes misioneros
como durante su estancia en Clonard, San Finiano obró muchos milagros
sorprendentes, sobre todo cuando se trataba de convertir a algún reyezuelo
aferrado a sus errores. San Finiano, que murió durante la epidemia de fiebre
amarilla, a mediados del siglo VI, ofreció su vida por sus compatriotas.
La fiesta de San Finiano de Clonard se celebra en toda Irlanda. Aunque suele
venerársele como obispo, es dudoso que lo haya sido.
Existe una biografía
irlandesa, que fue editada por Whitley Stokes en Lives of Saints from the
Book of Lisnwre (Anécdota
Oxoniensia), pp. 75-83 y
222-230. De Smedt publicó en Acta SS. Hiberniae Cod. Sal., ce. 189-210,
una biografía latina que se halla en el Codex Salmanticensis. Wade-Evans
tradujo algunos fragmentos de dicha biografía en Life of David, pp. 43-46;
se encontrarán otras referencias en R.A.S. Macalister, The Latín and Irish
Lives of Ciaran (1921), sobre todo pp. 76-79. Véase también. Ryan, Irish
Monasticisi pp. 115-117 y passim; L. Gougaud, Christianity in Celtic
Lands, pp. 67-70; y. F. Kenney, Sources for the Early History of
Ireland, vol. I. El Penitencial que se atribuye a Vinnianus, es tal vez obra
de San Finiano de Clonard; pero véase la nota bibliográfica de San Finiano de
Moville (10 de sept.) La Srita. Kathleen Hughes ha estudiado muy a fondo todo relacionado con San Finiano; véase su
artículo sobre el culto del santo, en Irish Histórica” estudies, vol. IX (1954),
pp. 13 ss., y su artículo sobre el valor histórico de las biografías, en English
Historical Review, vol. LXIX (1954), pp. 353 ss.
(12 de diciembre)
Edburga, que
pertenecía a la familia real de Kent, fue discípula de Santa Mildreda, a quien
sucedió en el gobierno de la abadía de Minster-in-Thanet. San Bonifacio la
conoció en uno de sus viajes a Roma, a donde Edburga había ido en
peregrinación, desde entonces, se hicieron amigos y mantuvieron correspondencia
epistolar. Después de la muerte de Radbodo, San Bonifacio pudo volver a Frisia;
inmediatamente comunicó la noticia a Santa Edburga y le pidió que le enviase
una copia de las “Actas de los Mártires.” La santa le mandó cincuenta monedas
de oro y una alfombra, y le pidió que orase por el alma de sus padres. Según
parece, Santa Edburga se distinguió como calígrafa, ya que San Bonifacio le
escribió más tarde desde Turingia, pidiéndole que hiciese que el sacerdote Eoba
le enviase las epístolas de San Pedro y rogándole que se las transcribiese en
letras doradas. San Bonifacio añadía: “Los libros y regalos que me habéis
mandado como prueba de afecto, me han consolado en las dificultades.”
San Lulo, el compañero de San Bonifacio,
envió a Santa Edburga, entre otros regalos, un punzón de plata para escribir
sobre cera. En otra ocasión, San Bonifacio escribió a la santa para agradecerle
“los libros santos” y la “luz espiritual” con que le había “reconfortado en el
destierro de Alemania.” “Lleno de confianza en vuestro afecto, os suplico que
pidáis por mí, pues mis defectos me hacen sufrir.” En otra carta, llena de
citas de la Sagrada Escritura, San Bonifacio ruega a Santa Edburga que pida por
él. Dicha carta fue escrita algunos años antes de que el santo muriese cruenta
y gloriosamente en Dokkum. A lo que parece, la vida de Santa Edburga fue tan
tranquila, como la de San Bonifacio estuvo llena de aventuras. Lo único que
sabemos sobre la santa, además de lo dicho, fue que fundó un monasterio en el
sitio en que se halla actualmente el convento benedictino de Minster.
Hay una breve biografía
latina; puede verse en Nova Legenda Angliae de Capgrave. Acerca de dicha
biografía, cf. T. I). Hardy, Descriptive Catalogue of Materials (Rolls
Series), vol. I, pp. 475-477. Cockayne publicó en Leechdoms, vol. III,
pp. 422-433, un fragmento anglo-sajón que se refiere a Santa Mildreda y Santa
Kdburga; pero aporta muy pocos datos. Los únicos documentos fidedignos son las
cartas de San Bonifacio y San Lulo que citamos arriba. No hay que confundir a
Edburga con Eadburch, acerca de la cual Asser escribió un relato romántico; cf.
R. M. Wilson, Lost Literature of Medieval England (1952), PP- 36-38.
(13 de diciembre)
De acuerdo con las “actas” de Santa Lucía,
que no son fidedignas Lucia cuyos padres eran nobles y ricos, había nacido en Siracusa
de Sicilia. La niña fue educada en la fe cristiana. Perdió a su padre durante
la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven. Sin -embargo mantuvo en secreto
su voto de virginidad, de suerte que su madre, que se llama Lucia
la exhortó a contraer matrimonio con un joven pagano. Lucia persuadió a su madre
de que fuese a Catania a orar ante la tumba de Santa Ágata para obtener la curación
de unas hemorragias. Ella misma acompaño a su madre y Dios escuchó sus
oraciones. Entonces, la santa dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y
repartir su fortuna entre los pobres. Llena de gratitud por el del cielo.
Eutiquia le dio permiso de hacer lo que quisiese. El pretendiente de Lucía se indignó
profundamente y delató a la joven como cristiana ante el gobernador. La
persecución de Diocleciano estaba entonces en todo su furor. Con Lucía no
cediese, el gobernador la condenó a perder la virginidad en una casa de
prostitución; pero Dios impidió que los guardias pudiesen mover a la joven del sitio
en que se hallaba. Entonces, los guardias trataron de quemarla en la hoguera,
pero también fracasaron. Finalmente, la decapitaron.
Aunque las diversas versiones griegas y latinas
de las actas Lucía carecen de valor
histórico, está fuera de duda que, desde antiguo, Se tributaba culto
a la santa en Siracusa. En el siglo VI,
se le veneraba ya
también en Roma entre las vírgenes y mártires más ilustres. El nombre de Santa
Lucía figura en el canon de la misa romana y en la de Milán. En la Edad Media
se invocaba a la santa contra las enfermedades de los ojos, probablemente porque
su nombre está relacionado con la luz. Ello dio origen a varias leyendas, como
la de que el tirano mandó a los guardias que le sacaran los ojos y la de que
ella misma se los arrancó para entregarlos a un pretendiente importuno que
estaba prendado de su belleza. En ambos casos, cuenta la leyenda que Lucía
recobró la vista y que sus ojos eran más hermosos que antes.
En el cementerio de San Juan
de Siracusa se descubrió una inscripción sobre Santa Lucía, que data del siglo IV o de principios del V; véase sobre esto P. Orsi, en
Romische Quartalschrift, vol. IX (1895), pp. 299-308. Por una carta de
San Gregorio Magno, sabemos que en su época se dedicaron a Santa Lucía varias
iglesias en Roma. Véase también CMH., p. 647; DAC., vol. IX, ce. 2616-2618; y
G. Goyau, Sainte Lude (1921). Hay muchas costumbres folklóricas
relacionadas con la fiesta de la santa; véase Báchtold-Staubli, Handworterbuch
des deutschen Aberglaubens, vol. V, ce. 1442-1446. Suele representarse a la
santa llevando sus ojos en una bandeja. Véase Künstle, Ikonographie,
vol. II, y Drake, Saints and their Emblems; Dunbar, A Dictionary
of Saintly W”ornen, vol. I, pp. 469-470. Un testimonio curioso sobre la popularidad de Santa
Lucía es el del poema latino de Sigeberto de Gembloux (1400); dicho poema fue
publicado por E. Dümmler en 1893. La obra de San Aldelmo se titula De
laudibus virginitatis; véase Aldhelmi Opera, ed. R. Ehwald, en MGH.,
Auct. antiquiss., vol. XV (1919), pp. 293-294 (en prosa), y líneas
1779-1841 (en verso).
(13 de diciembre)
Josse era hijo de Jutael, rey de Armórica
(Bretaña), y hermano del Judicael que se venera en la diócesis de Quimper. La
Crónica de Soánt-Brieuc dice, hablando de Judicael: “El solo temor de su
nombre bastaba para apartar a los malos de la violencia, ya que Dios, que
velaba incesantemente por él, le había hecho valiente y poderoso en la batalla.
Más de una vez, con la ayuda del Todopoderoso, puso en fuga a ejércitos enteros
blandiendo la espada.” El rey Dagoberto I de París, que veía las cosas de otra
manera, envió a San Eligió a aplacar a su turbulento vecino, a quien se
atribuye la fundación de la abadía de Paimpont.
Hacia
el año 636, Josse se retiró del mundo. Según se dice, fue ordenado sacerdote en
Ponthieu. Después de hacer una peregrinación a Roma, se estableció como
ermitaño en Runiacum, cerca de la desembocadura del Canche, que más tarde se
llamó Saint Josse. Ahí murió el santo hacia el año 688. Se cuenta que su cuerpo
no fue sepultado y que permaneció incorrupto; el cabello, la barba y las uñas
del cadáver siguieron creciendo, de suerte que los ermitaños de los alrededores
tenían que cortárselos de cuando en cuando.
Se dice que Carlomagno cedió a Alcuino la
ermita de Saint-Josse-sur-Mer para que la convirtiese en Albergue para los
viajeros que atravesaban el Canal de la Mancha. Alcuino estuvo ahí varias
veces. Según la tradición de Newminster de Winchester, las reliquias de San
Josse fueron trasladadas allá, alrededor del año 901. Dicha traslación solía
conmemorarse el 9 de enero. El nombre de San Josse figuraba en una media docena
de calendarios ingleses antiguos y en el Martirologio Romano.
En Mabillon, vol. II, pp. 542-547, hay una antigua
biografía latina, que data de principios del siglo IX. Entre las biografías posteriores
se cuentan la de un monje de Fleury, llamado Isembardo. y la de Florencio de
Saint-Josse-sur-Mer. Probablemente, dichas biografías contribuyeron a aumentar
la popularidad del santo. La monografía de J. Trier, Der hl. Jodocus: sein
Leben und seine Verehrung (1924) no agota las fuentes ni es del todo
fidedigna; véase sobre este punto Analecta Bollandiana, vol. XVIII
(1925), pp. 193-194. Se hallará un sermón de Lupo de Ferriéres sobre San Josse
en W. Levison, Festchrift Walter Goetz (1927). La extensión del culto
del santo se prueba por el hecho de que se le dedicaron iglesias hasta en el
Tirol (Fink, Kirchenpatrozinien Tirols, 1928). Véase también Duine, Memento,
p. 49; y Van der Essen, Elude critique sur les saints mérovingiens, pp.
411-413. Acerca de San Josse en el arte, cf. Künstle, Ikonographie, vol.
II, pp. 330-331. Sobre los aspectos folklóricos véase Báchtold-Stáubli, Handworterbuch
des deutschen Abergfiaubens, vol. IV, ce. 701-703. En cuanto al sitio en el
que reposan las reliquias del santo, cf. P. Grosjean, en Analecta
Bollandiana, vol. LXX (1952), p. 404.
(13 de diciembre)
Existe una
biografía de San Auberto, escrita a principios del siglo XII. Algunos autores la atribuyen a San Fulberto de Chartres, pero eso
constituye probablemente un error. Por otra parte, dicha biografía da tan pocos
datos, que las cuatro páginas que Alban Butler consagra a San Auberto se
reducen a generalidades o a datos históricos que nada tienen que ver con el
tema. Lo primero que sabemos sobre San Auberto, es que fue elegido obispo de
Cambrai el año 633 o más tarde. El año 650, San Gisleno, que era entonces un ermitaño
desconocido, empezó a fundar un monasterio cerca de Mons. No faltaron quienes quisiesen
indisponerle con San Auberto; pero éste se negó a emitir un juicio sin oírle y,
el resultado de la entrevista fue que San Auberto apoyó la empresa y consagró
la iglesia construida por San Gisleno. Entre los que se preparaban para el
sacerdocio en Cambrai, había un joven llamado Landelino, que escapó y llevó una
vida licenciosa. Al cabo de algún tiempo, se arrepintió de su locura. San
Auberto supo tratar el caso con tal habilidad, que Landelino se hizo monje, fundó
varios monasterios y su nombre figura en el Martirologio Romano. San Auberto ayudó
a abrazar la vida religiosa a varios distinguidos personajes de la época, como
San Vicente Madelgario y su familia y Santa Amalburga, la madre de Santa
Gúdula. Más seguro es el dato de que San Auberto asistió a la traslación de las
reliquias de San Fursey a Perenne; San Eligió llevó a cabo dicha traslación hacia
el año 650. San Auberto fue sepultado en la iglesia de San Pedro de Cambrai,
que más tarde se transformó en una abadía de canónigos regulares y tomó el
nombre del santo.
Ghesquiére publicó íntegra
la biografía que se atribuye erróneamente a Fulberto, en Acta Sanctorum
Belgii, vol. III, pp. 529-564. Hay un catálogo de milagros en Analecta
Bollandiana, vol. XIX (1900), pp. 198-212. Acerca de la confusión entre el
obispo de Cambrai, Auberto, y el conde de Ostrevant, Audeberto, véase Analecta
Bollandiana, vol. II (1933), pp. 99-116.
En la época de Childerico II, había en Alsacia un señor feudal
franco, llamado Adalrico, casado con Bereswinda. A fines del siglo VII, tuvieron una hijita ciega, que nació en Obernheim, en los Vosgos.
Adalrico, que tomó esa desgracia como una ofensa personal y una injuria al
honor de su familia, en la que nunca había sucedido nada semejante, se dejó
arrastrar por una cólera que no entendía razones. En vano trató su esposa de explicarle
que era la voluntad de Dios, quien sin duda quería manifestar su poder en la niña.
Adalrico no le prestó oídos, e insistió en que había que matar a la cieguecita.
Finalmente, Bereswinda consiguió disuadirle de ese crimen, pero para ello tuvo
que prometerle que enviaría a su hija a otra parte sin decir a qué familia
pertenecía. Bereswinda cumplió la primera parte de su promesa, pero no la
segunda, ya que confió la niña al cuidado de una campesina que había estado
antiguamente a su servicio y le dijo que era su hija. Como los vecinos de la campesina
empezasen a hacerle preguntas embarazosas, Bereswinda la envió con toda su
familia a Baume-les-Dames, cerca de Besangon, donde había un convento en el que
la niña podría educarse más tarde. Ahí vivió ésta hasta los doce años, sin
haber sido bautizada, aunque no sabemos por qué razón. Por entonces, San
Erhardo, obispo de Ratisbona, tuvo una visión en la que se le ordenó que fuese al
convento de Baume, donde encontraría a una joven ciega de nacimiento; debía
bautizarla y darle el nombre de Otilia, y con ello recobraría la vista. San Erhardo
fue a consultar a San Hidulfo en Moyen-moutier y, juntos, se dirigieron a Baume,
donde encontraron a la joven y bautizaron con
el nombre de Otilia. Después de ungirle la cabeza, San Erhardo Je pasó el
crisma por los ojos y, al punto, recobró la vista.
Otilia se quedó a servir a Dios en el
convento. Pero el milagro del que había sido objeto y los progresos que empezó
a hacer en sus estudios, provocaron la envidia de algunas de las religiosas y
éstas empezaron a hacerle la vida difícil. Santa Otilia escribió entonces a su
hermano Hugo, del que había oído hablar y le pidió que la ayudara como se lo
dictase el corazón. Entre tanto, San Erhardo había comunicado a Adalrico la
noticia de la curación de su hija. Pero aquel padre desnaturalizado se
encolerizó más que nunca y prohibió a Hugo que fuese a ayudarla y que revelase
su identidad. Hugo desobedeció y mandó traer a su hermana. Un día en que Hugo y
Adalrico estaban en una colina de los alrededores, Otilia se presentó en una
carreta, seguida por la muchedumbre. Cuando Adalrico se enteró de quién era y
supo por qué había ido, descargó su pesado bastón sobre la cabeza de Hugo y le
mató de un golpe. Pero los remordimientos le cambiaron el corazón, de suerte
que empezó a amar a su hija tanto cuanto la había odiado antes. Otilia se
estableció en Obernheim con algunas compañeras, que se dedicaron como ella a
los actos de piedad y a las obras de caridad entre los pobres. Al cabo de algún
tiempo, Adalrico determinó casar a su hija con un duque alemán. Otilia
emprendió la fuga. Cuando los enviados de su padre estaban ya a punto de
capturarla, se abrió una grieta en la roca, en Schlossberg, cerca de Friburgo
en Brisgovia y ahí se escondió la santa. Para conseguir que volviese, Adalrico
le prometió regalarle el castillo de Hohenburg (actualmente Odilienburg).
Otilia lo transformó en monasterio y fue la primera abadesa. Como las montañas
eran muy escarpadas y hacían difícil el acceso a los peregrinos, Santa Otilia
fundó otro convento, llamado Niedermünster, en un sitio más bajo, y edificó una
posada junto a él.
Se cuenta que la santa, poco después de la
muerte de su padre, vio que sus oraciones y penitencias le habían sacado del
purgatorio. San Juan Bautista se apareció a Otilia y le indicó el sitio y las
dimensiones de una capilla que debía construirse en su honor. Se cuentan muchas
otras visiones de la santa y se le atribuyen numerosos milagros. Después de
gobernar el convento durante muchos años, Santa Otilia murió el 13 de
diciembre, alrededor del año 720.
He aquí en resumen la leyenda de Santa
Otilia. Los datos son poco seguros; pero la devoción del pueblo cristiano a la
santa es innegable. El santuario y la abadía de Santa Otilia fueron importantes
centros de peregrinación en la Edad Media. Todos los emperadores, desde
Carlomagno a Carlos IV, les concedieron privilegios.
Entre los personajes ilustres que fueron en peregrinación a Hohenburg, se
cuenta a San León IX, que era entonces obispo de Toul
y también, según se dice, a Ricardo I de Inglaterra. Las gentes del pueblo
realizaban asimismo grandes peregrinaciones. Desde antes del siglo XVI, se veneraba a Santa Otilia como patrona de Alsacia. Según la
tradición, la santa hizo brotar una fuente para dar agua a las religiosas y a
los peregrinos. Los enfermos de los ojos suelen lavarse en esa fuente, al mismo
tiempo que invocan la intercesión de Santa Otilia. La misma costumbre se practica
en Odolienstein de Brisgovia, en el sitio en que la roca se abrió para ocultar
a la santa. Al cabo de muchas vicisitudes, el santuario de Santa Otilia y las
ruinas de su monasterio pasaron a poder de la diócesis de Estrasburgo. Desde
mediados del siglo pasado, Odilienberg se ha convertido de nuevo en sitio de peregrinación.
Las reliquias de la santa reposan en la capilla de San Juan Bautista, que es
una construcción medieval y ocupa el sitio de la antigua capilla construida
por Otilia en honor del santo. Actualmente, suele darse a dicha capilla el
nombre de Santa Otilia.
W. Levison publicó el texto
de una biografía de Santa Otilia, que data del siglo X en MGH., Scriptores
Merov., vol. VI (1913), pp. 24-50; y cf. Analecta Bollandiana, vol. XIII
(1894), pp. 5-32 y 113-121. Según Levison, la biografía contiene muy pocos
datos fidedignos. Santa Otilia sigue siendo una de las santas más populares, no
sólo en Alsacia sino también en Alemania y en toda Francia. Existe una
literatura considerable sobre Santa Otilia, como puede verse por las
referencias de Potthast, Wegweiser, vol. II, p 1498, y DAC., vol. XII
(1936), ce. 1921-1934. Se encontrarán muchos datos en diversos volúmenes del Archiv
f. elsássische Kirchengeschinchte, vgr. vol. VIII, pp. 287-316 (Das Odilienlied in Lothringen). La mayor parte
de las biografías devotas de Santa Otilia como la que publicó. H. Welschinger
en la colección Les Saints, carecen de valor histó-rico. Este último
autor llega a considerar como un documento serio la falsificación de Jerónimo
Vignier, que fue desenmascarada por L. Havet en Bibliotheque de l’Ecole de
Chartres, 1885. Acerca de Santa Otilia en el arte, véase Künstle Ikonographie,
vol. II, pp. 475-478, y C. Champion, Ste Odile (1931). En la época
de las batallas de Verdún, en la primera guerra mundial, se atribuyó a Santa
Otilia una profecía apócrifa que hizo sonar mucho su nombre. Lo mismo sucedió,
aunque en menor escala, en la segunda guerra mundial.
(14 de diciembre)
Se cuentan muchas anécdotas de este santo
chipriota, que fue pastor, padre de familia y obispo. Sozomeno, que escribió a
mediados del siglo V, cuenta que unos bandoleros que
intentaron robar una noche el ganado del santo, fueron detenidos por una mano
invisible, de suerte que no pudieron ni robar el ganado, ni huir. Espiridión
los encontró paralizados a la mañana siguiente, oró por ellos para que
recobrasen el movimiento y les regaló un carnero para que no se fuesen con las
manos vacías. Sozomeno relata también que el santo y toda su familia se
abstenían de todo alimento varios días durante la cuaresma. En una de esas
ocasiones, un forastero se detuvo en casa de Espiridión para descansar un poco.
Este vio que el forastero estaba muy fatigado y, como no tenía pan que ofrecerle,
mandó cocer un poco de carne de puerco salada y le invitó a comer. El forastero
se excusó, diciendo que era cristiano. Entonces el santo empezó a comer para
incitar al extranjero a hacer otro tanto y le hizo
notar que los preceptos eclesiásticos sólo obligan dentro de lo razonable y que
no hay ningún alimento que esté vedado para el cristiano.
San Espiridión fue elegido obispo de
Tremitus, en la costa de Salamis y, desde entonces, aparte de su oficio de
pastor se dedicó a la cura de almas. La diócesis era muy pequeña y los
habitantes pobres; los cristianos eran muy observantes, pero quedaban aún
algunos paganos. Durante la persecución de Galerio, el santo hizo una gloriosa
confesión de la fe. El Martirologio Romano dice que Espiridión fue uno de los
que quedaron marcados como esclavos con la pérdida del ojo izquierdo y la
aplicación de un hierro candente en la pierna izquierda, para enviarlo a
trabajar en las minas. El Martirologio Romano añade, erróneamente, que San
Espiridión asistió al Concilio de Ni-cea en el año 325. En el oriente hay una
leyenda donde se cuenta que, cuando Espiridión se dirigía al Concilio, encontró
a un grupo de obispos, los cuales se alarmaron mucho pensando que la
simplicidad del santo constituía un peligro para la ortodoxia. Así pues,
ordenaron a sus criados que degollasen las muías de Espiridión y de su diácono.
Aquella noche, al encontrar a las bestias degolladas, Espiridión no se inmutó,
simplemente dijo a su diácono que volviese a pegar las cabezas a los cuerpos, y
las bestias resucitaron. Cuando salió el sol, el diácono se dio cuenta de que
había pegado la cabeza de su muía, que era baya, al cuerpo de la muía del
santo, que era alazana. En el Concilio, un filósofo pagano, llamado Eulogio,
atacó al cristianismo. Un anciano obispo, tuerto y de modales groseros, se
levantó a responder a aquel sofista rebuscado. Dejándose de rodeos, el obispo
afirmó que Dios era omnipotente y que el Verbo se había hecho hombre para
redimir al genero humano, y añadió que eso era cuestión de fe y que no se podía
probar. En seguida, preguntó a Eulogio si creía en eso o no. El filósofo
reflexionó un instante y tuvo que confesar que sí creía. Entonces el obispo le
dijo: “Pues ven conmigo a la iglesia para que te confiera yo la señal de la fe.”
Así lo hizo Eulogio, quien comentó que la virtud es más fuerte que las palabras
y las razones, lo cual equivalía a decir que el Espíritu Santo se había
manifestado a través de aquel obispo inculto. Algunos historiadores posteriores
identificaron a este obispo con San Espiridión, pero sin razón suficiente.
Cierta persona había confiado al cuidado de
Irene, hija de Espiridión, un objeto de gran valor. Como Irene muriese, esa
persona reclamó el objeto al santo, pero éste no consiguió encontrarlo.
Entonces, según cuenta la leyenda, Espiridión se dirigió a la tumba de su hija
y le preguntó dónde estaba el objeto perdido. La muerta le indicó en dónde
hallarlo y el santo pudo devolverlo al dueño. Aunque San Espiridión era muy
inculto, leía diariamente la Sagrada Escritura y sabía el respeto que se debe a
la palabra de Dios. En cierta reunión de los obispos de Chipre, San Trifilio,
obispo de Ledra (a quien San Jerónimo llama el hombre más elocuente de su
tiempo), predicó un sermón. Refiriéndose al pasaje “Toma tu camilla y anda”,
Trifilio dijo “Toma tu lecho y anda , pues le pareció que esa traducción era
más elegante. San Espiridión le reconvino por tratar de hacer elegante un
relato cuyo valor consistía precisamente en su sencillez, y preguntó al
predicador si creía que el Señor no había empleado la palabra propia. Las
reliquias de San Espiridión fueron trasladadas de Chipre a Constantinopla y más
tarde a Corfú, donde se las venera todavía El santo es el principal patrono de
los católicos de Corfú, Zakintos y Cefalonia.
Además de las alusiones
relativamente tempranas que se encuentran en las obras de Sócrates y de
Sozomeno, parece que Leoncio de Neápolis escribió una biografía de San
Espiridión a principios del siglo VII; pero sólo se conserva la adaptación que hizo posteriormente
Metafrasto (Migne, PG., vol. CXVI, pp. 417-468). Existe también un sermón de
Teodoro de Pafos sobre el santo; Usener publicó algunos párrafos en Beitrage
zur Geschichte der Legendenliteratur, pp. 222-232, y S. Papageorgios hizo
una edición completa en 1901. Pero en gran parte se trata de un texto plagiado
de la biografía anónima de los obispos Metrófanes y Alejandro de Constantinopla
(cf. Heseler, Hagiographica, (1934). Se dice también que Trifilio de
Ledra, discípulo de San Espiridión, escribió otra biografía en versos
elegiacos; pero la obra no se conserva. En el arte bizantino San Espiridión
aparece con una gorra de pastor; véase, por ejemplo, G. de Jerphanion, Les
églises rupestres de Cappadoce (1932); y Byzantinische Zeitschrift (1900),
pp. 29 y 107. Véase también P. Van den Ven, La légende de S. Spyridion (1953),
que el P. F. Halkin califica de “beau travail d”édition et de critique.”
(14 de diciembre)
Un ejército de
bárbaros invadió una parte de las Galias y saqueó la ciudad de Reims. El obispo
del lugar, Nicasio, había predicho esa calamidad al pueblo, a raíz de una
visión, y le había exhortado a prepararse a ella con la penitencia. Al ver al
enemigo en las calles, el santo, olvidado de sí mismo y preocupado únicamente
por el bien de sus hijos, fue de casa en casa, alentando a todos y
exhortándolos a la paciencia y a la constancia. Cuando las gentes le
preguntaron si debían rendirse o luchar hasta morir, San Nicasio, que sabía que
la ciudad iba a caer en poder de los bárbaros, replicó: “Pongámonos en manos de
Dios y oremos por nuestros enemigos. Yo estoy pronto a dar mi vida por
vosotros.” San Nicasio se colocó a la puerta de la iglesia para defender a los
que estaban dentro y los infieles le decapitaron ahí mismo. San Florencio, su
diácono, y San Jocundo, su lector, fueron asesinados al mismo tiempo. Santa
Eutropia, hermana de San Nicasio, viendo que los bárbaros no la mataban, se
arrojó sobre el asesino de su hermano, le dio de puntapiés y le rasguñó, hasta
que éste se decidió a decapitarla.
Hay una pasión en la Historia
Remensis ecclesiae de Flodoardo (cf. MGH., Scrip-tores, vol. XIII,
pp. 417-420), y otros textos en Analecta Bollandiana, vol. I y vol. V.
Véase también Duchesne, Pastes Episcopaux, vol. ni, p. 81. Probablemente
San Nicasio murió a manos de los hunos en 451, y no a manos de los vándalos en
407.
(14 de diciembre)
Venancio Honorio
Clemenciano Fortunato nació en Treviso hacia el año 535, se educó en Ravena, y
es más conocido como poeta que como santo. Fue un hombre muy popular. El rey
Sigeberto y su corte le admiraban tanto como Santa Radegundis y sus religiosas.
Los escritos de Venancio Fortunato llegaron a ser tan famosos, que un
panegirista italiano del siglo XVI dijo que las odas de Horacio
eran pequeñas en comparación de los himnos pindáricos del santo. Sin embargo,
no se puede negar que la popularidad de Venancio Fortunato se debió, en parte,
a una debilidad humana muy explicable: su deseo de agradar y ser alabado.
