(1 de abril).
San Valerio nació en Auvernia, en el seno de una familia humilde. Guillermo el Conquistador mandó exponer solemnemente sus reliquias para obtener del cielo un viento favorable a fin de que zarpara su expedición a Inglaterra. El santo, que era pastor, se las arregló para aprender a leer mientras cuidaba el ganado y llego a conocer de memoria el salterio. Un día, su tío le llevó a visitar el monasterio de Autumo; Valerio insistió en quedarse y su tío le permitió continuar ahí su educación, aunque no es del todo cierto que el santo haya tomado el hábito en ese convento. Algunos años después, pasó a la abadía de San Germán de Auxerre; pero no parece que haya vivido ahí mucho tiempo. En aquella época los monjes podían pasar libremente de un convento a otro; algunos eran simplemente espíritus inquietos, incapaces de establecerse en un sitio, pero otros cambiaban de monasterio por verdadero espíritu de perfección, en busca de directores espirituales capaces de ayudarlos a santificarse. San Valerio se contaba entre estos últimos. La fama de San Columbano y sus discípulos le movió a ir a Luxueil para ponerse bajo la dirección del gran santo irlandés. Con él fue su amigo Bobo, un noble a quien Valerio había convertido y que abandonó todas sus posesiones para seguirle. Ambos se establecieron en Luxeuil, donde encontraron el director espiritual y la forma de vida que necesitaban. San Valerio estaba encargado de cultivar una parte del huerto. Los otros monjes consideraron como un milagro que los insectos no atacasen la parte del huerto confiada a Valerio, en tanto que devastaban todo el resto; también parece que esto fue lo que movió a San Columbano, quien tenía ya una idea muy elevada de la santidad de Valerio, a admitirle a la profesión después de un noviciado excepcionalmente breve.
El rey Teodorico expulsó al abad del monasterio y sólo permitió que partiesen con él los monjes irlandeses y bretones. San Valerio, que no quería quedarse en el monasterio sin su maestro, obtuvo permiso de acompañar a un monje llamado Waldolano, quien iba a partir a una misión de evangelización. Se establecieron en Neustria, donde predicaron con gran libertad; la elocuencia y los milagros de Valerio lograron numerosas conversiones. Sin embargo, el santo se sintió pronto llamado de nuevo a retirarse del mundo, esta vez a la vida eremítica. Siguiendo el consejo del obispo Bercundo, escogió un sitio solitario cerca del mar, en la desembocadura del río Somme. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarse, no consiguió permanecer ignorado; pronto se le reunieron algunos discípulos y las celdas empezaron a multiplicarse en lo que más tarde se convertiría en la célebre abadía de Leuconaus. San Valerio partía, de vez en cuando, a predicar misiones en la región; obtuvo un éxito tan grande, que se cuenta que evangelizó no sólo lo que ahora se llama Pas-de-Calais, sino toda la costa oriental del estrecho.
San Valerio era alto y de figura ascética; su singular bondad suavizó la rigidez de la regla de San Columbano con excelentes resultados. Los animales acudían a él sin temor: los pájaros iban a posarse sobre sus hombros y a comer en sus manos; en más de una ocasión, el buen abad dijo a los que iban a visitarle: “Dejad comer en paz a estas inocentes criaturas de Dios.”
San Valerio gobernó el monasterio durante seis años por lo menos y murió hacia el año 620. Los numerosos milagros que obró después de su muerte, contribuyeron a propagar rápidamente su culto. Dos poblaciones francesas le deben su nombre: Saint-Valéry-sur-Somme y Saint-Valéry-en-Caux. Ricardo Corazón de León trasladó las reliquias del santo a esta última ciudad, que se halla en Normandía, pero más tarde fueron nuevamente llevadas a Saint-Valéry-sur-Somme, a la abadía de Leuconaus.
Se
dice que Raginberto, quien fue abad de Leuconaus poco después de la muerte de
San Valerio, escribió su biografía. Hasta hace algún tiempo, se pensaba que un
autor posterior había conservado todo lo sustancial de dicha biografía,
cambiando únicamente el estilo; pero Bruno Krusch parece haber demostrado que la
obra de ese autor posterior, data del siglo XI y que se basa en otros
documentos hagiográficos que no tienen nada que ver con San Valerio. Ver MGH., Scriptores
Merov., vol. IV, pp. 157-175; ahí se encontrará un texto más moderno que el
de los bolandistas y el de Mabillon. Pueden verse algunas críticas de la
edición de B. Krusch en Wattenbach-Levison, Deutschlands Geschichtsquellen
im Mittelalter Vorzeit und Karolinger, vol. I (1952), p. 137.
(1 de abril).
Macario el Taumaturgo nació en
Constantinopla. Recibió una excelente educación y mostró particular aptitud
para
En
Analecta Bollandiana se encontrará una biografía griega de San Macario,
escrita por el monje Sabas (vol. XVI (1897), pp. 140-163). Algunas cartas de
Teodoro el Estudita confirman el carácter histórico de esa obra. Ver Analecta
Bollandiana, vol. XXXII (1913), pp. 270-273; y cf. Echos d'Orient, I
(1898), pp. 274-280. Parece que la fecha de la traslación de las reliquias es
el 1° de abril.
(2 de abril).
Entre los mártires de Palestina, a los que Eusebio conoció personalmente y cuyos sufrimientos describió, se cuentan dos, cuya tierna edad impresionó especialmente al escritor. Uno era Apiano, joven de veinte años y la otra era una muchacha de dieciocho años, llamada Teodosia.
Apiano había nacido
en Licia y había estudiado en la famosa escuela de Berytus de Fenicia, donde se
había convertido al cristianismo. A los dieciocho años se fue a vivir a
Cesárea. Poco después, el gobernador de la ciudad recibió la orden de exigir
que todos los habitantes ofreciesen sacrificios públicos. Al tener noticia de
ello, Apiano, sin comunicar a nadie sus planes —“ni siquiera a nosotros,” dice
Eusebio, que vivió entonces con él—, se dirigió al sitio en que el gobernador
Urbano estaba ofreciendo sacrificios y logró llegar hasta él, sin que los
guardias lo advirtiesen. Tomando a Urbano por el brazo, le impidió ofrecer el
sacrificio y clamó contra la impiedad que cometía quien abandonaba el culto del
verdadero Dios para adorar a los ídolos. Los guardias se lanzaron sobre Apiano
y le molieron a puntapiés; después le arrojaron en un oscuro calabozo, donde
pasó veinticuatro horas con apretados grilletes en los tobillos. Al día
siguiente tenía el rostro tan hinchado, que era imposible reconocerle. El juez
mandó desgarrarle con garfios hasta los huesos, de suerte que las entrañas del
santo quedaron a la vista. A todas las preguntas respondía de la misma manera:
“Yo soy siervo de Cristo.” Después se le aplicaron en las plantas de los pies
lienzos mojados en aceite hirviente; pero, por más que le quemaron hasta los huesos,
no consiguieron vencer su constancia. Cuando los guardias le decían que
ofreciese sacrificios a los dioses, Apiano respondía: “Yo confieso al Cristo,
el Dios verdadero que es uno con el Padre.” Al ver que no flaqueaba en su
resolución, el juez le condenó a ser arrojado al mar. Inmediatamente después de
ejecutada la sentencia, ocurrió un milagro que, según dice Eusebio, tuvo lugar
en presencia de toda la población, ya que un violento temblor arrojó a la playa
el cuerpo del mártir, a pesar de que los verdugos le habían atado al cuello
losas muy pesadas.
Teodosia parece haber sido
también martirizada durante la persecución de Maximino. Eusebio describe así su
triunfo: “A los cinco años de persecución, el …cuarto día después de las nonas
de abril, que era la fiesta de
Este
relato está tomado de Los Mártires de Palestina de Eusebio. Han llegado
hasta nosotros dos versiones, que pueden verse en la edición de E. Grapin en la
colección Textes et Documents pour l'Etude historique du Christianisme, vol. III, pp. 183-227. Ver también Analecta Bollandiana, vol. XVI
(1897), pp. 122-127.
(2 de abril).
Según parece, la biografía de Santa María Egipciaca se basa en un corto relato, bastante verosímil, que forma parte de la “Vida de San Ciríaco,” escrita por su discípulo Cirilo de Escitópolis. El santo varón se había retirado del mundo con sus seguidores y, según parece, vivía en el desierto al otro lado del Jordán. Un día, dos de sus discípulos divisaron a un hombre escondido entre los arbustos y le siguieron hasta una cueva. El desconocido les gritó que no se acercasen, pues era mujer y estaba desnuda; a sus preguntas, respondió que se llamaba María, que era una gran pecadora y que había ido ahí a expiar su vida de cantante y actriz. Los dos discípulos fueron a decir a San Ciríaco lo que había sucedido. Cuando volvieron a la cueva, encontraron a la mujer muerta en el suelo y la enterraron ahí mismo.
Este relato dio origen a una
complicada leyenda muy popular en
Durante el reinado de Teodosio,
el Joven, vivía en Palestina un santo monje y sacerdote llamado Zósimo. Tras de
servir a Dios con gran fervor en el mismo convento durante cincuenta y tres
años, se sintió llamado a trasladarse a otro monasterio en las orillas del
Jordán, donde podría avanzar aún más en la perfección. Los miembros de ese
monasterio acostumbraban dispersarse en el desierto, después de la misa del
primer domingo de cuaresma, para pasar ese santo tiempo en soledad y
penitencia, hasta el Domingo de Ramos. Precisamente en ese período, hacia el
año 430, Zósimo se encontraba a veinte días de camino de su monasterio; un día,
se sentó al atardecer para descansar un poco y recitar los salmos. Viendo
súbitamente una figura humana, hizo la señal de la cruz y terminó los salmos.
Después levantó los ojos y vio a un ermitaño de cabellos blancos y tez tostada
por el sol; pero el hombre echó a correr cuando Zósimo avanzó hacia él. Este le
había casi dado alcance, cuando el ermitaño le gritó: “Padre Zósimo, soy una
mujer; extiende tu manto para que puedas cubrirme y acércate. Sorprendido de
que la mujer supiese su nombre, Zósimo obedeció. La mujer respondió a sus
preguntas, contándole su extraña historia de penitente. “Nací en Egipto —le
dijo—. A los doce años de edad, cuando mis padres vivían todavía, me fugué a
Alejandría. No puedo recordar sin temblar los primeros pasos que me llevaron al
pecado ni los excesos en que caí más tarde.” A continuación le contó que había
vivido como prostituta diecisiete años, no por necesidad, sino simplemente para
satisfacer sus pasiones. Hacia los veintiocho años de edad, se unió por
curiosidad a una caravana de peregrinos que iban a Jerusalén a celebrar la
fiesta de
Preguntó a un panadero por dónde
se iba al Jordán y se dirigió inmediatamente al río. Al llegar a la iglesia de
San Juan Bautista, en la ribera del Jordán, recibió la comunión y, en seguida
cruzó el río y se internó en el desierto, en el que había vivido cuarenta y
siete años, según sus cálculos. Hasta entonces no había vuelto a ver a ningún
ser humano; se había alimentado de plantas y dátiles. El frío del invierno y el
calor del verano le habían curtido y, con frecuencia había sufrido sed. En esas
ocasiones se había sentido tentada de añorar el lujo y los vinos de Egipto, que
tan bien conocía. Durante diecisiete años se había visto asaltada de éstas y
otras violentas tentaciones, pero había implorado la ayuda de
Al año siguiente, Zósimo se
dirigió al lugar de la cita, llevando al Santísimo Sacramento y el Jueves Santo
divisó a María al otro lado del Jordán. La penitente hizo la señal de la cruz y
empezó a avanzar sobre las aguas hasta donde se hallaba Zósimo. Recibió la comunión
con gran devoción y recitó los primeros versículos del “Nunc dimittis.” Zósimo
le ofreció una canasta de dátiles, higos y lentejas dulces, pero María sólo
aceptó tres lentejas. La penitente se encomendó a sus oraciones y le dio las
gracias por lo que había hecho por ella. Finalmente, después de rogarle que
volviese al año siguiente al sitio en que la había visto por primera vez, María
pasó a la otra ribera, en la misma forma en que había venido. Cuando fue Zósimo
al año siguiente al sitio de la cita, encontró el cuerpo de María en la arena;
junto al cadáver estaban escritas estas palabras: “Padre Zósimo, entierra el
cuerpo de María
Esta
leyenda se difundió mucho y alcanzó gran popularidad en el oriente. Según parece,
San Sofronio, patriarca de Jerusalén, que murió en el año 638, fue quien le dio
forma definitiva. Sofronio tenía a la vista dos textos: la digresión que Cirilo
de Escitópolis introdujo en su Vida de San Ciríaco y una leyenda semejante
relatada por Juan Mosco en el Prado
Espiritual. Tomando numerosos datos de la vida de San
Pablo de Tebas, dicho autor construyó una leyenda de dimensiones respetables.
San Juan Damasceno, que murió a mediados del siglo VIII, cita largamente
(3 de abril).
El año 303, el emperador
Diocleciano publicó un decreto que condenaba a la pena de muerte a quienes
poseyesen o guardasen una parte cualquiera de
Dulcicio presidió el tribunal, sentado en su trono de gobernador. Su secretario, Artemiso, leyó la hoja de acusaciones, redactada por el procurador. El contenido era el siguiente: “El pensionario Casandro saluda a Dulcicio, gobernador de Macedonia, y envía a su Alteza seis cristianas y un cristiano que se rehusaron a comer la carne ofrecida a los dioses. Sus nombres son: Agape, Quionia, Irene, Casia, Felipa y Eutiquia. El cristiano se llama Agatón.”
El juez dijo a las mujeres: “¿Estáis locas? ¿Cómo se os ha metido en la cabeza desobedecer al mandato del emperador?” Después, volviéndose hacia Agatón, le preguntó: “¿Por qué te niegas a comer la carne ofrecida a los dioses, como lo hacen los otros súbditos del emperador?” “Porque soy cristiano, replicó Agatón. “¿Estás decidido a seguir siéndolo?” “Sí.” Entonces, Dulcicio interrogó a Ágape sobre sus convicciones religiosas. Su respuesta fue: “Creo en Dios y no estoy dispuesta a renunciar al mérito de mi vida pasada, cometiendo una mala acción.” “Y tú, Quionia, ¿qué respondes?” “Que creo en Dios y por consiguiente no puedo obedecer al emperador.” A la pregunta de por qué no obedecía al edicto imperial, Irene respondió: “Porque no quiero ofender a Dios.” “¿Y tú, Casia?,” preguntó el juez. “Porque deseo salvar mi alma. “¿De modo que no estás dispuesta a comer la carne ofrecida a los dioses?” “¡No!” Felipa declaró que estaba dispuesta a morir antes que obedecer. Lo mismo dijo Eutiquia, una viuda que pronto iba a ser madre. Por esta razón, el juez mandó que la condujesen de nuevo a la prisión y siguió interrogando a sus compañeros: “Agape, preguntó, ¿has cambiado de decisión? ¿Estás dispuesta a hacer lo que hacemos quienes obedecemos al emperador?” “No tengo derecho a obedecer al demonio,” replicó la mártir; todo lo que digas no me hará cambiar.” “¿Cuál es tu última decisión, Quionia?,” prosiguió el juez. “La misma de antes.” “¿No poseéis ningún libro o escrito referente a vuestra impía religión?” “No. El emperador nos los ha arrebatado todos.” A la pregunta del juez de quién las había convertido al cristianismo, Quionia respondió simplemente: “Nuestro Señor Jesucristo.”
Entonces Dulcicio dictó la sentencia: “Condeno a Ágape y a Quionia a ser quemadas vivas por haber procedido deliberada y obstinadamente contra los edictos de nuestros divinos emperadores y cesares y porque se niegan a renunciar a la falsa religión cristiana, aborrecida por todas las personas piadosas. En cuanto a los otros cuatro, los condeno a permanecer prisioneros hasta que yo lo juzgue conveniente.”
Después del martirio de sus hermanas mayores, Irene compareció de nuevo ante el gobernador, quien le dijo: “Ahora se ha descubierto vuestra superchería; cuando te mostramos los libros, pergaminos y escritos referentes a la impía religión cristiana, tuviste que reconocer que eran tuyos, aunque antes habías negado los hechos. Sin embargo, a pesar de tus crímenes, estoy dispuesto a perdonarte, con tal de que adores a los dioses... ¿Estás dispuesta a hacerlo?” “No,” replicó Irene, “pues con ello correría peligro de caer en el infierno.” “¿Quién te aconsejó que ocultaras esos libros y escritos tanto tiempo?” “Nadie me lo aconsejó fuera de Dios, pues ni siquiera lo dijimos a nuestros criados para que no nos denunciaran.” “¿Dónde os escondisteis el año pasado, cuando se publicó el edicto imperial?” “Donde Dios quiso: en la montaña.” “¿Con quién vivíais?” “Al aire libre; a veces en un sitio, a veces en otro.” “¿Quién os alimentaba?” “Dios, que alimenta a todos los seres vivientes.” “¿Vuestro padre estaba al corriente?” No, ni siquiera lo sospechaba.” “¿Quién de vuestros vecinos estaba al tanto?” “Manda preguntar a los vecinos.” “Cuando volvisteis de las montañas, ¿leísteis esos libros a alguien?” “Los libros estaban escondidos y no nos atrevíamos a sacarlos; eso nos angustiaba, pues no podíamos leerlos día y noche, como estábamos acostumbradas a hacerlo.”
La sentencia que dictó el gobernador contra Irene fue más cruel que la pena impuesta a sus hermanas. Dulcicio declaró que Irene había incurrido también en la pena de muerte por haber guardado los libros sagrados, pero que sus sufrimientos serían más prolongados. En seguida ordenó que la llevasen desnuda a una casa de vicio y que los guardias vigilasen las puertas. Como el cielo protegió la virtud de la joven, el gobernador la mandó matar. Las actas afirman que pereció en la hoguera, obligada a arrojarse ella misma a las llamas. Esto es muy poco probable y algunas versiones posteriores dicen que murió con la garganta atravesada por una flecha.
Ante el ejemplo de estas mujeres
que prefirieron morir antes que entregar
Pío
Franchi de Cavalieri descubrió y publicó en 1902 las actas de estas mártires en
Studi e Testi, pte. IX. Todos los autores admiten que dicho documento se
basa en las actas oficiales verídicas, pero la traducción latina publicada por
Ruinart en Acta Martyrum Sincera no es del todo satisfactoria. Véase la
traducción directa del griego en A. J. Masón, Historie Martyrs of the
Primitiva Church (1905), pp. 341-346. El martirologio o Breviarium sirio,
que data de principios del siglo V, menciona a Quionia y Agape el 2 de abril.
Probablemente la omisión del nombre de Irene se debe a que fue juzgada y
martirizada más tarde. Nada sabemos sobre la suerte que corrieron sus otros
cuatro compañeros. Ver Acta Sanctorum, nov., vol. II, pars posterior
(1932), pp. 169-170; y Delehaye, Les Passions des Martyrs..., pp.
141-143.
(3 de abril).
Uno de los cortesanos más famosos del rey Teodoberto II fue el conde Agnerico, tres de cuyos hijos estaban destinados a llegar a los altares. Eran éstos San Cagnoaldo de Laon, San Faro de Meaux y Santa Burgundófora, conocida en Francia con el nombre de Fara. San Columbano había bendecido a Burgundófora cuando era niña, una vez que fue huésped de Agnerico. Burgundófora decidió abrazar la vida religiosa, a pesar de la terrible oposición de su padre, quien quería casarla. Esta oposición hizo sufrir tanto a la joven, que perdió la salud pero San Eustacio la curó de su prolongada enfermedad. Aunque el conde no se dio por vencido, Burgundófora consiguió finalmente ingresar en el convento. Al cabo de algún tiempo, los sentimientos del conde se transformaron de tal modo, que construyó un convento para su hija y lo dotó generosamente. A pesar de su juventud, Santa Burgundófora fue nombrada abadesa del nuevo convento, según la costumbre de la época, y lo gobernó hábil y santamente durante treinta y siete años. El convento, que abrazó la regla de San Columbano, se llamaba Evoriaco; pero después de la muerte de la santa tomó su nombre y con el tiempo llegó a ser la célebre abadía benedictina de Faremoutiers.
Existen
bastantes documentos primitivos sobre la vida de Santa Burgundófora; el
principal de ellos es la narración de las maravillas obradas en Faremoutiers,
escrita por el abad Jonás de Bobio. Puede leerse en Acta Sanctorum O.S.B. de
Mabillon. También lo publicó más recientemente B. Krusch, en MGH., Scriptores
Merov., vol. IV. Beda menciona a Santa Burgundófora en su Historia
Eclesiástica, vol. III, c. 8. Probablemente este pasaje del gran escritor
inglés y la confusión entre “Eboracum” (York) y “Evoriacum” dieron pie a la
fantástica afirmación de las antiguas ediciones del Martirologio Romano de que
la santa había muerto en Inglaterra. Ver la admirable biografía de H. M.
Delsart, Sainte Fare, sa vie et son culte.
(3 de abril).
Los padres de San Nicetas residían en Cesárea de Bitinia. La madre del santo murió cuando éste tenía apenas unas cuantas semanas de nacido y su padre se retiró al convento unos días después. El niño creció en la austeridad monástica. Tan buena educación produjo excelentes frutos, pues Nicetas ingresó muy joven al monasterio de Medikión, en el Monte Olimpo, en Asia Menor. Dicho monasterio había sido fundado poco antes por un eminente abad llamado Nicéforo, quien fue más tarde venerado como santo. El año 790, Nicetas recibió las sagradas órdenes de manos de San Tarasio. Primero fue coadjutor de Nicéforo y después le sucedió en el cargo. El emperador iconoclasta, Leo el Armenio, arrancó a Nicetas y a otros abades de la paz de sus monasterios, convocándolos a Constantinopla para que manifestasen su adhesión al usurpador de la sede patriarcal de San Nicéforo. Como Nicetas se negase a obedecer, fue enviado a una fortaleza de Anatolia; ahí le encerraron en una prisión sin techo, en la que tenía que dormir expuesto a la nieve y a la lluvia. Trasladado de nuevo a Constantinopla, se dejó persuadir, junto con los otros abades, por los engaños del emperador; todos recibieron la comunión del pseudopatriarca y volvieron a sus monasterios.
Pero Nicetas reconoció pronto su error. Aunque se había embarcado ya con rumbo a la isla de Proconeso, su conciencia le obligó a volver a Constantinopla, donde se retractó de la adhesión que había prestado al usurpador de la sede patriarcal y protestó que no abandonaría jamás la tradición de los Padres sobre el culto de las sagradas imágenes. En 813, fue desterrado a una isla, donde estuvo encarcelado seis años en un oscuro calabozo. Todo su alimento consistía en el pan viejo que le introducían por un agujero y en un poco de agua corrompida. Cuando el emperador, Miguel el Tartamudo, subió al trono, puso en libertad a Nicetas y a otros muchos prisioneros. El santo volvió a las cercanías de Constantinopla, donde se retiró a una ermita, en la que murió apaciblemente.
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. I, donde se halla el original griego y una
traducción de una biografía de San Nicetas, escrita, según parece, poco después
de su muerte por uno de sus discípulos llamado Teostericto.
(4 de abril).
San Braulio, discípulo y amigo de San Isidoro, decía que Dios parecía haberle destinado a oponer un dique a la barbarie y ferocidad de los ejércitos godos en España. El padre de Isidoro, que se llamaba Severiano, había nacido en Cartagena, probablemente de una familia romana, pero estaba emparentado con los reyes visigodos. Dos de los hermanos de San Isidoro, Leandro, que era mucho mayor que él, y Fulgencio, llegaron también a ser obispos y santos. Santa Florentina, su hermana, fue abadesa de varios conventos. La educación de Isidoro se confió a Leandro, quien parece haber sido bastante severo. Según la leyenda, Isidoro, siendo niño, huyó de la casa para escapar a la severidad de su hermano y a las lecciones, que encontraba demasiado difíciles; aunque Isidoro volvió espontáneamente al hogar lleno de buenos propósitos, Leandro le encerró en una celda para impedir que se fugase de nuevo. Tal vez le envió a un monasterio a continuar su educación.
Cualquiera que haya sido el sistema empleado por Leandro, los resultados fueron excelentes, ya que Isidoro llegó a ser uno de los hombres más sabios de su época y, cosa muy notable en aquellos tiempos, un hombre muy interesado en la educación. Aunque es casi seguro que nunca fue monje, profesaba gran amor a las órdenes religiosas; los monjes le rogaron que compusiese el código de reglas que lleva su nombre y que se generalizó en toda España. En dicho código insiste San Isidoro en que no debe haber en los monasterios ninguna distinción entre hombres libres y siervos, porque todos son iguales ante Dios. Muy probablemente, San Isidoro ayudó a San Leandro en el gobierno de la diócesis de Sevilla y le sucedió en ella después de su muerte. Durante su episcopado, que duró treinta y siete años, bajo seis reyes, completó la obra comenzada por San Leandro de convertir a los visigodos del arrianismo al catolicismo. También continuó la costumbre de su hermano de arreglar las cuestiones de disciplina eclesiástica en los sínodos, cuya organización se debió en gran parte a San Leandro y a San Isidoro. Modelo de gobierno representativo, dichos sínodos han sido estudiados con admiración por quienes se interesan en el moderno sistema parlamentario.
San Isidoro presidió el segundo Concilio de Sevilla en 619, y el cuarto Concilio de Toledo, en 633; en este último, sus excepcionales méritos como principal maestro de España le valieron la precedencia sobre el arzobispo de Toledo. Muchos de los decretos del Concilio fueron obra de San Isidoro, en particular el decreto de que se estableciese en todas las diócesis un seminario o escuela catedralicia. El sistema educativo del anciano prelado era extraordinariamente abierto y progresista; lejos de imitar servilmente el sistema clásico, propuso un sistema que abarcaba todas las ramas del saber humano, así las artes, la medicina y las leyes, como el hebreo y el griego; por lo demás, en España se estudiaba a Aristóteles mucho antes de que los árabes le pusiesen de moda.
Según parece, San Isidoro previo
que la unidad religiosa y un sistema educativo suficientemente amplio eran
capaces de unificar los elementos heterogéneos que amenazaban desintegrar a
España. Gracias a él, en gran parte, España se convirtió en un centro de
cultura, en tanto que el resto de Europa se hundía en la barbarie. La principal
contribución de San Isidoro a la cultura fue la compilación de una especie de
enciclopedia, llamada “Etimologías” u “Orígenes,” que sintetizaba toda la
ciencia de la época. Se ha llamado a San Isidoro “el Maestro de
A pesar de que vivió casi hasta los ochenta años, San Isidoro no abandonó nunca la práctica de la austeridad, no obstante que su salud se había debilitado mucho. En los últimos seis meses de su vida aumentó de tal modo sus limosnas, que los pobres invadían su casa, de la mañana a la noche. Cuando comprendió el santo que se acercaba su fin, invitó a dos obispos a que fuesen a verle. En su compañía se dirigió a la iglesia, donde uno le cubrió con una burda manta y el otro le echó ceniza sobre la cabeza. Así, vestido de penitente, San Isidoro antó los brazos hacia el cielo y pidió en voz alta perdón por sus pecados; en seguida recibió el viático, se encomendó a las oraciones de los presentes, perdonó a sus enemigos, exhortó al pueblo a la caridad y distribuyó entre los pobres el resto de sus posesiones. Después volvió a su casa y murió apaciblemente, al poco tiempo.
La Iglesia le declaró Doctor universal en 1722. Su nombre aparece en el canon de la misa de rito mazárabe que se celebra todavía en Toledo. El Venerable Beda comenzó a escribir, poco antes de morir, un comentario de las obras de San Isidoro.
Los
materiales biográficos primitivos sobre San Isidoro no son muy satisfactorios.
Existe un relato de su muerte, escrito por Redempto y un panegírico de su
discípulo Braulio; pero la biografía que se atribuye a Lucas, obispo de Tuy, es
muy pobre y carece de valor histórico, ya que fue escrita varios siglos después
de la muerte del santo. Puede leerse en Acta Sanctorum, abril, vol. I.
En DTC., vol. III, cc. 98-111 se encontrará una bibliografía completa, así como
muchos otros detalles sobre la vida del santo. Cf. P. Séjourné, St. Isidore de Séville (1929). En
1936, se publicó en Roma una Miscellanea Isidoriana en varios idiomas.
(4 de abril).
Los padres del santo murieron en Constantinopla cuando éste tenía trece años. Uno de sus tíos, que era tesorero imperial, se encargó de su educación y le formó para que fuese su colaborador; pero a los veinticuatro años de edad, Platón abandonó el mundo y abrazó la vida religiosa. Vendió sus posesiones, dividió el producto entre su hermana y los pobres e ingresó en el monasterio Simboleon del Monte Olimpo, en Bitinia. Después de dar muestras de perfecta virtud en el desempeño de los oficios más humildes y en la paciencia con que sobrellevó las reprensiones por faltas que no había cometido, sus superiores le dedicaron a copiar libros y extractos de las obras de los Santos Padres.
A la muerte del abad Teoctisto, en 770, fue elegido para sucederle, a pesar de que no tenía más que treinta y seis años. Era una época de tribulación y peligro para los monjes ortodoxos; sin embargo, el monasterio de San Platón se salvó de la persecución del emperador iconoclasta, Constantino Coprónimo, gracias a lo escondido de su posición. En 775, San Platón visitó Constantinopla, donde fue recibido con grandes honores; se le ofreció el gobierno de otro monasterio y el de la sede de Nicomedia, pero el santo no aceptó y ni siquiera quiso ser ordenado sacerdote. Sin embargo, más tarde abandonó el monasterio de Simboleon para ir a gobernar el de Sakkudión, que habían fundado cerca de Constantinopla los hijos de su hermana Teoctista. Después de desempeñar ese cargo durante doce años, lo cedió a su sobrino San Teodoro el Estudita.
Esto aconteció por la época en que el emperador Constantino Porfirogénito se divorció de su esposa María para casarse con Teódota. San Platón y San Teodoro encabezaron el movimiento monástico que excomulgó prácticamente al monarca. A resultas de ello, San Platón fue encarcelado y desterrado. Cuando recobró la libertad, los monjes de Sakkudión habían tenido que ir a refugiarse en el monasterio de Studios, huyendo de los sarracenos. Allá fue a reunirse con ellos San Platón, quien se puso bajo las órdenes de su sobrino Teodoro. Vivía en una celda alejada de las demás y pasaba el tiempo en la oración y el trabajo manual; pero siguió oponiéndose a los excesos del emperador y tuvo que sufrir mucho por ello. Aunque era ya muy anciano y estaba enfermo, el emperador Nicéforo le desterró a las islas del Bósforo. Durante cuatro años soportó con ejemplar paciencia que le trasladasen constantemente de una isla a otra. Finalmente, en 811, el emperador Miguel I le puso en libertad. San Platón fue recibido en Constantinopla con muestras de gran respeto. El resto de su vida lo paso postrado en cama. Fue a visitarle a su retiro el patriarca San Nicéforo, a cuya elección se había opuesto antes, para encomendarse a sus oraciones. San Platón murió el 4 de abril del año 814; San Teodoro pronunció su oración fúnebre.
Los
únicos datos biográficos que poseemos provienen del panegírico de San Teodoro
el Estudita, traducido al latín en Acta Sanctorum, abril, vol. I. Pero
se encuentran también informaciones sueltas en otros documentos de la época. Se
ha discutido mucho, por lo menos indirectamente, el papel que jugó San Platón
en los disturbios religiosos de ese período; ver, por ejemplo, C. Van de Vorst,
en Analecta Bollandiana, vol. XXXII (1913), pp. 27-62 y 439-447; y J.
Pargoire, en Byzantinische Zeitschrift, vol. VIII (1899), pp. 98-101.
Ver también los artículos de Pargoire en Echos d'Orient, vol. II (1899),
pp. 253 ss, y vol. IV (1901), pp. 164 ss.
(6 de abril).
Ignoramos los nombres de estos mártires, pero, según la tradición, en el reinado del rey Sapor II de Persia, más de cien cristianos fueron martirizados el mismo día, en Seleucia de Tesifonte. Entre ellos, había nueve vírgenes consagradas a Dios; el resto eran sacerdotes, diáconos y monjes. Como todos se negasen a adorar al sol, fueron encarcelados durante seis meses en sucias prisiones. Una rica y piadosa mujer, llamada Yaznadocta les ayudó, enviándoles alimentos. A lo que parece, Yaznadocta se las arregló para averiguar la fecha en que los mártires iban a ser juzgados. La víspera, organizó un banquete en su honor, fue a visitarles en la prisión y regaló a cada uno un vestido de fiesta. A la mañana siguiente, volvió muy temprano y les anunció que iban a comparecer ante el juez y que aún tenían tiempo de implorar la gracia de Dios para tener el valor de dar su sangre por tan gloriosa causa. Yaznadocta añadió: “En cuanto a mí, os ruego que pidáis a Dios que tenga yo la dicha de volver a encontraros ante su trono celestial.”
El juez prometió nuevamente la libertad a los mártires, con tal de que adorasen al sol, pero ellos respondieron que los vestidos de fiestas que llevaban eran la mejor prueba de que estaban dispuestos a dar la vida por su Maestro. El juez les condenó a ser decapitados. Esa misma noche, Yaznadocta consiguió recuperar los cadáveres y los quemó para evitar que fuesen profanados.
Aunque
no hay en esta narración los elementos milagrosos que generalmente despiertan
sospechas en los críticos, contiene sin embargo algunos detalles improbables;
como lo demostró el P. Peters (Analecta
Bollandiana, vol. XLIII, 1925, pp. 261-304), el ciclo
de las actas de los mártires de Adiabene, al que este relato pertenece, no siempre
es fidedigno. E. Assemani publicó por primera vez el texto sirio en Acta
Martyrum Orientalium, vol. I, p. 100; también lo publicó Bedjan sin
traducción. El P. Delehaye publicó las antiguas versiones griegas en Patrología
Orientalis, vol. II (1905). Ver la traducción francesa en H. Leclercq, Les
Martyrs, vol. III.
(6 de abril).
San Agustín dedicó varias de sus obras, entre las que se cuenta la “Ciudad de Dios,” a su amigo Marcelino, secretario del emperador Honorio. Se conservan, además, los panegíricos que sobre el mártir pronunciaron el mismo San Agustín y San Jerónimo. El año 409, el emperador concedió la libertad de culto a los donatistas. Se trataba de un movimiento de puritanos católicos que se negaban a admitir a la comunión a quienes habían caído en pecado mortal después del bautismo y, en particular, a los que habían renegado de la fe durante la persecución. Los donatistas del norte de África, habían aprovechado esto para abusar de los católicos ortodoxos, quienes apelaron al emperador. Marcelino fue a Cartago a presidir una reunión de obispos católicos y donatistas y a juzgar el asunto. Después de tres días de discusiones, resolvió la cuestión en favor de los católicos. El emperador revocó los privilegios que había concedido a los donatistas y dio la orden de que volviesen a la comunión de la Iglesia católica. A Marcelino y su hermano Agripino se confió el encargo de hacer ejecutar el decreto. Los dos hermanos se dedicaron a ello con una severidad que tal vez estaba justificada por la ley, pero que provocó las protestas de San Agustín. Para vengarse, los donatistas los acusaron de haber participado en la rebelión de Heracliano; el general Marino, a quien se había confiado la represión de la rebelión, los tomó prisioneros. San Agustín fue a visitarles en la prisión y trató en vano de salvarlos, pues fueron ejecutados sin que hubiese precedido ningún juicio. El emperador censuró severamente la conducta de Marino y calificó a San Marcelino de “hombre de gloriosa memoria.” El cardenal Baronio introdujo el nombre del mártir en el Martirologio Romano.
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. I, donde se encontrarán los principales
pasajes de las cartas y escritos de San Agustín y San Jerónimo sobre San
Marcelino. Ver también DCB., vol. III, pp. 806-807.
(6 de abril).
El Martirologio Romano trasladó la conmemoración de San Celestino del 6 de abril al 27 de julio, día de su muerte. Sin embargo, en Irlanda todavía se celebra su fiesta el 6 de abril. Apenas sabemos algo de su vida privada. Nació en Campania y se había distinguido como diácono en Roma, antes de su elección a la cátedra de San Pedro en septiembre del año 422. Durante los diez años que duró su pontificado, mostró gran energía y encontró gran oposición. Los obispos de África, que ya se habían quejado de que se convocaba a Roma a muchos de sus sacerdotes, criticaron al Papa por haber llamado a Apiario en forma precipitada y sin tener en cuenta a los obispos. Sin embargo, San Agustín profesaba gran veneración y cariño a San Celestino, como consta por sus cartas. San Celestino se opuso enérgicamente a los brotes de herejía de su época, particularmente al pelagianismo y al nestorianismo. El sínodo que reunió en Roma en el año 430, fue una especie de preludio del Concilio ecuménico de Efeso, al que San Celestino envió tres legados de gran envergadura. Igualmente apoyó a San Germán de Auxerre en su lucha contra el pelagianismo y escribió un tratado dogmático de gran importancia contra el semipelagianismo, que era una forma mitigada de la misma herejía. De San Celestino proviene la obligación de los clérigos de órdenes mayores de recitar el oficio divino. Es poco probable que San Celestino haya enviado a San Patricio a Irlanda; sin embargo, debía tener muy presentes las necesidades de ese país, ya que fue él quien envió a Paladio allá a sostener la fe de los que creían en Cristo, inmediatamente antes de que San Patricio empezara su gran obra de evangelización.
Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I; Duchesne, Líber
Pontificalis, vol. I, pp. 230-231; Hefele-Leclercq, Conciles, vol. II, pp. 196 ss.; Cabrol, en DAC., vol. II, cc. 2794-2802; Portalié, en
DTC., vol. II, cc. 2052-2061; y Revue Bénédictine, vol. XLI, pp. 156-170. Probablemente los llamados Capitula Caelestini contra
la doctrina semipelagiana no son obra de San Celestino sino de San Próspero de
Aquitania.
(6 de abril).
Aunque el Martirologio Romano no
conmemora a San Eutiquio, y su carrera pertenece más bien a la historia de la
Iglesia que a la hagiografía, los griegos le veneran como santo (lo mismo
sucede en Venecia, que pretende tener sus reliquias). En todo caso, Eutiquio
resistió noblemente a las pretensiones del emperador Justiniano para que
actuara como arbitro en cuestiones teológicas. Después de recibir las órdenes
sagradas, Eutiquio ingresó en un monasterio de Amasea del Ponto. En 552, fue
enviado como representante de su obispo a Constantinopla. Su actuación atrajo
la atención de Justiniano, quien le nombró sucesor del patriarca Menas.
Eutiquio presidió el Concilio ecuménico de Constantinopla en 533, junto con los
patriarcas de Alejandría y Constantinopla. Como se sabe, el Papa Vigilio había
renunciado a asistir, debido a las complicaciones de aquella época turbulenta.
Algunos años más tarde, en las intrincadas controversias teológicas sobre la
herejía monofisita, Eutiquio entró en conflicto con el emperador y fue
desterrado a una isla de
La
larga biografía de Eutiquio, escrita en griego por su capellán Eustrasio, fue publicada,
junto con una traducción latina, en Acta Sanctorum, abril, vol. I. Sobre las controversias
de la época véase Hefele-Leclercq, Conciles, vol. III, pp. 1-145, y
Duchesne, L´Eglise au VIeme. siecle (1925), pp. 156-218.
(6 de abril).
San Prudencio fue uno de los más
doctos prelados de la Iglesia en
Aparte de su trabajo en las controversias teológicas, San Prudencio luchó ardientemente en favor de la disciplina eclesiástica y la reforma de las costumbres. Murió el 6 de abril del año 861. Aunque el Martirologio Romano no le conmemora ni los bolandistas le incluyen en Acta Sanctorum, la diócesis de Troyes celebra todavía su fiesta.
Los
datos sobre la vida de San Prudencio hay que buscarlos en las crónicas y
documentos de la época; generalmente los editores de esos tratados teológicos
ponen al principio una introducción. Ver, p.e., Migne, PL., vol. CXV, y Ebert, Literatur
des Mittelalters, vol. II. En Hefele-Leclercq, Conciles, vol. IV, p.
138, se hallará una bibliografía muy nutrida sobre la controversia de la
predestinación; cf. todo el libro XXII.
(7 de abril).
Según los bolandistas, en los que se basa Alban Butler, debemos todas las noticias sobre San Afraates a Teodoreto. Dicho autor, siendo todavía niño, fue con su madre a visitar al santo y recordaba que Afraates había abierto la puerta para bendecirles y les había prometido encomendarlos en sus oraciones. Teodoreto siguió invocando la intercesión de Afraates toda su vida, persuadido de que el poder del santo no había hecho sino crecer después de su muerte.
Afraates era de familia persa. Después de su conversión al cristianismo, se estableció en Edesa de Mesopotamia, que era entonces uno de los principales centros cristianos, con el objeto de aprender a servir más perfectamente a Dios. Cuando comprendió que la única manera de conseguirlo era la soledad, se encerró en una celda en las afueras de la ciudad, y en ella se dedicó a la penitencia y la contemplación. Sólo comía un poco de pan al atardecer; en sus últimos años tomaba también algunas verduras. Dormía en el suelo y se vestía con pieles. Después de algún tiempo, se trasladó a una ermita en las proximidades de un monasterio de Antioquía de Siria, adonde acudía el pueblo en busca de consejo. En cierta ocasión, Antemio, que fue más tarde cónsul del oriente, trajo de Persia una túnica y la ofreció al santo como un producto de su tierra natal. Afraates le preguntó si encontraba razonable cambiar a un criado, que le hubiese servido fielmente durante muchos años, por otro, simplemente porque éste último era originario de su tierra natal. “Indudablemente que no,” replicó Antemio. “Entonces llévate la túnica, porque la que tengo puesta me ha servido durante dieciséis años y no necesito otra.”
El emperador Valente había desterrado al obispo San Melecio, y la persecución arriana hacía estragos en la Iglesia de Antioquía. En tales circunstancias, Afraates abandonó su retiro para acudir en ayuda de Flaviano y Diodoro, quienes gobernaban la diócesis en ausencia de San Melecio. La fama de los milagros y de la santidad de Afraates daba gran peso a sus acciones y palabras. Como los arríanos se habían apoderado de las iglesias, los fieles tenían que practicar el culto en la otra ribera del Orontes o en el campo militar que se extendía en las afueras de la ciudad. En cierta ocasión, cuando San Afraates se dirigía a toda prisa al campo militar, el emperador, que se hallaba en la terraza de su palacio que daba sobre el camino, ordenó que le detuviesen y le preguntó a dónde iba: “Voy a orar por el mundo y por el emperador,” replicó el ermitaño. Entonces le preguntó por qué, si estaba vestido de monje, había abandonado su celda. Afraates le respondió con una parábola: “Si fuese yo una doncella retirada en la casa de su padre y viese la casa incendiarse, ¿me aconsejaríais que permaneciese tranquila, sin hacer nada por extinguir el fuego? Así, pues, más bien hay que acusaros a vos, que habéis desatado el incendio, que a mí que no hago sino tratar de apagarlo. Cuando nos reunimos para instruir y fortalecer a los fieles, no hacemos nada contrario a la profesión monástica.”
El emperador no respondió, pero uno de sus criados insultó al varón de Dios y aun le amenazó con matarle. Poco después, el criado cayó en un caldero de agua hirviente; su muerte impresionó tanto al supersticioso Valente, que se negó a prestar oídos a los arrianos, quienes le aconsejaban que desterrase a San Afraates. También impresionaron mucho al emperador los milagros del santo, el cual curó a muchos hombres y mujeres y, según cuenta la leyenda, devolvió también la salud al caballo favorito del emperador.
Es
difícil determinar si el Afraates descrito así por Teodoreto en Philotheus y
en
(8 de abril).
San Dionisio, obispo de Corinto
durante el reinado del emperador Marco Aurelio, fue uno de los más distinguidos
hombres de Iglesia del siglo II. Además de instruir y guiar a su grey, escribió
cartas a las Iglesias de Atenas, Lacedemonia, Nicomedia, Knosos y Roma, a los
cristianos de Sortina y Amastris y a una dama llamada Crisófora. Los escasos
fragmentos de las obras de San Dionisio que han llegado hasta nosotros, se
hallan en la “Historia Eclesiástica” de Eusebio. En una carta en que agradece a
la Iglesia de Roma, entonces gobernada por San Solero, las limosnas que no dejó
de enviarle, escribe San Dionisio: “Desde los primeros tiempos habéis
practicado la limosna y ayudado a las Iglesias necesitadas. Siguiendo el
ejemplo de vuestros padres, socorréis a los pobres, especialmente a los que
trabajan en las minas. Vuestro santo obispo Sotero no cede en nada a sus
predecesores, sino que les aventaja. La paternal solicitud con que consuela y
aconseja a cuantos se acercan a él, es de todos conocida. Esta mañana
celebramos en comunidad el día del Señor y leímos vuestra carta, así como la
que antes nos había escrito Clemente.” Esto significa que en la Iglesia de
Corinto se leyó aquella carta de instrucción, después de leerse
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. I donde se cita el texto de Eusebio;
Bardenhewer, Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. I, pp. 235 y 785; DCB., vol. I, pp. 849-850; DAC, vol. VIII, cc.
2745-2747.
(8 de abril).
San perpetuo sucedió a Eustoquio
en la sede de Tours. Durante los treinta o más años que gobernó la diócesis,
luchó mucho por propagar la fe, imponer la disciplina y determinar los ayunos y
fiestas en su territorio. Entre otras cosas, decidió que se observara el ayuno
un día por semana, probablemente el lunes, desde la fiesta de San Martín hasta
Se dice que el dolor que causaron al santo las invasiones de los godos y la propagación del arrianismo apresuró su muerte. Unos quince años antes, había escrito su testamento; en caso de ser genuino, el documento sería de gran importancia. En él perdona el santo a todos sus deudores y concede la libertad a sus esclavos; deja a su iglesia su biblioteca y varias fincas, establece una fundación para las lámparas de la iglesia y la compra de vasos sagrados y señala a los pobres como herederos del resto de sus posesiones. El testamento empieza con estas palabras: “En el nombre de Jesucristo, Amén. Yo, Perpetuo, pecador, sacerdote de la Iglesia de Tours, no queriendo morir sin hacer testamento para evitar que los pobres queden defraudados...” Al fin del documento, el santo dirige estas palabras a sus herederos. “Vosotros, mis amadísimos hermanos, vosotros los pobres, los necesitados, los enfermos, las viudas y los huérfanos, vosotros que fuisteis mi alegría y mi corona, sois también mis herederos. Os dejo todo lo que tengo, excepto las cosas que he indicado más arriba. Os dejo mis campos, pastizales, viñedos, casas, jardines, aguas, molinos, oro, plata y vestidos...” Perpetuo dejó a su hermana, Fidia Julia Perpetua, una crucecita de oro con algunas reliquias; a una iglesia, una píxide de plata para el Santísimo Sacramento. Por la manera como se expresa el santo acerca de la píxide, se puede suponer que en aquella época' prevalecía la costumbre de reservar al Santísimo Sacramento en una caja en forma de nave, que se colgaba encima del altar.
Es una pena tener que advertir que este documento, cuya autenticidad aceptaban d'Achéry, Henschenius, Alban Butler y aun el “Diccionario de Biografías Cristianas” de 1887, es una falsificación del siglo XVII, debida a la pluma del desvergonzado Jerónimo Vigner. Esto demuestra una vez más la necesidad de estudiar críticamente las fuentes hagiográficas de todas las épocas.
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. I; y cf. Analecta Bollandiana, vol. XXXVIII
(1920), pp. 121-128, y Duchesne Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 300-301.
Sobre el pretendido testamento de San Perpetuo, ver Havet, Bibliotheque de l´Ecole
de Chartres, vol. XLVI (1885), pp. 207-224. También el epitafio, que
se creía genuino, es una falsificación.
(8 de abril).
No es raro encontrar en la historia de los santos a hombres y mujeres que se sentían llamados a la soledad y sin embargo, obedeciendo a una autoridad superior, se vieron obligados a cargar con pesadas responsabilidades en un mundo para el que no estaban hechos. Tal es el caso de San Gualterio de Pontoise. Nacido en Picardía, se educó en varias universidades y había llegado a ocupar la cátedra de filosofía y retórica. Abrazó la vida religiosa en la abadía de Rebais-en-Brie, y el rey Felipe I le obligó a aceptar el cargo de abad en un monasterio de las proximidades de Pontoise. Aun cuando, según la costumbre de la época, había recibido la investidura de manos del monarca, el nuevo abad puso las cosas en su lugar, diciendo: “Mi autoridad proviene de Dios y no de Vuestra Majestad.” Lejos de sentirse ofendido, el rey aprobó las palabras del santo. Molesto por las muestras de veneración que le prodigaban los nobles, San Gualterio huyó, algún tiempo después de Pontoise y se refugió en Cluny. San Hugo era entonces abad del célebre monasterio, donde San Gualterio esperaba llevar una vida retirada; pero sus monjes descubrieron su escondite y le llevaron de nuevo a Pontoise. Gualterio abandonaba a veces el cuidado de los asuntos a su cargo para retirarse a una cueva de los terrenos de la abadía; cuando sus numerosos visitantes descubrieron dónde se escondía, el santo huyó nuevamente; pero, aunque se refugió en una ermita, situada en una isla del Loira, pronto se vio obligado a volver al monasterio.
Al poco tiempo, fue a Roma a pedir al Papa que le permitiese renunciar a su cargo. En vez de concedérselo, San Gregorio le exhortó a hacer fructificar sus talentos en el desempeño de su oficio. Gualterio no tuvo más remedio que resignarse. Por otra parte, si no podía practicar todas las mortificaciones de la vida eremítica, no le faltaron, en cambio, las persecuciones por haberse opuesto valientemente a la simonía y a los abusos del clero. En una ocasión, sus enemigos le molieron a golpes y le encarcelaron; pero sus partidarios le pusieron en libertad. En sus últimos años, San Gualterio acrecentó las penitencias; rara vez se sentaba en la iglesia y, cuando las piernas empezaron a flaquearle por la edad, permanecía en pie, apoyado en su bastón. Cuando los otros monjes se retiraban, después del oficio de media noche, el santo se quedaba en la iglesia, sumido en la contemplación; más de una vez los monjes le encontraron por la mañana, en el suelo, arrebatado en éxtasis. Su última obra fue la fundación de un convento de religiosas en Bertaucourt, en honor de Nuestra Señora. Aunque dejó construida la iglesia y una parte de la casa, murió antes de la inauguración del convento, el Viernes Santo de 1095.
Los
bolandistas (Acta Sanctorum, abril,
vol I) y Mabillon publicaron dos biografías escritas, según parece, por
contemporáneos del santo. I. Hess publicó un texto más correcto de la
primera y más antigua de esas biografías, en Studien und Mittheilungen aus
dem Benedictiner und dem Cislercienser Orden, vol. XX (1899), pp. 297-406.
(9 de abril).
Santa María Cleofás, cuyo nombre aparece
en primer término en el Martirologio Romano, el día de hoy, no tiene fiesta
litúrgica universal, pero los pasionistas y los latinos de Palestina la
celebran. Parece que era esposa de un hombre llamado Cleofás, quien tal vez se
identifica con el Cleofás que acompañó al Señor a Emaús después de
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. I; Moroni, Dizionario di Erudizione, vol.
XCIV, pp. 10-60; Vigouroux, Dictionnaire de
(9 de abril).
Esiquio, originario de Cesárea, en Capadocia, acababa de casarse, cuando Juliano el Apóstata, que iba de paso a Antioquía, se detuvo en aquella ciudad. El emperador se asombró al ver que casi todos los habitantes eran cristianos y montó en cólera cuando le informaron que acababan de destruir el templo de la diosa Fortuna. A todos los que creyó autores de tal acto los condenó a muerte o al exilio. Según el historiador Sozomeno, Esiquio se encontraba entre esos mártires y pereció en el año 362.
El Apóstata ordenó a los habitantes que reconstruyeran el templo arrasado; pero en lugar de obedecerle, levantaron una iglesia al verdadero Dios, bajo la advocación de San Esiquio. Ocho años más tarde, San Basilio de Cesárea, celebró la fiesta del santo mártir, el 9 de abril, y convocó a ella a todos los obispos del Ponto.
Al nombre de Esiquio está asociado el de Dámaso.
Se
ha señalado en Cesárea de Capadocia a otro mártir de nombre Esiquio,
“Martirologio Romano,” 7 de septiembre, que había sido martirizado por el
emperador Adriano. El R. P. Stilting, Act. Sant., septiembre, vol. III,
p. 7, se pregunta si son efectivamente dos mártires diferentes, como lo indica
la referencia a dos emperadores, Juliano y Adrián. H. Delehaye, “Orígenes del
culto de los mártires,” p. 205, opina que hay que identificarlos: él se
documentó en las cartas de San Basilio en donde se hace referencia al santo
mártir ligado al 7 ó al 15 de septiembre. Pero por otra parte según el Synaxaire
de Constantinople, col. 593 y 596, hay otro Esiquio los días 9 y 10 de
abril.
Acta
Sanctorum. 9 de abril. San Basilio, “Cartas” en P.G., vol. XXVII. Ver también San Gregorio
Nazianceno, P. G., vol. XXXVII.
(9 de abril).
Casilda era hija de Aldemón, rey de Toledo, cruel enemigo de los cristianos. Mientras su padre enviaba a prisión a los fieles discípulos de Cristo y los dejaba morir en sucias mazmorras, esta joven virgen, llena de compasión por todos los que sufrían, llevaba alimentos a los desgraciados prisioneros. El rey, su padre, tuvo conocimiento de ello y furioso, quiso espiar a su hija para asegurarse de lo que había oído decir. Pero en esa ocasión, iba a renovarse el milagro del pan convertido en rosas que encontramos en otras vidas de santos. Así, la joven, autorizada a proseguir su camino después del encuentro con su padre, vio que las flores volvían a convertirse en pan, cuando llegó a la prisión.
Casilda no era sino una catecúmena que deseaba ardientemente recibir la gracia del bautismo. Dios permitió que fuera tocada por un mal incurable y le revelo, en una visión, que recuperaría la salud en Burgos, al bañarse en el lago de San Vicente. Pidió a su padre permiso para ir allí. Este cedió a sus insistentes súplicas, y la curación tuvo lugar. Casilda, para señalar su agradecimiento, hizo construir cerca del lago un oratorio y una pequeña habitación en donde, después de hacerse bautizar, pasó en el retiro el resto de su vida. Murió santamente el año de 1007.
Muchos milagros se obraron en su tumba y su culto se extendió por toda España. Tamayo de Salazar inscribió su nombre en el Martirologio, el 9 de abril, día en que tuvo lugar la traslación de sus reliquias a la iglesia de Burgos.
Acta
Sanctorum, 9 de abril.
(10 de abril).
El mismo San Fulberto afirmaba que había nacido de padres humildes, pero lo único que sabemos de sus primeros años es que nació en Italia y pasó ahí su infancia. Después fue a estudiar a Reims, donde debió distinguirse mucho, ya que el célebre Gerberto, que enseñaba ahí matemáticas y filosofía, le mandó llamar en cuanto subió a la cátedra de San Pedro con el nombre de Silvestre II. A la muerte del Pontífice, Fulberto volvió a Francia. El obispo Odón, de Char-tres, le concedió una canonjía y le nombró canciller de su diócesis. También le confió la dirección de las escuelas de la diócesis de Chartres, de las que San Fulberto hizo pronto uno de los centros educacionales más importantes de Francia, a las que acudían estudiantes de Alemania, Italia e Inglaterra. Las gentes consideraban a Fulberto como la reencarnación de Sócrates y Platón, por su extraordinaria inteligencia. El santo se opuso firmemente a las tendencias racionalistas de la época, pero por lo menos uno de sus discípulos, el célebre Berengano, cayó en la herejía. Fulberto fue elegido para suceder al obispo de Chartres, Rogelio. Lleno de humildad, escribió a San Odilón de Cluny que temblaba ante la idea de tener que guiar a otros en el camino de la santidad, en el que él había tropezado con tanta frecuencia; a pesar de ello, tuvo que aceptar el cargo.
La influencia de Fulberto era
inmensa. Sin dejar de dirigir las escuelas, se convirtió en el consejero nato
de los jefes espirituales y temporales de Francia. El santo se creyó hasta su
muerte, inepto para desempeñar el alto cargo que ocupaba; se llamaba a sí mismo
“el pequeño obispo de una gran Iglesia.” Los asuntos administrativos no le
impedían cumplir con sus deberes pastorales; predicaba regularmente en su
catedral y luchó mucho por propagar la instrucción en su jurisdicción. La catedral
de Chartres se incendió, poco después de la consagración de Fulberto, quien la
reconstruyó con tal magnificencia que, hasta la fecha, es una de las glorias de
la cristiandad. En esa obra le ayudaron los más diferentes personajes; entre
otros, el rey Canuto de Inglaterra contribuyó con una generosa suma. San
Fulberto profesaba especial devoción a
Como tantas otras grandes figuras
en la historia de la Iglesia de aquel siglo, se opuso abiertamente a la simonía
y a la práctica de conceder beneficios eclesiásticos a los laicos. San Fulberto
murió el 10 de abril de 1029, después de casi veintidós años de episcopado. Sus
escritos incluyen cierto número de cartas, un corto penitencial, nueve
sermones, una colección de los pasajes de
No
existe ninguna biografía antigua de San Fulberto; pero sus cartas y las crónicas
de la época contienen muchos materiales biográficos. Ver en particular A.
Clerval, Les Ecoles de Chartres au moyen age (1895), pp. 30-102, y el
artículo del mismo autor en DTC., vol. VI (1920), cc. 964-967. Cf. también
Pfister, De Fulberti Carnotensis ep. vita et operibus (1885). El himno de San Fulberto Chorus novae
Hierusalem forma parte del Breviario Saro. Las obras del santo se hallan en
Migne, PL., vol. CXLI.
En J. de Ghellinck, Le Mouvement Théologique du XIIe.
Siécle (1914), pp. 31-38, se encontrarán algunas observaciones importantes.
(10 de abril).
Durante la persecución de Decio, Fortunato gobernador de las provincias africanas, publicó el decreto imperial y anunció a la población de Cartago: “¡Sacrificad a los dioses o preparaos al suplicio!,” e hizo una demostración de los instrumentos de tortura. Muchos cristianos, atemorizados renunciaron a su fe, pero hubo cuarenta que se mantuvieron firmes. Fortunato los hizo comparecer ante su tribunal para echarles en cara su obstinación. Entonces habló en nombre de los cristianos un joven llamado Terencio, con estas palabras: “Jesucristo es el Hijo de Dios, que murió en la cruz para salvarnos. Es a El a quien adoramos.” El gobernador repuso: “¡Adorad a nuestros dioses o moriréis!” “Hablo por mí y por mis hermanos, repuso Terencio, ninguno de nosotros es tan cobarde para abandonar a Jesucristo y adorar a tus dioses de piedra. Haz lo que quieras.”
El gobernador ordenó que los cuarenta cristianos fueran conducidos desnudos a la explanada del templo de Hércules, donde reiteró sus amenazas, pero como los cristianos permanecieron firmes, mandó que Terencio, Pompeyo, Africano y Máximo fueran azotados hasta que invocaran el nombre de Hércules. Ante la firmeza de los cuatro, mandó que los arrojaran a la hoguera en presencia de sus compañeros. Entre las llamas los mártires de Cristo, entonaron el himno de los Macabeos. Terminado el suplicio, Fortunato, trató de hacer apostatar a los treinta y seis restantes sin mayor éxito; los envió a prisión cargados de cadenas y sucesivamente, uno por uno, alcanzaron la gloria del martirio, por la espada y por el fuego.
Los restos de estos mártires fueron recogidos por los cristianos y sepultados en Cartago hasta el siglo IV, cuando fueron trasladados a Constantinopla. Sus nombres se encuentran registrados en diversas fechas de los sinaxarios. El Martirologio Romano los inscribió el 10 de abril.
Ver
Acta Sanctorum, 10 de abril; los textos griegos de P.G., vol. CXV col.
96. Sus “actas” están en Tillemont Mémoire Hist. Eccl. vol. III, pp.
379-390.
(11 de abril).
La sagacidad de León
I, el éxito con que defendió la fe contra las herejías y su intervención ante
Atila y Genserico, realzaron el prestigio de
Probablemente la familia de San
León era toscana, pero él llamó a Roma su “patria,” lo cual nos inclina a
pensar que nació en dicha ciudad. No sabemos nada acerca de sus primeros años y
desconocemos la fecha de su ordenación. Sus escritos prueban que había recibido
una educación excelente, aunque ésta no comprendía el estudio del griego. Fue
diácono de los Papas San Celestino I y Sixto III; ese puesto era tan importante,
que San Cirilo le escribía directamente a él, y Casiano le dedicó su tratado
contra Nestorio. El año 440, cuando las disputas de los dos generales
imperiales, Aecio y Albino, amenazaban con dejar a
La consagración tuvo lugar el 29
de septiembre de 440. Desde el primer momento, San León dio pruebas de sus
excepcionales cualidades de pastor y jefe. La predicación era entonces
privilegio casi exclusivo de los obispos; San León se dedicó a instruir
sistemáticamente al pueblo de Roma para convertirle en ejemplo de las otras
Iglesias. Los noventa y seis sermones auténticos de San León que han llegado
hasta nosotros, muestran que insistía en la limosna y otros aspectos sociales
de la vida cristiana y que explicaba al pueblo la doctrina, particularmente lo
relativo a
Santo Toribio, obispo de Astorga,
España, envió a San León una copia de su carta circular sobre el priscilianismo,
una secta que había progresado mucho en España, gracias a la connivencia de una
parte del clero. Dicha secta era una mezcla de astrología, de fatalismo y de la
doctrina maniquea sobre la maldad de la materia. En su respuesta el Papa,
refutó ampliamente a los priscilianistas, refirió las medidas que había tomado
contra los maniqueos y mandó que se reuniese un sínodo para combatir la
herejía. Varias veces tuvo que intervenir también en los asuntos de
En las decisiones de San León, escritas en forma autoritaria y casi dura, no hay la menor nota personal ni la menor incertidumbre; no es el hombre el que habla, sino el sucesor de San Pedro. Ese es el secreto de la grandeza y de la unidad del carácter de San León. Sin embargo, hay que mencionar también un rasgo muy humano, que conocemos nada más por tradición, pero que ilustra la importancia, que el santo daba a la elección de los candidatos a las órdenes sagradas. En el “Prado Espiritual,” Juan Mosco cita estas palabras de Amós, patriarca de Jerusalén: “Por mis lecturas estoy enterado de que el bienaventurado Papa León, hombre de costumbres angélicas, veló y oró durante cuarenta días en la tumba de San Pedro, pidiendo a Dios, por la intercesión del Apóstol, el perdón de sus pecados. Al fin de esos cuarenta días, se le apareció San Pedro y le dijo: “Dios te ha perdonado todos tus pecados, excepto los que cometiste al conferir las sagradas órdenes, pues de esos tendrás que dar cuenta muy estricta.” San León prohibió que se confiriesen las órdenes a los esclavos y a todos los que habían practicado oficios ilegales o indecorosos e introdujo una ley, por la que se restringía la ordenación al sacerdocio sólo a los candidatos de edad madura que habían sido probados a fondo y se habían distinguido en el servicio de la Iglesia por su sumisión a las reglas y su amor a la disciplina.
El santo Pontífice, en su calidad de pastor universal, tuvo que enfrentarse en el oriente con dificultades más grandes que las de cualquiera de sus predecesores. El año 448, recibió una carta de un abad de Constantinopla, llamado Eutiques, quien se quejaba del recrudecimiento de la herejía nestoriana. San León respondió discretamente que iba a investigar el asunto. Al año siguiente, Eutiques escribió otra carta al Papa y mandó copia de ella a los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén. En dicha carta protestaba contra la excomunión que había fulminado contra él San Flaviano, patriarca de Constantinopla, a instancias de Eusebio de Dorileo y pedía ser restituido a su cargo. Con su carta iba otra del emperador Teodosio II en defensa suya. Como en Roma no se había recibido la noticia oficial de la excomunión, San León escribió a San Flaviano, quien le envió amplias informaciones sobre el sínodo que había excomulgado a Eutiques. En ella ponía en claro que Eutiques había caído en el error de negar la existencia de dos naturalezas en Cristo, cosa que constituía una herejía opuesta al nestorianismo. Por entonces, el emperador Teodosio convocó a un concilio en Efeso, so pretexto de estudiar a fondo el asunto, pero el concilio estaba lleno de amigos de Eutiques y lo presidía uno de sus principales partidarios, Dióscoro, patriarca de Alejandría. El conciliábulo absolvió a Eutiques y condenó a San Flaviano, quien murió poco después, a resultas de los golpes que había recibido. Como los legados del Papa se negaron a aceptar la sentencia del conciliábulo, se les prohibió leer la carta de San León ante la asamblea. En cuanto San León se enteró del asunto, anuló las decisiones de la asamblea y escribió al emperador con estos consejos: “Deja a los obispos defender libremente la fe, pues ningún poder humano ni amenaza alguna son capaces de destruirla. Protege a la Iglesia y consérvala en paz para que Cristo proteja, a su vez, tu Imperio.”
Dos años después, en
el reinado del emperador Marciano, se reunió en Calcedonia un Concilio ecuménico.
Seiscientos obispos, entre los que se contaban los legados de San León,
acudieron a él. El Concilio reivindicó la memoria de San Flaviano y excomulgó y
depuso a Dióscoro. El 13 de junio de 449, San León había escrito a San Flaviano
una carta doctrinal, en la que exponía claramente la fe de la Iglesia en las
dos naturalezas de Cristo y refutaba los errores de los eutiquianos y
nestorianos. Dióscoro había ignorado esa famosa carta, conocida con el nombre
de “Carta Dogmática” o “Tomo de San León;” en esa ocasión se leyó en el
Concilio. “¡Pedro ha hablado por la boca de León!,” exclamaron los obispos,
después de oír esa lúcida exposición sobre la doble naturaleza de Cristo, que
se convirtió desde entonces en doctrina oficial de
Entre tanto, habían tenido lugar en occidente varios acontecimientos de importancia, en los que San León dio muestras de la misma firmeza y prudencia. Atila invadió Italia al frente de los hunos, el año 452; quemó la ciudad de Aquileya, sembró el terror y la muerte a su paso, saqueó Milán y Pavía y se dirigió hacia la capital. Ante la ineficacia del general Aecio, el pueblo se llenó de pánico; todas las miradas se volvieron hacia San León, y el emperador Valente III y el Senado le autorizaron para negociar con el enemigo. Poseído de su carácter sagrado y sin vacilar un solo instante, el Papa partió de Roma, acompañado por el cónsul Avieno, por Trigecio, gobernador de la ciudad y unos cuantos sacerdotes. Entró en contacto con el enemigo en la actual ciudad de Peschiera. San León y su clero se entrevistaron con Atila y le persuadieron para que aceptase un tributo anual, en vez de saquear la ciudad. Esto salvó a Roma de la catástrofe por algún tiempo. Pero tres años más tarde, Genserico se presentó a la cabeza de los vándalos ante las puertas de la ciudad, totalmente indefensa. En esta ocasión, San León tuvo menos éxito, pero obtuvo que los vándalos se contentasen con saquear la ciudad, sin matar ni incendiar. Quince días después, los bárbaros se retiraron al África con numerosos cautivos y un inmenso botín.
San León emprendió inmediatamente
la reconstrucción de la ciudad y la reparación de los daños causados por los
bárbaros. Envió a muchos sacerdotes a asistir y rescatar a los prisioneros en
África y restituyó, en cuanto le fue posible, los vasos sagrados de las
iglesias. Gracias a su ilimitada confianza en Dios, no se desalentó jamás y
conservó gran serenidad, aun en los momentos más difíciles. En los veintiún
años de su pontificado se había ganado el cariño y la veneración de los ricos y
de los pobres, de los emperadores y de los bárbaros, de los clérigos y de los
laicos. Murió el 10 de noviembre de 461. Sus reliquias se conservan en la
basílica de San Pedro. Su fiesta, que se celebra el día de hoy, conmemora la
fecha de la traslación de sus reliquias. El historiador Jalland, anglicano,
resume el carácter de San León con cuatro rasgos: “su energía indomable, su
magnanimidad, su firmeza y su humilde devoción al deber.” La exposición que
hizo San León de la doctrina cristiana de
Entre los sermones que se conservan del santo, hay uno que predicó en la fiesta de San Pedro y San Pablo, poco después de la retirada de Atila. Empieza por comparar el fervor de los romanos en el momento en que se salvaron de la catástrofe con su actual tibieza y les recuerda la ingratitud de los nueve leprosos que sanó Cristo. A continuación les dijo: “Así pues, mis amados hermanos, debéis volveros al Señor, si no queréis que os reproche lo mismo que a los nueve leprosos ingratos. Recordad las maravillas que El ha obrado con vosotros. Guardaos de atribuir vuestra liberación a los astros, como lo hacen algunos impíos; atribuidla únicamente a la infinita misericordia de Dios, que ablandó el corazón de los bárbaros. Sólo podéis obtener el perdón de vuestra negligencia, haciendo una penitencia que supere a la culpa. Aprovechemos el tiempo de paz que nos concede el Señor para enmendar nuestras vidas. Que San Pedro y todos los santos, que nos han socorrido en nuestras innumerables aflicciones, secunden las fervientes súplicas que elevamos por vosotros a la misericordia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.”
A pesar del importante papel
que desempeñó San León en la historia de su época, no existe ninguna biografía
contemporánea. La narración del Líber Pontificalis es muy corta. Acerca
de la nota que se conserva en los Menaion griegos, ver Analecta
Bollandiana, vol.
XXIX (1910), pp. 400-
(11 de abril).
En las faldas del Monte Luco, que
los paganos consideraban como sagrado, hay una multitud de cuevas en las que
vivieron muchos anacoretas cristianos en
Todo
lo que sabemos sobre Isaac se basa en el tercer libro de los Diálogos de
San Gregorio. Ver también Acta Sanctorum, abril, vol. II.
(12 de abril).
El Martirologio Romano menciona a San Julio el día de hoy y dice que trabajó mucho por la fe católica contra los arríanos. Era hijo de un ciudadano romano llamado Rústico; sucedió al Papa San Marcos el año 337. Al año siguiente, San Atanasio, que había sido desterrado por las intrigas de los arríanos, volvió a su sede de Alejandría; pero el obispo Eusebio de Nicomedia había logrado introducir en el patriarcado a un jerarca arriano o semi-arriano, el cual creó graves dificultades a San Atanasio. A instancias de los partidarios de Eusebio, el Papa Julio convocó a un concilio para que aclarase la situación, pero los mismos que habían solicitado la reunión del concilio se negaron a asistir a él. Sin embargo, la asamblea no dejó por ello de examinar a fondo el caso de San Atanasio. A raíz de eso, el Papa escribió una carta a los obispos eusebianos del oriente, escrito que Tillémont califica de “uno de los más grandes monumentos eclesiásticos de la antigüedad” y Mons. Batiffol de “modelo de equilibrio, prudencia y caridad.” En dicha carta el Papa discute con gran serenidad e imparcialidad las acusaciones de los eusebianos y las refute una por una. Al fin explica cómo debían haber procedido: “¿No sabéis que existe la costumbre de escribir primero a Nos para que hagamos justicia?... En cambio, vosotros pretendéis que aprobemos una condenación en la que no hemos tenido parte alguna. Esto se opone a los preceptos de San Pablo y a la tradición de los Padres y es una manera nueva y peregrina de proceder. No os ofendáis de que hable así; lo que escribo lo escribo pensando en el interés común y mi manera de ver coincide con la tradición recibida del bienaventurado Apóstol Pedro.”
En 342, los emperadores del oriente y de occidente reunieron el Concilio de Sárdica (Sofía), que reivindicó a San Atanasio y ratificó el decreto de San Julio, según el cual, cualquier obispo depuesto por un sínodo provincial tenía derecho a apelar al obispo de Roma. A pesar de ello, San Atanasio no pudo volver a Alejandría, sino hasta el año 346. De camino hacia allá, se detuvo en Roma, donde San Julio le recibió cordialmente y escribió una carta al clero y los fieles de Alejandría, en la que los felicitaba por el retorno de su obispo, hablaba de la acogida que iban a darle y pedía a Dios que derramase sus bendiciones sobre ellos y sus hijos.
San Julio construyó en Roma
varias iglesias; entre otras, la basílica Julia (actualmente la iglesia de los
Doce Apóstoles) y la basílica de San Valentín en
La
vida de San Julio forma parte de la historia general de la Iglesia; hay
estudios muy buenos sobre ella en obras como las de Hefele-Leclercq, Histoire
des Conciles; Grisar, Geschichte Roms uní der Papste (trad. ingl.);
Duchesne, Líber Pontificalis e Histoire ancienne de l'Eglise; J. P. Kirsch, Die Kirche
inder antiken Griechisch-Romischen Kulturwelt;
y P. Batiffol, La paix constantinienne.
(12 de abril).
Los “Diálogos” de San Gregorio y algunos martirologios ponen a San Zenón en el número de los mártires, pero San Ambrosio, que fue contemporáneo suyo, en una carta dirigida a su sucesor Siagrio, habla de la apacible muerte del santo. Pero, aunque hubiese muerto en paz, San Zenón puede considerarse como mártir, por lo que tuvo que sufrir en las persecuciones de Constancio, Juliano y Valente.
De un panegírico que San Zenón
pronunció sobre San Arcadio, mártir de
San Zenón, vivía en gran pobreza. Con frecuencia habla en sus sermones de la formación de su clero y de los regalos que sus hermanos en el sacerdocio recibían en Pascua. También hace alusión a las ordenaciones que llevaba a cabo en el tiempo pascual y a la solemne reconciliación de los penitentes, que tenía lugar en Semana Santa. San Ambrosio cuenta que San Zenón había formado en Verona un cuerpo de religiosas que vivían en sus casas y consagraban su virginidad a Dios. El santo obispo fundó y dirigió también un convento, propiamente dicho, de religiosas, antes de que San Ambrosio hiciese lo propio en Milán. El celoso obispo condenó los escandalosos abusos que se cometían en el “ágape” o fiesta del amor, así como la costumbre de interrumpir las misas de difuntos con lamentaciones. Los sermones del santo conservan el recuerdo de muchas costumbres de la época. Según parece, por lo menos en Verona, se practicaba todavía el bautismo de inmersión, pero se calentaba previamente el agua. San Zenón es el único escritor que menciona la costumbre de dar medallas a los bautizados.
San Gregorio el Grande cuenta un notable milagro ocurrido dos siglos después de la muerte de San Zenón, tal como se lo había relatado uno de los testigos presenciales, Juan el Patricio. El año 598, el río Adige amenazaba inundar la ciudad de Verona. El pueblo se refugió en la iglesia de su santo obispo y patrón para protegerse de la inundación; aunque las aguas llegaron hasta la altura de los ventanales, no penetraron en la iglesia. El pueblo permaneció ahí, orando, durante veinticuatro horas, hasta que bajó la inundación. Este y otros milagros no hicieron sino aumentar el prestigio del santo. Durante el reinado de Pepino, hijo de Carlomagno, se construyó una iglesia; las reliquias de San Zenón se conservan todavía en una de las capillas de la cripta. Se suele representar a San Zenón con un caña de la que cuelga un pescado; se trata de un símbolo de la tradición, según la cual, el santo acostumbraba pescar en el Adige, aunque el pescado puede también representar el bautismo.
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. II, y algunos documentos biográficos sueltos
en BHL., nn. 9001-9013. La mejor biografía es la de Bigelmair, Zeno von
Verona (1904); pero cf. Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen
Literatur, vol. III, pp. 478-481, y DCB., vol. IV.
(12 de abril).
En el siglo III, los godos cruzaron el Danubio y se establecieron en las provincias romanas de Dacia y Moesia. De ahí partían a sus expediciones al Asia Menor, especialmente a Galacia y Capadocia, de las que traían muchos esclavos cristianos, tanto sacerdotes como laicos. Los prisioneros empezaron pronto a convertir a sus amos y construyeron varias iglesias. El año 370, uno de los jefes godos emprendió una persecución contra los cristianos para vengarse, según se cree, de la declaración de guerra del emperador romano. Los martirologios griegos conmemoran a cincuenta y un mártires de esa persecución; los dos más famosos son San Sabas y San Nicetas. Sabas, que se había convertido al cristianismo cuando era muy joven, trabajaba como cantor o lector en la iglesia. Al principio de la persecución, los magistrados dieron la orden de que los cristianos comiesen la carne ofrecida a los ídolos; pero algunos paganos, que querían salvar a sus parientes cristianos, persuadieron a los guardias de que los hiciesen comer carne que no había sido ofrecida a los ídolos. Sabas denunció valientemente este método ambiguo; no sólo se negó a comer la carne, sino que declaró que quien la comía era reo de traición. Algunos cristianos aplaudieron su manera de proceder, pero otros se rebelaron y le obligaron a salir de la ciudad. Sin embargo, el santo pudo volver pronto. Al año siguiente, la persecución volvió a desencadenarse y algunos de los principales personajes de la ciudad se ofrecieron a jurar que no quedaba ya ningún cristiano. Cuando estaban a punto de prestar el juramento, se presentó Sabas y dijo: “No juréis por mí, pues yo soy cristiano.” El juez preguntó a los presentes si Sabas era rico; al saber que lo único que poseía eran los vestidos que llevaba puestos, le dejó en libertad, diciendo despectivamente: “Este pobre diablo no puede hacernos bien ni mal.”
Dos o tres años más
tarde, se recrudeció nuevamente la persecución. Tres días después de
En cuanto Ataridio se enteró de lo ocurrido, mandó que ahogasen a San Sabas en el río. Al llegar a la orilla, uno de los soldados dijo a sus compañeros: “Dejemos escapar a este inocente, pues su muerte no hará ningún bien a Ataridio.” Pero Sabas increpó al soldado que no quería cumplir las órdenes que había recibido, diciéndole: “Yo veo lo que tú no ves. Del otro lado del río hay una multitud que está esperando a mi alma para conducirla a la gloria; lo único que hace falta es que mi alma se separe del cuerpo.” Entonces los verdugos le sumergieron en el río y le mantuvieron debajo del agua con una losa atada al cuello. Según parece, el martirio de San Sabas tuvo lugar en Targovisto, al noroeste de la actual ciudad de Bucarest.
El
relato del martirio de San Sabas, en forma de carta, recuerda ciertas frases de
la carta en que los habitantes de Esmirna describieron el martirio de San
Policarpo; sin embargo, Delehaye considera que el documento es sustancialmente
auténtico y fidedigno. Dicho autor publicó una revisión crítica del texto
griego en Analecta Bollandiana, vol.
XXXI (1912), pp. 216-221; en las pp. 288-291 hay algunos comentarios
importantes. El P. Delehaye demostró, entre otras cosas (cf. Analecta
Bollandiana, XXIII (1904), pp. 96-98, que la hipótesis de H.
Boehmer-Romundt de que el autor de las actas de San Sabas es Ulfilas, Neue
Jahrbücher, etc., vol. XI, p. 275, es inadmisible. El texto puede verse
también en la edición que hizo G. Krüger de las Ausgewáhlte Martyrerakten de
R. Knopf, en 1929.
(13 de abril).
Hermenegildo y su hermano,
Recaredo eran hijos de Leovigildo, rey de los visigodos de España, y de su primera
esposa, Teodosia. Su padre los educó en la herejía arriana. Hermenegildo se
casó, sin embargo, con una ferviente católica, Indegundis o Ingunda, hija del
rey Sigberto de Austrasia; al ejemplo y oraciones de su mujer, así como a la
predicación de San Leandro, arzobispo de Sevilla, debió Hermenegildo su
conversión. Leovigildo se enfureció cuando supo que su hijo había hecho
profesión pública de fe católica y le ordenó que renunciase a todas sus
dignidades y posesiones. Pero Hermenegildo se negó a hacerlo y se rebeló contra
su padre. Como los arrianos eran muy poderosos en
En Pascua, su padre le envió a un
obispo arriano, prometiéndole que le perdonaría con tal de que aceptase la
comunión de manos del prelado. Al saber que Hermenegildo se había negado
rotundamente, Leovigildo entró en uno de sus frecuentes paroxismos de cólera y
mandó a la prisión a un pelotón de soldados con la orden de matar a su hijo.
Hermenegildo recibió la noticia con gran resignación y murió instantáneamente
de un solo golpe de mazo. San Gregorio el Grande atribuye a los méritos de San
Hermenegildo la conversión de su hermano Recaredo y de toda
No podemos menos de condenar a Hermenegildo por haberse levantado en armas contra su padre; pero, como lo hace notar San Gregorio de Tours, expió abundantemente su pecado con sus sufrimientos y su heroica muerte. Otro Gregorio, el gran Pontífice, hizo notar que Hermenegildo recibió en el martirio la verdadera corona de los reyes.
Se
ha discutido violentamente el derecho de Hermenegildo a ser considerado como mártir.
A pesar del relato de San Gregorio el Grande en sus Diálogos (lib. III,
c. 31), otros escritores antiguos — entre los que se cuentan algunos españoles,
como el abad de Valclara, Johannes Biclariensis (Florez, España Sagrada, vol.
VI, p. 384), Isidoro de Sevilla y Pablo de Marida — parecen decir que
Hermenegildo fue pura y simplemente un rebelde y que por ello fue condenado a
muerte. Puede verse un excelente resumen de la controversia en DCB., vol. II,
pp. 921-924, que se basa en gran parte en un artículo de F. Gorres en Zeitschrift f. his.
Theologie, vol. I, 1873. El P. R. Rochel (Razón y Fe, particularmente vol.
VII, 1903) respondió apasionadamente a los críticos de San Hermenegildo; pero
el P. Albert Poncelet (Analecta Bollandiana,
XXIII, 1904, pp. 360-361) demostró que la respuesta del P. Rochel
era insuficiente en muchos puntos. P. Ganas, en Kirchengeshcichte Spaniens, se
sitúa en un punto de vista más moderno. Hay que decir que la mejor edición de
la crónica de Johannes Biclariensis es la de Mommsen en MGH., Auctores
Antiquissimi, vol. XI. Una traducción muy posterior dice que S.
Hermenegildo murió en Sevilla; pero Johannes Biclariensis, que era
contemporáneo del santo, afirma expresamente que murió en Tarragona. Ver Analecta
Bollandiana, vol. XXIII, p. 360. La comisión nombrada por Benedicto XIV recomendó que se suprimiese del calendario el nombre de San
Hermenegildo.
(13 de abril).
En el reinado de Marco Aurelio o en el de Decio, un obispo llamado Carpo, de Furads de Lidia, y un diácono de Tiateira llamado Papilo, comparecieron ante el gobernador de Pérgamo, en el Asia Menor. Cuando el juez preguntó su nombre a Carpo, éste respondió: “Mi primero y más noble nombre es Cristiano; pero si quieres saber también mi nombre mundano, me llamo Carpo.” El gobernador le exhortó a ofrecer sacrificios a los dioses, pero el prisionero replicó: “Soy cristiano. Yo adoro a Cristo, el Hijo de Dios que vino a salvarnos de las acechanzas del demonio y no sacrificaré a tus ídolos.” Como el gobernador le ordenase obedecer al punto el edicto del emperador, Carpo contestó citando a Jeremías: “Los dioses que no han creado el cielo y la tierra, perecerán” y declaró que los vivos no debían sacrificar a los muertos. “¿Crees acaso que los dioses están muertos?,” le preguntó el magistrado. “Como nunca vivieron, no pueden haber muerto,” replicó el mártir. El gobernador le cortó la palabra y le condenó a la tortura.
Entonces empezó el interrogatorio de Papilo, quien declaró que era originario de Tiateira. “¿Tienes hijos?” “Sí, muchos.” Uno de los presentes explicó al juez que era una manera de hablar de los cristianos y que significaba que tenía muchos hijos en la fe. “Tengo hijos en la fe en todas las ciudades y provincias,” corroboró el diácono. “¿Estás dispuesto a sacrificar, o no?,” preguntó el juez con impaciencia. Papilo respondió: “Yo he servido a Dios desde la juventud y nunca he ofrecido sacrificios a los ídolos. Soy cristiano. Esa es la única respuesta que daré a tus preguntas, porque no puedo decir nada más grande ni más noble que ese nombre.” El juez le condenó también a la tortura. Pero al fin comprendió éste que ningún tormento sería capaz de hacerles cambiar y mandó que pereciesen en la hoguera. Papilo murió primero. Cuando los verdugos ataban a Carpo, su rostro se iluminó con tal expresión de gozo, que uno de los presentes le preguntó si veía algo. El mártir replicó: “Miraba la gloria de Dios y por eso me sentí transportado de gozo.” [Otra versión atribuye estas palabras a Papilo.] Cuando las llamas empezaron a consumirle, el santo exclamó: “¡Bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo de Dios, porque te has dignado compartir conmigo tus suplicios, aunque soy un pecador!”
Después, el gobernador mandó que trajesen a su presencia a Agatónica, la cual se negó también a ofrecer sacrificios a los dioses. Los presentes la exhortaron a que abjurase de la fe por amor de sus hijos; pero ella respondió: “Mis hijos tienen a Dios, y El mirará por ellos.” El gobernador la amenazó con condenarla a la hoguera, pero Agatónica permaneció inconmovible. Los soldados la condujeron al sitio de la ejecución; cuando la desnudaron, la multitud se maravilló de su belleza.
El fuego empezó a consumirla y Agatónica exclamó: “¡Ayúdame, Señor Jesús, a sufrir por Ti!” Murió al repetir esta oración por tercera vez.
Estas
actas tan sencillas se cuentan entre los documentos más importantes de la época
de los mártires que han llegado hasta nosotros. Sin embargo, como se ve
claramente en los textos publicados por Pío Franchi de Cavalieri en Studi e
Testi, núm. 33 (1920), todas las recensiones que existen han sido
retocadas. Para probar la antigüedad del culto de estos mártires, basta con
recordar que los mencionan Eusebio (Historia
Ecclesiástica, vol. IV, 15) y el Breviario sirio; en esta última
obra se dice que el culto de los mártires es ya una tradición antigua. No
sabemos con certeza si murieron en el reinado de Marco Aurelio o en el de
Decio. Sobre este punto, ver Delehaye, Les Passions des Martyrs et les
génres littéraires, pp. 136-142 y los comentarios de Pío Franchi arriba
mencionados, Cf. Harnack, Texte und Untersuchungen, vol. III, n. 4; pero
el texto latino recientemente descubierto anula su hipótesis del origen montañista
de las actas. Tanto el texto latino como el de los dos mejores textos griegos
pueden verse en Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), pp. 142-176, con una introducción del P. Delehaye.
(13 de abril).
El recuerdo de San Marcio o Marte, abad de Clermont en Auvernia, ha llegado hasta nosotros gracias a San Gregorio de Tours, cuyo padre fue curado por San Marcio, cuando él era todavía muy niño. Desde joven, Marcio había determinado consagrarse a Dios. Al llegar a la mayoría de edad, se retiró del mundo a la vida eremítica; él mismo cavó una cueva en la ladera de una montaña y en ella se talló un lecho de piedra. Su santidad y sus dones espirituales atrajeron a muchos discípulos. Pronto se formó una comunidad, que dividía su tiempo entre la oración y el trabajo de la tierra; la montaña, que era antes desértica, se transformó en un huerto. San Gregorio de Tours cuenta la siguiente anécdota. Una noche, un ladrón penetró en la clausura del monasterio y empezó a recoger manzanas, cebollas, ajos y yerbas. Una vez que había reunido todo lo que podía transportar, trató de salir del monasterio, pero no pudo encontrar el camino; no tuvo, pues, más remedio que tenderse por tierra y esperar la llegada del día. Pero el abad Marcio, que se hallaba en su celda, sabía todo lo que pasaba. A la mañana siguiente, llamó al prior y le dijo que fuese al huerto a sacar a un buey que se había metido en él. “Pero —añadió el santo—, no le hagáis ningún daño y dejad que se lleve cuanto quiera, pues está escrito: 'No pondrás bozal al buey que ara tu campo'.” El prior fue al huerto y descubrió al ladrón, quien al verle arrojó el botín e intentó escapar, pero se enredó en las zarzas. El monje, sonriendo, le puso en libertad y le tranquilizó; en seguida reunió el botín del ladrón, lo echó sobré sus hombros y le condujo hasta la puerta, diciendo: “Vete en paz y no vuelvas a robar.” San Marcio vivió hasta los noventa años de edad, y en su tumba ocurrieron numerosos milagros.
Todo
lo que sabemos sobre San Marcio se halla en las Vitae Patrum de San
Gregorio de Tours, c. XIV; ver Acta Sanctorum, abril, vol. II.
(14 de abril).
Uno de los más distinguidos
mártires del reinado de Marco Aurelio fue San Justino. A pesar de que era
laico, fue el primer apologeta cristiano, cuyas obras principales han llegado
hasta nosotros. Sus escritos ofrecen detalles muy interesantes sobre los
primeros años del santo y las circunstancias de su conversión. El mismo Justino
cuenta que era samaritano, ya que había nacido en Flavia Neápolis (Nablus,
cerca de la antigua Sichem); no conocía el hebreo, pues sus padres eran
paganos, probablemente de origen griego. Justino recibió una excelente
educación liberal, que aprovechó muy bien, y se consagró especialmente al
estudio de la retórica y a la lectura de los poetas e historiadores. Más tarde,
su sed de saber le movió a estudiar filosofía. Durante algún tiempo profundizó
el sistema de los estoicos, pero lo abandonó al comprender que no tenían nada
que enseñarle sobre Dios. Recurrió entonces a un maestro peripatético, pero el
interés de éste por el dinero, le decepcionó muy pronto. Los pitagóricos le
dijeron que, para empezar, necesitaba conocer la música, la geometría y la
astronomía. Finalmente, un discípulo de Platón le ofreció enseñarle la ciencia
de Dios. Un día en que paseaba por la playa, tal vez en Efeso, reflexionando
sobre uno de los principios de Platón, vio que le seguía un venerable anciano;
al punto empezó a discutir con él el problema de Dios. El anciano despertó su
interés, diciéndole que él conocía una filosofía más noble y satisfactoria que
cuantas Justino había estudiado; Dios mismo había revelado dicha filosofía a
los profetas del Antiguo Testamento y su punto culminante había sido
Jesucristo. El anciano exhortó al joven a pedir que se le abrieran las puertas
de la luz para llegar al conocimiento que sólo Dios podía dar. La conversación
con el anciano movió a Justino a estudiar
Aunque ya había habido antes algunos apologetas cristianos, los paganos conocían muy poco de las creencias y las prácticas de los discípulos de Cristo. Los primitivos cristianos, la mayor parte de los cuales eran hombres sencillos y poco instruidos, aceptaban tranquilamente las falsas interpretaciones para proteger los sagrados misterios contra la profanación. Pero Justino estaba convencido, por su propia experiencia, de que muchos paganos abrazarían el cristianismo, si se les presentaba en todo su esplendor. Por otra parte — citemos sus propias palabras — “tenemos la obligación de dar a conocer nuestra doctrina para no incurrir en la culpa y el castigo de los que pecan por ignorancia.” Así pues, tanto en su enseñanza como en sus escritos, expuso claramente la fe y aun describió las ceremonias secretas de los cristianos. Ataviado con las vestimentas características de los filósofos, Justino recorrió varios países, discutiendo con los paganos, los herejes y los judíos, En Roma tuvo una argumentación pública con un cínico llamado Crescencio, en la que demostró la ignorancia y la mala fe de su adversario. Según parece, la aprehensión de Justino en su segundo viaje a Roma se debió al odio que le profesaba Crescencio. Justino confesó valientemente a Cristo y se negó a ofrecer sacrificios a los ídolos. El juez le condenó a ser decapitado. Con él murieron otros seis cristianos, una mujer y cinco hombres. Desconocemos le fecha exacta de la ejecución. El Martirologio Romano conmemora a San Justino el 14 de abril, al día siguiente de la fiesta de San Carpo, cuyo nombre precede inmediatamente al de San Justino en la crónica de Eusebio.
Los únicos escritos de Justino mártir que nos han llegado completos son las dos Apologías y el Diálogo con Trifón. La primera Apología, de la que la segunda no es más que un apéndice, está dedicada al emperador Antonino, a sus dos hijos, al senado y al pueblo romanos. En ella protesta Justino contra la condenación de los cristianos por razón de su religión o de falsas acusaciones. Después de demostrar que es injusto acusarles de ateísmo y de inmoralidad insiste en que no sólo no son un peligro para el Estado, sino que son ciudadanos pacíficos, cuya lealtad al emperador se basa en sus mismos principios religiosos. Hacia el fin, describe el apologeta el rito del bautismo y de la misa dominical, incluyendo el banquete eucarístico y la distribución de limosnas. El tercer libro de Justino es una defensa del cristianismo en contraste con el judaísmo, bajo la forma de un diálogo con un judío llamado Trifón. Parece que San Ireneo utilizó un tratado de Justino contra la herejía.
Las actas del juicio y del martirio de San Justino son uno de los documentos más valiosos y auténticos que han llegado hasta nosotros. El prefecto romano, Rústico, ante el que comparecieron Justino y sus compañeros, los exhortó a someterse a los dioses y a obedecer a los emperadores. Justino replicó que no era un delito obedecer a la ley de Jesucristo:
Rústico: ¿En qué disciplina estás especializado?
Justino: Estudié primero todas las ramas de la filosofía; acabé por escoger la religión de Cristo, por desagradable que esto pueda ser para los que se hallan en el error.
Rústico: Pero, debes estar loco para haber escogido esa doctrina.
Justino: Soy cristiano porque en el cristianismo está la verdad.
Rústico: ¿En qué consiste exactamente la doctrina cristiana?
Justino le explicó que los cristianos creían en un solo Dios, creador de todas las cosas y que confesaban a su hijo, Jesucristo, anunciado por los profetas, quien había venido a salvar y juzgar a la humanidad. Rústico preguntó entonces dónde se reunían los cristianos.
Justino: Donde pueden. ¿Acaso crees que todos nos reunimos en el mismo sitio? No. El Dios de los cristianos no está limitado a un solo lugar; es invisible y se halla en todas partes, así en el cielo como en la tierra, de suerte que los cristianos pueden adorarle en todas partes.
Rústico: Está bien. Pero dime entonces, dónde te reuniste tú con tus discípulos.
Justino: Siempre me he hospedado en casa de un hombre llamado Martín, junto a los baños de Timoteo. Este es mi segundo viaje a Roma y nunca me he alojado en otra parte. Todos los que lo desean pueden ir a verme y oírme en casa de Martín.
Rústico: Así pues, ¿eres cristiano?
Justino: Sí, soy cristiano.
Después de preguntar a los otros si eran también cristianos, Rústico dijo a Justino: Dime, tú que eres elocuente y crees poseer la verdad, si yo te mando torturar y decapitar, ¿crees que irás al cielo?
Justino: Si sufro por Cristo todo lo que dices, espero recibir el premio prometido a quienes guardan sus mandamientos. Yo creo que todos los que cumplen sus mandamientos permanecen en gracia de Dios eternamente.
Rústico: ¿De suerte que crees que irás al cielo a recibir el premio?
Justino: No es una simple creencia, sino una certidumbre. No tengo la menor duda sobre ello.
Rústico: Está bien. Acércate y sacrifica a los dioses.
Justino: Ningún hombre sensato renuncia a la verdad por la mentira.
Rústico: Si no lo haces, te mandaré torturar sin misericordia.
Justino: Nada deseamos más que sufrir por nuestro Señor Jesucristo y salvarnos. Así podremos presentarnos con confianza ante el trono de nuestro Dios y Salvador para ser juzgados, cuando se acabe este mundo.
Los otros cristianos ratificaron cuanto había dicho Justino. El juez los sentenció a ser flagelados y decapitados. Los mártires murieron por Cristo en el sitio acostumbrado. Algunos de los fieles recogieron, en secreto, los cadáveres y les dieron sepultura, sostenidos por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Como
es natural, existe una literatura muy abundante sobre un apologeta, cuya vida y
escritos plantean tantos problemas. Recomendamos a este propósito la excelente
bibliografía que da G. Bardy en su artículo Justin en DTC., vol. VIII
(1924), cc. 2228-2277. Fuera del hecho de su martirio, todo lo que sabemos
acerca de San Justino se reduce a lo que él mismo nos cuenta en su “Diálogo”
con Trifón. San Ireneo, Eusebio y San Jerónimo, mencionan a San Justino, pero
apenas añaden algún dato nuevo. El texto de las actas de su martirio se halla
en Acta Sanctorum (junio, vol. I), así como en las obras de Pío Franchi de Cavalieri (Studi e Testi, vol. VIII) y de Burkitt (Journal
of Theological Studies, 1910, vol. XI pp. 61-66). Hay excelentes estudios sobre la vida y los escritos de San Justino; por
ejemplo, Lagrange (en la colección Les Saints); J. Riviére St Justin et les Apologistes du IIeme siécle (1907);
A. Béry, St Justin, sa vie et sa doctrine (1911); y otros. En casi todas
las colecciones modernas de actas de los mártires, se encuentran las actas de
San Justino; ver, por ejemplo, las de Krüger-Knopf. Owen, Monceaux. Ver sobre
todo Delehaye, Les Passions des Martyrs et les Genres Littéraires, pp.
119-121. Es curioso que en Roma no se conserve ninguna huella del culto a San
Justino; su nombre no se halla ni en el calendario filocaliano ni en el Hieronymianum.
Hay una excelente obrita del P. C. C. Martindale, St
Justin the Martyr (1923). En los Estados Unidos han aparecido en los últimos años la traducción
de la “Apología” y la del “Diálogo” con Trifón.
(15 de abril).
La biografía que poseemos de San Paterno, a quien antiguamente se profesaba gran veneración en Gales, fue escrita en Llanbadarn Fawr, probablemente hacia el año 1120. Se trata de la fusión de las leyendas de dos santos del mismo nombre, el primero de los cuales fue abad y obispo en Gales y el segundo, obispo de Vannes de Bretaña en el siglo V. Dicha biografía es, en realidad, una colección de leyendas y tradiciones vagas. Según ella, San Paterno nació en Letavia (ya sea en Bretaña o en el sureste de Gales). Era hijo de Paterno y de Güeña. El padre de San Paterno se fue a vivir a Irlanda como ermitaño, dejando a su esposa el cuidado de la educación de su hijo. San Paterno decidió seguir los pasos de su padre. Con algunos compañeros se embarcó rumbo a Gales; ahí fundó un monasterio en Cardiganshire, en un sitio que se llamó más tarde Llanbadarn Fawr, es decir, la gran iglesia de Paterno. Según la tradición, no sólo fue abad, sino también obispo de la región, durante veintiún años. Se cuenta que recorría su diócesis como misionero, predicando el Evangelio a los hombres de toda condición, “sin paga ni premio” y que se distinguió por su caridad y mortificaciones. El monasterio de Llanbadarn, cerca de Aberystwyth, ejerció gran influencia, como lo atestiguan la “Vida de San David,” de Rhygyfarch y el “Libro de Llandaff.” Dicho monasterio desapareció entre 1188 y 1247.
Las vidas de San David y de San
Teilo cuentan que San Paterno los acompañó en una peregrinación a Jerusalén,
donde el patriarca le regaló un báculo y una “túnica” que codició más tarde
“cierto tirano llamado Arturo;” pero se trata indudablemente de una fábula. San
Paterno, después de fundar otros monasterios e iglesias en Gales, volvió ya muy
anciano a
Rees
publicó
(16 de abril).
El poeta Prudencio afirmaba con orgullo que en ninguna población de España hubo tantos mártires como en su ciudad natal de Zaragoza. Durante la persecución de Diocleciano, San Óptalo murió por Cristo con otros diecisiete compañeros, el año 304, bajo el gobernador Daciano. Prudencio, que escribió un poema sobre el triunfo de estos mártires, cita sus nombres; entre ellos había cuatro que se llamaban Saturnino. Aunque ignoramos el género de muerte que padecieron, sabemos que dos de ellos, Cayo y Cremencio, sucumbieron a resultas de las heridas que recibieron en la tortura.
En el mismo largo poema Prudencio habla de la virgen Encratis con mayor detenimiento. Se trataba, indudablemente, de una mujer de gran valor, como lo demuestra su enérgico testimonio de la fe; pero Prudencio no nos dice qué fue exactamente lo que le mereció el título de “virgo violenta” (“doncella enérgica”) y qué fue lo que provocó el furor de los perseguidores, quienes la sometieron a las más crueles torturas. Después de la flagelación acostumbrada, los verdugos la desgarraron con garfios de hierro, le cortaron el pecho izquierdo y la desentrañaron. El poeta cuenta que él vio las reliquias de la santa en una de las iglesias de Zaragoza. Después de la tortura, los verdugos condujeron a Encratis nuevamente a la prisión, pero el gobernador no quiso dejarla morir en paz. Sin embargo, la santa tenía tal vitalidad, que parece haber sobrevivido a la persecución, pues Prudencio habla de su casa como de un santuario viviente. No sabemos si el martirio de Encratis tuvo lugar durante la persecución de Diocleciano. La vívida Descripción de Prudencio hace pensar que la santa vivió en una época mucho más cercana a la del poeta.
Ver
Acta Sanctorum, abril, vol. II, donde se cita por extenso el
poema de Prudencio; cf. igualmente Delehaye Les origines du culte des
martyrs, pp. 363-364 y Férontin, Liber
mozarabicus sacramentorum, col.
276. Hay muchas variantes del nombre de Santa Encratis, a quien se veneraba muy
especialmente en España y los bajos Pirineos. Las actas del grupo de mártires
de Zaragoza, al que pertenece la santa, se hallan en Acta Sanctorum, abril,
vol. II (texto y apéndice); hay otra recensión en noviembre, vol. I, pp. 642-649.
Ver también Florez, España Sagrada, vol. XXX, pp. 260-267, y V. Dubart, Etudes hist.
relig. Bayonne, vol. I, p. 188 ss.
(16 de abril).
Fructuoso era hijo de un general visigodo español. Desde muy niño determinó consagrarse a Dios y la temprana muerte de sus padres le permitió seguir libremente su vocación. Entró a hacer sus estudios en la escuela que había fundado el obispo de Palencia, Conancio. El joven distribuyó una parte de su cuantiosa herencia entre sus esclavos, a quienes había devuelto la libertad, y entre los pobres; el resto lo consagró a la fundación de monasterios, el primero de los cuales lo construyó en sus posesiones de las montañas de Vierzo. El mismo Fructuoso dirigió ese monasterio, que se llamó Complutum, hasta dejarlo perfectamente encarrilado. Después renunció al cargo de abad y se retiró a la soledad, donde llevó una vida tan austera, que recordaba la de los ermitaños de la antigüedad. Pero, a pesar de sus esfuerzos por abandonar el mundo, no consiguió permanecer oculto. En una ocasión, un cazador estuvo a punto de disparar su arco contra él, tomándole por un animal salvaje, hasta que vio que tenía las manos levantadas en oración. En otra ocasión en que el santo se había refugiado más adentro del bosque, según cuenta la leyenda, su retiro fue descubierto gracias al grito gozoso de los pájaros, que habían encontrado en los alrededores a una de las aves que anidaban en los jardines del monasterio.
No es seguro que estas leyendas tengan algo de verdad; pero, en todo caso, sirven para hacer comprender que San Fructuoso tenía discípulos donde quiera que iba. Para ellos construyó el santo varios conventos; también construyó un convento de religiosas, que se llamó Nona, porque distaba nueve leguas del mar. Entre los discípulos de San Fructuoso que abrazaron la vida religiosa, se contaban familias enteras, padres e hijos. Esto creaba probablemente serias dificultades al santo, ya que no todos los aspirantes tenían verdadera vocación, sino que algunos pretendían simplemente huir del servicio militar o de las exacciones de algún tiranuelo. Pero lo cierto es que los monasterios familiares empezaron a popularizarse tanto, que el gobernador de una provincia pidió al rey que obligase a los ciudadanos a solicitar su permiso antes de entrar en la vida religiosa. San Fructuoso redactó dos reglas: una muy estricta para Complutum, fundada en la de San Benito, aunque exigía la obediencia ciega y otra para los monasterios familiares. En esta última, determinaba que el pabellón de los hombres y los niños estuviese totalmente separado del de las mujeres y las niñas; cuando los niños de ambos sexos llegaban al uso de razón, tenían que ser instruidos en las reglas; después se los enviaba a otra casa de la orden como oblatos, “oblati a parentibus.”
Viendo que no podía vivir en la soledad si permanecía en su país, San Fructuoso determinó ir a Egipto; pero, cuando se disponía a partir, el rey se lo prohibió. El monarca, que le tenía en gran estima, le llamó a la corte y mandó que le vigilasen constantemente para que no pudiese escapar. Poco después, San Fructuoso fue elegido obispo de Dumium. El año 656 fue nombrado arzobispo de Braga y asistió al Concilio de Toledo. Al principio encontró violenta oposición en su arquidiócesis, pero su paciencia y mansedumbre triunfaron, poco a poco, de sus enemigos. Cuando comprendió que había llegado su última hora, pidió que le transportasen a una iglesia, donde murió sobre una cruz de ceniza.
Existe
una corta biografía de San Fructuoso, que se atribuye a su contemporáneo, el
abad Valerio de Alcalá. Puede leerse en Acta Sanctorum, abril, vol. II,
en Mabillon y otros autores, F. C. Knock la tradujo al inglés (Washington,
1946). Ver también Gams, Kirchengeschichte Spaniens, vol. II, pte. 2,
pp. 152-158, y A. C. Amaral, Vida e reglas religiosas de S. Fructuoso (1805).
(17 de abril).
Los padres de San Inocencio vivían en Tortona, al norte de Italia. Aunque eran cristianos, un edicto del emperador los libró de todas las molestias durante la persecución. Pero el privilegio de los padres no alcanzaba a los hijos, de suerte que, a la muerte de aquéllos, San Inocencio compareció ante los magistrados. El joven se rehusó valientemente a ofrecer sacrificio a los dioses, fue torturado y condenado a morir en la hoguera. La víspera de la ejecución, Inocencio tuvo un sueño, en el que su padre le aconsejó que se refugiase en Roma. Cuando se despertó, vio que el guardia estaba dormido y escapó de la cárcel. El Papa San Melquíades le acogió amablemente en Roma. El Papa San Silvestre le confirió el diaconado y le nombró obispo de Tortona a la muerte del emperador Constantino. Durante los veintiocho años que duró su episcopado, San Inocencio trabajó celosamente por la propagación de la fe, también construyó numerosas iglesias y convirtió varios templos paganos en santuarios cristianos.
Estos
datos provienen de una vida muy posterior y poco fidedigna del santo, que se
halla en Acta Sanctorum, abril, vol. II. Pero el P. F. Savio
demostró en Analecta Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 377-384, que San
Inocencio existió realmente y que hay ciertos fundamentos de verdad en la leyenda, aunque el
conjunto es imaginario. Pero véase también el folleto del canónigo V. Legé (1913), a cuyas objeciones respondió más tarde el P. Savio.
(17 de abril).
Roberto de Turlande fue el fundador y primer abad del monasterio de Chaise-Dieu, en Auvernia. Después de una juventud inocente, fue ordenado sacerdote y llegó a ser canónigo de la iglesia de San Julián de Brioude. Su caridad se manifestó en el celo con que promovió el culto divino y en su cariño por los pobres. En una época de su vida, pensó en tomar el hábito religioso en Cluny; pero, a lo que parece, no llegó a decidirse a ello. Para obtener la luz del cielo sobre su vocación, hizo una peregrinación a la tumba de los Apóstoles en Roma. A su vuelta, le consultó un caballero llamado Esteban, que quería saber cómo podía expiar sus pecados. San Roberto le aconsejó que abandonase el mundo para servir a Dios como anacoreta. Esteban se mostró dispuesto a ello, y Roberto se ofreció a acompañarle. El santo consideró esto como la respuesta directa del cielo a sus oraciones y confesó a Esteban que durante algún tiempo había acariciado ese proyecto.
Esteban, lleno de entusiasmo, no sólo ganó a otro caballero para la empresa, sino que descubrió un sitio conveniente a cinco leguas de Brioude, junto a una iglesia en ruinas. Ahí construyeron sus celdas y emprendieron una vida de oración y trabajo manual; así pudieron proveer a sus necesidades y socorrer a los pobres. Tres años más tarde, la fama de los ermitaños atrajo a tantos discípulos, que se hizo necesario organizar un monasterio. El pueblo contribuyó con regalos y pronto quedó erigida la famosa abadía de Chaise-Dieu. Había en ella 300 monjes, a los que San Roberto dio las reglas de San Benito. Chaise-Dieu se convirtió en el centro de otros muchos monasterios; pero en 1640, la congregación se fundió con la de San Mauro.
Marbod,
obispo de Rennes, escribió una biografía de San Roberto, treinta años después
de la muerte de éste. Puede verse en Acta Sanctorum, abril, vol. III
(abril 24), y en Mabillón (Acta
Sanctorum O. S. B.) vol. VI, pte. 2, pp. 188-197. Ahí mismo hay una
corta biografía escrita por Bernardo, monje de Chaise-Dieu, y una colección de
los milagros del santo. Cf. Bulletin historique et scientifique d'Auvergne, 1906,
pp. 47, 72, 82, 116.
(18 de abril).
El emperador Marco Aurelio había
perseguido a los cristianos por sistema; en cambio, su hijo Cómodo, quien le
sucedió hacia el año 180, no odiaba a los cristianos, a pesar de que era un
hombre vicioso. Durante el período de paz de que gozó el cristianismo en su
reinado, aumentó el número de los fieles y muchos nobles abrazaron el
cristianismo. Entre éstos, se contaba un senador llamado Apolonio, tan versado
en la filosofía como en
Los especialistas opinan que el diálogo entre el mártir y su juez tiene todas las trazas de ser un relato auténtico, tomado por un escribiente durante el proceso. Alban Butler, quien vivió en el siglo XVIII, no conoció ese documento, recientemente descubierto. Citaremos algunos fragmentos de las frases que pronunció el santo apologeta poco antes de morir. Su vibrante defensa de la fe, que data de hace tantos siglos, vale por todas las homilías posteriores. Tomamos nuestra cita de la traducción ligeramente abreviada, pero sustancialmente exacta, del difunto canónigo A. J. Masón.
Según dijo el mártir, todos los
hombres estaban destinados a morir, y los cristianos no hacían más que
prepararse para ese momento, muriendo un poco cada día. Las calumnias de los
paganos contra los cristianos estaban tan lejos de ser ciertas que, en
realidad, éstos no se permitían ni una mirada impura ni una mala palabra. Arguyó,
además, que no era peor morir por el verdadero Dios que sucumbir víctima de la
fiebre, de la disentería o de cualquier otra enfermedad. “Entonces, ¿deseas
morir?,” le preguntó Perenne. “No,” respondió Apolonio, “yo amo la vida; pero
ese amor no me hace temer la muerte. Nada hay mejor que
Un filósofo de la escuela de los cínicos interrumpió a Apolonio,
diciendo que sus palabras eran un insulto a la inteligencia, aunque Apolonio
creyese que estaba diciendo verdades muy
profundas. El mártir respondió: “A mí me han enseñado a orar y no a insultar;
sólo a los ojos de los insensatos, la verdad puede parecer un insulto.” El juez
le pidió que se explicase claramente. Apolunio pronunció entonces lo que
Eusebio califica de elocuentísima defensa de la fe:
“El Verbo de Dios, que creó los
cuerpos y las almas, se hizo hombre en Judea y fue nuestro Salvador,
Jesucristo. El, que era perfectamente puro y sabio, nos reveló al Dios
verdadero y nos enseñó el camino de la virtud, haciéndonos conscientes de
nuestra dignidad y nuestro papel en la sociedad. Con su muerte marcó
definitivamente el alto al pecado. El nos enseñó a consolar a los afligidos, a
ser generosos, a propagar la caridad, a renunciar a la vanagloria, a refrenar
el deseo de venganza y a despreciar la muerte, cuando ésta se nos impone, no
por nuestros crímenes, sino por los crímenes de los otros. También nos enseñó a
obedecer su Ley, a honrar al soberano, a adorar únicamente al Dios inmortal, a
creer en la inmortalidad de nuestras almas, a esperar el juicio de Dios,
después de la muerte, y el premio de resurrección que Dios dará a las almas de
los que vivieron según su ley. Todo eso nos los enseñó con palabras sencillas,
apoyándose en razones convincentes, y ello le mereció gran gloria; pero también
le ganó el odio de los malvados, como había sucedido a otros filósofos y
hombres rectos. Porque los malos no soportan a los buenos. Según cierto
proverbio (del Libro de
Algo
se sabía de la apología de Apolonio ante el Senado por los escritos de Eusebio,
Rufino y San Jerónimo; pero se creía que no existían las actas auténticas,
hasta que F. C. Conybeare tradujo un texto armenio, publicado en 1874 por los
monjes mekhitaristas (ver Conybeare, The Apology and Acts of Apollonius, etc.,
1894, pp. 29-48). Poco después, los bolandistas encontraron una copia del texto
griego en un manuscrito de París y la publicaron en Analecta Bollandiana, vol.
XIV (1895), pp. 284-294. Ambos textos llamaron la atención de los
especialistas, quienes los reeditaron y tradujeron a varias lenguas. Ver la
admirable exposición de las actas que hace el P. Delehaye en Les Passions
des Martyrs et les genres littéraires (1921), pp. 125-136. Aunque dicho
autor se pronuncia abiertamente por la autenticidad sustancial del diálogo,
hace notar que tanto en la versión griega como en la armenia se advierte ya el
principio del proceso de falsificación. El mismo autor da una amplia
bibliografía sobre las aportaciones de Harnack, Mommsen, Klette, Greffcken y
otros. Ver igualmente A. J. Masón, Historic Martyrs of the
Primitive Church (1905), pp. 70-75.
(18 de abril).
La leyenda de San Eleuterio y sus compañeros es una de tantas novelas piadosas de origen griego que alcanzaron gran popularidad en épocas poco críticas, como si se tratase de historias verdaderas. Resumiremos dicha novela, ya que sigue exactamente las líneas tradicionales del género y es un verdadero modelo de tales fábulas. Eleuterio era hijo de una viuda romana llamada Antia; fue educado cristianamente por un tal Dinamio, obispo; ordenado diácono a los dieciséis años y sacerdote a los dieciocho, el joven fue consagrado obispo de Iliria a los veinte años. Después de convertir y bautizar al oficial del emperador que había ido a arrestarle, Eleuterio compareció ante Adriano, quien mandó que le atasen sobre una parrilla calentada al rojo vivo. Pero las ataduras se rompieron solas y el mártir se levantó y predicó a la multitud. Entonces Adriano mandó traer otra parrilla más grande, trató de ganarse al prisionero con promesas y amenazas y, finalmente, le puso ante la disyuntiva de abjurar de la fe o morir quemado a fuego lento. El joven obispo no vaciló, pero la hoguera se apagó y no hubo manera de encenderla nuevamente. Entonces, los verdugos arrojaron a Eleuterio en un horno, del que salió dos horas más tarde sin la menor quemadura. El emperador, enfurecido, ordenó entonces que le atasen por los pies a un carro tirado por caballos salvajes; los caballos le llevaron a una montaña, donde un ángel le desató y las fieras salvajes le rodearon, cual mansos corderos. Ahí permaneció hasta que unos cazadores le descubrieron y le entregaron a los soldados del emperador. Durante los juegos públicos fue arrojado a las fieras, pero el león y la leona no hicieron más que lamerle las manos y los pies. Finalmente, Eleuterio murió apaleado, junto con once compañeros. Su madre pereció decapitada poco después.
Pueden
leerse estas actas imaginarias en Acta Sanctorum, abril, vol. II; cf. Delehaye,
Les Légendes Hagiographiques (3a. edic. 1927), p. 77.
(18 de abril).
Perfecto nació en Córdoba, durante la época en que la ciudad española estaba ocupada por los moros y se educó en la comunidad de sacerdotes que servían en la iglesia de San Asisclo. Se dedicó de manera muy especial al estudio de las Sagradas Escrituras. Ordenado sacerdote, dedicó su tiempo a instruir y consolar a los fieles que gemían bajo el yugo de sus opresores. Cierto día fue detenido en la ciudad por unos árabes que le obligaron a decir lo que pensaba sobre Jesucristo y sobre Mahoma. Perfecto les explicó lo que la Iglesia enseña sobre la divinidad de Nuestro Señor y sobre su misión de Redentor del género humano. En cuanto a Mahoma, guardó cierta reserva para no irritarlos; pero en vista de que ellos le invitaron a que se expresara con libertad sobre el profeta y le prometieron no enfadarse, les declaró que los cristianos veían en Mahoma a un falso profeta y concluyó su perorata con una exhortación para que salieran del estado de condenación en que los había sumido la doctrina mahometana.
Los moros, al oír aquella declaración, no pudieron contener su ira, pero como habían prometido no irritarse, se contentaron con volverle la espalda y dejarle con la palabra en la boca.
Sin embargo, mientras Perfecto regresaba en paz a su comunidad, los moros se confabularon para buscar los medios de vengar a su profeta. Considerando que después de un tiempo ya no estaban ligados a su promesa, dejaron pasar unos días y apostaron gentes en torno a la casa de Perfecto para que le aprehendiesen en la primera oportunidad. Los emisarios se apoderaron del sacerdote y le condujeron ante el juez de los moros como reo de blasfemia. Cargado de grillos y de cadenas, lo arrojaron en una mazmorra para que aguardase ahí el día de la pascua árabe, fecha en que sería inmolado. En el intervalo, Perfecto se preparó para el martirio con ayunos y oraciones. El día de la fiesta árabe, lo sacaron de su cárcel y lo llevaron al lugar de la ejecución. Al momento de expirar, el mártir confesó de nuevo a Jesucristo y maldijo a Mahoma y al Corán (18 de abril de 850).
Los cristianos recogieron su cuerpo y lo sepultaron en la iglesia de San Asisclo, en donde le tributaron los honores debidos a los santos. Usuardo inscribió el nombre de Perfecto en el Martirologio Romano.
Acta
Sanctorum, 18 de abril, extracto del Memorial des
saints, de San Eulogio de Córdoba.
(19 de abril).
San León IX nació en 1002 en
Alsacia, que formaba entonces parte del Sacro Romano Imperio. Hugo, su padre,
estaba estrechamente emparentado con el emperador; su madre se llamaba
Heilewida. Ambos formaban un excelente matrimonio cristiano; eran tan cultos,
que hablaban corrientemente el francés, además del alemán, cosa excepcional en
aquella época. A los cinco años, Bruno, como se llamaba el futuro León IX, fue
a estudiar a la escuela de Bertoldo, obispo de Toul. En ella empezó a mostrar
su talento excepcional. Su tutor era un primo suyo, mucho más grande que él,
llamado Adalberto, quien fue luego obispo de Metz. Un suceso de la niñez se
quedó profundamente grabado en la mente del futuro Papa. En cierta ocasión un
animal ponzoñoso le mordió y le dejó entre la vida y la muerte; entonces se le
apareció San Benito y le tocó con una cruz; cuando despertó el niño, estaba
completamente curado. Una vez terminados sus estudios, fue nombrado canónigo de
la iglesia de San Esteban de Toul. En 1026, el emperador Conrado II fue a
Italia a combatir una rebelión de los lombardos; Bruno, que era entonces
diácono, le acompañó al mando del regimiento con el que había contribuido el
anciano obispo de Toul. Su éxito en la dirección del regimiento le ganó fama de
hábil militar, cosa que tal vez no fue muy buena, teniendo en cuenta el
porvenir. El obispo de Toul murió cuando Bruno se hallaba todavía en Italia y
el clero y el pueblo de la ciudad le eligieron para sustituir al difunto. El
día de
En el verano de 1048, murió el
Papa Dámaso II, después de un pontificado de veintitrés días. El emperador
Enrique III eligió a su pariente, Bruno, para sucederle. De camino para Roma,
Bruno se detuvo en Cluny, donde se unió a su comitiva el monje Hildebrando,
quien sería más tarde el Papa San Gregorio VII. Después de ser elegido según
los cánones, Bruno ascendió al trono pontificio con el nombre de León IX, a
principios de 1049. Durante muchos años los buenos cristianos, así clérigos
como laicos, habían luchado contra la simonía; pero el mal estaba tan profundamente
arraigado, que hacía falta una mano fuerte para combatirlo. El Papa procedió
sin vacilaciones. Poco después de su elección, convocó en Roma a un sínodo que
condenó y privó de sus beneficios a los clérigos culpables de simonía y lanzó
severos decretos contra la decadencia del celibato eclesiástico. León IX empezó
a promover entre el clero de Roma la vida comunitaria, que ya antes había
ayudado a instituir en Toul, cuando era diácono del obispo de dicha ciudad.
Además, convencido de que la reforma exigía algo más que simples decretos,
empezó a visitar los países de Europa occidental para dar mayor fuerza a las
leyes y sacudir la conciencia de las autoridades. La reforma de las costumbres
era su principal objetivo pero también insistió en la predicación y en el canto
sagrado, que amaba particularmente. San León se vio también obligado a condenar
las doctrinas de Berengario de Tours, quien negaba la presencia real de Cristo
en
León consiguió ver aumentado el patrimonio de San Pedro con Benevento y otros territorios del sur de Italia, lo cual acrecentó el poder temporal de los Papas. Pero ello no dejó de traerle dificultades, pues los normandos invadieron dichos territorios. León IX salió en persona al encuentro del enemigo, pero fue derrotado y hecho prisionero, en Civitella y los invasores le detuvieron algún tiempo en Benevento. El golpe para el prestigio de León fue muy rudo; además, San Pedro Damián y otros varones de Dios le criticaron severamente, diciendo que, si la guerra era necesaria, tocaba al emperador hacerla y no al Vicario de Cristo.
El patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, aprovechó la ocasión para acusar de herejía a la Iglesia de occidente, a propósito de ciertos puntos de disciplina y liturgia en que difería de la Iglesia de oriente. El Papa respondió con una larga carta, vibrante de indignación, pero no exenta de moderación. Muy característico de León IX fue el hecho de empezar a aprender el griego para comprender mejor los argumentos de sus acusadores. Pero, aunque ése fue el principio de la separación definitiva de la Iglesia oriental y occidental, San León no vivió lo suficiente para ver el resultado de la delegación que envió a Constantinopla. Ya para entonces, su salud estaba muy debilitada. Ordenó, pues, que colocasen su lecho junto a un sarcófago, en San Pedro, y murió apaciblemente ante el altar mayor, el 19 de abril de 1054.
“El cielo ha abierto sus puertas a un Pontífice del que el mundo no era digno; León ha llegado a la gloria de los santos,” declaró el abad de Monte Cassino, formulando exactamente el pensamiento de la cristiandad. En los cuarenta días que siguieron a su muerte, se habló de setenta curaciones milagrosas. En 1087, el Beato Víctor III confirmó la canonización popular y ordenó que los restos mortales de San León fuesen solemnemente trasladados a un monumento.
León IX fue el primer Papa que
propuso que la elección del Sumo Pontífice recayese siempre sobre uno de los
cardenales. La proposición se convirtió en ley, cinco años después de su
muerte. Uno de los monarcas con quien San León mantuvo relaciones amistosas fue
San Eduardo el Confesor, a quien concedió la autorización de fundar nuevamente
la abadía de Westminster, en vez de hacer una peregrinación a Roma. Se cuenta
que durante su pontificado, el rey MacBeth visitó
Es
imposible enumerar aquí en detalle todas las fuentes de la vida de San León IX. Baste con hacer una referencia general a BHL., nn. 4818-4829 y al
excelente artículo sobre el pontificado de León IX en
Lives of the Popes in the Middle Ages (vol. VI, pp. 19-182), de Mons. H.
K. Mann. Acerca del aspecto ascético de la vida de este Papa, es
particularmente valiosa la primera parte de la biografía de Wiberto, así como
los documentos publicados por el P. A. Poncelet en Analecta Bollandiana, vol.
XXV (1906), pp. 258-297. Aunque O. Delarc no conocía esos documentos cuando
escribió su obra Un pape alsacien (1876), ésta es interesante por lo que
se refiere a las condiciones de la época. El St León IX de E. Martin (colección Les Saints), es un buen resumen. Quien quiera estudiar más a fondo
la cuestión, debe consultar las obras de Martens, Drehmann, Hauck y Brucker,
escritas con puntos de vista muy diferentes. El St León IX de L. Sittler y P. Stintzi (1950) contiene una serie de estudios y
citas interesantes, de los que algunos se refieren particularmente a Alsacia.
(19 de abril).
Parece necesario hablar de San Expedito, ya que en una época fue muy famoso y las gentes creían que se debían encomendar a él los asuntos que necesitaban ser resueltos de prisa. Sin entrar en demasiados detalles, podemos afirmar con seguridad dos cosas. La primera es que no existe ninguna razón para pensar que se haya invocado a ese santo en los primeros siglos de la Iglesia y es más que dudoso que haya existido jamás. Cierto que en el Hieronymianum se nombra a un Expedito en dos grupos de mártires, los que murieron en Roma el 18 de abril, y los que padecieron el martirio, el día siguiente en Melitene de Armenia. Pero no hay ninguna tradición en apoyo de la existencia de esos mártires y hay razones para creer que la introducción del nombre de Expedito en ambas listas, se debe a la iniciativa de un copista. En todo caso, hay cientos de errores de los copistas en ese documento.
La segunda afirmación se refiere a la leyenda, que pretende explicar el origen de esta “devoción,” fundándose en un suceso muy posterior. Según dicha leyenda, una comunidad de religiosas de París recibió en Roma un paquete con un “corpo santo” de las catacumbas. En la fecha de expedición del paquete se hallaba escrita la palabra “spedito;” las religiosas, creyendo que se trataba del nombre del mártir, se dedicaron a propagar su culto. Y así, según la fábula, se extendió rápidamente la devoción de San Expedito en varios países. En respuesta haremos notar que, si bien es cierto que la relación de San Expedito con la rapidez se basa en un juego de palabras (cosa de que hay muchos otros ejemplos en la hagiología), la leyenda de las religiosas de París es totalmente falsa, porque ya en 1781 el hipotético santo era patrón de Acireale, de Sicilia y en el siglo XVIII, existían ya en Alemania ciertas imágenes que representaban a San Expedito como patrón contra toda especie de dilaciones.
Ver
Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 90-98, y Acta Sanctorum, nov.,
vol. II pte. 2, p. 198. La leyenda de las monjas francesas apareció en
(19 de abril).
San Alfegio ingresó muy joven en el monasterio de Deerhurst, en Gloucestershire. Más tarde se retiró a la soledad, cerca de Bath y llegó a ser abad del monasterio de Bath, fundado por segunda vez por San Dunstano. Alfegio no toleraba la menor relajación de la regla, pues sabía cuan fácilmente las concesiones acaban con la observancia en los conventos. Solía decir que era mejor permanecer en el mundo que ser un monje imperfecto.
A la muerte de San Etelwoldo, el año 984, San Dunstano obligó a Alfegio a aceptar el obispado de Winchester, a pesar de que no tenía más que treinta años de edad y se resistía a ello. En esa alta dignidad las excepcionales cualidades de San Alfegio encontraron ancho campo de actividad. Su liberalidad con los pobres era tan grande que, durante su episcopado, no había un solo mendigo en Winchester. Como seguía practicando las mismas austeridades que en el convento, los prolongados ayunos le hicieron adelgazar tanto, que algunos testigos declararon que se podía ver a través de sus manos cuando las levantaba en la misa. Después de haber gobernado sabiamente su diócesis durante veintidós años, fue trasladado a Canterbury, donde sucedió al arzobispo Aelfrico. Fue a Roma a recibir el palio de manos del Papa Juan XVIII.