Cierto que Santa Radegundis, la abadesa Inés y el duque Lupo, merecían los
encomios que les prodigó, pero otros, como Chariberto y Fredegunda, no los
merecieron ni en sus mejores momentos. Fortunato partió a Italia cuando contaba alrededor de treinta años para ir al
santuario de San Martín de Tours a dar gracias por haberse repuesto de una
enfermedad de los ojos. Durante el viaje, escribió poemas en honor de los
obispos y otros distinguidos personajes que le hospedaron. Como llegó a Metz
precisamente en los días en que iba a celebrarse el matrimonio del rey, compuso
un epitalamio en honor de Sigeberto y Brunequilda. En París le llamó
particularmente la atención la diligencia con que el clero cantaba el oficio
divino
De Tours pasó a Poitiers. Ahí se estableció y recibió la
ordenación sacerdotal. De esa época, data la amistad que le unió toda la vida
con Radegundis, la abadesa Inés y las religiosas de la Santa Cruz, de las que
fue una especie de “factótum” y protector extraoficial. Venancio, Radegundis e
Inés, sostuvieron una nutrida correspondencia, en la que se intercalaban
poemas. Muchas de esas cartas se han perdido. La amistad que los unía era
suficientemente íntima para ser alegre y suficientemente seria para ser
fructuosa. En una cuaresma. Fortunato escribió a Radegundis una carta en verso,
en la que le pedía que no se aislase demasiado durante ese tiempo de
penitencia. “Aun cuando no hay nubes y el cielo está sereno, falta el sol
cuando vos estáis ausente.” En seguida, le aconsejaba que bebiese vino y
comiese más para no perder la salud, y le daba las gracias por los frutos y
platillos que le había enviado. “Me aconsejasteis que tomase dos huevos por la
tarde. Para decir la verdad, tomé cuatro. Quisiera que mi alma fuese tan dócil
a vuestros consejos como lo es mi estómago.” Fortunato termina la carta
prometiendo a Santa Radegundis que le enviará rosas, lirios y otras flores en
cuanto las encuentre.
El año 569, el emperador Justiniano II envió una reliquia de la verdadera cruz al monasterio, lo que dio
ocasión para ver a Fortunato bajo otra luz. El rey Sigeberto delegó en San
Eufronio de Tours la misión de depositar solemnemente la reliquia, pues Meroveo
de Poitiers, que no era amigo de Fortunato, se había rehusado. En esa
oportunidad, Fortunato compuso el himno “Vexilla regís prodeunt”, que se canta
actualmente el Viernes Santo durante la procesión que se hace para transportar
el Santísimo Sacramento desde el monumento, en las Vísperas del tiempo de
Pasión y en las fiestas de la Cruz. Fortunato era sobre todo un poeta
litúrgico. En la liturgia romana se conserva también otro himno suyo, el “Pange
lingua.” El “Salve festa dies”, que se reza en Pascua, es también de Fortunato.
Santa Radegundis murió el año 587, e Inés
falleció por la misma época. A partir de entonces, Fortunato participó más de
Heno en los asuntos públicos y eclesiásticos, y era bien recibido en
dondequiera que hacía falta un poeta para celebrar algún acontecimiento. Fue
particularmente amigo de tres obispos santos, Félix de Nantes, Leoncio de
Burdeos y Gregorio de Tours, el último de los cuales le aconsejó que
coleccionase y publicase sus poemas. Fortunato publicó diez tomos durante su
vida. Entre sus obras más serias se cuentan las biografías de San Martín, de
Santa Radegundis y de otros santos más. Hacia el año 600, fue elegido obispo de
Poitiers, pero su gobierno fue muy breve.
Venancio Fortunato era particularmente
sensible —por no decir morbosamente sensible— a las penas y dificultades de las
mujeres, como puede verse por las líneas que escribió a la abadesa Inés sobre
la virginidad, así corno por otros pasajes de sus obras. Pero esa misma
sensibilidad le permitió apreciar como pocos el papel de la vida y el pensamiento
cristianos en la Galia merovingia, ya que muchas de las principales figuras de
entonces eran mujeres. Generalmente, se considera a Venancio Fortunato como “personaje
ilustre, buen poeta y gran obispo.” Pero no todos los autores son tan
benévolos, ya que no han faltado críticos adversos que le acusan de haber
exagerado el tacto y la prudencia hasta convertirlos en pusilanimidad y
dulzarronería y de haberse guiado por el principio de que había que gozar de la
vida lo más posible. Hay que reconocer que con frecuencia se dejaba llevar del
deseo de agradar; pero también hay que admitir que la idea de disfrutar lo más
posible de esta vida y de la otra, si se entiende bien, no está reñida con el
cristianismo. No hay ningún estado de vida en el que la santidad sea imposible.
San Venancio Fortunato fue un caballero romano muy culto, de gustos refinados y
de vida poco simpática. Su nombre no figura en el Martirologio Romano, pero su
fiesta se celebra en varias diócesis de Francia e Italia.
Las principales fuentes son
las obras de Gregorio de Tours y las cartas y escritos del poeta. El mejor
texto de las obras completas de Fortunato es el de Leo y Krusch, en MGH., Auctores
antiquissimi, vol. IV. Por lo que toca al juicio literario de los escritos
de Fortunato, bastará con citar a M. Manitius, Geschichte der lateinischen
Literatur des Mittelalters, vol. I, pp. 170-181, y las referencias que hay
en los volúmenes siguientes. Véase también el largo artículo del DAC., vol. V,
ce. 1982-1997; DTC., col. VI, ce. 611-614; y DCB., vol. II, pp. 552-553.
Al fin en este último artículo se exageran un poco los defectos de Fortunato.
Helen Wadelle publicó en Mediaeval Latín Lyrics (1935), pp. 58-67, el
texto y una traducción de cinco poemas de Fortunato. Acerca del culto del
santo, cf. B. de Gaiffier, en Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), pp. 262-284.
(15 de diciembre)
La historia de los orígenes del cristianismo en el antiguo
reino de Georgia (Iberia) es muy incierta. Rufino relata los comienzos
de la evangelización, que los habitantes de Georgia y los orientales en general
suelen aceptar y embellecer. Según Rufino, a principios del siglo IV, llegó a Georgia una joven prisionera (los georgianos la llaman Nina;
el Martirologio Romano le da simplemente el nombre de “Cristiana”).
El pueblo quedó muy impresionado por la
sencillez e inocencia de la joven y por el mucho tiempo que consagraba a la
oración de día y de noche. A las preguntas de las gentes, Nina respondía
simplemente que adoraba a Cristo como Dios. Un día, una mujer le presentó a su
hijito enfermo y le preguntó qué debía hacer para que sanase. Nina le respondió
que Jesucristo podía curar aun las enfermedades más graves; acto seguido,
envolvió al niño en su áspero manto, invocó al Señor, y devolvió a la criatura
perfectamente sana. El rumor del milagro llegó a oídos de la reina de Iberia,
que estaba también enferma, e inmediatamente mandó llamar a Nina. Como la santa
se negase a ir, la reina acudió a verla y quedó curada. La reina quiso hacer
algo por su bienhechora, pero ésta le dijo: “Es obra de Cristo y no mía. El es
el Hijo de Dios y el creador del mundo.” La reina repitió esas palabras al rey.
Poco después, el monarca se extravió durante una cacería, a causa de la niebla,
y juró que creería en Cristo si encontraba el camino. La niebla se disipó y el
rey cumplió su promesa y llamó a la santa para que los instruyese. El monarca
anunció al pueblo que había cambiado de religión, dio permiso a Nina de
predicar y enseñar, y empezó a construir una iglesia. Durante la construcción,
Dios obró otro milagro por la intercesión de su sierva; en efecto, un pilar que
bueyes y hombres no habían podido mover, voló por el aire y fue a colocarse en
el sitio que le correspondía, a la vista de la multitud. El rey envió al
emperador Constantino una embajada para comunicarle su conversión y pedirle que
mandase obispos y sacerdotes a Iberia. Así lo hizo Constantino.
Un príncipe ibérico, llamado Bakur, refirió
esta leyenda a Rufino en Palestina, antes de principios del siglo V. Es muy posible que la conversión de Georgia haya comenzado en el
reinado de Constantino y que una mujer haya desempeñado en ella un papel de
importancia. El relato de Rufino ha sido traducido (y ampliado) al griego, al
sirio, al armenio, al copto, al arábigo y al etíope. En la literatura de
Georgia hay toda una serie de leyendas sobre la santa, que carecen de valor
histórico. Rufino no cita el nombre de ninguna población, ni los del rey y la
reina; tampoco da el nombre de la santa, ni mucho menos explica dónde nació.
Las leyendas posteriores han suplido con creces esas omisiones. Nina (que,
según ciertas versiones, no era una cautiva, sino que había huido
voluntariamente de la persecución de Diocleciano), era originaria de Capadocia
(o de Roma, o de Jerusalén, o de la Galia). Los armenios afirman que era
armenia y la relacionan con Santa Rípsima. Después de dejar firmemente
establecido el cristianismo, Nina se retiró a una celda de la montaña, en Bodbe
de Kakheti. Ahí murió y fue sepultada. Más tarde, la región se convirtió en una
sede episcopal y las reliquias de la santa se conservan en la catedral. También
es interesante notar que desde tiempo inmemorial se dice que la catedral de Mtzkheta
fue la iglesia del pilar milagroso. Está fuera de duda que, en la época en que
Rufino escribió, Georgia era ya parcialmente cristiana; pero es imposible
determinar hasta qué punto tiene fundamento histórico la leyenda que le contó
el príncipe georgiano y aun cuál fue exactamente esa leyenda.
Se ha discutido mucho sobre
el pasaje de Rufino. Puede verse en el texto de Mommsen, publicado en la
edición de Eusebio, que se guarda en la Academia de Berlín. El P. Paul Peeters
ha elucidado mucho la cuestión en su artículo Les debuts du christianisme en
Géorgie (Analecta Bollandiana, vol. 1, 1932, pp. 5-58). Resultaría
demasiado complicado estudiar aquí todos los elementos que han intervenido en
el desarrollo de la fantástica leyenda de Santa Nina en sus diversas versiones.
La leyenda, por lo menos en su forma más conocida, no data de antes del año
973; y los textos georgianos son posteriores. En Studia Bíblica et
Ecclesiastica de Oxford, vol. V, hay una traducción inglesa de una
biografía georgiana, hecha por M. y J. Wardrop, y una traducción de un texto
armenio, debida a F. C. Conybeare; pero no podemos garantizar la exactitud de
las fechas, que nos parecen demasiado tempranas. En alemán existe el excelente
estudio de M. Kekelidze, Die Bekehrung Georgiens zam Christentum (1928).
Acerca de la cruz milagrosa de Santa Nina, véase Peeters, en Analecta
Bollandiana, vol. VII (1935), pp. 305. 306. En Egipto se llama algunas
veces Teognosta a la santa; dicho nombre proviene de una mala lectura de
la traducción griega del texto de Rufino, quien no da el nombre de la santa.
(15 de diciembre)
El padre de
este ermitaño, que era oficial del ejército imperial, murió en una batalla
contra los sarracenos. Entonces, la madre de Pablo partió con sus dos hijos de
Pérgamo, donde había nacido nuestro santo, a Bitinia. Basilio, el mayor de los
dos hijos, tomó el hábito en el monasterio del Monte Olimpo; pero poco después,
deseoso de mayor soledad, se retiró al Monte Latros (Latinos). Después de la
muerte de su madre, Basilio indujo a su hermano a abrazar la vida religiosa.
Aunque todavía era muy joven, Pablo había experimentado ya la vanidad del mundo
y los peligros de vivir en él. Basilio le encomendó al abad de Karia para que
le instruyese. Pablo quería ser ermitaño para vivir en mayor soledad y
austeridad; pero su abad, juzgando que era demasiado joven todavía, no le dejó
partir mientras vivió. Después de la muerte del abad, Pablo se estableció en
una cueva de la cumbre del Monte Latros. Durante varias semanas, sólo se
alimentó de bellotas verdes, que al principio le hicieron mucho daño. Ocho
meses después, sus superiores le mandaron regresar a Karia. Se cuenta que,
cuando trabajaba en la cocina, el fuego del horno le hacía pensar tanto en el
infierno, que no podía mirarlo sin prorrumpir en llanto.
Cuando sus superiores le dieron permiso de
seguir su vocación, el santo se retiró a la parte más rocosa del monte. Durante
los primeros tres años sufrió violentas tentaciones. De cuando en cuando, algún
campesino le llevaba algo de comer, pero generalmente San Pablo se alimentaba
de yerbas silvestres. Cuando la fama de su santidad se extendió por la
provincia, fueron a reunirse con él algunos discípulos y construyeron una serie
de celdas. El santo, que se preocupaba tan poco de su propio cuerpo, ponía gran
cuidado en que no faltasen nada a los que vivían bajo su dirección. Al cabo de
doce años, se retiró a otro sitio del monte en busca de mayor soledad. De
cuando en cuando, iba a visitar a sus discípulos para alentarlos. Algunas veces
los acompañaba al bosque para cantar el oficio divino al aire libre. Cuando
éstos preguntaron a San Pablo por qué en ciertas ocasiones estaba tan alegre y
en otras tan triste, respondió: “Cuando nada me distrae de Dios, mi corazón se
inunda de gozo, de suerte que me olvido aun de comer y de las otras necesidades
corporales. En cambio, cuando tengo distracciones, me siento muy abatido.”
Algunas veces hablaba a sus discípulos de lo que pasaba entre Dios y su alma y
de las gracias extraordinarias que recibía en la contemplación.
Deseando encontrar la soledad perfecta, el
santo se retiró a la isla de Samos y se escondió en una cueva. Pero pronto fue
descubierto su refugio y fueron a reunírsele nuevos discípulos, de suerte que
repobló las “lauras” que habían sido destruidas por los sarracenos. Los monjes
de Latros le rogaron que volviese con ellos y así lo hizo. El emperador
Constantino Porfiriogénito le escribía con frecuencia para pedirle consejo, y
más de una vez tuvo que arrepentirse de no haberlo seguido. San Pablo se
preocupaba mucho por los pobres y solía quitar de su comida y vestidos más de
lo conveniente para repartirlo entre ellos. En cierta ocasión intentó venderse
como esclavo para socorrer a unas personas que se hallaban en grave necesidad;
pero sus discípulos se lo impidieron. El 6 de diciembre de 956, presintiendo
que se acercaba la hora de su muerte, bajó de su celda a la iglesia, celebró la
misa más temprano que de costumbre y, en seguida, fue a acostarse. El tiempo
que le quedaba de vida lo pasó orando y dando instrucciones a sus discípulos. Murió
el 15 de diciembre. Los griegos le conmemoran en esa fecha. Algunas veces se le
llama San Pablo el Joven.
La biografía de San Pablo,
escrita por un discípulo anónimo, es una de las biografías bizantinas más
fidedignas. Fue publicada por primera vez en Analecta Bollandiana vol.
xi (1892). Delehaye hizo una edición más cuidadosa en el volumen titulado Der
Latmos, que fue publicado en 1913 por T. Wiegand y otros eruditos, con
abundantes ilustraciones y comentarios arqueológicos. En el mismo volumen hay un
panegírico tomado de un manuscrito hasta entonces inédito (MS. Vaticano 704).
Véase también Zeitschrift katholische
Theologie, vol. XVIII (1894), pp. 365 ss.; y Revue des quest. histor., vol.
X (1893) pp. 49-85.
(16 de diciembre)
San Eusebio, nació en Cerdeña. Según se dice,
su padre estuvo ahí prisionero por la fe. Cuando su madre quedó viuda, se
trasladó a Roma con Eusebio y su hermana. Eusebio se educó ahí y recibió la
orden del lectorado. Más tarde, fue enviado a Vercelli del Piamonte, donde se
distinguió tanto en el servicio de la Iglesia, que el clero y el pueblo le
eligieron para gobernar la sede. San Eusebio es el primer obispo de Vercelli de
cuyo nombre queda memoria. San Ambrosio cuenta que fue el primer personaje de
occidente que unió la disciplina monástica con la clerical, ya que vivía en
comunidad con una parte de su clero. Por ello, los canónigos regulares veneran
especialmente a San Eusebio. El santo comprendió que el primero y mejor de los
medios para trabajar eficazmente por la santificación de su grey consistía en
formar personalmente a su clero en la virtud, piedad y celo de las almas. En
esa empresa tuvo tanto éxito, que sus discípulos fueron elegidos obispos de
otras diócesis, y muchos de ellos brillaron como faros en la Iglesia de Dios.
San Eusebio se ocupaba también de la instrucción del pueblo con gran
diligencia, y muchos pecadores cambiaron de vida, gracias a la virtud de la
verdad que predicaba el santo y a su ejemplo de bondad y caridad.
El año 354, fue convocado al servicio de la
Iglesia universal y, durante los diez años siguientes, se distinguió como
confesor de la fe y sufrió por ella. En efecto, el año 354 el Papa Liberio
designó a San Eusebio y a Lucifer de Cagliari para que fuesen a pedir al
emperador Constancio que reuniese un concilio y tratase de poner fin a la
contienda entre los católicos y los arríanos. Constancio accedió, y el concilio
se reunió en Milán, el año 355. Eusebio, viendo que los arríanos, aunque eran
menos numerosos que los católicos, se iban a imponer por la fuerza, se negó a
asistir al concilio hasta que Constancio le obligó. Cuando los obispos
recibieron la orden de firmar un documento que condenaba a San Atanasio,
Eusebio se rehusó a hacerlo y, poniendo sobre la mesa el Credo de Nicea, exigió
que todos lo suscribiesen antes de discutir el caso de San Atanasio. Ello
produjo un verdadero tumulto. Finalmente, el emperador mandó llamar a San
Eusebio, San Dionisio de Milán y Lucifer de Cagliari, y les exigió que condenasen
a Atanasio. Ellos insistieron en que era inocente y que no había derecho a
condenarle sin oírle, y reclamaron contra la intervención del brazo secular en
las decisiones eclesiásticas. El emperador se enfureció y los amenazó de
muerte; pero se contentó con desterrarlos. San Eusebio fue desterrado por
primera vez a Escitópolis de Palestina, donde estuvo bajo la vigilancia de
Pátrofilo, el obispo arriano.
Al principio, se alojó en casa de San José de
Palestina, cuya familia era la única ortodoxa de la población. San Epifanio y
otros distinguidos personajes le consolaron visitándole, y unos mensajeros
fueron desde Vercelli a llevarle una ayuda pecuniaria. Pero la paciencia del
santo se vio sometida a duras pruebas. Después de la muerte del conde José, los
arríanos insultaron a San Eusebio, le arrastraron medio desnudo por las calles
y durante cuatro días, le tuvieron encerrado en una reducida habitación y le
molestaron continuamente para que aceptase los principios arríanos. Como ni sus
diáconos, ni los otros cristianos podían ir a visitarle, el santo escribió a
Patrófilo una carta encabezada de la siguiente manera: “Eusebio, siervo de
Dios, y los otros siervos de Dios que sufren con él por la fe, al perseguidor
Patrófilo y sus secuaces.” Después de describir lo que había sufrido, pedía que
se diese a sus diáconos el permiso de visitarle. San Eusebio hizo una especie
de “huelga de hambre.” Cuando llevaba cuatro días sin probar alimento, los
arríanos le enviaron de nuevo a su casa. Pero tres semanas más tarde,
irrumpieron nuevamente en la casa y le sacaron a rastras, después de robar sus
bienes, desparramar sus provisiones y echar fuera a su séquito. San Eusebio se
las arregló para escribir a su grey una carta en la que contaba lo sucedido.
.Más tarde, fue trasladado de Escitó-polis a Capadocia, y luego a la Tebaida
superior. Se conserva una carta que escribió desde Egipto a Gregorio, obispo de
Elvira, en la que le alaba por la constancia con que había resistido a los
enemigos de la fe de la Iglesia, y expresaba su deseo de morir sufriendo por el
Reino de Dios.
Constantino murió hacia el año 361. Julián
permitió que los obispos desterrados retornasen a sus respectivas sedes. San
Eusebio fue entonces a Alejandría a hablar con San Atanasio sobre los remedios
que había que aplicar a los males de la Iglesia. Ahí tomó parte en un concilio
y, después, se trasladó a Antioquía, como legado conciliar, para hacer que se
reconociese como obispo a San Melecio y para tratar de poner fin al cisma
eustaciano. Desgraciadamente, Lucifer de Cagliari acababa de echar leña al
fuego, nombrando a Paulino obispo de los eustacianos. Eusebio le reprendió por
la ligereza con que había procedido. El fogoso Lucifer se vengó rompiendo la
comunión con él y con todos aquéllos que, obedeciendo los decretos del concilio
de Alejandría, aceptaban a los obispos convertidos del arrianismo. Tal fue el
origen del cisma de Lucifer, a quien su orgullo hizo perder el fruto del celo
que había mostrado hasta entonces y de lo que había sufrido por la fe.
No pudiendo hacer nada en Antioquía, San
Eusebio recorrió el oriente hasta la Iliria, confirmando en la fe a los que
vacilaban en ella y reconciliando a muchos que se habían alejado de la Iglesia.
En Italia encontró a San Hilario de Poitiers y, juntos, combatieron a Auxencio
de Milán, quien quería imponer el arrianismo. San Jerónimo dice que la ciudad
de Vercelli “se quitó los vestidos de luto” cuando volvió su obispo después de
tan larga ausencia. No sabemos nada sobre los últimos años de San Eusebio.
Murió el lo. de agosto, día en que le conmemora el Martirologio Romano, que le
califica de mártir; pero el Breviario hace notar que fue mártir por sus
sufrimientos y no por su muerte. En la catedral de Vercelli hay un manuscrito
de los Evangelios, escrito, según se dice, de la propia mano del santo. El rey
Berengario lo mandó cubrir con láminas de plata hace casi mil años, porque
estaba ya muy gastado. Dicho manuscrito es el “codex” más antiguo que se
conserva de la versión latina. San Eusebio es uno de los varios personajes a
los que se ha atribuido el Credo Atanasiano.
Los Padres de la Iglesia, que con su celo y
saber mantuvieron intacta la verdad de
la fe, hicieron de la humildad el fundamento de su actividad. Sabiendo que
estaban sujetos a error, repetían con San Agustín: “Puedo errar, pero nunca
seré hereje.” La prudencia y la humildad no son menos necesarias en los
estudios profanos que en los religiosos. Algunos pierden el contacto con la
realidad en sus elucubraciones y desperdician su talento dedicándose a estudios
que están por encima de sus fuerzas. Cicerón tiene razón cuando dice que no hay
doctrina, por absurda que sea, que no haya sido defendida por algún filósofo.
Por ello, el Apóstol afirma que “la ciencia hincha”, no porque sea mala en sí
misma, sino porque el corazón humano es muy propenso al orgullo. Generalmente
los más ignorantes son los que caen más fácilmente en el defecto de exagerar
sus conocimientos y cualidades.
Dado que no existe ninguna
biografía propiamente dicha de San Eusebio (pues la que publicó Ughelli es muy
posterior y de poco valor histórico), las principales fuentes son las cartas
del santo, un artículo de los Viri illustres de San Jerónimo, y la
literatura polémica de la época. Los principales acontecimientos de la vida de
San Eusebio están relacionados con la historia general de la Iglesia. Véase,
por ejemplo, Hefele-Leclercq, Histoire des Concites, vol. I, pp. 872 ss.
y 961 y ss.; Duchesne, Hist. ancienne de l”Eglise, vol. II, pp. 341-350; Bardenhewer, Geschichte
der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 486-487; y sobre todo Savio, Gli
antichi vescovi d’Italla, vol. I, pp. 412-420 y 514-544.
(16 de diciembre)
El año 933, Rodolfo II de la Borgoña superior concluyó
un tratado con Hugo de Provenza. Ambos príncipes habían luchado hasta entonces
por la corona de Italia (Lombardía). Una de las cláusulas estipulaba que la
hija de Roberto, Adelaida, que entonces tenía dos años, debía contraer
matrimonio con Lotario, hijo de Hugo. Catorce años más tarde, Conrado de
Borgoña, hermano de Adelaida, hizo poner la cláusula en ejecución. Para
entonces, Lotario era ya nominalmente rey de Italia; pero el poder estaba
realmente en manos de Berengario de Ivrea. La pareja tuvo una hija, Erna, que
más tarde se casó con Lotario II de Francia. Lotario de Italia
murió el año 950. No es imposible que haya sido asesinado por su sucesor,
Berengario. Este trató de obligar a Adelaida a contraer matrimonio con su hijo.
Como ella se negase, la trató brutal e indignamente y la encarceló en un
castillo del Lago de Garda. Por entonces Otón el Grande, de Alemania, invadió
el norte de Italia para restablecer el orden y derrotó a Berengario. Adelaida
fue puesta en libertad, o, como dicen otros, escapó de la prisión y fue a
reunirse con Otón. Para consolidar su autoridad en Italia, Otón contrajo
matrimonio con Adelaida, que era veinte años más joven que él, el día de
Navidad del año 951, en Pavía. Tuvieron cinco hijos. Ludolfo, hijo del primer
matrimonio de Otón, que estaba celoso de la influencia de su madrastra y de sus
hermanastros, encabezó a todos los descontentos y rebeldes. Pero la buena y
graciosa Adelaida se ganó pronto el cariño de los alemanes. Otón fue coronado
emperador en Roma el año 962. No sabemos nada sobre la vida de Adelaida en los
siguientes diez años, hasta 973, cuando murió su esposo y ascendió al trono su
hijo mayor.
Otón era un hombre bueno y brillante, pero
ligero y orgulloso. Poco después de su ascensión al trono, mal aconsejado por
su esposa, la bizantina Teófana, y otros personajes de la corte, se volvió
contra su madre. Adelaida abandonó la corte y se refugió en Vienne, con su
hermano Conrado. La santa pidió auxilio a San Mayólo de Cluny, a quien ella
había deseado ver ceñir la tiara
pontificia cuando Benedicto IV fue asesinado el año 974, y el
abad de Cluny consiguió efectuar la reconciliación; en efecto, madre e hijo se
reunieron en Pavía, y Otón pidió de rodillas perdón a Adelaida por la forma en
que había procedido. La santa envió varios regalos al santuario de San Martín
de Tours, entre otras cosas la mejor túnica de Otón, y pidió que se
intercediese por su hijo ante el santo “que tuvo la gloria de cubrir con su
manto a nuestro Señor Jesucristo en la persona de un mendigo.”
Las dificultades se repitieron el año 983, a
la muerte de Otón. Como Otón III era todavía un niño de brazos,
Teófana asumió la regencia. Teófana tenía el sentido político de las grandes
princesas bizantinas y, en ese aspecto era muy superior a Santa Adelaida, quien
volvió a abandonar la corte. Pero Teófana falleció súbitamente el año 991, y la
anciana emperatriz asumió entonces la regencia. Aunque su consejero era San
Wiligis de Mainz, la regencia era una tarea demasiado pesada para su
temperamento apacible. La santa había sabido durante toda su vida perdonar
generosamente a sus enemigos y había sido dócil a la dirección sucesiva de San
Adalberto de Magdeburgo, San Mayólo y San Odilón de Cluny. Este último la
calificó de “maravilla de belleza y de gracia.” Santa Adelaida fundó y restauró
varios monasterios de monjes y de religiosas y se mostró particularmente
solícita por la conversión de los eslavos, quienes turbaron los últimos años de
su regencia con sus incursiones por la frontera oriental del Imperio. Santa
Adelaida regresó finalmente a Borgoña. La muerte la sorprendió en un monasterio
que había fundado en Seltz, a orillas del Rin, cerca de Estrasburgo, el 16 de
diciembre de 999. Aunque la santa no ha sido nunca canonizada formalmente, su
fiesta se celebra en varias diócesis de Alemania y de otros países.
La fuente más fidedigna es
el Epitaphium de San Odilón de Cluny. Puede verse en MGH., Scriptores,
vol. IV, pp. 635-649, y en Migne, PL., vol. CXLII, ce. 967-992. Se hallarán muchos otros datos
dispersos en las crónicas de la época. En alemán existe la biografía de F. P.
Wimmer, Kaiserin Adelheid (1897). Véase también DHG., vol. I, ce.
516-517.
(16 de diciembre)
Ado procedía de
una distinguida familia del Gátinais. Se educó en la abadía de Ferriéres, cerca
de Sens, bajo la dirección del célebre Lupo Servato. Renunciando a un brillante
porvenir en el mundo, tomó el hábito en la abadía, donde pronto se distinguió
por su santidad y saber. El abad de Prüm, Markwardo, pidió al abad Sigulfo que
enviase a Ado, quien era todavía muy joven, a enseñar las ciencias sagradas en
su monasterio. Sigulfo accedió. Ado supo hacer de sus discípulos verdaderos
siervos de Dios; pero, a raíz de ciertas dificultades, tuvo que salir de Prüm.
Más tarde, San Remigio de Lyon, arzobispo de dicha ciudad, le confió la
parroquia de San Román. Por otra parte, Lupo Servato, que había sido elegido
abad de Ferriéres, se constituyó en abogado de Ado, quien fue elegido y
consagrado arzobispo de Vienne el ano 859. El santo predicó infatigablemente
las verdades eternas. Generalmente comenzaba así sus sermones: “Escuchad a la
Verdad Eterna, que os habla en el Evangelio”, “Escuchad a Jesucrito, quien os
dice”, o alguna expresión por el estilo. Ado fue un obispo admirable que se
opuso implacablemente a Lotario II de Lorena en los asuntos
matrimoniales que presentó al Papa San Nicolas I. Carlos el Calvo envió al
santo a Roma a exponer el caso de Teutberga, y el Papa escogió a Ado como
legado para llevar las cartas que anulaban los infames decretos del sínodo de
Metz.
El Beato Ado escribió varias obras, la más
conocida de las cuales es el martirologio que lleva su nombre. La primera
versión fue escrita en San Román, entre los años 855 y 860. Tanto el
martirologio de Usuardo, que era un resumen del de Ado, como las versiones
posteriores de este último, ejercieron una influencia muy fuerte y perniciosa
sobre el Martirologio Romano. El beato usó, entre otras fuentes, el “Martirologium
Romanum Parvum”, que pasaba por ser un martirologio antiguo de la iglesia
romana. El mismo cuenta que en Ravena vio un manuscrito de dicha obra, enviado
a Aquileya por uno de los Papas, y que hizo una copia para su propio uso.
Actualmente está probado que el “Parvum” era una obra espuria, escrita en la
época de Ado, y no han faltado quienes afirman que el propio Ado fue el autor
de ella. No hay por qué escandalizarse, ya que la idea, por lo demás muy justa,
de que la falsificación de documentos era una cosa reprobable, data de mucho
tiempo después. Aun en nuestros días, no es raro que se ponga en circulación
una leyenda piadosa o una fábula hagiológica, sin advertir expresamente que se
trata de un hecho dudoso o absolutamente falso desde el punto de vista
histórico.
El Beato Ado escribió también las vidas de
San Desiderio y San Teuderio, y una Crónica Universal de las Seis Edades del
Mundo, desde la creación hasta el año 869. Vienne, como otras ciudades
episcopales del sur de Galia (Vgr. Arles y Marsella), aspiraba a poseer
orígenes apostólicos. Ado inventó la tradición de que San Pablo envió a
Crescente no a Galacia sino a Galia (2 Tim., IV, 10); el
Martirologio Romano conmemora el 29 de diciembre la solemne consagración de
Crescente como primer obispo de Vienne, y hace alusión a ella al hablar del
martirio de Crescente en Galacia (27 de junio). Ado murió en Vienne, el 16 de
diciembre de 875. Con frecuencia se le da el título de santo; pero el
Martirologio Romano le llama simplemente “Beatus.”
Hay una biografía de Ado en
Mabillon, vol. IV, pte. 2, pp. 262-275; pero su valor como fuente histórica es
discutible. Duchesne estudia la relación de Ado con Vienne, en Pastes
Episcopaux, vol. I, pp. 147, 162, 210. Dom Quentin investigó muy a fondo la
cuestitón del martirologio de Ado, en Martyrologes historiques (1908).
Véase también DAC., vol. I, ce. 535-539; y DHG., vol. I, ce. 585-586.
(17 de diciembre)
Con el pretexto de vengar a su anciano
protector, el emperador Mauricio, asesinado por Focas en 602, Cosroes II, rey de los persas, invadió los territorios de Siria. Al no encontrar
ninguna resistencia seria, extendió sus conquistas. En el año 613, el general
persa Romizanes, llamado el “Scharbaraz” (el “jabalí real”) se apoderó de
Damasco y, al año siguiente, entró en Palestina, donde fue bien acogido por los
judíos y los samaritanos, en tanto que los cristianos, afectados por divisiones
internas, fueron incapaces de defenderse. En esas condiciones, el patriarca de
Jerusalén, Zacarías creyó preferible tratar con el enemigo que, por su parte,
manifestaba intenciones pacíficas. Debe tenerse en cuenta que en Persia los
cristianos eran bastante numerosos por aquel entonces y que algunos de ellos
ocupaban puestos de importancia. El mismo Cosroes mostraba cierta simpatía
hacia la religión cristiana. Pero había en Jerusalén un partido de
intransigentes, convencidos de que Dios no permitiría que la Ciudad Santa
cayese en manos de los bárbaros. Estos fueron los que amenazaron al patriarca
con hacerlo perecer como a un traidor si entablaba tratos con los invasores
persas. Zacarías cedió a las presiones, no sin haber declarado antes que no se
hacía responsable por las desgracias que sobrevendrían inevitablemente.
Entonces, envió a Jericó al higumeno * de San Teodosio, llamado Modesto, con la
misión de reunir y llamar a la guarnición bizantina. Los persas no dieron
tiempo a que llegaran los refuerzos y, en mayo de 614, entraron en la Ciudad
Santa, incendiaron las iglesias, y mataron a gran número de los habitantes,
vendieron a otros muchos como esclavos y desterraron al resto, con el patriarca
Zacarías, hasta Persia. Gracias a la intervención del platero particular del
rey Cosroes, un cristiano llamado Yazdin, no fueron destruidas las reliquias de
la verdadera Cruz, aunque se las confiscó como botín de guerra.
Durante algunos años, los habitantes de
Palestina tuvieron que soportar un régimen de terror, sometidos como estaban a
los excesos de los persas y a las represalias de los judíos que aprovecharon la
situación para destruir las iglesias.
Los primeros éxitos de Heraclio, en 622,
obligaron a Cosroes a cambiar de actitud para no provocar revueltas entre los
pueblos conquistados. En consecuencia, expulsó a los judíos del territorio de
Jerusalén, ordenó la restitución de iglesias y monasterios a los cristianos y
concedió a éstos el derecho de reconstruir lo que estaba en ruinas y les otorgó
la libertad de culto. Pero, no obstante los favores concedidos, el rey apoyaba
decididamente a los herejes monofisitas, y los cristianos de Palestina,
privados de su patriarca y de la mayoría de los sacerdotes y monjes que habían
huido hacia el otro lado del Jordán, a Egipto y aun a occidente, corrían el
riesgo de caer en la herejía.
Fue entonces cuando apareció en escena el
higumeno Modesto, un digno sucesor de San Teodosio, con el valor suficiente
para emprender la reconstrucción moral y material de la Ciudad Santa. Algunos
años más tarde, An-tíoco, monje de San Sabas, escribió a Eustacio de Ancira,
para relatarle el martirio de cuarenta y cuatro monjes y concluía su misiva con
estas palabras de esperanza: “Por la gracia de Cristo y el celo de nuestro muy
santo padre Modesto, los monasterios se han poblado de nuevo. Porque el
virtuoso Modesto no sólo vela por los monasterios del desierto, sino también
por los de las ciudades y sus alrededores, y el espíritu de Dios está con él.
En efecto, Modesto es para nosotros un nuevo Beselel u otro Zorobabel lleno del
Espíritu Santo, y ha vuelto a levantar los venerables santuarios de Nuestro
Salvador Jesucristo que fueron derribados e incendiados: la santa iglesia del
Calvario, la santa Anástasis, la venerable casa de la preciosa Cruz, la Madre
de las iglesias, la de su bendita Ascensión y los otros templos honorables.”
Bastante más tarde, Eutiquio, que era médico
y llegó a ser patriarca de Alejandría (933-940), alabó también los méritos de
Modesto. “Cuando los persas se retiraron de Jerusalén, escribió, después de
haber destruido y quemado las iglesias, había en el monasterio de Duaks, es
decir en el de San Teodosio, un monje llamado Modesto, que era el superior. Al
retirarse los persas, Modesto viajó a Ramlé, a Tiberíades, a Tiro y a Damasco
para inflamar la fe de los cristianos y pedirles su ayuda para la
reconstrucción de las iglesias de Jerusalén. Gracias a sus donativos, Modesto
reunió abundantes recursos y regresó a la ciudad, donde construyó la iglesia de
la Resurección, el Sepulcro, el lugar del Cranion y San Constantino. Esas
construcciones subsisten hasta hoy. Al saber que Modesto reconstruía las
iglesias destruidas por los persas, Juan el Limosnero, patriarca de Alejandría,
le envió mil bestias de tiro, mil bolsas de trigo, mil bolsas de granos, mil
barriles de pescado salado, mil ánforas de vino, mil láminas de fierro y mil
obreros.”
El propósito de Modesto era el de dar a las
basílicas la magnificencia y esplendor que tenían antes de la invasión. El
fuego de los incendios había carcomido los techos, ahumado las paredes y
destruido los ornamentos. Todo el mobiliario fue destrpzado o tomado como
botín. La tarea era ardua, y Modesto no hizo el intento de crear, sino
solamente de restaurar. Las investigaciones han demostrado que respetó las
formas originales, sobre todo en el Santo Sepulcro, donde se conservan detalles
de la construcción de Constantino “ que, otros autores anteriores creyeron que
eran obra de Modesto. Su gran mérito fue el de ponerse inmediatamente en
acción, porque de haber esperado tiempos mejores, que nunca llegaron, no
hubiese devuelto al culto cristiano las iglesias de Jerusalén. Comenzó por la
más venerable de las basílicas, la del Santo Sepulcro, a la que restauró en
todas sus partes; luego continuó con la Anástasis, el Cranion, la capilla del
Calvario y la iglesia de la Cruz, así como la gran basílica del Martyrium que,
a partir del siglo IX, llevó el nombre de su
constructor, San Constantino. Con el nombre de “Madre de las iglesias”, el
monje Antíoco designa a la gran basílica de la ciudad alta que se hallaba en el lugar donde estuvo el Cenáculo y que,
con el nombre de Santa Sión, fue objeto de una veneración particular. En el
Monte de los Olivos, Modesto se preocupó especialmente del grupo formado por la
iglesia de la Ascensión y la de Santa Elena.
Como Modesto no pudo ocuparse de restaurar
iglesias tan ilustres corno la de Getsemaní y la de San Esteban, por falta de
recursos, desaparecieron y fueron reemplazadas por oratorios pobres y exiguos.
Jerusalén le debió a Modesto la fisonomía que conservó hasta la época de las
Cruzadas, puesto que su actividad no se limitó a las grandes basílicas, sino
que alcanzó también a muchas iglesias secundarias, como la de San Juan
Bautista, que aún existe.
Mientras Modesto se ocupaba de sus
reconstrucciones, el emperador He-raclio, con una serie de campañas triunfales,
arrebató a los persas todas sus conquistas. Cuando exigió la evacuación total
de Siria, recuperó las reliquias de la verdadera Cruz. Las mandó trasladar a
Tiberíades y él mismo las acompañó hasta Jerusalén, a donde llegó en marzo de
630. La entrada triunfal del emperador victorioso, portador de las veneradas reliquias,
dio origen a innumerables leyendas cuyo principal defecto fue el de relegar al
olvido a Modesto, el restaurador de los Santos Lugares. Sólo el relato de
Eutiquio, más histórico y más sencillo, le rinde el debido homenaje: “A su
arribo a Jerusalén, Heraclio fue recibido con el incienso por los habitantes de
la ciudad y los monjes de Siq, al frente de los cuales se hallaba Modesto.
Cuando el emperador entró en la ciudad, se afligió en extremo a la vista de
todo lo que los persas habían asolado e incendiado. Pero al enterarse de que
Modesto había reconstruido la iglesia de la Resurrección, el lugar del Cranion
y la iglesia de San Constantino, experimentó una gran alegría y dio las gracias
a Modesto por lo que había hecho.”
Como el patriarca Zacarías había muerto en el
exilio, Heraclio pensó que no podía haber mejor sucesor que aquél que había
ocupado su lugar durante largo tiempo y, en consecuencia, Modesto fue el
patriarca de Jerusalén. El emperador Heraclio lo llevó consigo hasta Damasco
para hacerle entrega del dinero del fisco de Siria y de Palestina. Aún quedaba
mucho trabajo por hacer en las iglesias de Jerusalén, y Modesto continuó sin
descanso sus tareas de restaurador y sus giras de inspección, pero la muerte le
sorprendió en una de éstas, en Sozón, población fronteriza de Palestina. Por
aquel entonces, circuló con insistencia el rumor de que los compañeros de viaje
de Modesto le habían envenenado para apoderarse del oro que llevaba consigo.
El cuerpo de Modesto fue trasportado a
Jerusalén y sepultado en la basílica del Martyrium. “La memoria de
Modesto, patriarca de Jerusalén, reconstructor de Sión después del incendio”,
fue honrada en la Ciudad Santa, en la fecha del 17 de diciembre. Los sinaxarios
lo mencionan el 19 de octubre, el 16 y el 18 de diciembre. El calendario de
mármol de Ñapóles, grabado en el siglo IX, nombra al
santo el 18 de diciembre. El Martirologio Romano no hace mención de San
Modesto, y su culto que no parece haber sido muy popular ni siquiera en el
oriente, ha dejado pocos vestigios. Sin embargo, en algunas iglesias de
Capadocia aparece su imagen en los frescos y mosaicos.
*
Higumeno, superior de los monasterios que difundieron el cristianismo en Oriei
N. del E.
Toda la fama de Modesto
radica en la reconstrucción de las iglesias de Jerusalén. H. Vincent y F.M.
Abel, en Jerusalem, vol. u y Jérusalem Nouvelle, París,
1914-1926, publicaron un estudio sobre las diversas fuentes de información. Se
pueden confrontar s conclusiones con las de A. Grabar, en Martyrium, París,
1946 (cf. índice, vol. II, p- 390). F.M. Abel, Histoire de la Palestine, vol.
II, 1952, pp. 389-392. Dict. de théol. cath. vol. X, cois. 2047-2048. La
carta del monje Antíoco a Eustacio de Ancira, se encuentra en PG.,
580 vol.
LXXXIX , Pags.
1421-1427. Eutiquio, en Corpus scriptor. christian. oriental., cois.
150, 314 y 325, así como en Hagiographie napolitaine de la Analecta
Bollandiana, vol. LVII, 1939, pp. 42-43. De Jerphanión, en Les églises rupestres de
Capadoce, vol. II, p. 508 y lámina 59. La biografía de San Modesto,
descubierta y editada por Loparev en 1892 (Biblioth. hag.
gr. n. 1299), es una auténtica fábula. Potio atriubye a Modesto tres
discursos (PG. vol. CIV, cois. 244-245), pero su autenticidad es dudosa. El
único de esos discursos que ha sido editado íntegramente, el que se refiere a
la Dormición de la Virgen, es apócrifo. El P. Jugie lo atribuye a un autor de
fines del siglo VII o principios
del VIH y que vivió lejos de Jerusalén después de la controversia monoteleta.
Véase para esto, La Morí et l”Assomption de la Sainte Vierge, Roma,
1944, pp. 139-150.
(17 de diciembre)
En el capítulo decimoprimero del Evangelio de San Juan hay
un relato muy detallado de la resurrección de Lázaro de Betania, hermano de
Marta y María y amigo muy querido del Señor. Pero la Biblia no habla de la vida
posterior del resucitado. En las Pseudo-clementinas se cuenta que Lázaro
acompañó a San Pedro a Siria. La tradición más común en el oriente afirma que
los judíos embarcaron a Lázaro en Jaffa en una nave que hacía agua, junto con
sus dos hermanas y otros cristianos, y la nave llegó milagrosamente a la isla
de Chipre. Lázaro fue elegido obispo de Kition (Larnaka), y murió apaciblemente
treinta años más tarde. El año 890, el emperador León VI construyó una iglesia y un monasterio en su honor en Constantinopla y
trasladó allá una parte de las pretendidas reliquias, que se hallaban en
Chipre.
En el siglo XI, empezó a
hablarse de que Lázaro había estado en Europa occidental, a propósito de la
leyenda provenzal de Santa María Magdalena. En una carta que escribió Benedicto
IX con ocasión de la consagración de la iglesia
abacial de San Víctor de Marsella, hace alusión a las reliquias de Lázaro que
estaban ahí; pero no dice que haya sido obispo de Provenza, ni que haya
predicado en esa región, como lo afirma la leyenda. Según dicha leyenda, Lázaro
fue obligado a embarcarse en un navio sin remos ni timón (con María Magdalena,
Marta, Maximino, etc.), y llegó a las playas del sureste de la Galia. En
Marsella convirtió a muchas personas, fue elegido obispo, y murió por la fe
durante la persecución de Domiciano, en el sitio que ocupa la prisión de San
Lázaro. Fue sepultado en una cueva, sobre la que se erigió más tarde la abadía
de San Víctor. Sus reliquias fueron trasladadas a Autun, según se dice; pero lo
único cierto es que, en 1146, se trasladaron a la catedral de esa ciudad unos
restos humanos. Un hecho que puede arrojar luz sobre el origen de la leyenda es
que hay en la cripta de San Víctor de Marsella un epitafio de un obispo de Aix
(siglo V), quien renunció al gobierno de su sede, hizo
un viaje a Palestina, volvió a morir en su patria y fue sepultado ihí. La
leyenda está tal vez relacionada también con la traslación de las reliquias de
San Nazario, de Milán a Autun, el año 542.
Existen muchas pruebas de que, desde los
primeros tiempos del cristianismo, se veneraba a Lázaro, tanto en Jerusalén
como en la Iglesia entera. La peregrina Eteria (c 390) describe la procesión
que se hacía el sábado anterior al Domingo de Ramos al “Lazarium”, es decir, el
sitio en el que Lázaro había sido resucitado. Eteria quedó muy impresionada al
ver la gran cantidad de gente que asistía a esa procesión. En la Iglesia de
occidente se hacían procesiones semejantes, casi siempre durante la cuaresma.
En Milán el Domingo de Pasión se llamaba “Dominica
de Lázaro.” San Agustín cuenta que el pasaje evangélico de la resurrección de
Lázaro se leía en Africa n el oficio de la Aurora del Domingo de Ramos.
Véase DAC., vol. VIII, ce.
2009-2086, y nuestra bibliografía sobre Santa María Magdalena (22 de julio).
Mencionemos también el artículo “Lazaras” de L. Clugnet, en Catholic
Encyclopedia (vol. IX, p. 98), y el artículo del P. Thurston en la revista
irlandesa Studies, vol. XXIII (1934), pp. 110-123. No merece ningún
crédito la leyenda que afirma que las reliquias de San Lázaro están en Autun;
mucho mayor peso tiene la tradición oriental que se refiere a Kition de Chipre.
Véase Lexikon f. Theologie und Kirche vol. VI, c. 432. Acerca de las
celebraciones litúrgicas, cf. Cabrol, en DAC., vol. VIII, ce. 2086-2088. A
mediados de la Edad Media, se inventó la leyenda de que Lázaro había relatado
por escrito lo que había visto en el otro mundo; véase Max Voigt, Beitrdge
zur Geschichte der Visionenliteratur im M.A., vol. II (1924). La orden
militar de los caballeros hospitalarios de San Lázaro de Jerusalén (que existe
todavía en dos formas distintas en Francia y en Italia) deriva su nombre del
Lázaro de la parábola del rico Epulón, no del resucitado.
(17 de diciembre)
Santa Olimpia, a
la que San Gregorio Nazianceno llama “la gloria de las viudas en la Iglesia
oriental”, fue para San Juan Crisóstomo lo que Santa Paula fue para San
Jerónimo. Olimpia pertenecía a una familia bizantina, tan rica como
distinguida. Nació en el año 361. A la muerte de sus padres, su tío, el
prefecto Procopio, se encargó de ella y, para gran gozo de la joven, confió su
educación a Teodosia, hermana de San Anfiloquio. Era ésta una mujer tan
extraordinaria que, según dijo San Gregorio a Olimpia, constituía un modelo de
virtud, de suerte que encontraría en ella un espejo de todas las excelencias.
Olimpia había heredado una cuantiosa fortuna y era hermosa y de carácter
atractivo. Así pues, su tío no tuvo dificultad alguna en arreglar un
matrimonio, agradable a ambas partes, entre ella y Nebridio, quien había sido
un tiempo prefecto de Constantinopla. San Gregorio escribió disculpándose de no
poder asistir al matrimonio a causa de su edad y mala salud, y envió a la novia
un poema lleno de buenos consejos. Según parece, Nebridio era un hombre muy
exigente; pero murió al poco tiempo. Inmediatamente, surgieron otros
pretendientes a la mano de Olimpia, entre los que se contaban los personajes
más distinguidos de la corte. El emperador Teodosio apoyaba la causa de
Elpidio, un español que era pariente próximo suyo; pero Olimpia manifestó que
estaba decidida a no volver a contraer matrimonio, diciendo: “Si Dios hubiese
querido que siguiese yo casada, no se habría llevado a Nebridio.” Teodosio
siguió insistiendo, a pesar de todo. Como Olimpia no cediese, el emperador
acabó por poner la fortuna de la joven en manos del prefecto de la ciudad, a
quien constituyó tutor de Olimpia hasta que ésta cumpliese treinta años. El
prefecto llegó hasta impedir a Olimpia que fuese a ver al obispo y acudiese a
la iglesia. La santa escribió al emperador, quizá con demasiada dureza, que le
agradecía la hubiese librado del cuidado de la administración de su fortuna, y
que el favor sería completo si ordenaba que sus bienes fuesen distribuidos
entre los pobres y la Iglesia. Impresionado por esa carta, Teodosio se informó
de la vida que llevaba Olimpia y, el año 391, “e devolvió la
administración de sus bienes.
|Entonces, Santa Olimpia se ofreció a San
Nectario, obispo de Constantinopla, para recibir el diaconado, y se estableció
en una espaciosa casa con cierto número de vírgenes que querían consagrarse a
Dios. La santa se vestía sencillamente, vivía modestamente y era asidua en la
oración y generosa en la caridad, hasta el grado de que San Juan Crisóstomo
tuvo que aconsejarle en más de una ocasión que se moderase en la limosna, o más
bien que fuese discreta en darla para socorrer a aquéllos que más necesitaban
de su ayuda: “No fomentéis la pereza en quienes viven de vuestro dinero sin
verdadera necesidad, porque eso sería como arrojar vuestro dinero al mar.” El
año 398, San Juan Crisóstomo sucedió a Nectario en la sede de Constantinopla.
En seguida, tomó a Santa Olimpia y su comunidad bajo su protección. Gracias a
los consejos del obispo, las obras de beneficencia de Santa Olimpia fueron
extendiéndose. De su casa dependían un orfanatorio y un hospital; y, cuando los
monjes que habían sido desterrados de Nitria llegaron a Constantinopla para
apelar contra Teófilo de Alejandría, Santa Olimpia se encargó de alojarlos y
darles de comer. Entre los amigos de la santa se contaban San Anfiloquio, San
Epifanio, San Pedro de Sebaste y San Gregorio de Nissa. Paladio de Helenópolis
califica a Olimpia de “mujer extraordinaria”, como “vaso precioso lleno del
Espíritu Santo.” Pero el amigo más íntimo y afectuoso de Santa Olimpia era San
Juan Crisóstomo, el cual, antes de partir al destierro el año 404, fue a
despedirse de ella; fue necesario arrancar por la fuerza a Olimpia de los pies
del santo para que le dejase partir.
Después de la partida del obispo, Olimpia
compartió las amarguras de la persecución con todos sus amigos, pues todos
estaban envueltos en ella. La santa compareció ante el prefecto de la ciudad,
Opiato, que era pagano, acusada de haber incendiado la catedral. En realidad,
lo que querían los perseguidores era que la santa apoyase a Arsacio, el obispo
usurpador; pero Olimpia dio muestras de ser muy superior a Óptalo y quedó libre
por entonces. Durante el invierno, estuvo muy enferma y, en la primavera del
año siguiente, fue desterrada y anduvo errante de ciudad en ciudad. A mediados
del año 405, regresó a Conslanlinopla y compareció nuevamenle ante Opiato,
quien la condenó a pagar una multa enorme por haber negado su apoyo a Arsacio.
Ático, el sucesor de Arsacio, dispersó a la comunidad de viudas y vírgenes que
la santa dirigía y acabó con todas sus obras de beneficencia. Las enfermedades,
las más bajas calumnias y las persecuciones contra la santa se sucedieron unas
a otras. San Juan Crisóstomo la alentaba y reconfortaba escribiéndole desde el
destierro. Se conservan todavía diecisiete de sus cartas, que dejan ver los
infortunios por los que atravesaron ambos santos. “Esta familiaridad con el
sufrimiento debe regocijaros. Por haber vivido constantemente en la
tribulación, habéis avanzado en el camino de las coronas y los laureles. Habéis
sido con frecuencia víctima de enfermedades más crueles e insoportables que
muchas muertes. En realidad, nunca habéis estado sana.* Os habéis visto
cubierta de calumnias, insultos e injurias, y las tribulaciones se han sucedido
unas a otras sin interrupción. El llanto os es cosa familiar. Una sola de esas
penas habría bastado para enriquecer vuestra alma.” En oirá caria escribe el
santo: “No puedo dejar de llamaros
bienaventurada. La paciencia y dignidad con que habéis soportado vuestras
penas, la prudencia y sabiduría con que habéis sabido tratar los asuntos más
delicados, y la caridad que os ha movido a arrojar un velo sobre la malicia de
los que os persiguen, os han merecido un premio de gloria que, en adelante, os
harán encontrar vuestros sufrimientos leves y pasajeros en comparación del gozo
eterno.” Las cartas de San Juan Crisóstomo indican también que solía confiar a
Santa Olimpia misiones muy importantes No sabemos dónde se hallaba la santa
cuando supo que San Juan Crisóstomo había muerto en el Ponto, el 14 de
septiembre de 407. Santa Olimpia murió en Nicomedia, el 25 de julio del
siguiente año, poco después de haber cumplido los cuarenta años. Su cuerpo fue
trasladado a Constantiriopla, donde “llegó a ser tan famosa por su bondad, que
lodos la consideraban como un modelo y los padres esperaban que sus hijos se le
asemejasen.”
* En
otra carta le escribía: “Se necesita mucha paciencia para soportar el verse
despojado de todo bien y desterrado a tierras malsanas, encadenado y
prisionero, abrumado de insultos, burlas y menosprecios. Ni Jeremías con toda
su serenidad hubiese podido soportar esas pruebas. Pero peor que estas pruebas,
y peor que la pérdida de hijos muy queridos y aun que la muerte misma, es la
mala salud que es el mal terrible de los males, humanamente hablando.”
Las noticias que poseemos
sobre esta noble viuda provienen de Paladio, de las cartas de San Juan
Crisóstomo y de los escritos de algunos de sus contemporáneos. Pero existe
también una biografía griega, que fue publicada por primera vez en Analecta
Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 400-423, junto con un relato de la
traslación de las reliquias (ibid. vol. XVI,
pp. 44-51), escrito mucho después por la superiora Sergia. Véase también el
artículo de J. Bousquet, Vie d’Olympias la diaconesse, en Revue de l’Orient
chrétien, segunda serie, vol. I (1906), pp. 225-250, y vol. II (1907), pp.
255-268. La biografía parece haber sido escrita a mediados del siglo V; es evidentemente posterior a
Paladio, como lo prueban las citas de dicho autor que se encuentran en la
biografía. El capítulo XI parece ser una interpolación de otro autor posterior. Las cartas de
San Juan Crisóstomo a Santa Olimpia fueron traducidas al francés por P.
Legrand, Exhortations a Théodore; Lettres a Olympias (1933). Véase
también H. Leclercq, en DAC., vol. XII, ce. 2064-2071.
(17 de diciembre)
Pepino De Landen a
quien suele llamarse beato, fue mayordomo de palacio de tres reyes francos.
Estuvo casado con la Beata Ida, y dos de sus hijas aparecen en el Martirologio
Romano: Santa Gertrudis de Neville y su hermana mayor, Santa Bega. Gertrudis se
negó a casarse y llegó a ser abadesa poco después de haber cumplido veinte
años. Bega contrajo matrimonio con Ansegisilo, hijo de Arnulfo de Metz, y pasó
casi toda su vida en el mundo. Santa Bega fue la madre de Pepino de Heristal,
el fundador de la dinastía carolingia. Después de la muerte de su esposo, Santa
Bega construyó el año 691, en Andenne, a orillas del Mosa, siete capillas que
representaban las Siete Iglesias de Roma. Las capillas estaban situadas
alrededor de una iglesia. La santa fundó ahí mismo un convento y lo pobló con
religiosas de la abadía que su hermana había gobernado en vida. Más tarde,
dicho convento se convirtió en una casa de canonesas, y los canónigos regulares
de Letrán conmemoran a Santa Bega como miembro de su orden. También las beguinas
de Bélgica la veneran como patrona. Pero Santa Bega no fue la fundadora de las
beguinas, como suele afirmarse; la confusión procede de la semejanza de los
nombres. Santa Bega murió cuando era abadesa de Andenne y fue sepultada ahí.
Hay una biografía y una
colección de milagros de Santa Bega en Acta Sanctorum Belgli, vol. V
(1789), pp. 70-125, de Ghesquiére; se trata de documentos de reducido valor
histórico. Véase también Berliére, Monasticon Belge, vol. I, pp. 61-63;
y DHG., vol. II, ce. 1559-1560. Apenas se puede dudar de que la palabra “beguinae”,
que aparece por primera vez hacia el año 1200 y que, como acabamos de decirlo,
no tiene nada que
ver con Santa Bega, era originalmente un término despectivo para designar a los
albigenses: véase el Dictionnaire de Spiritualité, vol. I, ce. 1341-1342.