En aquella época, los daneses
hacían frecuentes incursiones en Inglaterra. En 1011, unidos al conde Edrico,
que se había rebelado, marcharon contra Kent y pusieron sitio a Canterbury. Los
principales de la ciudad rogaron al arzobispo que huyese, pero San Alfegio se
negó a hacerlo. La ciudad cayó, por traición y los daneses degollaron a gran
cantidad de hombres y mujeres de todas las edades. San Alfegio se dirigió al
lugar de la ciudad en que se estaban cometiendo los peores crímenes y,
abriéndose camino entre la multitud, gritó a los daneses: “No matéis a esas víctimas
inocentes. Volved vuestra espada contra mí.” Inmediatamente fue atacado,
maltratado y encarcelado en un oscuro calabozo. Algunos meses más tarde, fue
puesto en libertad, a raíz de una misteriosa epidemia que se había propagado
entre los daneses; pero, a pesar de que San Alfegio había curado a muchas
víctimas con su bendición y con el pan bendito, los bárbaros exigieron todavía
tres mil coronas de oro por su persona. El arzobispo declaró que la región era
demasiado pobre para pagar esa suma. Así pues, los daneses le llevaron a
Greenwich y le condenaron a muerte, por más que un noble danés, Thorkell el
Alto, trató de salvarle.
“Hicieron prisionero
a aquél que había sido
cabeza de Inglaterra
y de
En la infeliz
ciudad, antaño tan sonriente,
de la que recibimos
esa herencia cristiana
que nos hizo felices
ante Dios y los hombres,
todo era miseria...”
El cuerpo de San Alfegio fue recuperado y sepultado en San Pablo de Londres. En 1023, el rey Canuto de Dinamarca le trasladó solemnemente a Canterbury. Uno de los sucesores de San Alfegio, Lanfranco, dijo a San Anselmo que su antecesor no había muerto por la fe, pero el santo le respondió que morir por la justicia era lo mismo que morir por Dios. Los ingleses siempre han considerado como mártir a San Alfegio. Su nombre se halla en el Martirologio Romano y las diócesis de Westminster, Clifton, Portsmouth y Southwark, celebran todavía su fiesta.
La
mejor edición de la biografía de San Alfegio escrita por Osbern, monje de
Christchurch de Canterbury, es la de Anglia Sacra de Wharton (vol. II,
pp. 122-142). Como lo hizo notar Freeman en Norman Conquest, vol. I, pp.
658-660, la obra de Osbern, escrita hacia el ano 1087, no
constituye una fuente fidedigna; más de fiar son los datos que nos dan
(20 de abril).
San Marcelino, primer obispo de Embrun, era un sacerdote africano. Junto con San Vicente y San Domnino evangelizó buena parte de la región que más tarde se llamó el Delfinado. Marcelino hizo de Embrun su centro de operaciones: primero construyó un oratorio en un acantilado que se yergue junto a la ciudad, y más tarde, una gran iglesia, capaz de albergar a todos los habitantes, convertidos por su predicación. En el bautisterio de la iglesia se realizaron muchas curaciones milagrosas. San Gregorio de Tours y San Adón de Vienne, aseguran que, en su época, la fuente se llenaba sola, hasta los bordes, el Sábado Santo y el día de Navidad y que el agua tenía propiedades medicinales extraordinarias. Su celo y santidad merecieron a San Marcelino la elevación a la dignidad episcopal. Como San Eusebio de Vercelli, que había sido desterrado, San Marcelino fue también perseguido por los arríanos en sus últimos años; finalmente el anciano obispo logró escapar y pasó el resto de su vida escondido en las montañas de Auvernia; de vez en cuando bajaba por la noche a Embrun para aconsejar y alentar al clero y al pueblo.
La
corta biografía de San Marcelino que se halla en Acta Sanctorum (abril,
vol. II) es un documento antiguo y fidedigno. Ver Duchesne, Fastes
Episcopaux, vol. I, pp. 290-291.
(20 de abril).
Cuando san Mamertino era abad del monasterio que San Germán había fundado en Auxerre, se presentó un joven llamado Marciano, quien había huido de Bourges, ocupada entonces por los visigodos. San Mamertino le concedió el hábito y el joven edificó a todos por su piedad y obediencia. Para probarle, el abad le designó para el puesto más humilde, que era el de pastor en la granja que la abadía poseía en Mérille. Marciano aceptó el cargo con gran alegría y, bajo su cuidado, el ganado empezó a multiplicarse prodigiosamente. El santo poseía un extraño poder sobre los animales: los pájaros iban a comer en sus manos; los osos y los lobos se retiraban al oír su voz; un jabalí, perseguido por los cazadores, fue a refugiarse junto al santo, quien le defendió y le dejó en libertad. A la muerte de San Marciano, la abadía tomó su nombre.
Ver
la breve biografía de San Marciano en Acta Sanctorum, abril, vol. II.
(20 de abril).
Hugo se educó en la abadía de Saint-Savin del Poitou, donde recibió posteriormente el hábito y la ordenación sacerdotal. Era un organizador y administrador muy hábil. Sus superiores le enviaron de ayudante del abad Arnulfo en la reforma del monasterio de San Martín de Autun y más tarde, como compañero del Beato Berno a Baume-les-Messieurs de la diócesis de Besangon. El duque Guillermo de Aquitania regaló al Beato Berno la abadía de Cluny, y el Beato Hugo le ayudó a organizar la nueva fundación. Finalmente fue nombrado prior de Anzy-le-Duc. Según parece, fundó un hospital y otras casas de beneficencia y alcanzó gran fama por su sabiduría y sus milagros. Combatió incansablemente las supersticiones que quedaban aún en el pueblo, especialmente las orgías del primer día del año y de la víspera de la fiesta de San Juan. El santo prior, que vivió hasta edad muy avanzada, pasó sus últimos años en el retiro, preparándose para la muerte. No sabemos con exactitud la fecha en que murió.
Algunas
veces se llama al beato “Hugo de Poitiers,” porque
nació en esa ciudad, pero hay otro Hugo de Poitiers. Ver la biografía de los bolandistas en Acta Sanctorum, abril, vol. II; Y
Mabillon, Acta Sanctorum O.S.B., vol.
V, pp. 92-104. Cf. Cucherat, Le B. Hugues de Poitiers (1862).
(21 de abril).
Tal vez el párrafo más largo del Martirologio Romano sea el que celebra el triunfo de los mártires persas de este día. Dice así: “En Persia, el nacimiento de San Simeón, obispo de Seleucia y Clesifonte, quien, por mandato del rey persa Sapor, compareció ante un tribunal inicuo, cargado de cadenas. Como se rehusase a adorar al sol y diese testimonio de Cristo con voz firme y vibrante, fue primero encarcelado con otros cien cristianos, algunos de los cuales eran obispos, otros sacerdotes y otros clérigos de diversa jerarquía. Después, al día siguiente del martirio de Ustazanes, tutor del rey, quien había abandonado la fe y a quien el obispo había convertido nuevamente, los compañeros de San Simeón fueron decapitados en su presencia, en tanto que el santo los exhortaba celosamente; por fin él mismo fue decapitado. Junto con él murieron sus dos famosos sacerdotes, Ananías y Abdecalas. También Pusicio, el jefe de los trabajadores del rey, fue víctima de una cruel muerte por haber alentado a Ananías cuando éste comenzaba a flaquear; los verdugos le cortaron la cabeza y le arrancaron la lengua; después martirizaron a su hija, que era una virgen consagrada al Señor.”
El Martirologio Romano dedica al día siguiente un elogio casi tan largo como el anterior a otro grupo de mártires persas. El breviario sirio del año 412, bajo el título de “Los nombres de nuestros señores, los confesores y obispos de Persia,” menciona en primer lugar, en su suplemento, a San Simeón, llamado Barsabas. No cabe ninguna duda de que Sapor desató una cruel persecución contra los cristianos, el año 340 ó 341, pues hablan mucho de ella Sozomeno y otros autores de importancia.
Probablemente
el mejor texto del martirio de San Simeón sea el que editó M. Kmosko en Patrologia
Syriaca, vol. II, pp. 661-690. E. Assemani había publicado mucho tiempo antes
dicho documento en Acta Martyrum Orientalium; existe también una
traducción armenia. Como lo hacía notar el P. Peeters en Analecta
Bollandiana (vol. XXIX, pp. 151-156; vol. XLIII, pp. 264-268) y en Acta
Sanctorum (nov., vol. IV, pp. 419-421), las actas de San Simeón plantean varios
problemas muy interesantes. El nombre de Ustazanes que aparece en el Martirologio
Romano (Guhistazad en sirio) se identifica probablemente con el nombre de Azadas,
que figura en la lista de los mártires persas del día siguiente. En Les
Martyrs, (vol. III, pp. 145-162) de Dom Leclercq, se hallará una traducción
francesa de las actas.
(21 de abril).
San Anastasio I era un hombre de gran saber y piedad. Según Evagrio, era muy poco inclinado a hablar y cuando alguien discutía de asuntos temporales en su presencia, parecía no tener oídos ni lengua; en cambio, poseía el don de consolar a los afligidos. Durante veintitrés años estuvo desterrado de su sede por haberse opuesto a las herejías que apoyaban los emperadores Justiniano I y Justino II; pero el emperador Mauricio le restituyó a su sede, a instancias de su amigo, el Papa Gregorio I. Han llegado hasta nosotros algunas de las cartas y sermones de San Anastasio.
Muy frecuentemente se confunde a nuestro santo con San Anastasio el Sinaíta, el cual fue un anacoreta que vivió en el Monte Sinaí un siglo más tarde. El Martirologio Romano cae en dicha confusión. Este segundo San Anastasio fue más tarde llamado el “Nuevo Moisés.” Se conservan varios de sus escritos, en particular algunas obras contra los monofisitas. Su muerte ocurrió hacia el año 700.
Casi
todas las noticias que tenemos sobre el patriarca Anastasio, provienen de
Evagrio y Teófanes. Sobre los dos Anastasios ver Acta Sanctorum, abril,
vol. II; DCB.,
vol. I; DTC., vol. I, y DHG., vol. II.
(21 de abril).
Como en el caso de tantos otros santos celtas, la biografía de Beunón es una novela fantástica que no merece ningún crédito. Al principio de la vida del santo, un ángel anunció a sus ancianos padres, quienes ya habían perdido toda esperanza de tener herederos, que Dios les concedería un hijo. Beunón los abandonó pronto para estudiar en un monasterio y después fundó una comunidad. Pero, a juzgar por lo que cuenta el biógrafo, el santo no residió nunca mucho tiempo en un sitio. Beunón viajó mucho y construyó iglesias y monasterios en las tierras que los nobles le regalaron. Así, entró en contacto con hombres tan prominentes como Idón, Ynir Gwent y Cadwallon. El más famoso de los milagros de San Beunón fue la resurrección de San Winifredo, quien había sido decapitado por Caradoc. Se cuenta que en otras dos ocasiones, San Beunón resucitó a los muertos.
Lo cierto es que el ejemplo y la enérgica predicación del santo impresionaron profundamente a sus compatriotas. Los habitantes de Clynnog Fawr, donde se cree que San Beunón fundó una especie de monasterio en el que, probablemente fue sepultado le veneran especialmente. En las regiones que profesaban especial devoción al santo, subsistieron durante varios siglos ciertas prácticas más o menos supersticiosas. Los habitantes regalaban a los monjes de San Beunón los corderos y becerros que presentaban determinadas características y los rescataban por cierto precio. Un escritor de la época de la reina Isabel cuenta que la gente del pueblo se precipitaba a comprar esos animales, porque “Beunón se encarga de hacer prosperar su ganado.” La práctica continuaba todavía dos siglos más tarde, y los encargados de las iglesias ponían en caja aparte el dinero de la venta para consagrarlo a obras de caridad. Pennant (c. 1700) cuenta las muestras de veneración que daba el pueblo en la supuesta tumba de San Beunón en Clynnog Fawr: “La cubrían de enredaderas y dejaban sobre ella a los niños enfermos toda una noche, después de haberlos bañado en la santa fuente de las proximidades. Yo mismo tuve ocasión de ver, sobre la tumba, a un pobre paralítico de Merionthshire, que pasó toda la noche en una especie de nido de plumas, después de haberse bañado en la fuente.” En las excavaciones que se llevaron a cabo en Clynnog, poco antes de 1914, se descubrió una cámara oblonga con muros de noventa centímetros de ancho; probablemente se trataba de “una de las pequeñas basílicas que se construían en el siglo VII.” La diócesis de Menevia celebra la fiesta de San Beunón.
Existe
una biografía galesa de San Beunón, cuyo primer ejemplar data de 1346. La
traducción que hizo A. W. Wade-Evans (publicada con notas en Archaeologia
Cambrensis, vol. LXXXV, 1930, pp. 315-341) es la más importante
aportación a la historia de San Beunón. El texto gales se halla en Vitae
Sanctorum Britaniae (1944) de Wade-Evans; ver Welsh Christian Origins (1934),
pp. 170-176, del mismo autor. Cf. igualmente J. H. Folien, en The Month, vol.
LXXX (1894), pp. 235-247; LBS., vol. I, pp. 208-221; y Analecta
Bollandiana, vol. LXIX, pp. 428-431.
(22 de abril).
San Sotero sucedió a San Aniceto en la cátedra de San Pedro. Eusebio nos ha conservado una carta en la que San Dionisio, obispo de Corinto, da las gracias a los romanos; en ella alude el santo a la paternal bondad y liberalidad del Papa, especialmente con los que habían sufrido por la fe. San Dionisio dice que en las iglesias de Corinto se iba a leer una carta que San Solero le había escrito, junto con la carta del Papa San Clemente. Algunos autores sostienen que se trata aquí de la que nosotros conocemos como “segunda carta de San Clemente.” La Iglesia venera a San Solero como mártir, pero no existe ningún relato de su martirio.
San Cayo sucedió a San Eutiquiano en el trono pontificio, pero no sabemos nada de su vida. Según una tradición posterior, era originario de Dalmacia y pariente del emperador Diocleciano. La violencia de la persecución le obligó a vivir ocho años en las catacumbas. Sus sufrimientos por la fe le merecieron el título de mártir. El calendario filocaliano y el epitafio de San Cayo, descubierto en la catacumba de San Calixto en estado fragmentario, fijan la fecha de su sepultura el 22 de abril.
Lo
poco que sabemos sobre estos dos Papas se halla resumido en Acta Sanctorum, abril,
vol. III, y en el texto y las notas de la edición de Duchesne del Líber
Pontificalis. Sobre San Cayo ver De Rossi, Roma Sotterranea, vol. III,
pp. 115, 120 y 263 ss.; G. Schneider, en Nuovo Bullettino di archeolog.
crist., vol. XIII (1902), pp. 147-168; y Leclercq, en DAC., vol. II, cc.
1736-1740; y vol. VI, cc. 33-37.
(22 de abril).
Durante el reinado de Marco Aurelio recrudeció violentamente la persecución en la ciudad de Lyon. Dos de sus víctimas fueron los jóvenes Epipodo y Alejandro. Habían sido amigos desde niños. Después del martirio de San Fotino y sus compañeros, los dos jóvenes se trasladaron de Lyon a un pueblecito cercano y ahí se escondieron en casa de una viuda. Más tarde fueron arrestados. Epipodo perdió una sandalia cuando trató de huir y los cristianos la conservaron como reliquia. Conducidos ante el gobernador, los jóvenes confesaron abiertamente que eran cristianos. El pueblo gritó enfurecido pero el gobernador se maravilló de que hubiese todavía quien tuviera el valor de confesarse cristiano, a pesar de las torturas y ejecuciones anteriores. Separando a los dos amigos, el gobernador se enfrentó primero con Epipodo, a quien creía más débil porque era más joven y trató de ganarle con promesas. El mártir permaneció inconmovible. El magistrado exasperado ante su firmeza, ordenó que le golpeasen en la boca; pero Epipodo continuó confesando a Cristo con los labios ensangrentados. El gobernador ordenó que le tendiesen en el potro y le desgarrasen los costados con garfios; finalmente, para complacer al pueblo, le mandó degollar. Dos días después, compareció Alejandro. Cuando el juez le contó lo que había sufrido su amigo, Alejandro dio gracias a Dios por ese ejemplo y manifestó su ardiente deseo de correr la misma suerte que Epipodo. Los verdugos le tendieron en el potro, tiraron hasta descoyuntarle las piernas y se turnaban para azotarle; pero el mártir persistió en confesar a Cristo y en burlarse de los ídolos. Fue sentenciado a ser crucificado, pero murió en el momento en que los verdugos le clavaban las piernas a la cruz.
Las
actas pueden leerse en Ruinan y en Acta Sanctorum, abril, vol. III.
Delehaye dice que “no son muy importantes” (Origines du culte des martyrs, p. 352.)
(22 de abril).
Teodoro nació en Sikeon de Galacia, en Asia Menor. Era hijo de una prostituta, pero desde niño manifestó tan marcada inclinación a la plegaria que con frecuencia se privaba de la comida en la escuela para ir a orar en la iglesia. Era todavía muy joven y ya llevaba vida de solitario, primero en el sótano de su casa y después en una capilla abandonada. Deseoso de alejarse todavía más del mundo, se retiró algún tiempo a una montaña desierta. En una peregrinación que hizo a Jerusalén, tomó el hábito monacal y recibió la ordenación sacerdotal de manos del obispo. Llevaba una vida terriblemente austera. Sólo comía verduras y en poca cantidad; usaba sobre el cuerpo un cilicio de acero. Dios le concedió el don de profecía y el de obrar milagros. En otro viaje a Tierra Santa, San Teodoro obtuvo, con sus oraciones, una abundante lluvia después de una larga sequía.
El santo fundó varios monasterios; entre los más notables figuran el que se encontraba cerca de un antiguo santuario de San Jorge, a quien Teodoro profesaba gran devoción, y el monasterio de Sikeon, en su ciudad natal. San Teodoro fue abad de este último, aunque siguió viviendo la mayor parte del tiempo en una apartada celda. Mauricio, el comandante del ejército del emperador Tiberio, fue a ver a San Teodoro al volver de su victoriosa campaña en Persia; el santo le predijo entonces su ascensión al trono imperial. La profecía se cumplió el año 582 y Mauricio se encomendó a sí mismo y a todo su Imperio a las oraciones de San Teodoro. Casi por fuerza, Teodoro fue consagrado obispo de Anastasiópolis, puesto para el que se sentía totalmente inepto. Finalmente, al cabo de diez años, obtuvo permiso de renunciar a su sede. En seguida se retiró, lleno de gozo, a Sikeon. Poco después, tuvo que ir a Constantinopla a bendecir al emperador y al senado. Ahí curó a uno de los hijos del emperador de una enfermedad de la piel, que tal vez era la lepra. San Teodoro murió en Sikeon el 22 de abril del año 613. Durante su vida había trabajado mucho por propagar el culto de San Jorge.
Uno de sus contemporáneos escribió una larga biografía de San Teodoro. Para nuestro gusto moderno, hay ahí demasiados milagros y encuentros con el demonio, aparte de lo que el historiador Baynes llama “portentosa retórica que, con frecuencia, convierte la lectura de las obras hagiográficas bizantinas en un verdadero martirio para la carne.” A pesar de ello, se trata de una obra fascinante, que el mismo historiador considera como “la mejor descripción que existe sobre la vida en Asia Menor en la época bizantina, antes de las invasiones de los árabes.”
En
Acta Sanctorum, abril, vol. II, hay una traducción latina de la
biografía griega, que se atribuye a Eleusio (llamado también Jorge), discípulo
de San Teodoro. Teófilo Joannis publicó el texto griego. Hay una excelente
traducción inglesa, un tanto abreviada, en Three
Byzantine Saints (1948)
de E. Dawes y N. H. Baynes. También se conserva el texto griego de un extenso Encomium
escrito por Nicéforo Scevophylax, que añade algunos detalles. Puede leerse
en Analecta Bollandiana, vol. XX (1901), pp. 249-272.
(23 de abril).
La vida de San Jorge se
popularizó en Europa durante
Por entonces estalló la cruel persecución de Diocleciano y Maximiano. San Jorge, para alentar a los que vacilaban en la fe, empezó a gritar en una plaza pública: “Todos los dioses de los paganos y gentiles son demonios. Mi Dios, que creó los cielos y la tierra, es el verdadero Dios.” Daciano, el preboste, le mandó arrestar. Como no consiguiese moverle con promesas, ordenó a los verdugos que le azotasen y le torturasen con hierros al rojo vivo. Pero Dios curó, durante la noche, las heridas del caballero. Entonces, Daciano ordenó a un mago que prepararse una pócima para envenenar al santo, pero el veneno no hizo su efecto. El mago se convirtió y murió mártir. El tirano intentó después dar muerte a San Jorge, aplastándole entre dos piedras erizadas y sumergiéndole en un caldero de plomo derretido; pero todo fue en vano. Viendo esto, Daciano recurrió nuevamente a las promesas. San Jorge fingió que estaba dispuesto a ofrecer sacrificios a los ídolos. Todo el pueblo se reunió en el templo para presenciar la rendición del osado detractor de los dioses. Pero San Jorge se puso en oración, y al punto bajó del cielo una llama que consumió a los ídolos y a los sacerdotes paganos, y la tierra se abrió para tragarles. La mujer de Daciano, que había presenciado la escena, se convirtió; pero Daciano mandó decapitar al santo. La sentencia se llevó a cabo sin dificultad. Cuando volvía del sitio de la ejecución, Daciano fue consumido por el fuego que bajó del cielo.
Aquí no hemos hecho más que dar una versión bastante sobria de las actas de San Jorge, que se popularizaron desde muy antiguo en Europa en diferentes formas. Notemos que la leyenda del dragón, aunque ocupa un lugar tan prominente, es una adición no anterior al siglo XII. Con ello caen por tierra las hipótesis de quienes presentan la leyenda de San Jorge como una reliquia de la mitología pagana; según dichos autores, San Jorge no era más que otra personificación de Teseo, quien venció al minotauro, o de Hércules, el vencedor de la hidra de Lerena. Todo nos induce, en realidad, a pensar que San Jorge fue verdaderamente un mártir de Dióspolis (es decir, Lida) de Palestina, probablemente anterior a la época de Constantino. Fuera de eso, nada podemos afirmar con certeza. El culto ole San Jorge es muy antiguo. Su nombre no aparece en el Breviario” sirio, pero el Hieronymianum le menciona el 25 de abril y sitúa su martirio en Dióspolis. Los peregrinos del siglo VI al VIII, como Teodocio, el llamado Antonino y Arculfo, dicen que el centro del culto a San Jorge y el sitio donde se hallaban sus reliquias era Lida o Dióspolis. La idea de que San Jorge era originario de Capadocia y de que sus actas habían sido escritas ahí “proviene sin duda alguna de un copista que le confundió con el célebre Jorge de Capadocia, el arriano enemigo de San Atanasio que se apoderó de la sede de Alejandría.” (P. H. Delehaye).
No se sabe exactamente cómo llegó
a ser San Jorge patrón de Inglaterra. Ciertamente, su nombre era ya conocido en
las Islas Británicas antes de la conquista de los normandos. El “Félire” de
Oengus menciona el 23 de abril a “Jorge, sol de victoria, con otros treinta
mil;” y el abad Aelfrico narra toda la extravagante leyenda en una homilía en
verso. Guillermo de Malmesbury afirma que los santos Jorge y Demetrio, “los
caballeros mártires,” lucharon en las filas de los francos en Antioquía, en
1098. En todo caso, es muy probable que los cruzados y especialmente Ricardo I,
hayan vuelto del oriente con una idea muy elevada sobre el poder de intercesión
de San Jorge. En el sínodo nacional de Oxford de 1222, se incluyó la fiesta de
San Jorge entre las festividades menores. En 1415 el arzobispo Chichele la
convirtió en una de las principales. En el intervalo, el rey Eduardo III había
fundado
En 1960
Existen
muchas recensiones de las pretendidas Actas de San Jorge, no sólo en griego y
en latín, sino en sirio, copto, armenio y etíope. Dichas recensiones presentan
considerables variantes. Acerca de esos textos ver K. Krumbacher, Der
heilige Georg, en Abhandlungen der K. bayerischen Akademie, vol. XXV,
n. 3. Probablemente la más importante entre las numerosísimas obras sobre San
Jorge es la de H. Delehaye, Les légendes grecques des saints militaires (1909),
pp. 45-76, en cuyas notas se encontrarán múltiples referencias bibliográficas.
Sir E. A. Wallis Budge publicó un volumen sobre los manuscritos etíopes, con el
título de St George of Lydda (1930). Acerca de los aspectos más
populares de la vida del santo, cf. G. F. Hill, St George the Martyr (1915)
y G. J. Marcus, Saint George of England (1929). En
(23 de abril).
A principios del siglo III, San Ireneo, obispo de Lyon, envió al sacerdote Félix y a los diáconos Fortunato y Aquileo a evangelizar la región de Valence, que después se llamó el Delfinado. Los tres fueron martirizados durante el reinado de Caracalla, hacia el año 212. Eso es todo lo que sabemos de cierto sobre nuestros santos, pero la leyenda se ha encargado de bordar sobre sus vidas. Según las pretendidas “actas” de estos mártires, fueron arrestados después de convertir a la mayor parte de los paganos de la región. Los ángeles los pusieron en libertad y les dieron la orden de derribar los ídolos de los templos y destrozar a martillazos las imágenes de Mercurio y Saturno y una valiosa estatua de Júpiter, tallada en ámbar. Aprisionados nuevamente por ese crimen, los verdugos les quebraron las piernas, los torturaron en el torno y los sometieron día y noche a las inhalaciones de sofocantes fumarolas. Finalmente, los mártires fueron decapitados.
Una leyenda todavía más fantástica relaciona a San Félix, San Fortunato y San Aquileo con Valencia de España. Las reliquias que se veneran en dicha ciudad son ciertamente las de otros santos.
Véanse
las “actas” en Acta Sanctorum. Aunque el relato carece de valor, el Hieronymianum
conmemora a estos mártires y los sitúa en Valencia de España. Ver Acta
Sanctorum, nov., vol. II, pte. 2, p. 205.
(23 de abril).
San Gerardo nació en Colonia, el
año 935. Se educó en la escuela catedralicia, pues tenía la intención de
recibir las sagradas órdenes. Pero, cuando la madre de Gerardo murió, víctima
de un rayo, el santo consideró eso como un castigo de sus propios pecados y
decidió seguir un camino de mayor penitencia y devoción. Ingresó, pues, en la
comunidad de canónigos de la iglesia de San Pedro, que era la catedral y, el
año 963, Bruno, el arzobispo de Colonia, le nombró obispo de Toul. No por ello
redujo Gerardo sus penitencias. Consagraba buena parte de su tiempo al rezo del
oficio divino y otras oraciones; leía diariamente
San Gerardo era un predicador notable, conocido no sólo en Toul, sino en todas las iglesias de la región. El santo reconstruyó la catedral de San Esteban, enriqueció el antiguo monasterio de Saint-Evre y terminó la fundación de Saint-Mansuy, emprendida por su predecesor. Su caridad brilló especialmente durante la carestía del año 982 y la peste que se desencadenó como consecuencia. San Gerardo fue el fundador del “Hótel-Dieu,” que es el hospital más antiguo de Toul. Siguiendo los pasos de su predecesor, trató de convertir la ciudad en un centro del saber, para lo cual llamó a su diócesis a muchos monjes griegos e irlandeses. Gracias en parte a aquellos monjes, que enseñaron el griego y las ciencias de la época, Toul llegó a ser famosa por su piedad y como centro de estudios. San Gerardo gobernó la diócesis durante treinta y un años y murió en 994, después de una vida de gran santidad e incesante mortificación.
Uno de los primeros santos canonizados formalmente fue San Gerardo. El Papa, San León IX, quien fue uno de los sucesores del santo en la sede de Toul, narró en el sínodo romano de 1050 la gloriosa aparición de San Gerardo al monje Albizo. Los Padres ahí reunidos declararon unánimemente que el susodicho Señor Gerardo estaba en la gloria y que los hombres debían venerarle como santo.”
El
mejor texto de la vida de San Gerardo (escrita por uno de sus contemporáneos:
Widrico, abad de Saint-Evre) es el de Pertz, en MGH., Scriptores, vol. IV,
pp. 490-505. Ver también la introducción y notas de Acta Sanctorum, abril,
vol. III. Acerca de la canonización ver H. Delehaye, Sanctus (1927); y E. W.
Kemp, Canonization and Authority... (1948).
pp. 62-64.
(23 de abril).
Adalberto nació en Bohemia de noble familia y fue bautizado con el nombre de Voytiekh. Sus padres le enviaron a Magdeburgo, donde el arzobispo San Adalberto se encargó de su educación y le dio su propio nombre en la confirmación. A la muerte del arzobispo, el joven retornó a Bohemia con los libros de su biblioteca. Dos años más tarde, fue ordenado subdiácono por el arzobispo Tietmar de Praga, quien murió el año 982. Aunque era todavía muy joven, Adalberto fue elegido para sucederle. El joven arzobispo había quedado muy impresionado por los escrúpulos que asaltaron a su predecesor en el lecho de muerte sobre el cumplimiento de sus deberes pastorales, por lo que repetía: “Es muy agradable portar báculo y cruz pastoral; pero es terrible tener que dar cuenta de una diócesis al Juez de vivos y muertos.” San Adalberto entró descalzo en Praga, donde el rey Boleslao II de Bohemia y todo el pueblo le acogieron con gran júbilo. El primer cuidado del santo fue dividir en cuatro partes las rentas de la diócesis: una para la construcción de iglesias y la fabricación de ornamentos sagrados; otra para el sostenimiento de los canónigos; la tercera para los pobres y la cuarta para el mantenimiento del propio arzobispo, de sus criados y huéspedes.
Después de su consagración en Metz, San Adalberto había conocido a San Mayólo, abad de Cluny, en Pavía y se había contagiado del ideal cluniacense. Pero, por más que predicaba asiduamente y visitaba a los pobres y a los presos, no lograba conseguir gran cosa con su grey. Muchos de sus súbditos eran todavía paganos y los otros no eran cristianos más que de nombre. Muy desalentado, San Adalberto fue a Roma el año 990. Un buen obispo no tiene naturalmente derecho de abandonar su diócesis por grandes que sean las dificultades pastorales, pero parece que en el caso de Adalberto había otras razones de orden político.
En Italia conoció San Adalberto al abad San Nilo de Vallelucio, que era de origen griego. Movido por éste, el arzobispo ingresó junto con su hermanastro Gaudencio en la abadía de los Santos Bonifacio y Alejo, en Roma. Pero pronto, el duque Boleslao pidió que volviese el arzobispo, y el Papa Juan XV envió nuevamente a Adalberto a Praga, con la condición de que las autoridades civiles le apoyasen en su tarea. Adalberto fue muy bien recibido. Inmediatamente comenzó a construir la famosa abadía benedictina de Brenov, cuya iglesia consagró el año 993. Pero nuevamente surgieron dificultades, que culminaron cuando una mujer de la nobleza, sorprendida en adulterio, se refugió en la casa del santo para escapar a la pena de muerte con que se castigaba ese crimen en aquellos tiempos. Adalberto le dio asilo en la iglesia de unas religiosas y se enfrentó con los perseguidores, alegando el arrepentimiento de la mujer y el derecho de asilo. Pero éstos penetraron en la iglesia, sacaron a la pobre mujer de su escondite en el altar y la asesinaron ahí mismo. San Adalberto excomulgo a los cabecillas. Esto le creó tales dificultades, que se vio obligado a salir de Praga por segunda vez.
Volvió, pues, el santo a su monasterio de Roma, del que fue nombrado prior. Pero durante un sínodo, el Papa Gregorio V, a instancias del metropolitano no de San Adalberto, San Wiligis de Mainz, le envió nuevamente a Bohemia. El santo se mostró pronto a obedecer, pero quedó entendido que, en caso de que no pudiese entrar en Bohemia, donde los ciudadanos de Praga habían asesinado a varios de sus parientes y quemado sus castillos, se consagraría a predicar el Evangelio a los gentiles. En efecto, si San Adalberto entraba en Praga contra la voluntad de sus conciudadanos, corría el riesgo de provocar nuevos derramamientos de sangre. Así pues, fue a pedir consejo a su amigo, el duque Boleslao de Polonia, el cual le sugirió que enviase a algunos delegados a Praga para averiguar si sus conciudadanos estaban dispuestos a recibirle y prestarle obediencia. El pueblo de Praga amenazó a los delegados y se manifestó indoblegable. Entonces, con la ayuda de Boleslao, San Adalberto se dedicó a evangelizar a los prusianos de Pomerania. Acompañado por Benito y Gaudencio, consiguió convertir a unos cuantos en Dantzig; pero pronto se levantaron sospechas de que eran espías polacos, y fueron expulsados del territorio. Como los misioneros se negasen a abandonar a sus cristianos, fueron condenados a muerte el 23 de abril del año 997. Según la tradición, la ejecución tuvo lugar a corta distancia de Kónigsberg, en un sitio que se halla entre Fischausen y Pillau; pero lo más probable es que se haya llevado a cabo entre el riachuelo de Elbing y el río Nogal. El cuerpo de Adalberto fue arrojado a las aguas, que le transportaron a la costa de Polonia. Fue sepultado en Gnienzno, de donde sus reliquias fueron trasladadas (por la fuerza) a Praga, en 1039.
Tal vez no se ha puesto todavía
suficientemente de relieve la importancia de San Adalberto en la historia de
Las
fuentes sobre la vida de San Adalberto son excepcionalmente antiguas y
abundantes. Baste con mencionar BHL., nn. 37-56, donde se hallará una detallada
lista de los documentos existentes. Hay dos biografías escritas por
contemporáneos del santo: la de San Bruno de Querfurt y la del monje romano
Juan Canaparius. La mejor biografía moderna es la de H. G. Voigt, Adalbert
von Prag (1898), que incluye una lista detallada de las fuentes. Ver también B. Bretholz, Geschichte Bohmens und Mahrens... (1912);
R. Hennig, Die Missionsfahrt des hl. Adalbert ins Preusseland, en Forschungen
zur Preussins chen und Brandenburgischen Geschichte, vol. XLVII (1935), pp.
139-148; y
(24 de abril).
Gregorio, obispo de Elvira, cerca de Granada, en España, estuvo ligado con todos los defensores de la verdad contra los arríanos. Por el año de 357, se hizo eco de San Hilario de Poitiers, contra Osio de Córdoba. Después del Concilio de Alejandría, en 362, Gregorio se unió a Lucifer de Cagliari para oponerse a toda tentativa de conciliación con los seguidores del semi-arrianismo. Después de la muerte de Lucifer, en 370, se convirtió en la cabeza de los rigoristas o luciferianos.
En 359, se rehusó a firmar las
fórmulas de Rimini y escribió sobre este asunto a Eusebio de Verceil, quien le
respondió desde lo más apartado de
Gregorio vivía aún en 390, época en que San Jerónimo escribía al respecto: “Hasta la extrema vejez, escribió diversos tratados en un estilo mediocre; después hizo un libro con estilo elegante, que tiene por título: De fide. Este libro, por largo tiempo, fue atribuido a San Febado, obispo de Agen, como lo pensaba todavía el padre Durenges; pero Dom G. Morin y Dom A. Wilmart lo reivindicaron en favor de Gregorio de Elvira (“Revue Bénédictine.,” 1902, vol. XIX, p. 229).
Numerosos críticos trataron a Gregorio con dureza y le acusaron de haberse adherido formalmente al cisma, pero no se ha podido probar que se hubiera separado efectivamente de la Iglesia católica.
Desde el siglo IX, este obispo ha
sido objeto de culto en
No
se puede uno contentar con lo que han escrito de Gregorio los sacerdotes
luciferianos Faustino y Marcelino, pero se puede recurrir a los escritos de San
Atanasio, San Eusebio de Vercelli y San Jerónimo, para encontrar su elogio. Ver
también Acta Sanctorum, 24 de abril, Dictionaire de Théologie
catholique, vol. VI, col. 1838.
San Melitón, Arzobispo
de Canterbury (624 d.C.).
(24 de abril).
San Melitón era un abad romano,
probablemente del monasterio de San Andrés, a quien el Papa San Gregorio el
Grande envió a Inglaterra en el año
Ver
(24 de abril).
Uno de los múltiples ingleses
que, en la época anglosajona, cruzaron el mar hacia Irlanda en busca de la
ciencia y de la santidad, fue un joven monje de Lindisfarne, llamado Egberto.
Víctima de una terrible epidemia, que le sorprendió en el monasterio de
Rathmelsigi, prometió a Dios que nunca volvería a su patria, si le daba tiempo
para hacer penitencia. Después de su ordenación sacerdotal, concibió un
ardiente deseo de evangelizar
Casi todo lo que sabemos sobre el santo se reduce a
lo que cuenta Beda en su Historia Eclesiástica,
libs. III-V, anotada por Plummer. Ver también Forbes, KSS., p. 331.
(24 de abril).
Las Canonjías no
estaban reservadas exclusivamente al clero, en el siglo XI. Guillermo Firmato,
distinguido ciudadano de Tours, fue nombrado canónigo de San Venancio, cuando
era todavía muy joven y no había elegido aún carrera. Primero se enroló en el
ejército y después estudió medicina, hasta que el diablo se le apareció en
forma de mono y se sentó sobre la bolsa en que Guillermo guardaba el dinero, lo
cual le hizo comprender su inconsciente inclinación a la avaricia. Al punto
abandonó su profesión y se retiró a la soledad con su madre, que era viuda.
Cuando ésta murió, Guillermo emprendió una vida aún más austera, como anacoreta
en un bosque de Laval de Mayenne. Ahí tuvo que sufrir los ataques de los
habitantes, especialmente por las tentaciones y acusaciones de una
desvergonzada mujer. Después de una peregrinación a Jerusalén, Guillermo vivió
como solitario en varias regiones de
La biografía que se halla en
Acta Sanctorum, abril, vol. III, se
atribuye a Esteban de Fouguéres. Ver también E. A. Pigeon, Vies des Saints du diocése de Coutances, vol. II, p. 398.
(25 de abril).
Lo que sabemos
sobre la vida personal de San Marcos, autor del segundo Evangelio, proviene más
o menos de conjeturas. Los autores le identifican generalmente con el “Juan
llamado Marcos” de los Hechos de los Apóstoles (12:12 y 25); por consiguiente,
Por otra parte, la tradición sostiene que el autor del segundo Evangelio estaba en estrecha relación con San Pedro. Clemente de Alejandría (según el testimonio de Eusebio), Irineo y Papías llaman a San Marcos el intérprete o portavoz de San Pedro, si bien Papías afirma que Marcos no había oído al Señor ni había sido su discípulo. No obstante esta última afirmación, los comentaristas se inclinan a pensar que el joven que siguió al Señor en el Huerto de los Olivos (Marc. 14:51) era San Marcos. Lo cierto es que San Pedro, cuando escribía desde Roma (1 Pedro 5:13), habla de “mi hijo Marcos,” el cual, según parece, estaba entonces con él. Apenas cabe duda de que en ese pasaje se trata del evangelista, pero en todo caso, no hay ninguna prueba concluyente de que ese Marcos no haya sido el “Juan llamado Marcos” de los Hechos.
Examinemos ahora otros documentos menos seguros. En primer lugar tenemos una narración muy sobria — porque el elemento milagroso es muy reducido y el conocimiento de los sitios es excepcional — de la segunda visita de Bernabé y Marcos a Chipre, que terminó con el martirio del primero. Dicha narración, cuyo pretendido autor es el mismo San Marcos, sitúa el martirio de San Bernabé en el año 53. Es de notar que el autor de esta “pasión” apócrifa ignoraba que Marcos era el autor del segundo Evangelio, ya que subraya con especial énfasis, que San Bernabé había recibido de San Mateo un relato de los hechos y palabras del Señor. Este es un detalle que difícilmente pudo ser inventado en boca de uno de los cuatro evangelistas. Por otra parte, al fin de la narración, Marcos se embarca con rumbo a Alejandría y ahí se dedica a enseñar a otros “lo que había aprendido de los apóstoles de Cristo.”
La tradición de
que San Marcos vivió algún tiempo en Alejandría y fue obispo de esa ciudad, es
muy antigua, aunque Orígenes y Clemente, que eran originarios de Alejandría, no
mencionan el hecho. En cambio lo mencionan Eusebio y el antiguo prefacio del
Evangelio de San Marcos de
La ciudad de
Venecia pretende poseer el cuerpo del santo que, según la tradición, fue
trasladado de Alejandría en el siglo IX. Se ha discutido mucho la autenticidad
de esas reliquias que se conservaron intactas durante tantos siglos; muy
probablemente las filtraciones de agua, que durante largos períodos impedían el
acceso a la confessio [Confessio: Parte o sitio del templo donde se guardaban las reliquias de los santos
en el altar. Nota del Editor.] en que reposan, han causado un daño irreparable
al frágil contenido del relicario. Venecia venera a San Marcos como patrón
desde tiempo inmemorial. El león, símbolo de San Marcos, data de muy antiguo,
como los emblemas de los otros evangelistas. Ya desde la época de San Agustín y
San Jerónimo, “las cuatro creaturas vivientes” (Apoc. 4:7-8), simbolizaban a
los evangelistas. Los dos santos doctores relacionaron a San Marcos con el
león, haciendo notar que el Evangelio de San Marcos empieza hablando del
desierto y que ¡el león es el rey del desierto!
El día de San Marcos se celebran las “letanías mayores,” pero la solemne procesión, que estaba originalmente relacionada con un período de ayuno, no tiene nada que ver con la fiesta del Evangelista. Muy probablemente la festividad de las “letanías mayores” se originó en Roma, en la época de San Gregorio el Grande o aun antes, en tanto que la celebración litúrgica de San Marcos en este día, data de una fecha muy posterior. Como lo demostró hace mucho Mons. Duchesne, es indudable que las letanías (es decir, “súplicas”) no son más que una adaptación cristiana de las antiguas “Robigalia” de las que habla Ovidio en sus “Fasti.” Algo hemos dicho ya sobre las procesiones e ilustraciones que los paganos hacían en este día, al hablar de la fiesta del 2 de febrero.
En los martirologios y en la tradición litúrgica del oriente y del occidente, Marcos el Evangelista y Juan Marcos aparecen como dos personajes diferentes. El Menaion griego menciona a Juan Marcos el 27 de septiembre. El mismo día, el Martirologio Romano dice lo siguiente: “En Biblos de Fenicia, San Marcos obispo, a quien San Lucas llama también Juan. Era hijo de la bienaventurada María, cuya memoria se venera el 29 de junio.” La idea de que Juan Marcos fue obispo de Biblos, es una tradición griega que más tarde pasó también al occidente.
En Acta Sanctorum, abril, vol. III, se encontrarán las llamadas actas y otros documentos apócrifos relacionados con San
Marcos. En la misma obra (junio, vol. II) puede verse el texto de la pasión de San Bernabé que se atribuye a Juan Marcos; dicho texto se halla
también en Tischendorf, Acta
Apostolorum Apocrypha, vol. III, pp. 292 ss. Ver igualmente el Dictionnaire de
(26 de abril).
No se ha podido establecer, en forma plenamente satisfactoria, el orden de sucesión de los primeros Papas, y sigue siendo oscuro si San Cleto fue el tercero o el cuarto Pontífice. La confusión es todavía mayor, porque unas veces se le llama Cleto y otras Anacleto, que son sinónimos en griego. Sin embargo, los principales autores están de acuerdo en que se trata de un solo Papa que murió hacia el año 91, probablemente víctima de la persecución de Domiciano. Eso es todo lo que sabemos sobre él. El canon de la misa le nombra como tercer Papa. El nombre de Anacleto ha sido excluido de la lista de Papas del “Anuario Pontificio.”
San Marcelino
sucedió a San Cayo en la sede romana y gobernó la Iglesia ocho años. Teodoreto
afirma que alcanzó gran gloria en la época tempestuosa de la persecución de
Diocleciano; sin embargo, en
En la edición del Líber Pontificalis hecha por Duchesne, con
introducción y notas, se hallan los datos más fidedignos sobre los primeros
Papas. Ver también Grisar, Geschichte
Roms und der Päpste (trad. ingl.), párrafos 185 y 467; y E. Casper, Die älteste röm. Bischofsliste (1926). Es curioso que el
nombre de Marcelino no aparezca en el catálogo titulado Depositio Episcoporum del año 354. Tampoco le
menciona el nuevo calendario benedictino, aprobado en 1915.
(26 de abril).
La ciudad de Abbeville pretende que su nombre se deriva de la abadía de San Ricario, a la que pertenecía en otra época el terreno en que se levanta la ciudad. San Ricario nació en Celles, cerca de Amiens, cuando la población de la región era todavía pagana en su mayoría. Los habitantes recibieron con recelo a dos sacerdotes irlandeses que habían desembarcado en la costa y querían cruzar por la región; si Ricario no les hubiese protegido, su vida habría corrido peligro. Para demostrarle su gratitud, los sacerdotes instruyeron a Ricario, quien concibió el deseo de hacerse sacerdote. Después de haberse preparado con grandes penitencias, recibió las órdenes sagradas y partió algún tiempo a Inglaterra, a lo que parece, para aprender la ciencia de los santos. A su vuelta a Francia, empezó a predicar con gran celo y éxito. Ejerció particular influencia sobre San Adalbaldo y Santa Rictrudis, habló al rey sobre los peligros y vanidades del mundo y sobre sus responsabilidades. “Los que obedecen, sólo tienen que dar cuenta a Dios de sí mismos —declaró—; pero los que mandan tienen que dar cuenta de todos sus súbditos.” Siendo ya anciano, San Ricario renunció al gobierno de la abadía que había fundado en Celles y se retiró a una ermita, donde pasó el resto de su vida con uno de sus discípulos, llamado Sigobardo. La ermita fue más tarde sustituida por el monasterio de Forét-Montiers, entre Rué y Crécy.
Existen dos biografías
importantes de San Ricario: la de Alcuino y la de Angilramno. Ambas se hallan
en Acta Sanctorum, abril, vol. III, y en
Mabillon. Ver también Corblet, Hagiographie
d´Amiens, vol.
III, pp. 417-462; y MGH., Scriptores
Merov., vol.
II, pp. 438-453, donde se encontrará la biografía en verso de Hariulfo.
(26 de abril).
San Radberto fue
abandonado, poco después de nacer, a las puertas del convento de las religiosas
de Nuestra Señora de Soissons, las cuales le adoptaron y le enviaron a educarse
en el convento de los monjes de San Pedro de la misma ciudad. Enamorado de los
clásicos latinos, Radberto vivió durante algunos años en el mundo antes de
decidirse a entrar en religión. En Corbie, donde tomó el hábito, se consagró de
lleno a los estudios sagrados, en los que llegó a ser muy aventajado. El abad
San Adalardo y su hermano Wala, quien le sucedió en el cargo, hicieron de
Radberto su confidente y compañero de viajes; el santo les pagó esta distinción
con el gran afecto que les profesó. El fue quien escribió las biografías de los
dos santos abades. El año 822, sus superiores le llevaron consigo para que los
ayudara en la fundación de Nueva Corbie, en Westfalia. En los años en que fue
instructor de novicios, hizo muy famosas las escuelas de Corbie. Añadió a su
nombre el de Pascasio, siguiendo la costumbre de los hombres de letras de la
época, que adoptaban un nombre tomado de los clásicos o de
Mabillon y Pertz (MGH., Scriptores, vol. XV, pp. 452-454) publicaron una breve biografía
de San Pascasio. Ver también Acta
Sanctorum, abril,
vol. III. Se ha discutido mucho la doctrina eucarística de San Pascasio; acerca
de este punto cf. Die Lehre d.
h. Paschasius Radbertus (1896).
(26 de abril).
Se cuenta en la vida de San Sergio de Radonezh que un obispo que pasaba a diez kilómetros de su monasterio, camino de Moscú, se tornó hacia el convento y dijo: “La paz sea contigo, hermano Sergio.” El santo, que se hallaba en ese momento en el refectorio, se levantó y, volviéndose hacia el sitio en que se encontraba el obispo, respondió: “Buenos días, pastor del rebaño de Cristo; la paz de Dios sea siempre contigo.” Después explicó a sus monjes que el obispo Esteban, que iba a Moscú, había saludado al monasterio y atraído sobre él las bendiciones del cielo.
Desde los primeros tiempos de su conversión, los rusos habían enviado misioneros a los mongoles y a los finlandeses. En el siglo XIV se renovó su celo misionero y la principal figura fue el obispo San Esteban. Era éste un monje de Rostov. Hacia 1370, fue a evangelizar a los zirios o permiaks, un pueblo ruso que habitaba al este del Volga, al suroeste de los Montes Urales de donde era originario San Esteban.
Los métodos
misionales del santo recordaban a los de sus maestros San Cirilo y San Metodio.
Según cuenta su biógrafo, Esteban estaba convencido de que cada pueblo debía
adorar a Dios en su propia lengua, puesto que Dios era el origen de todos los
idiomas. Por ello, una de las primeras cosas que hizo fue traducir lo esencial
de la liturgia y muchos pasajes de
En 1383, en reconocimiento por su gran obra misional, fue nombrado primer obispo de Perm. Ahí hizo frente, con la predicación y la pluma, a las doctrinas de los primeros herejes de Rusia, los strigolniks, cuyas enseñanzas se asemejaban a las de los lolardos y a las de los husitas. San Esteban murió en Moscú, en 1396.
Ver en el artículo sobre San
Sergio de Radonezh (25 de sept.) las referencias bibliográficas acerca de los
santos rusos.
(27 de abril).
La persecución de Diocleciano y Maximiano fue especialmente feroz en Nicomedia, en Bitinia, residencia favorita de los emperadores. Cuando apareció el decreto persecutorio, los cristianos lo desgarraron; Lactancio condena esa iniciativa, en tanto que Eusebio la alaba. A partir de ese momento, los cristianos no podían comprar ni vender, sacar agua del pozo ni moler grano, sin que los guardias les exigiesen que ofrecieran sacrificios a los dioses. Eusebio, después de decir que el obispo Antimo fue decapitado por haber confesado a Cristo, afirma que otros muchos mártires murieron en la misma persecución y añade: “En esos días, no sé cómo, hubo un incendio en palacio y corrió el falso rumor de que nosotros, los cristianos, lo habíamos provocado. Por orden del emperador se dio muerte a gran cantidad de cristianos: a los unos por la espada y a los otros por el fuego. Cierto número de fieles, movidos por una inexplicable inspiración divina, se arrojaron espontáneamente en las hogueras. Muchos otros fueron arrojados al mar, atados a losas de piedra.” Casi todos los cristianos permanecieron firmes en la fe y obtuvieron la corona del martirio. Algunas veces se habla de once compañeros de San Antimo en el martirio.
Ver Acta Sanctorum, abril, vol. III, donde se hallan los pasajes
de Eusebio y de los martirologios y el texto griego de las supuestas actas de San Antimo. La leyenda
inverosímil de las santas Indes y Domna habla de algunas cartas de Antimo a
dichas mártires, pero en realidad no hay razón para suponer que él las haya
escrito. Por la misma razón es probablemente falso un curioso documento
publicado por el cardenal G. Mercati en Studi e Testi, n. 5 (1901), que pasa por ser una parte de un tratado de San Antimo
“sobre
(28 de abril).
El nombre de San Vital aparece en el canon de la misa del rito milanés. La liturgia romana le conmemora el día de hoy y es el titular de la famosa basílica de San Vital, en Ravena. Pero todo lo que sabemos sobre él es que sufrió el martirio, junto con Santa Valeria, en los primeros tiempos de la Iglesia, probablemente en las cercanías de Milán.
La carta espuria de San Ambrosio, que pretende relatar la vida de los mártires gemelos Gervasio y Protasio, afirma sin razón que eran hijo de Vital y Valeria. Según la leyenda, Vital era un soldado que alentó al médico, San Ursicino de Ravena, a morir por Cristo, cuando éste empezaba a flaquear ante la perspectiva del martirio. Por ello, el gobernador condenó a Vital a ser torturado en el potro y a morir en la hoguera. Los paganos de los alrededores de Milán maltrataron a su esposa, Santa Valeria, hasta darle muerte. La leyenda afirma que los hechos tuvieron lugar durante la persecución de Nerón, pero es más probable que hayan sucedido en el siglo II, en la época de Marco Aurelio.
Ver Acta Sanctorum, abril, vol. III, y Tiillemont, Mémoires, vol. II. Cf. también Analecta Bollandiana, vol. XLVI (1928), pp. 55-59.
(28 de abril).
En los últimos años del siglo VII, había en los Abruzos un obispo llamado Pánfilo, que gobernaba la diócesis de Sulmona y Corfinium. Era un hombre de Dios, celoso predicador, de vida muy austera y gran generosidad con los pobres, pero se atrajo la hostilidad del pueblo, introduciendo ciertas innovaciones. Los domingos se levantaba poco después de la media noche, celebraba solamente los oficios nocturnos y la misa. En seguida salía a repartir limosnas y, al despuntar la aurora, ofrecía una comida a los pobres, con los que se sentaba a la mesa. Una parte del clero y del pueblo se oponía violentamente a esta costumbre, arguyendo que ningún otro obispo de Italia celebraba la misa antes de las dos o tres de la mañana y llegaron incluso a acusar de arrianismo a San Pánfilo. El obispo probó tan claramente su ortodoxia ante el Papa, que éste le despidió con una generosa limosna para sus pobres. La devoción a San Pánfilo pasó más tarde de Italia a Alemania.
Ver Acta Sanctorum, abril, vol. III, donde hay una biografía
latina no muy fidedigna.
(28 de abril).
Cirilo de Turov es una de las tres figuras principales del cristianismo ruso, anterior a las invasiones de los mongoles, junto con Clemente Smoliatich e Hilarión, obispos de Kiev. A pesar de ello, apenas sabemos nada de su vida. Si alguno de sus contemporáneos escribió su biografía, su obra se perdió; las crónicas no dicen nada sobre él. San Cirilo vivió a mediados del siglo XII. Primero fue monje y después ermitaño. Abandonó su celda al ser nombrado obispo de Turov, ciudad no muy distante de Kiev. El historiador Fedotov, dice: “Sus escritos dejan la impresión de un hombre muy alejado de la vida, aun de las exigencias morales de la vida, completamente perdido en las esferas de la contemplación y el pensamiento, en el mundo de los misterios del dogma. San Cirilo es un caso único de devoción teológica en la antigua Rusia.”
Cirilo de Turov es “prácticamente un representante de la tradición griega en Rusia,” ya que no hay en su temperamento ninguno de los rasgos característicos de los rusos. No se sabe con certeza si leía el griego y conocía a los Padres Griegos en su lengua original, pero lo más probable es que no, y es difícil determinar la profundidad de su cultura patrística. En todo caso, era indudablemente el más culto de los escritores rusos primitivos, aunque Fedotov ha encontrado en sus obras algunos errores de monta. Su inclinación a la interpretación alegórica, le llevaba hasta el extremo. Sus ideales ascéticos, más bien dirigidos a los monjes, consistían principalmente en la mortificación espiritual y en la obediencia, frutos de la humildad: “Hay que ser como un trozo de tela, que sólo sirve cuando alguien lo toma entre las manos y que no se molesta, si lo emplean para limpiar el suelo.”
Pero San Cirilo
fue, sobre todo, famoso por sus sermones, en los que imitó fielmente la fluida
retórica de los griegos, pero sin la capacidad de explicación de un San Juan
Crisóstomo. Como, por otra parte, el santo no trata de aplicar su teología a la
vida diaria, algunos autores critican sus sermones como “pura oratoria,” sin
tomar en cuenta que lo importante en el espíritu del santo era la contemplación
de los divinos misterios. Lo que equilibra un poco su obra, tanto en cuestión
de estilo como de tema, son las oraciones que escribió, en las que predomina un
lenguaje más directo, con el que habla de su maldad y la necesidad que tiene
del perdón divino. Dios se hizo hombre para traernos el perdón de Dios;
Es imposible determinar la importancia del papel del santo en los asuntos eclesiásticos de su época. Se dice que a ese propósito escribió varias cartas, pero no han llegado hasta nosotros. Su muerte ocurrió en 1182.
Fedotov, The Russian Religious Mind (1946) habla largamente
sobre la personalidad, los sermones y los escritos de San Cirilo, sobre todo en
las pp. 69-84 y 136-141. Cf. también la bibliografía de nuestro artículo sobre
San Sergio de Radonezh (25 de sept.).
(30 de abril).
El martirologio Romano afirma que el martirio de San Máximo tuvo lugar en Efeso en la fecha de hoy, aunque las “actas” dicen claramente que ocurrió el 14 de mayo. Por otra parte, es posible que el santo haya muerto en Lampasco y no en Efeso; pero sobre este punto no se expresa claramente el relato contemporáneo del martirio, que ha llegado hasta nosotros con ciertos retoques, pero en forma sustancialmente exacta.
Cuando el emperador Decio promulgó su decreto contra los cristianos, un modesto negociante y fiel siervo de Dios, llamado Máximo, se entregó voluntariamente, en Asia Menor. El procónsul Óptimo, ante el cual compareció, le preguntó su nombre y condición social. El mártir respondió: “Máximo. Nací libre, pero ahora soy esclavo de Cristo.”
Optimo: ¿En qué te ocupas?
Máximo: Soy un hombre del pueblo y vivo del comercio.
Optimo: ¿Eres cristiano?
Máximo: Sí, aunque indigno de serlo.
Optimo: ¿Estás al tanto de los recientes decretos de los invencibles emperadores?
Máximo: ¿Qué decretos?
Optimo: Los que ordenan que todos los cristianos abjuren de la superstición reconozcan al verdadero y supremo príncipe y adoren a los dioses.
Máximo: Sí, conozco ese decreto del rey de este mundo y, por ello he venido a entregarme.
Optimo: Ofrece sacrificios a los dioses.
Máximo: Yo sólo ofrezco sacrificios al Dios único, a quien me he sacrificado gozosamente desde la infancia.
Optimo: Si ofreces sacrificios, te pondré en libertad. Si no, te condenaré a la tortura y a la muerte.
Máximo: Es lo que siempre he deseado. Si me entregué, fue precisamente para cambiar esta vida miserable por la eterna.
El procónsul mandó a los verdugos que azotasen a Máximo. Como esto no produjese ningún efecto, los verdugos le colgaron en el instrumento de tortura llamado el “potro.” Pero como el mártir permaneció inconmovible, Optimo pronunció la sentencia de muerte: “Máximo se ha negado a obedecer a la ley y a ofrecer sacrificios a la excelsa Diana: por ello, la “Divina Clemencia” (es decir, el emperador) le condena a ser lapidado para que su muerte sirva de escarmiento a los otros cristianos.” Máximo fue apedreado fuera de la ciudad y murió mientras glorificaba y daba gracias a Dios.
Ver el texto de las actas en Acta
Sanctorum y
en Ruinart, Acta sincera. En la obra de Leclercq, Les Martyrs, se encontrarán otras referencias y notas.
(30 de abril).
Estos dos mártires murieron en Lambesa, en Numidia, durante la persecución de Valeriano, Mariano era lector y Santiago diácono. Fueron arrestados en Cirta (actualmente Constantine, en Argelia). Los verdugos trataron con especial furor a Mariano. El mártir contó al autor de las actas de su martirio que se había quedado dormido después de la tortura y había soñado que San Cipriano, quien había sido martirizado en Cartago el año anterior, le invitaba a subir al cadalso. También Santiago tuvo una visión de su próximo triunfo.
El gobernador, después de interrogarlos, los envió a Lambesa, que distaba unos ciento treinta kilómetros y ahí fueron sentenciados a muerte. Su martirio tuvo lugar en un cauce seco, “donde los bancos de las riberas formaban una especie de circo en el que se sentaban los espectadores.” Los mártires fueron tan numerosos en aquella ocasión, que los verdugos los colocaban en fila “para que la espada del impío asesino decapitase a los fieles uno tras otro, en un arranque de cólera.” Antes de que llegase su turno, Mariano habló, como un profeta, de las desgracias que caerían sobre los que mataban a los cristianos. La madre de Mariano, “llamada con razón María, bendita en su nombre y en su hijo,” besó el cadáver del fruto de sus entrañas.
La pasión de los santos Mariano, Santiago y sus compañeros es un documento auténtico de gran interés, compuesto por un cristiano que estuvo prisionero con ellos. El antiguo Calendario de Cartago los conmemora el 6 de mayo, pero el Martirologio Romano, de acuerdo con el Hieronymianum, los menciona el 30 de abril. De otros mártires cuyos nombres aparecen en las actas, como San Agapio y San Secundino, se hace mención la víspera. La catedral de Gubbio está dedicada a los santos Mariano y Santiago y pretende poseer sus reliquias.
Las actas se hallan en
Ruinart, Acta sincera, y en Gebhardt, Acta Martyrum Selecta; ver también Pío Franchi de
Cavalieri, Studi e Testi (1900). En Some Authentic Acts of the Early Martyrs (1927), de E. C. E. Ownen, hay una traducción
inglesa de las actas.
(1 de mayo).
Los datos de la vida de San Amador provienen de una biografía escrita 160 años después de la muerte del santo por un sacerdote africano llamado Esteban. El contenido de dicha biografía revela que se trata, en gran parte, de una invención audaz. Según leemos, Amador era el hijo único de un distinguido matrimonio de Auxerre. Sus padres le prometieron en matrimonio a una rica heredera, llamada Marta, aunque Amador había manifestado que no quería casarse. El día del matrimonio acudieron muchos invitados. El obispo Valeriano era el encargado de celebrar la ceremonia. Accidental o providencialmente, Valeriano, que era ya muy anciano, en vez de leer la bendición nupcial, recitó la formula de la ordenación de los diáconos, pero sólo el novio y la novia cayeron en la cuenta del error. Después de la ceremonia, ambos jóvenes convinieron en llevar vida de continencia. Marta se retiró al poco tiempo a un convento. Amador, después de haber trabajado varios años como sacerdote, fue elegido obispo de Auxerre. En el curso de su largo episcopado, convirtió a los paganos que quedaban en le región, obró numerosos milagros y construyó varias iglesias. Existen pruebas de que él confirió a San Patricio la ordenación sacerdotal.
En los últimos
años de la vida de San Amador, el gobernador de Auxerre era Germán, un joven
patricio muy temperamental que tenía pasión por la cacería. Aunque era
cristiano, siguió practicando la costumbre pagana de colgar, en un peral de la
plaza central de la ciudad, las cabezas de los animales que había cazado, para
que todo el pueblo admirase sus proezas. Los paganos practicaban este rito para
ofrecer al dios Wotan el producto de la cacería Naturalmente, la actitud de
Germán escandalizó mucho a los cristianos. San Amador, después de haber
amonestado, en vano, varias veces al gobernador, mandó cortar el árbol,
mientras aquel se hallaba ausente. Germán se puso furioso al saberlo y amenazó
de muerte al santo obispo. Este juzgó prudente salir de la ciudad por algún
tiempo. Por otra parte, como era ya de edad avanzada, deseaba, desde hacía
algunos años, renunciar a su cargo. Hallándose en Autun con Julio, el prefecto
de
Con ello, presintió San Amador que estaba terminada su misión, ya que había trabajado muchos años y había nombrado a un sucesor que sería, con el tiempo, el más grande de los obispos de Auxerre. Unos cuantos días después, el santo pidió que le trasportasen a la catedral, donde exhaló apaciblemente el último suspiro. El cuerpo de San Amador reposa, junto con los de sus predecesores, en el antiguo cementerio de la carretera de Entrains.
Ver en Acta Sanctorum, mayo, vol. I, la biografía latina escrita por
San Esteban. Muchos detalles extravagantes son puramente fabulosos, pero no hay
ninguna razón para dudar de la existencia histórica de San Amador. Mons.
Duchesne, en Fastes Episcopaux (vol. II, pp. 427-446),
habla hermosamente de las listas episcopales de Auxerre. Ver también DHG., vol.
II, c. 981; y el comentario del P. Delehaye sobre el Hieronymianum (p. 224), en el que se conmemora a San
Amador. Pero, sobre todo, véase el artículo de R. Louis sobre L'Eglise d'Auxerre... avant S. Germain, en S. Germain d´Auxerre et son temps (1951), y la obra del mismo
autor titulada Les églises d'Auxerre... au xi
siécle (1952).
(1 de mayo).
A principios del siglo VI, el reino de Borgoña comprendía una gran parte del sureste de Francia y del suroeste de Suiza. Estaba gobernado por un príncipe de origen vándalo, llamado Gunebaldo, que era arriano; pero, un año antes de que muriese, su hijo y sucesor, Segismundo, se convirtió al catolicismo, gracias al obispo de Vienne, San Avito. No obstante eso, Segismundo siguió siendo, en muchos aspectos, un bárbaro que se dejaba llevar frecuentemente por la ira. En una ocasión, movido por las calumnias de su segunda esposa, mandó estrangular a su hijo Sigerico. Pero, apenas acababa de perpetrar ese asesinato, volvió en sí y se horrorizó del crimen que había cometido. Tal vez el servicio más grande que Segismundo prestó a la Iglesia, fue el de haber fundado, prácticamente de nuevo, el monasterio de San Mauricio de Agaunum, en el actual cantón de Valais; lo dotó liberalmente y, a fin de que en él se celebrase constantemente la “laus perennis” — el canto ininterrumpido —, llevó al monasterio de monjes de Lérins, Gigny, Ile-Barbe y Condat. [La “laus perennis” propiamente dicha, era una forma particular de algunos monasterios para que se cantasen, en todo instante, las divinas alabanzas. Los monjes o las religiosas se sucedían unos a otros, de suerte que los oficios no se interrumpían. Naturalmente, esto solo era posible en comunidades muy numerosas. Según parece, era una práctica de origen oriental, pero se propagó mucho en los conventos de tradición celta; el monasterio de Agaunum ha quedado especialmente asociado con esa costumbre, que desapareció en todas partes, en el transcurso de los siglos. Cf. San Alejandro Akimetes (23 de febrero).] San Avito predicó el día de la dedicación un sermón del que se conservan aún algunos fragmentos.
Segismundo, arrepentido del asesinato de su hijo, había pedido a Dios que le castigase. Dios escuchó su oración. Los tres reyes de Francia, hijos de Clodoveo, le declararon la guerra para vengar a su abuelo materno, Chilperico, a quien había matado el padre de Segismundo. Segismundo fue derrotado y escapó en dirección de Agaunum. Durante algún tiempo vivió en una ermita de las cercanías de Saint-Maurice; pero ahí fue hecho prisionero y conducido a Orléans, donde el rey Clodomiro le condenó a muerte, a pesar de los ruegos de San Avito. Su cuerpo fue arrojado en un pozo, del que fue sacado más tarde. Sus reliquias se conservan en Praga. El Martirologio Romano no sólo menciona al santo, sino que le considera como mártir.
(1 de mayo).
Teodulfo (Theodulphus), perteneciente a una ilustre familia de la segunda Aquitania, se retiró al monte de Oro, llamado también de San Teodorico, cerca de Reims, para vivir allí como discípulo del santo abad. Teodorico, que gobernaba el monasterio. Durante veintidós años sirvió como ecónomo de la casa, mientras que, privadamente, practicaba grandes austeridades. Después de la muerte de Teodorico, fue elegido abad y gobernó con firmeza y dulzura. Murió a edad muy avanzada el 1° de mayo del 590.
Sus reliquias,
que fueron conservadas cuidadosamente, operaron numerosos milagros. En 1776,
fueron trasladadas a Saint Remi, en Reims, en donde conservaron hasta
No debe confundirse a este santo con otro Teodulfo, ermitaño de Tréves, quien vivió en la misma época, entre las ruinas del antiguo palacio imperial, y cuya fiesta se celebra el 15 de marzo. Las reliquias de este santo se han conservado en la iglesia de Tréves.
Existen de este santo dos
biografías: una publicada por Mabillon en Acta Sanctorum, O.S.B., vol. I, p. 346 y la otra en Acta Sanctorum mayo, vol. I p. 96; ésta última parece ser la original. Ambas son
anteriores a Flodoardo. Histoire
Littéraire de
(1 de mayo).
San Teodardo nació
en Montauriol, un pequeño pueblecito sobre el que se levanta la actual ciudad
de Montauban. Según parece, estudió la carrera de leyes en Toulouse ya que lo
primero que sabemos de él es que las autoridades de esa ciudad emplearon al
abogado Teodardo. Se trataba de un curioso proceso que los judíos de Toulouse,
en Francia, hicieron a las autoridades eclesiásticas no sin razón, ya que en el
transcurso de una procesión religiosa, los cristianos habían abofeteado a un
judío frente a las puertas de la catedral. Dicha procesión se celebraba tres
veces al año: en Navidad, el Viernes Santo y el día de
En su cargo trabajó incansablemente por reparar los daños que habían hecho los sarracenos y por reavivar la tibia fe del pueblo. San Teodardo reconstruyó, prácticamente, su catedral y, el año 886, restableció la diócesis de Ausona (actualmente Vich) que, desde hacía largo tiempo, dependía de una abadía. Para rescatar a los prisioneros de los sarracenos y alimentar a los hambrientos, durante una carestía que duró tres años, no sólo gastó todas sus rentas, sino que aun vendió algunos vasos sagrados y otros tesoros de sus iglesias. La vida de constante esfuerzo y ansiedad por su grey acabó con su salud; no podía dormir un solo instante y sufría de una fiebre continua. Con la esperanza de que los aires natales le ayudarían a recobrar la salud, San Teodardo retornó a Montauriol. Los monjes de San Martín, que le recibieron con inmenso gozo, comprendieron pronto que sólo había vuelto para morir. En efecto, después de hacer una confesión pública, en presencia de todos sus hermanos, el santo expiró apaciblemente. Más tarde, la abadía tomó el nombre de San Teodardo.
La vida de San Teodardo que
se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. I, data de fines
del siglo XI. Ver también Gallia
Christiana, vol.
VI, pp. 19-22; y Duchesne, Fastes Episcopaux,
vol. I, p.
306. En francés existe la biografía de tipo popular de J. A. Guyard (1887).
(2 de mayo).
San Atanasio,
“el campeón de la ortodoxia,” nació probablemente hacia el año 297, en
Alejandría. Lo único que sabemos de su familia es que sus padres eran
cristianos y que tenía un hermano llamado Pedro. Rufino nos ha conservado una
tradición, según la cual, Atanasio llamó la atención del obispo Alejandro un
día que se hallaba “jugando a la iglesia” con otros niños, en la playa. Pero
esta tradición es muy discutible, ya que, cuando Alejandro fue consagrado
obispo, Atanasio debía tener unos quince o dieciséis años. Como quiera que
fuese, con ayuda del obispo o sin ella. Atanasio recibió una educación
excelente, que comprendía la literatura griega, la filosofía, la retórica, la
jurisprudencia y la doctrina cristiana. Atanasio llegó a poseer un conocimiento
excepcional de
Probablemente hacia el año 323, un sacerdote de la iglesia de Baukalis, llamado Arrio, empezó a escandalizar a Alejandría, al propagar públicamente que el Verbo de Dios no era eterno, sino que había sido creado en el tiempo por el padre y que, por consiguiente, sólo podía llamársele Hijo de Dios de un modo figurativo. El obispo le ordenó que pusiese por escrito su doctrina y la presentó al clero de Alejandría y a un sínodo de obispos egipcios. Con sólo dos votos en contra, la asamblea condenó la herejía de Arrio y le depuso, junto con otros once sacerdotes y diáconos que le apoyaban. El heresiarca pasó entonces a Cesárea, donde siguió propagando su doctrina y consiguió el apoyo de Eusebio de Nicomedia y otros prelados sirios. En Egipto se había ganado ya a los “melecianos” y a muchos de los intelectuales; por otra parte, sus ideas acomodadas al ritmo de las canciones populares, habían sido divulgadas con increíble rapidez, por los marineros y mercaderes en todos los puertos del Mediterráneo. Se supone, con bastante probabilidad que Atanasio, en su calidad de archidiácono y secretario del obispo, tomó parte muy activa en la crisis y que escribió una carta encíclica, en la que anunciaba la condenación de Arrio. Pero en realidad, lo único que podemos afirmar con certeza, es que acompañó a su obispo al Concilio de Nicea, donde se fijó claramente la doctrina de la Iglesia, se confirmó la excomunión de Arrio y se promulgó la confesión de fe conocida con el nombre de Credo de Nicea. Es muy poco probable que Atanasio haya tomado parte activa en las discusiones de la asamblea, puesto que no tenía sitio en ella. Pero, si Atanasio no ejerció ninguna influencia sobre el Concilio, el Concilio la ejerció sobre él, ya que —como ha dicho un escritor moderno—, toda la vida posterior de Atanasio fue, a la vez, un testimonio de la divinidad del Salvador y una ratificación heroica de la profesión de fe de los Padres de Nicea.
Poco después del
fin del Concilio murió Alejandro. Atanasio, a quien había nombrado para
sucederle, fue elegido obispo de Alejandría, a pesar de que aún no había
cumplido los treinta años. Casi inmediatamente, emprendió la visita de su
enorme diócesis, sin excluir
Eusebio de Nicomedia escribió, entonces, a los melecianos de Egipto, exhortándolos a poner por obra un plan para deponer a Atanasio. Así, los melecianos acusaron al santo obispo de haber exigido un tributo para renovar los manteles de sus iglesias, de haber enviado dinero a un tal Filomeno, de quien se sospechaba de haber traicionado al emperador y de haber autorizado a uno de sus legados para destruir el cáliz en el que celebraba la misa un sacerdote meleciano llamado Iskiras. Atanasio compareció ante el emperador; demostró plenamente su inocencia y volvió, en triunfo, a Constantinopla, con una carta encomiástica de Constantino. Sin embargo, sus enemigos no se dieron por vencidos, sino que le acusaron de haber asesinado a Arsenio, un obispo meleciano y le convocaron a comparecer ante un concilio que iba a tener lugar en Cesárea. Sabedor de que su supuesta víctima estaba escondida, Atanasio se negó a comparecer. Pero el emperador le ordenó que se presentase ante otro concilio, convocado en Tiro el año 335. Como se vio más tarde, la asamblea estaba llena de enemigos de San Atanasio, y el presidente era un arriano que había usurpado la sede de Antioquía. El conciliábulo acusó a Atanasio de varios crímenes, entre otros, el de haber mandado destruir el cáliz. El santo demostró inmediatamente su inocencia, por lo que tocaba a algunas de las acusaciones, y pidió que se le concediese algún tiempo para obtener las pruebas de su inocencia en las otras. Sin embargo, cuando cayó en la cuenta de que la asamblea estaba decidida de antemano a condenarle, abandonó inesperadamente la sala y se embarcó con rumbo a Constantinopla. Al llegar a dicha ciudad, se hizo encontradizo con la comitiva del emperador, en la calle, y obtuvo una entrevista. Atanasio probó su inocencia en forma tan convincente que, cuando el Concilio de Tiro anunció en una carta que Atanasio había sido condenado y depuesto, Constantino respondió convocando al Concilio en Constantinopla para juzgar de nuevo el caso. Pero súbitamente, por razones que la historia no ha logrado nunca poner en claro, el monarca cambió de opinión. Los escritores eclesiásticos no se atrevieron naturalmente a condenar al cristianísimo emperador; pero al parecer, lo que le había molestado fue la libertad apostólica con que le habló Atanasio en una entrevista posterior. Así pues, antes de que la primera carta imperial llegase a su destino, Constantino escribió otra, por la que confirmaba la sentencia del Concilio de Tiro y desterraba a Atanasio a Tréveris en las Galias.
La historia no ha conservado ningún detalle sobre ese primer destierro, que duró dos años, excepto que el obispo de la localidad acogió hospitalariamente a Atanasio, y que éste se mantuvo en contacto epistolar con su grey.
El año 337 murió Constantino. Su imperio se dividió entre sus tres hijos: Constantino II, Constancio y Constante. Todos los prelados que se hallaban en el destierro fueron perdonados. Uno de los primeros actos de Constantino II fue el de entronizar nuevamente a Atanasio en su sede de Alejandría. El obispo entró triunfalmente en su diócesis. Pero sus enemigos trabajaban con la misma actividad de siempre y Eusebio de Nicomedia se ganó enteramente al emperador Constancio, en cuya jurisdicción se encontraba Alejandría. Atanasio fue acusado ante el monarca, de provocar la sedición y el derramamiento de sangre y de robar el grano destinado a las viudas y los pobres. Eusebio consiguió, además, que un concilio realizado en Antioquía, depusiese nuevamente a Atanasio y ratificase la elección de un obispo arriano para su sede. La asamblea llegó incluso a escribir al Papa, San Julio, para invitarle a suscribir la condenación de Atanasio. Por otra parte, la jerarquía ortodoxa de Egipto escribió una encíclica al Papa y a todos los obispos católicos, en la que exponía la verdad sobre San Atanasio. El Sumo Pontífice aceptó la proposición de los eusebianos para que se reuniese un sínodo a fin de zanjar la cuestión.
Entre tanto, Gregorio de Capadocia había sido instalado en la sede de Alejandría; ante las escenas de violencia y sacrilegio que siguieron a su entronización, Atanasio decidió ir a Roma a esperar la sentencia del concilio. Este tuvo lugar sin los eusebianos, que no se atrevieron a comparecer, y terminó con la completa reivindicación de San Atanasio. El Concilio de Sárdica ratificó poco después esa sentencia. Sin embargo, Atanasio no pudo volver a Alejandría sino hasta después de la muerte de Gregorio de Capadocia, y sólo porque el emperador Constancio, que estaba a punto de declarar la guerra a Persia, pensó que la restauración de San Atanasio podía ayudarle a congraciarse con su hermano, Constante. El obispo retornó a Alejandría, después de ocho años de ausencia. El pueblo le recibió con un júbilo sin precedente y, durante tres o cuatro años, las guerras y disturbios en que estaba envuelto el imperio le permitieron permanecer en su sede, relativamente en paz. Pero Constante, que era el principal sostén de la ortodoxia, fue asesinado y, en cuanto Constancio se sintió dueño del oriente y del occidente, se dedicó deliberadamente a aniquilar al santo obispo, a quien consideraba como un enemigo personal. El año de 353, obtuvo en Arles que un conciliábulo de prelados interesados condenase a San Atanasio. El mismo año, el emperador se constituyó en acusador personal del santo en el sínodo de Milán; y, sobre un tercer concilio, no mejor que los anteriores, escribió San Jerónimo: “El mundo se quedó atónito al verse convertido al arrianismo.” Los pocos prelados amigos de San Atanasio fueron desterrados; entre ellos se contaba al Papa Liberio, a quien los perseguidores mantuvieron exilado en Tracia hasta que, deshecho de cuerpo y espíritu, aceptó momentáneamente la condenación de Atanasio.
El santo consiguió mantenerse algún tiempo en Egipto con el apoyo del clero y del pueblo. Pero la resistencia no duró mucho. Una noche, cuando se hallaba celebrando una vigilia en la iglesia, los soldados forzaron las puertas y penetraron para herir o matar a los que opusieran resistencia. Atanasio logró escapar, providencialmente y se refugió entre los monjes del desierto, con los que vivió escondido seis años. Aunque el mundo sabía muy poco de él, Atanasio se mantenía muy al tanto de lo que sucedía en el mundo. Su extraordinaria actividad, reprimida en cierto sentido, se desbordó en la esfera de la producción literaria; muchos de sus principales tratados se atribuyen a ese período.
A poco de la
muerte de Constancio, ocurrida en 361, siguió la del arriano que había usurpado
la sede de Alejandría, quien pereció a manos del populacho. El nuevo emperador,
Juliano, revocó todas las sentencias de destierro de su predecesor, de suerte
que Atanasio pudo volver a su ciudad. Pero la paz duró muy poco. Los planes de
Juliano el Apóstata para paganizar la cristiandad encontraban un obstáculo
infranqueable en el gran campeón de la fe en Egipto. Así pues, Juliano le
desterró “por perturbar la paz y mostrarse hostil a los dioses,” Atanasio tuvo
que refugiarse una vez más en el desierto. En una ocasión estuvo a punto de ser
capturado. Se hallaba en una barca, en el Nilo, cuando sus compañeros, muy
alarmados, le hicieron notar que una galera imperial se dirigía hacia ellos.
Sin perder la calma, Atanasio dio la orden de remar al encuentro de la galera.
Los perseguidores les preguntaron si habían visto al fugitivo: “No está lejos
—fue la respuesta—; remad aprisa si queréis alcanzarle.” La estratagema tuvo
éxito. Durante su destierro, que era ya el cuarto, San Atanasio recorrió
El santo volvió inmediatamente a Alejandría. Algunos meses más tarde, fue a Antioquía invitado por el emperador Joviniano, quien había revocado la sentencia de destierro. Pero el reinado de Joviniano fue muy breve y, en mayo de 365, el emperador Valente publicó un edicto por el que desterraba a todos los prelados a quienes Constancio había exilado y los sustituía por los de su elección. Atanasio se vio obligado a huir una vez más. El escritor eclesiástico Sócrates dice que se ocultó en la sepultura de su padre; pero una tradición más probable sostiene que se refugió en una casa de los alrededores de Alejandría. Cuatro meses después, Valente revocó el edicto, tal vez por temor de que estallase un levantamiento entre los egipcios, que estaban cansados de ver sufrir a su amado obispo. El pueblo le escoltó hasta su casa, con grandes demostraciones de júbilo. San Atanasio había sido desterrado cinco veces y había pasado diecisiete años en el exilio; pero, en los últimos siete años de su vida, nadie le disputó su sede. En ese período escribió, probablemente, la vida de San Antonio. Murió en Alejandría, el 2 de mayo del año 373; su cuerpo” fue, después, trasladado a Constantinopla y más tarde, a Venecia.
San Atanasio fue el hombre más grande de su época y uno de los más grandes jefes religiosos de todos los tiempos. No se puede exagerar el valor de los servicios que prestó a la Iglesia, pues defendió la fe en circunstancias particularmente difíciles y salió triunfante. El cardenal Newman sintetizó su figura al decir que fue “uno de los principales instrumentos de que Dios se valió, después de los Apóstoles, para hacer penetrar en el mundo las sagradas verdades del cristianismo.” Aunque casi todos los escritos de San Atanasio surgieron al calor de la controversia, debajo de la aspereza de las palabras corre un río de profunda espiritualidad que se deja ver en todos los recodos y revela las altas miras del autor. Como un ejemplo, citaremos su respuesta a las objeciones que los arríanos oponían a los textos “Pase de Mí este cáliz” y “¿Por qué me has abandonado?”
“¿No es acaso una locura admirar el valor de los ministros del Verbo y
decir que el Verbo, de quien ellos recibieron el valor, tuvo miedo?
Precisamente el valor invencible de los santos mártires prueba que
La principal fuente sobre la vida de San Atanasio es
la de sus propios escritos; pero el santo estuvo tan mezclado a la historia de
su época, que habría que citar a innumerables autores. El cardenal Newman,
siendo todavía anglicano, hizo inteligible la complicada situación de la época,
tanto en su obra sobre San Atanasio mismo, como en Causes of the Rises and Success of Arrianism. Hay también un brillante
capítulo sobre San Atanasio en The
Greek Fathers (1908),
de A. Fortescue. En francés existen dos excelentes obras cortas: la de F.
Cavallera (1908) y la de G. Bardy (1914), en la colección Les Saints. Hay que citar también, cuatro valiosos artículos de
E. Schwartz, en Nachrichten de
(2 de mayo).
Entre los sucesores de San Columbano en el monasterio de Luxeuil, el más famoso durante su vida y el más venerado después de muerto, fue el tercer abad, llamado Waldeberto (o Walberto o Gauberto). Esto se debe, en parte, a que su largo gobierno coincidió con el período más glorioso de la historia de la abadía y en parte, a los numerosos milagros que se atribuyeron al santo. El pueblo conservó, como reliquias extraordinariamente milagrosas, todos los objetos que San Waldeberto había tocado, en particular la taza de madera en que bebía. En el siglo X, un monje de Luxeuil, llamado Anso, escribió todo un libro sobre los milagros del santo.
Waldeberto era un noble franco. Siendo todavía joven, se presentó con uniforme militar en la abadía de Luxeuil y pidió ser admitido en ella al abad San Eustacio. Sus armas y el uniforme, que cambió por el hábito, estuvieron muchos siglos colgados del techo de la iglesia abacial. Era tal el fervor de Waldeberto, que sus superiores le concedieron sin dificultad el permiso de llevar vida de solitario, a cinco kilómetros de la abadía. A la muerte de San Eustacio, como San Galo se rehusase a sucedería en el cargo, los monjes eligieron abad a San Waldeberto, quien gobernó sabiamente durante cuarenta años. El fue quien sustituyó la regla de San Columbano por la de San Benito y obtuvo, para Luxeuil, del Papa Juan IV, el privilegio de la exención de la autoridad episcopal, del que ya gozaban las abadías de Lérins y Agaunum. San Waldeberto regaló a la abadía toda su herencia, en tanto que otros muchos bienhechores la enriquecieron bajo su gobierno. En realidad, todos los dones eran insuficientes para mantener a los numerosos candidatos que pedían la admisión en Luxeuil, de donde partían constantemente grupos nutridos de monjes a fundar otros monasterios en diferentes regiones de Francia. San Waldeberto gobernó también varios conventos de religiosas y ayudó a Santa Salberga a fundar el famoso convento de Laon. El santo abad murió hacia el año 665.
El abad Anso escribió un
relato de la vida y milagros de San Waldeberto unos tres siglos después de la
muerte del santo; dicho relato se halla en Mabillon y Acta Sanctorum, mayo, vol. I. Ver también J. B. Clerc, Ermitage et vie de S. Calbert (1861); H. Baumont, Etude historique sur Luxeuil (1896); J. Poinsotte, Les Abbés de Luxeuil (1900).
(3 de mayo).
La fiesta de la
“Inventio,” es decir, del descubrimiento de
Pero en la
actualidad, la Iglesia celebra el 14 de septiembre un acontecimiento muy
diferente, a saber: la hazaña del emperador Heraclio, quien, el año 629,
recuperó las reliquias de
Por lo que se
refiere a los hechos reales del descubrimiento de
El más notable
de dichos documentos es el tratado “De inventione crucis dominicae,” del que el
decreto pseudogelasiano (c. 550) dice que se debe desconfiar.
No cabe duda de que ese pequeño tratado alcanzó gran divulgación El autor de la
primera redacción del Líber Pontificalis (c. 532)
debió manejarlo, pues lo cita al hablar del Papa Eusebio. También debieron
conocerlo los revisores del Hieronymianum, en Auxerre, en el siglo VII.
[Es curioso que Mons.
Duchesne haya dicho en Origines (“Christian Worship”, p.
275, n. 2; y cf. Líber
Pontificalis, vol.
I, p. 378, n. 29) que “en el manuscrito Epternach no se menciona la fiesta de
la cruz.” Se habla de ella el 7 de mayo, lo mismo que en el calendario de San
Wilibrordo.] Aparte de los numerosos anacronismos del tratado, lo
esencial es lo siguiente: El emperador Constantino se hallaba en grave peligro
de ser derrotado por las hordas de bárbaros del Danubio. Entonces, presenció la
aparición de una cruz muy brillante, con una inscripción que decía: “Con este
signo vencerás.” La victoria le favoreció, en efecto. Constantino, después de
ser instruido y bautizado por el Papa Eusebio en Roma, movido por el
agradecimiento, envió a su madre Santa Elena a Jerusalén para buscar las
reliquias de
Otra leyenda
apócrifa aunque menos directamente relacionada con el descubrimiento de
Dado el carácter
tan poco satisfactorio de los documentos, la teoría más probable es la de que
se descubrió
Por un Motu Proprio de Juan XXIII del 25 de julio de 1960, esta fiesta fue suprimida del Calendario Romano.
Existe una abundante
literatura sobre los puntos que hemos discutido en nuestro artículo. Véanse las
referencias bibliográficas del artículo de Dom Leclercq en DAC., vol. III, cc.
3131-3139. También Acta
Sanctorum, mayo,
vol. I; Duchesne, Líber Pontificalis, vol.
I, pp. CVII-CIX y pp. 75, 167, 378; Kellner Heortology (1908), pp. 333-341; J. Straubinger, Die Kreuzauffindungslegende (1912); A. Halusa, Das Kreuzesholz in Ge-chichte und Legende (1926);
H. Thurston en The Month, mayo de 1930,
pp. 420-429. Los
historiadores se inclinan a creer que esta fiesta no es de origen romano, ya
que el Sacramentado Gregoriano no la menciona; pero, por lo que toca al
occidente, el primer país que empezó a celebrarla fue probablemente
(3 de mayo).
El patrono principal de Narni y titular de su catedral es San Juvenal, primer obispo de la ciudad, cuyo santuario y cuya tumba original se conservan todavía. En el curso de la historia, se le ha confundido con otros santos prelados del mismo nombre. La biografía completa trazada por los bolandistas, a partir de las noticias fragmentarias que se encuentran en los libros y en los manuscritos, contiene evidentemente muchos detalles legendarios. Según dicha narración, Juvenal, que era sacerdote y médico, se trasladó del oriente a Narni, donde le acogió amablemente una mujer llamada Filadelfia. Movido por los ruegos de los cristianos de la región, el Papa Dámaso transformó a Narni en diócesis y consagró obispo a Juvenal. Un día en que el santo pasaba frente a un toro de bronce que se hallaba en el pórtico de un templo de Baco, un sacerdote pagano le golpeó en la boca con el pomo de su espada, porque se negaba a ofrecer sacrificios a los dioses. El obispo retuvo el arma entre los dientes y el sacerdote, en un violento esfuerzo por recuperarla, se degolló a sí mismo. El incidente provocó instantáneamente la conversión de los paganos que lo presenciaron. En el quinto año del gobierno de San Juvenal, las tropas de ligurianos y sármatas que habían tomado Terni, atacaron la ciudad de Narni. San Juvenal subió a la muralla, donde entonó el salmo XXXIV y oró en voz alta por el pueblo. Apenas acababa la asamblea de responder: “Amén,” cuando se desató una violenta tempestad en la que perecieron ahogados tres mil hombres del enemigo. Así se salvó la ciudad de Narni. El santo gobernó su diócesis durante siete años y murió hacia el año 376. San Gregorio el Grande habla varias veces de San Juvenal y le presenta como mártir; pero parece que le confunde con otro San Juvenal que fue martirizado en Benevento.
Los bolandistas han reunido
gran cantidad de materiales arqueológicos relacionados con el culto de San
Juvenal. Ver Acta Sanctorum, mayo, vol. I; Lanzoni, Le Diócesi d'Italia, vol. I, pp. 402 ss.; Romische Quartalschrift, 1905,
pp. 42-49; y 1911, pp. 5-71. Cf. Neues Archiv, 1919,
pp. 526-555.
(3 de mayo).
En el reinado de Pepino, padre de Carlomagno, vivía en el palatinado del Rin, no lejos de la actual ciudad de Worms, un ermitaño llamado Felipe, muy famoso por su santidad y milagros. Era inglés de nacimiento. Se había establecido en Nahegau, después de una peregrinación a Roma, donde había recibido la ordenación sacerdotal. Uno de los principales visitantes del santo ermitaño era el rey Pepino, quien, según la leyenda, solía ir frecuentemente a conversar con él de cosas espirituales. El biógrafo de Felipe, que escribió un siglo después de la muerte del santo, afirma que sus conversaciones hicieron que Pepino “empezara a temer y a amar a Dios y a poner toda su confianza en El.” Como en el caso de tantos otros ermitaños, Felipe tenía un extraño dominio sobre los animales del bosque: los pájaros iban a posarse sobre sus hombros y a comer en sus manos, las liebres correteaban junto a él y lamían sus pies. Otro sacerdote, llamado Horscolfo, se unió a San Felipe para orar en su compañía y ayudarle a cultivar la tierra. Una noche, unos ladrones se robaron los dos bueyes que los ermitaños empleaban para labrar la tierra. Los ladrones anduvieron errantes toda la noche por el bosque, sin encontrar el camino y, a la mañana siguiente, se encontraron de nuevo delante de la ermita. Llenos de arrepentimiento, se arrojaron a los pies de San Felipe a pedirle perdón. El siervo de Dios los tranquilizó, los trató como huéspedes y les mostró el camino. Poco a poco, se unieron otros discípulos a los dos ermitaños y se construyó una iglesia.
Se dice que, al volver de un viaje, Horscolfo encontró a Felipe muerto. Con las lágrimas en los ojos, el discípulo rogó a su maestro que le diese la bendición, pues no había podido pedírsela antes de partir. El cadáver se irguió y dijo: “Ve en paz y que Dios te ayude en todo. Cuida este sitio mientras vivas. Sano y salvo partirás, sano y salvo retornarás.” Después de dar la bendición a Horscolfo, el cadáver se recostó nuevamente en el féretro. Horscolfo se quedó a vivir ahí hasta los cien años y, a esa edad, fue a reunirse con su maestro. Más tarde, se construyeron en ese sitio un monasterio y una iglesia, En el transcurso de los siglos, la parroquia ahí erigida tomó el nombre de Zell, es decir, celda, en honor de la ermita de San Felipe.
El autor de la vida de San
Felipe (Acta
Sanctorum, mayo,
vol. I) es desconocido; pero ciertamente no fue contemporáneo del santo como
afirman algunos autores. El texto de esa biografía y otros documentos han sido
editados en forma más crítica por A. Hofmeister en el volumen suplementario de Scriptores, vol. XXX, pte. 2, pp. 796-805, Pertz, MGH. En la
revista Der Katholik de Mainz (1877, 1896, 1898 y
1899) se publicaron algunos datos interesantes sobre el culto de San Felipe.
(4 de mayo).
La Iglesia venera a Santa Mónica, santa esposa y santa viuda, que no sólo dio la vida corporal al famosísimo doctor San Agustín, sino que fue el principal instrumento de que Dios se valió para darle la vida de la gracia. Mónica nació en África del Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, el año 332. Sus padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz que sabía formar a sus pupilas, aunque las trataba con cierta rudeza. Una de las costumbres que les inculcaba, era la de no beber nunca entre comidas. “Ahora queréis agua —les decía—; pero cuando seáis amas de casa y tengáis la bodega a vuestra disposición, querréis vino, de suerte que tenéis que acostumbraros desde ahora.” Pero cuando Mónica tenía ya la edad suficiente para que le encargasen que trajera el vino de la bodega, olvidó los excelentes consejos de la institutriz; empezó por beber unos traguitos a escondidas y acabó por beber vasos enteros. Pero cierto día un esclavo que la había visto beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó “borracha.” La joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.
Cuando llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica tuvo que perdonarle muchas cosas, pero todo lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres, la respetó siempre mucho y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella. Cuando otras mujeres casadas se quejaban con Mónica de la conducta de sus maridos y le mostraban las huellas de los golpes que habían recibido, la santa no vacilaba en decirles que muy probablemente lo habían merecido por tener la lengua tan suelta. A la larga, Mónica, con su ejemplo y oraciones, convirtió al cristianismo no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo. Tres de sus hijos habían sobrevivido, dos hombres y una mujer. Las ambiciones de Patricio y Mónica se habían concentrado en el primogénito, Agustín, que era extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven había hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, pospuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: “Tu hijo está contigo.” Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín el sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: “No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo.”
Esta hábil respuesta impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que acabamos de narrar tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: “Vuestro hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios.” Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: “Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas.” La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.
Cuando tenía veintinueve años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde, escribió en las “Confesiones”: “Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí.” Muy afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.
En San Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en África; pero en cuanto supo que San Ambrosio lo había prohibido porque daba lugar a algunos excesos y recordaba las “parentalia” paganas, renunció a la costumbre. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente de no haberse tratado de San Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a San Ambrosio lo que debía hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: “Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la Iglesia del sitio en que te halles.” Por su parte, San Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.
Finalmente, en
agosto del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa
conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de
arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba
permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la
cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de veraneo de uno de
ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escritas en
sus “Confesiones” algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en
que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en
esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen
juicio y un conocimiento poco común de
Mónica había querido que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: “No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo.” Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Agustín le cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. El santo escribió: “Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia.” En las “Confesiones,” Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.
Apenas sabemos nada de Santa
Mónica, fuera de lo que sobre ella cuenta San Agustín en sus escritos,
particularmente en el lib. IX de las Confesiones. Ciertamente no es auténtica la carta en que se dice que San Agustín
describió a su hermana Perpetua los últimos momentos de su madre. El texto de
dicha carta puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. I. En su
artículo Mónica en DAC, vol. XI, cc.
2332-2356, Dom H. Leclercq da muchos datos sobre Tagaste (actualmente Suk Arrhas)
y los restos de la basílica de Cartago, recientemente descubiertos. Sin
embargo, hay que confesar que todo ello tiene poco que ver con Santa Mónica, a
no ser porque en los tiempos modernos se ha consagrado a la santa una capilla
de la ciudad. Hay que hacer notar también que no existen, prácticamente,
huellas del culto a Santa Mónica antes del traslado de sus restos, de Ostia a
Roma, en 1430, según se dice. Se cree que las reliquias de la santa se
conservan en la iglesia de S. Agostino. Entre las numerosas vidas modernas de
Santa Mónica, recomendamos especialmente la de Mons. Bougaud. Citaremos además
las de F. A. M. Forbes (1915) y E. Procter (1931), por no hablar de las
biografías en francés, alemán e italiano.
(4 de mayo).
San Judas Ciriaco,
el principal patrono de Ancona, era, probablemente, un obispo de dicha ciudad,
que fue asesinado durante una peregrinación a Jerusalén. Por otra parte,
algunos autores han lanzado la hipótesis de que se identifica con el obispo de
Jerusalén, llamado Judas, que murió en un levantamiento popular, el año 133.
Pero la tradición local de Ancona relaciona a su patrono con la figura
legendaria del judío Judas Ciriaco que reveló a la emperatriz Elena el sitio en
que se hallaba enterrada
En la segunda parte del
tratado De inventione crucis dominicae, se habla del martirio de
Judas Ciriaco; puede verse dicho texto, tanto en latín como en griego, en Acta Sanctorum, mayo vol. I. Ver también E. Pigoulewsky en Revue de l´Orient chrétien, 1929, pp. 305-356. En el
artículo sobre
(4 de mayo).
La leyenda de Santa Pelagia de Tarso es una de esas novelas griegas destinadas a edificar a los fieles de la época. Según dicha leyenda, Santa Pelagia era muy hermosa. Sus padres, que eran paganos, intentaron casarla con el hijo del emperador Diocleciano; pero la joven no quería casarse y, para dar largas al asunto, pidió permiso para ir a visitar a su antigua nodriza. Aprovechó la ocasión para recibir instrucción cristiana de un obispo llamado Clino, quien la bautizó y le dio la primera comunión. Cuando se supo en su casa que era cristiana, su pretendiente se suicidó y su madre la denunció al emperador. Pero Pelagia era tan hermosa, que Diocleciano, en vez de castigarla, le propuso matrimonio. Pelagia se negó a ello y a abjurar de la fe. Entonces, el emperador ordenó que muriese atada a un becerro de bronce calentado al rojo vivo. Las reliquias de la santa fueron arrojadas a los cuatro vientos, pero los leones se encargaron de guardarlas hasta que las recogió el obispo, quien les dio honrosa sepultura en una montaña de los alrededores de la ciudad.
Existen muchas santas del mismo nombre, San Juan Crisóstomo nos dejó un panegírico sobre Pelagia de Antioquía. Todas las otras son legendarias y sus leyendas se han mezclado unas con otras. En el caso de Pelagia de Tarso, no hay ningún fundamento para sospechar que haya existido realmente; pero de ahí no se sigue que deban considerarse estas fábulas hagiográficas como un reflorecimiento del culto de Afrodita, como lo hacen algunos.
Acerca de las teorías de H.
Usener, Legenden der heiligen Pelagia (1897) y otros folkloristas,
ver los comentarios del P. Delehaye, Légendes hagiographiques (1927), pp. 186-195. Por lo demás, en las actas de
Pelagia de Tarso (Acta
Sanctorum, mayo,
vol. I), no hay nada que haga pensar, particularmente, en Afrodita.
(4 de mayo).
San Florián, a quien el Martirologio Romano conmemora en este día, era un oficial del ejército romano. Tras de desempeñar un alto puesto administrativo, en Nórico de Austria, fue martirizado por la fe, en tiempos de Diocleciano. Sus “actas,” que son legendarias, cuentan que él mismo se entregó en Lorch a los soldados del gobernador Aquilino que perseguían a los cristianos. Por su valiente confesión de la fe, se le azotó dos veces, fue despellejado en vida y, finalmente, se le arrojó al río Enns con una piedra al cuello. Una piadosa mujer recuperó su cuerpo, que fue más tarde depositado en la abadía agustiniana de San Florián, cerca de Linz. Las reliquias del santo fueron después trasladadas a Roma; el Papa Lucio III, en 1138, regaló una parte de ellas al rey Casimiro de Polonia y al obispo de Cracovia. Desde entonces, se considera a San Florián como patrono de Linz, de Polonia y de Austria superior. Es muy probable que en tantas traslaciones se hayan confundido las reliquias de San Floriano con las de otros santos del mismo nombre. Lo cierto es que en muchas regiones de Europa central, el pueblo le profesa gran devoción. La tradición que afirma que su martirio tuvo lugar en la confluencia de Enns con el Danubio es antigua y digna de crédito. A la intercesión del santo se atribuyen numerosas curaciones. El pueblo cristiano le invoca como protector contra el fuego y el agua.
A diferencia de tantos otros
renombrados mártires de la persecución de Diocleciano, en el caso de San Florián
hay razones de peso para pensar que fue realmente martirizado en Laurianum
(Lorch). Las actas se encuentran en Acta Sanctorum, mayo, vol. I; B. Krusch hizo una edición crítica de ellas en MGH., Scriptores Merov, vol. III, pp. 68-71. Dichas actas datan de
fines del siglo VIII, pero carecen de fundamento histórico. El Hieronymianum habla también del santo y de su martirio, el 4 de mayo. Se
ha discutido mucho sobre San Florián en el Neues Archiv y otras revistas especializadas de Alemania. Ver también J. Zeiller, Les Origines chrétiennes dans les Provinces
Danubiennes (1919).
(4 de mayo).
San Gotardo nació en el pueblecito bávaro de Reichesdorf. Su padre estaba al servicio de los canónigos que vivían en la antigua abadía benedictina de Nieder-Altaich. Los canónigos se encargaron de la educación del niño. Gotardo dio muestras de un ingenio tan precoz, que llamó la atención de los obispos de Passau y Regensburg y se ganó el favor del arzobispo Federico de Salzburgo. Este último le llevó consigo a Roma y le nombró superior de los canónigos, a los diecinueve años. Gracias a los esfuerzos de los tres prelados, se restableció la regla benedictina en Nieder-Altaich, en 990. Gotardo, que ya entonces era sacerdote, tomó el hábito monacal junto con otros canónigos. Cuando fue elegido abad, San Enrique, que era entonces duque de Baviera y tenía en gran estima a Gotardo, acudió a su consagración. La emperatriz Cunegunda tejió para el santo un cíngulo que se conservó mucho tiempo como reliquia. B éxito con que Gotardo gobernó su abadía, hizo que San Enrique le mandase a reformar los monasterios de Tegernsee, en el Freising, Herfeld, en Turingia y Kremsmünster, en Passau. El santo desempeñó con gran acierto el cargo, sin abandonar la dirección de Nieder-Altaich, en donde dejaba a un vicesuperior cuando estaba ausente. En veinticinco años, San Gotardo formó nueve abades de diversos monasterios.
Dios le llamó entonces a una vida muy diferente. San Bernwaldo, obispo de Hildesheim, murió el año 1022. Al punto decidió San Enrique nombrar a Gotardo para sucederle. En vano alegó el abad su avanzada edad y su falta de cualidades; al fin tuvo que plegarse a los deseos del monarca, a quien apoyaba todo el clero de la región. Aunque tenía ya sesenta años, emprendió las labores episcopales con el empuje y la energía de un joven. Construyó y restauró varias iglesias; fomentó mucho la educación, particularmente en la escuela catedralicia; estableció tal disciplina en su capítulo, que parecía un monasterio; finalmente, en un terreno pantanoso que obtuvo de las autoridades, en las afueras de Hildesheim, construyó un hospital para los pobres y enfermos. San Gotardo tenía particular predilección por los pobres; en cambio veía con muy malos ojos a los vagabundos profesionales, a los que llamaba “los peripatéticos” y no les permitía hospedarse por más de dos o tres días, en el hospital. El santo obispo murió en 1038 y fue canonizado en 1131. Los autores están generalmente de acuerdo en que el célebre Paso de San Gotardo tomó su nombre de una capilla que los duques de Baviera construyeron en la cumbre, en honor del gran prelado de Hildesheim.
Existe una biografía muy
completa y digna de crédito, escrita por Wolfher, fiel discípulo de San Gotardo.
En realidad, dicho autor escribió dos biografías: una antes de la muerte del
santo y otra unos treinta años después. Las dos pueden leerse en Pertz, MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 167-218. También ha llegado hasta
nosotros una parte de la correspondencia de San Gotardo (MGH., Epistolae Selectae, vol. III, pp. 59-70 y
105-110). San Gotardo es una de las figuras más importantes del tercer volumen
de
(5 de mayo).
Ignoramos dónde nació San Hilario, pero sabemos que descendía de una noble familia y que era pariente cercano de San Honorato, fundador y primer abad del monasterio de Lérins. Hilario, que había recibido una excelente educación y poseía dotes excepcionales, tenía un brillante porvenir en el mundo. Pero San Honorato, que le quería mucho, estaba convencido de que Dios le tenía destinado a mayores cosas. Así pues, el santo abad abandonó algún tiempo su retiro para ir a persuadir a Hilario de que entrase en la vida religiosa. Como el joven permaneciese inconmovible, San Honorato le dijo al despedirse: “Voy a obtener de Dios lo que no he podido obtener de ti.” El cielo respondió pronto a sus oraciones. Dos o tres días después, Hilario sufrió un violento combate interior: “Por una parte sentía yo que el Señor me llamaba, pero por otra parte, me atraía el mundo. Mi voluntad oscilaba de un extremo al otro: unas veces consentía y otras veces se negaba. Pero al fin, Cristo triunfó en mí.” Hilario jamás se arrepintió de su decisión. Inmediatamente distribuyó su herencia entre los pobres y fue a reunirse con San Honorato en Lérins. De la vida santa y feliz que llevó entre los monjes nos dejó una hermosa descripción; pero Dios no le tenía destinado a permanecer ahí mucho tiempo. El año 426, San Honorato fue elegido obispo de Arles. Como era ya anciano, necesitaba de la ayuda y de la compañía de su mejor amigo. Hilario hubiese querido permanecer en Lérnis; pero San Honorato fue personalmente a buscarle y los dos santos vivieron juntos hasta la muerte del obispo. Aunque muy afligido de haber perdido a su padre en Cristo, Hilario no pudo menos de regocijarse ante la perspectiva de volver a Lérins. Había ya emprendido el viaje, en efecto, cuando unos mensajeros de Arles le comunicaron que la ciudad deseaba elegirle arzobispo. Hilario no tuvo más remedio que aceptar y fue consagrado a los veintinueve años de edad.
El santo siguió
practicando, en su alta dignidad, las austeridades del claustro, al mismo
tiempo que desempeñaba con enorme energía sus deberes pastorales. Apenas se
permitía lo indispensable para la vida, empleaba la misma capa en verano e
invierno y viajaba siempre a pie. Además de consagrar a la oración las horas
prescritas, practicaba también el trabajo manual y daba el producto a los
pobres. Su celo por el rescate de los cautivos era tan grande, que vendió los
objetos preciosos de las iglesias y se contentó con un cáliz y una patena de
vidrio. Era un gran orador y sabía adaptar su lenguaje a las diversas
circunstancias, de suerte que hasta los más ignorantes podían entenderle. El
santo obispo construyó varios monasterios y visitó infatigablemente todos los
de su diócesis, resuelto a conservar un alto nivel de disciplina y buenas
costumbres entre sus sufragáneos y su clero. San Hilario presidió varios
sínodos; pero su celo y tal vez su temperamento, un tanto autoritario, le
pusieron más de una vez en graves dificultades. Los límites de
Sabemos muy poco sobre los últimos años de San Hilario, fuera de que siguió gobernando su diócesis con el mismo celo y que murió a los cuarenta y nueve años. Seguramente que se reconcilió con el Papa, ya que San León, en una carta que escribió a su sucesor en la sede de Arles, habla de “Hilario de santa memoria.” En base a pruebas muy insuficientes, algunos autores han acusado a San Hilario de semipelagianismo; pero, si bien el santo no estaba de acuerdo con los términos en que San Agustín había formulado la doctrina de la predestinación, sus opiniones personales eran perfectamente ortodoxas.
La biografía que se atribuye
en Acta Sanctorum a un tal Honorato, supuesto
obispo de Marsella (mayo, vol. II), fue probablemente escrita por Reverencio, a
principios del siglo VI. Se trata de una obra de edificación, que pretende
reproducir las memorias de un contemporáneo de San Hilario y carece en realidad
de valor histórico. Ver sobre este punto B. Kolon, Vita S. Hilarii Arelatensis (1925), y cf.
Hefele-Leclerq, Histoire des Conciles, vol. II, pp. 477-478; Bardenhewer, Altkirchlichen Literatur, vol. IV, p. 571.
(5 de mayo).
San Mauruncio nació en Flandes el año 634. Era el hijo primogénito de San Adalbaldo y Santa Gertrudis. Pasó su juventud en la corte del rey Clodoveo II y de la reina Batilde, donde ocupó varios cargos de importancia. A la muerte de su padre, volvió a Flandes a poner en orden los asuntos de su casa y a hacer arreglos para su propio matrimonio. Pero Dios le tenía escogido para la vida religiosa. El instrumento del que se valió para guiar al joven hacia su verdadero camino fue San Amando, obispo de Maestricht, que vivía entonces retirado en el monasterio de Elnone. El santo prelado predicó un sermón que impresionó tan profundamente a Mauruncio, que decidió retirarse al punto al monasterio de Marchiennes. En dicho monasterio se le confirió el diaconado. El santo construyó en sus tierras de Merville de la diócesis de Thérouanne la abadía de Breuil, de la que fue primer abad. Cuando el rey Thierry III desterró de Sens a San Amado y le mandó retirarse a Breuil, San Mauruncio, que tenía en alta estima a San Amado, le cedió el puesto de superior y le prestó obediencia hasta su muerte, ocurrida el año 690. Entonces San Mauruncio reasumió las funciones abaciales. Santa Rictrudis, en su lecho de muerte, confió al santo la supervisión del doble monasterio de Marchiennes, del que era abad Santa Clotsinda, hermana de San Mauruncio. El santo se hallaba en Marchiennes, cuando le sobrecogió una enfermedad que le llevó al sepulcro.
El artículo sobre San
Mauruncio (Acta
Sanctorum, mayo,
vol. II) se basa casi exclusivamente en la biografía de Santa Rictrudis; cf.
nuestro artículo sobre dicha Santa (12 de mayo).
(5 de mayo).
Como Barsimeo (ver el 30 de enero), Eulogio fue también un ermitaño. Cuando Barsimeo ascendió a obispo de Edesa, se llevó consigo a Eulogio para que fuera su coadjutor en el santo ministerio. Eulogio supo mantener a su grey dentro de la ortodoxia, cuando Barsimeo fue exilado a Mesopotamia y reemplazado por un obispo arriano; pero no sin padecer muchas penalidades. El arriano Valente fue a Edesa para visitar la iglesia donde reposaban las reliquias del Apóstol Santo Tomás y se encolerizó tanto al encontrar ahí reunidos a muchos católicos, que ordenó al prefecto Modesto que los expulsara a palos y golpes de mazo. Ante el valor de que dieron muestra los católicos al reunirse de nuevo a pesar de las amenazas, Modesto no quiso ejecutar las órdenes del emperador y acudió a exponerle la situación. Existía la alternativa de dejar a los católicos tranquilos, o matarlos a todos, lo que sería una crueldad inaudita.
Valente pidió
que, al menos, llevaran a su presencia a los sacerdotes y a los diáconos, para
ordenarles que se pusieran de acuerdo con el obispo arriano, substituto de
Barsimeo y, si rehusaban, se ordenaría su destierro. Eulogio y Protógeno
fueron, por tanto, convocados por el prefecto Modesto, quien les comunicó la
voluntad de Valente. Eulogio replicó que los católicos estaban ya bajo el
cuidado de un pastor católico y no podían entrar en relaciones con un arriano.
Como éste era el sentir de todos, el prefecto hizo detener a 80 eclesiásticos y
los desterró a
Cuando se restableció la calma en la Iglesia, Eulogio y Protógeno retornaron a su patria. En Edesa, Eulogio fue nombrado obispo, en reemplazo de Barsimeo, quien había muerto en el destierro. A Protógeno se le encomendó la Iglesia de Carrhes (Haran). Eulogio fue consagrado en el Concilio de Antioquía, al que asistió en 370. También estuvo presente en el Concilio Ecuménico de Constantinopla y murió cerca del 382.
Acta Sanctorum, 5 de mayo y 30 de enero. Teodoreto, Historia Ecclesiástica, vol. IV, c. XXVII Vies des peres des déserts d'Orient.
(6 de mayo).
El primer párrafo del Martirologio Romano, el 6 de mayo, dice lo siguiente: “En Roma, la conmemoración de San Juan ante Portam Latinam, el cual, por orden de Domiciano, fue llevado prisionero de Efeso a Roma. El senado le condenó a morir en un caldero de aceite hirviente, frente a dicha Puerta; pero el santo salió de la prueba más fuerte y joven que antes.” La frase “más fuerte y joven” (“purior atque vegetior”) se halla en el Adversus Jovinianum (1:26) de San Jerónimo, quien la tomó, a su vez, de Tertuliano (De praescriptionibus c. 36). Alban Butler, que sigue en esto a los bolandistas y a los críticos de su tiempo, como Tillemont, no discute la historicidad del hecho y considera a San Juan como mártir. Resumimos a continuación su artículo.
Cuando Santiago
y Juan, los hijos de Zebedeo, que no habían comprendido aún el misterio de la
cruz y la naturaleza del Reino de Cristo, se valieron de su madre para pedir al
Señor que les colocase en el sitio de honor el día de su triunfo, Jesucristo
les preguntó si estaban dispuestos a beber su cáliz. Ambos hermanos aseguraron
audazmente al Señor que estaban prontos a sufrirlo todo por su causa. Entonces,
Jesucristo les predijo que su sinceridad sería puesta a prueba y que
compartirían con El su cáliz de
Domiciano, que se distinguió entre los emperadores romanos por la crueldad de su tiranía, desató la segunda persecución. San Juan era el último superviviente de los Apóstoles y era objeto de la más grande veneración de parte de los cristianos de Efeso, desde donde gobernaba las iglesias de Asia. Ahí fue arrestado y enviado prisionero a Roma, hacia el año 94. Sin tener en cuenta la avanzada edad y la bondad de la víctima, el emperador le condenó a una forma de muerte especialmente salvaje. Probablemente los verdugos, de acuerdo con la costumbre romana, azotaron a San Juan antes de echarle en el caldero de aceite hirviente. Sin duda que el santo estaba lleno de gozo ante la perspectiva de dar su vida por la fe y de ir a reunirse con su Maestro. Dios aceptó su sacrificio y, en cierto sentido, cumplió su deseo, concediéndole el mérito del martirio, pero suspendió el efecto del fuego, como lo había hecho en el caso de los tres jóvenes que fueron arrojados al horno en Babilonia. El aceite hirviente se transformó en un baño refrigerante. Viendo esto, Domiciano, que era muy dado a la magia y que, según la tradición, había tenido ya la ocasión de presenciar otro milagro, cuando Apolonio de Tiana compareció ante él, se contentó con desterrar al Apóstol a la isla de Palmos. Según parece, durante el reinado de Nerva, quien fue mucho más benigno que su predecesor, San Juan volvió a Efeso, donde murió apaciblemente.
Ciertamente, la
localización del pretendido milagro frente a
Por un Motu Proprio de Juan XXIII, del 25 de julio de 1960, esta fiesta fue suprimida en el Calendario Romano.
Ver L. Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, pp. 508, 521, y Christian Worship (1920),
pp. 281-282. Sobre
el problema de conjunto, ver K. A. Kellner, Heortology (1908), p. 298.
(6 de mayo).
Al referirse a
San Edberto, el Venerable Beda afirma que se distinguió por su conocimiento de
Prácticamente todos los
datos que poseemos sobre San Edberto provienen de
(6 de mayo).
San Petronax, segundo fundador de Monte Cassino, nació en Brescia. En una visita que hizo a Roma el año de 717, el Papa San Gregorio II, le movió a hacer una peregrinación a la tumba de San Benito. San Petronax encontró ahí, entre las ruinas del antiguo monasterio que había sido destruido en 581 por los lombardos, a unos cuantos solitarios, quienes le eligieron por superior. Pronto se les reunieron otros discípulos. Gracias a la generosa ayuda de algunos nobles, entre los que se distinguió el duque lombrado de Benevento, y al decidido apoyo de tres Pontífices, San Petronax logró reconstruir Monte Cassino. El monasterio recuperó su antigua reputación bajo el largo y vigoroso gobierno del santo. San Wilibaldo, el obispo inglés de Eichstát, recibió el hábito de manos de San Petronax. San Esturmio, el fundador de la abadía de Fulda, pasó algún tiempo en Monte Cassino para embeberse en la primitiva regla de San Benito. Otros muchos grandes hombres, tanto eclesiásticos como príncipes seculares, estuvieron en el hospitalario monasterio. San Petronax fue superior hasta su muerte, ocurrida probablemente el año 747. Las investigaciones recientes han demostrado que San Wilibaldo, en los diez años que pasó en Monte Cassino, contribuyó mucho al restablecimiento de la regla benedictina y al desarrollo de la gran abadía.
Los bolandistas y Mabillon
(vol. VII, pte. I, pp. 693-698) citan los párrafos más importantes de
(6 de mayo).
El culto de San Estanislao está muy extendido en Polonia, sobre todo en la sede episcopal de Cracovia, donde se le honra como patrono principal y se conservan sus reliquias en la catedral. La biografía que escribió el historiador Juan Dlugosz, tutor de San Casimiro, unos cuatrocientos años después de la muerte de San Estanislao, parece ser una compilación de diferentes documentos antiguos y tradiciones orales, hecha con poco espíritu crítico, pues contiene varias afirmaciones contradictorias y muchos datos claramente legendarios.
Estanislao
Szczepanowski nació el 26 de julio del año 1030, en Szczepanow. Sus padres, que
eran nobles, habían vivido muchos años sin hijos, hasta que el cielo les
concedió a Estanislao, en respuesta a sus oraciones. Consagraron a su hijo a
Dios desde el día de su nacimiento y fomentaron ardientemente la piedad que
Estanislao mostró desde niño. El joven se educó primero en Gnesen y después “en
En aquella época, gobernaba Polonia el rey Boleslao II, monarca de grandes cualidades, pero extremadamente disoluto y cruel. San Estanislao era el único que se atrevía a enfrentarse al tirano y reprocharle el escándalo que daba. Al principio, el rey trató de defenderse, pero finalmente dio ciertas señales de arrepentimiento. Sin embargo, pronto olvidó los reproches del obispo y cayó nuevamente en las mismas faltas. Sus actos de vandalismo y sus injusticias políticas le hicieron chocar repetidas veces con San Estanislao. Pero la indignación pública llegó al colmo, cuando Boleslao cometió uno de los actos más viles de su vida. La esposa de uno de los nobles era extraordinariamente bella. Boleslao se dejó llevar por sus malos deseos y trató de conquistarla; como la fiel esposa le respondiese con el desprecio, el rey mandó raptarla y llevarla a su palacio. Los nobles polacos convocaron al arzobispo de Gnesen y a los prelados de la corte para que amonestasen al monarca; pero el miedo les impidió enfrentarse con el rey y el pueblo los acusó de connivencia con Boleslao. Cuando los nobles acudieron a San Estanislao, éste se presentó valientemente ante el rey y le echó en cara su pecado; terminó su exhortación diciéndole que, si persistía en su crimen, la Iglesia fulminaría contra él la pena de excomunión.
Esta amenaza enfureció al monarca, quien declaró que una persona que se atrevía a hablar en esos términos a su soberano, debía ser más bien pastor de puercos que de almas y puso fin a la entrevista amenazando a San Estanislao. La primera arma que empleó contra él fue la calumnia. San Estanislao había comprado unas tierras para la Iglesia a un tal Pedro, quien murió poco después de la transacción. El rey hizo correr la voz de que los sobrinos de Pedro podían recobrar las tierras, porque el obispo no las había pagado. Cuando el caso fue llevado ante el rey, éste no quiso oír a los testigos de la defensa. La sentencia condenatoria parecía inevitable, cuando el santo obispo invoco al muerto, quien apareció vestido con las mismas ropas con que fue enterrado y dio testimonio en su favor. La leyenda, de dudosa veracidad, añade que el hecho no convirtió al rey, cuya ferocidad no hizo sino aumentar con los años.
Al ver que todos los medios resultaban inútiles, San Estanislao excomulgó al monarca. El tirano, haciendo caso omiso, se presentó en la catedral de Cracovia; pero el obispo mandó interrumpir los oficios. Furioso, el rey se dirigió a la capillita de San Miguel, en las afueras de la ciudad, donde el santo estaba celebrando la misa, y mandó a sus guardias que entrasen a asesinarle; pero éstos volvieron a decir a Boleslao que el santo estaba rodeado por una luz misteriosa que les impedía darle muerte. Echándoles en cara su cobardía, el monarca entró en la capilla y mató con su propia mano a San Estanislao. Los guardias se encargaron de despedazar el cadáver y de esparcir los restos para que las fieras los devorasen. Según la leyenda, las águilas protegieron los restos del santo, hasta que, tres días más tarde, los canónigos los recogieron y les dieron sepultura frente a la capilla de San Miguel.
Hasta aquí no hemos hecho sino resumir la versión más conocida del martirio de San Estanislao. La obra crítica que publicó en 1904 el profesor Wojchiechowski, fue muy discutida en Polonia. Dicho autor sostenía que San Estanislao era reo de traición, pues había tratado de deponer al monarca, y que por ello había sido condenado a muerte. El profesor Miodonski y otros historiadores respondieron vigorosamente a estas acusaciones. Sin embargo, está fuera de duda que en el asesinato de San Estanislao intervinieron las consideraciones políticas, aunque se trata de un punto extremadamente oscuro. Es falso que el asesinato de San Estanislao haya provocado un levantamiento que arrojó del trono a Boleslao, aunque ciertamente apresuró su caída. El Papa San Gregorio lanzó el entredicho contra Polonia. San Estanislao fue canonizado casi dos siglos más tarde, en 1253, por el Papa Inocencio IV.
La larga biografía de San
Estanislao escrita por Juan Dlugosz se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. II. Más tarde se descubrieron dos biografías
más breves y más antiguas. Cf. Poncelet, BHL., nn. 7832-7842. Sobre la reacción
del Papa San Gregorio VII, ver Gfrorer, Kirchengeschichte, vol. VII, p. 557 ss. Cf.
igualmente
(7 de mayo).
Serénico y su hermano Sereno eran dos jóvenes patricios de Espoleto, los cuales, según la leyenda, recibieron de un ángel la orden de abandonar a su familia y sus posesiones e ir a Roma. En aquella época, las tumbas de los Apóstoles estaban al cuidado de los benedictinos. Los dos jóvenes entraron en contacto con ellos y tomaron el hábito de San Benito. Durante algún tiempo, vivieron en comunidad en Roma, edificando a sus hermanos con su piedad; pero de nuevo se les apareció un ángel y les dio la orden de emigrar a Francia. Serénico y Sereno se entregaron, en la soledad, a una vida de gran abnegación, primero, en el sitio que ocupa actualmente la ciudad de Cháteau Gontier, de la diócesis de Angers y, más tarde, en el bosque de Charnie, cerca del pueblecito de Saulges de Maine. Pero, aunque querían permanecer ignorados del mundo, la fama de su santidad empezó a atraer a los peregrinos. Viendo así turbada su soledad y sintiéndose llamado al total olvido del mundo, Serénico se despidió de su hermano, del que nunca se había separado, y partió hacia la región desconocida de Hyesmes, acompañado de un niño al que había bautizado y que no quiso separarse de él. Decidieron establecerse en un paraje rodeado de rocas, no lejos del río Sarthe, a donde sólo se podía llegar por un estrecho sendero. Pero la soledad no era para Serénico, quien pronto se vio rodeado de discípulos y llegó a ser superior de una numerosa comunidad. El santo enseñó a sus súbditos a cantar la salmodia entera, que comprendía el oficio romano y el oficio benedictino. San Serénico gobernó hasta su muerte el monasterio que había fundado. Murió cuando era ya muy anciano, hacia el año 669.
Su hermano Sereno había permanecido en la soledad de Saulges, donde sus ayunos y oraciones le atrajeron innumerables gracias, entre las que se contaban las visiones, los éxtasis y los milagros. En una época en que el hambre la peste y la sequía asolaron la región, a raíz de una guerra civil, San Berario, obispo de Le Mans, encomendó al pueblo a las oraciones de San Sereno. El pueblo atribuyó la lluvia, que acabó con la infección y refrescó la tierra, a las oraciones del santo anacoreta, la fama de cuyos milagros aumentó enormemente. Como su hermano Serénico, San Sereno vivió hasta edad muy avanzada. Los que le rodeaban en su lecho de muerte escucharon los coros celestiales.
Este relato poco
convincente, del que no hemos dado más que un resumen, fue escrito en el siglo
VIII, probablemente. Puede verse completo en Mabillon, Acta Sanctorum O.S.B., vol. II, pp. 572-578, y en
los bolandistas.
(7 de mayo).
Pocos santos han
sido tan populares en Inglaterra como San Juan de Beverley, cuyo santuario fue
uno de los principales sitios de peregrinación hasta la época de
Por sus excepcionales cualidades, Juan fue elegido obispo de Hexham, después de la muerte de San Eata. El tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones pastorales, lo consagraba a la contemplación. Para ello, se retiraba en determinados períodos del año a una celda contigua a la iglesia de San Miguel, del otro lado del Tyne, en las cercanías de Hexham. Con frecuencia le acompañaba algún pobre, a quien el santo servía humildemente. En una ocasión, llevó consigo a un joven mudo que sufría de una repugnante enfermedad de la piel. El santo obispo le enseñó a decir “Géa” — la forma anglosajona del “Yes” inglés. Poco a poco, a partir de ese momento, fue enseñándole a pronunciar todas las sílabas y las palabras enteras. Gradualmente, el joven logró expresarse mejor y se vio también libre de la enfermedad de la piel.
A raíz de la muerte de San Bosa, San Juan fue nombrado obispo de York. El Venerable Beda, a quien el santo había conferido las órdenes cuando era obispo de Hexham, habla de él con cierto detenimiento en su “Historia Ecclesiástica”: da testimonio de su santidad y narra algunos milagros que habían presenciado testigos tan autorizados como los abades de Beverley y de Tynemouth. Después de su translación a York, San Juan conservó la costumbre de retirarse, periódicamente, a la soledad de la abadía que él había construido en el bosque de Beverley. El año 717, consumido por la edad y la fatiga, el santo renunció a su sede en favor de su capellán, San Wilfrido el Joven y se retiró a Beverley, donde pasó los cuatro últimos años de su vida, en la práctica de la disciplina monacal. Murió el 7 de mayo del año 721. La diócesis de Hexham celebra su fiesta el día de hoy, en tanto que otras diócesis del norte la celebran el 25 de octubre. Las reliquias de San Juan de Beverley fueron trasladadas en 1037.
Nuestra principal fuente de
información es
(8 de mayo).
Ya que el pueblo
estaba convencido de que San Miguel Arcángel no sólo era el capitán de las
huestes celestiales y un gran protector, sino el arbitro de la suerte de los
hombres en su paso hacia la eternidad (cf. 29 de septiembre), era imposible que
las numerosas oraciones que el pueblo cristiano elevaba a tan poderoso intercesor,
no llegasen a manifestarse en forma externa y pública. Cualquier leyenda
milagrosa relacionada con San Miguel bastaba para cristalizar en una forma
determinada la devoción latente de los cristianos. Hay algunos indicios de que,
en tiempos muy antiguos, se atribuían a San Miguel las maravillas obradas en
las fuentes termales de Frigia, especialmente en Hierápolis. Parece cierto que
ya en el siglo IV, había cerca de Constantinopla una iglesia dedicada al
Arcángel, probablemente en la época de Constantino, el primer emperador
cristiano. La devoción a San Miguel nació en el oriente; pero hay pruebas de
que, desde época muy antigua, se había construido una basílica en honor del
Arcángel cerca de Roma, en
Juan XXIII, por un Motu Proprio del 25 de julio de 1960, suprimió esta fiesta del Calendario Romano.