(17 de diciembre)
Sturmo, que
nació en Baviera, de padres cristianos, fue confiado al cuidado de San
Bonifacio, quien a su vez le puso bajo la dirección de San Wigberto en la
abadía de Fritzlar. Ahí recibió Sturmo a su debido tiempo la ordenación
sacerdotal. Después de evangelizar en Westfalia durante tres años, consiguió
permiso de retirarse con dos compañeros a llevar vida eremítica en el bosque de
Hersfeld. Como abundaban en ese sitio los bandoleros sajones y era poco apto
para la vida eremítica, San Sturmo y sus compañeros lo abandonaron pronto. San
Bonifacio había encontrado más al sur un sitio para construir un monasterio
desde el cual se pudiese ir a evangelizar a los sajones. San Sturmo fue en su
muía a visitar la región y escogió un terreno situado en la confluencia del
Greizbach y del Fulda. El año 744, fundó el monasterio de Fulda, y San
Bonifacio le eligió primer abad. Era ésa la fundación favorita de San
Bonifacio, quien quería que se convirtiese en el modelo de los monasterios y en
un seminario sacerdotal para toda Alemania. El proyecto se realizó plenamente
bajo la dirección de San Sturmo. San Bonifacio iba allá con frecuencia a
constatar los progresos. Fue sepultado en la iglesia abacial. Poco después de
la fundación del monasterio, San Sturmo partió a Italia a familiarizarse con la
regla de San Benito en Monte Cassino. Según parece, el Papa San Zacarías
concedió plena autonomía al monasterio de Fulda, declarándolo exento de la
jurisdicción episcopal y sometiéndolo directamente a la de Roma. La abadía de
Fulda siguió prosperando bajo la dirección de San Sturmo. El santo tuvo que
enfrentarse con graves dificultades después del martirio de San Bonifacio, ya
que el sucesor de éste en la sede de Mainz, San Lulo, veía el monasterio con
ojos muy distintos de los de su predecesor. En efecto, Lulo quería que el
monasterio estuviese bajo su jurisdicción. El conflicto fue largo y violento.
El año 763, Pepino desterró a San Sturmo, y Lulo nombró a otro superior; pero
los monjes de Fulda se negaron a aceptarle y le echaron del monasterio,
diciendo que estaban dispuestos a ir a ver al rey todos juntos. Para aplacarlos
Lulo les dijo que eligiesen ellos mismos a su superior. El elegido fue un
discípulo de San Sturmo. El nuevo abad partió con un grupo de monjes a la corte
y consiguió que Pepino anulase la orden de destierro contra San Sturmo, quien
regresó a Fulda, con gran gozo de sus monjes, dos años después de haber partido
de ahí.
Los esfuerzos de San Sturmo y sus monjes por
convertir a los sajones no tuvieron mucho éxito. Por otra parte, las guerras
punitivas y de conquista de Pepino y Carlomagno no eran el mejor método de
hacer amable el cristianismo a los paganos. San Sturmo, como tantos otros
misioneros anteriores y posteriores, vio su obra entorpecida por las
autoridades civiles. Los sajones tenían la impresión de que el cristianismo les
llegaba “a través de sus peores enemigos, quienes lo predicaban con el idioma
del acero.” Cuando Carlomagno partió de Paderborn a España para combatir a los
moros, los sajones aprovecharon la oportunidad para levantarse y expulsar a los
monjes. El monasterio de Fulda se vio amenazado. El año 779 volvió Carlomagno.
San Sturmo le acompañó a las maniobras de Duren, a las que siguió el triunfo
sobre los sajones. Pero el santo no vivió lo
suficiente para recomenzar su obra; en efecto, enfermó en Fulda y, a pesar de
los esfuerzos del médico enviado por Carlomagno, murió el 17 de diciembre de
779. El nombre de San Sturmo, a quien el Martirologio Romano llama el apóstol
de los sajones, empezó a figurar en la lista de los santos en 1139. A lo que
sabemos, San Sturmo fue el primer alemán que ingresó en la orden de San Benito.
La Vita S. Sturmii es
una de las mejores biografías de principios de la Edad Media. Fue escrita por
Eigilo, abad de Fulda, unos cincuenta años después de la muerte del fundador.
Existen numerosas ediciones: por ejemplo, Migne, PL., vol. CV, pp. 423-444 y
MGH., Scriptores, vol. II, pp. 366-377. Véase también el resumen
biográfico de H. Tim’ending, en Die Christliche Friihzeit Detuschlands;
zweite Gruppe (1929); y M. Tangí, Leben des hl. Bonifazius, der hl.
Leoba und des Abtes Sturmi (1920), Introducción. La biografía de Eigilo fue
traducida al inglés por C. H. Talbot, en Anglo-Saxon Missionaries in Germany
(1954).
(18 de diciembre)
Cuando San Ignacio de Antioquía estuvo en
Filipos de Macedonia de paso para Roma, en donde habría de ser martirizado, le
acompañaban los santos Rufo y Zósimo, originarios de Antioquía o de Filipos.
Siguiendo las instrucciones de San Ignacio, los cristianos de Filipos
escribieron una carta fraternal a los de Antioquía. San Policarpo de Esmirna, a
quien San Ignacio había encomendado el cuidado de su iglesia, se encargó de
responderles. En su carta, que solía leerse públicamente en las iglesias de
Asia en el siglo IV, San Policarpo habla de Rufo y
Zósimo, que habían tenido la felicidad de compartir las cadenas y sufrimientos
de Ignacio por amor de Cristo y habían sido glorificados por Dios con la corona
del martirio, hacia el año 107, durante el reinado de Trajano. San Policarpo
dice, hablando de ellos: “No corrieron en vano, sino que iban armados de la fe
y la rectitud. Partieron al sitio que les tenía preparado Aquél por quien
habrían de sufrir, porque no amaron este mundo sino a Jesús, que murió y fue
resucitado por Dios para nuestra salvación... Por ello, os exhorto a todos a
vivir rectamente y a ejercitar la paciencia, de la cual os han dado ejemplo no
sólo Ignacio, Zósimo y Rufo, sino también otros que vivieron entre vosotros,
así como el mismo Pablo y los demás Apóstoles.”
Lo único que sabemos sobre
estos mártires es lo que dice San Policarpo. No existe huella ninguna del culto
primitivo.
(18 de diciembre)
El 7 de febrero referimos que San Ricardo, que era
anglosajón, hizo una peregrinación a Roma con sus dos hijos, San Wilibaldo y
San Winebaldo, Y que murió en Lucca. Los dos jóvenes prosiguieron hacia Roma,
donde Wilibaldo decidió hacer una peregrinación a Tierra Santa. Winebaldo, que
desde niño había sido muy delicado de salud y estaba entonces enfermo, se quedó
en Roma. Ahí estudió siete años y se consagró con toda su alma al servicio divino.
Después volvió a Inglaterra, donde persuadió a varios amig0s
y parientes que le acompañasen de nuevo a Roma. En la Ciudad Eterna se
consagró a Dios en la vida religiosa. El año 739, San Bonifacio hizo su tercera
visita a Roma y persuadió a Winebaldo de que partiese con él a evangelizar la
Germania. San Winebaldo recibió la ordenación sacerdotal en Turingia v tomó a
su cuidado siete iglesias, a las que administró desde Sulzenbrücken cerca de
Erfurt. Como los sajones le persiguiesen, fue a evangelizar en la región de
Baviera. Al cabo de algunos años de incansable trabajo, volvió a reunirse con
San Bonifacio en Mainz; pero, no pudiendo establecerse ahí, fue a reunirse con
su hermano, que era obispo de Eichstátt. Wilibaldo quería construir un
monasterio doble que fuese un modelo de piedad y un centro de saber para las
numerosas iglesias que había fundado, y rogó a Winebaldo y a su hermana Santa
Walburga que acometiesen la empresa.
Así pues, Winebaldo se dirigió a Heidenheim
de Würtemberg, donde abrió un claro en un bosque y empezó por construir una
serie de pequeñas celdas para él y sus monjes. Poco después, construyó un
monasterio para sus discípulos y un convento para Santa Walburga y sus
religiosas. Los paganos, molestos por los esfuerzos que hacía San Winebaldo por
someterlos a las reglas de la moral cristiana, trataron de darle muerte; pero
el santo logró escapar de la celada y siguió predicando el Reino de Dios. Supo
mantener entre sus monjes el espíritu monástico, enseñándoles sobre todo la
perseverancia en la oración y exhortándolos a no perder nunca de vista la vida
de Cristo, que era el modelo al que debían conformarse y conformar a los
paganos. San Winebaldo sometió los dos monasterios a la regla de San Benito.
San Winebaldo, que estuvo enfermo durante muchos años, tenía en su celda un
altar pira celebrar la misa cuando no podía salir. La enfermedad entorpeció su
trabajo misional, pues no podía hacer viajes largos. En cierta ocasión en que
fue a Würzburgo, llegó casi moribundo al santuario de San Bonifacio en Fulda.
Tres semanas después, sintiéndose mejor, emprendió el viaje de vuelta; pero en
la siguiente población tuvo que guardar cama una semana más. Al cabo de tres
años de sufrimientos casi continuos, el santo se preparó para morir. Falleció
en los brazos de su hermano y de su hermana el 18 de diciembre del año 761,
después de haber exhortado tiernamente a sus monjes. Hugeburga, la religiosa
que escribió la vida de San Winebaldo, cuenta que en su sepulcro se obraron
varias curaciones milagrosas. San Ludgerio escribe en la biografía de San
Gregorio de Utrecht: “Winebaldo fue muy amado por mi maestro Gregorio; con los
grandes milagros que obra después de su muerte muestra lo que fue su vida.”
La biografía de San
Winebaldo, que es fidedigna, fue escrita por Hugeburga, religiosa de
Heidenheim. El mejor texto es el que publicó Holder-Egger, en MGH., Scrip-tores,
vol. xv, pp. 106-117. Se encuentran algunos datos más en el Hodoporícon de
San Wilibaldo, escrito también por Hugeburga; dicha obra fue traducida al
inglés por C.H. Talbot, Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954).
Mons. Brownlow había publicado otra traducción en 1891, en la “Palestine
Pilgrims Text Society.” Ciertos detalles de la vida de San Winebaldo proceden
de la correspondencia de San Bonifacio, de la vida de Santa Walburga, y de la
primera parte de Die Regesten der Bischófe von Eichstátt de F.
Heldingsfelder (1915). Véase también “Analecta Bollandiana,” vol. XLIX (1931), PP-353-397;
y W. Levison, England and the Continent... (1946); véase lo que se dice
ahí sobre Hugeburga, p. 294.
(195 de diciembre)
Nemesio, egipcio de nacimiento, fue arrestado
en Alejandría durante la persecución de Decio, pues se le acusaba de haber
cometido un robo. Una vez que hubo probado su inocencia, se le acusó de ser
cristiano. Inmediatamente, fue enviado ante el prefecto de Egipto. Como
confesase la fe, el prefecto mandó que le azotasen dos veces más que a los
ladrones. Después le condenó a ser quemado junto con los bandoleros y otros
malhechores. El Martirologio Romano comenta que Nemesio tuvo así el honor de
imitar más de cerca a nuestro divino Redentor.
En la misma persecución, fueron arrestados en
Alejandría, Herón, Isidoro y Dióscoro. Este último tenía apenas quince años. El
juez empezó por interrogar a Dióscoro, a quien trató de ganarse con halagos;
después pasó a los tormentos; pero ninguno de los dos métodos consiguió vencer
la constancia del joven. Los otros mártires fueron primero torturados y después
quemados vivos. El juez compadecido de la juventud de Dióscoro, le puso en
libertad “para consuelo de los fieles”, diciéndole que le daba tiempo para
reflexionar. El Martirologio Romano conmemora a San Nemesio el 19 de diciembre
y a los otros mártires el 14 del mismo mes. El 8 de diciembre conmemora el
descubrimiento de las reliquias de otro San Nemesio y algunos mártires más, en
Roma. Aunque de la existencia de esos mártires solo consta por la “pasión”
espuria de San Esteban, Papa, el Martirologio Romano conmemora la traslación de
sus reliquias el 31 de octubre y su martirio el 25 de agosto.
Alban Butler menciona con estos mártires a
las Santas Meuris y Tea, originarias de Gaza de Palestina. En los peores
momentos de la persecución continuada por los sucesores de Diocleciano, Meuris
y Tea soportaron valientemente la crueldad de los hombres y la maldad del
demonio, y triunfaron de ambas. Meuris murió a. manos de los perseguidores; en
cambio, Tea sobrevivió algún tiempo a los atroces tormentos que había
soportado, según sabemos por la vida de San Porfirio de Gaza.
Lo único que sabemos sobre
Nemesio procede de unas cuantas frases de San Dionisio de Alejandría, citadas
por Eusebio, Historia Eccl., lib. VI, c. 41. De Meuris y Tea sólo se
habla en la biografía de Porfirio, escrita por Marcos el Diácono.
(20 de diciembre)
San Filogonio estudió
leyes y se distinguió mucho por su elocuencia, integridad y habilidad para
hacer que “los acusados fuesen más fuertes que los acusadores.” Era todavía
laico y estaba casado y tenía una hija, cuando fue elegido obispo de Antioquía
a la muerte de Vidal, el año 319. San Juan Crisós-tomo habla del estado
floreciente de dicha diócesis en tiempos de Filogonio, lo cual prueba que era
un celoso apóstol y un administrador excelente. En las persecuciones de
Maximino y Licinio, San Filogonio confesó la fe y estuvo prisionero. La fiesta
de Filogonio se celebró en Antioquía, el 20 de diciembre del año 386; con tal
ocasión, San Juan Crisóstomo pronunció un panegírico, pero habló apenas de las
virtudes del santo, porque quería dejar materia al obispo Flaviano, quien iba a
hablar después de él.
San Juan Crisóstomo habla en términos
conmovedores de la paz de que goza el santo en un mundo en el que no hay problemas,
ni pasiones desordenadas, en el que no existen las frías palabras “mío y tuyo”,
de las que nacen las guerras en el mundo, las discordias en las familias, y el
desorden, la envidia y la malicia en los individuos. San Filogonio había
renunciado tan completamente al mundo que, desde esta vida recibió el premio
del espíritu de Cristo en toda su perfección. El alma debe aprender en este
mundo a poseer el espíritu de los bienaventurados y a practicarlo, si realmente
quiere reinar con ellos en la vida futura. El alma tiene que familiarizarse en
este mundo con los misterios de la gracia y con la práctica del amor y la
alabanza de Dios. Como dice San Macario, ni siquiera los reyes de la tierra
permiten que se les acerquen quienes ignoran los modales y costumbres de
palacio.
Nuestra única fuente es un
sermón del Crisóstomo; puede verse en Migne, PG., vol. XLVIII, pp. 747-756.
Acerca del crédito que merecen los panegíricos, véase Delehaye, Les Passions
des Martyrs et les Genres Littéraires (1921), c. II, pp. 183-235.
(20 de diciembre)
La población suiza
de Saint-Ursane, al pie del Mont Terrible, debe su nombre a Uricino (o
Ursicino), quien fue discípulo de San Columbano. El santo fue uno de los monjes
que abandonaron el monasterio de Luxeuil y fueron a reunirse en Metz con su
abad, cuando éste fue expulsado del monasterio. Lo mismo que Sari Galo y otros,
San Uricino se estableció en el territorio actual de Suiza, fundó una pequeña comunidad y la gobernó con
la regla de San Columbano que se observaba en Luxeuil, y predicó el Evangelio a
los paganos de la región. Murió poco antes de la mitad del siglo VII, y fue muy venerado por su santidad y milagros. En este mes, se
conmemora a otros dos santos del mismo nombre. En efecto, el I9 de
diciembre, el Martirologio Romano nombra a un obispo de Brescia, del que lo
único que sabemos es que tomó parte en el Concilio de Sárdica en 374; el día
14, habla de un obispo del siglo VI, a quien se venera en Cahors.
Tenemos pocos datos ciertos
sobre San Uricino. El corto texto publicado por Trouillat, Monuments de
Fevéché de Bale, vol. I, pp. 40-44, es un resumen de una biografía del
siglo XI, muy poco de
fiar. Véase Chévre, Histoire de Saint-Ursanne (1891). La dedicación de
ciertas iglesias antiguas prueba que se tributaba culto a San Uricino. En DCB.,
vol. IV, p. 1070, se
dice que el santo era un “monje irlandés”; pero Dom Gougaud no le menciona en Saints
irlandais hors d’Irlande (1937). Acerca de la campana que pasa por ser una
reliquia de San Uricino, cf. Stückelberg, Geschichte der Reliquien in der
Schweiz (1908), donde hay ciertos indicios de que el santo era realmente de
origen irlandés. Mons. Besson le menciona brevemente en Nos origines
chrétiennes: Elude sur la Suisse romande (1921).
(20 de diciembre)
Domingo nació a
principios del siglo XI, en Cañas de Navarra, en los
Pirineos españoles. Sus padres eran campesinos. El futuro santo vivió algún
tiempo como ellos, cuidando el ganado de su padre en los valles. El pastoreo
desarrolló en él el gusto por la soledad y la quietud, de suerte que pronto
ingresó Domingo en el monasterio de San Millán de la Cogolla, en el que hizo
grandes progresos; en efecto, se le confiaron varias obras de reforma y fue
elegido superior. En el ejercicio de su cargo, entró en conflicto con su
soberano, García III de Navarra, por haberse negado a
entregarle ciertas posesiones del monasterio, que él reclamaba. Finalmente
García expulsó a Domingo y a otros dos monjes. Fernando I de Castilla los
acogió con los brazos abiertos y los envió al monasterio de San Sebastián de
Silos, del que Domingo fue elegido abad. Dicho monasterio se hallaba situado en
una región remota y estéril de la diócesis de Burgos y estaba en decadencia
material y espiritual. Santo Domingo consiguió controlar la decadencia; poco a
poco, empezó a progresar el monasterio y llegó a ser uno de los más famosos de
España. Santo Domingo obró muchos milagros durante su vida; según se dice, no
había enfermedad que sus oraciones no pudiesen curar. El Martirologio Romano
repite la leyenda según la cual 300 cristianos esclavizados por los moros
consiguieron la libertad invocando a Santo Domingo. Este murió el 20 de
diciembre de 1073.
Los dominicos celebran particularmente a
Santo Domingo de Silos, porque, , según la tradición, noventa y seis años
después de su muerte, se apareció a la Beata Juana de Aza, quien había hecho
una peregrinación de Calaruega a su santuario, y le prometió que tendría otro
hijo, quien fue nada menos que el fundador de la Orden de Predicadores. El niño
recibió el nombre de Domingo, en honor del santo abad de Silos. Hasta la guerra
civil de 1931, el abad de Silos solía llevar al palacio real el báculo de Santo
Domingo cuando la reina iba a dar a luz, y lo dejaba junto al lecho de la
soberana hasta después del parto.
Existe una biografía escrita
por un monje llamado Grimaldo, quien afirma que fue contemporáneo del santo. Fue
publicada, con algunas omisiones de poca importancia, en Mabillon, vol. VI,
pp. 299-320. La biografía en verso de Gonzalo de Berceo (editada por J. D. Fitzgerald en 1904),
escrita hacia 1240, añade pocos datos, pero es tal vez la más antigua
composición castellana en verso. Los historiadores se han interesado mucho por
Santo Domingo desde que se descubrieron los tesoros bibliográficos de la
bilbioteca de Silos. Véase, por ejemplo, M. Férotin, Histoire de l’Abbaye de
Silos (1897); A. Andrés en Boletín de la Real Academia Española, vol.
IV (1917), pp. 172-194 y 445-458; L. Serrano” El Obispado de Burgos y
Castilla Primitiva (1935), vol. II; y la breve biografía de f” Alcocer (1925).
(21 de diciembre)
Santo Tomás era judío. Probablemente había
nacido en Galilea, en el seno de una familia modesta; pero no se dice de él que
haya sido pescador, e ingoramos las circunstancias en las que el Señor le llamó
al apostolado. Tomás es un nombre sirio, que significa “gemelo.” “Dídimo”, como
se llamaba también al Apóstol, es la traducción griega. Cuando el Señor se
dirigía a los alrededores de Jerusalén a resucitar a Lázaro, los demás
discípulos trataron de disuadirle, diciendo: “Maestro, hace poco los judíos
querían apedrearte. ¿Cómo, pues, vuelves allá?” Pero Santo Tomás les dijo: “Vayamos
y muramos con El”, lo cual prueba el ardiente amor que profesaba a Jesús. El
Señor dijo en la última cena: “Vosotros sabéis a dónde voy y conocéis el
camino.” Tomás preguntó: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos conocer
el camino?” Entonces, el Señor le respondió estas palabras que resumen toda la
vida cristiana: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, y ninguno va al Padre
sino por mí.” Pero Santo Tomás es sobre todo famoso por su incredulidad después
de la muerte del Señor. Jesús se apareció a los discípulos el día de la
resurrección para convencerlos de que había resucitado realmente. Tomás, que
estaba ausente, se negó a creer en la resurrección de Jesús: “Si no veo en sus
manos la huella de los clavos y pongo el dedo en los agujeros de los clavos y
si no meto la mano en su costado, no creeré.” Ocho días más tarde, hallándose
los discípulos juntos y a puerta cerrada, Cristo apareció súbitamente en medio
de ellos y los saludó: “La paz sea con vosotros.” En seguida se volvió a Tomás
y le dijo: “Pon aquí tu dedo y mira mis manos: dame tu mano y ponía en mi
costado. Y no seas incrédulo sino creyente.” Tomás cayó de rodillas y exclamó: “¡Señor
mío y Dios mío!” Jesús replicó: “Has creído, Tomás, porque me has visto.
Bienaventurados quienes han creído sin haber visto.”
A esto se reduce todo lo que el Nuevo
Testamento dice sobre Tomás. Sin embargo, como sucede en el caso de los demás
Apóstoles, existen diversas tradiciones muy poco fidedignas acerca de las
actividades apostólicas de Tomás después de la venida del Espíritu Santo.
Eusebio afirma que Tomás envió a San Tadeo (Addai, 5 de agosto) a Edesa a
bautizar al rey Abgar, y dice que el Apóstol trabajó entre los partos y “los
medas, persas, carmanios, hircanios, bactrianos y otros pueblos de esa región.”
Pero la tradición más persistente es la que afirma que Santo Tomás predicó el
Evangelio en la India. Dicha tradición se apoya en fuentes aparentemente
independientes. La principal de ellas es un documento titulado “Acta Thomae”,
que data, según parece, de principios del siglo III. Cuando los
Apóstoles se repartieron en Jerusalén el mundo para ir a predicar, la India tocó en suerte a Judas Tomás (como se le
llama frecuentemente en las leyendas sirias). Tomás, que no quería ir allá,
alegó que su salud no era muy robusta y que un hebreo no podía enseñar a los
indios. Ni siquiera una aparición del Señor logró hacer cambiar de parecer a
Tomás. Entonces, el Señor se apareció a un mercader llamado Aban, embajador del
rey parto Gundafor, quien reinaba en una parte de la India. Cristo vendió a
Tomás como esclavo al representante de Gundafor. Cuando Tomás comprendió lo que
había sucedido, exclamó: “Hágase, Señor, tu voluntad” y se embarcó con Aban,
llevando únicamente consigo las veinte monedas de plata por las que había sido
vendido, pues Cristo se las había dado. En el curso del viaje, se detuvieron en
un puerto en el que se celebraba el matrimonio de la hija del gobernador local.
Oyendo tocar la flauta a una joven hebrea, Tomás se sintió movido a cantar la
belleza de la Iglesia, representándola bajo la metáfora de una novia. Pero,
como cantaba en su lengua propia, sólo la flautista hebrea le entendió. La
joven se enamoró de él; pero Tomás no levantó los ojos del suelo para mirarla.
Esa misma noche, Jesucristo, tomando la apariencia de Tomás, se apareció a la
pareja que había contraído matrimonio y persuadió a ambos cónyuges de que
observasen continencia perfecta. Cuando el gobernador se enteró de ello, se
indignó mucho y mandó llamar al forastero; pero Aban y Tomás habían partido ya,
y sólo quedaba la joven flautista, que estaba llorando amargamente porque no la
habían llevado consigo. Cuando la flautista supo lo que había sucedido a la
pareja que había contraído matrimonio, se enjugó las lágrimas y se puso a su
servicio.
Entre tanto, Aban y Tomás proseguían su viaje
y llegaron a la corte de Gundafor en la India. Cuando el rey preguntó al
Apóstol cuál era su oficio, éste respondió: “Soy carpintero y albañil. Sé hacer
yugos y arados y remos y mástiles; sé también trabajar la piedra y construir tumbas
y monumentos y palacios para los reyes.” Gundafor le encargó que le construyese
un palacio. Tomás trazó los planos: “Las puertas daban al oriente para recibir
la luz; las ventanas hacia el occidente para recibir el aire; al sur estaba el
horno de la panadería, y en la parte norte había caños de agua para el servicio
de la casa.” Gundafor partió de viaje. Durante su ausencia, Tomás no trabajó en
la construcción, y gastó todo el dinero que el rey le había dado en socorrer a
los pobres, diciendo: “Lo que es del rey hay que darlo a los reyes.” El Apóstol
recorrió el reino, predicando y curando y arrojando a los malos espíritus. A su
vuelta, el rey le pidió que le mostrase el palacio. Tomás replicó: “No podrás
verlo sino hasta que salgas de este mundo.” Entonces el rey le encarceló y
decidió despellejarle vivo. Pero precisamente entonces, murió un hermano de
Gundafor. Los ángeles le mostraron en el cielo el palacio que las buenas obras
de Tomás habían construido para Gundafor, y le permitieron volver a la tierra y
comprar el palacio a su hermano. Pero Gundafor no quiso vendérselo. En seguida,
lleno de admiración, puso en libertad a Tomás, y recibió el bautismo con su
hermano y muchos de sus subditos. “Y al amanecer, (Tomás) partió el pan
euca-rístico y les permitió acercarse a la mesa del Mesías. Ellos se alegraron
y regocijaron mucho.” Después, Santo Tomás predicó e hizo muchos milagros en la
India, hasta que tuvo dificultades con el rey Mazdai por haber convertido (“embrujado”)
a su esposa, a su hijo y a otros personajes. Tomás fue conducido a la cumbre de
una colina; siguiendo las órdenes del rey, “los soldados fueron y le golpearon, y él cayó y murió.”
Fue sepultado en un sepulcro real pero más tarde algunos cristianos trasladaron
sus reliquias al occidente.
Actualmente, la mayoría de los historiadores
afirman que la leyenda que acabamos de resumir carece de fundamento histórico.
Sin embargo, está fuera de duda que, hacia el año 46 de nuestra era, había un
rey llamado Gondofernes o Gudufar, cuyos dominios incluían el territorio de
Peshawar. Y no han faltado quienes hayan tratado de identificar al rey Mazdai (cuyo
nombre es de origen indio) con el rey Vasudeva de Matura. Desgraciadamente, las
leyendas relacionadas con Santo Tomás no se reducen a esto, ya que en el otro
extremo de la India, en el territorio que va de Punjab a lo largo de la costa
malabar, particularmente en las regiones de Cochín y Travancore, hay muchos
pueblos cristianos que se dan a sí mismos el nombre de “cristianos de Santo
Tomás.” Su historia es perfectamente conocida desde el siglo XVI; pero, a pesar de que abundan las teorías sobre sus orígenes, no se ha
logrado todavía dilucidar el punto. Está fuera de duda que desde muy antiguo
hubo cristianos en esa región. Por otra parte, las formas y el idioma de la
liturgia, que es el sirio, indican claramente que el cristianismo de la región
proviene de Mesopo-tamia y de Persia.* Los cristianos pretenden, según lo
indica el nombre que se dan, que Santo Tomás evangelizó personalmente la
región. Una tradición oral muy antigua afirma que el Apóstol desembarcó en
Cranganore, en la costa occidental, y que estableció siete iglesias en Malabar.
En seguida, se dirigió hacia el este, a la costa de Coromandel, donde murió por
la espada. El martirio tuvo lugar en la “Colina Grande”, a unos doce kilómetros
de Madras. Santo Tomás fue sepultado en Mylapore, que es actualmente un
suburbio de la ciudad del mismo nombre. Como quiera que sea, las principales
reliquias estaban en Edesa, en el siglo IV. Las Acta
Thomae cuentan que fueron trasladadas de la India a Mesopotomia. Más tarde,
fueron transladadas de Edesa a la isla de Kíos en el Mar Egeo, y de ahí a
Ortona de los Abruzos,, donde reposan en la actualidad.
El Martirologio Romano, que combina varias
leyendas, afirma que Santo Tomás predicó el Evangelio a los partos, medos,
persas e hircanios, y que después, pasó a la India y fue martirizado en “Calamina.”
Este nombre aparece en escritos muy tardíos, y nadie ha logrado identificar el
sitio. Naturalmente, los partidarios de la tradición malabar han tratado de
relacionarlo con las cercanías de Mylapore. El Martirologio Romano conmemora el
3 de julio la traslación de las reliquias de Santo Tomás a Edesa. En el Malabar
y en toda? las iglesias sirias dicha fecha es la de la fiesta principal, pues
el martirio tuvo lugar el 3 de julio “del año 72.”