El texto completo de la
leyenda se halla en Ughelli, vol. VII, cc. 1107-1111, y en Acta Sanctorum, septiembre, vol. VIII; cf. Ebert, Geschichte der Literatur des Mittelalters, vol II, p. 358. Ver
igualmente K. A. Kellner, Heortology (1908), pp. 328-332, y H.
Leclercq en DAC., vol. XI, cc. 903-
(8 de mayo).
San Ambrosio dice que San Víctor era uno de los patronos de Milán, junto con San Félix y San Nabor. Según la tradición, San Víctor era originario de Mauritania; por ello se le llamó Mauro o Moro, para distinguirle de otros confesores del mismo nombre. Fue cristiano desde su juventud, formó parte de la guardia pretoriana y fue hecho prisionero cuando era ya muy anciano. Después de soportar crueles torturas, fue decapitado en Milán, hacia el año 303, durante el reinado de Maximiano. Por orden del obispo San Materno, su cuerpo fue enterrado junto a un bosquecito, donde más tarde se construyó una iglesia. San Gregorio de Tours afirma que Dios glorificó la tumba del mártir con numerosos milagros. San Carlos Borromeo, en 1576, trasladó las reliquias de San Víctor a la nueva iglesia de los monjes olivetanos, que todavía lleva el nombre del mártir.
En las “actas” de San Víctor, como de costumbre, se acumulan los acontecimientos fantásticos. Por ejemplo, se cuenta que el plomo derretido que le vertieron sobre la cabeza, se enfrió instantáneamente al contacto de su piel y no le causó ningún daño. Pero la existencia real del martirio de San Víctor y del culto que se le profesó en Milán, desde muy antiguo, está fuera de duda.
Hay una abundante literatura
sobre San Víctor el Moro; cf. CMH., p. 238. Ver sobre todo F. Savio, I santi Martiri di Milano (1906), pp. 3-24 y 59-65. Las actas del martirio se hallan
en Acta Sanctorum, mayo, vol. II.
(8 de mayo).
San Desiderato y sus dos hermanos, Desiderio y Deodato, son venerados como santos, aunque el Martirologio Romano no hace mención de ninguno de los tres. Según cuenta la leyenda, sus padres, que vivían en Soissons, no sólo empleaban su tiempo y su dinero en socorrer a los pobres, sino que prácticamente convirtieron su casa en un hospital. Desiderato fue a servir a la corte del rey Clotario, del que llegó a ser una especie de secretario de estado y sobre el cual ejerció una influencia muy benéfica. En medio del esplendor de la corte, San Desiderato llevaba una vida muy austera. Aprovechó el poder que le otorgaba su cargo, para desarraigar la herejía y castigar la simonía. En varias ocasiones manifestó deseos de retirarse a un monasterio; pero el rey se opuso siempre a ello, diciéndole que debía pensar más en el bienestar del pueblo, que en sus propias inclinaciones. A la muerte de San Arcadio, en el año 541, San Desiderato fue elegido obispo de Bourges. Durante los nueve años en que gobernó dicha diócesis, la fama de sus milagros y de sus intervenciones en favor de la paz se extendió mucho. El santo obispo tomó parte en varios sínodos, en particular en el quinto Concilio de Orléans y en el segundo de Auvernia; esos dos concilios combatieron las herejías de Nestorio y Eutiques y promovieron la disciplina eclesiástica. En sus últimos años, San Desiderato tuvo por coadjutor a un joven sacerdote llamado Flaviano, cuya muerte prematura apresuró la del santo. La muerte de San Desiderato ocurrió probablemente, el 8 de mayo del año 550.
El relato, reproducido en Acta Sanctorum, mayo, vol. II, es de época tardía y poco
fidedigno. Sin embargo, no puede ponerse en duda la existencia y la santa vida de
San Desiderato. Véase Duchesne, Fastes
Episcopaux, vol.
II, p. 28.
(8 de mayo).
Poco es lo que
sabemos sobre el santo Pontífice que gobernó a la Iglesia con el nombre de
Bonifacio IV. Era hijo de un médico y había nacido en la “ciudad” de Valeria,
en los Abruzos. Se dice que fue discípulo de San Gregorio Magno, en Roma y, por
ello, los benedictinos afirman que fue miembro de su orden. En el reinado de
este Papa, el Panteón Romano, erigido por Marco Agripa en honor de todas las
divinidades romanas, fue transformado en iglesia católica y dedicado a
El Acta Sanctorum habla de San Bonifacio el 25 de mayo, vol. II En Mann, The Lives of the Popes, vol.
I pp. 268-279,
puede verse un estudio más actual del pontificado de Bonifacio IV. Ver también
Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, pp. 317-318; y Laux,
Der hl. Kolumban (1919); existe una
traducción inglesa de una versión anterior, con el título de The Life and Writings of St Columban (1914).
(8 de mayo).
El Papa San
Benedicto II se educó, desde niño, en el servicio de
El emperador profesaba tal estima al Pontífice, que le envió mechones de cabellos de sus dos hijos, Justiniano y Heraclio, para manifestarle, según el simbolismo de la época, que los consideraba como hijos espirituales de Benedicto II. El santo Pontífice hizo cuanto pudo para que Macario, el patriarca de Antioquía, que había sido depuesto por herejía, volviese a la verdadera fe. En su corto pontificado, que no duró más que once meses, el Papa restauró varias iglesias de Roma. Igualmente manifestó su interés por la Iglesia de Inglaterra, apoyando la causa de San Wilfrido de York. San Benedicto II murió el 8 de mayo de 685 y fue sepultado en San Pedro.
El Acta Sanctorum habla de Benedicto II el 7 de mayo (vol. II).
La principal fuente es el Líber
Pontificalis (Duchesne,
vol. I, pp. 363-365). Ver también Muratori, Annales, ad ann. 684, y Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. III, p. 549 ss. Mons. Mann reunió en su obra Lives of the Popes, vol. I, pte. 2, pp. 54-63,
todas las informaciones que existen sobre San Benedicto II.
(9 de mayo).
San Gregorio de Nazianzo fue declarado Doctor de la Iglesia y apodado “el teólogo,” (título que comparte con el Apóstol San Juan), por la habilidad con que defendió la doctrina del Concilio de Nicea. Nació hacia el año 329, en Arianzo de Capadocia. Era hijo de Santa Nona y San Gregorio el Mayor. Su padre era un antiguo propietario y magistrado que, después de convertirse al cristianismo junto con su esposa, recibió el sacerdocio y gobernó durante cuarenta y cinco años la diócesis de Nazianzo. Sus hijos, Gregorio y Cesario, recibieron una educación excelente. Después de haber hecho sus primeros estudios en Cesárea de Capadocia, donde conoció a San Basilio, San Gregorio de Nazianzo, que quería ser abogado, pasó a Cesárea, en Palestina, donde había una famosa escuela de retórica. Más tarde volvió a reunirse con su hermano en Alejandría. En aquella época, los estudiantes pasaban con facilidad de una escuela a otra; San Gregorio, después de una corta estancia en Egipto, decidió ir a terminar sus estudios en Atenas. Una furiosa tempestad que sacudió durante varios días la nave en que iba Gregorio, le hizo caer en la cuenta del riesgo en que se hallaba de perder su alma, ya que aún no había recibido el bautismo. Sin embargo, no se bautizó sino hasta varios años después, probablemente porque compartía la creencia de su época de que era muy difícil obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Gregorio pasó diez años en Atenas; casi todo ese tiempo estuvo con San Basilio, de quien llegó a ser íntimo amigo. Otro de sus compañeros, aunque no de sus amigos, fue el futuro emperador Juliano, cuya afectación y extravagancia eran muy poco del gusto de los jóvenes capadocios. Gregorio partió de Atenas a los treinta años de edad, después de aprender cuanto sus maestros podían enseñarle. No sabemos exactamente qué pensaba hacer en Nazianzo; en todo caso, si tenía intenciones de practicar su carrera de leyes o enseñar retórica, modificó sus planes. Gregorio había sido siempre muy devoto; pero por entonces abrazó una forma de vida mucho más austera, transformado, según parece, por una profunda experiencia religiosa, que tal vez fue el bautismo. Basilio, que vivía como solitario en el Ponto, en las riberas del Iris, le invitó a reunirse con él, y Gregorio aceptó al punto. En medio de aquel hermoso paisaje solitario, del que San Basilio nos dejó una bellísima descripción, los dos amigos pasaron un par de años, consagrados a la oración y al estudio; durante ellos, hicieron una colección de extractos de las obras de Orígenes y echaron los fundamentos de la vida monástica de oriente, cuya influencia había de dejarse sentir también en el occidente a través de San Benito.
Gregorio tuvo que arrancarse de aquel remanso de paz para ir a ayudar a su padre, que tenía ya ochenta años, en la administración de su diócesis y de sus bienes. Pero el anciano, al que no satisfacía plenamente la ayuda que su hijo le prestaba como laico, le ordenó sacerdote más o menos por la fuerza, con la ayuda de algunos fieles. Aterrorizado al verse elevado a la dignidad sacerdotal, de la que 1a conciencia de su indignidad le había mantenido alejado hasta entonces, San Gregorio se dejó llevar de su primer impulso y huyó en busca de su amigo Basilio. Sin embargo, diez semanas más tarde, volvió a la casa de su padre, decidido a aceptar las responsabilidades de su vocación. La apología que escribió sobre su fuga es, en realidad, un tratado sobre el sacerdocio, en el que se fundaron cuantos han escrito posteriormente sobre el tema, empezando por San Juan Crisóstomo. Un incidente se encargó pronto de demostrar cuan necesaria era la presencia de Gregorio en Nazianzo. Su padre y muchos otros prelados habían aceptado las decisiones del Concilio de Rímini, con la esperanza de ganarse así a los semiarrianos. Esto produjo una violenta reacción entre los mejores católicos, especialmente entre los monjes, y sólo la habilidad de San Gregorio consiguió evitar el cisma. Todavía se conserva el discurso que pronunció el día de la reconciliación, así como dos oraciones fúnebres de la misma época: la de su hermano San Cesario, que había sido médico del emperador en Constantinopla, en el año 369 y la de su hermana Santa Gorgonia.
El año 370, San
Basilio fue elegido metropolitano de Cesárea. En aquella época, el emperador
Valente y el procurador Modesto hacían lo imposible por introducir el
arrianismo en Capadocia y San Basilio se convirtió en el principal obstáculo
para la realización de sus planes. Con el objeto de disminuir la influencia de
este último, Valente dividió
A la muerte del
emperador Valente, cesó la persecución contra
Pero siguió la lluvia de pruebas sobre el campeón de Cristo, tanto por parte de los herejes como de sus propios fieles. Un tal Máximo, un aventurero al que el santo había prestado oídos y alabado públicamente, se hizo consagrar obispo por unos prelados que se hallaban de paso en la ciudad y aprovechó una enfermedad de San Gregorio para apoderarse de la sede. Este consiguió imponerse sobre el usurpador, pero el incidente le dolió mucho, sobre todo cuando supo que varios de aquellos a quienes él consideraba amigos habían apoyado a Máximo.
En los primeros
meses del año 380, el obispo de Tesalónica confirió el bautismo al emperador
Teodosio. Poco después, éste promulgó un edicto por el que obligaba a sus súbditos
bizantinos a practicar la fe católica, tal como la profesaban el Papa y el
arzobispo de Alejandría. En Constantinopla, Teodosio puso al obispo arriano
ante la disyuntiva de aceptar la fe de Nicea o abandonar la ciudad. El prelado
escogió el destierro y Teodosio determinó instalar a San Gregorio en su lugar,
ya que hasta entonces había sido prácticamente obispo en Constantinopla,
pero no obispo de
Constantinopla. Un sínodo confirmó el nombramiento de San Gregorio,
quien fue entronizado en la catedral de Santa Sofía, en medio de las
aclamaciones del pueblo. Pero su gobierno duró apenas unas cuantos meses. Sus
antiguos enemigos se levantaron contra él y la hostilidad no hizo sino
aumentar, ante la decisión de San Gregorio sobre el asunto de la sede vacante
de Antioquía. El pueblo empezó a dudar sobre la validez de la elección del
santo, quien fue objeto de algunos atentados. Tan amante de la paz como
siempre, y temeroso de que la inquietud del pueblo llevase al derramamiento de
sangre, San Gregorio determinó renunciar a su cargo: “Si mi gobierno de la
diócesis produce disturbios, manifestó ante la asamblea, estoy dispuesto, como Jonás,
a dejarme arrojar al mar para calmar la tempestad, aunque no la he provocado
yo. Si todos siguiesen mi ejemplo, la Iglesia gozaría pronto de la paz. Yo
jamás aspiré a la dignidad que ocupo y la acepté contra mi voluntad. Por
consiguiente, si lo juzgáis conveniente, estoy dispuesto a partir.” El
emperador acabó por dar su consentimiento y San Gregorio pronunció un noble y
conmovedor discurso de despedida. Su tarea, ahí, estaba terminada; quedaba
encendida de nuevo la llama de la fe, que se había apagado en Constantinopla y
la mantuvo encendida en las horas más sombrías por las que había atravesado
San Gregorio pasó algunas temporadas en las posesiones que había heredado y en Nazianzo, donde aún no se había instalado el sucesor de su padre. Pero el año 383, después de lograr que su primo Euladio fuese elegido para ocupar la sede vacante, se retiró por completo a la vida privada, en la paz de su hermoso parque, donde había un bosquecillo y una fuente. Pero aun ahí practicaba la mortificación, ya que jamás se calzaba ni encendía fuego. Hacia el fin de su vida, escribió una serie de poemas religiosos, tan bellos como edificantes. Dichos poemas son muy interesantes desde el punto de vista biográfico y literario, ya que el santo cuenta en ellos su vida y sus sufrimientos; su forma exquisita raya, a veces, en lo sublime. La fama de escritor de que ha gozado San Gregorio hasta nuestros días, se debe a esos poemas, a sus sermones y a sus deliciosas cartas. San Gregorio murió en su retiro, el año 309. Sus restos, que fueron, primero, trasladados de Nazianzo a Constantinopla, reposan actualmente en San Pedro de Roma.
San Gregorio gustaba de hablar de la condescendencia que Dios había mostrado a los hombres. En una de sus cartas, escribía: “Admirad la extraordinaria bondad de Dios, que se digna tomar en cuenta nuestros deseos como si tuviesen gran valor. Desea ardientemente que le busquemos y le amemos y recibe nuestras peticiones como si se tratase de un favor o un beneficio que los hombres le hiciésemos. Dios tiene más gozo en dar que nosotros en recibir. Lo único que no soporta es que le pidamos tibiamente y que pongamos límites a nuestras peticiones. Pedirle cosas frívolas sería hacer una ofensa a la liberalidad con que Dios está dispuesto a oírnos.”
Las cartas y escritos de San
Gregorio, especialmente el largo poema De Vita Sua (que tiene casi dos mil versos) son nuestra principal fuente de
información sobre su vida. Desgraciadamente, la aparición de la gran edición
benedictina de sus obras sufrió muchas dilaciones. Varios de los editores
murieron sucesivamente y el primer volumen de los sermones no vio la luz sino
hasta 1778. Cuando se preparaba el segundo volumen, estalló
(9 de mayo).
Aunque generalmente
se considera a San Antonio como el fundador del monaquismo cristiano, San
Pacomio el Viejo tiene todavía mayor derecho a ese título. En efecto, aunque él
no fue el primero que reunió comunidades numerosas de ascetas cristianos, fue
el primero que les dio una verdadera organización y dejó reglas escritas.
Pacomio nació de padres paganos en
Un día que Pacomio había ido, como acostumbraba hacerlo de vez en cuando, a un vasto desierto de las riberas del Nilo, llamado Tabennisi, oyó una voz que le ordenaba fundar ahí un monasterio; al mismo tiempo, se le apareció un ángel, el cual le instruyó sobre la vida religiosa. [Algunos críticos racionalistas, basándose en la leyenda de que Pacomio había vivido antes del bautismo en un templo de Serapis, han tratado de demostrar que la idea del monaquismo era originalmente pagana. Pero Ladeuze y otros arguyen, con razón, que cuando Pacomio vivió en dicho templo, que era probablemente un santuario abandonado, ya había decidido abrazar el cristianismo.] Pacomio contó lo sucedido a Palemón, quien se trasladó, con él, a Tabennisi, hacia el año 318, le ayudó a construir una celda y permaneció con él algún tiempo.
El primer
discípulo que se reunió con San Pacomio en Tabennisi, fue su hermano mayor,
Juan. Pronto acudieron otros discípulos y, al poco tiempo, la comunidad contaba
ya con más de cien monjes. San Pacomio los condujo a una alta perfección, sobre
todo dándoles ejemplo de fervor. El santo vivió quince años sin acostarse.
Tomaba su frugal comida sentado en una piedra y, desde el momento de su
conversión, nunca comió hasta saciarse. Sin embargo, acomodaba sus exigencias a
la capacidad de cada uno de los monjes y no se negaba a aceptar a los
candidatos más ancianos y débiles. Estableció, además, otros seis monasterios
en
El santo murió
el 15 de mayo de 348, durante una epidemia que diezmó a los monjes. A su
muerte, había ya tres mil monjes en los nueve monasterios que dirigía. Casiano
cuenta que cuanto más numerosas eran las comunidades, más perfecta era su
disciplina, ya que todos los monjes obedecían al superior con la prontitud de
una sola persona. Para mantener la observancia, San Pacomio tenía la costumbre
de clasificar a sus súbditos en veinticuatro categorías, según las letras del
alfabeto; así, por ejemplo, la “iota” significaba que se trataba de un monje
sencillo e inocente; la “beta” indicaba que tenía un carácter terco y difícil,
etc., etc. Los monjes vivían en grupos de tres en cada celda, repartidos según
sus oficios, y se reunían los sábados y domingos para los oficios de la noche y
la misa. Se daba gran importancia a la lectura de
No todos los
autores prestan fe a la leyenda de que un ángel se apareció a San Pacomio y le
ordenó fundar un monasterio en Tabennisi y, mucho menos, que le dio las reglas
escritas sobre una tabla de bronce. Sin embargo, el resumen de las reglas, que
se halla en la “Historia Lausiaca” de Paladio, no es una caricatura de las
costumbres de los monjes. Tal vez el origen de las reglas de San Pacomio es
legendario y sería muy difícil determinar exactamente su contenido; pero no se
puede negar que los textos griego y etíope se parecen al original sahídico, que
sólo conocemos a través de la traducción que hizo San Jerónimo, valiéndose de
un intérprete. Probablemente es verdad que, como lo hace notar Paladio, San
Pacomio mitigaba la regla según las posibilidades de cada monje. En efecto, una
de las reglas que el ángel dio al santo decía: “Dejarás que cada uno coma y
beba según sus fuerzas, y le darás un trabajo proporcionado a ellas. No prohíbas
a nadie comer o beber. Pero haz que los que comen y tienen más fuerzas,
ejecuten los trabajos que exigen mayor vigor y deja para los más débiles y
ascéticos los trabajos menos pesados.” De igual modo, Paladio refleja
probablemente la práctica usual cuando escribe: “Que no duerman acostados, sino
sentados en sillas inclinadas, que son fáciles de construir. Durante la comida
los monjes deben tener el capuchón bajado para que nadie vea masticar a su
vecino Los monjes no deben hablar en la mesa ni mirar más allá de su plato.”
Una cosa es cierta, a saber: que San Benito, el fundador del monaquismo en
occidente, tomó muchas cosas de las reglas de San Pacomio. En su edición de
San Pacomio es probablemente
el santo oriental que mayor interés ha despertado en los últimos años. Se han
descubierto varios textos coptos (es decir, sahídicos), aunque por desgracia
casi todos son fragmentarios. También se han editado en diversas lenguas otros
documentos a los que en el pasado se había prestado menos atención. Esto se
debe en gran parte al trabajo de los antiguos bolandistas (Acta Sanctorum, mayo, vol III); pero en el
siglo XVII era imposible investigar a fondo en las fuentes orientales. La
actual generación de bolandistas publicó una magnífica edición de S. Pachomii Vitae Graecae (1932), dirigida por el P.
F. Halkin. A esta gran obra hay que añadir el estudio, no menos importante, de
L. T. Lefort, S. Pachomii Vitae Sahidicae
Scriptae (publicado
en dos partes en el Corpus Scriptorum
Christianorum Orientalium, 1933 y 1934), y su edición de la biografía bohaírica de San Pacomio
(1925) y Vies coptes de S. Pacome, en la misma colección. Sobre
estas obras cf. Analecta
Bollandiana, vol.
III (1934), pp. 286-320, y vol. LXIV (1946), pp. 258-277. Entre otras obras de
investigación hay que mencionar la de A. Boon, Pachomiana latina (1932), que es un ensayo sobre la traducción jeronimiana de la regla,
con un apéndice sobre los textos griego y copto. Ver también B. Albers, S. Pachomii... Regulae Monasticae (1923). Entre los estudios
más antiguos merecen especial atención el ensayo de F. Ladeuze, Le Cénobitisme Pakhomien y el largo artículo de H.
Leclercq sobre el “monaquismo” (DAC., vol. XI, 1933), sobre todo ce. 1807-1831,
donde se hallarán numerosas referencias bibliográficas. Existen también algunas
biografías en sirio y en árabe, con ligeras variantes. M. Amélineáu, que fue
uno de los primeros que tomaron en cuenta los textos coptos, publicó en 1887 Etude historique sur S. Puchóme. En 1948, con motivo del
decimosexto centenario de San Pacomio, celebrado en Egipto, varios
historiadores y autoridades eclesiásticas de diferentes países publicaron un
volumen de conferencias, titulado Pachomiana. Sobre
(10 de mayo).
Prácticamente todos los martirologios occidentales posteriores al siglo V mencionan a los santos Gordiano y Epímaco. El Martirologio Romano los conmemora el día de hoy. Se dice que Epímaco fue arrojado en un horno para cocer ladrillo, en Alejandría, el año 250, junto con otro mártir llamado Alejandro, tras de haber sufrido crueles torturas por la fe. El cuerpo de San Epímaco fue después trasladado a Roma. San Gordiano fue decapitado en Roma y sus restos fueron depositados en la tumba de San Epímaco. Santa Hildegarda la esposa de Carlomagno, regaló la mayor parte de las reliquias de estos dos santos a la abadía de Kempten, en Baviera, que ella había restaurado. Las “actas” de estos mártires son espurias.
No se puede dudar de la existencia histórica y del culto de San Gordiano y San Epímaco. Todavía se conserva el epitafio de San Gordiano escrito por el Papa San Dámaso. El Pontífice dice que San Gordiano era adolescente, en tanto que las “actas” afirman que fue ministro (“vicarius”) del emperador Juliano.
Ver sobre este punto el
texto y las notas de CMH., p. 244. Las actas se hallan en Acta
Sanctorum, mayo,
vol. II. No hay ninguna razón para suponer, como hace Butler, que los dos
santos vivieron en diferentes siglos. Cf. J. P. Kirsch, Der Stadtromische christliche Festkalender, pp. 54-55
(10 de mayo).
Los principales patronos de Vaste, en la diócesis de Otranto, y de Lentini, en Sicilia, son San Álfio, San Filadelfo y San Girino. Probablemente nacieron en Vaste y fueron martirizados en Lentini. Los documentos que poseemos sobre ellos son contradictorios y poco fidedignos. Según una leyenda, después de haber sido instruidos en la fe por su padre y un tal Onésimo, fueron aprehendidos junto con su hermana Santa Benedicta y otros compañeros, durante la persecución de Decio. En Roma, a donde los trasladaron, sufrieron atroces torturas. Onésimo y algunos otros fueron martirizados en Pozzuoli, cerca de Nápoles. Los otros fueron llevados a Sicilia, donde los torturaron de nuevo. La valentía con que confesaron la fe convirtió a muchos de los presentes, entre los que se contaban veinte soldados. Alfio, que tenía veintidós años, murió a causa de una hemorragia cuando le arrancaron la lengua. Filadelfo, joven de veintiún anos, murió en la hoguera. Girino, que no tenía más de diecinueve años, pereció en un caldero de aceite hirviente. En 1517, se descubrieron los cuerpos de los tres mártires. El pueblo de Lentini, ciudad que dista unos veinticinco kilómetros de Catania, honró sus reliquias con grandes fiestas.
El Martirologio Romano
menciona a estos pretendidos mártires y el Acta Sanctorum (mayo, vol. II) les consagra sesenta páginas infolio. Sin embargo, no
existe ninguna prueba de que se les haya tributado culto en la antigüedad. Sus actas no pasan de ser una novela. Ver DHG., vol. II, c.
676.
(11 de mayo).
San Felipe era originario de Betsaida de Galilea. Según parece, formaba parte del reducido grupo de judíos piadosos que seguían a San Juan Bautista. Los Evangelios sinópticos sólo mencionan a Felipe en la lista de los Apóstoles, pero San Juan habla de él varias veces y narra, en particular, que el Señor llamó a Felipe al día siguiente de las vocaciones de San Pedro y San Andrés. Un siglo y medio más tarde, Clemente de Alejandría sostuvo que Felipe fue el joven que respondió al llamamiento del Señor, con estas palabras: “Permite que vaya, primero, a enterrar a mi padre.” A lo cual contestó Cristo: “Deja que los muertos entierren a los muertos; tú, ven a predicar el Reino de Dios” (Luc. 9:60). Es probable que Clemente de Alejandría no tuviese más argumento que el hecho de que el Señor había dicho en ambos casos: “Sígueme.” De todas maneras, tanto en el Evangelio de San Lucas como en el de San Mateo, el incidente parece haber tenido lugar algún tiempo después de que Cristo había empezado su vida pública, cuando ya los Apóstoles estaban con él. Por otra parte, consta que San Felipe fue llamado antes de las bodas de Cana, a pesar de que, como lo dijo el mismo Cristo, su hora no había llegado aún, es decir, todavía no había empezado su vida pública.
De la narración
del Evangelio se deduce que Felipe respondió sin vacilaciones al llamamiento
del Señor. Aunque aún no conocía a fondo a Cristo, puesto que afirmaba que era
“el hijo de José de Nazaret,” inmediatamente fue en busca de su amigo Natanael
(casi seguramente el Apóstol Bartolomé) y le dijo: “Hemos encontrado a Aquél
sobre el que escribieron Moisés, en el libro de la Ley, y los Profetas.” Esto
prueba que Felipe estaba ya plenamente convencido de que Jesús era el Mesías.
Sin embargo, su celo no era indiscreto, ya que no trataba de imponer, por la
fuerza su descubrimiento. Cuando Natanael le objetó: “Pero, ¿puede salir algo
bueno de Nazaret?”, no puso el grito en el cielo, sino que invitó a su amigo a
convencerse por sí mismo: “Ven a ver.” Felipe figura también en la escena de la
multiplicación de los panes: “Jesús, levantando los ojos, vio la gran multitud
que le seguía y dijo a Felipe: ¿Dónde podremos comprar pan suficiente para que
coman? Esto lo dijo para probarle, porque El sabía lo que iba a hacer.” Una vez
más, se manifiesto el sentido común de Felipe, quien respondió: “Doscientos
denarios no bastarían para dar un trozo de pan a cada uno.” Concuerda
perfectamente con el carácter de Felipe, que rehuía un tanto las
responsabilidades, su manera de actuar cuando unos gentiles que se dirigían a
celebrar
Nada más sabemos sobre Felipe, sino que estaba con los otros discípulos en el cenáculo, esperando la venida del Espíritu Santo, en Pentecostés.
Por otra parte, Eusebio, el historiador de la Iglesia y algunos escritores de la Iglesia primitiva, nos han conservado ciertos detalles sobre la tradición referente a la vida posterior de Felipe. El más verosímil de dichos detalles es el de que predicó el Evangelio en Frigia y que murió en Hierápolis, donde fue también enterrado. Sir W. M. Ramsay encontró, en las tumbas de esa ciudad, un fragmento de inscripción que hace referencia a una iglesia dedicada a San Felipe. Sabemos también que Polícrates, obispo de Efeso, escribió al Papa Víctor, hacia fines del siglo II para hablarle de dos hijas del Apóstol que habían vivido como vírgenes hasta edad muy avanzada, en Hierápolis y menciona también a otra hija de Felipe que había sido sepultada, en Efeso. Papías, que era obispo de Hierápolis, conoció personalmente, según parece, a las hijas de San Felipe y supo por ellas que se atribuía al Apóstol el milagro de la resurrección de un muerto. Hacia el año 180, Heracleón, el gnóstico, sostuvo que los Apóstoles Felipe, Mateo y Tomás, habían tenido una muerte natural; pero Clemente de Alejandría afirmó lo contrario y, la opinión que ha prevalecido es la de que Felipe fue crucificado, cabeza abajo, durante la persecución de Domiciano. Un detalle que oscurece mucho la cuestión, es la confusión que existió indudablemente entre el Apóstol Felipe y el diácono Felipe, llamado también a veces, el Evangelista, quien ocupa un sitio prominente en el capitule VIII de los Hechos de los Apóstoles. De ambos Felipes se afirma que tuvieron hijas que gozaron de especial consideración en la Iglesia primitiva. La tradición cuenta que los restos de San Felipe fueron trasladados a Roma y que reposan en la basílica de los Apóstoles, desde la época del Papa Pelagio (561 d.C.). Un documento apócrifo griego, que data del fin del siglo IV, por lo menos, pretende narrar las actividades de evangelización de San Felipe en Grecia, entre los partos y en otras regiones; por lo que toca a la muerte y sepultura de Felipe en Hierápolis, dicho documento se atiene a la tradición recibida.
Ordinariamente
se considera al Apóstol Santiago el Menor (o el joven), a quien la liturgia
asocia con San Felipe, como el personaje designado con los nombres de
“Santiago, el hijo de Alfeo” (Mat. 10:3; Hechos 1:13) y “Santiago, el hermano
del Señor” (Mat. 13:55; Gal. 1:19). Tal vez se identifica también con Santiago,
hijo de María y hermano de José (Marc. 15:40). Pero no vamos a discutir aquí el
complicado problema de los “hermanos del Señor,” ni las cuestiones que se
relacionan con él. Podemos suponer, como lo hace Alban Butler, que el Apóstol
Santiago que fue obispo de Jerusalén (Hechos 15 y 21:18), era el hijo de Alfeo
y hermano (es decir, primo carnal) de Jesucristo. Aunque los Evangelios hablan
apenas de este Apóstol, San Pablo cuenta que fue favorecido con una aparición
particular del Señor, antes de
“Santiago, el
hermano de nuestro Señor, recibió junto con los otros Apóstoles el encargo de
gobernar
“Muchos de los
que creyeron debieron la fe a Santiago. Como muchos de los principales se
habían convertido, los judíos, los escribas y los fariseos, empezaron a
murmurar: “Dentro de algún tiempo, todos van a creer en Jesús.” Así pues,
fueron en busca de Santiago y le dijeron: “Te rogamos que moderes al pueblo,
pues se está desviando hacia Jesús, imaginando que es el Mesías. Te rogamos que
hables claramente sobre Jesús a todos los que vienen a la fiesta, pues todos
tenemos confianza en ti; todos confesamos, junto con el pueblo, que tú eres
justo y que no eres aceptador de personas. Así pues, convence a la multitud de
que no se deje desviar por Jesús, pues en verdad, el pueblo y todos nosotros
tenemos confianza en ti. Sube, pues, al pináculo del templo para que todo el
pueblo pueda verte y oírte fácilmente, ya que todas las tribus y los mismos
gentiles se han reunido con motivo de la fiesta. Entonces, los susodichos
escribas y fariseos condujeron a Santiago al pináculo del templo y le dijeron
en voz muy alta: “¡Oh tú, Justo, en el que todos tenemos entera confianza; en
vista de que todo el pueblo se está desviando a causa de Jesús, el crucificado,
explícanos cuál es la puerta de Jesús!” (cf. Juan 10:1-9). Y él replicó,
también en voz muy alta: “¿Por qué me preguntáis acerca del Hijo del Hombre,
que está sentado a la diestra del Todopoderoso y ha de bajar, un día, sobre las
nubes del cielo?” Como muchos creyeron y dieron gloria a Dios por este
testimonio de Santiago, gritaron: “¡Hosanna al Hijo de David!,” los escribas y
fariseos se dijeron: “Hemos hecho mal en permitir este testimonio sobre Jesús.
Vayamos a arrojarle desde el pináculo del templo para que el pueblo se
atemorice y no crea en su testimonio.” Entonces gritaron: “¡Vaya, vaya!, ¿de
modo que también el Justo se ha dejado engañar?” Y cumplieron la palabra de
Isaías en
Josefo cuenta el suceso de un modo
un tanto diferente y no dice que Santiago haya sido arrojado desde el pináculo
del templo. Pero relata que murió apedreado y sitúa los acontecimientos en el
año 62. Es interesante notar, en relación con la fiesta litúrgica de
Fuera del Nuevo Testamento y
de las tradiciones (no siempre fidedignas) transmitidas por Eusebio, existen
muy pocos datos sobre la vida de San Felipe y Santiago. En Acta Sanctorum, mayo, vol. I, los
bolandistas han reunido los testimonios de los escritores eclesiásticos más
antiguos. Los Actos apócrifos de San Felipe, que datan, probablemente, del siglo
III o del IV, fueron editados por R. A. Lipsius en Apokryphen Apostelgeschichten und Apostellegenden, vol. II, pte. 2, pp. 1-90.
Ver también E. Hennecke, Neutestamentliche
Apokryphen (2a. edic., 1924), y el Handbuch del mismo autor. Casi todas las enciclopedias discuten
las biografías de los dos Apóstoles; ver, por ejemplo, el Dictionnaire de
“Quisquis lector adest
Jacobi pariterque Philippi
Cernat apostolicum lumen
inesse locis.”
Pero hay indicios, en ciertos manuscritos del Hieronymianum y en otros documentos, de que originalmente,
el 1° de mayo se celebraba únicamente la fiesta de San Felipe.
(11 de mayo).
No sabemos gran
cosa sobre la vida de San Mamerto. Era el hermano mayor del poeta Claudiano,
autor del De
statu animae, a quien él ordenó sacerdote. Ambos hermanos gozaron de
merecida fama de santidad y sabiduría. En 463, se produjeron algunas
dificultades con motivo de la consagración del nuevo obispo de la sede de Die.
El Papa San León I había cambiado poco antes dicha sede de la jurisdicción de
Vienne a la de Arles y algunos se quejaron ante el Papa San Hilario de que San
Mamerto había cometido un abuso al consagrar a un nuevo obispo para la sede de
Die. El Papa respondió, en una severa carta que Mamerto merecía ser depuesto
por ese abuso; pero, en realidad, no se hizo ningún cambio y el nuevo obispo de
Die recibió la confirmación del de Arles. Poco después, San Mamerto trasladó a
Vienne los restos del mártir Ferréolo, quien había dado testimonio de la fe en
esa región uno o dos siglos antes. San Mamerto es famoso sobre todo en la
historia de la Iglesia, porque instituyó las procesiones penitenciales en los
días de Rogativas, en la semana anterior a la fiesta de
Numerosos
testimonios prueban sin lugar a dudas que San Mamerto fue realmente quien
introdujo las Rogativas. En una carta que le escribió San Sidonio Apolinar,
habla de las procesiones por él instituidas y dice que han sido un remedio muy
eficaz contra el pánico del pueblo. Al mismo tiempo, alaba el valor de San
Mamerto, quien había permanecido en su puesto en tanto que otros huían. San
Avilo, que había sido bautizado por San Mamerto y ocupó la sede de Vienne
quince años después de la muerte del santo, predicó una homilía que se conserva
todavía, durante una procesión de Rogativas. Por esa homilía podemos darnos una
idea de las tribulaciones que afligían a la región cuando se instituyó la
celebración. San Avito menciona un terremoto, varios incendios y un ciervo
salvaje que se había refugiado en la ciudad. Muy de acuerdo con las ideas de su
época, San Mamerto había interpretado esas calamidades como un castigo de Dios
por los pecados del pueblo y, en consecuencia, propuso el remedio de la
penitencia y la obligación de ayunar y organizó una procesión popular en la que
se cantaran los salmos. El ejemplo de Vienne se extendió pronto a otras
regiones de Francia y, más tarde, llegó a ser práctica universal en el
occidente. El vigésimo séptimo decreto del primer Concilio de Orléans (511 d.C.)
mandó que todas las iglesias celebraran las procesiones de Rogativas en los
días que preceden a la fiesta de
En Acta Sanctorum, mayo, vol. II, se hallan reunidos casi todos
los documentos que poseemos sobre San Mamerto. Sobre los días de Rogativas cf.
K. A. Kellner, Heortology pp. 189-194. Edmund Bishop
hace notar atinadamente que no hay que atribuir al nombre de “letanías” el
significado que tiene actualmente: “El resultado de mis investigaciones me
lleva a la conclusión de que las letanías no se cantaban en las procesiones de
Rogativas. Según los testimonios de la época, las Rogativas comprendían el
canto de los salmos y tal vez también las colectas y oraciones
correspondientes.” Cf. igualmente el artículo de Cabrol sobre las Letanías, en DAC., y nuestros artículos del 2 de febrero y del
25 de abril (
(11 de mayo).
La prudencia y la virtud de San Máyolo, le ganaron el respeto de los más grandes hombres de la época. El emperador Otón el Grande tenía gran confianza en él y le encargó de supervisar todos los monasterios de Alemania v otras partes del Imperio. No menor estima profesaban al santo la emperatriz Santa Adelaida y su hijo Otón II; San Máyolo les pagó el afecto reconciliándolos cuando tenían puntos de vista diferentes. Gracias a los privilegios concedidos a la orden que gobernaba, San Máyolo logró reformar numerosos monasterios, muchos de los cuales adoptaron la regla cluniacense. Otón II quería que San Máyolo fuese elegido Papa, pero el santo se opuso terminantemente; a los argumentos del emperador, respondió que sabía muy bien cuan poco preparado estaba para tan alta dignidad y que su carácter era muy diferente del de los romanos. San Máyolo era muy culto y promovió mucho la ciencia. Tres años antes de su muerte, escogió por coadjutor a San Odilón y, desde entonces, se consagró enteramente a la penitencia y la contemplación. Sin embargo, no pudo negarse a la petición del rey de Francia, Hugo Capelo; quien solicitó que fuese a reformar la abadía de St. Denis, en las cercanías de París. San Máyolo enfermó durante el viaje y murió en la abadía de Souvigny, el 11 de mayo de 944. El rey de Francia asistió a sus funerales en la iglesia de San Pedro de Souvigny.
Existen abundantes
materiales biográficos sobre San Máyolo. En Acta Sanctorum, mayo, vol. II, hay tres biografías antiguas, cuyo resumen puede verse
en BHL., nn. 5177-5187. Sobre el complicado problema de la interdependencia de
dichas biografías, véase el pertinente artículo de L. Traube en Neus Archiv..., vol. XVII (1892), pp. 402-407. Ver también J.
H. Pignot, Histoire de l'Ordre de Cluny, vol. I, pp. 236-303; E. Sackur, Die
Cluniacenser, vol. I, pp. 205-256; C. Hilpisch, Geschichte des Ben. Monchtumes, pp. 170 ss. Dom G. Morin
publicó en
(11 de mayo).
En su juventud, San Ansfrido se distinguió en la lucha contra los bandoleros y los piratas, lo que le valió el favor de los emperadores Otón III y Enrique II. San Ansfrido era duque de Brabante. Cuando la sede de Utrecht quedó vacante, a la muerte del obispo Balduino, el emperador propuso que Ansfrido le sucediese; a pesar de que se opuso con todas sus fuerzas, el santo fue consagrado obispo el año 994. Fundó un convento de religiosas en Thorn, cerca de Roermond, V la abadía de Hohorst o Heiligenberg, a la que se retiró al quedarse ciego. Ahí mismo murió. Cierto número de habitantes de Utrecht asistieron a los funerales; aprovechando un momento en que todo el pueblo se hallaba apagando un incendio, tal vez provocado por ellos, los visitantes se apoderaron de los restos de San Ansfrido y los llevaron a Utrecht. Cuando los monjes de Heiligen cayeron en la cuenta, se dispusieron a perseguir violentamente a los autores del robo; pero la abadesa de Thorn consiguió, con sus oraciones, evitar el derramamiento de sangre. San Ansfrido fue sepultado en la catedral de Utrecht.
Lo que el Acta Sanctorum, mayo, vol. I, presenta como un fragmento de
la vida de San Ansfrido, es en realidad un extracto del De diversitate temporum del monje benedictino
Alberto de Saint Symphorian de Metz. Alberto, contemporáneo de San Ansfrido,
escribió su tratado en 1022; aunque no da muchos datos, su relato es
sustancialmente verídico.
(12 de mayo).
El culto de los
Santos Nereo y Aquileo es muy antiguo, ya que data, por lo menos, del siglo IV.
En la fiesta de estos santos, que se celebraba en Roma con cierta solemnidad,
San Gregorio. Magno predicó dos siglos más tarde, su vigésima octava homilía:
“Los santos ante los que nos hallamos reunidos despreciaron al mundo y
pisotearon la paz, las riquezas y la vida que las ofrecía.” La iglesia en que
el santo pronunció esa homilía se hallaba en el cementerio de Domitila, en
Nereo y Aquileo eran soldados pretorianos, según dice la inscripción que el Papa San Dámaso mandó poner sobre su tumba. Las “actas” de estos mártires, que son legendarias, dicen que eran eunucos y estaban al servicio de Flavia Domitila, a la que siguieron al destierro. Eusebio escribe sobre esta dama, que era sobrina nieta del emperador Domiciano [Actualmente 1a opinión más común es que había dos Flavias. La mayor era hija de una hermana de Domiciano y Tito, esposa de Flavio Clemente, que fue desterrada a la isla de Pandatania, según escribe Dion Casio. La otra Flavia Domitila era, por su matrimonio, sobrina de Domiciano; San Jerónimo considera como un martirio su destierro a Ponza.]: “En el décimo quinto año de Domiciano, por haber dado testimonio de Cristo, Flavia Domitila, sobrina de Flavio Clemente, uno de los cónsules de Roma, fue desterrada con muchos otros a la isla Poncia,” es decir, Ponza. San Jerónimo describe el destierro como un largo martirio. Probablemente Nerva y Trajano no tenían ningún empeño en llamar del destierro a los parientes de Domiciano, cuando levantaron la pena a los otros exilados. Las “actas” relatan que Nereo, Aquileo y Domitila fueron desterrados a la isla de Terracina; los dos primeros fueron ahí decapitados durante el reinado de Trajano, en tanto que Domitila pereció en la hoguera por haberse negado a ofrecer sacrificios a los ídolos. Probablemente la leyenda se basa en el hecho de que los cuerpos de Nereo y Aquileo fueron quemados en un sepulcro familiar, que se hallaba en lo que fue después el cementerio de Domitila. Durante las excavaciones que llevó a cabo Rossi en 1874, en dicha catacumba, se descubrió su sepulcro vacío, en la cripta de la iglesia que el Papa San Siricio construyó el año 390.
Así pues, todo lo que podemos afirmar acerca de los santos Nereo y Aquileo es lo que se halla consignado en las inscripciones que San Dámaso mandó colocar en su sepulcro a fines del siglo IV. El texto ha llegado hasta nosotros a través de las citas de los viajeros que vieron las inscripciones cuando estaban todavía enteras; pero los fragmentos que descubrió Rossi bastan para identificar la inscripción perfectamente. He aquí el texto, traducido al español: “Los mártires Nereo y Aquileo habían entrado voluntariamente en el ejército y desempeñaban el cruel oficio de poner en práctica las órdenes del tirano. El miedo les hacía ejecutar todos los mandatos. Pero, por milagro de Dios, los dos soldados abandonaron la violencia, se convirtieron al cristianismo y huyeron del campamento del malvado tirano, dejando tras de sí los escudos, las armaduras y las lanzas ensangrentadas. Después de confesar la fe de Cristo, se regocijan ahora al dar testimonio del triunfo del Señor. Que estas palabras de Dámaso te hagan comprender, lector, las maravillas que es capaz de hacer la gloria de Cristo.”
Hay una literatura muy
abundante sobre la leyenda de Nereo y Aquileo y el descubrimiento del
cementerio de Domitila. Las actas pueden verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Hay innumerables ediciones y
comentarios de ellas: Wirth (1890); Achelis, Texte und Untersuchungen, vol. XI, pte. 2, (1892); Schaefer, Romische Quartalschrift, vol. VIII (1894), pp.
89-119; P. Franchi de Cavalieri, Note
Agiografiche, n.
3 (1909), etc. Cf. también J. P. Kirsch, Die romischen Titelkirchen (1918), pp. 90-94; Huelsen, Le Chiese di Roma nel medio evo, pp. 388-389, etc., y CMH.,
p. 249. Se encontrarán abundantes referencias sobre la literatura arqueológica
del cementerio de Domitila en el artículo de Leclercq en DAC., vol. IV (1921),
cc. 1409-1443.
(12 de mayo).
No poseemos datos ciertos sobre San Pancracio, cuyo martirio se celebra el día de hoy. La versión que se da ordinariamente de su vida se basa en las llamadas “actas,” las cuales fueron inventadas mucho tiempo después de la muerte del santo y contienen serios anacronismos. Según esas actas, San Pancracio era un huérfano de origen sirio o frigio. Un tío suyo le llevó consigo a Roma, donde ambos se convirtieron al cristianismo. Pancracio fue decapitado por la fe a los catorce años de edad, en tiempos de Diocleciano, y fue sepultado en el cementerio de Calepodio, que después tomó su nombre. Hacia el año 500, el Papa Símaco construyó o reconstruyó una basílica sobre el sepulcro de San Pancracio. San Agustín de Canterbury le consagró la primera iglesia que erigió en esa ciudad; unos cincuenta años más tarde, el Papa San Vitaliano envió a Oswy, rey de Nortumbría, una parte de las reliquias del mártir, cuya distribución ayudó a propagar su culto en Inglaterra. San Gregorio de Tours, que llamó a San Pancracio “el vengador del perjurio,” afirmaba que Dios obraba el milagro perpetuo de castigar visiblemente todos los falsos juramentos que se hicieren en presencia de las reliquias de San Pancracio.
La tumba del
santo estaba en
Existen varias recensiones
de las actas, tanto en latín como en
griego; pueden verse en Acta
Sanctorum, mayo,
vol. III. Pío Franchi de Cavalieri discute el texto griego en Studi e Testi, vol. XIX, pp. 77-120. Ver también Analecta Bollandiana, vol. IX, pp. 258-261.
(12 de mayo).
San Epifanio nació
en Besandulk, pueblecito en los alrededores de Eleuterópolis de Palestina,
hacia el año 310. Como preparación para el estudio de
En Palestina y en los países circundantes se llegó a considerar a San Epifanio como un oráculo y se decía que cuantos le visitaban salían espiritualmente consolados. Su fama se extendió, con el tiempo, hasta regiones muy distantes y, en el ano de 367 fue elegido obispo de Salamis (que entonces se llamaba Constancia), en Chipre. Sin embargo, siguió gobernando su monasterio de Eleuterópolis, al que iba de vez en cuando. La caridad del santo con los pobres era ilimitada, y numerosas personas le constituyeron administrador de sus limosnas. Santa Olimpia le confió con ese fin una importante donación de tierras y dinero. La veneración que todos le profesaban le libró de la persecución del emperador arriano Valente; prácticamente fue el único obispo ortodoxo en las riberas del Mediterráneo a quien el emperador no molestó para nada. En 376, San Epifanio emprendió un viaje a Antioquía para convertir a Vital, el obispo apolinarista; pero sus esfuerzos fueron vanos. Seis años más tarde, acompañó a San Paulino de Antioquía a Roma, donde asistieron al Concilio convocado por San Dámaso. Ambos se hospedaron en casa de una amiga de San Jerónimo, la viuda Paula, a la que San Epifanio encontró tres años más tarde en Chipre, cuando se dirigía a Jerusalén para reunirse con su padre espiritual.
San Epifanio era un santo, pero era también un hombre apasionado, y sus prejuicios de hombre de edad le llevaron en algunas ocasiones a excesos lamentables. Así, por ejemplo, después de que el obispo Juan de Jerusalén le había acogido honrosamente como huésped, tuvo el mal gusto de predicar en la catedral un sermón contra el prelado, a quien sospechaba contagiado de origenismo. Como si esto no hubiera sido suficiente, en Belén, que no era su diócesis, se atrevió a ordenar, contra todos los cánones, a Pauliniano, el hermano de San Jerónimo. Las quejas del obispo de Jerusalén y el escándalo provocado por su conducta, le obligaron a llevar consigo a Pauliniano a Chipre. En otra ocasión, furioso al ver una imagen de Nuestro Señor o de un santo sobre la cortina que cubría la puerta de una iglesita de pueblo, desgarró la tela y dijo a los presentes que se sirviesen de los harapos para limpiar el suelo. Cierto que después pagó otra cortina; pero tal vez los habitantes del lugar no quedaron muy contentos. El malvado Teófilo de Alejandría se sirvió de San Epifanio, enviándole a Constantinopla para acusar a los cuatro “hermanos altos,” quienes habían escapado de la persecución de Teófilo por apelación al emperador. Al llegar a Constantinopla, San Epifanio se negó a aceptar la hospitalidad que le ofrecía San Juan Crisóstomo, porque éste había protegido a los monjes fugitivos; pero, cuando San Epifanio compareció junto con los cuatro hermanos ante el juez, y éste le exigió que probase sus acusaciones, el santo debió reconocer que no había leído ninguno de sus libros ni conocía nada de sus doctrinas. Muy humillado, se embarcó, poco después, con rumbo a Salarais, pero falleció en el camino.
San Epifanio es, sobre todo, famoso por sus escritos. Los principales son: el Anachoratus, una apología de la fe; el Panarium o remedio contra todas las herejías; el “Libro de los Pesos y Medidas,” en el que describe las costumbres y las medidas de los judíos; y un estudio sobre las piedras preciosas que el sumo sacerdote judío ostentaba en su pectoral. Estas obras, que eran muy apreciadas antiguamente, revelan la vasta cultura del autor; pero, juzgándole con nuestra sensibilidad moderna, San Epifanio carece de sentido crítico y es incapaz de exponer claramente una idea. ¡Con razón, San Juan le describía como “la última reliquia de la antigua piedad!”
La biografía de San Epifanio
que se atribuye a un hipotético obispo llamado Polibio, carece de valor
histórico; los bolandistas no la publicaron en su artículo sobre San Epifanio, Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Los detalles sobre la vida
del santo hay que entresacarlos de las obras de los historiadores de la
Iglesia, como Sozomeno y de los controversistas que estudiaron los escritos de
Orígenes y la vida de San Juan Crisóstomo.
(12 de mayo).
El santo obispo
Modoaldo, conocido también con el nombre de Romualdo, nació en Aquitania. Según
parece, pertenecía a una noble familia en la que abundaban los santos, pues una
de sus hermanas era la abadesa Santa Severa y otra fue
La biografía sumaria de San
Modoaldo, escrita cuatro siglos después de su muerte por el abad Esteban de
Lieja, carece de valor histórico. Puede verse, junto con una introducción y un
comentario, en Acta Sanctorum, mayo, vol. III.
(12 de mayo).
La familia de
Santa Rictrudis era una de las más ilustres de Gascuña. Los padres de la santa
eran tan devotos como ricos. Cuando era niña, Rictrudis conoció en la casa de
su padre al que, con el tiempo, habría de ser su director espiritual. Nos
referimos a San Amando, a quien desterró el rey Dagoberto por haberle echado en
cara su conducta licenciosa. El santo prelado evangelizaba entonces
Hubaldo de Elnone, que
escribió la vida de Santa Rictrudis, el año 907, trató de exponer realmente la
verdad histórica, a pesar de que casi todos los documentos se habían perdido
cuando los normandos saquearon e incendiaron Marchiennes, en 881. Ver el
admirable estudio que hizo sobre el tema L. Van der Essen, en Revue d'histoire ecclésiastique, vol. XIX (1923), sobre todo
pp. 543-550, y Etude Critique... des Saints
Mérovingiens (1907,
pp. 260-267) del mismo autor. La biografía de Hubaldo y otros documentos se
hallan en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. W. Levison,
en MGH., Scriptores Merov., vol. VI, reeditó únicamente
el prólogo. Algunas veces se confunde a Santa Rictrudis con Santa Rotrudis; se
venera a esta última en Saint-Bertin y Saint-Omer, pero no sabemos nada de su
vida.
(12 de mayo).
San Germán era hijo de un senador de Constantinopla. Después de su ordenación sacerdotal ejerció, durante algún tiempo, un cargo en la iglesia metropolitana; pero, a la muerte de su padre, fue elegido obispo de Cízico, aunque no sabemos exactamente la fecha. Nicéforo y Teófanes afirman que no se opuso abiertamente a la divulgación de la herejía monoteleta por parte del emperador Filípico; pero esto cuadra mal con la actitud posterior del santo respecto de la herejía, y con las alabanzas que le tributó el segundo Concilio Ecuménico de Nicea, el año 787. Durante el reinado de Anastasio II, San Germán fue trasladado de Cízico a la sede de Constantinopla. Un año después, convocó un sínodo de cien obispos, que definió la doctrina católica frente a la herejía monoteleta.
El año 717, San Germán coronó en Santa Sofía al emperador León el Isáurico, quien juró solemnemente defender la fe católica. Diez años más tarde, cuando el emperador empezó a favorecer a los iconoclastas y se opuso a la veneración de las imágenes, San Germán le recordó su juramento. No obstante, León el Isáurico promulgó un decreto por el que prohibió el culto público a las imágenes y mandó que éstas fuesen colocadas de tal modo que el pueblo no pudiese besarlas. Poco después, con un decreto más drástico, ordenó la destrucción de las sagradas imágenes. El patriarca, que era ya muy anciano, predicó sin temor en defensa de las imágenes y escribió para recordar la tradición cristiana a los obispos que se inclinaban a favorecer a los iconoclastas. En una carta al obispo Tomás de Claudiópolis, decía: “Las imágenes son la concretización de la historia y no tienen más fin que el de dar gloria al Padre celestial. Quien venera las imágenes de Jesucristo, no adora la forma de la madera, sino que rinde homenaje al Dios invisible que está en el seno del Padre; a El es a quien adora en espíritu y en verdad.” El Papa San Gregorio II respondió a San Germán con una carta que se conserva todavía, en la que le felicita por el valor con que había defendido la doctrina y la tradición católicas.
León el Isáurico
hizo cuanto pudo por ganar para su causa al anciano patriarca, hasta que, al
ver que todos sus esfuerzos resultaban inútiles, obligó a renunciar a San
Germán, el año 730. El santo se retiró entonces a la casa paterna, donde pasó
el resto de su vida apegado a las reglas monacales y preparándose para la
muerte. Fue a recibir el premio celestial cuando tenía ya más de noventa años.
La mayor parte de sus escritos se han perdido. El más famoso de ellos es una
defensa de San Gregorio de Nissa contra los origenistas. Baronio dice que los
escritos de San Germán eran como un faro que iluminaba a toda
A. Papadópulos Kerameus
editó en 1881 una biografía medieval de San Germán, escrita en griego; pero se
trata de un documento sin valor. Por ejemplo, el autor de esa biografía cuenta
que el patriarca, huyendo de la ira de León el Isáurico, se refugió en un
convento de religiosas en Cízico y que, con el hábito de las monjas parecía
realmente una viejecita: ahora bien, esto es muy poco verosímil, teniendo en
cuenta que todos los obispos de oriente se dejaban crecer la barba. La mejor
fuente de información es la colección de cartas de la época y las actas de los
concilios. En DTC., vol. VI (1920), cc. 1300-1309, hay un excelente artículo
sobre San Germán, con una bibliografía muy abundante; ver también Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. V, pp. 48-51, y Hefele-Leclercq,
Histoire des Conciles, vol. III, pp. 599 ss.
(13 de mayo).
Las “actas” griegas,
único documento que poseemos sobre esta santa son desgraciadamente muy poco
fidedignas. Lo único que podemos afirmar es que Santa Gliceria, fue una virgen
cristiana que sufrió el martirio en Heraclea, en
En Origines du Culte des Martyrs (pp. 244-245), Delehaye hace
notar que está perfectamente probado que en Heraclea se tributaba culto a la
santa desde muy antiguo. El emperador Mauricio visitó su santuario en 591 y
Heraclio en 610; además, las actas de los cuarenta Mártires de Heraclea,
afirman que el sepulcro de Santa Gliceria era un centro de devoción. Sin
embargo, como lo dijimos arriba, las actas griegas, que se hallan en Acta Sanctorum, mayo, vol. III, son una simple novela
piadosa. Cf. Byzantinische Zeitschrift, vol. VI, (1897), pp. 96-99.
(13 de mayo).
San Mucio era un sacerdote cristiano que fue martirizado en Constantinopla durante la persecución de Diocleciano. Su culto data de muy antiguo. Esto es prácticamente todo lo que sabemos con certeza sobre él, pues sus “actas” son indudablemente espurias. En ellas se lee que San Mucio era un elocuente predicador en Anfípolis de Macedonia. Durante las fiestas de Baco, San Mucio destrozó el altar del dios y derribó por tierra los ex-votos. La muchedumbre le habría asesinado ahí mismo, si el procónsul no le hubiese arrestado. El tribunal le condenó a ser quemado vivo, pero el santo salió ileso de las llamas, junto con tres desconocidos, en tanto que el prefecto y los asistentes perecieron quemados. Entonces, el mártir fue enviado a Heraclea, donde sufrió la tortura de la rueda; después fue arrojado a las fieras, pero éstas no le hicieron daño alguno. Finalmente fue decapitado en Constantinopla.
Delehaye habla detenidamente
de San Mucio en Analecta
Bollandiana, vol.
XXXI (1912), pp. 163-187 y 225-232. Primero presenta el mejor texto de las actas y el panegírico de un tal Miguel; después pasa a
demostrar que el carácter claramente novelístico de las actas no es una prueba contra la existencia
histórica del mártir. Indudablemente existió en Constantinopla, a fines del
siglo IV, una iglesia dedicada a San Mucio, construida tal vez por el emperador
Constantino. Además, es prácticamente cierto que el antiguo martirologio sirio,
de la misma época, menciona al santo, aunque su nombre está transformado en el
de “Máximo,” no sabemos por qué. También el Hieronymianum hace mención de San Mucio.
(13 de mayo).
San Servacio había nacido probablemente en Armenia. Durante el destierro de San Atanasio, le ofreció hospedaje a éste y defendió la causa del gran patriarca en el Concilio de Sárdica. Después del asesinato de Constante, el usurpador Majencio envió a San Servacio y a otro obispo a Alejandría para defender su causa ante el emperador Constancio. La embajada no tuvo éxito, pero San Servacio tuvo ocasión de volver a ver en Egipto a San Atanasio. El año 359, San Servacio asistió al Concilio de Rímini, donde se opuso valientemente a la mayoría arriana, junto con San Febadio, obispo de Agen; sin embargo, ambos santos se dejaron engañar por la fórmula que se firmó ahí, hasta que los ilustró San Hilario de Poitiers.
San Gregorio de Tours cuenta que San Servacio predijo la invasión de los hunos a las Galias y que, con el ayuno, la oración y una peregrinación a Roma, trató de evitar esa catástrofe. El santo emprendió la peregrinación a Roma en espíritu de penitencia para encomendar su grey a los dos grandes Apóstoles. Casi inmediatamente después de su regreso a Tongres, contrajo la peste y murió. Algunos autores sostienen que murió en Maestricht. En ese mismo año, la ciudad de Tongres fue saqueada; pero la profecía de San Servacio se cumplió plenamente setenta años más tarde, cuando Atila y los hunos invadieron y asolaron toda la región.
En los Países
Bajos se profesaba gran devoción a San Servacio en
Las actas de San Servacio son, en realidad, obra de Herigero, abad de
Lobbes (siglo X); se hallan reproducidas, en parte, en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Recientemente se han
descubierto algunos textos más antiguos; pueden verse en Analecta Bollandiana, vol. I (1882), pp. 88-112, y en G. Kurth, Deux
biographies de St Serváis (1881). Véase también G. Kurth, Nouvelles recherches sur St Serváis (1884); A.
Proost, Saint Serváis (1891); F.
Wilhelm, (1910); G. Gorris (1923); Duchesne, Fastes
Episcopaux, vol. III, p. 188; y Anallecta Bollandiana, vol.
IV (1937), pp. 117-120. El culto de San Servacio fue muy popular y la
literatura sobre él es considerable. Sobre las llaves de San Pedro, cf. DAC.,
vol. III, c. 1861.
(13 de mayo).
San Juan fue apodado “el silencioso” por su gran amor al silencio y el recogimiento. [Por lo menos desde mediados del siglo VII, el nombre de “Silencioso” designaba en el oriente a quienes practicaban una forma particular de espiritualidad. A veces se llama a San Juan “el sabaíta.”] Nació al año 454, en Nicópolis de Armenia, de una familia en la que se contaban varios generales y gobernadores de aquella parte del imperio. Después de la muerte de sus padres, Juan, que no tenía más que dieciocho años, construyó un monasterio para él y otros diez compañeros. Bajo la dirección del joven superior, la pequeña comunidad vivía entregada a la devoción y al trabajo. Pronto adquirió San Juan gran fama de santidad y prudencia en el gobierno. Debido a ello, el arzobispo de Sebaste le consagró obispo de Colonia, en Armenia, a los veintiocho años de edad, muy contra la voluntad del joven. San Juan desempeñó durante nueve años las funciones episcopales; instruyó celosamente a su grey, se privó aun de lo más necesario para socorrer a los pobres y conservó, en cuanto pudo, el severo régimen de vida del monasterio. Pero, incapaz de poner remedio a ciertos abusos y sintiéndose llamado al retiro, el santo decidió finalmente abandonar su sede. En vez de volver a Armenia, se dirigió secretamente a Jerusalén, sin saber a ciencia cierta lo que iba a hacer ahí.
Según cuenta su biógrafo, una noche en que San Juan se hallaba en oración, vio una cruz muy brillante en el aire y oyó una voz que le decía: “Si quieres salvarte, sigue esta luz.” Guiado por la cruz, San Juan llegó a la “laura” o monasterio de San Sabas. Convencido de que tal era la voluntad de Dios el santo ingresó al punto en el monasterio, que contaba con más de ciento cincuenta monjes. Tenía entonces treinta y ocho años. San Sabas le puso al principio bajo las órdenes del maestro de obras para que acarrease agua y piedra y ayudase a los obreros en la construcción de un hospital. San Juan iba y venía como una bestia de carga, totalmente concentrado en Dios, siempre alegre y silencioso. Después de esta prueba, el experto superior le nombró encargado de los huéspedes, a los que el santo servía como si se tratase del mismo Cristo. Al ver que su novicio avanzaba rápidamente en el camino de la perfección, San Sabas le permitió retirarse a una ermita para que pudiese entregarse del todo a la contemplación. Los cinco primeros días de la semana, el santo, ayunaba en su celda; pero los sábados y domingos, asistía a los oficios en la iglesia. Al cabo de tres años de vida eremítica, San Juan fue nombrado supervisor de la “laura.” A pesar de los numerosos asuntos en que se ocupaba por su cargo, su gran amor a Dios le permitía vivir con el pensamiento fijo en El, continuamente y sin esfuerzo.
Cuatro años más tarde, San Sabas juzgó a San Juan digno del sacerdocio y decidió presentarle al patriarca Elías. Al llegar a la iglesia del Monte Calvario, donde la ordenación iba a tener lugar, Juan dijo al patriarca: “Santo Padre, tengo que deciros algo en privado; si después de oírme me juzgáis apto para el sacerdocio, recibiré las sagradas órdenes.” El patriarca le concedió una entrevista a solas. San Juan, después de obligarle al más estricto secreto, le dijo: “Padre, yo soy obispo; pero, por mis muchos pecados, tuve que venir a refugiarme en este desierto a esperar la venida del Señor.” Elías quedó sumamente sorprendido y se comunicó con San Sabas para decirle: “No puedo ordenar a este hombre, por lo que me ha comunicado en secreto.” San Sabas volvió al monasterio muy preocupado, pues temía que Juan hubiese cometido un crimen horrible; pero, en respuesta a sus oraciones, Dios le reveló la verdad y le obligó a no comunicarla a nadie.