*
Además de otros indios cristianos, hay más de un millón y medio de “Cristianos
de Santo Tomás”, de los cuales más de la mitad son católicos del “rito
sirio-malabar . Desde 1930, existe también un reducido grupo del rito
sirio-malankar. Los demás son en su gran mayoría jacobitas; pero hay también un
grupo considerable de “sirios reformados” (quienes se atribuyen particularmente
el nombre de cristianos de Santo Tomás), asi como algunos protestantes y un
pequeño grupo de nestorianos. Tales divisiones datan de 1653.
La edición más accesible de
las actas apócrifas de Santo Tomás es la de Max Bonnet (1883). Los
historiadores opinan que las actas no se conservan en su forma original, pero
creen que el texto griego no difiere sustancialmente del original. La versión siria
ha sufrido
modificaciones e interpolaciones mucho más importantes. Aunque se ha exagerado el gnosticismo
de las actas (cf. Harnack, Die Chronologie der altchristlichen Litteratur,
vol. I, PP- 545-549), no por ello se puede negar que exista realmente. El
P. P. Peeters insiste con razón en que todos los maestros ortodoxos de los
primeros siglos debieron caer en la cuenta de que las actas eran apócrifas,
como lo hacen notar San Epifanio, San Agustín, Santo Toribio de Astorga, San
Inocencio I y el Decreto del Pseudo-Gelasio. El autor de las actas, que era
probablemente un sirio-griego, pudo fácilmente tomar de los relatos de los
viajeros y mercaderes el nombre de Gondofernes y otros datos de color local, de
suerte, que no puede considerárselos como una prueba del fundamento histórico
de la leyenda. Véase sobre ésto a Peeters, en Analecta Bollandiana, vol.
XVIII
(1899), pp. 275-279. vol. XXV (1906), pp. 196-200; vol. XXXII (1913), pp.
75-77; vol. XLIV (1926), pp. 402-403. Todos estos artículos versan
sobre libros que proponen diversas teorías basadas en el texto de las actas.
Mencionaremos algunas de esas teorías para dar una idea de la abundantísima
literatura sobre el tema. A. von Gutschmid, Kleine Schriften, u, pp.
332-394, estaba obsesionado por la idea de que las actas constituyen una
versión cristiana de las leyendas budistas. Sylvain Lévi, en Journal Antigüe
(1897), trató de explicar los nombres y los hechos como si las actas fuesen
realmente un documento histórico. W. R. Philipps, en The Indian Antiquary (1903),
y J. Fleet, en Journal of the Royal Asiatic Society (1905), criticaron
el trabajo de Lévi. En cambio Medlycott, en una obra poco critica
titulada India and the Apostle Thomas (1905), trató de confirmar por las
actas la teoría de que el Apóstol murió en Mylapore. El P. J. Dahlmann, Die
Thomas-Legende (cf. Thurston, en The Month, agosto de 1912, pp.
153-163), atribuyó gran importancia histórica a los datos de las actas, pero no
trató de probar la teoría de Mylapore. El P. A. Váth, en una obrita titulada Der
hl. Thomas, der Apostel Indiens (1925), sigue discretamente el mismo
camino. Por otra parte, los defensores de la tradición del sur de la India han
hablado también. Merece especial atención, entre los muchos opúsculos
publicados en favor de la tradición de Mylapore, la obra de F. A. D’Cruz, Sí Thomas
the Apostle in India (1925). En Mylapore y en Travancore hay una serie de
inscripciones pahlavi (es decir, partas), de carácter aparentemente cristiano,
grabadas en cruces redondas. Es muy probable que los evangelizadores de la
costa malabar hayan sido originarios de Edesa; con el tiempo la tradición, que
era muy confusa, relacionó la evangelización con Santo Tomás. El P. Thurston
resume el problema en la Catholic Encyclopedia, vol. XIV, pp. 658-659.
La obra de A. C. Perumalil, The Apostles in India (Patna, 1953),
constituye un buen resumen de tipo popular.
(21 de diciembre)
Anastasio II sucedió
en la sede de Antioquía, el año 599, al intrépido defensor de la fe, San
Anastasio I. El nuevo obispo hizo
inmediatamente la profesión de fe y comunicó su elección al Papa San Gregorio
Magno. Este aprobó la elección y exhortó a Anastasio a concentrarse ante todo
en la tarea de desarraigar la simonía. El año 609, los judíos sirios,
enfurecidos por la actitud del emperador Focas, quien quería “convertirlos” por
la fuerza, provocaron desórdenes en Antioquía. Una de sus primeras víctimas
cristianas fue el patriarca, a quien infligieron graves humillaciones antes de
darle muerte, y cuyo cadáver mutilaron y quemaron. El ejército imperial castigó
ese crimen con no menor injusticia y severidad. Los cristianos consideraron a
Anastasio como mártir V su nombre fue incluido en el
Martirologio Romano; pero en el oriente no se le tributa culto. San Anastasio II tradujo al griego el De cura pastorali de San Gregorio; pero no
faltan autores que atribuyen esa traducción a su predecesor e identifican a
ambos Anastasios. En realidad, San Anastasio I fue un personaje diferente, que
estuvo desterrado veintitrés años de su sede por haberse opuesto a las
elucubraciones pseudoteológicas del emperador Justiniano. Su fiesta se celebra
el 21 de abril.
Véanse las cartas de
Gregorio I y la Chronographia de Teófanes en Migne, PG, vol. CVIII, p.
624. Véase también DHG., vol. II, c. 1460.
(22 de diciembre)
San Dionisio de Alejandría, en su carta a
Fabiano de Antioquía, hablando de los cristianos egipcios que padecieron en la
persecución de Decio cuenta que muchos fueron arrojados al desierto, donde
murieron de hambre, de sed, de insolación, o perecieron atacados por las fieras
o por hombres no menos feroces. Otros muchos cristianos fueron vendidos como
esclavos-cuando escribía San Dionisio, muy pocos habían sido rescatados. El
santo menciona en particular al anciano obispo de Nilópolis, Queremón, quien
había ido a refugiarse en las montañas de Arabia con otro compañero y a quien
nadie había vuelto a ver. Los cristianos los buscaron, pero no lograron
encontrar ni siquiera los cadáveres. San Dionisio menciona también a Iscrión,
que era el procurador de un magistrado en cierta ciudad de Egipto, que la tradición
identifica con Alejandría. El magistrado le ordenó que ofreciese sacrificios a
los dioses; Iscrión se negó a ello, y los insultos y amenazas no consiguieron
hacerle cambiar de parecer. Entonces, el magistrado, furioso, mandó que lo
mutilaran y lo atravesaran con un palo. El Martirologio Romano conmemora a
estos dos mártires el día de hoy.
Lo único que sabemos sobre
estos mártires procede de un pasaje de una carta de San Dionisio de Alejandría,
citado por Eusebio (lib. VI, c. 42).
(23 de diciembre)
En Cuanto se publicó el edicto de Decio
contra los cristianos, un cruel gobernador de la isla de Creta inició la
persecución. Las víctimas más distinguidas fueron los Diez Mártires de Creta: teódulo, saturnino, euporo, gelasio, euniciano,
zótico, cleomenes, agatopo, basílides y evaristo.
Los tres primeros
eran originarios de Cortina, la capital. Los jueces les ordenaron que
ofreciesen sacrificios a Júpiter, pues ese día se celebraba una fiesta en su
honor. Ellos replicaron que jamás ofrecerían sacrificios a un ídolo. El
presidente dijo: “Vais a ver lo que es el poder de los dioses, vosotros que
despreciáis a esta gran asamblea en la que se rinde culto a los omnipotentes
Júpiter, Juno, Rea y otras divinidades.” Los mártires respondieron que conocían
perfectamente la leyenda de la vida de Júpiter, y que seguramente quienes le consideraban como una divinidad debían tener
por virtud el imitar sus vicios.
La chusma hubiese acabado ahí mismo con los
mártires, si el gobernador no la hubiese contenido para someterlos a la
tortura. Los tres sufrieron con gran alegría. A los gritos de la multitud, que
los exhortaba a obedecer y ofrecer sacrificios para salvarse, respondieron: “Somos
cristianos, y preferiríamos morir mil veces.” Finalmente, el gobernador se dio
por vencido y los condenó a morir por la espada. Los mártires se dirigieron
gozosos al sitio de la ejecución, pidiendo a Dios que se mostrase
misericordioso con ellos y con toda la humanidad y que disipase las tinieblas
de la idolatría entre sus compatriotas. La multitud se dispersó después de la
ejecución. Los cristianos sepultaron a los mártires, cuyas reliquias fueron
trasladadas más tarde a Roma. Los Padres del Concilio de Creta (458) afirmaron
en una carta al emperador León I que la isla de Creta se había preservado hasta
entonces de la herejía, gracias a la intercesión de estos mártires.
Existen dos versiones de la pasión
griega. La más fidedigna es la que editó A. Pa-padopulos-Kerameus en sus Analecta,
vol. IV, pp. 224-237. La segunda forma parte de los escritos que suelen
atribuirse a Metafrasto; puede verse en Migne, PG., vol. cxvi, pp. 565-573. La
tradición de este martirio se conserva muy viva en Cortina. La población en la
que tuvo lugar la ejecución se llama actualmente “Hagiogi Deka” (Diez Santos);
se conserva una dala rota, en la que hay diez depresiones, que, según la
tradición, señalan el sitio en el que se arrodillaron los mártires para recibir
el golpe fatal. Véase Analecta Bollan-diana, vol. XVIII (1899), p. 280.
(23 de diciembre)
La “pasión” de
Santa Anatolia, que carece de valor histórico, relata que la joven, a raíz de
una visión, se negó a contraer matrimonio con un pretendiente llamado Aurelio.
Este acudió entonces a Victoria, hermana de Anatolia, para que ella la
convenciese de que debía aceptar su proposición. Victoria no sólo fracasó en la
empresa, sino que, siguiendo el ejemplo de su hermana, rompió sus esponsales
con Eugenio. Entonces, los dos jóvenes encerraron a las dos hermanas en sus
casas de campo respectivas y trataron de vencerlas por el hambre. Después,
Anatolia fue denunciada por ser cristiana. El Martirologio Romano resume así su
martirio: “Después de curar de diversas enfermedades a muchas gentes y
convertirlas a la fe de Cristo, en la provincia de Piceno, sufrió diferentes
torturas por orden del juez Faustiniano. Habiéndose librado milagrosamente de
una serpiente que le echaron encima, convirtió a (el verdugo) Audax. En seguida,
levantó las manos para orar y fue atravesada por una lanza. Victoria sufrió el
martirio, tal vez en Tribulano, en los Montes Sabinos. “Se negó a contraer
matrimonio con Eugenio y a ofrecer sacrificios. Después de obrar muchos
milagros, con los que ganó a Dios a numerosas doncellas, su corazón fue
atravesado por la espada del verdugo, a instancias de su prometido.
En varios sitios de Italia se venera a Santa
Anatolia y a Santa Victoria; pero las verdaderas circunstancias de su martirio
son desconocidas. En la pasión” de estas mártires se habla del matrimonio en un
tono que se halla en otros documentos cristianos, pero que correspondió más
bien a las doctrinas heréticas del encratismo que a las enseñanzas de la
Iglesia Católica. San Adelmo de Sherborne
utilizó las “actas” de Santa Lucía y las de Santa Victoria en sus tratados De
laudibus virginitatis.
Existen varias versiones de
la pasión de estas mártires (cf. BHL., nn. 417-420 y 8591-8593). Los
textos varían mucho, están llenos de contradicciones y carecen de valor
histórico. Pero hay razones para creer que las mártires existieron realmente. Véase
P. Paschini, La passio delle maniré Sabine Villoría et Anatolia (1919);
Lanzoni, Le diócesi d’Ilalia, pp. 347-350; Schuster, Bolletino
diocesano per Sabina, etc. (1917), pp. 163-167: y sobre todo Delehaye,
CMH., pp. 364 y 654, y Elude sur le légendier romain (1936), pp. 59-60.
(15 de diciembre)
San Servulo, como
el Lázaro de la parábola de Cristo, era un hombre pobre y cubierto de llagas
que yacía frente a la puerta de la casa de un rico. En efecto, nuestro santo
estuvo paralítico desde niño, de suerte que no podía ponerse en pie, sentarse,
llevarse la mano a la boca, ni cambiar de postura. Su madre y su hermano solían
llevarle en brazos al atrio de la iglesia de San Clemente de Roma. Sérvulo
vivía de las limosnas que le daban las gentes. Si le sobraba algo, lo repartía
entre otros menesterosos. A pesar de su miseria, consiguió ahorrar lo
suficiente para comprar algunos libros de la Sagrada Escritura. Como él no
sabía leer, hacía que otros se los leyesen, y escuchaba con tanta atención, que
llegó a aprenderlos de memoria. Pasaba gran parte de su tiempo cantando salmos
de alabanza y agradecimiento a Dios, a pesar de lo mucho que sufría. Al cabo de
varios años, sintiendo que se acercaba su fin, pidió a los pobres y peregrinos,
a quienes tantas veces había socorrido, que entonasen himnos y salmos junto a
su lecho de muerte. El cantó con ellos. Pero, súbitamente, se interrumpió y
gritó: “¿Oís la hermosa música celestial?” Murió al acabar de pronunciar esas
palabras, y su alma fue transportada por los ángeles al paraíso. Su cuerpo fue
sepultado en la iglesia de San Clemente, ante la cual solía estar siempre. Su
fiesta se celebra cada año, en esa iglesia de la Colina Coeli.
San Gregorio Magno concluye un sermón sobre
San Sérvulo, diciendo que la conducta de ese pobre mendigo enfermo es una
acusación contra aquellos que, gozando de salud y fortuna, no hacen ninguna
obra buena ni soportan con paciencia la menor cruz. El santo habla de Sérvulo
en un tono que revela que era muy conocido de él y de sus oyentes, y cuenta que
uno de sus monjes, que asistió a la muerte del mendigo, solía referir que su
cadáver despedía una suave fragancia. San Sérvulo fue un verdadero siervo de
Dios, olvidado de sí mismo y solícito de la gloria del Señor, de suerte que
consideraba como un premio el poder sufrir por El. Con su constancia y
fidelidad venció al mundo y superó las enfermedades corporales.
Lo único que sabemos sobre
Sérvulo es lo que cuenta San Gregorio Magno. Véase Diálogos, lib. IV, c.
14; y también las homilías de San Gregorio, Migne, PL., vol. LXXVI, c. 1133.
(23 de diciembre)
En un par de diócesis de Francia se conmemora la fiesta del rey Dagoberto II, hijo de otro rey santificado: Sigeberto III, sin embargo,
no parece que haya ninguna razón particular,
aparte de la tradición popular, para que se le considere como santo y mucho
menos como mártir. Dagoberto era todavía un niño en el año de 656, cuando
ascendió al trono de Austrasia durante un período brevísimo, puesto que su
tutor Grimoaldo, el indigno hijo del Beato Pepino de Landen, lo expulsó y lo
desterró para dar la corona a su propio hijo, Childeberto. Dido, el obispo de
Poitiers, se llevó al pequeño Dagoberto a Irlanda.
Por Eddi, autor de la “Vida de San Wilfrido
de York”, sabemos que este santo obispo dispensó su amistad a Dagoberto y,
gracias a los buenos oficios y al empeño de San Wilfrido, cuando Childerico II fue asesinado en Francia, en el año de 675, el joven monarca exilado
pudo regresar y recuperar su trono. Durante el viaje que hizo San Wilfrido a
Roma para pedir amparo contra San Teodoro de Canterbury y el rey Egfrido, se
detuvo en Metz y se hospedó en la corte del rey Dagoberto quien se esforzó en
vano por recompensar los servicios del prelado con su instalación en la sede
vacante de Estrasburgo.
El 23 de diciembre del año 679, murió
accidentalmente el rey Dagoberto durante una partida de caza en los bosques de
Woévre, en la Lorena, pero aquella muerte se atribuyó a un asesinato
premeditado y consumado a traición “por los duques, con la complicidad y el
consentimiento de los obispos.” Fue sepultado en Stenay, un lugar vecino al de
su muerte. Como en otros casos similares, por ejemplo el de San Segismundo de
Burgundia, las circunstancias en que se produjo su muerte, hicieron que
Dagoberto fuese considerado como un mártir, y de allí procede que se le rinda
culto como a un santo.
La Vida de Dagoberto, editada
por B. Krusch en MGH., Scriptores Merov, vol. II, pp. 511-524, tiene
poco valor histórico, pero no así el suplemento editado por el mismo Krusch en
el vol. VII, pp. 474 y 494. Las referencias de Eddi a Dagoberto tienen
muchísimo interés. Se le puede consultar en la edición de Colgrave de la Vida
de San Wilfrido de York (1927); cf. también Vie de St. Owen de
Vacandrad, pp. 283-286. Véanse asimismo la Eccles. Hist. de Beda, en la
edición de Plummer, vol. II, pp. 318 y 325; a F. Lot, en Histoire du Moyen Age
(1928), vol. I, pp. 282 y 286; a B. Krusch en Historische Aufsátze K.
Zeumer gewidmet (1910), pp. 411-438; a Gougaud, en Christianity in
Celtio Lands, p. 153. Respecto a los años que Dagoberto pasó en Irlanda,
observa Gougaud: “No cabe duda de que así se explica la presencia de irlandeses
en Aquitania en tiempos posteriores.” Cf. también a W.
Levison en England and the Continent... (1946), pp. 49-51.
(23 de diciembre)
Se Afirma que Gregorio era un sacerdote de
Espoleto que fue martirizado, pero aun se pone en duda su existencia, puesto
que no hay mención de él, a no ser en unas “actas” ficticias de su supuesta
pasión. Se relata ahí que Flaco, el gobernador de Umbría, llegó a la ciudad de
Espoleto con una orden del emperador Maximiano para imponer castigos a todos
los cristianos. Todos los habitantes fueron reunidos en el foro y Flaco
preguntó si ya todos habían abandonado el culto de los dioses. El magistrado
principal repuso al gobernador que eran muy pocos los que habían renegado de la
antigua religión y que, si era necesario castigar a alguno, éste debía ser un
hombre llamado Gregorio quien, además de propagar activamente la doctrina
prohibida, había tenido la osadía de derribar estatuas de los dioses. Inmediatamente,
fueron enviados los soldados para traer al acusado ante el tribunal. Una vez
frente a sus jueces, Flaco lo interrogó: “¿Quién es tu Dios?.” Gregorio repuso
sin titubeos: “Aquél que hizo al hombre a su imagen y
semejanza, el todopoderoso e inmortal que habría de redimir a todos los hombres
de acuerdo con sus obras.” Flaco se encogió de hombros con impaciencia, pidió
al reo que no hablase tanto y que hiciera en cambio lo que se le había pedido.
A esto repuso Gregorio: “No sé lo que quieres de mí, pero no he hecho sino lo
que debo.” “Si quieres salvarte”, le advirtió el gobernador, “ve al templo y
ofrece sacrificios a Júpiter, a Minerva y a Esculapio. Entonces serás
considerado como amigo nuestro y recibirás los favores de nuestros invencibles
emperadores.” A todo lo cual, Gregorio repuso con la misma mansedumbre: “No
deseo vuestra amistad y no ofreceré sacrificios a los demonios, sino únicamente
a mi Dios, Jesucristo.”
El gobernador ordenó que, por haber proferido
aquellas blasfemias, fuese golpeado en el rostro por los puños de los soldados
y, después, se le hiciese morir a fuego lento. Sin embargo, cuando los verdugos
estaban a punto de acostar a Gregorio en la parrilla, se produjo un terremoto
que destruyó un barrio de Espoleto. Pero al otro día, después de nuevas
torturas, fue decapitado.
La pasión de este mártir,
que aparece en numerosas copias de antiguos manuscritos, fue impresa por Surio
y fue objeto de una curiosa transformación que la hizo aparecer como la
historia del martirio de San Jorge, escrito por el padre Delehaye en la Analecta
Bollandiana, vol. XXVII (1908), pp. 373-383. El propio Delehaye señala que
la mencionada pasión es una mera fantasía y que no existe prueba alguna de que
un mártir llamado Gregorio haya sido honrado en Espoleto durante los primeros
siglos. Una de las copias de la pasión cayó en manos de Ado, quien inscribió la
nota correspondiente en el Martirologio Romano. En Eludes sur les Gesta
Martyrum Romains, vol. III, pp. 98-100, de Dufourcq, se encuentran algunos
comentarios sobre esas actas.
(24 de diciembre)
Gordiano EL regionarius,
padre de San Gregorio el Grande, tuvo tres hermanas que llevaron una vida
ascética de reclusión religiosa en su casa. Los nombres de las tías de San
Gregorio eran: Tarsila, la mayor, Emiliana y Gordiana. Con más fuerza que el
vínculo de la sangre, unía a Tarsila y Emiliana el fervor de sus corazones y su
común caridad. Vivían en la casa que había sido de su padre, en el Clivus
Scauri, como en un monasterio, y unas a otras se alentaban en las prácticas de la virtud por la palabra y el ejemplo,
de manera que hicieron grandes progresos en la vida espiritual. Gordiana se
unió a ellas pero no tardó en cansarse del silencio y el retiro, se sintió inclinada
a adoptar otra clase de vida y se casó con su tutor. Tarsila y Emiliana
perseveraron en la senda que habían elegido, contentas en la paz de su retiro y
en la entrega de su amor a Dios, hasta que fueron llamadas a recibir la
recompensa de su fidelidad. San Gregorio nos dice que Tarsila gozó de la gracia
de una visión de su bisabuelo, el Papa San Félix II (III), quien
le mostró el lugar que estaba destinado a ella en el cielo, con estas palabras:
“Ven, que yo habré de recibirte en estas moradas de luz.” Poco después de
aquella experiencia, Tarsila cayó gravemente enferma y, mientras sus amigos y
parientes rodeaban su lecho de muerte, comenzó a gritar: “¡Apártense! ¡Atrás,
atrás! ¡Ya viene Jesús, mi Salvador!.” Con estas palabras exhaló su último suspiro
y entregó el alma a Dios en la víspera de la Navidad. Cuando fue amortajada, se
descubrió que en sus rodillas y en sus codos, tenía unos callos tan gruesos y
endurecidos “como los de un camello”, debido a sus continuas plegarias que
decía hincada y apoyada en un reclinatorio. Pocos días después de su muerte, se
apareció en sueños a Emiliana y la llamó para celebrar juntas la Epifanía en el
cielo. En efecto, Emiliana murió el 5 de enero del año siguiente. A las dos
santas hermanas se las nombra en los respectivos días de su muerte en el
Martirologio Romano.
San Gregorio el Grande habla
de sus tías, no solamente en sus Dialogues (lib. IV, cap. XVI), sino
también en una homilía (ver a Migne, PL. vol. LXXVI, c. 1291). C/. Dudden, Sí Gregory the
Great, vol. I, pp. 10-11 y a Dunbar, en Dict. of Saintly Wornen, vol.
II, p. 242.
(24 de diciembre)
De acuerdo con la
tradición, la princesa Irmina, de quien se dice que fue hija de San Dagoberto II, había sido prometida en matrimonio al conde Hermán. Ya estaban hechos
todos los preparativos para la boda en la ciudad de Tréveris, cuando uno de los
hombres que estaban al servicio de la princesa y perdidamente enamorado de
ella, tendió una celada al conde sobre un despeñadero vecino a la ciudad, se
arrojó sobre Hermán con inaudita saña, lucharon los dos a brazo partido y ambos
cayeron abrazados en el precipicio.
Tras este trágico epílogo de sus proyectos,
Irmina obtuvo la autorización de su padre para ingresar a un convento que el
propio Dagoberto había fundado o reconstruido en las proximidades de Tréveris.
Santa Irmina fue una celosa colaboradora en los trabajos misioneros de San
Wilibrordo y, en el año de 698, le cedió la mansión en la que él fundó el famoso
monasterio de Echternach. Se afirma que aquel donativo lo hizo como una muestra
de reconocimiento cuando San Wilibrordo contuvo milagrosamente una epidemia que
había azotado a su convento y causaba muchas víctimas. Eso es todo lo que se
sabe de cierto sobre Santa Irmina.
Santa Adela, otra hija de Dagoberto II, se hizo monja a la muerte de su marido Alberico. Muy probablemente
esta Adela sea la viuda Adula que, entre los años 691 y 692, vivía en Nivelles
con su pequeño hijo, el futuro padre de San Gregorio de Utrecht. Adela fundó un
monasterio en Palatiolum, la actual ciudad de Pfalzel, cerca de Tréveris; fue
la primera abadesa del mismo y lo gobernó con prudencia y santidad durante
muchos años. Parece ser que Adela se encontraba entre los discípulos de San Bonifacio,
y una de las cartas que figuran en la correspondencia de este santo, firmada
por la abadesa Aelfleda de Whitby y dirigida a una abadesa Adola, pertenecía
indudablemente a Santa Adela. A Santa Irmina se le menciona en el Martirologio
Romano, pero el culto popular que se rinde a Santa Adela nunca ha sido
confirmado y no tiene conmemoración litúrgica.
La historia sobre los
primeros años en la vida de Santa Irmina, sobre los que únicamente un monje
llamado Tiofrido hizo un relato cerca de cuatrocientos años después de la
muerte de la santa, es probablemente fabulosa. Hay pruebas de que, por lo menos
parte de ese relato se funda en un personaje ficticio. La biografía en latín de
Santa Irmina, editada por Weiland en MGH., Scriptores, vol. XXIII, pp.
48-50, es una versión de la obra de Tiofrido y no de Teodorico, de quien se
dice que la escribió un siglo después. Sobre todo esto, consúltese la Analecta
Bollandiana, vol. VIII (1889), pp. 285-286, así como a C. Wampach, en Grundherrschaft
Echternach, vol. I, parte 1 (1929), pp. 113-135 y c. los documentos
impresos en la parte u (1930). Sobre Adela, consultar a DHG., vol. I, c. 525.
Ver además a E. Ewig en San Bonifacios (1954), p. 418 y a C. Wampach, en
Irmina von Ceren und ihre Familie, en Trier Zeitschrift, vol. II
(1928), pp. 144-154.
(25 de diciembre)
Esta Fuera de toda duda que Esteban era judío
y, muy probablemente, un helenista de la Dispersión que hablaba el griego. Su
nombre proviene del griego Stephanos, que significa “corona.” Desconocemos por
completo las circunstancias de su conversión al cristianismo. San Epifanio dice
que Esteban fue uno de los setenta discípulos del Señor, pero es improbable. La
primera referencia que se hace de Esteban en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, surge al abordar el tema de que entre los numerosos convertidos
judíos, los helenistas murmuraban contra los hebreos y se quejaban de que a las
viudas de los helenistas se las discriminaba en el diario reparto de los bienes
de la comunidad. Con ese motivo, los Apóstoles reunieron a los fieles y les
advirtieron que no debían descuidar los deberes de la predicación y la plegaria
para atender a la distribución de alimentos; asimismo, les recomendaron que
eligiesen a siete hombres de irreprochable conducta, llenos del Espíritu Santo
y de reconocida prudencia, para que administrasen el reparto de los bienes
comunes. La recomendación fue aprobada y las gentes eligieron a Esteban, “un
hombre lleno de fe y del Espíritu Santo”, a Felipe, a Prócero, Nicanor, Timón,
Parmenas y a Nicolás, un prosélito de Antioquía. Aquellos siete les fueron
presentados a los Apóstoles, quienes les impusieron las manos y, de esta
manera, los ordenaron como a los primeros diáconos.
“Y la palabra del Señor se difundió y el
número de los discípulos se multiplicó extraordinariamente en Jerusalén;
también gran número de entre los sacerdotes se sometieron a la fe. Y Esteban,
lleno de gracia y de fortaleza, obró grandes maravillas y señales entre el
pueblo.” Al hablar, lo hacía con un espíritu tan vehemente y con tanta
sabiduría, que sus oyentes no podían resistir a sus llamados y, al ver la
influencia que ejercía sobre el pueblo, los ancianos y jefes de algunas de las
sinagogas de Jerusalén, fraguaron una conspiración para perderle. Al principio,
los conspiradores decidieron entablar disputas con Esteban, pero al verse
incapaces para derrotarlo en aquel terreno, recurrieron al soborno de testigos
falsos que le acusaron de blasfemia contra Moisés y contra Dios. El proceso se
estableció en el Sanedrín y ante ese tribunal fue citado Esteban. El cargo
principal en contra suya consistía en que había dicho y afirmado que el templo
sería destruido y que las tradiciones mosaicas no eran más que sombras de
normas inaceptables para Dios, puesto que Jesús de Nazaret las había
substituido por otras nuevas. “Y todos cuantos se hallaban en el Sanedrín le
miraron y advirtieron que su rostro era como el de un ángel.” Entonces se le
dio permiso para que hablase y, por medio de una extensa perorata en su
defensa, reproducida en los Hechos vn 2-53, demostró que Abraham, el padre y
fundador de su nación había dado testimonio y recibido los mayores favores de
Dios en tierra extraña; que a Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero se
le vaticinó también una nueva ley y el advenimiento de un Mesías; que Salomón
construyó el templo, pero nunca imaginó que Dios quedase encerrado en casas
hechas por manos de hombres. Afirmó que tanto el templo como las leyes de
Moisés eran temporales y transitorias y deberían ceder el lugar a otras
instituciones mejores, establecidas por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías. Esteban puso término a su
discurso con una amarga invectiva. “¡Sois duros de corazón e incircuncisos de
corazones y de oídos!”, les dijo. “Siempre resistís al Espíritu Santo,
como lo hicieron vuestros padres ¿Qué profeta hubo al que no persiguiesen
vuestros padres? Y mataron a los que de antemano anunciaron el advenimiento del
Justo, del cual ahora vosotros os hicisteis traidores y asesinos, vosotros que
recibisteis la ley como mandato de ángeles y no la guardasteis.”
Toda la asamblea se estremeció de rabia al
oír las palabras de Esteban mas como él estuviese lleno del Espíritu Santo, no
hizo más que levantar los ojos al cielo, vio la gloria de Dios y al Salvador de
pie a la derecha del Padre y dijo a los del Sanedrín: “He aquí que contemplo
los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios.” Y ellos,
dando grandes voces, se taparon los oídos y, como de común acuerdo, se precipitaron
con el mismo furor contra él. A empellones, le sacaron fuera de la ciudad para
apedrearle. Los testigos dejaron sus mantos a los pies de un joven llamado
Saulo. Entonces apedrearon a Esteban que imploraba y decía: “Señor Jesús,
recibe mi espíritu.” Al caer sobre sus rodillas, clamó con fuerte voz: “Señor,
no les tomes en cuenta este pecado.” Y al decir esto descansó en paz.”
Las referencias que se hacen a los testigos
requeridos por la ley de Moisés y todas las circunstancias del martirio,
muestran que la lapidación de San Esteban no fue un acto de violencia de la
multitud, sino una ejecución judicial. De entre los que estaban presentes y “consentían
en su muerte”, sólo uno llamado Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, supo
aprovechar la semilla de sangre que sembró aquel primer mártir de Cristo. “Llevaron
a enterrar a Esteban hombres piadosos e hicieron gran duelo sobre él”, dicen
para concluir los Hechos de los Apóstoles. El hallazgo de los restos de Esteban
por el sacerdote Luciano en el siglo quinto, se relata en el artículo
relacionado con ese suceso en esta obra, bajo la fecha del 3 de Agosto.
Por supuesto que no tenemos
ningún dato sobre la vida de San Esteban, fuera de los que nos suministra el
Nuevo Testamento. Pero en relación con la fiesta y el culto del protomártir, el
lector puede consultar el CMH y el Christian Woship de Duchesne, pp.
265-268. Desde antes de que terminara el siglo cuarto, tanto en el oriente
(como lo demuestran aun para Siria las Apostolic Constitutions, vol. 33)
como en el occidente, a San Esteban se le conmemoraba el 26 de diciembre. Pero
no hay ninguna razón que nos explique por qué se eligió precisamente ese día
desde una fecha tan remota. El antiguo culto a Esteban en Jerusalén ha sido
ampliamente discutido por el cardenal Rampolla en Santa Melania Giuniore, pp.
271-280. Sobre las representaciones de San Esteban en el arte, las creencias y
devociones populares relacionadas con su fiesta en ese día, véase la Ikonographie
de Künstle, vol. II, pp. 544-547, el Lexikon fiir Theologie und Kirche, vol.
IX, ce. 796-799 y el DAC de Leclercq, vol. V, ce. 624-671.
(26 de diciembre)
El martirologio romano señala en esta fecha la muerte, ocurrida en Meso-potamia, del obispo
San Arquelao, famoso por su ciencia y su santidad. En su De Viris Ilustribus
dice San Jerónimo que “Arquelao, un obispo de Mesopo-tamia, compuso un
libro en sirio sobre las discusiones que entabló con un tal Manes, procedente
de Persia. Ese libro fue traducido al griego y han sido muchos los que lo han
leído. Arquelao vivió en la época del emperador Probo, el sucesor de Aureliano
y de Tácito.” Los relatos sobre Arquéalo dicen que un sirio llamado Marcelo había logrado la libertad para cierto número de
esclavos cristianos, y el heresiarca Manes le felicitó efusivamente y le tomó
muy en cuenta su acción caritativa. De esta manera, Manes tuvo oportunidad de
inculcar sus conocimientos a Marcelo. Este informó del asunto a su obispo,
Arquelao, quien entabló discusiones con Manes. Estas “actas” son documentos
interesantes para la historia del maniqueísmo, pero ni fueron escritas en
sirio, ni las escribió Arquelao. Cuando Focio hacía recomendaciones a su
hermano para que leyese el libro de Heracliano de Calcedonia contra los
maniqueos (cuyo estilo, dice, “combina el lenguaje ordinario con el ático, como
un profesor que entrase a un concurso de superación”), cita las palabras de
Heracliano cuando decía que las disertaciones de Arquelao fueron escritas por
un tal Hegemonio. Las investigaciones han demostrado que las mencionadas
disertaciones no fueron más que una treta literaria y que se compusieron muchos
años después de muerto Manes. En consecuencia, parece que San Arquelao, sobre
quien no se sabe nada más, es un personaje tan ficticio como sus “disertaciones”,
inventado para la ocasión por el mismo Hegemonio.
Toda la cuestión del Acta
Archelai es muy oscura, pero aún así, puede consultarse a Bardenhewer en Geschichte
der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 265-269, al DCB, vol. I, pp.
152-153 y a Les Ecritures Manichéenes de P. Alfaric (1918), pp. 55 y ss.
(27 de diciembre)
San Juan el Evangelista, a quien se distingue
como “el discípulo amado de Jesús” y a quien a menudo se llama “el Divino” (es
decir, el “Teólogo”), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un
judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien
desempeñaba el oficio de pescador. Junto con su hermano, se hallaba Juan remendando
las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar
a su servicio a Pedro y a Andrés, llamó
también a los otros dos hermanos para que fuesen sus Apóstoles. A éstos, el
propio Jesucristo les puso el sobrenombre de Boanerges, o sea “hijos del trueno”
(cf. Lucas
9:54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa
de la violencia de su temperamento. Se dice que San Juan era el más joven de
los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás; por otra parte, es el
único sobre el cual se tiene la certeza de que no murió en el martirio. En el
Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, con cierto orgullo justificado,
como “el discípulo a quien Jesús amaba”, y es evidente que era uno de los que
ocupaban una posición de privilegio. El Señor quiso que estuviese presente,
junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como
durante Su agonía en el Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús
demostró a Juan su predilección o su afecto especial, mayor que hacia los
otros, por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano,
que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse
junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino. Juan fue el
elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la
última Pascua y, en el curso de aquel convite, Juan reclinó su cabeza sobre el
pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro
formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es
creencia general la de que era Juan aquel “otro discípulo” que entró con Jesús
ante el tribunal de Caifas, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único
de los Apóstoles que permaneció al pie de la cruz con la Virgen María y las
otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo
su cuidado a la Madre del Redentor. “Mujer, he ahí a tu hijo”, murmuró Jesús a
su Madre desde la cruz. “He ahí a tu madre”, le dijo a Juan. Y desde aquel
momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y
nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos
adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primogénito. Tan sólo a él le fue
dado el privilegio de tratar a María como si fuese su propia madre y el de
honrarla, servirla y cuidarla en persona.
Cuando María Magdalena trajo la noticia de
que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente
y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero. Sin
embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al
sepulcro y los dos “vieron y creyeron” que Jesús había resucitado. A los pocos
días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y
vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San
Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le
vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se
hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro, por solicitud hacia su compañero: “Señor,
¿qué hará este hombre?” Y Jesús replicó: “Si mi deseo es que se quede hasta que
yo venga, ¿qué tiene éso que ver contigo? Sigúeme tú.” Debido a aquella
respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que
Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al
indicar que el Señor nunca dijo: “No morirá.” Después de la Ascensión de
Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al
templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron
hechos prisioneros, pero se los dejó en libertad con la orden de que se
abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que
ambos respondieron: “Si es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes
que a Dios, juzgadlo vosotros mismos. No podemos nosotros dejar de hablar de lo
que vimos y oímos.” Después, los dos Apóstoles fueron enviados a confirmar a
los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo
fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquéllos que “parecían ser
los pilares” de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes
confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan
asistió al primer Concilio de los Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido
éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor. No hay duda de
que estaba presente cuando murió la Virgen María, ya haya ocurrido el hecho en
Jerusalén o en Efeso. San Ireneo afirma que Juan se estableció en Efeso después
del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época
precisa. De acuerdo con la tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan
fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para
quitarle la vida (ver el 6 de mayo). La misma tradición afirma que
posteriormente fue desterrado a la isla de Palmos, donde recibió las
revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.
Después de la muerte de Domiciano, en el año
96, San Juan pudo regresar a Efeso, y es creencia general que fue entonces
cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía
presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo para que podáis creer
que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida
en Su nombre.” Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los
otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está
más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo
enteramente.” La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está
debidamente representada por el águila, que es el símbolo de San Juan el
Evangelista. También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le
llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos,
particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad
de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos
son breves y están dirigidas a determinadas personas: una, probablemente a la
Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A
lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad.
No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a
la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.
Los más antiguos escritores hablan de la
decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los
seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, cuando Juan iba a los
baños, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y
comentó con algunos amigos que le acompañaban: “¡Vamonos, hermanos y a toda
prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad,
caigan sobre su cabeza y nos aplasten.” Dice San Ireneo que fue informado de
este incidente por el propio San Policarpio, el discípulo personal de San Juan.
Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre
omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo
sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al
obispo a quien él mismo había consagrado. “En presencia de Cristo y ante esta congregación,
recomiendo este joven a tus cuidados.” De acuerdo con las recomendaciones de
San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio
instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo
confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el
neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un asaltante
de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y
pidió al obispo: “Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a
tus cuidados en presencia de tu iglesia.” El obispo se sorprendió creyendo que
se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que
se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: “¡Pobre
joven! Ha muerto.” “¿De qué murió?”, preguntó San Juan. “Ha muerto para Dios,
puesto que es un ladrón”, fue la respuesta. Al oír estas palabras, el anciano
Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los
asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los
tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. “Para
esto he venido”, gritó San Juan. “¡Llevadme con vosotros!” Al llegar a la
guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de
vergüenza. Pero Juan le gritó para detenerle: “¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí,
tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo
responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por
tu salvación. Es Cristo quien me envía.” El joven escuchó estas palabras
inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se
acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, un segundo
bautismo. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los
ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.
Aquella caridad que inflamaba su alma,
deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San
Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan
debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las
asambleas de los fieles de Efeso y siempre les decía estas mismas palabras: “Hijitos
míos, amaos entre vosotros...” Alguna vez le preguntaron por qué repetía
siempre la frase, respondió San Juan: “Porque ése es el mandamiento del Señor y
si lo cumplís ya habréis hecho bastante.” San Juan murió pacíficamente en Efeso
hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la
era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con
San Epifanio.
Según los datos que nos proporcionan San
Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y
el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el
Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el
texto original del Hieronymianum (alrededor del año 600 D.C.), la
conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: “La Asunción de San
Juan el Evangelista en Efeso y la ordenación al episcopado de Santo Santiago,
el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de
Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de
la Pascua.” Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran
juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que
el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo, a quien
ahora se honra junto con San Felipe el 1-ro de Mayo. La frase “Asunción de San
Juan”, resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte
de las apócrifas “Actas de San Juan.” La errónea creencia de
que San Juan, durante los últimos días de su vida en Efeso, desapareció
sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma, puesto que
nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de
que aquel discípulo de Cristo “no moriría”, tuvo gran difusión y aceptación a
fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo con
los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien conocido y aun famoso
por los milagros que se obraban en él. El Acta Johannis, que ha llegado
hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus
tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio,
Epifanio, Agustín y To-ribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una
leyenda tradicional. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías,
procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan
con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de
Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que
contenía un líquido envenenado. El Apóstol apuró el veneno sin sufrir daño
alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo
sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que
prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable
o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia
medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne,
se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.
La literatura sobre San Juan
y sus escritos es, naturalmente abundantísima y no es necesario examinarla en
esta breve bibliografía. Sobre las cuestiones de carácter más histórico, se
puede consultar el Saint John (traducción inglesa) de Fouard, el Saint
Jean l’Evangeliste (1907) de Fillion, el Princes of his People, vol.
I (1920) de C. C. Martindale; John the Presbyter (1911) de J. Chapman y
el Stimmen aus María Laach, vol. LXVII (1904), pp. 538-556. A la
literatura apócrifa se la discute muy ampliamente en el Neutestamentlichen
Apokrjphen (1904) de Hennecke, especialmente en las pp. 423-459, lo mismo
que en su secuela, el Handbuch zu den neutestamentlichen Apokryphen (1904),
pp. 592-543. La mejor edición del Acta Johannis es la de Max Bonnet (1898).
Sobre datos especiales véase al CMH de Delehaye, el Synaxarium Cp., c.
665, el Die Kirchlichen Benediktionen in Mittelalters (1909), vol. I, pp. 294-334; a
Báchtold-Stáubli, en Handworterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. IV, ce. 745-757
y a Künstle, en Ikonographie, vol. II, pp. 341-347.
(27de diciembre)
Fabiola, de la gens
Fabia, fue una
de las damas patricias romanas que siguieron el camino de la santidad y la
renuncia bajo la influencia de San Jerónimo, pero su existencia fue muy
diferente a la de sus compañeras Santa Marcela, Santa Paula o Santa Eustoquio,
y ni siquiera fue uno de los miembros del círculo que se reunió en torno a San
Jerónimo cuando vivía en Roma. O bien, si lo fue, hubo un enfriamiento o una
ruptura en las relaciones, puesto que Fabiola era de carácter muy vivo,
apasionado y caprichoso, y cuando la disoluta existencia de su esposo le
resultó intolerable, obtuvo un divorcio civil, después de lo cual, mientras
vivía aún su marido, se unió con otro hombre. Al morir su segundo esposo,
Fabiola se sometió a los cánones de la Iglesia, se presentó en la Basílica de
Letrán dispuesta a aceptar la penitencia pública, y el Papa San Siricio la
volvió a admitir en la comunión de los fieles. Desde entonces, la dama dedicó
íntegra su gran fortuna a las obras de caridad, dio sumas considerables a todas
las Iglesias y comunidades de Italia y las islas vecinas y fundó un hospital
para los enfermos que recogía en las calles de Roma y a quienes atendía
personalmente. Fue aquél un hecho significativo en la historia de nuestra
civilización, porque el hospital de Fabiola fue el primer nosocomio cristiano,
público y gratuito en todo el occidente.
En el año de 395, Fabiola viajó a Belén para
visitar a San Jerónimo, en compañía de un pariente llamado Oceanus y ahí se
quedó con Santa Paula y Santa Eustoquio. Por aquel entonces, San Jerónimo
disputaba con el obispo Juan de Jerusalén, con motivo de la controversia con
Rufino sobre las enseñanzas de Orígenes, y se hicieron varios intentos, aun en forma
fraudulenta, para ganarse las simpatías y las influencias de Fabiola para el
campo del obispo, pero fracasaron todas las tentativas para destruir su
fidelidad a su santo maestro. Fabiola deseaba quedarse en Belén hasta el fin de
sus días, pero era evidente que la vida contemplativa de las mujeres
consagradas que ahí se habían reunido para formar una comunidad, no convenía a
la santa que necesitaba de la compañía y actividad constantes. San Jerónimo lo
había observado y en uno de sus escritos declara que a Fabiola no le cabía en
la cabeza la idea de la soledad en el establo de Belén y que, sin duda, hubiera
preferido que el nacimiento de Cristo sucediese en la posada llena de
peregrinos. La amenaza de una inminente incursión de los hunos fue lo que la decidió
a abandonar Palestina. Las hordas de Atila habían invadido Siria, y la propia
Jerusalén estaba en peligro, de suerte que San Jerónimo se retiró con sus
fieles discípulos hacia la costa, durante algún tiempo. Cuando pasó el peligro
y todos volvieron a Belén, Fabiola emprendió el viaje de regreso a Roma.
Por aquel entonces, un sacerdote llamado
Amando le planteó una cuestión a San Jerónimo: ¿Se podía recibir en la comunión
de la Iglesia a una mujer que hubiese sido obligada a unirse a otro hombre
mientras su disoluto marido estaba aún con vida, sin una previa penitencia
canónica? Semejante pregunta se refería evidentemente a la hermana del
sacerdote Amando, pero la opinión general fue de que se había interrogado a San
Jerónimo en relación con el caso de Fabiola, como un “sondeo” en las ideas del
santo. En su respuesta San Jerónimo no hizo mención alguna de Fabiola, pero
rechazó los términos de “hubiese sido obligada” que figuraban en el supuesto
caso. “Si tu hermana”, respondió el santo claramente, “desea recibir el Cuerpo
de Cristo sin que se le tomen cuentas como a una adúltera, debe hacer
penitencia.”
Durante los tres últimos años de su vida,
pasados en Roma, Fabiola continuó con sus caridades públicas y privadas, sobre
todo al asociarse con San Pamaquio en la fundación de un amplio hospicio para
peregrinos pobres y enfermos en Porto. Fue el primero en su especie y, como
dice San Jerónimo, antes de un año de haber sido abierto “ya era muy famoso
desde Parda hasta Britania.” La inquietud de Fabiola persistió hasta el último
momento y hacía los preparativos para emprender otro largo viaje cuando la
sorprendió la muerte. Toda Roma asistió a los funerales de la amada
benefactora. San Jerónimo estuvo en contacto epistolar con Santa Fabiola hasta
el fin y escribió dos tratados para ella. Uno se refiere al sacerdocio de Aarón
y al significado místico de las vestiduras sacerdotales. Ese escrito lo terminó
San Jerónimo el día en que debía zarpar de Jaffa la nave en la que Fabiola
regresó a Italia. El segundo tratado, referente a la “estadía de los israelitas
en los desiertos salvajes”, no quedó terminado sino hasta después de la muerte
de la santa. Este le fue enviado posteriormente a Oceanus, el mencionado
pariente de Fabiola, junto con un relato sobre la vida y muerte de la santa
patricia romana.
Todo lo que sabemos sobre Santa Fabiola
procede de San Jerónimo, Epistolae 77, que se halla impresa en la PL de
Migne, vol. XXII, ce. 690-698. Véase también el Saint Jéróme de A.
Thierry, vol. V y el S. Jéróme sa vie et son Oeuvre, vol. II, de F.
Cavallera, lo mismo que el DAC de Leclercq, vol. vn, ce. 2274-2275 y el DCB, vol.
II, pp. 442-443.
(27 de diciembre)
Teodoro y
Teófanes eran dos hermanos naturales de Kerak, en las playas del Mar Muerto,
que antiguamente era la tierra de los moabitas, donde vivían sus padres antes
de establecerse en Jerusalén. Desde muy jóvenes, los dos hermanos ingresaron al
monasterio de San Sabas y, por los progresos que hicieron en la ciencia y la
virtud, adquirieron una gran reputación. El patriarca de Jerusalén obligó a
Teodoro a recibir las órdenes sacerdotales y, cuando Leo el Armenio declaró la
guerra a las imágenes sagradas, el patriarca le envió ante el emperador con la
misión de exhortarle para que no perturbase la paz de la Iglesia. La embajada
resultó mal, puesto que el emperador Leo hizo que azotase a Teodoro y lo mandó
desterrar, junto con su hermano Teófanes, a una isla frente a las costas del
Mar Negro, donde ambos sufrieron lo indecible por el hambre y por el frío. Sin
embargo, ya ninguno de los dos estaba en el destierro cuando murió el emperador
Leo el Armenio, ya que, por entonces, se hallaban de regreso en su monasterio
de Constantinopla. El emperador Teófilo, iconoclasta violento que ascendió al
trono en 829, impuso el castigo de los azotes a los dos hermanos y los desterró
de nuevo.
Dos años más tarde, se le permitió regresar a
Constantinopla, pero como insistieran en rehusar toda comunicación con los
iconoclastas, Teófilo compuso un poema de doce versos y ordenó que se
escribiera completo y con estilete sobre la frente de cada uno de los hermanos.
El poema decía más o menos como sigue: “Estos hombres
llegaron a Jerusalén, como naves cargadas de supersticiones y de
iniquidades; por eso fueron expulsados. Al huir hacia Constantinopla, no se
olvidaron de su impiedad. Por lo tanto, fueron de nuevo expulsados y marcados
así en sus rostros.” A Teodoro y a Teófanes los ataron en bancas de madera y
les grabaron con estilete en la piel, cada una de las letras del poema. El
bárbaro tormento duró largo tiempo y tuvo que ser interrumpido por la llegada
de la noche, de manera que la tortura continuó al día siguiente. Tras el cruel
castigo, los dos fueron exilados por tercera vez, en aquella ocasión a Apamea,
en Bitinia, donde murió Teodoro a poco de llegar. Más o menos al mismo tiempo,
el patriarca Teófilo murió también, San Metodio ocupó su puesto y restableció
el culto a las imágenes sagradas en el año 842. Entonces, se rindieron toda suerte
de honores a Teófanes como confesor de la fe y se le consagró obispo de Nicea,
a fin de que, con mayor poder y eficacia, pudiese combatir la herejía de los
iconoclastas, sobre la que ya había triunfado. Teófanes escribió numerosos
himnos, entre los cuales figura uno en honor He su hermano San Teodoro. Murió
el 11 de octubre de 845. Los griegos le llaman “el poeta”, pero a los dos
hermanos se los conoce, por regla general, como a los Graftoi, es decir “sobre los que se escribió.” El Martirologio
Romano los conmemora juntos en la fecha de hoy.
Contamos con una Vida de
San Teodoro escrita en griego y que se atribuye a Metafrasto. Está impresa
por Migne en PG., vol. CXVI, pp. 653-684. Hisforiadores de épocas posteriores
como Cedreno y Zonaras, hablan de ellos en sus relatos sobre el emperador
Teófilo. Debieron recibir culto, puesto que hay una nota sobre ellos en el Synaxario
de Constantinopla, con la fecha del 11 de octubre.
(28 de diciembre)
Herodes, llamado “el Grande”, gobernaba al
pueblo judío, dominado por Roma, por la época en que nació Nuestro Señor
Jesucristo. Herodes era idumeo, es decir que no era un judío perteneciente a la
casa de David o de Aarón, sino descendiente del pueblo al que Juan Hyrcan
obligó a abrazar el judaísmo; si ocupaba el trono de Judea, era por un favor
especial de la casa imperial de Roma. Por lo tanto, desde que oyó decir que ya
habitaba en el mundo un ser “nacido como rey de los judíos” al que tres sabios
magos del oriente habían venido a adorar, Herodes estuvo inquieto y vivió en el
temor de perder su corona. En consecuencia, convocó a los sacerdotes y escribas
para preguntarles en qué lugar preciso debía nacer el esperado Mesías. La
respuesta unánime fue: “En Belén de Judá.” Más atemorizado que nunca, realizó
toda clase de diligencias para encontrar a los magos que habían venido de
oriente en busca del “rey” para rendirle homenaje. Una vez que encontró a los
magos, los interrogó secretamente sobre sus conocimientos, los motivos de su
viaje, sus esperanzas, hasta que, por fin, les recomendó que fuesen a Belén y
los despidió con estas palabras: “Id a descubrir todo lo que haya de cierto
sobre ese niño. Cuando sepáis dónde está, venid a decírmelo, a fin de que yo
también pueda ir a adorarle.” Pero los magos recibieron en sueños la
advertencia de no informar a Herodes, de suerte que, tras haber adorado al Niño
Jesús, hicieron un rodeo para regresar a oriente por otro camino. Al mismo tiempo, Dios, por medio de uno de sus
ángeles, mandó a José que tomase a su esposa María y al Niño y que huyese con
ellos a Egipto, “porque sucederá que Herodes buscará al Niño para destruirlo.”
“Entretanto, Herodes, al verse burlado por
los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén
y sus contornos, de dos años abajo, conforme al tiempo de la aparición de la
estrella, que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo que
predijo el profeta Jeremías cuando anunciaba: “En Rama se oyeron las voces,
muchos lamentos y alaridos. Es Raquel que llora a sus hijos, sin hallar
consuelo, porque ya no existen.” (Mat. 2:18).
Al hablar de Herodes, dice el historiador
Josefo que “era un hombre de gran barbarie hacia todos los demás” y relata
varios de sus crímenes, tan espantosos, crueles y repugnantes, que la matanza
de unos cuantos niños judíos parece cosa de nada, y Josefo ni la menciona. Por
tradición popular, se supone que el número de las víctimas de la matanza
ordenada por Herodes fue muy crecido. La liturgia bizantina habla de 14,000
niños, las “Menaia” sirias, de 64,000 y, por cierta interpretación a algunas
palabras del Apocalipsis (16:1-5), se hace ascender la cifra a 144,000. Sobre
la menor de estas cantidades, dice Alban Butler con toda razón, que “excede
todos los límites y, ciertamente que no ha sido confirmada por ninguna
autoridad calificada.” Belén era una villa pequeña y, aun cuando se incluyesen
sus contornos, no podía tener, en un momento dado, más de veinticinco niños
menores de dos años. Algunos de los investigadores hacen descender la cifra a
media docena solamente. Hay una historia muy conocida que escribió Macrobio,
cronista hereje del siglo quinto, donde se afirma que, al enterarse el
emperador Augusto de que, entre los niños menores de dos años que Herodes había
mandado matar se encontraba el propio hijo del rey, hizo este comentario: “Valdría
más ser el cerdo (hus) de Herodes que su hijo (huios)”, con lo que hacía una irónica
referencia a la ley judía de no comer carne de cerdo y, en consecuencia, de no
matar a los cerdos. Sin embargo, esta noticia es falsa, puesto que el hijo de
Herodes a quien se refiere, era Herodes Antipas, quien por aquella época ya era
un adulto y a quien su propio padre mandó matar poco antes de expirar.
La fiesta de los Santos Inocentes (a quienes
en el oriente se llama sencillamente los Santos Niños), se ha observado en la
Iglesia desde el siglo quinto. La Iglesia los venera como mártires que no sólo
murieron por Cristo, sino en lugar de Cristo. “Flores martyrinríf los llama la Iglesia, mientras
que San Agustín habla de ellos como de capullos destrozados por la tormenta de
la persecución en el momento en que se abrían. Sin embargo, en la liturgia no
se los trata como a mártires. El color de las vestiduras sacerdotales para la
misa de los Santos Inocentes, es el púrpura y no se canta el Gloria ni el
Aleluya; pero en la octava y cuando la fiesta cae en domingo, se usan
vestiduras rojas y se cantan, como de costumbre, el Gloria y el Aleluya.
Antiguamente, en Inglaterra se llamaba a esta fiesta “Childermass” y San Beda
compuso un extenso himno en honor de los Inocentes. Naturalmente que en Belén
reciben una veneración especial; su fiesta es ahí obligatoria y por las tardes
de todos los días del año, los frailes franciscanos y los niños del coro, visitan
el altar de los Santos Inocentes, en la cripta de la Basílica de la Natividad y
cantan el himno de Laudes de la fiesta: “Sálvete, flores martyrum.”
Debemos hacer notar que, a
partir del siglo sexto en adelante, toda la Iglesia de occidente, al parecer
con excepción de la mozárabe y su ritual, conmemora en este día a los Santos
Inocentes. Sin embargo, en el Hieronymianum, la frase que se usa es: “natale sanctorum infantium
et lactantium (el nacimiento de los santos niños y lactantes) y el Calendario de
Cartago, que es anterior, también habla de infantes y no de inocentes.
Por otra parte, en ciertos sermones de San Agustín, donde menciona “el
octavo día de los infantes”, el contexto muestra claramente que no se refiere a
los niños de Belén, sino a aquéllos que habían sido recientemente bautizados.
Ver el CMH, p. 13; a Duchesne en Christian Worship, p. 268 y a Kneller
en Stimmen aus Maña Laach, vol. LXVII (1904), pp.
(28 de diciembre)
Fue tanta la
gloria que dieron a la Iglesia en los siglos cuarto y quinto las órdenes
monásticas que por entonces florecieron con todo esplendor en los desiertos de
Egipto, que tanto Teodoreto como Procopio aplican al estado de aquellos santos
reclusos, los pasajes de los profetas en los que se habla del advenimiento de
la nueva edad en que imperase la ley de la gracia. “Los páramos se regocijarán
y florecerán como el lirio; se abrirán los capullos y habrá regocijo, con
alegres alabanzas” (Isaías 35:1-2, etc.). Uno de los santos eminentes en
aquella pléyade, fue el abad Teodoro, discípulo de San Pacomio. Teodoro nació
en la alta Tebaida, alrededor del año 314, de padres muy acaudalados y, cuando
contaba entre once y doce años de edad, durante la fiesta de la Epifanía, se
entregó a Dios con un fervor precoz, resuelto a no anteponer nunca nada al amor
divino y su servicio. Con el correr del tiempo, la gran reputación de San
Pacomio le atrajo hacia Tabenna, donde no tardó en descollar entre los
seguidores del santo. Este le tomó como compañero permanente cuando hacía el
recorrido de sus monasterios. San Pacomio elevó a Teodoro al sacerdocio y,
antes de retirarse al pequeño monasterio de Pabau, le encargó el gobierno de
Tabenna.