El año 503, algunos monjes rebeldes obligaron a San Sabas a abandonar la “laura.” Entonces, San Juan se retiró, durante seis años, a un desierto vecino y volvió a la “laura” al mismo tiempo que San Sabas. Vivió todavía cuarenta años en su celda. La experiencia le había mostrado que las almas acostumbradas a hablar con Dios no encuentran más que amargura y vacío en el trato con los hombres. Además, su humildad y su deseo de vivir olvidado de todos le impulsaban, más que nunca, a la soledad. Pero la fama de su santidad atraía constantemente a los visitantes y, el santo comprendió que no debía negarse a quienes necesitaban de sus consejos. Entre éstos se contaba a Cirilo de Escitópolis, quien escribió su biografía cuando el santo tenía ya ciento cuatro años; según Cirilo, San Juan conservaba todavía la lucidez que le había caracterizado toda su vida. El mismo biógrafo relata que, de joven, había ido a consultar al santo ermitaño acerca de su vocación. San Juan le aconsejó que entrase en el monasterio de San Eutimio. En lugar de obedecer, Cirilo ingresó en un monasterio de la ribera del Jordán, donde contrajo una fiebre que le puso a las puertas del sepulcro. Pero San Juan se le apareció en sueños, le reprendió bondadosamente y le dijo que en el monasterio de San Eutimio recobraría la salud y el favor de Dios. A la mañana siguiente, Cirilo partió al monasterio de San Eutimio, completamente restablecido. El mismo autor cuenta que, en su presencia, San Juan arrojó el mal espíritu que se había apoderado de un niño, con sólo trazar con aceite, una cruz sobre su frente. Con su ejemplo y sus consejos, San Juan convirtió muchas almas a Dios. Su vida en la ermita fue una imitación perfecta — en cuanto eso sea posible para la naturaleza humana — de la de los gloriosos espíritus que, en el cielo, aman y alaban constantemente a Dios. Con ellos fue a reunirse el santo el año 558, después de pasar setenta y seis años en una soledad sólo interrumpida por los nueve años de episcopado.
Cirilo de Escitópolis, en
cuya obra se basa todo lo que sabemos sobre San Juan, ingresó probablemente en
el monasterio de San Eutimio el año 544, y pasó a la “laura” de Jerusalén en
554. Como todos sus contemporáneos, Cirilo era muy crédulo y tenía un gusto
exagerado por lo maravilloso; pero narró fielmente lo que él consideraba como
la verdad. La biografía que escribió puede leerse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también Erhard, Romische Quartalschrift, vol. III (1893), pp. 32 ss.;
y el texto de Cirilo en E. Schwartz, Kyrillos von Skjthhopolis (1939).
(13 de mayo).
Eutimio era hijo
de San Juan el Ibérico, de quien se hace mención el 12 de julio. En su artículo
se dice que Eutimio acompañó a su padre a su retiro del Monte Athos y le ayudó
a fundar el famoso monasterio de Ivirón para los monjes de Iberia (Georgia). [En esa región, cerca de
Tiflis, nació José Stalin, cuyo verdadero apellido era Yugashvili.] En
Bajo su gobierno, el monasterio prosperó mucho. Los monjes venían no sólo de Iberia, sino también de Palestina y Armenia. El santo tuvo que expulsar a muchos jóvenes ricos que consideraban la vida religiosa como una forma elegante de retirarse del mundo y dedicarse al reposo. Hacia el año 1040, el monje Jorge el Hagiorita escribió las biografías de San Eutimio y su padre; aunque una buena parte de la obra es una simple colección de alabanzas y lugares comunes, alcanza a destacarse suficientemente la figura de San Eutimio. Era este un superior firme pero no severo, que dirigía a sus súbditos más con el ejemplo que con la palabra y sabía la importancia que tienen los detalles. Jamás bebía vino, cosa extraordinaria para aquella época y aquella región vinícola; pero tenía el buen sentido de exigir que la ración de vino que se daba a sus monjes durante la comida fuese de buena calidad. Insistía también en que no se emplease a trabajadores demasiado jóvenes en las tierras del monasterio: “Sé muy bien que el salario de los hombres maduros es mayor; pero vale la pena gastar un poco más para no exponer a nuestros hermanos a ningún peligro.”
El trabajo predilecto del santo era traducir los libros sagrados del griego al caucásico. Jorge el Hagiorita dice que tradujo más de sesenta libros, entre los que se contaban algunos comentarios bíblicos y diversos escritos de San Basilio, San Gregorio de Nissa, San Efrén y San Juan Damasceno, así como los “Institutos” de San Juan Casiano y los “Diálogos” de San Gregorio Magno. Del caucásico al griego tradujo una obra de particular interés para la hagiografía; nos referimos a la “Vida de los Santos Barlaam y Josafat.” Esos santos no existieron nunca, pero, desgraciadamente, el cardenal Baronio introdujo sus nombres en el Martirologio Romano (27 de noviembre). Naturalmente, los trabajos que emprendió San Eutimio le dejaban poco tiempo para gobernar; así pues, al cabo de catorce años de superiorato, renunció a su cargo, con la idea de que el pueblo cristiano tenía necesidad de ciertos libros que sólo él podía traducir.
Por desgracia,
bajo el superiorato de su sucesor se produjeron ciertos disturbios entre los
monjes ibéricos y los griegos, por lo que el emperador Constantino VIII convocó
a San Eutimio a Constantinopla para que le diese cuenta de la situación. Cuando
se hallaba en dicha ciudad, el santo fue derribado por la muía que montaba y
murió a resultas de la caída, el 13 de mayo de 1028. Su cuerpo fue trasladado
al Monte Athos y sepultado en la iglesia de
Sobre la bibliografía, véase
nuestro artículo del 12 de julio acerca de San Juan el Ibérico. En henikon, vol. VI, n. 5 y vol. VII, nn. 1, 2 y 4 (1929-1930)
hay una traducción francesa de la biografía escrita por Jorge el Hagiorita. El
nombre de Hagiorita, que se da también algunas veces al padre de San Eutimio,
se deriva de la expresión griega Hagion
Oros (Monte
Santo) y hace alusión al Monte Athos. Ivirón es, en la actualidad, un
monasterio de la Iglesia ortodoxa, habitado por monjes griegos; los ibéricos
salieron de ahí hace mucho tiempo.
(14 de mayo).
Durante mucho
tiempo se creyó que San Poncio era un ilustre mártir de la primitiva Iglesia,
que había muerto durante la persecución de Valeriano, hacia el año 258, en
Cimella. Dicha ciudad, situada en
En el Martirologio Romano
aparece el nombre de San Poncio, a quien, en tiempos de Alban Butler, se
consideraba como “un ilustre mártir primitivo.” Pero la hagiografía moderna,
representada en este caso por el bolandista Delehaye, ha probado que las actas
(cf. Acta Sanctorum, mayo, vol. III) carecen de
valor histórico y datan del siglo VI, por más que el autor intenta hacerse
pasar por contemporáneo y testigo presencial del martirio del santo. Además, no
existe ninguna manifestación de culto primitivo. Véase Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp.
201-203.
(14 de mayo).
Según parece, el culto de San Bonifacio de Tarso data solamente del siglo IX, aunque su martirio tuvo lugar el año 306. Por otra parte, es evidente que las actas contienen muchos detalles imaginarios, aunque el fondo es probablemente histórico. La vida del santo puede resumirse así: A principios del siglo IV, vivía en Roma una mujer llamada Aglaé. Noble, rica y hermosa, gustaba de llamar la atención de sus conciudadanos y, para ello, ofreció dos veces al pueblo un espectáculo público que pagó de su propia bolsa. El mayordomo de Aglaé, llamado Bonifacio, vivía en pecado con ella. Bonifacio era licencioso y disoluto, pero también era generoso, hospitalario y muy bondadoso con los pobres. Un día, Aglaé le pidió que fuese al oriente a traerle unas reliquias, “porque —le explicó— he oído decir que quienes honran a los mártires de Cristo compartirán la gloria con ellos y los cristianos de oriente se dejan torturar y matar por Cristo.” Bonifacio se preparó para el viaje, pidió a su ama una gruesa suma de dinero y le dijo: “Si en el oriente hay reliquias, yo os las traeré. Pero no es imposible que en vez de ello os traigan mi cuerpo como reliquia.” Desde ese momento, Bonifacio cambió completamente; durante el viaje no probó la carne ni el vino, ayunó mucho y pasó largas horas en oración.
En aquella
época, la Iglesia atravesaba por un período de paz en el occidente; en cambio,
en el oriente, Galerio Maximiano y Maximino Daya continuaban la persecución de
Diocleciano, con particular violencia en Cilicia, donde gobernaba el salvaje
Simplicio. Bonifacio se dirigió a Tarso, capital de la provincia, y en seguida
fue a ver al gobernador. Simplicio estaba precisamente en el proceso de mandar
al tormento a veinte cristianos. Bonifacio corrió a reunirse con ellos y gritó:
“¡Grande es el Dios de los Cristianos! ¡Grande es el Dios de los mártires!
Pedid por mí, siervos de Jesucristo, para que sea yo digno de acompañaros en la
lucha contra el demonio.” El gobernador, furioso, le mandó arrestar y ordenó
que le clavasen en las uñas astillas afiladas y le echasen en la boca plomo
derretido. El pueblo, disgustado por la crueldad del gobernador, empezó a
gritar: “¡Grande es el Dios de los cristianos!” Simplicio se retiró muy
alarmado, ante la perspectiva de un levantamiento popular. Pero al día
siguiente mandó llamar a Bonifacio y le condenó a morir en un caldero
hirviente. Como el mártir saliese ileso de la prueba, un soldado le cortó la
cabeza. Los criados de Bonifacio compraron su cuerpo, lo embalsamaron y lo
llevaron consigo a Italia. Aglaé salió a recibirlo en
Aquí no hemos hecho sino
resumir el artículo de Alban Butler, quien no dudaba de la autenticidad de las
“actas.” Pero Delehaye y otras autoridades en la materia afirman que se trata
de una novela piadosa. Las actas
pueden verse en Acta
Sanctorum, mayo,
vol. III. Véase Duchesne, Mélanges
d'Archéologie, 1390, pp. 2-10; Nuovo
Bullettino di archeologia crist., vol. VI, 1900, pp. 205-234. La leyenda de San
Bonifacio fue muy popular en
(15 de mayo).
Se dice que los primeros evangelizadores de España fueron siete varones de Dios, a quienes San Pedro y San Pablo habían designado para la tarea. Según la leyenda, los misioneros llegaron juntos a Cádiz de Granada, en cuyos alrededores acamparon, en tanto que sus criados iban a comprar alimentos a la ciudad. Pero los habitantes atacaron a los forasteros y los siguieron río abajo El milagro de que se haya derribado un puente cuando los perseguidores pasaban sobre él, les permitió escapar con vida. Los misioneros se separaron después; cada uno de ellos escogió un distrito del que fue obispo y misionero. Torcuato eligió a Cádiz como campo de trabajo. Su fiesta se celebra el día de hoy, junto con Indalecio y sus compañeros, aunque cada uno tiene su fiesta especial. Según parece, San Torcuato y sus compañeros fueron martirizados.
Nuestro relato se basa
únicamente en las lecciones del breviario medieval, que pueden leerse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. No existe ninguna huella de
culto primitivo. Véase J. P. Kirsch, Kirchengeschichte, vol. I, p. 307, n. 25.
(15 de mayo).
San Isidro, a quien el Martirologio conmemora en este día, era probablemente originario de Alejandría. Se dice que fue comisario del ejército del emperador Decio y que se hallaba en Kíos con la flota imperial mandada por Numerio. En dicha isla su capitán descubrió que era cristiano y le denunció a Numerio. El santo confesó firmemente la fe durante el juicio, sin dejarse ganar por las promesas ni amedrentar por las amenazas. Como se rehusase a ofrecer sacrificios a los dioses, el juez mandó que le cortasen la lengua y le degollasen. Su cadáver fue arrojado a un pozo, de donde lo rescataron los cristianos. Fue sepultado por un soldado llamado Amiano, que sufrió más tarde el martirio en Cízico y por Santa Mírope, la cual murió en la flagelación que se le infligió por haber dado sepultura a los mártires cristianos. El pozo llegó a ser muy famoso por las propiedades curativas de sus aguas y se construyó una basílica sobre la tumba de San Isidro. En el siglo V, San Marciano, que era tesorero de la catedral de Constantinopla, dedicó a San Isidro, por divina revelación, una de las capillas de la iglesia que edificaba en honor de Santa Irene. El culto del santo se extendió de Constantinopla a Rusia. En 1525, unos mercaderes cristianos trasladaron las reliquias de San Isidro a San Marcos de Venecia, donde se conservan todavía.
Hay razones para sospechar que
las actas del martirio de San Isidro (Acta Sanctorum mayo, vol. III) no pasan de
ser una novela piadosa. Pero el culto del santo, cuyo centro es Kíos, data de
muy antiguo. San Gregorio de Tours menciona a San Isidro. Cf. Delehaye, Origines du Culte des Martyrs, pp. 226, etc.; y Recueuil des historiens des Croisades, Occident, vol. V, pp. 321-334.
(15 de mayo).
Durante la persecución de Decio vivía en Lampsaco del Helesponto un joven cristiano de carácter altivo y noble presencia, llamado Pedro. El procónsul Olimpio, ante el cual compareció, le mandó que ofreciese sacrificios a Venus. Pedro se negó y atacó hábilmente el culto a la licenciosa divinidad. En las “actas” de su martirio se citan sus propias palabras. San Pedro fue decapitado, tras de haber sido torturado en la rueda. Poco después, el mismo procónsul juzgó a otros tres cristianos: Nicómaco, Andrés y Pablo. Durante la tortura, Nicómaco abjuró de la fe. Entonces Dionisia, una joven de dieciséis años que se hallaba presente, lanzó un grito de horror. Fue arrestada, se la interrogó y confesó que era cristiana. Como se negase a sacrificar a los dioses, fue condenada a morir al día siguiente, con Andrés y Pablo; también se le anunció que iba a pasar la noche con dos jóvenes licenciosos, a quienes se autorizó para hacer de ella lo que quisiesen. Pero la misericordia de Dios preservó a Dionisia de sus ataques. A la mañana siguiente, Andrés y Pablo fueron lapidados en las afueras de la ciudad por la turba. Dionisia, que deseaba morir con ellos, los siguió hasta el sitio del martirio; pero el procónsul la obligó a volver y la mandó decapitar dentro de la ciudad.
Las actas de esos mártires (Acta Sanctorum, mayo, vol. III) son bastante
sospechosas; sin embargo, el Hieronymianum
los
menciona. Véase el comentario de Delehaye, p. 256. Apenas se puede dudar que el
martirio de uno de ellos, por lo menos, haya tenido lugar en Lampsaco.
(15 de mayo).
Cuando San Hilario
tenía doce años, cayó en sus manos un ejemplar de las Epístolas de San Pablo y,
al leerlas, concibió el deseo de servir a Dios en la soledad. Poco después, oyó
leer en la iglesia el pasaje del Evangelio en que el Señor dice a los que
quieran ser sus discípulos que deben abandonar a su padre y a su madre y estar
dispuestos a dar su vida por El. Como no comprendiese exactamente el sentido de
esas palabras, Hilario consultó a un hombre muy piadoso, quien vacilaba un poco
en explicar ese consejo de perfección a un muchacho tan joven; pero Hilario
insistió y acabó por persuadirle. Confirmado así en su decisión, Hilario
abandonó su casa, que estaba en Toscana, cruzó los Apeninos y se estableció en
una ermita de las riberas del Ronco. Poco después, se construyó una celda en la
cima de una montaña de las cercanías. Poco a poco se reunieron en torno suyo
algunos discípulos. Hilario construyó para ellos un monasterio en las tierras
que le había regalado un noble de Ravena que se había convertido con toda su
familia, cuando Hilario le libró de un mal espíritu. Dicho monasterio, al que
el santo dio el nombre de Galeata, se llamó más tarde Sant'Ilaro. El santo no
dejó reglas escritas, pero sus monjes continuaron 1a práctica de la forma de
vida que él les había enseñado, y que consistía en el canto de las divinas
alabanzas, la oración y el trabajo manual. Según cuenta la leyenda, el ángel
guardián de San Hilario aparecía junto a él en todos los momentos de peligro,
como sucedió cuando Teodorico amenazó con matarle y destruir el monasterio,
porque el santo se había negado a pagarle tributo. El valor del santo
impresionó tanto al conquistador que éste acabó por encomendarse a sus
oraciones y regalarle algunas tierras para la abadía. San Hilario murió en
No hay ninguna razón para
dudar de la veracidad sustancial de la biografía escrita por Pablo, discípulo
del santo. Puede leerse en Acta
Sanctorum, mayo,
vol. III.
(15 de mayo).
En el pueblecito de Gheel, a cuarenta kilómetros de Amberes, se venera mucho a Santa Dimpna y San Gereberno, cuyos cuerpos fueron descubiertos, o redescubiertos, en el siglo XIII, en sendos sarcófagos antiguos de mármol. La devoción de Santa Dimpna se hizo muy popular a causa de las múltiples curaciones que, según se cuenta, obraron sus reliquias entre los epilépticos y lunáticos que visitaban su santuario. Desde entonces, se ha considerado a la santa como patrona de los enfermos mentales y los habitantes de Gheel se distinguen por la generosidad con que han contribuido a la fundación de manicomios y clínicas psiquiátricas. En el siglo XIII, se construyó en Gheel una enfermería para los lunáticos que iban a visitar el santuario, y actualmente existe ahí un sanatorio psiquiátrico de primer orden, en el que se permite a la mayoría de los enfermos trabajar en las granjas de los alrededores y compartir la vida de familia de los campesinos. Los restos de Santa Dimpna descansan en un relicario de plata en la iglesia de su nombre. También se halla ahí la cabeza de San Gereberno, el resto de cuyas reliquias se halla en Sonsbeck de la diócesis de Münster.
Probablemente se ha perdido la verdadera historia de estos dos santos; pero la imaginación popular se encargó de atribuirles, desde la época del descubrimiento de sus reliquias, una leyenda que forma parte del folklore de varios países europeos. Resumámosla brevemente. Dimpna era hija de un monarca pagano de Irlanda, Inglaterra o Armórica y de una princesa cristiana que había muerto muy joven, pero no sin dejar a su hija ya bautizada e instruida en la fe. Con los años, Dimpna se asemejó cada vez más a su madre, a quien el monarca había amado con adoración y en el corazón del rey nació una pasión criminal por su propia hija. Por consejo de su confesor, San Gereberno, Dimpna huyó de su casa y se embarcó rumbo a Amberes, acompañada por el propio San Gereberno y por el bufón de la corte y su esposa. De Amberes se dirigieron hacia el sudeste; a través de los bosques, llegaron a un pequeño oratorio consagrado a San Martín, que se levantaba en el sitio donde actualmente se halla Gheel. Entre tanto, el padre de la santa había emprendido la persecución de su hija; sus espías desembarcaron en Amberes y descubrieron el sitio en que Dimpna se había refugiado, gracias a las monedas extranjeras con que los fugitivos habían pagado sus gastos durante el camino. El rey se presentó de improviso en el sitio en que se hallaba su hija e intentó ganársela con halagos; pero como Dimpna, aconsejada por San Gereberno, se negase a volver con su padre, el rey ordenó a sus criados que diesen muerte ahí mismo a los dos rebeldes. Los criados asesinaron al punto a San Gereberno; pero, como vacilasen en atacar a la princesa, el desnaturalizado padre la degolló por su propia mano. Los cadáveres fueron abandonados; pero los ángeles o los hombres se encargaron de darles sepultura ahí mismo.
Delehaye, Légendes Hagiographiques (trad. ingl., pp. 9, 105,
157) considera esta leyenda como un ejemplo típico de las infiltraciones del
folklore en la hagiografía. El texto de la leyenda puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también Van der Essen, Etude critique sur les Vies des Saints mérov., pp.
313-320; Künstle, Ikonographie, vol. II,
pp. 190-192; y Janssens, Gheel in Beeld en Schrift
(1903). Un dato interesante
es que en Gheel se hace pasar a los lunáticos bajo un arco construido
exactamente debajo de las reliquias de la santa. En muchos otros sitios de
peregrinación, por ejemplo en Jerusalén una de las condiciones necesarias para
obtener la curación consiste en pasar a través de un pasaje estrecho. La fiesta
de Santa Dimpna se celebra en Irlanda; pero no hay que confundir a ésta santa
con la santa irlandesa Dahmhnait, (Damnat de Tedavnet).
(15 de mayo).
Santa Hildegarda, que pasó los últimos años de su vida en Rupertsberg, escribió la vida de San Ruperto y Santa Berta y popularizó su culto, tres siglos después de la muerte de dichos santos. Según Santa Hildegarda, el padre de Ruperto era pagano; su madre era una cristiana llamada Berta, que pertenecía a la familia de los duques de Lorena y tenía extensas posesiones junto al Rin y al Nahe. El padre de Ruperto murió en una batalla, cuando su hijo era todavía pequeño. Berta se consagró totalmente a la educación del niño, quien tenía tal intuición en las verdades de la fe, que era más bien él quien enseñaba la religión a su madre. En una ocasión en que varios mendigos se acercaron a pedirle limosna, Ruperto dijo a su madre: “¡Mira! Todos estos son tus hijos.” En otra ocasión en que Berta dijo a Ruperto que pensaba construir una iglesia, el niño le respondió: “Está muy bien; pero lo principal es obedecer a Dios, compartir el pan con los pobres y vestir a los desnudos.” Estas palabras impresionaron tanto a Santa Berta, que inmediatamente fundó varios hospitales para los pobres. Cuando Ruperto tenía doce años, Berta le llevó a Roma a visitar las tumbas de los Apóstoles; a la vuelta de esa peregrinación, hicieron varias fundaciones piadosas y repartieron entre los pobres el resto de sus bienes. En seguida se retiraron a una ermita de la región montañosa de las cercanías de Bingen, que más tarde recibió el nombre de Rupertsberg. Ruperto murió a los veinte años de edad. Su madre siguió en el servicio de Dios sin cambiar de sitio, durante veinticinco años y fue sepultada junto a su hijo, en el convento que habían construido en las orillas del Nahe.
El texto de la biografía
escrita por Santa Hildegarda se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también P. Bruder, St. Rupertus Büchlein (1883).
(15 de mayo).
Isaías, que era originario de Kiev, fue un monje de la abadía de las Cuevas cuando todavía vivían los fundadores del monasterio, San Antonio y San Teodosio. Por su ejemplar piedad y sus excepcionales cualidades, San Isaías fue elegido abad del monasterio de San Demetrio en la misma ciudad, en 1602. Quince años después, fue elegido obispo de Rostov, donde consagró todas sus energías a la evangelización de los paganos, según el ejemplo de su predecesor San Leontino. Bautizó a numerosos neófitos e instruyó y confirmó en la fe a los que ya eran cristianos. Dios ilustró la predicación del santo con muchos milagros. San Isaías practicó incansablemente toda clase de obras de misericordia, corporales y espirituales, en su eparquía. Desde el instante de su muerte, ocurrida el año 1090, el pueblo empezó a venerarle como santo. Setenta años después, se construyó un santuario para sus restos en la catedral de Rostov.
Véase Martynov, Annus ecclesiasticus
Graeco-Slavicus; Acta Sanctorum, oct., vol. XI, Cf. nuestro artículo y
bibliografía sobre San Sergio (25 de sept.).
(16 de mayo).
La leyenda, que data de muy antiguo, cuenta que el Papa Sixto II consagró al primer obispo de Auxerre, San Peregrino, y le envió a la ciudad a instancias de los cristianos. San Peregrino desembarcó en Marsella, donde predicó el Evangelio, y lo mismo hizo en Lyon. Durante su episcopado, se convirtieron al cristianismo casi todos los habitantes de Auxerre. El santo construyó una iglesia en las riberas del Ionne y evangelizó las regiones circundantes. En las montañas de Puisaye, a unas diez leguas al sudeste de Auxerre, se levantaba la ciudad de Intaranum (actualmente Entrains), en la convergencia de varios caminos. El prefecto romano tenía ahí su palacio, y la ciudad se había convertido en un centro de adoración de las divinidades paganas. Durante las fiestas de la dedicación de un nuevo templo a Júpiter, San Peregrino se presentó en Intaranum y exhortó a la turba a renunciar a la idolatría. Inmediatamente fue arrestado y llevado ante el gobernador, quien le condenó a muerte. El santo obispo fue degollado, después de sufrir crueles torturas.
Este relato se basa en dos
textos, uno de los cuales se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. III y el otro, en
Migne, PL., vol. 138, cc. 219-221. No se puede dudar de la historicidad del
martirio de San Peregrino, pues el Hieronymianum lo conmemora en este día y afirma que tuvo lugar en “vicus Baiacus”
(Bouhy), donde fue sepultado el santo. Ver también Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 431.
(16 de mayo).
Lo único que sabemos sobre los primeros años de San Posidio es que era originario del África proconsular y que fue discípulo de San Agustín de Hipona. Probablemente hacia el año 397 fue elegido obispo de Galanía, en Numidia. Los donatistas y los paganos causaban por entonces graves disturbios en esa diócesis. San Posidio se unió estrechamente con San Agustín en la lucha contra la herejía y sufrió un atentado por parte de los donatistas más enconados. El Papa Inocencio I, en el sínodo de Milvio del año 416, alabó la energía que el santo había desplegado en la lucha contra el pelagianismo. San Posidio estableció una especie de congregación religiosa en Calama, más o menos de acuerdo con los conceptos de San Agustín.
El año 429, los
vándalos pasaron de España a África y pronto se adueñaron de
Las noticias que poseemos
sobre San Posidio provienen de diversas fuentes, particularmente de las obras
de San Agustín. Ver Acta
Sanctorum, mayo,
vol. IV. Hay un buen artículo sobre San Posidio en DCB., vol. IV, pp. 445-446.
(16 de mayo).
San Brendano es uno de los más conocidos entre los santos irlandeses. Pero hay que reconocer que su popularidad, más que a la tradición de su santidad, se debe al relato de sus viajes, conocido con el nombre de “Navigatio,” que es claramente una obra de imaginación. Existen varios textos latinos e irlandeses de la vida de San Brendano; pero, aun suprimiendo los datos tomados de la “Navigatio,” que han sido incorporados a algunos textos, el relato no produce una gran impresión de veracidad. Los antiguos bolandistas que, como todos los historiadores de su generación, eran más bien indulgentes en su actitud respecto de las narraciones extraordinarias, no se atrevieron a publicar en Acta Sanctorum la biografía completa del santo, que calificaron de “fabulosa.” Sin embargo, no se puede dudar de que San Brendano haya existido realmente y haya ejercido gran influencia sobre sus contemporáneos, en el siglo VI. Probablemente nació cerca de Tralee, en la costa occidental de Irlanda. Su padre se llamaba Findlugh. De niño estuvo cinco años al cuidado de Santa Ita; más tarde, se encargó de su educación el obispo Ere, quien le había bautizado y que habría de conferirle, un día, las órdenes sagradas. Se cuenta que Brendano fue a visitar, entre otros hombres de Dios, a San Jarlath de Tuam para pedirle consejo e inspirarse en su ejemplo.
Resulta
imposible ordenar cronológicamente los acontecimientos de la vid del santo. Sin
embargo, parece que, poco después de su ordenación sacerdotal, Brendano tomó el
hábito de monje y fundó un monasterio con algunos discípulos. Sus biógrafos no
se preocupan de explicarnos por qué abandonó a sus primeros discípulos y
partió, con otros sesenta compañeros, al mando de una flotilla de canoas de
cuero, a explorar las Islas de los Santos. Unos autores hablan de un viaje y
otros de dos. Según se dice, el primer viaje duró de cinco a siete años,
durante los cuales los marinos llevaban en las barcas una vida conventual. Aunque
es ridículo suponer, como lo han hecho algunos ardientes defensores de la leyenda,
que San Brendano fue hasta las Canarias y aun llegó a la costa noroeste de
Groenlandia, el historiador J. F. Kenny, cuya autoridad es bien conocida,
afirma: “Se puede suponer sin exageración que Brendano llegó a las islas de
Escocia y tal vez a Strathclyde, Cumbria o Gales.” En todo caso, Adamnán, que
escribió algo más de un siglo después de la muerte de San Brendano, dice que
visitó a San Columbano en la islita de Himba de Argyll; pero no se ha podido
identificar esa isla y, la biografía más antigua de San Brendano no dice una
sola palabra sobre esa visita. Los biógrafos posteriores hablan extensamente de
la visita que San Brendano hizo a San Gildas en
El acontecimiento más verosímil en la vida de San Brendano es la fundación del monasterio de Clonfert, el año 599 (?). Sus biógrafos dicen que durante el gobierno del santo, la comunidad llegó a constar de tres mil monjes y que un ángel le dictó las reglas que escribió. Ignoramos el contenido de dichas reglas, pero los biógrafos nos dicen que los abades sucesores de San Brendano las habían mantenido en vigor “hasta el día de hoy.” No hay razón para negarse a aceptar el dato de que el santo no murió en Clonfert, sino que Dios le llamó a Sí cuando se hallaba de visita en el convento de Enach Duin, del que su hermana Briga era abadesa. Después de celebrar el santo sacrificio, San Brendano dijo: “Encomendad mi viaje en vuestras oraciones.” Briga le preguntó: “¿Qué es lo que temes?” Brendano replicó: “Como voy a partir solo y el camino es oscuro, temo las regiones desconocidas, la presencia del Rey y la sentencia del Juez.” Previendo que el pueblo querría conservar sus restos, San Brendano ordenó que no se diese la noticia de su muerte y que sus restos fuesen transportados a Clonfert en una carreta, como si fuese su propio equipaje que él enviaba por delante. La fiesta del santo se celebra en toda Irlanda.
Los materiales biográficos
relativamente abundantes, consisten principalmente en dos biografías latinas,
editadas por C. Plummer en VSH., vol. I, pp. 90-151, y vol. II, pp. 270-292; en
la biografía que editó el P. Grosjean en Analecta Bollandiana, vol. XLVIII (1930), pp. 99-121; en la biografía
irlandesa editada por Whitley Stokes en Lismore Lives, pp. 99-115; y en otra biografía irlandesa que editó Charles Plummer en Bethada Náem n-Erenn, vol. I, pp. 44-95. Plummer
discute muy a fondo los problemas de los diferentes textos; véanse los
prefacios de las dos obras mencionadas y Zeitschrift für Celtische Philologie, vol. V (1905), pp. 124-141.
Es muy extensa la bibliografía sobre San Brendano y particularmente sobre
(18 de mayo).
Se celebra a San Venancio en la Iglesia de occidente con misa y oficio propios el día de hoy. Tres largas lecciones del Breviario y varios himnos compuestos expresamente para su fiesta, perpetúan la fábula de este santo. Los honores que la Iglesia prodiga al joven mártir de Camerino, datan de la época de Clemente X, quien fue elegido Papa a los ochenta años (1670-1676), luego de gobernar la diócesis de Camerino durante cerca de cuarenta.
Apenas hay huellas de que en la antigüedad se haya tributado culto a este mártir. El nombre de San Venancio, que aparece relacionado con ciertas iglesias y reliquias, no prueba nada, ya que hubo otro San Venancio, que fue el primer obispo de Salona, en Dalmacia, en las costas del Adriático. Las actas apócrifas del mártir de Camerino dicen que San Venancio confesó la fe cristiana ante el juez; por ello fue azotado, quemado con antorchas, suspendido cabeza abajo en una hoguera; los verdugos le arrancaron los dientes y le quebraron la mandíbula; los leones no hicieron más que lamerle los pies; después de haber sido arrojado a un precipicio, sin recibir daño alguno, San Venancio fue decapitado junto con otros mártires que habían confesado la fe cristiana al verle sufrir con tanta constancia. Durante el martirio hubo varias apariciones sobrenaturales; dos de los jueces ante los que compareció el santo murieron durante el juicio; los terremotos asolaron la región, y, finalmente, se desató una pavorosa tempestad.
El texto en que se narran todos esos portentos
se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV (véase también
mayo, vol. VII, apéndice), junto con un comentario que subraya su carácter
legendario. En realidad las actas datan, a lo que parece, del siglo XII y son
una imitación de las actas, también espurias, de San
Agapito de Praeneste. Probablemente ambos documentos sufrieron la influencia de
las leyendas que se habían creado sobre el mártir auténtico San Venancio de
Salona. Ver Karl Bihlmeyer, en Kirchliches
Handlexikon, vol.
II, c. 2563.
(18 de mayo).
La leyenda de San Teódoto, Santa Tecusa y sus compañeros, es una simple novela piadosa que carece de fundamento histórico, como tantas otras leyendas que han alcanzado aceptación en la Iglesia del oriente y del occidente. Si dejamos de lado una serie de detalles pintorescos, podemos resumir así lo esencial de la fábula: Teódoto era un cristiano devoto y caritativo, de cuya educación se había encargado una doncella llamada Tecusa. Teódoto ejercía el oficio de posadero, en Ancira de Galacia. Durante la persecución de Diocleciano, los cristianos de dicha provincia sufrieron lo indecible por parte de su cruel gobernador. Teódoto se atrevía a visitar a los prisioneros cristianos y quemaba los cadáveres de los mártires, a riesgo de su vida. Un día, cuando transportaba los restos de San Valente, que acababa de sacar del río Halis, encontró cerca de la población de Malus a varios cristianos que poco antes había recobrado la libertad, gracias a sus buenos oficios. Los cristianos se regocijaron mucho al verle y le invitaron a comer al aire libre con ellos y con un sacerdote de la localidad, llamado Fronto. Durante la conversación, Teódoto hizo notar que aquél era un sitio ideal para construir una capilla para las reliquias de los mártires. “Sí, replicó el sacerdote; pero para ello hace falta tener, primero, las reliquias.” “Construid la capilla, respondió Teódoto, que yo me encargo de conseguir las reliquias.” En prueba de la seriedad de su promesa, Teódoto dio su anillo al sacerdote.
Poco después, se celebró en Ancira la fiesta anual de Artemisa y Atenea, durante la cual se sumergían en el río las estatuas de esas diosas, en tanto que las jóvenes consagradas a su culto se bañaban a la vista del público. En la prisión de Ancira había entonces siete doncellas cristianas, entre las que se contaba Tecusa. Como no pudiese vencer su constancia, el gobernador ordenó que siguieran desnudas, en una carreta abierta, la procesión de las estatuas de las diosas y, si no consentían en revestir las túnicas y guirnaldas de las sacerdotisas, las condenaba a perecer ahogadas en el río. Como las doncellas se negasen, los verdugos les ataron al cuello grandes piedras y las arrojaron al río. Teódoto recogió los cuerpos de las mártires y les dio cristiana sepultura, una noche tempestuosa, en tanto que los guardias se protegían de la lluvia. Un apóstata denunció a Teódoto, el cual, después de sufrir atroces torturas, fue decapitado.
Precisamente el día del martirio de Teódoto, el sacerdote Fronto fue a Ancira con su asno a vender vino. Llegó ya de noche a la ciudad. Como las puertas estaban cerradas, aceptó gustosamente la invitación que le hicieron los soldados para pasar la noche en su campamento. En el curso de la conversación, se enteró de que los soldados estaban de guardia en el sitio donde se iba a quemar, al día siguiente, el cadáver de su amigo Teódoto. Inmediatamente les dio a beber de su vino hasta que perdieron el conocimiento; después puso en el dedo del difunto Teódoto el anillo que éste le había dado, colocó el cadáver sobre su asno y lo dejó en libertad, con la certeza de que el animal se dirigiría instintivamente a su casa. A la mañana siguiente se puso a dar voces para anunciar a todo el campamento que le habían robado su asno; así se libró de toda sospecha. Como lo había previsto, el asno transportó el cadáver a Malus, donde se edificó para las reliquias de San Teódoto la capilla que éste había proyectado construir.
La actitud de los críticos
modernos respecto de la leyenda de San Teódoto simboliza el cambio que se ha
operado en la hagiografía. Alban Butler, basándose en la autoridad de Ruinart,
de los antiguos bolandistas y de Tillemont, atribuyó la narración del martirio
de Teódoto a un tal Nilo, “que había vivido con el mártir, había sido su
compañero de prisión y había sido testigo presencial de los hechos.” Pero hay
serias razones para pensar que Nilo no existió nunca y que la leyenda, que
recuerda una narración de Herodoto, es una simple novela escrita por un autor
que era más hábil que la mayoría de sus predecesores en el género. Ver
Delehaye, en Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp.
320-328, y vol. XXIII (1904), pp. 478-479. Los textos pueden verse en la obra
de P. Franchi de Cavalieri, Studi e Testi,
n. 6
(1901), y n. 33 (1920). Véase igualmente Acta Sanctorum, mayo, vol. IV; y Revue des questions
historiques, vol.
XVIII (1904), pp, 288-291.
(19 de mayo).
El 19 de mayo se lee en el Martirologio Romano: “En Roma, la conmemoración de Santa Pudenciana, virgen, la cual, después de innumerables trabajos y de haber enterrado a muchos mártires y distribuido todos sus bienes entre los pobres, pasó finalmente a recibir el premio celestial. En la misma ciudad, la conmemoración de San Pudente, senador, padre de la susodicha virgen, que recibió de manos de los Apóstoles la túnica inmaculada del bautismo y la conservó sin mancha hasta que Dios le llamó a recibir la corona.” Los historiadores discuten si San Pudente se identifica con el personaje del mismo nombre (mencionados en 2 Tim. 4:21). En todo caso, está fuera de duda que hubo en Roma, en los primeros tiempos de la Iglesia, un cristiano llamado Pudente, que regaló un terreno para la construcción de una iglesia, que se llamó, primero, “Ecclesia Pudentiana” o “Titulus Pudentis;” más tarde, por mera confusión, el pueblo empezó a llamarla “Ecclesia Sanctae Pudentianae” e inventó la historia de que Santa Pudenciana había sido hija de Pudente y mártir también. Con el tiempo, el nombre de Pudenciana se transformó en Potenciana. A fines del siglo VIII, empezaron a correr las “actas” apócrifas de las santas Pudenciana y Práxedes, según las cuales, ambas vírgenes eran hermanas, hijas de Pudente; Pudenciana tenía dieciséis años al morir. Probablemente el autor de las “actas” unió los nombres de Santa Pudenciana y Santa Práxedes porque encabezan la lista de las vírgenes cuyos cuerpos fueron trasladados de las catacumbas a la iglesia de Práxedes, por el Papa Pascual I (817-824).
Los bolandistas publicaron
las actas de Santa Pudenciana en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV. Una comisión nombrada por Benedicto XVI
para revisar el Breviario, declaró que esas actas eran legendarias y no
merecían crédito alguno. Todavía se discuten muchos puntos sobre Pudente,
Pudenciana y Práxedes; Delehaye resume la discusión en CMH, p. 263, y cita a
los autores principales. Ver también Marucchi, en Nuovo Bullettino di arch, crist., vol. XIV (1908), pp. 5-125.
(19 de mayo).
San Dunstano, el más famoso de los santos anglosajones, nació hacia el año 910, en las cercanías de Glastonbury, en el seno de una noble familia muy relacionada con la casa reinante. Estudió las primeras letras en Glastonbury, bajo la dirección de profesores irlandeses. Después fue enviado a la corte del rey Athelstan, cuando era todavía un niño. Debido a su apego por el estudio, algunos envidiosos le acusaron de que practicaba la magia y consiguieron que fuese expulsado de la corte; no contentos con ello, sus enemigos le hicieron caer en un pantano cuando salía de la ciudad. El santo se refugió en casa de su tío, San Alfegio el Calvo, obispo de Winchester. Para entonces ya había recibido la tonsura y su tío le exhortó a abrazar la vida religiosa. Dunstano se resistió durante algún tiempo; pero, en cuanto sanó de una enfermedad de la piel que él había confundido con la lepra, tomó el hábito religioso y fue ordenado sacerdote por su santo tío. Dunstano se dirigió entonces a Glastonbury, donde se construyó una celda junto a la iglesia; ahí se consagró a la oración, el estudio y al trabajo manual. Este último consistía en la fabricación de campanas, vasos sagrados para la iglesia y en la copia de libros y miniaturas. Dunstano era también muy buen músico y tocaba el arpa. Según un artículo del abad Cuthbert Butler (“Downside Review,” 1886), todavía se conserva la música original de una o varias de las composiciones de San Dunstano. El himno “Kyrie Rex splendens” es Particularmente famoso.
Edmundo, el sucesor del rey Athelstan, llamó de nuevo a San Dunstano a la corte. El año 943, para agradecer a Dios que le hubiese librado de la muerte durante una partida de cacería en Cheddar, el rey nombró a San Dunstano abad de Glastonbury, no sin haber oído antes las quejas de los enemigos del santo. Dicho nombramiento inauguró una época de renovación de la vida monástica en Inglaterra y los historiadores lo consideran como un momento crucial de la vida religiosa de ese país. El nuevo abad emprendió al punto la reconstrucción de muchos monasterios y de la iglesia de San Pedro. Introdujo algunos monjes entre los clérigos que residían ahí y consiguió así que mejorase la disciplina religiosa, sin grandes dificultades. Además, convirtió la abadía en un gran centro del saber. La reforma de los monasterios se extendió de Glanstonbury a otras regiones, gracias sobre todo a la actividad de San Etelwoldo de Abingdon y de San Oswaldo de Westbury.
Después de seis años y medio de gobierno, el rey Edmundo fue asesinado. Su hermano Edredo le sucedió en el cargo. El nuevo monarca hizo de San Dunstano su principal consejero. El santo inició entonces una política vigorosa e intuitiva, en la que había de insistir toda la vida; sus tres grandes principios eran: la reforma de las costumbres, la propagación de la observancia regular para contrarrestar la negligencia del clero secular y la unificación del país, mediante la paz con los daneses. San Dunstano llegó a ser el jefe de un movimiento muy popular en el centro y el norte de Inglaterra; pero ello le creó numerosos enemigos entre aquellos cuyos vicios denunciaba y entre los nobles anglosajones, cuyas miras políticas no coincidían con las del santo. Edredo murió el año 955. Le sucedió en el trono su sobrino Edwy, joven de dieciséis años quien se levantó de la mesa del banquete el día de su coronación para ir a reunirse con una joven llamada Elgiva. San Dunstano le reprendió seriamente por ello y el joven monarca no olvidó la reprimenda. El partido de la oposición hizo caer en desgracia a San Dunstano, quien hubo de partir al destierro después de la confiscación de sus bienes. Se refugió entonces en Flandes, donde, por primera vez, entró en contacto con el movimiento monástico del continente europeo, que se hallaba en la plenitud de su vigor. La concepción benedictina iba a ser para Dunstano una fuente de inspiración en sus empresas posteriores. El destierro no fue muy largo. En Inglaterra estalló una rebelión que derrocó a Edwy y entronizó a su hermano Edgardo.
El nuevo monarca
llamó inmediatamente a San Dunstano y le confió primero la sede de Worcester y
después la de Londres. A la muerte de Edwy, en el año de 959, todo el reino se
unió bajo el gobierno de Edgardo y San Dunstano fue nombrado arzobispo de
Canterbury. El santo fue a Roma a recibir el palio y el Papa Juan XII le nombró
legado de
Ahí terminó la
carrera política de San Dunstano, quien se retiro a Canterbury y abandonó
totalmente los asuntos temporales. Siempre había protegido la educación y, en
los últimos años de su vida, iba de vez en cuando a dar clases y a contar
historias a los estudiantes de su catedral. Uno de ellos fue, más tarde,
sacerdote y escribió la biografía del santo; ignoramos su nombre, pues sólo
firmó su obra con la inicial B. El recuerdo del santo arzobispo permaneció vivo
en la memoria de su grey; muchos años después, los niños pronunciaban todavía
el nombre del “buen Padre Dunstano” para librarse de los salvajes castigos
corporales que se acostumbraban en aquella época. El día de
San Dunstano es el patrono de los herreros y los joyeros. La habilidad con míe trabajaba el metal dio origen, en el siglo XI, a la leyenda de que un día había pellizcado con unas pinzas de joyero la nariz del diablo. El historiador Armitage Robinson consideraba esa leyenda como “la ruina de la reputación de Dunstano,” porque había hecho olvidar al pueblo que se trataba de “uno de los creadores de Inglaterra.” Los benedictinos ingleses y varias diócesis británicas celebran la fiesta del santo.
Stubbs trabajó
incansablemente para publicar lo extraído de las principales fuentes sobre la
vida de San Dunstano, en un volumen de
(19 de mayo).
Con frecuencia se atribuye a Alcuino el título de beato y su nombre aparece en el Martirologio Benedictino y en algunos calendarios antiguos. Probablemente nació en York, hacia el año 730, en el seno de la noble familia a la que pertenecía San Wilibrordo. En el año 767, se le confió la dirección de la escuela de la catedral de York, en la que él mismo se había educado. Alcuino no era un gran creador, pero supo conservar y propagar la cultura y atraer a numerosos estudiantes. El más notable de ellos fue San Ludgero, el apóstol de Sajonia. Bajo la dirección de Alcuino, se organizó perfectamente la biblioteca y la escuela de Cork alcanzó el alto nivel de las de Jarrow y Canterbury.
Por aquella época Alcuino hizo tres viajes a Roma. El año 781, aceptó la invitación de Carlomagno para residir en la corte y se convirtió en el consejero del emperador en asuntos eclesiásticos y pedagógicos. En los años 786 y 790, fue de nuevo a Inglaterra. Después se estableció definitivamente en Francia y Carlomagno le nombró abad de San Martín de Tours. No consta con certeza que Alcuino haya sido monje y, de las órdenes sagradas, sólo recibió el diaconado; pero Carlomagno le concedió los beneficios de las abadías de Ferrieres, Troyes y Corméry. Como director de la escuela de la corte de Aquisgrán y en otras ciudades, donde tuvo varios discípulos ingleses, Alcuino convirtió la corte en un centro de cultura e impulsó a Carlomagno a promover la educación en todo el reino. También la abadía de San Martín de Tours llegó a ser un centro educativo famoso en todo el occidente. Ahí murió Alcuino, el 19 de mayo de 804.
Como teólogo,
Alcuino se distinguió en la lucha contra el adopcionismo (herejía que sostenía
que Cristo era sólo hijo adoptivo del Padre); dejó varios comentarios sobre
Existe una biografía basada
en el testimonio de Sigulfo, discípulo de Alcuino.; puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV,
pp. 335-344. La bibliografía sobre Alcuino es muy abundante. Cf. Stubbs, en
DCB.; Bernet, en DTC.; W. Levison, England and the
Continent in the Eighth Century (1946); A. T. Drane, Christian Schools and Scholars (1867); C. J. B.
Gaskoin, Alcuin (1904); E. M.
Wilmot-Buxton, Alcuin (1922); y E. S.
Duckett, Alcuin (1951). Las obras de Alcuino se
hallan en Migne, PL., vols. C y CI. La mejor edición de sus cartas, es la de Monumento Alcuiniana, ed. Jaffé et al. (1873).
(20 de mayo).
Según la leyenda, San Talaleo era médico y atendía gratuitamente a los enfermos; los griegos le llamaban por ello “el misericordioso” y le clasificaban entre los santos “desinteresados.” El Martirologio Romano dice que San Talaleo fue martirizado en Edesa, ciudad de Siria; pero en realidad su martirio tuvo lugar en Aegae, en Cilicia. Se cuenta que el santo había nacido en el Líbano, que era hijo de un general romano y que practicó la medicina en Anazarbus. Cuando estalló la persecución de Numeriano, Talaleo se refugió en un olivar, donde fue capturado. Conducido a la costa de Aegae, fue arrojado al mar atado de pies y manos, no obstante lo cual, alcanzó a llegar con vida a la costa, pero fue ahí decapitado. Por lo menos así es como cuentan la historia las “actas” griegas, que carecen de todo valor histórico. Se ha asociado a San Talaleo con muchos otros mártires; entre ellos se cuentan Alejandro y Asterio, quienes fueron los soldados encargados de la ejecución del mártir o, por lo menos, presenciaron su martirio.
En Acta Sanctorum, mayo, vol. V, hay dos versiones griegas y una
armenia. F. C. Conybeare tradujo esta última al inglés en Apology and Acts of Apollonius... (1894). Delehaye (Origines du Culte des
Martyrs, p.
165) prueba que no hay razones para dudar de la historicidad del martirio de
Talaleo y que su culto es muy antiguo.
(20 de mayo).
En Francia y en
España se han dedicado muchas iglesias a San Baudilio, cuya tumba fue, en una
época, uno de los más famosos santuarios de
Véase Acta Sanctorum, mayo, vol. V. En BHL., nn. 1043-1047, se
enumeran otros textos latinos. El Hieronymianum conmemora en este día a San Baudilio. El comentario de Delehaye prueba
que su culto es muy antiguo.
(20 de mayo).
La catedral de
Hereford está dedicada a
Según la leyenda, el rey Offa recibió a Etelberto en forma cortés, en apariencia; pero, unos días después, contrató esbirros para que le asesinaran a traición, “por razones de Estado.” Los cronistas de Saint Alban's, para salvaguardar el buen nombre de su presunto fundador, atribuyen el asesinato a Cinetirta, la esposa de Offa. Los asesinos enterraron a toda prisa el cadáver de Etelberto en las riberas del río Lugg, a la altura de Marden, e hicieron desaparecer a puntapiés la cabeza cortada del difunto. Gracias a una visión los restos del joven monarca fueron descubiertos después y depositados en una “hermosa iglesia” de Hereford. Se dice que la cabeza se halla enterrada en la abadía de Westminster.
Uno de los milagros obrados por Etelberto tuvo lugar en “Bellus Campus.” Se trata indudablemente de Belchamp-Otten, en Essex, cuya parroquia está dedicada a San Etelberto y a todos los santos. Las diócesis de Cardiff (incluyendo Herefordshire) y Northampton celebran la fiesta de este “mártir.”
El relato de John Brompton,
cuya autoridad es muy discutible, se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. V. Según parece, los bolandistas pudieron consultar también
una copia de un relato manuscrito, debido a la pluma de Giraldo Cambrensis, que
fue destruido en un incendio, en 1731. Sin embargo, existe un manuscrito
posterior de dicha biografía en la biblioteca del Trinity College, de Cambridge
(B. II. 16); dicho manuscrito fue publicado en English Historical Review, vol. XXXII (1917), pp. 222-236. En el mismo número
de esa revista, M. R. James publicó una pasión anónima (Corpus Christi College, Cambridge, MS. 308), que es
probablemente “la más antigua versión que ha aparecido hasta el presente de la
historia de San Etelberto tal como se cuenta en Hereford.” La descripción de ésta
y otras fuentes puede verse en James, loc. cit., pp. 214-221. Las anotaciones
de Edmund Bishop en el calendario inglés del Menology de Stanton demuestran que el culto que se tributa a San Etelberto como
mártir data de muy antiguo. San Etelberto es uno de los santos representados en
las pinturas del Colegio Inglés de Roma. Véase también el relato de W. B.
MacCabe, A Catholic History of England, vol. I, pp. 683-697; dicha
obra no merece el olvido en que ha caído. Cf.
el apéndice de la obra de A. T. Bannister, The Cathedral
Church of Hereford, pp. 109-114; y R. M. Wilson, The Lost Literature of Medieval England (1952),
pp. 106-108.
(22 de mayo).
Muchos martirologios occidentales mencionan el nombre de esta mártir de Córcega. Según opinan los bolandistas, Julia fue martirizada en el siglo V o VI por los piratas sarracenos. Las “actas” legendarias de Santa Julia se basan en una tradición posterior, que embellecen con muchos detalles imaginarios. Lo esencial se reduce a esto: Julia era una noble doncella de Cartago. Cuando Genserico tomó la ciudad, en 439, fue vendida como esclava a Eusebio, un mercader pagano originario de Siria. Julia llevó una vida' ejemplar y supo servir con tanto esmero a su amo, que éste la llevó consigo en un viaje que hizo a las Galias para vender productos del oriente. El navío en que hicieron la travesía atracó en las costas de Córcega. Eusebio bajó a tierra para asistir a un festival pagano, mientras Julia, que había condenado abiertamente la conducta de su amo, se quedó en el navío. Félix, el gobernador de la isla, interrogó a Eusebio acerca de la esclava que se había atrevido a insultar a los dioses; Eusebio confesó que era cristiana, pero dijo al gobernador que no podía prescindir de los servicios de una esclava tan fiel y habilidosa. Félix le ofreció cuatro de sus mejores esclavas a cambio de Julia, pero Eusebio replicó: “Todas vuestras posesiones no valen los servicios que ella me presta.” Sin embargo, el gobernador aprovechó la circunstancia de que Eusebio había bebido demasiado y mandó traer a Julia para obligarla a ofrecer sacrificios a los dioses. Así pues, propuso a la santa la libertad, con tal de que sacrificase. Julia se negó indignada y proclamó que no deseaba otra libertad que la de seguir en el servicio de su Señor Jesucristo. Esta respuesta enfureció al gobernador, quien ordenó al punto que la golpeasen en el rostro y le arrancasen de raíz los cabellos; después mandó que la crucificaran. Según se cuenta, unos monjes de la isla de Giraglia rescataron el cadáver de Julia, que fue trasladado a Brescia, el año 763. Santa Julia es la patrona de Córcega y Liorna. Esta última ciudad pretende poseer una parte de sus reliquias.
Existen dos textos de la
“pasión de Santa Julia,” uno de los cuales se halla reproducido íntegramente en
Acta Sanctorum, mayo, vol. V. Su nombre
aparece en el Hieronymianum, lo cual constituye un
poderoso indicio en favor de la existencia histórica de la santa, como lo hace
notar Delehaye en su comentario. Véanse en particular las dos obras de Mons. Lanzoni:
Diocesi d´Italia, pp. 685-686, y Revista Storico-Critica, vol. VI (1910), pp. 446-543.
(23 de mayo).
Cuando la reina Brunequilda ejercía su perniciosa influencia en la corte de sus nietos, Teodoberto de Austrasia y Teodorico de Borgoña, regía la diócesis de Vienne un obispo tan santo como sabio, llamado Desiderio. Era uno de los prelados franceses a quienes San Gregorio Magno había pedido que recibiesen a San Agustín y sus compañeros, cuando se dirigían a Inglaterra a emprender el trabajo de evangelización. San Desiderio se atrajo la enemistad de muchos altos personajes, entre los que se contaba a Brunequilda, por el celo con que reprimió la simonía y denunció los vicios de la corte. Como el santo era muy afecto a la lectura de los clásicos latinos sus enemigos le acusaron de paganismo ante el Papa; pero San Gregorio, después de escuchar la defensa del santo, le dio la razón. Entonces, Brunequilda se valió del servil Concilio de Chalons para hacer desterrar a San Desiderio, contra el que se levantaron toda clase de falsos testimonios. Cuatro años después, el santo volvió del destierro. A pesar de que el gobernador de Vienne y otros de sus enemigos obstaculizaban su gobierno, el santo obispo no se mordió la lengua para denunciar valerosamente la mala conducta del rey Teodorico. Cuando Desiderio volvía de la corte a su casa, tres malhechores, pagados por sus enemigos, le dieron muerte en el sitio en que se levanta actualmente la población de Saint-Didier-sur-Chalaronne. Probablemente los asesinos sólo habían sido pagados para que golpearan al santo.
(23 de mayo).
Gembloux de Brabante, que es actualmente un centro de agricultura y manufactura de cubiertos, se levanta en el sitio que ocupaba antiguamente un célebre monasterio benedictino. Dicho monasterio fue fundado por San Guiberto, quien, el año 963, regaló el terreno para la construcción de la abadía. Guiberto descendía de una de las más ilustres familias de Lotaringia. Después de una brillante carrera militar, Guiberto se sintió llamado por Dios a abandonar el mundo y practicar la vida solitaria en una de sus posesiones. Durante sus anos de vida eremítica, maduró el proyecto de fundar un convento en que los monjes, totalmente retirados del mundo, se consagrasen a cantar incesantemente las divinas alabanzas. La abuela de San Guiberto, que se llamaba Gisla, contribuyó a la dotación de la fundación. El primer abad fue un hombre de Dios, llamado Herluino. En cuanto el nuevo convento quedó organizado, San Guiberto se retiró a la abadía de Gorze, en la que tomó el hábito; así pudo librarse de las muestras de respeto que le prodigaban los monjes de Gembloux y evitar toda forma de complacencia. El santo esperaba vivir en Gorze como el último de los monjes, olvidado de todos; pero pronto comprendió que era imposible interrumpir de golpe toda relación con Gembloux. Las tierras que había regalado a la abadía formaban parte de un feudo imperial y no faltaron quienes persuadieron al emperador Otón I de que Guiberto no tenía derecho a disponer de ellas. El monarca convocó a Guiberto a la corte para que se justificase. Tan bien supo el santo defender sus derechos, que Otón I confirmó por un documento la fundación de la abadía y, más tarde, le concedió grandes privilegios.
Pero el documento imperial no bastó para que se dejase en paz a los monjes. El conde de Namur, cuñado de San Guiberto, reclamó, en nombre de su esposa, las tierras de la abadía y confiscó las rentas. Así pues, San Guiberto tuvo que volver, durante algún tiempo, a Gembloux para defender sus derechos y proteger la abadía que había fundado. Aprovechó la ocasión para evangelizar la región y convirtió a muchos de los húngaros y eslavos que se habían establecido ahí, después de la invasión del año 954. San Guiberto pasó los últimos años de su vida en Gorze, donde sufrió una dolorosa enfermedad. Murió a los setenta años de edad, el 23 de mayo de 962. Su tumba se vio honrada con numerosos milagros.
El cronista Sigeberto de
Gembloux escribió unos cien años más tarde una biografía bastante detallada de
San Guiberto. Puede verse en Acta
Sanctorum, mayo,
vol. V. Varios historiadores han escrito acerca de la fundación de Gembloux.
Véase en particular U. Berliére, Monasticon
Belge, vol.
I pp. 15-26, y Revue Bénédictine, vol. IV (1887), pp. 303-307.
(23 de mayo).
San Leoncio, que era un griego originario de Constantinopla, fue el primer monje de las cuevas de Kiev que llegó a ser obispo, ya que, poco después de 1051, fue llamado a regir la eparquía de Rostov. En su gobierno, continuó la tradición de los santos obispos misioneros que le habían precedido y tuvo todavía más éxito que sus antecesores en la conversión de los paganos, a pesar de las persecuciones de que fue objeto. Se dice que, gracias al don de milagros que el cielo le concedió, acabó de evangelizar la región; pero esto es poco probable, ya que San Abraham fue a evangelizar los alrededores de Rostov cincuenta años más tarde. (A no ser que la fecha del apostolado de San Abraham no sea exacta).
San Leoncio murió hacia el año 1077. Siempre ha sido considerado como mártir, a causa de los malos tratos que recibió de los paganos. Se dice que los dos primeros mártires de Rusia, en tiempos de San Vladimiro el Grande, eran laicos; por ello se llama a San Leoncio el “hieromártir,” es decir, el mártir sacerdote. El nombre de San Leoncio aparece en la liturgia de la preparación de la misa bizantina.
Nuestro artículo está tomado
del Annus ecclesiasticus
Graeco-Slavicus de Martinov, que se halla reproducido en Acta Sanctorum, octubre, XI. Cf. San Sergio, 25 de sept., y la bibliografía que damos
ahí.
(24 de mayo).
En el reinado del emperador Maximiano vivía en Nantes, en la región de Bretaña, un joven llamado Donaciano. Era un fervoroso cristiano que pertenecía a una de las más distinguidas familias galo-romanas. Cuando estalló la persecución, el ejemplo de Donaciano arrastró a su hermano Rogaciano a solicitar el bautismo; pero no pudo recibirlo inmediatamente porque el obispo se hallaba escondido. El emperador había publicado un decreto por el que se condenaba a muerte a todos los que se negasen a ofrecer sacrificios a Júpiter y Apolo. Cuando el prefecto romano llegó a Nantes, Donaciano tuvo que comparecer ante él, acusado de profesar abiertamente el cristianismo y de haber apartado a su hermano y a otros paganos, del culto a los dioses. Donaciano confesó valerosamente la fe y fue encarcelado. Pronto se reunió con él Rogaciano, quien había defendido ardientemente la fe contra todas las amenazas y promesas. La gran pena de Rogaciano era no haber recibido todavía el bautismo; pero pidió fervorosamente a Dios que el beso de paz que le había dado su hermano, le confiriese la fuerza necesaria para la prueba. Dios le tenía destinado el bautismo de sangre. Ambos hermanos pasaron la noche en oración y, al día siguiente, comparecieron de nuevo ante el prefecto, a quien manifestaron que estaban dispuestos a soportar, por la fe, todos los tormentos. Por orden del prefecto fueron torturados en el potro, se les perforó la cabeza con una lanza y finalmente fueron decapitados. En Nantes se venera mucho a estos mártires, a quienes se conoce con el nombre de “les enfants nantais” (“los hijos de Nantes”). Una parte de sus presuntas reliquias se conserva en la iglesia dedicada a su nombre.
Ruinart incluyó en Acta Sincera las actas de estos mártires, que son muy sobrias en
comparación con otras. También se encuentran en Acta Sanctorum, mayo, vol. V y hay otra versión de ellas en Analecta Bollandiana, vol. VIII (1889), pp.
163-164. Aunque indudablemente no se trata de una obra escrita por un
contemporáneo, tampoco hay razón para considerarla como una simple novela.
Mons. Duchesne, que trata el punto en Fastes Épiscopaux (vol. II, pp. 359-361), hace notar que Donaciano y Rogaciano son los
únicos mártires de las Gavias que perecieron ciertamente en las persecuciones
romanas. Véase también A. de
(24 de mayo).
En sus dos
obras, “Instructiones” y “De laude Eremi,” San Euquerio dice que San Vicente de
Lérins “se distinguía por la elocuencia y el saber.” Se cree que el santo era
hermano de San Lupo de Troyes. Probablemente había sido soldado antes de tomar
el hábito religioso en la abadía de Lérins, situada en una de las islas de la
costa de Cannes, llamada actualmente San Honorato, en honor de su fundador. En
el año 434, casi tres años después de terminado el Concilio de Efeso, San
Vicente compuso en Lérins, donde había sido ordenado sacerdote y era monje, el “Commonitorium” contra las herejías, que le ha
hecho famoso. En dicha obra se refiere a sí mismo como a un peregrino
extranjero que, para huir del mundo y de sus placeres vanos y pasajeros, se
entregó al servicio de Cristo en el retiro del monasterio como el último de los
monjes. El santo hace notar que la lectura de los Santos Padres le permitió
reunir una serie de principios o criterios para distinguir la verdad cristiana
del error y que se tomó el trabajo de redactarlos, en primer lugar para su
propio uso, y como una ayuda para la memoria. San Vicente desarrolló sus
primeras notas en un tratado que constaba de dos partes, la segunda de las
cuales se refería principalmente al Concilio de Efeso. Pero esa parte se extravió
tal vez a consecuencia de un robo y tuvo que contentarse con añadir a la
primera parte una especie de resumen o recapitulación. En la obra de San
Vicente, que consta de cuarenta y dos breves capítulos y que San Roberto
Belarmino calificaba de “pequeña por su contenido y grande por su valor,” se
encuentra por primera vez enunciado el principio de que para afirmar que una
verdad pertenece a la doctrina católica, tiene que haber sido sostenida siempre
y en todas partes por todos los fieles: “quod ubique, quod semper, quod ab
ómnibus creditum est.” Por consiguiente, hay que resolver los puntos dudosos al
aplicar este criterio de universalidad, antigüedad y unanimidad, lo cual
equivale, en la práctica, a probar que la mayoría de los obispos y doctores han
sostenido, unánimemente, dicha verdad.
Existe una literatura inmensa sobre el Commonitorium de San Vicente, y los juicios de los autores son muy diversos. El tratado fue escrito en una época en que la controversia sobre la gracia y la libertad estaba en todo su furor, sobre todo en el sur de Francia y muchos autores de nota consideran la obra de San Vicente como un ataque velado contra el predestinacionismo exagerado de la doctrina de San Agustín. Para probarlo, arguyen que, cuando apareció el Commonitorium, el abad de Lérins y muchos de los monjes eran semipelagianos; que San Vicente emplea en muchos pasajes la terminología semipelagiana; y que la célebre defensa del agustinismo que publicó San Próspero de Aquitania, refutaba las objeciones de un tal Vicente, a quien dichos autores identifican con San Vicente de Lérins. Pero el nombre de Vicente era entonces muy común; por otra parte, aunque el santo emplea en algunos pasajes la terminología semipelagiana, otros pasajes de su obra recuerdan tanto los términos del Credo de San Atanasio, que no han faltado quienes atribuyeran este último documento a San Vicente de Lérins. Como quiera que sea, el problema del semipelagianismo de San Vicente no está todavía resuelto del todo; pero, si el santo erró en ese punto, erró en compañía de muchos otros hombres de Dios. Ignoramos la fecha exacta de la muerte de San Vicente, pero debió acontecer hacia el año 445.
Sabemos
muy poco sobre la vida de San Vicente de Lérins. El breve relato de Acta Sanctorum (mayo, vol. V) se basa principalmente en el De viris illustribus de Genadio de Marsella.
Véase también DCB., vol. IV, pp. 1154-1158; Dictionnaire Apologétique, vol. IV, cc. 1747-1754; e Historisches Jahrbuch, vol. XXIX (1908), pp. 583
ss. En francés existe una traducción excelente del Commonitorium, hecha por el Labriolle y H. Brunetiere (1906).
(25 de mayo).
El Martirologio Romano
dice lo siguiente: “En Roma, en
La confusión entre los dos
Urbanos y los problemas que ha creado en el Hieronymianum, son puntos de estudio muy interesantes, pero demasiado complicados para
que podamos discutirlos aquí. Ver CMH. pp. 262 y 273; Duchesne, Líber Pontificalis, pp. 47, 93 y 143; De Rossi, Roma Sotterranea, vol. II, pp. 22-25, 53, 151. En el catálogo
de manuscritos latinos de los bolandistas se han publicado varios textos, entre
los que se cuenta la “pasión” del Papa Urbano (Acta Sanctorum, mayo, vol. VI). Ver BHL.,
nn. 8372-8392.
(25 de mayo).
Entre los pocos obispos que sostuvieron a San Alanasio cuando todo el mundo estaba contra él, ocupa un sitio de honor San Dionisio, quien sucedió a Protasio en la sede de Milán, en 351. San Dionisio, gran paladín de la fe católica, asistió en el año 355, en el palacio de su ciudad episcopal, a un sínodo que el emperador Constancio, favorecedor de los arríanos, había reunido para que condenase a Alanasio. San Dionisio, San Eusebio de Vercelli y Lucifer de Cagliari, formaron parle del reducido grupo de los que se negaron a firmar el decreto. El emperador los desterró por ello. San Dionisio se retiró a Capadocia, donde murió hacia el año 360, probablemente poco antes de que el emperador Juliano restituyese a los obispos desterrados a sus diócesis. Hay que hacer notar que San Basilio envió, desde Capadocia a Milán, los despojos mortales de San Dionisio. Todavía se conserva la caria en que San Basilio cuenta a San Ambrosio las medidas que tomó para asegurarse de la autenticidad de las reliquias.
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay una biografía de San
Dionisio. Se trata de una obra de reducido valor histórico, ya que el texto
primitivo en que se basa se debe probablemente a la pluma de un cronista tan
poco escrupuloso como Landulfo (siglo XI). Así lo ha demostrado el P. Savio en
su obra, Gli Antichi Vescovi d'Italia,
(25 de mayo).
La historia y la
novela están muy mezcladas en la leyenda tradicional de San Cenobio, el patrono
principal de Florencia. Desgraciadamente no existe ningún documento contemporáneo
del santo que nos permita reconstruir los hechos. San Cenobio pertenecía a la
familia florentina de los Gerónimo. Se cuenta que fue bautizado a los veintiún
años por el obispo Teodoro, quien también le confirió las órdenes sagradas y le
hizo archidiácono suyo. Por su virtud y saber, San Cenobio se ganó la amistad
de San Ambrosio de Milán, quien aconsejó al Papa San Dámaso que le llevase a
Roma. Tras de desempeñar, con éxito, una misión que le confió
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay varias biografías breves;
pero ninguna de ellas es anterior al siglo XI. Por otra parte, no es del todo
cierto que haya existido el obispo Teodoro. Véase Davidsohn, Forschungen zur alteren Geschichte von Florenz, vol. I. Acerca de las
pretendidas reliquias de San Cenobio, cf. Cocchi, Ricognizioni... delle Reliquie di S. Zenobia.
(25 de mayo).
San León pasó su vida en Mantenay, pueblecito de la diócesis de Troyes. Ahí nació y ahí ingresó en un monasterio, fundado poco antes por el obispo de Reims, San Romano. San León edificó a todos sus hermanos, tanto como simple monje como al suceder a San Romano en el cargo de abad. Una noche, mientras dormía en el bautisterio de la iglesia, como tenía por costumbre, se le aparecieron San Hilario, San Martín de Tours y San Anastasio de Orléans, para anunciarle que iba a morir tres días después. San León les rogó que le obtuviesen de Dios oíros tres días, para que una buena mujer pudiese terminar el hábito mortuorio que le había prometido. Habiendo obtenido esa gracia, el santo envió inmediatamente a un mensajero a traer el hábito mortuorio. La dama en cuestión dijo que todavía no lo había tejido, porque el abad gozaba de perfecta salud, pero que lo terminaría en tres días. La dama cumplió su palabra y envió el hábito en la fecha prometida. El santo murió, exactamente, cuando se le había predicho.
Tanto en Mabillon como en Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay una breve biografía, pero
muy poco fidedigna. Sin embargo, el nombre de San León aparece en ciertas
recensiones tardías del Hieronymianum.
(25 de mayo).
San Aldhelmo fue el primer sabio inglés cuya fama llegó al continente europeo. Se conservan varios de sus escritos, así en prosa como en verso, redactados en un latín singularmente oscuro. San Aldhelmo, que era pariente de Ine, rey de los sajones del oeste, nació hacia el año 639. Se educó en Malmesbury, bajo la dirección de un maestro irlandés, llamado Maildub. No sabemos exactamente donde vivió al terminar sus estudios. Entre los treinta y los cuarenta años, San Aldhelmo se trasladó a Canterbury, que se había convertido en un importante centro de las ciencias humanas y divinas, gracias al arzobispo San Teodoro y a San Adrián. San Aldhelmo atribuía al abad Adrián los éxitos que obtuvo posteriormente en el terreno de la cultura. En Canterbury, o tal vez antes de ir a esa ciudad, el santo recibió la tonsura y tomó el hábito. Cuando Maildub se retiró de la enseñanza, San Aldhelmo pasó a Malmesbury para encargarse de la escuela. Hacia el año 683, fue nombrado abad.
El santo fomentó
mucho la religión y la educación en Wessex, particularmente después de la
elevación del rey Ine al trono, ya que fue consejero de dicho monarca. Para
instrucción y edificación de los pobres, a quienes amaba mucho, el santo, que
era un músico destacado, compuso versos y cantos en inglés. El rey Alfredo
admiraba mucho los himnos ingleses de San Aldhelmo y las baladas compuestas por
el siervo de Dios fueron muy populares durante varios siglos; pero,
desgraciadamente, no se conserva el texto de ninguna de ellas. San Aldhelmo
fundó los monasterios subsidarios de Eróme y Bradford-on-Avon y construyó
varias iglesias. Todavía se conserva la que dedicó a San Lorenzo, en
Bradford-on-Avon, que es, sin duda, el más hermoso monumento del arte sajón. A
instancias de un sínodo reunido por el rey Ine, San Aldhelmo escribió una carta
a Gerainto, rey de Dummonia (Cornwall y Devon); gracias a ella, aceptaron la
costumbre romana muchos clérigos que hasta entonces habían seguido la tradición
celta, en la cuestión de la fecha de
A la muerte de San Hedda, en 705, el territorio de Wessex se dividió en dos diócesis; a San Aldhelmo tocó gobernar la región occidental y fijó su sede episcopal en Sherborne. Cuatro años más tarde murió, cuando se hallaba visitando la población de Doulting, cerca de Westbury. Su cuerpo fue trasladado a Malmesbury con gran solemnidad. En el camino se plantaron cruces en los sitios donde su cuerpo había descansado. El más conocido de los escritos de San Aldhelmo es el tratado de la virginidad, que dedicó a las religiosas de Barking. También se conservan algunos poemas latinos y un tratado de prosodia, en el que la medida de los versos se ejemplifica con adivinanzas; por ello se ha dicho que San Aldhelmo habría gozado con los crucigramas y juegos de palabras de nuestra época. La fiesta del santo se celebra en las diócesis de Clifton, Plymouth y Southwark. En esta última, la fiesta tiene lugar el 28 de mayo.
Las biografías de San
Aldhelmo, escritas por Faricio de Abingdon y Guillermo de Malmesbury (Acta Sanctorum, mayo, vol. VI), no son del
todo fehacientes, puesto que datan del siglo XII. Beda habla con respeto de San
Aldhelmo, pero dice muy poco sobre él. La mejor edición de las obras del santo,
es la de Ehwald, en MGH., Auctores
Antiquissimi, vol.
XV. Véase también Cambridge
History of English Literature, vol. I, pp. 72-79; Thurston, en Catholic Encyclopaedia, vol. I, pp. 280-281; y
E. S. Dukett, Anglo-Saxon Saints and Scholars (1947).
Probablemente
la iglesia actual de Brandford está construida sobre las ruinas de la
“ecclesiola” de San Aldhelmo.
(27 de mayo).
Casi todos los
datos que poseemos sobre San Beda proceden de un corto escrito del propio santo
y de una emocionante descripción de sus últimas horas, debida a la pluma de uno
de sus discípulos, el monje Cutberto. En el último capítulo de su famosa obra,
“Historia Eclesiástica del Pueblo Inglés,” el Venerable Beda dice: “Yo, Beda,
siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de los Santos Apóstoles Pedro y
Pablo, de Wearmouth y Jarrow, he escrito esta historia eclesiástica con la
ayuda del Señor, basándome en los documentos antiguos, en la tradición de
nuestros predecesores y en mis propios conocimientos. Nací en el territorio del
susodicho monasterio. A los siete años de edad, mis parientes me confiaron al
cuidado del muy reverendo abad Benito (San Benito Biscop) y después, al de
Ceolfrido, para que me educasen. Desde entonces, viví siempre en el monasterio,
consagrado al estudio de
Algunos días del
año 733 los pasó San Beda en York, con el arzobispo Egberto; esto permite
suponer que, de cuando en cuando, iba a visitar a sus amigos a otros
monasterios; pero, fuera de esos cortos períodos, su vida estaba consagrada a
la oración, al estudio y a la composición de libros. Dos semanas antes de
Tras de pasar la noche en oración, San Beda empezó a dictar el último capítulo del Evangelio de San Juan. A las tres de la tarde, mandó llamar a los sacerdotes del monasterio, les repartió un poco de pimienta, incienso y unas piezas de tela que tenía en una caja y les rogó que orasen por él. Los monjes lloraron mucho cuando el santo les dijo que no volvería a verlos sobre la tierra, pero se regocijaron al pensar que su hermano iba a ver a Dios. Al anochecer, el joven que hacía las veces de amanuense le dijo: “Sólo os queda una frase por traducir.” Cuando el amanuense le anunció que el trabajo estaba terminado, Beda exclamó: “Has dicho bien; todo está terminado. Sostenme la cabeza para que pueda yo sentarme y mirar hacia el sitio en que acostumbraba a orar y así, podré invocar a mi Padre.” A los pocos momentos exhaló el último suspiro, postrado en el suelo de la celda, mientras cantaba: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.”
Se han inventado leyendas fantásticas para explicar el título de “Venerable” que se ha dado a Beda. En realidad se trata de un título de respeto que se daba frecuentemente en aquella época a los miembros más distinguidos de las órdenes religiosas. El Concilio de Aquisgrán aplicó ese título a San Beda, el año 836 y, evidentemente fue aceptado por las generaciones posteriores, que lo mantuvieron en uso a través de los siglos. Aunque Beda fue oficialmente reconocido como santo y doctor de la Iglesia en 1899, hasta hoy se le llama Venerable.
San Beda es el
único inglés que ha merecido el título de Doctor de la Iglesia y el único
inglés a quien Dante consideró suficientemente importante para mencionarle en
el “Paraíso.” La cosa no tiene nada de sorprendente, ya que, aunque Beda vivió
recluido en su monasterio, llegó a ser conocido mucho más allá de las fronteras
de Inglaterra. La Iglesia occidental ha incorporado algunas de sus homilías a
las lecciones del Breviario. La “Historia Eclesiástica” de Beda es prácticamente
una historia de
Existen muchas obras sobre
San Beda y su época, escritas principalmente por autores anglicanos. Desde el
punto de vista católico, se pueden poner ciertas objeciones a la obra del
historiador William Bright, Chapters of
Early English Church History (1878); pero pocos autores han escrito páginas tan
elocuentes e inteligentes sobre el santo. Bede: His Life, Times and Writings, editado por A. Hamilton Thompson (1935), es
una valiosa colección de ensayos de autores no católicos. La biografía de H. M.
Guillet, de tipo popular es excelente, lo mismo que el estudio sobre Beda que
hay en la obra de R. W. Chambers, Maris Unconquerable Mind (1939), pp. 23-52. En Acta Sanctorum apenas se encuentra algo más que una biografía atribuida a Turgot; en
realidad se trata de un extracto de Simeón de Durham, en el que dicho autor
relata la translación de los restos de San Beda a la catedral de Durham. La
mejor edición de
(27 de mayo).
Santa Restituta era una doncella romana que descendía de una familia patricia. Se dice que fue martirizada hacia el año 271 en la ciudad de Sora, que pretende poseer sus reliquias y la venera como patrona principal. Las “actas” de Santa Restituía son una simple fábula. Según dicha leyenda, Dios ordenó a la santa que fuese a Sora, y un ángel la trasladó a esa ciudad. Restituía se alojó en la casa de una viuda, a cuyo hijo había curado de la lepra. Ese milagro convirtió al joven, a la viuda y a otras treinta y nueve personas. Al saberlo, el procónsul Agacio encarceló a Restituta. Como la santa se negase a ofrecer sacrificios a los dioses, fue cruelmente azotada; en seguida la arrojaron nuevamente a la mazmorra, cargada de pesadas cadenas, y la privaron de todo alimento y bebida durante siete días. Pero un ángel se apareció a Restituía, y su presencia hizo que las cadenas se derritieran como si fuesen de cera, sus heridas' quedaran curadas y la santa dejó de sentir el hambre y la sed. Ese milagro convirtió a varios de los guardias, los cuales sufrieron el martirio por la fe. Santa Restituta fue decapitada junio con el sacerdote Cirilo, a quien había convertido y otros dos cristianos. Los cuerpos de los mártires fueron arrojados al río Liri, donde los cristianos los recobraron poco después.
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, pueden verse las actas, el relato de algunos milagros atribuidos a la
intercesión de Santa Restituía y la descripción del descubrimiento de sus
reliquias en el siglo XVII. Los milagros de la santa, reales o imaginarios,
popularizaron pronto su culto. Aunque sabemos también muy poco sobre la santa
africana del mismo nombre, que el Martirologio Romano conmemora el 17 de mayo y
cuyas reliquias se hallan, según se dice, en la catedral de Nápoles, no parece
que se identifique con la santa romana de la que hablamos.
(27 de mayo).
San Julio, soldado veterano, fue acusado de cristiano por sus oficiales ante Máximo, el gobernador de la baja Mesia. Máximo residía en Durostorum (actualmente Silistria, en Bulgaria). Poco antes habían sido martirizados Pisícrates y Valencio, que pertenecían a la legión de Julio. A pesar de las promesas y amenazas del juez, éste declaró que no deseaba otra cosa que morir por Cristo para vivir eternamente con El. Entonces, el juez le condenó a ser decapitado. Cuando se dirigía al sitio de la ejecución, Hesiquio, otro soldado cristiano que sufrió el martirio pocos días más tarde, le dijo: “Ten valor, y acuérdate de mí, que voy a seguirte pronto. Encomiéndame a los siervos de Dios, Pisícrates y Valencio, que nos precedieron en la confesión del nombre de Jesús.” Julio abrazó a Hesiquio y respondió: “Hermano querido, apresúrate a reunirte con nosotros, pues aquellos a quienes acabas de invocar han oído ya tu oración.” Julio se vendó los ojos con un pañuelo y dijo, al presentar el cuello al verdugo: Señor Jesús, por cuyo nombre voy a morir, dígnate recibir mi alma entre tus santos.” El martirio tuvo lugar el 27 de mayo, en Duroslorum, dos días después de la ejecución de San Pisícrates, probablemente hacia el año 302.
El Martirologio Romano
conmemora por separado a San Pisícrates y San Valencio el 25 de mayo; pero en
realidad fueron compañeros de martirio, ya que, como lo hace notar Delehaye (Analecta Bollandiana,
vol. XXXI,
1912, pp. 268-269), jamás se ha discutido el valor histórico de estas actas. La
parte que se refiere a Pisícrates y su compañero sólo ha llegado hasta nosotros
a través de un resumen de los sinaxarios griegos; en cambio, se conserva el
original de la sección del martirio de San Julio. Puede verse en Ruinart, Acta Sincera, y en Acta Sanctorum, mayo, vol. VI. Ver P. Franchi de Cavalieri, en Nuovo Bullettino di arch. crist., vol. X (1904), pp. 22-26;
sobre todo CMH., p. 272, donde se hace notar que la mención de “Policarpo” en
el antiguo Breviario sirio se refiere probablemente a Pisícrates. Tal vez el
“Polícrato” del texto de Epternach explica la confusión del nombre. En el mismo
artículo se confunde la palabra “coronatorum” con el nombre de la ciudad de
Gortyna, en Creta.
(27 de mayo).
Juan I era toscano de nacimiento. Desde muy joven abrazó la carrera eclesiástica en Roma, donde llegó a ser archidiácono. A la muerte de San Hormisdas, el año 523, fue elegido para sucederle en el trono pontificio. Teodorico el godo había gobernado Italia durante treinta años. Aunque era un arriano convencido, siempre trató con respeto a sus súbditos católicos. Pero su actitud tolerante cambió por aquella época, en parte porque había descubierto una correspondencia desleal entre los principales miembros del senado romano y Constantinopla y en parte, a causa de las severas medidas que había dictado contra los arríanos el emperador Justino I. Los arríanos de oriente apelaron a Teodorico, quien decidió enviar una embajada a negociar con el emperador. El Papa Juan, que dirigía la embajada muy contra su voluntad, fue recibido con entusiasmo en Constantinopla; el emperador y todo el pueblo salieron a su encuentro, y el Papa ofició en la catedral el día de Pascua. Los relatos sobre la misión de Juan I y la forma en que la desempeñó varían mucho. Sin embargo, parece que el Papa indujo al emperador a tratar con mayor moderación a los arríanos para evitar la persecución de los católicos en Italia. Pero, durante la ausencia de Juan I, el resentimiento de Teodorico contra los católicos había ido en aumento. El monarca había condenado a muerte al filósofo San Severino Boecio y a su suegro Símaco, que habían sido acusados de alta traición e interpretó la amistad del Papa y el emperador como prueba de que tramaban una conspiración contra él. En cuanto el Papa llegó a Ravena, que era la capital, el emperador le mandó encarcelar. Juan I murió pocos días después en la prisión, a consecuencia de los malos tratos que había recibido.
El texto y las notas de la
edición de Duchesne del Líber
Pontificalis, vol.
I, pp. 275-278, dicen prácticamente todo lo que se sabe sobre Juan I. Véase Acta Sanctorum, mayo, vol. VI;
y Hartmann, Geschichte Italiens im Mittelalter, vol.
I, pp. 220-
(27 de mayo).
Hidelberto nació cerca de Hebécourt, en la diócesis de Amiens. Su padre, Adalberto, lo puso bajo la vigilancia de San Farón, obispo de Meaux, quien lo educó según la disciplina monástica y lo ordenó sacerdote. A la muerte de San Farón, fue promovido a la sede de Meaux. Se consagró con ardor a la oración y al estudio de las Sagradas Escrituras, a la predicación y a la caridad. Se distinguió sobre todo, por su gran dulzura y una inalterable tranquilidad de alma. Murió el 27 de mayo del 680.
San Hidelberto tuvo un culto muy extenso y fervoroso en la iglesia de Vignely, en los alrededores de Meaux, que él mismo edificó y donde fue enterrado, a causa de los numerosos milagros que se realizaron sobre su tumba. Sus reliquias fueron trasladadas de Vignely a Meaux por San Mayel, quien, supuestamente, fue abad en Cluny. Pero no se sabe ni en qué ocasión, ni por qué razón, este piadoso abad intervino en dicha traslación. Mabillon estima que hay más probabilidades de que se trate aquí de otro Mayel, abad de San Farón de Meaux.
Durante el siglo XII, el cuerpo de San Hidelberto fue llevado de Meaux a Gournay, sobre la orilla de Epte, en Normandía, en donde se conservó en la iglesia insigne que ha recibido su nombre, que antes era colegiata y ahora parroquia.
El 5 de mayo de 1375, un terrible incendió amenazó con convertir a Gournay en cenizas. Los clérigos de San Hidelberto llevaron en procesión las reliquias del santo hacia las llamas y el incendio se detuvo. La reina Blanca, viuda de Felipe de Valois, hizo poner en un relicario de oro una parte de la cabeza del santo. Desde esa época, se celebraba todos los años la fiesta de la traslación de la cabeza del santo y se conmemoraban los milagros obrados en aquella oportunidad.
El 29 de noviembre de 1639, se abrió el relicario y se distribuyeron fragmentos de la reliquia entre el rey Luis XIII, el arzobispo de Rouen y el obispo de Meaux.
Durante
Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, pp. 712-716. Gallia Christiana vol. VIII, p. 1601. Histoire Littéraire de
(28 de mayo).
Cuando el Papa
San Gregorio el Grande comprendió que había llegado el momento de emprender la
evangelización de
Etelberto
recibió el bautismo el día de Pentecostés del año 597. Casi inmediatamente
después, San Agustín fue a Francia, donde San Virgilio, el metropolitano de
Arles, le consagró obispo. En
San Agustín reconstruyó en Canterbury una antigua iglesia, la cual, junto con una casa de troncos, formó el primer núcleo de la basílica metropolitana y del futuro monasterio de “Christ Church.” Ambos edificios se hallaban en el sitio que ocupa actualmente la catedral que Lanfranco empezó a construir en el año 1070. Fuera de las murallas de la ciudad, San Agustín fundó el monasterio de San Pedro y San Pablo. Después de su muerte, el monasterio tomó el nombre de abadía de San Agustín, y en ella fueron sepultados los primeros arzobispos.
La evangelización de Kent avanzaba lentamente. San Agustín empezó entonces a pensar en los obispos de la antigua Iglesia, que habían sido arrojados por los conquistadores sajones a las regiones salvajes de Gales y Cornwall. Aislada del resto de la cristiandad, la Iglesia conservaba en aquellas comarcas algunas costumbres que diferían de la tradición romana. San Agustín invitó a los principales obispos a reunirse con él en un sitio de los confines de Wessex, que todavía en tiempos de Beda se conocía con el nombre de “la encina de Agustín.” Ahí los exhortó a adoptar las costumbres del resto de la Iglesia de occidente y les pidió que le ayudasen en la tarea de evangelizar a los anglosajones. Para demostrar su autoridad, San Agustín obró una curación milagrosa en presencia de los obispos; pero éstos se negaron a seguir el consejo del santo, por fidelidad a la tradición local y por rencor contra los conquistadores. Más tarde, se llevó a cabo otra reunión que fracasó también: como Agustín no se levantó de su asiento cuando llegaron los otros obispos, éstos interpretaron su actitud como falta de humildad y se negaron a prestarle oídos y a reconocerle por metropolitano. Desgraciadamente, según cuenta la tradición, San Agustín profirió entonces la amenaza de que “si no querían hacer la paz como hermanos, se les haría la guerra como enemigos.” Algunos autores afirman que esta profecía se cumplió diez años después de la muerte de San Agustín, cuando el rey Etelfrido de Nortumbría derrotó a los británicos en Chester y asesinó a los monjes que habían ido a Bangor Iscoed a orar por la victoria.
El santo pasó sus últimos años empeñado en difundir y consolidar la fe en el reino de Etelberto e instituyó las sedes de Londres y Rochester. Unos siete años después de su llegada a Inglaterra, San Agustín pasó a recibir el premio celestial, hacia el año 605, el 26 de mayo. En Inglaterra y Gales se celebra su fiesta en ese día; pero en los otros países se le conmemora el 28 de mayo.
San Agustín
escribió con frecuencia a San Gregorio el Grande para consultarle acerca de
cuantas dificultades encontraba en su ministerio. Ello demuestra su delicadeza
de conciencia, ya que, en muchas cosas en que hubiese podido decidir por su
propio saber y prudencia, prefería consultar al Papa y atenerse a sus
decisiones. En cierta ocasión, San Gregorio exhortó a San Agustín a guardarse
de las tentaciones de orgullo y vanagloria que podían asaltarle a causa de los
milagros que Dios obraba por su intermedio: “Alégrate con temor y teme con
alegría ese don que el cielo te ha concedido. Debes alegrarte, porque los
milagros exteriores atraen a los ingleses a la gracia interior. Pero debes
temer que los milagros te hagan concebir una gran estima de ti mismo, porque
con ello transformarías en vanagloria lo que debe servir para el honor de Dios...
No todos los elegidos hacen milagros y, sin embargo, sus nombres están escritos
en el cielo. Los verdaderos discípulos de
En el texto y las notas de
la edición hecha por Plummer de
(28 de mayo).
San Germán, que fue una de las glorias de Francia en el siglo VI, nació el año 496 cerca de Autun. Tras de recibir una esmerada educación, fue ordenado sacerdote por San Agripino. Más tarde se le eligió abad de San Sinforiano, en los suburbios de Autun. Como se hallase casualmente en París cuando la sede quedó vacante, el rey Childeberto le nombró obispo de dicha diócesis. Ello no modificó, en lo absoluto, la vida de austeridad de San Germán, quien siguió vistiendo y comiendo con la misma sencillez que hasta entonces. Su casa estaba siempre llena de mendigos, a los que invitaba a su mesa. Con su ejemplo y elocuencia el santo convirtió a mejor vida a muchos pecadores endurecidos; entre éstos se contaba el rey, que vivía absorbido por los intereses materiales y acabó por transformarse en generoso bienhechor de los pobres y en fundador de monasterios. Cuando Childeberto cayó enfermo en su palacio de Celles, cerca de Mélun, San Germán fue a visitarle. Se cuenta que, enterado de que los médicos habían desahuciado al soberano, el santo pasó toda la noche en oración por él y, a la mañana siguiente, le devolvió la salud, imponiéndole las manos. Se dice también que el rey relató este milagro en un documento en el que, para manifestar su agradecimiento a Dios, cedía a la diócesis de París y a su obispo el territorio de Celles, en el que había ocurrido el milagro. Desgraciadamente, la autenticidad de dicho documento es muy dudosa.
Childeberto
fundó en París una iglesia y un monasterio dedicados a
A propósito de San Germán, conviene decir que las dos cartas sobre las costumbres litúrgicas, que se atribuían antiguamente al santo y que parecían ofrecer una descripción detallada y fidedigna de la liturgia “galicana” del siglo VI, datan de más de un siglo después, según se ha probado.
La principal fuente
biográfica sobre San Germán es la vida escrita por su contemporáneo Venancio
Fortunato, aunque deja mucho que desear, ya que consiste principalmente en un catálogo
de milagros dudosos. Dicha obra ha sido editada muchas veces (por ejemplo, en Acta Sanctorum, mayo, vol. VI). Pero el texto más crítico es
el de B. Krusch en MGH., Scriptores
Merov., vol.
VII (1920), pp. 337-428, que contiene un valioso prefacio, además de las notas
y los documentos suplementarios. En el Kirchenlexikon y en DCB. hay muchos buenos artículos sobre San Germán. Acerca de las
cartas sobre la liturgia, véase el convincente artículo de A. “Wilmart, en
DAC., vol. VI, cc. 1049-1102. En el mismo volumen H. Leclercq estudia muy a
fondo la historia de Saint-Germain-des-Prés.
(28 de mayo).
El fundador de los dos célebres albergues del Gran San Bernardo y el Pequeño San Bernardo, que han salvado la vida a tantos viajeros en los Alpes, merece la gratitud de la posteridad. Por ello es extraño que el estudio crítico de las biografías claramente legendarias del santo no se haya emprendido sino hasta muy recientemente. Con frecuencia se le llama Bernardo de Menthon, porque según la leyenda, había nacido en Saboya y era hijo del conde Ricardo de Menthon y de su esposa, que pertenecía a la familia Duyn. Pero lo más probable es que Bernardo haya nacido en Italia. No sabemos nada sobre su familia. En cuanto a la historia donde se cuenta que el santo huyó poco antes de contraer matrimonio, se trata, casi, seguramente, de una simple invención. Se dice que, después de recibir las órdenes sagradas, Bernardo fue nombrado vicario general de la diócesis de Aosta. Durante cuarenta y dos años recorrió toda la región; llegó hasta los más remotos valles de los Alpes, donde quedaban los últimos restos de superstición y paganismo, y su trabajo de evangelización se extendió más allá de su jurisdicción, hasta las diócesis de Novara, Tarantaise y Ginebra. En el territorio de su jurisdicción el santo fundó escuelas, restableció la disciplina entre el clero e insistió en la limpieza y buen cuidado de las iglesias. San Bernardo ayudaba a todos los necesitados, pero particularmente a los viajeros, generalmente peregrinos franceses y alemanes que iban a Roma, al cruzar los Alpes por los dos puertos del territorio de Aosta. Algunos se extraviaban y perecían de frío, otros morían arrastrados por los aludes y, los que escapaban a las inclemencias del tiempo, caían víctimas de bandoleros que les robaban cuando no los raptaban para pedir rescate. Con la ayuda del obispo y de otras almas caritativas, San Bernardo construyó en la cumbre los dos albergues que más tarde recibieron en su honor los nombres de Gran San Bernardo y Pequeño San Bernardo.
San Bernardo no fue el primero en construir albergues en los Alpes. Se sabe que, en el siglo IX, había en Mons Jovis (Montjoux) un albergue atendido por el clero; pero había desaparecido desde tiempo atrás. En los dos albergues que construyó San Bernardo, se recibía a todos los viajeros, sin discriminación alguna. Al principio estaban atendidos por clérigos y laicos. Más tarde se encargaron de ellos los Canónigos Regulares de San Agustín, para quienes se construyó un monasterio en las cercanías. Dicha orden sigue encargada de los albergues en nuestros días. La afluencia de viajeros hizo pronto famoso el nombre de San Bernardo, y muchos personajes importantes visitaron los albergues y contribuyeron con generosos donativos. En alguna época de su vida, San Bernardo fue a Roma, donde, según se dice, obtuvo del Papa una aprobación formal de los albergues y el privilegio de recibir novicios para perpetuar su congregación. El santo vivió hasta los ochenta y cinco años de edad y murió, probablemente, el 28 de mayo de 1081, en el monasterio de San Lorenzo de Novara.
En Acta Sanctorum, junio, vol. III, además de otros documentos,
hay una biografía de San Bernardo, que se atribuye a su contemporáneo Ricardo,
archidiácono de Aosta. Pero en realidad todos esos documentos son posteriores,
y las leyendas que relatan no merecen crédito alguno. En particular, la
biografía atribuida a Ricardo es un zurcido de fábulas que defienden la
tradición saboyana contra la italiana. Parece que está probado que San Bernardo
no murió en 1008 sino en 1081. Véase el artículo de A. Lütolf en Theologische Quartalschrift, vol. 61 (1879), pp. 179-207.
La fecha de la muerte del santo se halla confirmada por el texto publicado en
(28 de mayo).
San Ignacio era archimandrita del monasterio de Teofania, en Rostov, cuando fue nombrado obispo de la misma ciudad, en 1262. Desempeñó con gran valor su cargo en una época particularmente difícil, ya que tuvo que defender a su grey contra la tiranía de los tártaros y mediar en las hostilidades de los nobles de Rostov. El metropolitano de Kiev, ante quien se le había calumniado, le suspendió durante algún tiempo del ejercicio de las funciones episcopales. En 1274, San Ignacio asistió al sínodo de la iglesia de Rusia, en Vladimir. Una cita tomada de los decretos de dicho sínodo nos permitirá formarnos una idea de las dificultades con que el clero ruso ha tenido que luchar casi hasta nuestros días: “El pueblo practica todavía las malditas costumbres paganas: celebra las fiestas en forma diabólica, silbando y gritando; los hombres se embriagan, se baten a palos y roban los vestidos a los que mueren en la lucha.”
San Ignacio pasó
a mejor vida el 28 de mayo de 1288. Inmediatamente después de su muerte,
empezaron a contarse los más fantásticos milagros; por ejemplo, se decía que,
cuando llevaban a enterrar al santo, el cadáver se irguió para bendecir a todos
los presentes. Hasta la época de la revolución rusa, las reliquias de San
Ignacio se hallaban en la iglesia de
Nuestro artículo se basa en
los datos de Martynov, Annus
ecclesiasticus Graeco-Slavicus (Acta Sanctorum, octubre, XI). Cf. nuestro
artículo sobre San Sergio (25 de sept.) y la bibliografía que damos en él.
(29 de mayo).
San Maximino, que
nació probablemente en Poitiers, se trasladó, desde muy joven, a Tréveris,
atraído tal vez por la fama de San Agricio, obispo de esa ciudad. Ahí terminó
sus estudios y sucedió al obispo en el cargo. Cuando San Atanasio fue
desterrado a Tréveris, el año 336, San Maximino le recibió con grandes muestras
de respeto y consideró como un privilegio, poder ofrecer hospitalidad a tan
distinguido siervo de Dios. San Atanasio, que permaneció dos años en Tréveris,
alaba el valor, la prudencia y las nobles cualidades de su huésped, que ya
entonces era famoso por sus milagros. También San Pablo, obispo de
Constantinopla, encontró refugio y protección con el obispo de Tréveris, cuando
el emperador Constancio le desterró. San Maximino convocó el sínodo de Colonia
que condenó a Eufratas como hereje y le depuso de su sede. Además, previno al emperador
Constante, cuya residencia favorita era Tréveris, contra los errores de los
arríanos y se opuso a ellos en todas las ocasiones que se le presentaron. Por
eso, posteriormente, los arríanos de Filipópolis excomulgaron al mismo tiempo a
San Atanasio y a San Maximino. No sabemos con exactitud cuándo murió San
Maximino; pero se dice que su sucesor, Paulino, tomó posesión de la sede el año
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, hay una vida de San Maximino;
pero probablemente es mejor la biografía que Servatus Lupus escribió en el
siglo IX. B. Krsch editó esta última obra en MGH., Scriptores Merov., vol. III, pp. 71-82. El
problema del concilio de Colonia se ha discutido mucho. Mons. Duchesne niega
que se haya realizado (Revue d'Histoire Ecdésiastique, vol. III, 1902, pp. 16-29); pero véase H.
Quentin, en Revue Bénédictine, vol. XXIII (1906), pp.
477-486, y Hefele-Leclercq, Histoire des
Conciles, vol.
I, pp. 830-836. Acerca de Maximino, cf. Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, p. 35, y la breve biografía de J. Hau, Sankt Maximinus (1935).
(29 de mayo).
Entre los numerosos extranjeros que vivían en Milán durante el reinado de Teodosio el Grande, se contaban tres capadocios: Sisinio y los hermanos Martirio y Alejandro. San Ambrosio les profesaba tal estima, que los recomendó a San Vigilio, obispo de Trento, quien tenía gran necesidad de misioneros. Sisinio recibió el diaconado y Martirio el lectorado. San Vigilio confió a los tres misioneros la evangelización de los Alpes tiroleses, donde el cristianismo había hecho muy pocos progresos. El campo de sus labores fue el valle de Anaunia (Val di Non), donde, a pesar de la oposición y los malos tratos de que fueron objeto, ganaron numerosas almas. Sisinio construyó una iglesia en el pueblecito de Methon o Medol y en ella completó la instrucción de los neófitos. Los paganos, furiosos al ver el éxito de los misioneros, resolvieron obligar a los cristianos recientemente bautizados a participar en una de sus celebraciones. Sisinio y sus compañeros se opusieron a ello; los paganos los atacaron en la iglesia y los golpearon tan ferozmente, que Sisinio murió a las pocas horas. Martirio consiguió esconderse en un huerto, pero los paganos le descubrieron al día siguiente y le arrastraron sobre las piedras hasta que murió. También Alejandro cayó en manos de los paganos, quienes intentaron hacerle abjurar de la fe, mientras quemaban los cuerpos de sus compañeros. Como todos sus esfuerzos resultasen inútiles, le arrojaron en la misma hoguera. Los fieles recogieron las cenizas de los mártires y las llevaron a Trento. San Vigilio erigió más tarde una iglesia en el sitio en que los mártires habían perecido.
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, pueden verse las actas de Sisinio. Se trata de un documento de muy reducido
valor histórico; pero el hecho del martirio de estos santos está fuera de duda,
pues se conservan las cartas de San Vigilio al obispo de Milán y a San Juan
Crisóstomo. También San Agustín y San Máximo de Turín hablan de estos mártires.
Véanse las referencias de CMH., p. 281.
(29 de mayo).
Constantino Acropolita
escribió la vida de Santa Teodosia en el siglo XIV. Dicho autor, que vivía en
Constantinopla, cerca de la tumba de la mártir y le profesaba gran devoción, se
basó para escribir la biografía en algunos escritos y en la tradición oral.
Según cuenta Constantino, Teodosia pertenecía a una noble familia y perdió a
sus padres desde muy joven. Más tarde, tomó el velo en el monasterio
constantinopolitano de
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, hay un relato suficientemente
detallado. Probablemente el texto más digno de crédito es el del Sinaxario de Constantinopla (ed. Delehaye), cc. 828-829,
18 de julio. En Dom Leclercq, Les
Martyrs, hay
una traducción de la pasión de Santa Teodosia.
(29 de mayo).
Durante la ocupación de España por los moros, había en la ciudad de Zaragoza dos hermanos: Voto y Félix, excelentes cristianos, nobles y ricos. Voto era aficionado a la cacería y, cierto día del año 714, cuando perseguía a un ciervo, descubrió en una capillita perdida en las montañas, dedicada a San Juan Bautista, el cadáver de San Juan de Atares. Bajo la cabeza del virtuoso ermitaño encontró una piedra sobre la cual estaba grabada la inscripción siguiente: “Yo, Juan, constructor y primer habitante de esta iglesia, dedicada a San Juan Bautista, habiendo renunciado al mundo por amor a Dios, después de haber llevado por largo tiempo la vida eremítica, muero en el Señor.” Voto enterró el cuerpo del santo lo mejor que pudo y, de regreso a su casa, vendió todos sus bienes, liberó a sus siervos y sirvientes y se consagró por entero, junto con su hermano Félix, al servicio de Dios. Ambos se retiraron a la iglesia que había descubierto Voto, construyeron su celda junto a la tumba de Juan de Atares y llevaron una vida de ermitaños hasta su muerte, acaecida por el año 757. Después de su muerte, se obraron muchos milagros en su tumba y, posteriormente se construyó en aquel lugar una iglesia grande, dedicada a San Juan Bautista.
Acta Sanctorum, mayo, vol. VII.
(30 de mayo).
Según el
Martirologio Romano y el Líber Pontificalis, Félix I, romano por nacimiento, murió
mártir. Pero, casi seguramente, este dato proviene de una confusión con un
mártir llamado Félix, que fue sepultado en
Ver J. P. Kirsch en Catholic Encyclopedia, vol.
VI, pp. 29-30; Duchesne, Líber Pontificalis, vol.
I, p. 158; CMH., pp. 14-16; Bardenhewer, Geschichte
der altkirchuchen Literatur, vol. II, pp. 645-647.
(30 de mayo).
Durante la persecución del emperador arriano Valente, un ermitaño llamado Isaac se sintió movido por Dios a abandonar la soledad para ir a reprender al emperador. Así pues, se trasladó a Constantinopla y advirtió varias veces a Valente que, si no interrumpía la persecución y devolvía a los católicos las iglesias que había dado a los arríanos, le aguardaba una gran catástrofe y un fin atroz. Valente se burló de las predicciones del ermitaño. En una ocasión en que Isaac cogió la brida del corcel en que el emperador cabalgaba por las afueras de la ciudad, Valente ordenó a sus hombres que arrojasen al profeta en un pantano. Isaac escapó milagrosamente, pero como volviese a repetir su profecía, fue encarcelado. La profecía se cumplió poco después, ya que Valente fue derrotado y murió en la batalla de Andrinópolis. Teodosio, el sucesor de Valente, devolvió la libertad a San Isaac, a quien profesó siempre gran veneración. El siervo de Dios se retiró de nuevo a la soledad, donde pronto fueron a reunírsele varios discípulos. Como se negasen a abandonarle, a pesar de sus instancias, San Isaac fundó para ellos un monasterio, que fue, según se dice, el primero que hubo en Constantinopla. Dicho monasterio tomó después el nombre de San Dálmato, discípulo y sucesor de San Isaac. Nuestro santo asistió al primer Concilio de Constantinopla, que fue el segundo de los Concilios ecuménicos. Murió a edad muy avanzada.
En Acta Sanctorum, mayo, VII, hay una biografía griega de San
Isaac. Del último párrafo de dicha biografía han deducido algunos que el santo murió
en 383; pero es un error, como lo demostró J. Pargoire en Echos d'Orient, vol. II (1899), pp. 138-145. La única
biografía fidedigna de San Isaac prueba que el santo no murió antes del año
406. Ver Analecta Bollandiana, vol. XVIII (1899), pp.
430-431.
(31 de mayo).
El Martirologio Romano dice en este día: “En Roma, la conmemoración de Santa Petronila, virgen, hija del bienaventurado Apóstol San Pedro, la cual se negó a contraer matrimonio con Flaco, joven de noble cuna. Habiendo aceptado reflexionar durante tres días, la santa los pasó en el ayuno y la oración. Al tercer día, entregó el alma a Dios, tras de haber recibido el sacramento del Cuerpo de Cristo.” Está perfectamente probado que Petronila no era hija de San Pedro. La idea de que el Apóstol tenía una hija, procede, a lo que parece, de ciertos escritos apócrifos de los gnósticos. La identificación de Petronila, a quien se veneraba en Roma, con la hija del Apóstol, se introdujo en la leyenda de la santa en el siglo VI o un poco antes. En el cementerio de Domitila se descubrió un fresco de mediados del siglo IV, en el que Petronila aparece revestida con la túnica de los mártires. Por eso se ha impuesto la teoría del martirio de Santa Petronila, a pesar de la oposición de De Rossi. La leyenda, de la que se hace eco el Martirologio Romano, según la cual la santa murió en su lecho, se basa en las Actas de Nereo y Aquileo, que carecen absolutamente de autoridad. Véase nuestro artículo del 12 de mayo.
H. Delehaye, Sanctus (1927), pone el problema en su punto; véanse también
las referencias que da el mismo autor en CMH., pp. 285-286. El artículo de
Mons. J. P. Kirsch en Catholic
Enciclopedia, vol. XI, pp. 781-782, es
excelente, aunque desproporcionadamente largo.
(31 de mayo).
Según las “actas” de estos mártires, de las que se conservan varios textos, los tres hermanos, Cancio, Canciano y Cancianila, pertenecían a la noble familia de los Anicios. Al quedar huérfanos, fueron educados en la fe cristiana en su propia casa por su tutor, que se llamaba Froto. Cuando estalló la persecución de Diocleciano, los mártires devolvieron la libertad a sus esclavos, distribuyeron entre los pobres el producto de la venta de sus posesiones y se trasladaron a Aquilea. Pero la persecución hacía también estragos en esa ciudad. En cuanto los nobles romanos llegaron a Aquilea, las autoridades los obligaron a comparecer para que ofreciesen sacrificios a los dioses y enviaron a un mensajero a pedir instrucciones a Diocleciano. El emperador, que quería librarse de los Ancios, tanto por razones políticas como por razones religiosas, respondió que debían decapitarles si se negaban a sacrificar a los dioses. Entretanto, los tres mártires habían logrado escapar de Aquilea en una carreta de muías; pero un accidente los obligó a detenerse, a siete kilómetros de la población de Aquae Gradatae. Ahí los alcanzaron los perseguidores y les comunicaron la orden del emperador. Los tres hermanos respondieron que por nada del mundo podían abjurar de su fe en el verdadero Dios y fueron decapitados, junto con su tutor Froto, el año 304.
No podemos asegurar que
todos los detalles del relato sean verdaderos. Existen varios textos de las
“actas;” uno de ellos puede verse en Acta Sanctorum; en BHL., nn. 1453-1459, hay un catálogo de los otros. El sermón sobre
los mártires que se atribuye a San Ambrosio no es ciertamente del santo, pero
tal vez sea obra de San Máximo de Turín. Por otra parte, existen numerosas
pruebas de la antigüedad del culto de San Cancio y sus hermanos en Aquilea. El
cofre de Grado (reproducido por Leclercq en DAC., vol. VI, cc. 1449-1453), en
el que están grabados los nombres de los mártires, data tal vez del siglo VIL
Pero los versos de Venancio Fortunato y la mención del Hieronymianum son anteriores. Ver el comentario de Delehaye
en su edición del Hieronymianum,
p. 284, y
en Origines du Culte des Martyrs, p. 331.
(1 de junio).
En la sección de la “Historia Eclesiástica” dedicada a los confesores de Palestina, Eusebio describe a su maestro Pánfilo como al “más ilustre mártir de su época, por sus vastos conocimientos filosóficos y por todas las virtudes que le adornaban.” Esta vez no se trata de un mero panegírico convencional, porque hay un inconfundible tono de sinceridad en las palabras que utiliza el historiador cuando habla de “su señor Pánfilo,” puesto que siempre hace esta aclaración: “no sería conveniente que yo mencionara él nombre de ese santo y bendito hombre, sin darle el título de 'mi señor'.” Con agradecida veneración, se auto-impuso lo que él llama “un nombre triplemente amado para mí,” firmándose Eusebius Pamphili al escribir la biografía de su héroe, en tres volúmenes que conoció San Jerónimo, pero que ya no existen.
Pánfilo, vástago
de una familia rica y honorable, nació en Berytus (Beirut), en Fenicia. Tras
distinguirse en todas las ramas de la enseñanza secular que se impartía en su
ciudad natal, tan renombrada como centro del saber, se fue a Alejandría para
estudiar en la famosa escuela catequética, donde cayó bajo la influencia de
Pierio, el discípulo de Orígenes. El resto de su vida lo pasó en Cesárea, que
por entonces era la capital de Palestina. Ahí fue ordenado sacerdote. También
ahí formó una magnífica biblioteca que se conservó hasta el siglo VII, cuando
fue destruida por los árabes. Pánfilo fue el más notable estudioso de
Como trabajador infatigable, llevó una existencia muy austera y fue notable por su humildad. A sus criados y empleados los trataba como hermanos; entre sus parientes, amigos y particularmente, entre los pobres, distribuyó las riquezas heredadas de su padre. Una vida tan ejemplar tuvo su merecida culminación en el martirio. En el año 308, Urbano, el gobernador de Palestina, lo mandó aprehender, lo sometió a crueles torturas y lo encerró en prisión, por negarse a sacrificar ante los dioses. Durante su cautiverio, colaboró con Eusebio, que tal vez fuera su compañero de prisión, para escribir una “Apología de Orígenes,” cuyas obras había copiado y admiraba grandemente.
Dos años después
de haber sido detenido, Pánfilo fue llevado ante el gobernador Firmiliano,
sucesor de Urbano, para un examen de su causa y un nuevo juicio. En esa ocasión
le acompañaban Pablo de Jemnia, hombre de gran fervor, y Valente, un anciano
diácono de Jerusalén que tenía en su crédito haberse aprendido toda
Al mismo tiempo, un capadocio llamado Seleuco, que proclamó en voz alta el triunfo de Porfirio y alabó su constancia, fue condenado a morir decapitado con todos los demás. El tirano estaba enfurecido, que ni siquiera la servidumbre de su casa escapó a su cólera; por un simple informe de que el anciano Teódulo, su criado favorito, era cristiano, puesto que había besado el cadáver de uno de los mártires, Firmiliano lo mandó crucificar inmediatamente. El mismo día, en la tarde, por una ofensa similar, un catecúmeno llamado Juliano fue quemado a fuego lento. Los otros confesores, Panfilo, Pablo, Valente y Seleuco murieron decapitados. Sus cadáveres, arrojados por los verdugos en las afueras de la ciudad, fueron respetados por las aves de rapiña y las fieras salvajes, de manera que los cristianos pudieron recogerlos intactos y darles sepultura.
La principal fuente de
información es el De Martyribus
Palaestinae, de
Eusebio, cuyo texto griego con anotaciones, se editó en Analecta Bollandiana, vol. XVI (1897) pp, 113-139;
también cf. vol. XXV (1906), pp. 449-502. Véase también a Violet, en Texte und Untersuchungen, vol. XIV, parte 4 (1895); Harnack y Preuschen, Altchrist.
Literaturgerschichte, vol. I, pp. 543-550 y vol. II, pp. 103-105; DCB. vol. IV,
pp. 178-179. Se conmemora a San Pánfilo tanto en el primitivo Breviario Sirio como en el Hieronymianum, pp. 100-101 del comentario de Delehaye. Su día propio es el 16 de
febrero y, como los dos años de prisión mencionados por Eusebio no habrían
terminado en 309, algunas autoridades sitúan el martirio al año siguiente; pero
Harnack sostiene la fecha en 309. También se pueden hacer comparaciones con la
obra de Bardenhewer, Altkirchliche
Literatur, vol.
II, pp. 287-292.
(1 de junio).
Se incluye aquí a esta santa desconocida por la misma razón que a San Afán (16 de Noviembre), es decir, porque en una fecha contemporánea existió en Gran Bretaña una tumba con ese nombre.
La aldea de Whitchurch Canonicorum, en Dorset, mencionada en el testamento del rey Alfredo como Hwitan Cyrcian, tomó su nombre presumiblemente de Santa Wite, y su iglesia estuvo dedicada a ella (el nombre latino de Cándida para designar a esta santa, no se comenzó a usar antes del siglo XVI). Entre el altar y el coro de la iglesia está su pequeña capilla; en una fosa abierta por tres lados, que data del siglo XIII, está el ataúd cubierto por una losa de mármol; el sepulcro es muy sencillo y no tiene inscripciones, pero en el lugar se le ha considerado siempre como la tumba de la santa patrona. En 1990, cuando se hacían reparaciones al crucero de la iglesia, se abrió el mencionado ataúd y, dentro, casi cubierto con pedazos de huesos, dientes, trozos de madera y de metal, se encontró un gran féretro de plomo. Sobre él, en letras realzadas que datan del siglo XII o del XIII, había esta inscripción: Hic Reqesct Reliqe Sce Wite; dentro había una considerable cantidad de huesos, que los descubridores no tocaron, por respeto. Una vez limpio y sellado de nuevo, el féretro volvió a su lugar.
¿Quién fue Santa
Wite? ¿Quién es (si las reliquias son suyas en realidad) la que comparte con
San Eduardo el Confesor, el privilegio de descansar todavía en su propio
féretro, sin que la perturbaran las tormentas de
Hay una tercer
sugerencia que hace de Santa Wite un hombre (Guillermo de Worcester se habría
confundido en cuanto al sexo del santo), identificándola con San Witta
(Albino), un monje anglosajón que murió siendo obispo de Buraburg, en Hesse
alrededor de
Véase la obra de Guillermo
de Worcester, Itinerary, pp. 90-91 de la edición de
1778; la del Dr. Hugh Norris, Proceedings
of the Somerset Archaeological Society, vol. XXXVII (1891), pp. 44-59; un folleto sobre la
iglesia 3e Santa Wite, por el Revdo. E.H.H. Lee (c. 1928); y LBS. vol. III, pp.
169-171. Hay una referencia interesante a las reliquias de Santa Wite, en la
autobiografía de John Gerard, edición de 1951, p. 50.
San Próculo, “el Soldado”
y San Próculo, Obispo de Bolonia, Mártires (c. 304 y 542 d.C.).
(1 de junio).
La veneración popular al “soldado” San Próculo de Bolonia, se remonta a una fecha muy antigua, cuando se le consideraba como al principal santo patrono de la ciudad. Alrededor del año 304, posiblemente, fue martirizado por la fe de Cristo. De acuerdo con una de las tradiciones, se le decapitó; pero San Paulino de Nola, en uno de sus poemas, afirma que fue crucificado. Por regla general se admite que Próculo era un oficial en el ejército de Diocleciano y que fue Maximiano, el colega de Diocleciano, quien mandó matarle; sin embargo, no se sabe nada en concreto de su historia.
Cerca de doscientos cincuenta años después de la muerte del “soldado santo,” un segundo Próculo fue martirizado en Bolonia. Se trataba de un sacerdote natural de la ciudad que, en 540, se había hecho cargo del obispado. Dos años más tarde, el obispo Próculo, junto con otros muchos católicos, fue condenado a muerte por Totila, el invasor godo. A fines del siglo XIV, los benedictinos construyeron una iglesia sobre el sitio donde se hallaba la capilla subterránea de San Sixto; su superior, el abad Juan, decidió que las reliquias de los dos santos fueran trasladadas a la nueva basílica que recibió el nombre de San Próculo. Los dos cuerpos se hallaban en la misma tumba y, en 1536, sus restos fueron depositados en un nicho especialmente construido. Dieciocho años después, en 1584, el Papa, Gregorio XIII estableció la fiesta anual para ambos el 1° de Junio, fecha de la traslación.
El culto de San Próculo se extendió a otras ciudades italianas. El padre Delehaye sugiere que tal vez, San Próculo de Pozzuoli y San Próculo de Ravena se identifiquen con el santo soldado Próculo de Bolonia, en tanto que San Próculo, obispo de Terni, de quien se dice que también fue condenado a muerte por el rey Totila, no sería otro que Próculo, el santo obispo de Bolonia.
En el Acta Sanctorum, junio, vol. I, se ha coleccionado la escasa
información recogida sobre estos dos santos; pero el asunto se trata más
extensamente, en el prefacio al primer volumen de julio (véanse pp. 47-65 en la
edición original de 1719). Delehaye se refiere a ellos en su obra Origines du Culte des Martyrs, pp. 300-301, 316, 328; así
como en su CMH., pp. 482 y 563.
(1 de junio).
El maestro y guía espiritual de San Honorato de Lérins era un hombre de grandes dotes y muy vasta cultura que renunció a las brillantísimas perspectivas que le ofrecía el mundo para entregarse a una vida de soledad y penitencia, en Provenza. El futuro San Honorato y su hermano Venancio, muy jóvenes por entonces, figuraban en el grupo que más asiduamente visitaba a Caprasio en su retiro con el objeto de recibir sus instrucciones para avanzar por el camino de la perfección. Los dos jóvenes llegaron al convencimiento de que estaban llamados a seguir el ejemplo del patriarca Abraham y resolvieron abandonar hogar y patria para dirigirse al oriente. Caprasio consintió en abandonar su retiro y acompañarlos. Partieron todos de acuerdo, pero muy pronto, las penurias y privaciones del viaje quebrantaron seriamente la salud de los peregrinos, sobre todo la de Caprasio. Al llegar a Modon, en Grecia, Venancio sucumbió y, tras la muerte del muchacho, sus compañeros regresaron a las Galias. Se establecieron en la desolada isla de Lérins, se entregaron a una existencia de tanta austeridad, que rivalizaba con la que llevaban los padres en el desierto. Cuando comenzaron a acudir los discípulos, San Honorato fundó para acogerlos un monasterio y una regla, que más tarde habrían de ser famosos en toda la cristiandad. A San Caprasio se le reconoce por lo general como a uno de los abades de Lérins, tal vez porque continuó siendo el guía de San Honorato y, en consecuencia, el superior indirecto de la comunidad. Pero en realidad, parece que no llegó siquiera a ostentar el título de superior, puesto que a San Honorato, el primer abad, sucedió San Máximo que todavía era abad en 430, cuando murió San Caprasio. La santidad de este último fue exaltada por San Euquerio obispo de Lyon y por San Hilario de Arles, quienes estuvieron presentes cuando murió. En un panegírico que éste último entregó a San Honorato, alude a Caprasio como a un santo que ya está en el cielo.
Ya se ha mencionado a San
Caprasio en el artículo dedicado a San Honorato (16 de enero). Todo lo que
sabemos sobre él, proviene de la “laudatio” de San Hilario de Arles; conviene
ver también el Acta Sanctorum, junio, vol. I; H. Morís, L'Abbaye de Lérins (1909);
A. C. Cooper-Marsdin, History of the Islands of
the Lérins (1913).
(1 de junio).
La historia de San Simeón parece un cuento de aventuras, sin embargo, está respaldada por una excelente autoridad, puesto que fue escrita, poco tiempo después de la muerte del santo, por su amigo Eberwin, abad de Tholey y de San Martín, en Trier, a pedido de Poppón, arzobispo de Trier, quien se hallaba comprometido en activar la causa de canonización en Roma.
Simeón nació en la ciudad siciliana de Siracusa, de padres griegos que, desde la edad de siete años, llevaron al niño a Constantinopla para que se educara. Al llegar a la juventud, Simeón emprendió una peregrinación a Tierra Santa y decidió establecerse allá. En un principio vivió con un ermitaño, a orillas del Jordán; pero muy pronto tomó el hábito de monje en Belén y, desde entonces, ingresó a un monasterio al pie del Monte Sinaí. Con la autorización de su superior, pasó dos años viviendo en la soledad de una estrecha cueva, frente al Mar Rojo y de ahí se trasladó a una ermita, en la cumbre del Monte Sinaí. Cuando decidió regresar a su monasterio, se le encomendó una tarea que no lo entusiasmaba en lo absoluto, pero que al fin aceptó realizar, de mala gana. Se trataba de ir con otro monje a Normandía, con el propósito de recoger un tributo que había prometido pagar el duque Ricardo II, dinero éste que necesitaba la comunidad con toda urgencia para sostenerse. Simeón y su compañero emprendieron, pues, el viaje con tan mala fortuna, que apenas se había alejado el barco de las costas de Palestina, cuando fue interceptado por los piratas que lo abordaron y, tras una espantosa matanza de pasajeros y tripulantes, se apoderaron de él. Simeón logró salvarse gracias a que saltó al mar y llegó nadando a tierra. Una vez repuesto, emprendió la marcha y llegó caminando hasta la ciudad de Antioquía. Ahí se encontró con Ricardo, abad de Verdún y con Eberwin, abad de San Martín, que regresaban de un viaje a Palestina y se dirigían a sus respectivos monasterios en Francia. Rápidamente se estableció entre ellos una profunda amistad que los indujo a continuar el viaje los tres juntos.
Pero
La biografía escrita en latín por el abad Eberwin, fue impresa por Mabillon y por los bolandistas en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Debe consultarse también a Hauck, en Kirchengeschichte Deutschlands, vol. III, así como la contribución de Levison sobre la localidad de Tholey, en Historische Aufsátze Aloys Schulte gewidmet (1927). También se incluyen algunas discusiones sobre sus reliquias y otros documentos de Trier, en la obra de E. Beitz, Deutsche Kunstführer an Rhein und Mosel, vol. IX (1928). Respecto a la canonización de San Simeón, véase a E. W. Kemp en Canonization and Authority (1948), pp. 60-61. Ver asimismo un papel muy importante que fray Maurice Coens introdujo en Analecta Bollandiana, vol. LXVIII (1950), pp. 181-196.
(1 de junio).
Alrededor del
año 1010, Don Sancho, conde de Castilla, fundó una casa de religiosas en Oñá y
la dejó al cuidado de su hija Tigrida, venerada como santa. Posiblemente se
trataba de un monasterio doble, para hombres y mujeres, aunque no nos han
llegado noticias más que de las monjas; pero de todas maneras, sucedió que, a
poco de existir, la observancia del claustro cayó en un profundo relajamiento.
El rey Sancho el Grande, muy preocupado por aquel estado de cosas en la casa
religiosa fundada por su suegro, decidió poner fin al desorden. El monarca era
un decidido partidario de las reformas hechas en Cluny y ya las había
introducido en sus dominios. En la abadía de San Juan de
Muy pronto se comprobó que la elección había sido acertada. Bajo el gobierno de Iñigo, la abadía prosperó notablemente, tanto en santidad de vida como en el número de novicios que acudían a solicitar su ingreso. El rey Sancho, muy complacido con los resultados, colmó de donaciones y privilegios a la fundación de su suegro.
Entretanto, la favorable influencia de San Iñigo sobrepasaba los muros del convento de Oñá: gracias a sus buenos oficios y a su ejemplo, se restableció la paz entre diversas comunidades religiosas que hasta entonces, estuvieron divididas por enconadas disputas; las muchas personas que acudían a confiarle sus querellas, volvían apaciguadas; la bondadosa dulzura del santo, domesticó a varios hombres de pasiones violentas. Cierta vez en que una prolongada sequía amenazaba con arruinar las cosechas, las oraciones de San Iñigo atrajeron las lluvias copiosas. Se dice que, en otra ocasión, dio de comer a una multitud con tres piezas de pan. Hallándose a dos leguas de su abadía, cayó presa de un súbito mal que habría de ser funesto. Dos monjes, que salieron a buscarle alarmados porque ya era de noche y el abad no aparecía, le llevaron en vilo hasta el convento. Al llegar, impartió la orden de que se dieran refrescos a los muchachos que habían escoltado a la comitiva alumbrando el camino con antorchas y, como nadie más había visto a los muchachos ni las antorchas, se dio por sentado que San Iñigo había visto a los ángeles. Poco después, murió, en el día 1° de junio de 1057, y su desaparición fue llorada por todos, aun por moros y judíos. San Iñigo fue canonizado por el Papa Alejandro III un siglo más tarde.
Existe una breve biografía
de San Iñigo escrita en latín, que Mabillon y los bolandistas reimprimieron en
el Acta Sanctorum, junio, vol. I; pero es mucho
más digna de confianza la información que sobre él nos proporciona Fray Fidel
Fita, en dos colaboraciones suyas para el Boletín de
(2 de junio).
Marcelino y
Pedro se encuentran entre los santos romanos que se conmemoran diariamente en
el canon de la misa. Marcelino era un prominente sacerdote en Roma durante el
reinado de Diocleciano, mientras que Pedro, según se afirma, era un exorcista.
Debido a un error de lectura del Hieronymianum, se llegó a la conclusión
de que otros mártires perecieron con ellos, en número de cuarenta y cuatro,
pero no hay ninguna prueba concreta que respalde esta aseveración. Un relato
muy poco digno de confianza sobre su “pasión,” declara que ambos cristianos
fueron aprehendidos y arrojados en la prisión, donde tanto Marcelino como Pedro
mostraron un celo extraordinario en alentar a los fieles cautivos y catequizar
a los paganos, para obtener nuevas conversiones, como la del carcelero Artemio,
con su mujer y su hija. De acuerdo con la misma fuente de información, todos
fueron condenados a muerte por el magistrado Sereno o Severo, como también se
le llama. Marcelino y Pedro fueron conducidos en secreto a un bosquecillo que
llevaba el nombre de Selva Negra, para que nadie supiera el lugar de su
sepultura y se les cortó la cabeza. Sin embargo, el secreto se divulgó, tal vez
por medio del mismo verdugo que posteriormente se convirtió al Cristianismo.
Dos piadosas mujeres, Lucila y Fermina, exhumaron los cadáveres y les dieron
conveniente sepultura en la catacumba de San Tiburcio, sobre
La legendaria pasión y otros datos, fueron impresos en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Consúltese especialmente a J.