San Pacomio murió en el año de 346, y
Petronio, a quien había nombrado su sucesor, murió también trece días después.
Entonces se eligió como abad a San Orsisio, pero como éste encontró la carga
demasiado pesada y el grupo de monasterios amenazaba con dividirse en partidos,
dimitió para dejar a Teodoro en su lugar. Lo primero que éste hizo fue reunir a
todos los monjes para exhortarlos a la concordia. Investigó las causas de las
divisiones y les puso el remedio efectivo. Gracias a sus plegarias y a sus
incansables esfuerzos, la unidad y la caridad quedaron restablecidas. San
Teodoro visitó los monasterios, uno tras otro, y a cada monje en particular le
dio instrucciones, consejos, consuelos y aliento; de esa manera, corrigió los
errores con una delicadeza y un tacto irresistible. Varios fueron los milagros
que obró y muchas las ocasiones en que vaticinó el futuro. Cierto día se
hallaba en un bote, en aguas del Nilo, con San Atanasio; en un momento dado de
la conversación, le aseguro que, en aquel preciso momento había muerto en
Persia su perseguidor, Juliano el Apóstata, y agregó que el sucesor devolvería
la paz a la Iglesia y la tranquilidad a Atanasio. Ambos vaticinios se
confirmaron plenamente. Uno de los milagros obrados por San Teodoro nos
proporciona uno de los ejemplos más antiguos sobre el uso del agua bendita como
un sacramental para la curación del cuerpo y del alma. San Anión, un
contemporáneo de Teodoro, es quien refiere la historia. Cierto día, llegó a las
puertas del monasterio de Tabenna un
hombre acongojado para pedir a San Teodoro que acudiese a orar por su hija, que
estaba gravemente enferma. San Teodoro no podía ir en aquellos momentos, pero
recordó al hombre que Dios escuchaba las plegarias donde quiera que se dijesen.
A esto repuso el hombre que no tenía mucha fe en las oraciones a distancia y
presentó al monje un recipiente de plata, lleno de agua y le pidió que, por lo
menos invocase el nombre de Dios sobre el agua, para darla como medicina a su
hija. Teodoro accedió y, luego de murmurar una oración, hizo la señal de la
cruz sobre el recipiente. El hombre regresó precipitadamente a su casa,
encontró a su hija ya inconsciente, le abrió la boca y virtió en ella un poco
de agua. Por virtud de la oración y la bendición de San Teodoro, la joven
recuperó la salud y se salvó.
Se refiere también que, en cierta ocasión,
San Teodoro pronunciaba una conferencia ante sus monjes mientras éstos
trabajaban en la confección de esteras. En aquel momento, dos víboras salieron
por debajo de una piedra y se arrastraron hacia el santo. Este, para no
interrumpir su disertación ni perturbar al auditorio, puso un pie sobre los dos
reptiles y los mantuvo sujetos hasta que terminó de hablar. Entonces retiró el
pie y mandó a los monjes que matasen a las víboras, sin haber recibido de ellas
daño alguno, El Sábado Santo del año 368, uno de los monjes agonizaba y San
Teodoro fue a atenderle en sus últimos momentos. Fue entonces cuando vaticinó a
todos los que estaban presentes: “Muy pronto, a esta muerte seguirá otra que no
se espera.” Aquel mismo día, San Teodoro pronunció su acostumbrado discurso a
los monjes, reunidos en el monasterio de Pabau para la celebración de la
Pascua, pero apenas los había despachado a sus respectivos monasterios, cuando
se sintió muy enfermo. Al otro día, 27 de abril, murió tranquilamente. Su
cuerpo fue llevado en procesión hasta la cima del monte donde los monjes tenían
su cementerio, pero no pasó mucho tiempo sin que el cadáver fuese exhumado para
sepultarlo junto al de San Pacomio. San Atanasio escribió una carta a los
monjes de Tabenna para consolarlos, con sentidas palabras, por la pérdida de su
abad y para recomendarles que tuviesen siempre presente la gloria que ya poseía
el siervo de Dios.
Toda la información de que
se podía echar mano en el siglo XVII, en relación con la historia de San Teodoro, se
encuentra reunida en el relato sobre San Pacomio, publicado en el Acta
Sanctorum, mayo, vol. ni. Desde entonces, han aparecido diversos textos, la
mayoría de ellos en copto o traducidos del copto. Véase la bibliografía al pie
del artículo dedicado a San Pacomio (9 de mayo) en esta obra. En relación con
la vida de San Teodoro, tiene especial importancia la Epístola Ammonis, impresa
en el Acta Sanctorum, mayo, vol. ni, pp. 63-71. En inglés, consúltese The
Monasteries of Wadi ríNatrun pte. n, de H. G. Evelyn White y también las
notas críticas sobre la citada obra, publicadas por P. Peeters, en Analecta
Bollandiana, vol. II (1933), pp. 152-157. Los griegos conmemoran a este santo en mayo, y el
Martirologio Romano lo conmemoraba el 28 de diciembre, pero en sus últimas
ediciones trasladó su fiesta al 27 de abril, fecha de su muerte.
(28 de diciembre)
Antonio nació en
Valeria, de la baja Panonia, durante la época de las invasiones de los
bárbaros. Como su padre murió cuando el niño tenía apenas ocho años de edad, se
confió su cuidado a San Severino, el intrépido apóstol de Noricum. Es muy
probable que Antonio viviese con su tutor en el monasterio que éste había
fundado en Faviana y es posible que, aún niño, viese a Odoacro cuando
encabezaba su marcha triunfal hacia Roma. San Severino murió alrededor del año
482 y, entonces, Antonio quedó a cargo de su tío Constancio, obispo de Lorch,
en Baviera. Tomó el hábito de monje, se retiró de Noricum a Italia, junto con
los otros romanos, en el 488, cuando apenas tendría veinte años. Al cabo de
algunas vacilaciones, se estableció en las proximidades del Lago Como, donde se
asoció y se puso al servicio de un sacerdote llamado Mario, que dirigía a un
grupo de discípulos. Mario llegó a sentir una gran admiración por Antonio y le
instó a que se ordenase sacerdote y compartiese su trabajo. Pero la vocación de
Antonio estaba en la vida solitaria, por lo que se apartó de Mario para unirse
a dos ermitaños que se habían establecido cerca de la tumba de San Félix, al
otro lado del lago. Allá vivió en una cueva, dedicado a la plegaria, el estudio
y el cultivo de su huerto, aunque, con frecuencia, le distraían los numerosos
visitantes. Fue por entonces, cuando un asesino que huía de la justicia simuló
un fervor extraordinario y se quedó con Antonio como discípulo. Sin embargo, el
santo “leyó en su alma”, proclamó su impostura y el asesino huyó. Pero también
Antonio debió alejarse de su retiro, puesto que aquel incidente acrecentó su
fama y aumentaron los visitantes. Por fin, ya sin esperanza de encontrar la
soledad absoluta y, ante el temor de que los homenajes y muestras de respeto
que recibía le hiciesen caer en la vanidad, cruzó los Alpes hacia el sur de las
Galias. Ahí ingresó en el monasterio de Lérins. San Antonio murió en aquel
claustro, muy venerado por sus virtudes y sus milagros. San Enodio de Pavía
escribió su biografía.
Es poco lo que sabemos sobre
este San Antonio, aparte de lo que registró Enodio en su biografía. Esta fue
editada en el Corpus Scriptorum ecclesiasticorum latinorum de Viena,
vol. VI, pp. 383-393,
así como en MGH, Auctores antiquissimi, vol. VII, pp. 185-190 y en la
PL. de Migne, vol. LXIII,
ce.
239-246. Véase también en el DHG. vol. m, c. 739.
(29 de diciembre)
Entre LOS que
acompañaron a San Pablo en su tercer viaje, se encontraba un gentil de Efeso
llamado Trófimo, el mismo que, posteriormente, fue el motivo de que se desatara
la hostilidad contra el Apóstol de las Gentes cuando se presentó con él en
Jerusalén. A Trófimo se referían aquellos gritos de los judíos: “¡Hizo entrar a
los gentiles en el templo; ha mancillado este santo lugar! Y todo, porque
habían visto a Trófimo el de Efeso en la ciudad con Pablo y supusieron que el
Apóstol le había llevado al templo.” También se menciona su nombre nuevamente
en la segunda Epístola a Timoteo, donde se dice que Trófimo se quedó enfermo en
Malta.
Cuando el Papa San Zósimo escribió a los
obispos de las Galias en 417, hizo referencias a que la Santa Sede había
enviado a Trófimo a las Galias y que sus prédicas en Arles formaron la fuente
de donde las aguas de la fe se extendieron por toda la comarca. Ciento
cincuenta años más tarde, San Gregorio de Tours escribió que San Trófimo de
Arles, primer obispo de aquella diócesis, fue uno de los seis prelados que
llegaron de Roma con San Dionisio de París a mediados del siglo tercero. Nada
más se sabe sobre Trófimo de Arles. A raíz de la declaración del Papa Zósimo,
se le identificó con el Trófimo de Efeso que acompañó a San Pablo.
Por supuesto que no existe
ninguna biografía sobre San Trófimo y, sin embargo, en vista de que la catedral
de Arles está dedicada a él y, si se toman en cuenta las palabras del Papa
Zósimo y otras referencias, es necesario tomarle como un personaje histórico.
La afirmación de que se le identificó con el Trófimo que menciona San Pablo (en
2 Tim. 4:20) es una de las invenciones características del martirólogo Ado.
Véase el Martyrologes Historiques de Quentin, pp. 303 y 603, así como
los Pastes Episcopaux de Duchesne, vol. I, pp. 253-254 y el DCB, vol. IV,
p. 1055.
(29 de diciembre)
Los “akoimetoi” se
distinguen de los otros monjes orientales tan sólo por la regla que los dividía
en varios coros que, sucesivamente, cantaban el oficio divino, de día y de
noche, sin interrupción. De ahí proviene el nombre de los “incansables” con el
que se les conocía. El monasterio fue fundado y la orden instituida por San
Alejandro, un monje sirio que se estableció en Gomon, a orillas del Mar Negro.
Juan, el sucesor de Alejandro, trasladó a la comunidad a un monasterio que
construyó en Eirenaion, un sitio placentero a orillas del Bosforo, frente a la
costa donde se encuentra Constantinopla. San Marcelo, que fue elegido abad de aquella casa en tercer lugar, levantó su
reputación a los más altos niveles y él mismo fue el más distinguido de los
monjes “Akoimetoi.”
Marcelo nació en la ciudad siria de Apamea y,
a la muerte de sus padres, quedó como heredero de una gran fortuna. No obstante
su riqueza, concibió un profundo desagrado por todo lo que el mundo podía
ofrecerle, partió a Antioquía y se consagró por entero a los estudios sagrados.
Más tarde se estableció en Efeso, donde se puso bajo la dirección de un varón
justo, siervo de Dios, en cuya compañía dedicaba todas las horas del día a la
oración y a la copia de libros sagrados. La reputación de la vida de soledad y
austeridad de los monjes “Akoimetoi”, atrajo a Marcelo quien ingresó en la
comunidad e hizo tantos progresos, que el abad Juan, al ser elegido, le tomó
como ayudante y consejero y, en consecuencia, a la muerte de Juan, Marcelo fue
elegido abad.
Al decrecer la oposición del emperador
Teodosio II y algunas de las autoridades
eclesiásticas, el monasterio floreció extraordinariamente bajo su prudente y
virtuosa administración. Varias veces se encontró en apuros para hacer las
ampliaciones necesarias en los edificios de su monasterio, pero siempre fue
abundantemente provisto de los medios para hacerlo, por parte de un hombre
riquísimo que acabó por tomar los hábitos junto con sus hijos. El propio San
Marcelo, al hacerse monje, insistió en desprenderse hasta del último centavo de
su cuantiosa fortuna y, en consecuencia, era muy estricto en cuanto a la observancia
de la pobreza y no toleraba que sus monjes hiciesen acopio de bienes o
inversiones de dinero de ninguna especie. Solía decir que ya era un exceso
almacenar alimentos para diez días. Los “Akoimetoi” habían despreciado hasta
entonces todo trabajo manual, pero el abad Marcelo insistió para que todos
trabajaran, les gustase o no. La comunidad contaba con trescientos miembros, y
desde todos los puntos del oriente llegaban a manos de San Marcelo las
solicitudes para el envío de abades a fundar monasterios en lugares distantes o
grupos de monjes para formar los núcleos de nuevos establecimientos. Entre
éstos, el más famoso fue el monasterio de Constantinopla, fundado en 463 por un
antiguo cónsul llamado Studius, con algunos monjes “Akoimetoi.”
Entre las actividades de aquellos monjes
figuraba, principalmente, el trabajo apostólico que pudiesen realizar desde sus
respectivos monasterios; por cierto que San Marcelo fue una personalidad muy
destacada en la predicación del Evangelio y el impulso a todos los movimientos
en contra de las herejías que se iniciaron en Constantinopla, en su tiempo. El
fue uno de los veintitrés archimandritas que suscribieron la condenación de
Eutiquio, en el sínodo convocado por San Flaviano en 448, y también participó
en el Concilio de Calcedonia. Cuando el emperador León I propuso elevar a
Patricio, el cónsul godo, a la dignidad de “cesar”, Marcelo protestó de que se
pretendiese dar tanto poder a un arriano y vaticinó acertadamente la próxima
ruina de la familia de Patricio. En el año de 465, se produjo un gran incendio
en Constantinopla y ocho de los dieciséis distritos de la ciudad quedaron
destruidos. Era tanta la reputación de San Marcelo, que la población atribuyó a
su intercesión que no hubiesen quedado en ruinas los otros ocho barrios. El
santo gobernó su monasterio durante unos cuarenta y cinco años y murió el 29 de
diciembre del año 485.
Nuestras informaciones
proceden de una detallada biografía escrita en griego, atribuida al Metafrasto
y que se imprimió en Migne, PG., vol. CXVI, pp. 705-745. Véase también el Synax.
Const. (ed. Delehaye), ce. 353-354; a Pargoire en DAC., vol. I, ce. 315-318
y el Echas d’Orient, vol. II, pp. 305-308 y 365-372; y la Revue des questions
historiques, enero de 1899, pp. 69-79.
(29 de diciembre)
Ebrulfo creció y
se educó en la corte del rey Childeberto I. Ahí contrajo
matrimonio, pero al cabo de algún tiempo, la pareja consintió en la separación.
La esposa tomó el velo en un convento y el marido distribuyó todos sus bienes
entre los pobres. Sin embargo, pasó un tiempo bastante considerable antes de
que pudiera obtener el permiso del rey para abandonar la corte. A la larga,
pudo ingresar en un monasterio en la diócesis de Bayeux, donde sus virtudes le
granjearon la estima y la veneración de sus hermanos. Pero el respeto con que
se vio tratado le pareció una tentación y, para evitarla, se retiró con otros
tres monjes, a fin de ocultarse en un rincón remoto del bosque de Ouche, en
Normandía. Aquellos ermitaños improvisados no habían tomado medida alguna para
asegurar su mantenimiento, pero se las ingeniaron para establecerse junto a un
manantial, donde construyeron una represa para almacenar las aguas, cultivaron
un huerto y se construyeron chozas. Poco después, un campesino descubrió, con
el consiguiente asombro, el floreciente establecimiento en lo más remoto del
bosque. El campesino advirtió a los ermitaños que corrían grave peligro en
aquel lugar, porque los montes de las cercanías eran guaridas de bandidos. “Hemos
venido aquí”, repuso Ebrulfo, “a llorar por nuestros pecados. Tenemos puesta
nuestra confianza en la misericordia de Dios, que alimenta y cuida a los
pajarillos del aire. A nadie tememos.” Al día siguiente, el campesino les trajo
panes y jarros con miel y no trascurrió mucho tiempo sin que se uniera a los
ermitaños para imitar su santa existencia. Más tarde, uno de los asaltantes se
presentó en el lugar para advertirles que estaban en peligro. Ebrulfo se
apresuró a responderle igual a como le había contestado al campesino. El
bandido se convirtió también y atrajo a muchos de sus compañeros, de tan buena
disposición como él, para que hablasen con el santo. Este les dio buenos
consejos y muchas enseñanzas, de suerte que los bandidos decidieron establecerse
cerca de los ermitaños y trabajar honradamente para ganarse la vida. Las dos
comunidades trataron de cultivar más tierras, pero el lugar resultaba demasiado
árido y pedregoso para producir buenas cosechas. Sin embargo, ninguno se mostró
dispuesto a abandonar aquel sitio y todos declararon estar conformes con lo
poco que obtuviesen. Los habitantes de los caseríos y poblaciones de la
comarca, les llevaban con frecuencia provisiones de toda especie que San
Ebrulfo aceptaba como limosnas.
Los beneficios y consuelos de la
contemplación no interrumpida hicieron nacer en Ebrulfo el deseo de vivir para
siempre como un anacoreta, sin tener que soportar la carga de cuidar a los
demás. Sin embargo, consideró que no podía permanecer indiferente a la
salvación del alma de sus vecinos y, por lo tanto, recibió a todos los que
querían vivir bajo su dirección y, para hospedarlos dignamente, construyó un
monasterio que, más tarde, llevó su nombre. En vista de que su comunidad
comenzó a crecer en forma extraordinaria, y como muchas gentes le ofrecían
terrenos, fundó otros monasterios para hombres y para mujeres.
San Ebrulfo acostumbraba exhortar a sus
religiosos para que se dedicaran particularmente a los trabajos manuales a fin
de que se ganaran el pan con sus labores y el cielo con el servicio a Dios en
el trabajo. San Ebrulfo murió en 596, a los ochenta años de edad, y se afirma
que, durante las últimas seis semanas de su vida, no pudo tragar absolutamente
nada, a excepción de la hostia consagrada y un poco de agua.
Existe una biografía
bastante completa, compuesta por un escritor anónimo del siglo nueve, que fue
impresa por Surio con sus acostumbradas correcciones a la fraseología latina.
La versión abreviada o modificada de esta biografía, se encuentra en Mabillon, vol.
I, pp. 354-361, con agregados complementarios de Orderico Vitalis. Véase
también el prefacio de Leopold Delisle a su edición de la Historia
Ecclesiastica de Orderico Vitalis, pp. LXXIX-LXXXIV. En el Bulletin de la soc. hist. arch. de l”Orne,
vol. VI (1887), pp. 1-83, J. Blin editó un poema francés del siglo doce, en
el que se relata la historia de San Ebrulfo. También se ha publicado una breve
biografía de tipo popular, escrita por H.G. Chenu (1896).
(30 de diciembre)
De acuerdo con la leyenda, Sabino, a quien
reclaman como su obispo diversas ciudades italianas, fue detenido junto con
varios miembros de su clero durante la persecución de Diocleciano. Todos los
aprehendidos comparecieron ante Venustiano, el gobernador de Etruria, quien
mandó traer una estatuilla de Júpiter para que Sabino la adorase. Pero el
obispo arrojó al suelo la imagen de un manotazo y la hizo pedazos, por lo cual
el gobernador mandó que le cortasen las dos manos. Dos de sus diáconos,
llamados Marcelo y Exuperancio, hicieron también una valiente confesión de fe,
lo que les valió ser colgados por las muñecas a las estacas y azotados ahí
hasta que murieron. El obispo Sabino fue devuelto a la prisión, y los cuerpos
de los dos diáconos quedaron sepultados en Asís.
Una viuda, llamada Serena, entró a la cárcel
con el último de sus hijos, un niño ciego, para que Sabino lo tocase. El mártir
le bendijo con el muñón de su brazo derecho y, al punto, la criatura recuperó
la vista. Después de aquel prodigio, muchos de los que estaban presos junto con
el obispo, pidieron el bautismo. Se afirma que no pasó mucho tiempo sin que,
incluso el gobernador Venustiano, quien padecía una enfermedad en los ojos, se
convirtiese al cristianismo y, más tarde tanto él como su esposa y sus hijos
sacrificaron sus vidas por Cristo.
San Sabino fue trasladado a Espoleto y ahí le
apalearon hasta matarlo. Sus restos fueron enterrados a poco más de un
kilómetro de aquella ciudad. San Gregorio el Grande habla de una capilla construida
en honor de este mártir, cerca de Fermo, y pide a Crisanto, obispo de Espoleto,
que le envíe algunas reliquias de San Sabino para su iglesia. Este mártir y sus
compañeros se conmemoran en la fecha de hoy en el Martirologio Romano, el cual
menciona también el 11 de diciembre a otro San Sabino, obispo de Piacenza
durante el siglo cuarto. Este fue un hombre de tanta sabiduría y tan grande
virtud, que San Ambrosio acostumbraba enviarle sus escritos para que los
criticase y aprobase, antes de publicarlos.
La historia que relatamos
arriba, depende de una pasión legendaria sin valor histórico, inventada
en el siglo quinto o en el sexto. No hay prueba concreta alguna de que Sabino
haya sido obispo de Asís, de Espoleto o de cualquier otra ciudad. Su pasión fue
publicada, primero, en la Miscellanea de Baluze-Mansi, vol. I, pp.
12-14. Véanse además, el Origines du cuite des martyrs de Delehaye, p.
317, donde se admite la posibilidad de que haya existido un mártir de ese
nombre que fue sepultado a corta distancia de Espoleto, pero cuya historia se
ignora por completo. Consultar también a Lanzoni en Le Diócesi d’Italia, vol.
I, pp. 439-440 y 461-463, así como a G. Gristofani, Storia di Assisi,
vol. III, pp. 21-23.
(30 de diciembre)
Anísia era una joven
cristiana, huérfana de padre y madre y dueña de una gran fortuna con la que
beneficiaba generosamente a los necesitados. En los tiempos en que el
gobernador Dulcicio desató una cruel persecución en Tesa-lónica y trataba de
impedir, especialmente, que los cristianos llevasen a cabo sus asambleas
religiosas, Anisia resolvió, un día, asistir a la reunión de los fieles. Al
salir de la ciudad por la puerta de Casandra, uno de los guardias Je cerró el
paso para preguntarle a dónde se dirigía. Anisia retrocedió, asustada y, al
presentir que se hallaba en peligro, hizo la señal de la cruz sobre su frente.
Inmediatamente, varios soldados agarraron con brutalidad a la joven y
comenzaron a interrogarla. “¿Quién eres? ¿A dónde vas?”, le preguntaron. “Soy
una sierva de Jesucristo”, repuso ella mansamente. “Voy a la asamblea de los
fieles del Señor.” “No permitiré que vayas”, dijo el guardia. “En cambio, te
llevaré a que ofrezcas sacrificios a los dioses. En este día, adoramos al sol.”
A medida que hablaba, el soldado arrancó el velo para ver el rostro de Anisia y
luego trató de tomarla por las ropas. La joven se defendió y comenzó a luchar
como pudo con el hombre. Este se enfureció a tal extremo que, en un momento
dado, desenvainó su espada y la hundió en el cuerpo de Anisia. La joven se
desplomó al suelo y murió sobre un charco de su propia sangre. Cuando retornó
la paz para la Iglesia, los cristianos de Tesalónica construyeron un oratorio
en el lugar donde había sido sacrificada Anisia. En las “actas” de esta mártir
se afirma que el guardia asesino cometió su crimen por obediencia a un edicto
(enteramente inventado) del emperador Galerio, emitido con la idea de que la
ejecución de cristianos era algo que no correspondía a su dignidad imperial y, en
consecuencia, se permitía a los guardias y soldados matarlos a discreción.
La pasión de Santa
Anisia, escrita en griego y sin la suficiente confirmación histórica, fue
impresa por C. Triantafillis en una colección de textos griegos no publicados,
que él descubrió en Venecia en 1874. Sin embargo, a Santa Anisia se le rindió
veneración, durante siglos, en los países bajo la influencia bizantina, y en el
Sinaxario de Constantinopla (ed. Delehaye), ce. 355-357, se encuentra
una breve nota sobre la santa. J. Viteau publicó, en 1897, un segundo texto de
la pasión, que no fue debidamente editado. Véase el Byzantinische
Zeitschrift, vol. VII, pp. 480-483.
(30 de diciembre)
En el año de 383,
cuando murió Ascolio, obispo de Tesalónica, y se eligió a Anisio para
reemplazarlo, San Ambrosio escribió una carta al nuevo prelado para decirle que
había tenido noticias de que era un celoso discípulo de Ascolio y para
expresarle su esperanza de que demostrase ser “otro Eliseo para su Elias .
Son muy escasos los detalles que se conocen
sobre la vida de San Anisio, pero en la historia de la Iglesia se le toma muy
en cuenta, a causa de la actitud del Papa San Dámaso, quien le nombró patriarca
vicario de la Iliria, un territorio que, posteriormente, fue motivo de disputa
entre Roma y Constantinopla. Además, los poderes que se le confirieron, fueron
renovados por los pontífices San Siricio y San Inocencio I.
San Anisio apoyó siempre con vigor a San Juan
Crisóstomo e hizo un viaje especial a Constantinopla para defender su causa
contra Teófilo de Alejandría. En el año de 404, San Anisio, junto con otros
quince obispos de Macedonia, hizo un llamado al Papa Inocencio para que
emitiese su juicio en la causa por la cual San Juan Crisóstomo había sido
exilado de su sede, con la promesa de actuar según su última decisión. San Juan
Crisóstomo escribió una carta de agradecimiento a Anisio. Durante el episcopado
del santo, tuvo lugar en Tesalónica la espantosa matanza a que nos referimos en
el artículo sobre San Ambrosio. Las virtudes de San Anisio fueron muy alabadas,
tanto por San Inocencio I como por San León el Grande.
No existe ninguna biografía
de San Anisio y nuestros conocimientos sobre él dependen de noticias aisladas,
como por ejemplo, las que discute Tillemont en sus Mémoires, vol. X, pp.
156-158. Véase también a Duchesne, en L’Illyricum eclésiastique, editado
en el Byzantinische Zeitschrift, vol. I (1892), pp. 531-550, a J.
Zeiller en Les Origines Chrétiennes dans les provinces danubiennes, vol.
I (1918), pp. 310-325 y, a L. Petit en Les évéques de Thessalonique, publicado
en Echos d’Orient, vol. IV (1901), pp. 141 y ss.
(30 de diciembre)
Egwin, DE quien se afirma que era descendiente de los reyes mercianos, se dedicó al
servicio de Dios desde su juventud y llegó a ocupar la sede episcopal de
Worcester hacia el año 692. Por su celo y por su energía para combatir los
vicios, incurrió en la hostilidad de muchos, incluso de sus fieles y miembros
de su clero. Precisamente, aquella oposición brindó a Egwin la oportunidad de
hacer una peregrinación a Roma, a fin de responder ante la Santa Sede por
diversas quejas que se habían formulado contra él. Algunas de las leyendas
dicen que, antes de partir, el santo se puso grilletes en los tobillos, por
penitencia, y cuando iba de camino, arrojó la llave de su iglesia al río Avon,
pero posteriormente recuperó la llave al encontrarla en el vientre de un pez,
en la misma Roma, según afirman unos, o en Francia, cuando iba de regreso a
Inglaterra, como afirman otros.
Cuando estuvo de vuelta, y con la asistencia
de Etelredo, el rey de Mercia, fundó la famosa abadía de Evesham, bajo el
patrocinio de la Santísima Virgen. De acuerdo con las crónicas, en Evesham, un pastor
llamado Eof tuvo una visión de” la Virgen María y, poco después, el propio
obispo Egwin pudo ver a la Madre de Dios, de suerte que en aquel sitio (Evesham
significa campo o pradera de Eof) se estableció el monasterio. Más tarde,
probablemente hacia el año 709, el obispo emprendió un segundo viaje a Roma, en
compañía de los reyes Cenredo, de Mercia, y Offa, de la Sajonia del este, y se
asegura que, en aquella ocasión, el Papa Constantino otorgó al prelado un
considerable número de privilegios para su fundación. Tras los disturbios del
siglo décimo, Evesham llegó a ser una de las grandes casas de los benedictinos
en la Inglaterra medieval. Según Florencia de Worcester, San Egwin murió el 30
de diciembre de 717 y fue sepultado en el
monasterio de Evesham. Su fiesta se celebra en la arquidiócesis de Birmingham.
Una biografía que data del
siglo XI, fue impresa por
Mabillon (sección ni part. i, pp. 316-324) y también en el BHL., 2432-2439.
Para su vida y milagros, véase el Gotha MS. I. 81 y la Analecta Bollandiana,
vol. LVIII (1940), pp.
95-96 y, cf. T.D. Hardy, en Descriptive Catalogue... vol. I, pp.
415-420; la Evesham Chronicle, edición de W. D. Macrey en la Rolls
Series, vol. XXIX, 1863 (introducción) y, a R. M. Wilson, en Lost
Literature of Medieval England (1952), p. 104. Ver el Acta Sanctorum, enero,
vol. I, a Stubbs en DCB, vol. II, pp. 62-63 y el Sí. Egwin and his Abbey... (1904),
compilado por las monjas de Stanbrook. En 1183, probablemente el 11 de enero,
los restos de San Egwin fueron trasladados a un lugar más honorable, y muchos
de los martirologios ingleses fijaron su festividad en la fecha de su
traslación. Ver la Menology de Stanton, pp. 615 y ss. Es algo muy
singular que Beda no haga mención de Egwin ni de Evesham.
(31 de diciembre)
Al Papa Silvestre I, lo mismo que a su
predecesor San Milcíades, se le recuerda más por los sucesos que tuvieron lugar
durante su pontificado que por su vida y sus hechos. Vivió en una época de tan
grande trascendencia histórica que, inevitablemente surgieron en torno suyo
diversas leyendas y anécdotas sensacionales, como las que figuran en la obra Vita
beati Silvestri, pero sin valor como datos para los registros de la
historia. En cambio, el Líber Pontificalis hace constar que era el hijo
de un romano llamado Rufino, elegido Papa a la muerte de San Milcíades, en 314,
casi un año después de que el Edicto de Milán había garantizado la libertad
para la Iglesia. En consecuencia, las leyendas más significativas sobre San
Silvestre se fabricaron alrededor de sus relaciones con el emperador
Constantino. En ellas se representa a Constantino como a un leproso que, al
convertirse al cristianismo y al recibir el bautismo de manos del Papa
Silvestre, quedó curado. Como muestra de gratitud hacia el vicario de Cristo en
la tierra, el emperador concedió numerosos derechos y privilegios al Papa y sus
sucesores y dejó bajo el dominio de la Iglesia a las provincias de Italia. La
historia de los “donativos de Constantino, que se compuso y se utilizó para
fines políticos y eclesiásticos durante la Edad Media, se ha reconocido desde
hace mucho como una falsedad, sin embargo, hay un punto en ese relato, el
bautismo de Constantino por San Silvestre, que se registra en el Martirologio
Romano y en el Breviario.*
A los pocos meses de ocupar la silla de San
Pedro, el Papa envió una delegación personal al sínodo convocado en Arles para
tratar la disputa donatista. Los obispos reunidos en aquella asamblea
formularon críticas por la ausencia del Pontífice que, en vez de presentarse en
la reunión, permanecía en “el sitio donde los Apóstoles tienen su tribunal
permanente.” En junio del año 325, se reunió en la ciudad de Nicea, en Bitinia,
el primer Concilio Ecuménico o general de la Iglesia, al que concurrieron unos
220 obispos, casi todos orientales. El Papa Silvestre envió de Roma, como
delegados, a dos sacerdotes. El Concilio presidido por un obispo de occidente,
Osio de Córdoba, condenó las herejías de Arrio y con ello dio principio a una
larga y devastadora lucha dentro de la Iglesia. No hay noticias precisas de que
San Silvestre haya ratificado oficialmente la firma de sus delegados en las
actas del Concilio.
Es probable que haya sido a San Silvestre y
no a Milcíades a quien Constantino cedió el palacio de Letrán, donde el Papa
estableció su cátedra e hizo de la basílica de Letrán la iglesia catedral de
Roma. Durante el pontificado de San Silvestre, el emperador (que en 330
trasladó su capital de Roma a Bizancio) hizo construir las primeras iglesias
romanas, como la de San Pedro en el Vaticano, la de la Santa Cruz en el palacio
sesoriano y la de San Lorenzo extramuros. El nombre de este Papa, junto con el
de San Martín, ha quedado impuesto hasta ahora a la iglesia titular de un
cardenal que, por aquel entonces, fue fundada cerca de los baños de
Diocleciano, por un sacerdote llamado Equicio. San Silvestre construyó también
otra iglesia en el cementerio de Priscila, sobre la Vía Salaria. En aquel mismo
lugar fue enterrado en el año de 335, pero en 761, el Papa Pablo I trasladó sus
reliquias a la iglesia de San Silvestre in Capite, que es ahora la
iglesia nacional de los ingleses católicos en Roma. Desde el siglo XIII, se generalizó la celebración de la fiesta de este santo Pontífice en
el occidente el 31 de diciembre, y también se observa en el oriente (el 2 de
enero), la conmemoración de aquel primer Pontífice de Roma, después de que la
Iglesia salió de las catacumbas.
* En
realidad, el primero de los emperadores romanos que fue cristiano, era todavía
catecúmeno cuando se hallaba en su lecho de muerte y fue entonces, dieciocho
meses después de la muerte de San Silvestre, cuando un obispo arriano lo
bautizó en Nicomedia.
En un artículo titulado Konstantinische
Schenkung und Silvester Legende, con el que W. Levison, el investigador
cuya autoridad nadie pone en duda, contribuyó a la obra Miscellanea
Francesco Ehrle (vol. II, 1924, pp. 159-247), la trigésima octava publicación de la serie Studi
e Testi, hace un estudio muy completo sobre los famosos “Donativos de
Constantino.” Asimismo, J. P. Kirsch hizo un profundo estudio sobre el espurio
documento en la Catholic Encyclopedia (vol. V, pp. 118-121), pero
Levison llegó a conclusiones mucho más claras sobre los diversos elementos que
contribuyeron a la fabricación de la fábula. Parece ser que, con fecha
anterior, circuló una historia de San Silvestre, inventada para edificación de
los lectores piadosos de la segunda mitad del siglo quinto. Allí figura, por
ejemplo, el relato de una discusión teológica entre San Silvestre y doce
doctores judíos. Hay indicios de que el Líber Pontificalis (ver la
edición de Duchesne, vol. I, pp. cxxxv y 170-201) se documentó en el mencionado
libro al hablar del Constitutum Silvestri. Pero también había otra
versión de esta leyenda que incluía incidentes tales como la lucha contra un
dragón y que modificaba radicalmente otros detalles. En el siglo nueve,
encontramos textos en los que estos elementos están fundidos con otros nuevos.
Por otra parte, desde el siglo sexto comenzaron a aparecer las versiones
griegas sobre ese mismo tema (ver el BHG., nn. 1628-1632). Uno de estos textos
griegos se ha conservado en cuarenta copias que ahora existen. Sin embargo,
Levison rechaza decididamente la tesis de que fue de los textos griegos sobre
los “Donativos de Constantino”, de donde las versiones latinas tomaron los
datos. También hubo traducciones de las acias de San Silvestre al sirio y al
armenio, así como una homilía en verso, atribuida a Santiago de Sarug. En
algunas de estas versiones orientales se presenta a San Silvestre como
compañero de viaje de Santa Elena, la madre de Constantino, por Palestina y se
afirma, además, que el Papa tomó parte en el descubrimiento de la verdadera
Cruz. Se puede dar una idea del lugar tan importante que ocupó San Silvestre en
el movimiento intelectual de la Edad Media, por medio del Speculum Ecclesiae
de Giraldo Cambrensis y del Polychronicon de Ralph Higden, vol. v.
Cf. también a Dóllinger en Papstfabeln, pp. 61 ss. y a Donato en Un
Papa Legendario (1908). Sobre la historia de su pontificado, ver a E.
Gaspar en Geschichte des Papsttums, vol. I, pp. 115 ss. y a Poisnel en Un
concil apocryphe du Pape St. Silvestre, en Mélanges d’archéol. et d’histoire,
1886, pp. 3-13. Hay una nota suplementaria al artículo de Levison, en Zeitschrift
der Savigny..., vol. XLVI (1926), pp. 501-511. Cf. N.H. Baynes en Constantine the Great and the
Christian Church (1929).
(31 de diciembre)
La tradición dice
que Columba era natural de España y, a la edad de dieciséis años, se trasladó a
las Galias con otros españoles que posteriormente fueron martirizados. Se dice
que aquel grupo de emigrantes se estableció en Sens. Al parecer, Columba era
hija de padres nobles que practicaban la religión pagana, a quienes abandonó en
secreto para evitar que la obligasen a adorar a los dioses falsos. En la ciudad
francesa de Vienne recibió el bautismo. Cuando Aureliano llegó a Sens, ordenó
que Santa Columba y sus compañeros fuesen ejecutados. La “pasión” de estos
mártires relata una fábula extravagante sobre Columba, la que fue
milagrosamente protegida del deshonor y la brutalidad de sus carceleros, cuando
fue entregada a los soldados, por uno de los osos del anfiteatro que no se
apartaba de ella y atacaba a todo el que se acercase. Columba murió decapitada
junto al manantial de Azon, sobre el camino de Meaux, y un hombre que había
recuperado la vista al invocar el nombre de la santa, se encargó de dar
sepultura al cadáver, en los alrededores del sitio de la ejecución.
El culto a Santa Columba se extendió por
Francia, España e Italia, en algunas de cuyas diócesis se celebra todavía su
fiesta. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, fracasó el intento que se
hizo para dar nuevo impulso a la devoción popular por esta santa. La abadía de
Santa Columba, que conservaba sus reliquias, era la principal de las casas
religiosas de Sens. La tercera de las iglesias dedicadas a Santa Columba fue
consagrada por el Papa Alejandro III en 1164. Al año siguiente,
cuando Santo Tomás Becket huyó de Inglaterra para hacer su apelación al Papa y
no pudo quedarse en Pontigny, se refugió en el monasterio de Santa Columba y
ahí estableció su residencia hasta que regresó a Inglaterra para recibir el
martirio.
No obstante que la pasión
de estos mártires, en sus diversas versiones, se conserva en numerosos
manuscritos, no tiene ningún valor histórico. Mombricio y los bolandistas la
imprimieron en su Catalogas hagiographicus Bruxellensis, vol. I, pp.
302-306. Véase además a Tillemont en Mémoires, vol. IV, p. 347 y, sobre
todo, a G. Chastel en Ste. Colombe de Sens (1939) que contiene un nuevo
texto de la pasión y detalles importantes sobre el culto.
(31 de diciembre)
Melania la mayor fue
una dama patricia de la gens Antonia casada con Valerio Máximo, quien
probablemente fue prefecto de Roma en el año de 362. A la edad de veintidós
años quedó viuda y, luego de dejar a su hijo Publicóla al cuidado de tutores,
se trasladó a Palestina, donde construyó un monasterio, en Jerusalén, con
cincuenta doncellas consagradas al servicio de Dios. Ahí mismo se estableció la
noble dama y se entregó a la austeridad, la plegaria y las buenas obras.
Mientras tanto, su hijo Publicóla llegó a ocupar un puesto en el senado romano
y se casó con Albina, una cristiana, hija del sacerdote pagano Albino. La hija
de aquel matrimonio fue Santa Melania la Joven, criada y educada en el
cristianismo por su madre, en la lujosa residencia del senador Publicóla,
cristiano también, pero demasiado ambicioso para preocuparse por su religión.
Con la idea de llegar a tener un heredero
varón de su gran fortuna y el aristocrático nombre de su familia, Publicóla
prometió en matrimonio a su hija a Valerio Piniano, un pariente suyo, hijo del
prefecto Valerio Severo. Pero la joven Melania deseaba conservar su virginidad
para consagrarse por entero a Dios. Tan pronto como sus padres conocieron las
intenciones de la jovencita, se opusieron rotundamente a permitir que las
realizara y, para quitarle semejantes ideas de la cabeza, apresuraron su
matrimonio. En el año de 397, cuando Melania acababa de cumplir catorce años,
se casó con Piniano que tenía diecisiete. Nada tiene de extraño que la joven,
casada contra su voluntad y disgustada por el ambiente licencioso y sensual que
reinaba en torno suyo, suplicase a su marido que llevasen una vida de absoluta
continencia. Pero Piniano no aceptó la proposición y, a su debido tiempo, vino al
mundo su primer hijo, una niña que murió después de un año de nacida. Las
inclinaciones de Melania no habían cambiado y reiteró sus peticiones para que
la dejasen en libertad, pero su padre tomó medidas para impedirle que
frecuentase a las gentes de reconocidas tendencias religiosas que podían
alentarla a distanciarse de la vida de lujo y de sociedad que él deseaba para
su hija. En la víspera de la fiesta de San Lorenzo del año 399, el senador
prohibió a su hija que velase en la basílica, puesto que estaba de nuevo
embarazada, pero no por eso dejó la joven de permanecer toda la noche en
oración, arrodillada en su habitación. Por la mañana asistió a la misa en la
iglesia de San Lorenzo y, al regresar a su casa, tuvo un grave trastorno y, con
grandes dificultades y riesgo de la vida, dio a luz prematuramente a un niño,
el que murió al día siguiente. Melania estuvo largo tiempo entre la vida y la
muerte, y su esposo Piniano, que la amaba sinceramente, hizo el juramento de
que, si se llegaba a salvarse su mujer, la dejaría en absoluta libertad para
servir a Dios como quisiera. Poco después, Melania recuperó la salud y su
marido cumplió el juramento, pero Publicóla mantuvo su decidida oposición y,
durante otros cinco años, Melania tuvo que conformarse con llevar exteriormente
la misma existencia que tanto le disgustaba. Pero entonces atacó a Publicóla
una enfermedad mortal y, antes de entrar en agonía, heredó a su hija todos sus
bienes y le pidió perdón porque, “temeroso de verme entregado al ridículo de
las malas lenguas, te ofendí al oponerme a tu celestial vocación.”
Albina, la madre de Melania, y Piniano, su
marido, no sólo aceptaron la nueva vida de la joven, sino que ellos mismos la
adoptaron. Los tres abandonaron Roma para radicarse en una casa de campo, lejos
de la ciudad. Piniano no estaba plenamente convertido y, durante largo tiempo,
insistió en vestir los ricos ropajes que acostumbraba portar en Roma. El
biógrafo de la santa nos ha dejado un relato conmovedor y convincente sobre los
métodos que empleó su esposa para convencerlo a que renunciara a los lujos para
adoptar una existencia más modesta y lograr, por fin, que usara las ropas
pobres, confeccionadas por ella misma. La familia se había llevado consigo a
numerosos esclavos, a quienes dispensaba un tratamiento ejemplar y, en corto
tiempo, muchas jovencitas, viudas y más de treinta familias se establecieron en
torno a la casa de campo de Melania y formaron una población. La villa llegó a
ser un centro de hospitalidad, de caridad y de vida religiosa. Melania era
fabulosamente rica (los terrenos pertenecientes a la familia Valeria se
hallaban en todos los puntos del Imperio Romano) y se sentía oprimida por la
cantidad de sus bienes terrenales. Sabía que la abundancia de posesiones
pertenecía a los vecinos pobres, hambrientos y desnudos; estaba cierta de que,
como dijo San Ambrosio, “el rico que da al pobre no hace una limosna, pero sí
paga una deuda.” Por consiguiente, solicitó y obtuvo el consentimiento de
Piniano a fin de vender algunas de sus propiedades y distribuir el dinero entre
los necesitados. Inmediatamente, los parientes, que siempre los habían creído
fuera de sus cabales, trataron de aprovecharse de aquella última locura. Por
ejemplo, Severo, el hermano de Piniano, sobornó por algunas monedas a los
colonos y esclavos que habitaban en uno de los terrenos de Piniano para que, en
el momento de ser vendidas las tierras, se rebelasen y no reconociesen a otro
amo que al propio Severo. Fueron tantas las dificultades que se opusieron a los
intentos de Piniano, que hubo necesidad de hacer una apelación al emperador
Honorio para poner las cosas en su lugar. Santa Melania, sencillamente vestida
con una túnica de lana y cubierta la cabeza con un velo, se presentó ante
Serena, la suegra del emperador, a la que impresionó tan profundamente por su
porte y sus palabras, que intercedió ante Honorio para que la venta de aquellas
tierras quedara bajo la vigilancia y la protección del Estado. De esta manera,
los procedimientos fueron rectos y la distribución estrictamente justa: los
pobres, los enfermos, los cautivos, los desposeídos, los peregrinos, las
iglesias y los monasterios, recibieron ayuda y dotes en todo el imperio. En un
término de dos años, Melania dio la libertad a ochocientos esclavos. Paladio,
contemporáneo de la santa, dice en su Historia Lausiaca que, incluso los
monasterios de Egipto, Siria y Palestina, recibieron beneficios de Melania. En
ese mismo libro el autor da un pormenorizado relato de la manera de vivir de la
santa.
En el año de 406, Melania con su esposo y
algunas personas más pasaron una temporada con San Paulino en la ciudad de
Ñola, en la Campania. El santo deseaba conservar a Melania y a su esposo como “huéspedes
perpetuos.” A ella la llamaba “bendita pequeña” y también “alegría del cielo.”
Pero la pareja se obstinó en regresar a su villa cercana a Roma, en momentos
tan inoportunos que, a poco de llegar, tuvieron que abandonarla más que de
prisa, debido a la amenaza de invasión de los godos. Se refugiaron en otra casa
de campo, propiedad de Melania, en Mesina. Ahí vivió con ellos el anciano
Rufino. Pero, antes de dos años, los godos llegaron a Calabria, e incendiaron
la ciudad de Reggio. Entonces, Melania y su esposo optaron por retirarse a
Cartago. Se proponían hacer de paso una visita a San Paulino para consolarle en
sus tribulaciones a causa de la invasión, pero una tormenta desvió la ruta del
navio que fue a dar a una isla, probablemente la de Lipari, donde los piratas
eran amos y señores. A fin de salvar de la prisión y de la muerte a sus gentes
y a los tripulantes del barco, Santa Melania pagó a los filibusteros una buena
suma en monedas de oro por el rescate. Después de aquellas aventuras, los
esposos se instalaron en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Tanto Melania como
su esposo causaron una benéfica impresión entre el pueblo y tanto fue así que,
cuando Piniano visitó a San Agustín en Hipona (el santo los llamo “verdaderas
luces de la Iglesia”), se produjo un tumulto en un templo, porque las gentes
querían que Piniano se ordenase sacerdote para que ejerciera entre ellas su
ministerio y pensaban que el obispo de Tagaste, San Alipio, se lo impedía. No
se restableció el orden hasta que Piniano prometió al pueblo que, si alguna vez
se le ordenaba sacerdote, sólo ejercería su ministerio en Hipona. Mientras se
hallaba en África, Santa Melania fundó y dotó dos nuevos monasterios, uno para
hombres y otro para mujeres. En ellos recibió, sobre todo, a los que habían sido sus esclavos. La propia Melania vivía en
el convento de las mujeres y sobresalía entre todas por sus austeridades,
puesto que sólo se alimentaba frugalmente cada tercer día. La santa se ocupaba
principalmente de copiar libros en griego y en latín y, quinientos años más
tarde, todavía circulaban algunos manuscritos que se atribuían a la santa.
En el año de 417, en compañía de su madre y
de su esposo, partió Melania del África hacia Jerusalén y se hospedó en la
posada para peregrinos, vecina al Santo Sepulcro. Desde ahí emprendió una
expedición con Piniano para visitar a los monjes del desierto de Egipto. Al
regreso, fortalecidos por el ejemplo de aquellos anacoretas, Melania decidió
aislarse en las afueras de Jerusalén, entregada a la contemplación y la
oración. Hasta ahí fue a visitarla su prima Paula, sobrina de Santa Eustoquio.
Fue Paula quien presentó a Melania el maravilloso grupo de almas escogidas reunido
por San Jerónimo en Belén y fue recibida con beneplácito. Se cuenta que, la
primera vez que Melania se encontró con San Jerónimo, “se acercó a él con su
acostumbrado porte humilde y respetuoso, se arrodilló a sus pies y le pidió su
bendición.”
A los catorce años de residir en Palestina,
murió Albina y, al año siguiente, Piniano la siguió a la tumba. El Martirologio
Romano menciona a Piniano junto con Melania. Esta sepultó a su esposo al lado
de su madre en el Monte de los Olivos y se construyó una celda cerca de las
tumbas de sus fieles compañeros. La celda fue el núcleo de un amplio convento
de vírgenes consagradas que presidió Santa Melania. La santa se mostró siempre
muy solícita por el bienestar y la salud de su congregación (en el convento
había un baño que fue un donativo de un ex prefecto del palacio imperial) y las
reglas que estableció fueron notables por su benignidad, en tiempos en que los
comienzos del monas-ticismo se inclinaban a degenerar en la más rigurosa
austeridad corporal. Cuatro años después de la muerte de Piniano, Santa Melania
tuvo noticias de un tío materno suyo, llamado Volusiano, que aún era pagano y
que se encontraba en Constantinopla al frente de una embajada. La santa decidió
hacer personalmente el intento de convertir a su tío, que ya era un anciano y,
con ese propósito, emprendió el viaje con su capellán (y su biógrafo) Geroncio,
y tras una larga y penosa jornada, llegó a Constantinopla a tiempo para
propiciar y atestiguar la conversión de Volusiano, que murió en sus brazos al
día siguiente de haber recibido el bautismo. Se dice que el entusiasmo de
Melania por lograr la conversión del anciano era tan vehemente que, al verlo
dudar, le advirtió que apelaría al emperador Teodosio para que interviniese en
el asunto. Pero Volusiano le respondió con gran cordura y moderó los ímpetus de
su sobrina con estas palabras: “No debes forzar la buena y libre voluntad que
Dios me ha dado. Estoy pronto y ansioso de limpiar las innumerables manchas de
mi alma, pero si llegase a hacerlo por mandato del emperador, lo tendría
siempre por un acto obligatorio, sin el mérito de la elección voluntaria.”
En la víspera de la Navidad del año 439,
Santa Melania estaba en Belén y, tras la Misa del Alba, le anunció a Paula que
su muerte estaba próxima. El día de San Esteban, asistió a la misa en su
basílica y, después, leyó con las hermanas del convento el relato sobre el
martirio de Esteban que figura en el Nuevo Testamento. Al término de la
lectura, las hermanas la rodearon para desearle toda clase de bienes y de
felicidades. “Lo mismo deseo para todas vosotras”, repuso la santa. “Pero ya no
volveréis a escucharme leer esta lección.” Aquel mismo día, hizo una visita de
despedida a los monjes y, a su regreso, ya se encontraba muy enferma. Reunió a todas las hermanas y les pidió que
orasen por ella, “porque ya voy hacia el Señor.” Habló brevemente para decirles
que, si alguna vez había usado palabras severas, sólo lo había hecho por amor a
ellas y concluyó diciendo: “Bien sabe Dios que yo no valgo nada y yo misma no
me atrevo a compararme con ninguna buena mujer, ni aun de las que ahora viven
en la tierra. Sin embargo, creo que el enemigo no podrá acusarme en el Juicio
Final, de haberme ido a dormir un solo día con rencor en mi corazón.” El
domingo 31 de diciembre, por la mañana temprano, cuando el capellán Geroncio
celebraba la misa, su voz se entrecortaba por el llanto y las palabras rituales
le salían mezcladas con los sollozos. Desde su sitio en la nave de la iglesia,
Melania le envió un mensaje para pedirle que hablase con mayor claridad puesto
que no podía oírle. Durante todo el día recibió a los visitantes, hasta que
llegó un momento en que dijo: “Ahora, dejadme descansar en paz.” A la hora de
nona, se debilitó considerablemente y, al caer la tarde, en tanto que repetía
las palabras de Job: “Como el Señor lo ha querido, que así sea...”, murió
tranquilamente. Tenía cincuenta y seis años de edad.
A Santa Melania la Joven se le ha venerado
desde los primeros tiempos en la Iglesia bizantina, pero, aparte de la
inserción de su nombre en el Martirologio Romano, no se le ha rendido culto en
el occidente hasta nuestros días. El cardenal Mariano Rampolla publicó una obra
monumental sobre Santa Melania, en 1905. El escrito atrajo bastante la atención
sobre el personaje y, a partir de entonces, la santa recibió cierto culto. En
1908, el Papa Pío X aprobó la celebración anual de su fiesta por los miembros de la
congregación italiana de clérigos regulares, conocidos como los “somaschi”, y
también fue adoptada por los católicos latinos de Constantinopla y de
Jerusalén.
Desde hace tiempo, se sabe
que existen en diversas bibliotecas trozos de manuscritos de una biografía de
Santa Melania escrita en latín y, todos esos fragmentos fueron impresos en Analecta
Bollandiana, vol. VIII (1899), pp. 16-63. La edición del texto griego fue
tomada de un manuscrito existente en la biblioteca Berberini por Delehaye y
publicado en la misma Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp. 5-50.
En 1905, el cardenal Rampolla, que había descubierto una copia completa de la
biografía latina en el Escorial, publicó la biografía latina y la griega en un
suntuoso volumen, Santa Melania Giuniore Senatrice Romana, con una
introducción, disertaciones y notas. Hay considerables diferencias de opinión
en cuanto a las relaciones que pueden existir entre la versión griega y la
latina, que no concuerdan ni en el contenido, ni en la redacción. Una extensa
contribución de Fr. Adhémar d’Alés en la Analecta Bollandiana, vol. XXV
(1906), pp. 401-450, el autor examinó detalladamente esas variaciones, para
llegai a la conclusión de que la biografía de la santa había sido compuesta por
su discípulo y capellán Geroncio, unos nueve años después de la muerte de
Melania. Geroncio sólo hizo un esbozo en griego, pero los textos griego y
latino que conocemos, fueron redactados años más tarde, tomando los datos del
esbozo de Geroncio. Algunos siglos después, Metafrasto publicó su propia
versión modernizada de la biografía. Esta se encuentra impresa en Migne, PG.,
vol. CXVI, pp. 753-794. Un muy buen resumen sobre la historia de Melania es el
que escribió M. Goyau para la serie Les Saints (1908). Véase también a
Leclercq en DAC., vol. XI, ce. 209-230.
(31 de diciembre)
A Este Bienaventurado agustino le veneran
como santo los canónigos regulares de Letrán y los fieles de la diócesis de
Limoges, pero es muy poco lo que se ha registrado sobre él. Sólo contamos con
algunas generalidades vagas o edificantes, como ésta: “Fue un buen ejemplo para
todos, concurría asiduamente a los divinos
oficios, se preocupaba por atender a las necesidades de los enfermos y dedicaba
toda su atención al celebrar los sagrados misterios de acuerdo con los ritos de
la Iglesia....” En la ciudad de Doral, en el Limousin, Israel era miembro de
los canónigos regulares; ahí fue promovido a chantre y ascendió luego a
familiar de Aldoín, obispo de Limoges, a quien acompañó a la corte de Francia.
A pedido de los canónigos, el Papa Silvestre II lo envió
como preboste al monasterio de San Juniano, en la alta Vienne, donde hizo
progresar a la comunidad tanto temporal como espiritualmente, puesto que acabó
con las divisiones y partidarismos, reformó la observancia y reconstruyó la
iglesia. Después, Israel regresó a Dorat y se dedicó a la formación de San
Walterio, el que fuera abad de L”Estrep. En Dorat el canónigo Israel volvió a
ejercer las funciones de chantre y ahí murió, el 31 de diciembre de 1014. Su
tumba llegó a ser famosa por los milagros que se obraban en ella.
Una biografía escrita en latín
en la Edad Media fue impresa en el año de 1657 por el P. Labbe en su Nova
Bibliotheca manuscriptorum librorum, vol. II, pp. 566-567. Como el Beato
Israel es el supuesto autor de un poema sobre Nuestro Señor Jesucristo, se
incluye también una breve nota sobre él en la Histoire littéraire de Frunce,
vol. VII, pp. 229-230.
Desde el principio de los tiempos y a través
de los siglos, los santos y los justos que han sido monumentos perfectos y
perdurables del poder inmenso y la infinita misericordia de Dios, alaban sin
cesar su bondad. Al dejar sus coronas al pie de su trono, le entregan toda la
gloria de sus triunfos. “Dios corona en sus santos, Sus propios dones.” Se nos
hace un llamado para unirnos a toda la Iglesia militante en esta tierra, a fin
de elevar todos, las plegarias de alabanza a Dios, en agradecimiento por la
gracia y la gloria que otorgó a sus santos. Al mismo tiempo, le imploramos con
toda humildad que ejerza su poder y su misericordia infinitas para sacarnos de
nuestras miserias, de nuestros pecados, para que repare los desórdenes de
nuestras almas y nos conduzca por el camino del arrepentimiento hacia la
comunidad de sus santos, adonde El nos ha llamado. Los santos fueron, otrora,
lo que somos nosotros actualmente: peregrinos en la tierra. Ellos también
tuvieron las mismas debilidades que tenemos nosotros. Nos encontramos con
dificultades y problemas; los santos los tuvieron igualmente, y muchos de ellos
mayores de los que nosotros tratamos de vencer; el obstáculo del poder de los
reyes y aun de naciones enteras, a veces, las rejas de la prisión, los
instrumentos de tortura y las espadas de los perseguidores. Sin embargo, ellos
superaron esas dificultades de las que hicieron medios para sus virtudes y sus
victorias. Por la fuerza que recibieron de arriba y no por su propio poder,
llegaron a triunfar. Pero es necesario tener en cuenta que Cristo derramó su
sangre lo mismo por nosotros que por ellos y que no nos faltan las gracias de
nuestro Redentor. Si fracasamos, a nosotros mismos se debe el fracaso. Los
santos son “como una blanca nube sobre nuestras cabezas” para mostrarnos que la
perfecta vida cristiana no es imposible.