P. Kirsch, Die Mártyrer der Katakombe ad
duas lauros (1920),
pp. 2-5; a Marucchi, en el Nuovo
Bullettino, 1898,
pp. 137-193; a Wilpert, en el Romische
Quartalschrift, 1908, pp. 73-91. En las traducciones, puede leerse la de M. Bondois,
con muchas reservas; véase Analecta
Bollandiana vol.
XXVI (1907), pp. 478-481. Un buen estudio sobre esta cuestión es el de K.
Esselborn, Die Ubertragung... (1925). La versión inglesa
sobre la historia de la traslación, fue publicada por B. Wendell (1926).
(2 de junio).
San Erasmo, llamado
también San Elmo, muy venerado en la antigüedad como patrón de los marineros y
como uno de los “Catorce Auxiliadores Celestiales,” se une a los dos mártires
mencionados arriba, en la misa y el oficio de la Iglesia de occidente, en la
actualidad. En el Acta Sanctorum se le describe como obispo de Formia, en
En Bélgica, Francia y otras partes, las representaciones populares de San Erasmo lo muestran con una enorme cortadura en su costado, por la cual le salen los intestinos para enredarse en un molinete que está junto a él. En consecuencia, se le invoca contra los calambres y los cólicos, especialmente entre los niños. Pero en la historia legendaria de San Erasmo, no hay ningún dato o indicio que lo relacione con esta forma de tortura. Las linternas de color azul que suelen encenderse en el tope de los mástiles cuando amenaza una tormenta y después de que ésta ha pasado, eran conocidas por los marinos napolitanos como signos de la protección de su santo patrono, y por eso se las llama hasta hoy “fuegos de San Elmo” y “fuegos de San Telmo.”
No hay razones para dudar de que el nombre de San Elmo o San Telmo se derive del de San Erasmo, puesto que éste se transformó en Eramo, en Elamo y finalmente en Enermo. De ahí se extrajo el apelativo de Elmo, así como el de Catalina proviene de Catarina. En la actualidad, las descargas eléctricas de color azul que se producen bajo ciertas condiciones atmosféricas especiales sobre los mástiles y palos mayores de los barcos, se llaman oficialmente en el lenguaje de la navegación, “fuegos de San Telmo,” porque San Erasmo, honrado al principio como patrono de navegantes, mostraba su protección de esta manera, según era creencia arraigada entre las gentes de mar. Cuando los navegantes portugueses adoptaron al Beato Pedro González como patrón, los “fuegos de San Telmo” se convirtieron en “luces de Pedro;” pero los marineros portugueses optaron por sostener que el Beato Pedro había sido el verdadero San Telmo y siguieron llamando a los fuegos como siempre.
La iglesia
parroquial del pequeño puerto de Faversham, en Kent, tenía, hasta antes de
El texto que más ha
circulado sobre la historia legendaria de San Erasmo, está impreso en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Una reseña más amplia sobre
las varias revisiones de esta narración mítica, se encuentra en BHL., nn.
2578-2585. Véase también a F. Lanzoni, Le Diócesi d'Italia, pp. 163-164; R. Flahault, S. Erasme (1895); E. Dümmler, en Neues Archiv, vol. V (1880), pp. 429-431; y M. R. James. Illustrations to the Life of St. Alban (1924),
pp. 23 y 27. El
aspecto artístico del asunto, lo trata Künstle en Ikonographie worterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. II, cols. 791, 866. En
épocas posteriores surgió una confusión entre San Elmo, el patrón de los
marineros y el dominico, Beato Pedro González: ver el 14 de abril. No puede
haber dudas de que San Erasmo existió realmente, por muy improbables que sean
les leyendas que se contaron después sobre él. Su nombre se conmemora en el Hieronymianum, lo mismo que en el Félire de Oengus y su historia se relata en el Antiguo Martirologio Inglés del siglo nueve. Para la
confusión entre San Erasmo y San Agapito, con el nombre de “Agrappart” o “Agrapau,”
ver los escritos en Etudes
d'histoire et d'archéologie Namuroises, dedicados a F. Courtoy (1952), por Fr. B. de
Gaiffer, quien amablemente proporcionó al editor una copia de su obra.
(2 de junio).
La carta donde
se relatan los sufrimientos de los mártires de Vienne y de Lyon, durante la
terrible persecución de Marco Aurelio, en el año
“Es imposible haceros llegar con palabras o por escrito,” dice el preámbulo de la carta, “la magnitud de las tribulaciones, el furor de los herejes contra los santos y todo lo que soportaron los benditos mártires.” La persecución comenzó extraoficialmente con el ostracismo social a los cristianos: “y se nos excluía de las casas, de los baños y del mercado;” prosiguió con la violencia popular: se les apedreaba, atropellaba, golpeaba, insultaba “y todo lo que una muchedumbre enfurecida gusta de hacer a los que odia;” después, la persecución se inició oficialmente. Los cristianos prominentes fueron llevados al foro, interrogados en público y sumariamente condenados a prisión. La forma tan injusta con que el magistrado trató a los que comparecían ante él, provocó la indignación de un joven cristiano, llamado Vetio Epagatho quien, levantándose entre el auditorio, pidió que se le permitiera defender a sus hermanos contra los cargos de traición y de impiedad que se les imputaban. Al ver la audacia de aquel joven, muy bien conocido en la ciudad, el juez le preguntó si también él era cristiano. La firme respuesta afirmativa de Vetio le valió una promoción en su dignidad y fue a ocupar su puesto en las filas de los mártires. A esta conmoción sucedió un período de crisis que puso a prueba la serenidad de los que estaban encerrados y el celo de algunos valientes que acudían a consolar a los prisioneros.” En esos días, cedieron más o menos diez de los confesores, incapaces de soportar por más tiempo la tensión en que vivían. “Entonces se apoderó de nosotros una gran inquietud,” prosigue la carta, “no por temor a los tormentos que seguramente nos aguardaban, sino porque aún veíamos lejano el fin de la jornada y nos preocupaba la idea de que otros de los nuestros pudieran fallar. Sin embargo, todos los días llegaban a la prisión aquellos que tenían méritos para ocupar el sitio que los desertores dejaban vacante, hasta que estuvieron reunidos en el calabozo, los miembros más virtuosos y activos de nuestras dos Iglesias.”
“El gobernador había dado órdenes estrictas para que ninguno de nosotros escapase y, a fin de que no pudiésemos recibir ayuda, muchos de nuestros servidores paganos fueron encarcelados también. Como nuestros esclavos tenían miedo de que se les infligieran las mismas torturas que a los santos, fueron instigados por Satanás y por los soldados a lanzar acusaciones de que comíamos carne humana, lo mismo que Tiestes, de que cometíamos incestos, como Edipo, y de otras atrocidades sobre las que ni siquiera nos estaba permitido pensar, sin quebrantar la ley y que nos parecía increíble que alguna vez hubiesen sido cometidas por los hombres. Al hacerse públicas aquellas cosas, las gentes se irritaron contra nosotros, aun algunas que nos habían demostrado su amistad... El furor de la plebe, del gobernador y de los soldados se descargó con toda su tuerza sobre Santos, un diácono de Vienne; sobre Maturo, a quien apenas acababan de bautizar, pero que demostró ser noble luchador; sobre Atalo, natural de Pérgamo, quien siempre había sido un pilar de nuestra Iglesia; y sobre Blandina, la esclava en quien Cristo puso de manifiesto que los seres pequeños, pobres y despreciables para los hombres, tienen muy alto valor a los ojos de Dios, quien los reclama para Su gloria, puesto que Su amor está centrado en la verdad y no en las apariencias. Viéndola como frágil mujer según la carne, a ella que fue una atleta entre los mártires, nos embargó el temor de que Blandina, por simple debilidad corporal, no pudiese llegar a hacer su confesión con firmeza; pero fue dotada con un poder tan grande, que no desmayó, aun cuando los verdugos que la torturaron de la mañana a la noche se fatigaron hasta el extremo de caer rendidos.” Todos quedaron maravillados de que Blandina pudiese sobrevivir con todo su cuerpo desgarrado y roto. Pero ella, en medio de los sufrimientos, parecía hacer acopio de bienestar y de paz, al repetir continuamente estas palabras: “Soy cristiana; nada malo se hace entre nosotros.”
También el diácono Santos soportó crueles tormentos con un valor indoblegable. A todas las preguntas que se le hicieron, dio la misma respuesta: “Soy cristiano.” Agotadas en él todas las formas conocidas de tortura, se le aplicaron las hojas de las espadas, calentadas al rojo vivo, en las partes más tiernas de su cuerpo, hasta dejarlas tumefactas, convertidas en una masa informe de carne macerada. Tres días después, cuando el mártir había recuperado el conocimiento, se repitió la tortura.
Entre los renegados que seguían en la prisión con la esperanza de que consiguieran alguna prueba condenatoria en contra de sus antiguos cofrades, estaba una mujer llamada Biblis, de reconocida fragilidad y timidez. Sin embargo, cuando fue sometida a la tortura, “pareció despertar de un profundo sueño y, en seguida, desmintió rotundamente a los calumniadores con estas palabras: '¿Acaso podéis acusar de comer niños a los que tienen prohibido hasta probar la sangre de las bestias?' Desde aquel momento, Biblis se confesó cristiana y fue agregada a la compañía de los mártires.”
Muchos de los prisioneros, sobre todo los jóvenes sin experiencias previas, murieron en la cárcel a causa de las torturas, del ambiente infecto que respiraban o por las brutalidades de los carceleros; pero algunos otros que ya habían sufrido terriblemente y parecían hallarse a punto de sucumbir, permanecieron con vida para consolar a los demás. El obispo Potino, a pesar de sus noventa años y sus múltiples achaques, fue arrastrado hacia el tribunal por la calle abierta entre el populacho. El gobernador le preguntó quién era el Dios de los cristianos, a lo que el obispo repuso serenamente: “Si fueras digno de conocerlo, ya lo sabrías.” Inmediatamente fue golpeado con las manos, los pies y los palos, hasta perder la conciencia. Dos días más tarde, murió en la prisión.
Los cristianos que aún quedaban vivos, fueron martirizados de distintas maneras. Para decirlo con las bellas palabras de la carta: “Entre todos ofrendaron al Padre una sola guirnalda, pero tejida con diversos colores y toda clase de flores. Era necesario que los nobles guerreros hicieran frente a los más variados conflictos y salieran siempre triunfantes para obtener el derecho de recibir, al fin de la jornada, el premio supremo de la vida eterna.”
Maturo, Santos, Blandina y Atalo fueron arrojados a las fieras en el anfiteatro. Maturo y Santos fueron obligados a participar en luchas con manoplas y látigos, enfrentados a las fieras y maltratados en todas las formas que el público exigía. Por fin, se les sujetó a las sillas de hierro que se fueron calentando gradualmente, hasta que el olor de sus carnes asadas hartó el olfato de la multitud. Pero no hubo flaqueza en su valor, ni se consiguió convencer a Santos para que dijera otras palabras, fuera de las que había usado en su confesión desde un principio. Durante todo aquel día, los mártires no sólo proporcionaron el entretenimiento que reclamaba el público del circo, sino un espectáculo para el mundo y después, se les permitió, por fin, ofrendar sus vidas Pero el fin misericordioso no había llegado aún para Blandina. A ella se le colgó de un travesaño para que fuera presa fácil de las fieras hambrientas. El espectáculo de Blandina colgada por las muñecas, con los brazos extendidos como si la hubiesen crucificado, el murmullo continuo de sus fervientes plegarias, llenó de ardor a los otros combatientes. Ninguno de los animales se atrevió a tocar a la santa, de manera que fue devuelta a la prisión para esperar un nuevo intento. La muchedumbre vociferó para pedir que compareciera Átalo, un hombre de nota en la ciudad y sus clamores fueron atendidos. El reo fue obligado a pasear por la arena del anfiteatro, colgado al cuello un cartel que anunciaba: “Este es Átalo, el cristiano.” Pero de ahí no pasó la cosa, puesto que el gobernador se había enterado de que el reo era ciudadano romano y pensó que era conveniente no hacerle daño, por lo menos hasta conocer con certeza los deseos del emperador.
El conjunto de los confesores había dado hasta entonces pruebas extraordinarias de su caridad y su humildad. Si bien se mostraban dispuestos a dar explicaciones de su fe ante cualquiera, no acusaban a nadie y, en cambio, oraban por sus perseguidores, como San Esteban, lo mismo que por sus hermanos desertores. Lejos de adoptar una actitud de superioridad, solicitaban las oraciones de los otros cristianos para que Dios les diera la fuerza de mantenerse firmes. Y al fin de cuentas, aquella firmeza y la amorosa preocupación que mostraban por los hermanos más débiles, quedaron ampliamente recompensadas. La carta lo dice con estas palabras: “Por medio de los vivos, los que estaban muertos recuperaron la vida y, los mártires fortalecieron y animaron a los que habían fracasado en el martirio.” En efecto, cuando llegó el escrito del emperador que condenaba a muerte a los cristianos confesos y ordenaba poner en libertad a los que hubiesen abjurado, todos los que antes renegaron de su fe, la confesaron después resueltamente y se sumaron sin vacilaciones a la orden santa de aquellos que habían dado testimonio de la verdad. Sólo quedaron fuera los pocos que nunca fueron cristianos de corazón.
Había un médico llamado Alejandro, frigio por nacimiento, que presenció el examen de los cristianos ante el tribunal. Vivía desde hacía años en las Galias, donde se había dado a conocer por su gran amor a Dios y su decisión para difundir el Evangelio. Permaneció de pie contra el muro en el corredor por donde tenían que pasar los presos, de manera que todos pudieran verlo y recibir sus palabras de aliento. La muchedumbre, irritada ante la confesión de los cristianos que antes renegaban de sus creencias, clamó para que se interrogara al médico Alejandro, al que acusaba de ser el instigador del cambio en la actitud de los reos. El gobernador lo hizo comparecer y le interrogó. “Soy cristiano,” fue la única respuesta que obtuvo. Se le condenó a ser arrojado a las fieras. Al día siguiente, apareció en la arena junto con Atalo, a quien el gobernador hizo comparecer por segunda vez para complacer al público. Los dos fueron sometidos a todas las torturas que se practicaban en el anfiteatro y, al fin, se les sacrificó. Cuando Atalo se asaba en la silla de hierro, exclamó: “¡Este sí es, en verdad, un banquete de carne humana y eres tú el anfitrión! ¡Nosotros no devoramos hombres ni hemos cometido nunca una enormidad semejante!”
“Después de todo esto,” dice más adelante la carta, “en el último día de los combates por parejas, Blandina fue presentada de nuevo en el anfiteatro junto con Póntico, un muchacho de quince años. Hasta entonces, los dos habían tenido que presenciar, día tras día, las torturas de los demás y, se les instaba para que juraran por los ídolos si no querían sufrir la misma suerte. Como se negasen, fueron llevados ante la multitud, que no tuvo compasión de la frágil feminidad de Blandina ni de la juventud de Póntico. Ambos fueron sometidos a todos los tormentos, con breves períodos de descanso, durante los cuales se les exhortaba en vano a que juraran. Póntico, alentado por las palabras que Blandina pronunciaba en alta voz para que todos las escucharan, soportó dignamente las torturas y murió pronto. La bendita Blandina fue la última; como una madre valerosa que hubiese alentado y preparado a todos sus hijos para que se presentaran victoriosos ante su Rey, se dispuso a seguirlos, una vez terminada su tarea, regocijada y triunfante al emprender la marcha final, como si fuera a una fiesta de bodas y no a las fauces de las fieras que la aguardaban. Después de los garfios, los ataques de las bestias, el potro y las parrillas, fue por fin envuelta en una red y colgada para que la embistiera un toro. Luego de que la bestia hubo zarandeado el bulto a su placer, como Blandina permaneciese tan afianzada a su fe y en una comunión tan íntima con Cristo, que ya era insensible e indiferente a lo que pudieran hacerle, los verdugos decidieron inmolarla, habiendo llegado a la conclusión de que nunca habían visto a una mujer que resistiera tanto.”
Arrojaron los
cuerpos de los mártires al Ródano para que no quedara reliquia ni recuerdo de
ellos sobre la tierra. Sin embargo, los registros de su glorioso triunfo sobre
la muerte, iban ya a través del mar hacia el oriente y, desde entonces, fueron
transmitidos por la Iglesia en el curso de los siglos. Al citar una vez más las
palabras de la epístola, diremos, para terminar, que aquellos mártires
“clamaban por
La personificación
de la Iglesia cristiana con el nombre de “Madre,” ilustra de manera interesante
la costumbre de utilizar símbolos, que tan extensamente practicaban los fieles
en los primeros siglos y que mantuvo la disciplina arcani. En otra parte de
la carta aparece esta frase: “Hubo gran regocijo en el corazón de
Todo nuestro relato depende
principalmente de
(2 de junio).
Eugenio fue un
romano que había sido educado en el servicio de la Iglesia y que, al parecer,
se distinguió por su bondad, su generosidad y su gentileza. Más o menos un año
después de que el Papa San Martín I había sido llevado fuera de Roma, pero
cuando aún estaba con vida, se nombró a Eugenio para que ocupase su lugar y San
Martín aprobó el nombramiento antes de morir. Se dice que Eugenio era candidato
del emperador Constancio II, adicto al monotelismo; pero de ser cierta tal
afirmación, el emperador debe haber quedado muy desilusionado por la actitud de
su protegido. A raíz de su elección, el Papa Eugenio envió delegados a
Constantinopla, pero Constancio los hizo regresar a Roma con la exigencia de
que el Papa manifestara públicamente estar de acuerdo con Pedro, el patriarca
de Bizancio. Los delegados eran portadores de una carta del jerarca bizantino,
llena de ambiguos propósitos teológicos. Dicha epístola fue públicamente
discutida en la iglesia de Santa María
Ver el Acta Sanctorum, junio, vol. I;
Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, p. 341; y A. Clerval en
DTC., s. v. Eugenio I.
(3 de junio).
En el Martirologio Romano se conmemora en este día a San Cecilio, como a “un sacerdote de Cartago que logró la conversión de San Cipriano a la fe de Cristo.” Alban Butler dedica casi diez páginas a este santo, pero se funda en una suposición incierta: la de que este Cecilio es el mismo cuya conversión al cristianismo relata Minucius Félix en el tratado apologético que ha llegado hasta nosotros con el nombre de Octavius. En dicho libro se desarrolla una discusión sobre la religión cristiana en forma de diálogo; los interlocutores son el propio Minucius, su amigo Octavio y el todavía pagano Cecilio. La argumentación termina felizmente, cuando los dos amigos convencen al tercero sobre las verdades del cristianismo. Es muy probable que este Cecilio Natalis haya sido un personaje histórico, magistrado principal en Cirta, ciudad del África, por el año 210 d.C.; pero hay razones poderosas que impiden identificarlo con el Cecilio que fue instrumento para la conversión de San Cipriano.
A pesar de la frase que adopta el Martirologio Romano, tomada del De Viris Ilustribus de San Jerónimo, hay pruebas concretas, extraídas de entre los mejores manuscritos de la biografía de San Cipriano, escrita por su diácono Poncio, en el sentido de que era Ceciliano y no Cecilio el nombre del maestro cristiano que conquistó la voluntad y la razón de Cipriano con sus argumentos y su ejemplo. Se puede dar por cierto que se trataba de un hombre de edad avanzada y que San Cipriano vivió en su casa durante algún tiempo después de su conversión, puesto que, lleno de veneración y de respeto, suele llamarle “el padre de mi nueva vida.” Por otra parte, Poncio nos dice que Ceciliano, en su lecho de muerte, confió a su esposa y a sus hijos al cuidado de su amado converso. Aunque es muy posible que Alban Butler esté equivocado al aferrarse a la idea de que el “Octavius” de Minucius Félix tiene que ver con el sujeto de su artículo, pone fin a su relato con una reflexión profunda que merece ser considerada por todos aquellos que emprendan una discusión.
Es una gran prueba de verdadera virtud, dice, un triunfo bello aunque raro sobre el orgullo, el que un hombre culto e instruido se confiese vencido por la verdad en una controversia. El orgullo se rebela ante la oposición y, por mucho que el entendimiento pueda llegar a convencerse, la voluntad se torna por ello más adversa a ceder y más se obstina en el error. Si se tiene esto muy en cuenta, aquél que trate de atraer a otro hacia la verdad, deberá tener mucho cuidado de no despertar o poner en guardia a un enemigo tan peligroso como el orgullo y hacer, en cambio, el intento de insinuar su buen razonamiento por medios tan indirectos y sutiles, que su oponente llegue a sentirse como el dominante en la discusión. Nuestros tres oponentes (en el Octavius) resultan al fin vencedores, porque los tres entraron a la disputa armados con la docilidad, la caridad y la humildad; ninguno era como esos estudiosos llenos de vanidad que gustan de sostener una opinión, no por amor a la verdad, sino porque, corno lo dice San Agustín, la opinión es suya. En aquella amable reunión, a pesar de que todos podían ufanarse de haber hecho una conquista, ninguno más que Cecilio, el vencido, tenía razones para regocijarse por su victoria. Cecilio, al doblegar su orgullo y reconocer sus errores, consiguió un triunfo incomparable. De acuerdo con la máxima de un gran hombre: “Cuando nuestra voluntad consienta en admitir plenamente la verdad, sólo entonces podremos considerarnos vencedores.”
Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. I; y
DCB. vol. I, pp. 366-367 (cf. idem. vol. III, p. 924). Consúltese también el artículo de
Desseau en Hérmes, 1880, p. 471.
(3 de junio).
La persecución que se desarrolló al mediar el siglo tercero, fue el ataque más grande y general de cuantos había tenido que soportar hasta entonces la cristiandad, porque el emperador Decio ocupó el trono, decidido a exterminarla. Entre las muchas víctimas que perecieron en Arezzo de Umbría, los hermanos Pergentino y Laurentino, patronos de dicha ciudad, han sido los que, hasta hoy, reciben mayor veneración.
De acuerdo con la leyenda, eran de noble cuna y todavía asistían a las escuelas, cuando fueron detenidos y arrastrados ante el cónsul Tiburcio, bajo la acusación de ser cristianos y proselitistas. A pesar de que admitieron los cargos y se confesaron culpables, el magistrado les anunció que los dejaría ir, en consideración a su noble linaje (tal vez también a su juventud). Pero antes de que se retiraran de su presencia, les rogó que considerasen su posición y renegasen de su fe; al despedirlos, los amenazó con someterlos a la tortura si volvía a tener quejas de ellos. Lejos de atemorizarse, los dos jóvenes multiplicaron sus actividades. Su “pasión” afirma que hubo numerosas conversiones, gracias a sus prédicas y a los milagros que realizaban. Aprehendidos nuevamente, se negaron a sacrificar y fueron decapitados. Las “actas” de estos santos son recopilaciones de antiguas hagiografías fantásticas sin ningún valor histórico; contienen tantos detalles improbables, que se llega a la incertidumbre sobre la misma existencia de esos mártires.
El único vestigio de algo
que pudiera llamarse una prueba del antiguo culto a estos santos, consiste en
una frase en el Hieronymianum que dice: “apud Arecium
civitatem Tusciae Laurenti diaconi...” Delehaye, entre otros, piensa que toda
la historia surgió porque un 3 de marzo se dedicó alguna iglesia de Arezzo en
honor de San Lorenzo (Laurentio), el diácono mártir, y se confundió el nombre
de Laurentius con el de Laurentinus. En cuanto a Pergentinus, ocurrió que un
“Expergenti,” cuya fiesta se celebraba al día siguiente, agregó su nombre al de
Laurentinus en la fecha anterior. Ver CMH., p. 300 y también a Mons. Lanzoni en
Diócesi d'Italia, pp. 567-568; H. Quentin, Les Martyrologes Historiques, p. 273 y Dufourcq, Etudes sur les Gesta Martyrum romains, vol. III, pp. 172-175. El
breve texto de la “pasión,” se encuentra en el Acta Sanctorum, junio, vol. I.
(3 de junio).
De acuerdo con el menologio del emperador Basilio, San Luciniano era un sacerdote pagano de Nicomedia, convertido al cristianismo a una edad avanzada y que murió martirizado. Se le aprehendió durante el reinado del emperador Aureliano y compareció ante el magistrado Silvano. Porque rehusó negar a Cristo, le golpearon el rostro con piedras, lo azotaron y lo arrastraron con una cuerda atada al cuello. En la prisión donde posteriormente se le encerró, tuvo el consuelo de encontrar a cuatro jóvenes cristianos: Claudio, Hipacio, Pablo y Dionisio, a quienes fortaleció en la fe con tanto éxito, que en cuanto los reos comparecieron ante el tribunal, hicieron una firme confesión de sus creencias. Entonces metieron a San Luciniano en un horno caliente del que, sin embargo, salió indemne. Al fin, los cinco fueron enviados a Bizancio donde se crucificó a Luciniano y se cortó la cabeza a los demás.
Paula, una
cristiana que llevaba alimentos a los mártires en la prisión y les curaba las
heridas, fue también detenida, torturada en el horno y finalmente decapitada.
La población de Constantinopla tenía gran devoción por estos santos. En la
ciudad subsisten diversas versiones sobre su historia en las que, tan pronto
encontramos a San Luciniano representado en un virtuoso sacerdote cristiano,
como en el esposo de Paula y en el padre de sus jóvenes compañeros de prisión y
de martirio. Otra leyenda afirma que todos eran naturales de Egipto y que ahí
murieron. Y a decir verdad, es muy poco probable que San Luciniano y sus
compañeros hayan sido martirizados en Bizancio. Su culto en Constantinopla se
debe a que sus reliquias fueron trasladadas ahí, tal vez desde otra ciudad de
Los bolandistas en el Acta Sanctorum (junio, vol. I) reproducen el texto griego de
un panegírico sobre Luciniano, escrito por un cierto Focio. En
(3 de junio).
Clotilde, una
burgundia cristiana, había contraído matrimonio, alrededor del año 492, con
Clovis, rey de los francos salíanos. El monarca era un hereje, pero Clotilde
llegó a ejercer una gran influencia sobre su esposo y no escatimó esfuerzos
para ganarlo a la religión de Cristo. “Ya habrás oído hablar de cómo tu abuela,
la reina Clotilde de feliz memoria, escribía San Niceto de Trier a la princesa Clodovinda
de Francia, atrajo a la fe a su real esposo y de cómo él, un hombre de clara
inteligencia, no quiso ceder hasta que estuvo convencido de la verdad.” En
efecto, Clovis permitió que fuera bautizado su hijo primogénito, un niño que
murió a los pocos meses, y toleró que su segundo vástago, Clodomiro, recibiera
las aguas bautismales; pero él, personalmente, todavía vacilaba en declararse
cristiano. Al fin tomó la decisión, cuando libraba una furiosa batalla. Se
hallaba en una situación desesperada: las huestes de los alemanes avanzaban
inconteniblemente y sus propias tropas retrocedían; en ese momento, el rey
Clovis apeló “al Dios de Clotilde” para que le ayudase y le prometió hacerse
cristiano si le daba la victoria. Aquel mismo día, venció a los alemanes y, en
la mañana de
Desde entonces, la existencia de Clotilde estuvo amargada por las disputas de familia y las peleas entre hermanos, con la participación de sus tres hijos, Clodomiro, Childeberto y Clotario, así como por el infortunio de su hija, también llamada Clotilde, maltratada y vejada por su marido, el visigodo Amalarico. Clodomiro, el hijo mayor, atacó a su primo, San Segismundo y, tras de vencerlo en un encuentro, lo mató villanamente, junto con su mujer y sus hijos; pero no tardó en recibir su castigo, puesto que el hermano de San Segismundo lo atacó a su vez y, en la primera oportunidad, lo asesinó. Una vez muerto Clodomiro, la reina Clotilde recogió a sus tres pequeños nietos, con el propósito de educarlos para que llegaran a ocupar el trono algún día. Sin embargo, ni Childeberto, ni Cloderico estaban dispuestos a renunciar a la herencia de su padre y, por medio de la astucia, convencieron a su madre, la reina, para que dejara a los tres niños con ellos. Tan pronto como tuvieron en su poder a los príncipes, Clotario en persona mató a sus dos sobrinos de mayor edad. A Clodoaldo, el más pequeño, se le perdonó la vida y, con el tiempo, fue a terminarla convertido en monje, en el monasterio de Nogent, cerca de París, el que tomó el nombre de Saint-Cloud en honor del infortunado príncipe.
Amargada y entristecida por todas aquellas tragedias familiares, Santa Clotilde abandonó París y se refugió en Tours para todo el resto de su vida, dedica da a socorrer a los pobres y consolar a los afligidos. Ahí se enteró de que sus dos hijos habían reñido, se hallaban en guerra y a punto de enfrentarse en el campo de batalla. Llena de angustia por las funestas nuevas, la reina Clotilde corrió a la iglesia de San Martín y se entregó durante toda la noche a la oración, para rogar a Dios que le concediera la gracia de terminar con aquel conflicto entre los dos hermanos y, según nos dejó dicho San Gregorio de Tours, la respuesta del cielo no se hizo esperar: al alba, mientras la reina rezaba aún y los dos ejércitos se hallaban frente a frente, en espera de la orden de ataque, se desató de pronto una tempestad tan violenta y prolongada, que fue necesario abandonar las operaciones militares.
Pero ya para entonces, estaban a punto de terminar las pruebas para Clotilde. La reina murió a los treinta días de aquel suceso venturoso, luego de haber permanecido viuda durante treinta y cuatro años. Sus dos hijos, que tantas pesadumbres le habían causado, quedaron reconciliados y, juntos, llevaron a enterrar a su madre en el mismo sepulcro del rey Clovis, cerca de su otro hijo y de sus nietos.
Recientes investigaciones históricas han relegado al reino de la fantasía muchos pintorescos incidentes relacionados con Santa Clotilde que los cronistas de varias generaciones tenían por ciertos, después de haberlos tomado de las páginas de San Gregorio de Tours y de otras fuentes similares. Gracias a dichas aclaraciones, la santa reina quedó reivindicada de algunos cargos de ferocidad y perversos deseos de venganza que se formularon contra ella, y que no se hubiesen conformado con el carácter virtuoso de la dama. En aquellas leyendas, la buena reina desempeñaba a veces el papel de una despiadada intrigante que incitaba a su esposo y a sus hijos para que mataran a su tío Gundebaldo, junto con su hijo San Segismundo, para vengar el asesinato del padre y la madre de Clotilde, cometido por Gundebaldo. Ahora ha quedado establecido con bastante certeza que Gundebaldo, lejos de haber intentado matar a su hermano, el padre de Clotilde, lamentó sinceramente su muerte, y que Caretana, la madre, no fue arrojada al Sena con una piedra atada al cuello, como se decía, sino que sobrevivió a su esposo varios años y acabó sus días en forma natural, en el año de 506.
La única biografía antigua
de Santa Clotilde no tiene mucho valor como documento histórico, puesto que no
fue recopilada antes del siglo diez. Ese escrito fue editado por Bruno Krusch
en el segundo volumen del MGH, Scriptores
Merov, pero
depende casi por completo del documento que se conoce con el nombre de Gesta Regum Francorum o Líber Historiae, que escribió un monje de Saint Denis, un par
de siglos antes. La historia de Santa Clotilde tuvo que ser formada con trozos
dispersos entre las páginas de autores dignos de confianza, como San Gregorio
de Tours, Fredegario y algunas biografías de santos. El relato más fiel sobre
la vida de aquella pobre reina madre que tanto sufrió, es el que escribió Godofredo
Kurth, en su libro Clovis y, en forma más concisa, en Santa Clotilde, obra con la que ese autor contribuyó a la
serie Les Saints. Véase también la
bibliografía adjunta al artículo dedicado a San Remigio, el 1° de octubre. Hay
otras biografías en francés, como la del arzobispo Darboy, la de V. de Soucy y
la de G. Rouquette, pero todas se publicaron en fecha anterior a la de Kurth y
sus disertaciones críticas sobre el asunto, son poco satisfactorias.
(3 de junio).
Lifardo o
Liefardo era un tribuno de mucha reputación por su honradez. Ocupaba uno de los
más altos puestos en la magistratura de Orléans, cuando decidió tomar los hábitos.
Al adoptar la decisión de hacerse monje, tenía cuarenta años de edad. Algunos
escritores sostienen que pudo haber sido hermano de San Maximino, abad de Micy,
y sobrino de San Euspicio, el fundador del monasterio. También pudo haber sido
el hermano de San Leonardo de Vandoeuvre; pero ciertamente que no fue hermano
de San Leonardo de Limoges, como se ha dicho algunas veces. El caso es que San
Lifardo partió de Orléans para quedarse durante algún tiempo en la abadía de
Saint Mesmin, en Micy. E1 deseo de vivir en mayor soledad le indujo a
retirarse, con su compañero San Urbicio, a un sitio poco frecuentado, entre las
ruinas de un viejo castillo, donde ambos construyeron sus chozas. Largo tiempo
vivieron ahí, sin más alimento que un trozo de pan de centeno y un sorbo de
agua cada tres días. Pero no tardaron en llegar los discípulos a reunirse en
torno a los ascetas y, el obispo de Orléans, que tenía en muy alta estima a
Lifardo, no sólo lo autorizó a formar una comunidad religiosa, sino que le
ordenó como sacerdote y le ayudó a edificar una iglesia. Sobre las ruinas del
castillo se levantó un monasterio que gozó de una gran prosperidad; en el lugar
donde estuvo se encuentra ahora la ciudad de Meung-sur-Loire. San Lifardo murió
alrededor del
En el valioso artículo de A.
Poncélet, Les Saints de Micy (Analecta Bollandiana,
vol. XXIV,
1905, pp. 1-97), señala el autor que todas las biografías relacionadas con
Micy, son indignas de confianza. La de San Lifardo no es una excepción. No pudo
haber sido escrita antes del siglo nueve; fue impresa por Mabillon en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Por otra parte, el hecho de
que existiera un culto casi contemporáneo a San Lifardo, queda atestiguado por
la inclusión de su nombre, en esta fecha, en el Hieronymianum.
(3 de junio).
A la vanguardia del grupo de santos que dieron gloria a Irlanda en el siglo sexto, está San Kevin, uno de los principales patronos de Dublin. Fue él quien fundó ahí la célebre abadía de Glendalough, que llegó a ser uno de los cuatro grandes centros de peregrinación en Irlanda y dio origen a la máxima de que siete visitas a Glendalough equivalen a una peregrinación a Roma.
La historia de San Kevin se relata en distintas versiones escritas en latín y en irlandés, ninguna de las cuales es verdaderamente antigua. Sólo por conjeturas se podrían extraer los sucesos reales ocultos bajo las pintorescas leyendas y las interesantes descripciones de costumbres. Se dice que el santo, descendiente de reyes, nació en Leinster, precisamente en el Fuerte de White Fountain. San Conan lo bautizó con el nombre de Coemgen, que los anglos convirtieron en Kevin, el “bien habido.” Desde los siete años, sus padres lo mandaron a instruirse con los monjes y se quedó con ellos hasta llegar a la juventud. Después de su ordenación, se sintió movido a buscar la soledad, y, entonces, se le presentó un ángel para conducirlo hacia las alturas de Glendalough, al Valle de los dos Lagos. En aquella hermosa región agreste, vestido con pieles de animales, sin otro lecho que las piedras ni más alimento que las ortigas y acedrillas, plantas éstas que se conservaban verdes en todas las estaciones, permaneció siete años largos. Durante aquel período de existencia tan austera, “las ramas y el follaje de los árboles solían entonar dulces cantos para él, y una música celestial aliviaba la severidad de su vida.” Al fin, fue descubierto por un pastor de ganado que se llamaba Dima, quien acabó por convencer al santo para que abandonara la soledad, “Por respeto al asceta y para honrarlo,” el pastor y sus hijos hicieron una litera sobre la cual transportaron al santo a través del espeso bosque. Los árboles se inclinaban para abrirles paso y, cuando la litera y sus portadores habían pasado, se enderezaban de nuevo. En la localidad de Disert-Coemgen, donde hoy se encuentra la iglesia de Referí, San Kevin se estableció con los discípulos que acudieron a reunirse en torno suyo. Durante largo tiempo, dice la leyenda, una nutria bondadosa llegaba a diario con un salmón en el hocico para proveer de alimento a los ascetas. Pero una vez se “le ocurrió a Cellach,” hijo de Dima, “que con la piel de la nutria podría hacerse un magnífico par de guantes.” La nutria, “a pesar de que sólo era un animal, adivinó los pensamientos de Cellach y, desde aquel momento, dejó de prestar servicios a los monjes.” Tal vez por causa de la escasez de alimentos, San Kevin trasladó su comunidad a otro punto más alto del valle, “donde se juntaban dos riachuelos de aguas limpias.” Ahí, en Glendalough, hizo su fundación permanente, a la que muy pronto comenzaron a acudir numerosos discípulos. A fin de implorar las bendiciones del cielo para él y para sus monjes, San Kevin emprendió una peregrinación a Roma, y dice su historia que, “gracias a las santas reliquias y la tierra bendita que trajo consigo, ningún santo del Erin obtuvo más favores de Dios que Coemgen, si se exceptúa tan sólo a Patricio.”
El rey Colman, de Ui Faelain, dejó a su hijo pequeño a cargo de San Kevin, después de que sus otros hijos “habían sido destruidos por las gentes mundanas de las ricas cortes.” Como no había “vacas” ni “boolies” [“Boolie” es un vocablo reconocido por el diccionario inglés: deriva del irlandés y no se conoce fuera de Irlanda. Significa corral.] en el valle, el santo llamó a una cierva que vio con sus cervatillos, para que diera la mitad de su leche al pequeño hijo del rey. Pero un lobo vino a devorar los cervatillos. Entonces Coemgen obró grandes milagros. Comenzó por ordenar al perverso lobo que ocupase el lugar de los cervatillos, y así lo hizo la fiera, que se ahijó mansamente a la cierva. Y de esta manera se crió el pequeño Facían, por las maravillosas obras de Dios y de Coemgen.”
En el Félire de Oengus, se hace una referencia a Kevin en una cuarteta que dice:
“Soldado de Cristo en tierras del Erin,
el eco de las olas dice tu nombre duro,
noble Coemgen, guerrero recio y puro,
en el valle de los lagos, con un rumor sin fin.”
El santo abad estuvo en términos de íntima amistad con San Kieran de Clonmacnois. San Kevin lo visitó en su lecho de muerte donde yacía inconsciente, pero tan pronto como llegó el abad, recuperó el sentido para mantener con él una larga conversación y darle una campanilla como regalo de despedida. Cuando San Kevin había alcanzado ya una edad muy avanzada, manifestó su deseo de emprender una nueva peregrinación, pero le disuadió un sabio anciano al que consultó. “Las aves no incuban sus huevos cuando andan en vuelo,” le dijo el consejero, y San Kevin se quedó en su monasterio. Se dice que murió a la edad de 120 años. Su fiesta se celebra en toda Irlanda.
Hay cinco versiones sobre la
fábula de San Coemgen: tres en irlandés (para las cuales véase a C. Plummer en
su edición de Bethada Náem Érenn, vol. I, pp. 125-167, con el
prefacio y la traducción) y dos en latín. De éstas, la más importante fue
editada también por Plummer, en VSH., vol. I, pp. 234-257, mientras que la otra
se encuentra en el Codex
Salmanticensis, impreso por Fr. de Smedt en 1888. Parece que aun en la más antigua de
estas biografías, no se puede fijar una fecha anterior al siglo diez o al once.
“Los textos, dice el Dr. J. F. Kenney (The Sources for the Early History of
Ireland, I
p. 404), “tienen muy poco valor histórico... sólo ilustran el desarrollo de las
ideas sobre el ascetismo extremado, si no en los siglos sexto o séptimo, sí en
el décimo y los siguientes.” Véase también a Gougaud, en Christianity in Celtic Lands, passim;” Ryan, Irish Monasticism, p. 330.
(3 de junio).
En los antiguos martirologios españoles se ha dado un sitio prominente, entre los mártires de Córdoba, a San Isaac, un hombre que, a pesar de haber sido siempre un cristiano devoto, llegó a conocer tan a fondo la lengua y las costumbres de los árabes, que obtuvo un nombramiento como notario, bajo el gobierno de los moros. No ocupó el puesto largo tiempo, ya que lo abandonó para refugiarse en un monasterio donde vivió algunos años con su pariente, el abad Martín. Después sintió el deseo de regresar a la ciudad de Córdoba, con el propósito de retar a una discusión sobre religión, al jefe de los magistrados árabes. El reto fue aceptado, pero, en el curso del debate, un panegírico sobre Mahoma provocó la indignación de Isaac, quien comenzó a proferir improperios contra el falso profeta. Sus interlocutores, enfurecidos por los ultrajes, se precipitaron sobre Isaac y le detuvieron. Fue juzgado, torturado y condenado a muerte. Después de su ejecución, fue empalado, y los palos que le atravesaban el cuerpo fueron encajados en la tierra, sobre una altura a orillas del Guadalquivir, para exhibir el cadáver en una posición grotesca y siniestra.
Casi todo lo que sabemos
sobre San Isaac, proviene del Memoriale
Sanctorum de
San Eulogio, quien fue conciudadano y contemporáneo del santo. Los bolandistas
en el Acta Sanctorum, junio, vol. I, extrajeron
todo lo que San Eulogio había registrado en relación con el mártir. Véase
también a Sánchez de Feria en Santos
de Córdoba, vol.
II, pp. 1-24; cf. F. Simonet, Historia
de los Mozárabes de España; J. Pérez de Urbel, San Eulogio de Córdoba (1928).
(4 de junio).
Entre los muchos mártires que ofrendaron su vida en las provincias del Danubio durante el reinado de Diocleciano, uno de los más célebres fue Quirino, cuyas alabanzas escribieron San Jerónimo, Prudencia y Fortunato. Las “actas” en las que se registró su proceso, sus sufrimientos y su muerte, son esencialmente auténticas, a pesar de que estuvieron sujetas a ampliaciones e intercalaciones por los copistas.
Quirino fue
obispo de Siscia, población de
— ¿No sabías que el poder del emperador te habría encontrado en cualquier parte?, inquirió el magistrado. — A ése que tú llamas el verdadero Dios, no puedes pedir que te ayude ahora, una vez que el emperador te ha atrapado, como vas a comprobarlo en seguida en carne propia.
—Dios está siempre con nosotros y puede ayudarnos en cualquier momento, repuso humildemente y con entera serenidad el obispo. — Estaba conmigo cuando me atraparon y está conmigo ahora. Es El quien me fortalece y el que habla por mi boca.
— ¡Habla demasiado, por lo visto!, cortó Máximo con cierta impaciencia. – Y con tanta charla hace que te olvides de obedecer los mandatos de nuestro soberano. ¡Lee los edictos y haz lo que te ordenan!
Entonces se irguió Quirino para contestar resueltamente que nunca consentiría en hacer lo que ordenaban los edictos, puesto que lo consideraba como un sacrilegio.
— ¡Los dioses que tú adoras no son nada!, exclamó con vehemencia. — Mi Dios, al que yo sirvo, está en el cielo, en la tierra y en el mar, pero se encuentra por encima de todo, porque todas las cosas están contenidas en El, todas las cosas fueron creadas por El y sólo por El existen.
—Tú debes ser tan simple como un niño, para creer en esas fábulas, declaró el juez en tono despectivo. — Acepta el incienso que te ofrecen mis hombres, quémalo ante los dioses y serás bien recompensado; pero si te niegas, te sujetaremos a las torturas y recibirás una muerte horrible.
Sin alterarse en lo más mínimo, Quirino repuso que aceptaba los dolores y la muerte como una gloria para él y, a continuación, Máximo ordenó que le apalearan. Mientras los soldados descargaban los golpes sobre el cuerpo del anciano, el magistrado le aconsejaba que ofreciera sacrificios y le prometía hacerlo sacerdote de Júpiter, si accedía.
—Aquí, ahora mismo ejerzo mi sacerdocio, al ofrecerme a Dios, clamó el mártir sin doblegarse. – Te agradezco los golpes; no me hacen daño. Con gusto soportaría un tratamiento peor a fin de dar ánimos a todos aquellos que son de mi rebaño, para que me sigan por este atajo hacia la vida eterna. Como Máximo no tenía la autoridad para dictar sentencia de muerte, dispuso que el reo fuera enviado a Amancio, el gobernador de la provincia de Pannonia Prima. Los esbirros condujeron al obispo a través de varias ciudades sobre el Danubio, hasta llegar a Sabaria (la actual Szombothely, en Hungría), que pocos años más tarde sería la cuna de San Martín. Ahí compareció ante Amancio, quien, luego de leer en voz alta el informe sobre el juicio previo, preguntó al acusado si lo encontraba correcto. Este repuso afirmativamente y agregó:
—He confesado al verdadero Dios en Siscia y aquí haré lo mismo, porque nunca adoré a otro. A El lo llevo en el corazón y no hay hombre sobre la tierra que pueda separarlo de mí.
Amancio admitió que se sentía inclinado a perdonar; que no deseaba someter a la tortura ni mandar matar a un anciano tan venerable como el acusado y rogó encarecidamente al obispo que cumpliese con los requisitos que le exigían para tener la dicha de acabar sus días en paz. Pero en vista de que ni los halagos, ni las promesas, ni las amenazas surtieron efecto, el gobernador no tuvo otra alternativa que la de condenar al reo.
La sentencia de
muerte consistía en atar una piedra al cuello del obispo y arrojarlo al río
Raab. Así se hizo, en presencia de numerosos espectadores, pero el cuerpo del
anciano tardó en hundirse y todos los presentes pudieron oírle rezar y
pronunciar palabras de aliento para su grey, antes de que desapareciera bajo la
corriente. A corta distancia, río abajo, los cristianos rescataron el cadáver.
A principios del siglo quinto, los fugitivos que huían de Pannonia, invadida
por los bárbaros, llevaron las reliquias de San Quirino a Roma. Ahí quedaron guardadas
en
El texto de la pasión fue impreso por Ruinart en las Acta Sanctorum, junio, vol. I. Gran interés se despertó en
torno a San Quirino, a raíz de las investigaciones de Mons. de Waal en la
región de Platonia, donde se descubrieron los restos de una gran inscripción en
honor del santo. Ver la monografía de de Waal Die Apostelgruft ad Catacombas, impresa como un suplemento al Romische Quartalschrift (1894); véase también a
Duchesne en
(4 de junio).
Muy poco, por no decir que casi nada, es lo que sabemos de San Metrófanes, aparte de que era obispo de Bizancio en los días del emperador Constantino; probablemente fue el primer obispo en aquella ciudad, que antes se hallaba comprendida en la diócesis de Heraclea. Gozó de gran reputación de santidad entre los cristianos de oriente, quienes construyeron una iglesia en su honor, poco después de la muerte de Constantino; iglesia ésta que reconstruyó Justiniano en el siglo sexto, cuando ya estaba en ruinas. Los “sinaxarios” griegos y un “menaión,” que nunca fueron tomados como fuentes de información bien documentadas, relatan su historia como sigue:
Metrófanes era el hijo de Domecio, hermano del emperador Probo. Aquel se convirtió al cristianismo y se fue a vivir a Bizancio, donde cultivó una profunda amistad con el obispo Tito. Este le confirió las órdenes y, al morir, invistió a Domicio con la dignidad episcopal. El obispado pasó a manos de los dos hijos de éste último: Probo, quien ocupó la sede durante quince años y, luego, Metrófanes. La vida de santidad del obispo fue, al parecer, uno de los factores que indujeron a Constantino a elegir la ciudad de Bizancio como su capital; el otro factor fue la inmejorable situación de la ciudad.
La avanzada edad y los achaques de Metrófanes le impidieron asistir al Concilio de Nicea, pero envió a su presbítero Alejandro para representarle. Al regreso del emperador y los clérigos que habían asistido al Concilio, el obispo Metrófanes anunció a todos, como si hiciera una profecía, que el presbítero Alejandro sería un sucesor y que era su deseo que Pablo, un jovencito, lector del obispo, sucediera a Alejandro. Pocos días más tarde, murió.
El texto de una biografía
indigna de confianza de San Metrófanes, escrita mucho tiempo después de su
muerte, fue impresa por I. Gedeon; hay otro texto inscrito en BHG. Véanse
además las noticias en Acta
Sanctorum, junio,
vol I y en Nilles, Kalendarium
Utriusque Ecclesiae, vol. I, p. 172. Ver también Texte und Untersuchungen, vol. XXXI, parte 3 (1903), p. 188 y ss. El
Martirologio Romano conmemora a San Metrófanes, al que describe como confessor insignis.
(4 de junio).
Uno de los más ilustres paladines de la Iglesia durante el siglo cuarto, fue San Óptalo, un obispo de Milevis, en Numidia. San Agustín lo describe como a un prelado de venerable memoria que fue, por sus virtudes, ornamento de la Iglesia católica; en otro pasaje, lo compara con San Cipriano y San Hilario, convertidos, como Optato, del paganismo. San Fulgencio no sólo le honra con el título de santo, sino que llega a colocarlo en el mismo nivel que a San Ambrosio y a San Agustín. Optato fue el primer obispo que hizo el intento de refutar por escrito los errores de los donatistas, quienes minaban a la Iglesia en África con un cisma y habían establecido una jerarquía rival, que rechazaba la validez de las órdenes y de los sacramentos de los católicos y declaraba ser la única y verdadera Iglesia de Cristo. Las teorías de los donatistas fueron publicadas y distribuidas en un tratado que escribió uno de sus obispos, un hombre muy hábil, llamado Parmenio. Con el propósito de exponer la falsedad de esas teorías, San Optato publicó un libro, alrededor del año 370, al que revisó e hizo algunos agregados, quince años más tarde. El tratado de Parmenio dejó de ser leído desde hace siglos; la obra de Optato aún está en vigor. Se trata de un libro escrito con palabras claras, frases enérgicas y llenas de espiritualidad; mantiene su tono de conciliación de principio a fin, porque si bien el obispo denuncia el cisma como un pecado tan grande como él parricidio, su propósito principal es el de ganarse a sus oponentes con razonamientos irrefutables.
En su escrito hace una distinción muy clara entre los herejes, a quienes llama “desertores o falsificadores del credo” y, en consecuencia, carecen de verdaderos sacramentos y de culto, y los cismáticos, que son “cristianos rebeldes con verdaderos sacramentos derivados de una fuente común.” Si bien el autor se muestra de acuerdo con Parmenio en que la Iglesia es una sola, hace hincapié en que uno de sus distintivos esenciales es la universalidad o, por extensión, su catolicidad. Se pregunta cómo pueden asegurar los donatistas que ellos son la Iglesia, si están agrupados en un aislado rincón del África y en una pequeña colonia en Roma. Sostiene que oirá de las prerrogativas de la Iglesia es la silla (sedia) de “San Pedro, que está en nuestro poder.” “Pedro, dice, fue el primero en sentarse sobre esa silla y a él le sucedió Lino.” A continuación, da una lisia (incorrecta) de los papas, desde los primeros tiempos hasta San Silicio, el pontífice reinante por entonces, “con el cual estamos unidos, nosotros y el mundo.” “Fue a Pedro, dice más adelante, a quien dijo Jesucristo: 'Yo te daré las llaves del Reino de los cielos y las puertas del infierno no prevalecerán contra ti'. ¿Con qué derecho reclamáis vosotros esas llaves, vosotros los que pretendéis luchar contra la silla de Pedro? No podréis negar que la silla episcopal se le dio a Pedro originalmente, en la ciudad de Roma; que él fue el primero en ocuparla como cabeza de los Apóstoles; que su silla es única y que la unidad se mantiene mediante la unión con ella; que los otros apóstoles no pensaron en establecer sedes rivales y que sólo los cismáticos se han atrevido a hacer semejante cosa.” A las enseñanzas de los donatistas, opuso la doctrina católica, donde se afirma la santidad de los sacramentos por sí mismos, ya que su esencia no depende del carácter de las personas que los administran.
Respecto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, indica que éste no se encuentra en aquélla, sino que la Iglesia está en el Estado (es decir en el Imperio Romano). Al abordar el tema del pecado original y la necesidad del bautismo regenerador, alude a los exorcismos y a la unción que se realizan en el bautismo. También describe las ceremonias de la misa, a la que alude corno sacrificio, menciona las penitencias que la Iglesia proponía en su tiempo y la veneración tributada a las reliquias.
Nada más se sabe sobre la historia de San Optato; aún vivía en el año 384, pero la fecha de su muerte no se registró. Baronio agregó su nombre al Martirologio Romano.
Hay una breve nota sobre San
Optato en el Acta Sanctorum, junio,
vol. I, pero en relación con su historia personal, apenas si hay información.
Sus escritos presentan muchos puntos interesantes que, en épocas recientes, han
discutido los estudiosos. Véase por ejemplo a O. R.
Vasall-Phillips, en The works of S. Optatus
against the Donatists (1911); L. Duchesne, Mélanges d'Archeologie et d'Histoire (1890), pp.
589-650; N. H. Bynes en Journal of Theological
Studies (1924), pp. 37-94 y (1925), pp. 404-406; P. Monceaux, Histoire Littéraire de l'Afrique Chrétienne, vol.
V; y A. Wilmart
en Recherches (1922), pp. 271-302 y en Revue Bénédictine, vol. XLI (1929), pp. 197-203;
Gebhardt, Acta Martyrum Selecta (1902),
pp. 187 y ss; y Abbot Chapman en Catholic
Encyclopedia, vol. XI.
(5 de junio).
El título de
“Apóstol de Alemania” corresponde particularmente a San Bonifacio, porque si
bien Baviera y el Valle del Rin ya habían aceptado el cristianismo antes de su
época y algunos misioneros habían predicado ya en otras partes, sobre todo en
Turingia, a él le pertenece el crédito por haber evangelizado y civilizado
sistemáticamente las grandes regiones centrales de Alemania, por haber fundado
y organizado iglesias y por haber creado una jerarquía bajo la jurisdicción
directa de
Bonifacio o
Winfrido, para darle el nombre que se le impuso en el bautismo, nació alrededor
del 680, probablemente en Crediton del Devonshire. A la edad de cinco años,
luego de escuchar la conversación de algunos monjes que se hospedaron en su
casa, decidió llegar a ser como ellos y, al cumplir los siete, sus padres le
enviaron a estudiar a un monasterio cerca de Exeter. Unos siete años más tarde,
se trasladó a la abadía de Nursling, en la diócesis de Winchester. Ahí se
convirtió en el discípulo dilecto del sabio abad Winberto y, luego de completar
sus estudios, se le nombró director de la escuela. Su habilidad para la
enseñanza, unida a su simpatía personal, aumentaron el número de alumnos, para
cuyo beneficio el santo escribió la primera gramática latina que se haya hecho
en Inglaterra. Sus alumnos le respetaban y le escuchaban con entusiasmo; durante
sus clases, tomaban notas que luego estudiaban asiduamente y hacían circular
entre sus compañeros. A la edad de treinta años Winfrido recibió las órdenes
sacerdotales y entonces encontró nuevos campos para desarrollar su talento, en
los sermones e instrucciones que indefectiblemente extraía de
Sin embargo su vocación no estaba colmada con las actividades de la enseñanza y la predicación; cuando creyó cumplida su tarea en su tierra natal, se sintió llamado por Dios a emplear sus energías en el terreno de las misiones extranjeras. Todo el norte y gran parte del centro de Europa se hallaban hundidos todavía en las tinieblas de la herejía; en Frieslandia, San Willibrordo había luchado durante largo tiempo contra enormes dificultades para inculcar las verdades del Evangelio a las gentes. Winfrido pensó que debía dirigirse a Frieslandia y, tras de arrancar con súplicas y ruegos, una autorización de su abad, se embarcó junto con dos compañeros y tocó tierra en Duunstede, en la primavera de 716. Sin embargo, el momento era inoportuno para iniciar la tarea y Winfrido, al ver que serían inútiles sus esfuerzos, regresó a Inglaterra en el otoño. Sus fieles y discípulos de Nursling, dichosos de tenerle de nuevo entre ellos, recurrieron a todos los medios para hacerlo quedar, incluso le nombraron abad a la muerte del sabio Winberto, pero nada de eso apartó a Winfrido de su decisión. El fracaso de su primer intento le había convencido de que, si deseaba triunfar, necesitaba obtener un mandato del Papa. En 718, se presentó resueltamente ante San Gregorio II en Roma, para solicitarlo. A su debido tiempo, el Pontífice lo despachó con la misión de llevar la palabra de Dios a los herejes en general. Fue entonces cuando cambió su nombre de Winfrido por el de Bonifacio. Sin pérdida de tiempo, el santo partió con destino a Alemania cruzó los Alpes, atravesó Baviera y llegó al Hesse.
Apenas comenzaba
a desarrollar su misión, cuando recibió noticias de la muerte del pagano
Rodbord, el regente local, y sobre las poquísimas esperanzas que había de que
sucediese al extinto algún gobernante que favoreciera a los cristianos.
Obedeciendo a lo que él consideró como un segundo llamado a su misión original,
Bonifacio regresó a Frieslandia, donde trabajó enérgicamente bajo la dirección
de San Willibrordo durante tres años. Pero cuando éste, que ya era muy anciano,
le anunció su decisión de nombrarle su auxiliar y sucesor San Bonifacio rehusó
a aceptar y recordó que el Papa le había confiado una misión general, no
limitada a una sola diócesis. Al poco tiempo, temeroso de verse obligado a
aceptar, regresó al Hesse. Los dialectos de las diversas tribus teutonas del
noroeste de Europa, tan semejantes a la lengua que, por aquel entonces se
hablaba en Inglaterra, no ofrecieron ninguna dificultad a Bonifacio para darse
a entender y, a pesar de que hubo otros tropiezos, la misión progresó con
notable rapidez. En poco tiempo, Bonifacio pudo enviar a
El día de San Andrés del año 722, fue consagrado obispo regional con jurisdicción general sobre Alemania. El Papa Gregorio le confió una carta para que la llevara al poderoso Carlos Martel. Gracias a la misiva que el recién consagrado obispo entregó personalmente cuando pasó por Francia, camino de Alemania, se le concedió un pliego sellado para que gozara de absoluta protección. Armado así con la autoridad de la Iglesia y del Estado, Bonifacio regresó al Hesse y, como primera medida, se propuso arrancar de raíz las supersticiones paganas que constituían el principal obstáculo para el progreso de la evangelización y para la estabilidad de los primeros convertidos. En una ocasión, ampliamente anunciada de antemano y en medio de la muchedumbre azorada y expectante, Bonifacio y sus cristianos la emprendieron a hachazos contra uno de los objetos de mayor veneración popular: el encino sagrado de Donar, que se hallaba en la cumbre del monte Gudenberg, cerca de Fritzlar, en Geismar. Bastaron unos cuantos golpes para que el árbol enorme cayera al suelo, desgajado el grueso tronco en cuatro partes y las gentes, que esperaban ver llover fuego del cielo sobre los autores de tan nefando ultraje, debieron reconocer que sus dioses eran impotentes para proteger sus propios santuarios. Desde aquel momento, la tarea de la evangelización avanzó constantemente. Para el celo de Bonifacio, los éxitos alcanzados en un lugar eran una señal para buscar otro y, por lo tanto, en cuanto consideró que podía dejar solos a sus fieles del Hesse, se trasladó a Turingia.
Ahí encontró un pequeño núcleo de cristianos, incluyendo a unos pocos sacerdotes celtas y francos, pero éstos fueron un obstáculo más que una ayuda. En Ohrdruf, cerca de Gotha, estableció su segundo monasterio, con el propósito de crear ahí un centro misional para Turingia. Por todas partes encontró a las gentes ansiosas por escucharle; era evidente que faltaban maestros para tantos alumnos. A fin de obtenerlos, Bonifacio tuvo la brillante idea de solicitar el envío de monjes a los monasterios de Inglaterra, con los cuales había mantenido una correspondencia regular. Los ingleses, por su parte, no habían dejado de interesarse en el trabajo del misionero, a pesar del tiempo transcurrido. Es innegable que el entusiasmo y la energía del santo resultaban contagiosos, y que cuantos le trataban o colaboraban con él, se sentían impulsados a trabajar al mismo ritmo; pero sin duda que la respuesta a su pedido a los ingleses sobrepasó sus cálculos más optimistas. Durante varios años consecutivos, nutridos grupos de monjes y monjas, los más selectos representantes de las casas religiosas del Wessex, cruzaron el mar para ponerse a las órdenes del santo, quien les enviaba a predicar el Evangelio a los herejes. Hubo necesidad de ampliar los dos monasterios que habían fundado para dar cabida a tanto misionero. Entre los monjes ingleses, venían personajes como San Lull, que habría de ser sucesor de San Bonifacio en el obispado de Mainz; San Coban, quien compartió con Bonifacio la gloria del martirio; San Burchardo y San Wigberto; entre las mujeres, descollaron también algunas, como Santa Tecla, Santa Walburga y la hermosa y culta prima de San Bonifacio, Santa Lioba.
En el año 731,
murió el Papa Gregorio II, y su sucesor, Gregorio III, a quien San Bonifacio
había escrito, le envió el palio y el nombramiento de metropolitano para toda
Alemania más allá del Rin, con autoridad para crear obispados donde lo creyera
conveniente. Unos cuantos años más tarde, el santo fue a Roma por tercera vez
con el fin de tratar asuntos relacionados con las iglesias que había fundado.
En esa ocasión, se le nombró delegado de
Mientras la evangelización de los alemanes seguía progresando al mismo paso, la situación de la Iglesia en Francia, bajo el reinado del último monarca merovingio, iba de mal en peor. Los más altos puestos eclesiásticos permanecían vacantes, cuando no se vendían al mejor postor; los clérigos no sólo eran ignorantes e indiferentes, sino que, a menudo, adolecían de pésimas costumbres o eran herejes; y habían transcurrido ochenta y cinco años sin que se celebrase un solo concilio eclesiástico. El mayordomo de palacio, Carlos Martel, se decía el paladín de la Iglesia y, sin embargo, no cesaba de explotarla y aun saquearla, a fin de obtener fondos para continuar sus interminables guerras, sin hacer absolutamente nada por ayudarla. Pero, en 741, murió Carlos Martel y ascendieron al trono sus hijos, Pepino y Carloman; con esto, se presentó una oportunidad favorable, que San Bonifacio no dejó de aprovechar. Carloman era muy devoto y, en consecuencia, era fácil, sobre todo para San Bonifacio, a quien el regente admiraba y veneraba, convencerlo a que convocase un sínodo que pusiera término al relajamiento y los abusos. Así fue; a la primera asamblea siguió una segunda, celebrada en 743. Para no ser menos, Pepino convocó al año siguiente, un sínodo para las Galias, al que siguió un concilio general para las dos provincias. San Bonifacio presidió todas estas reuniones y tuvo éxito en realizar todas las reformas que creyó necesarias. Se infundió nuevo vigor al cristianismo y se pudo decir que, al cabo de cinco años de arduo trabajo, San Bonifacio devolvió su antigua grandeza a la Iglesia en las Galias. La fecha del quinto concilio de los francos, año de 747, fue también memorable para Bonifacio en otros aspectos. Hasta entonces, su misión había sido general y consideró llegado el momento de tener una sede metropolitana fija. Para ello eligió a la ciudad de Mainz, y el Papa San Zacarías le consagró primado de Alemania, así como delegado apostólico para Alemania y las Galias.
Apenas se acababa de completar este acuerdo, cuando Bonifacio perdió a su aliado, Carloman, que decidió retirarse a un monasterio. Quedaba Pepino, quien había reunido a Francia bajo su régimen y que, si bien era un hombre de otras ideas, siguió dando al santo el apoyo que aún necesitaba. “Sin el patrocinio de los jefes de Francia,” decía en una carta a uno de sus amigos ingleses, “no podría gobernar al pueblo ni imponer la disciplina a clérigos y monjes, así como tampoco acabar con las prácticas del paganismo.” En su carácter de delegado del Papa, coronó a Pepino en Soissons; pero no hay absolutamente ninguna prueba para sostener la teoría de que Pepino asumiese la autoridad nominal y virtual, con el beneplácito o siquiera el conocimiento del santo.
Ya por entonces, Bonifacio era y se sentía viejo; él mismo admitía que la administración de una provincia tan vasta como la suya requería el vigor de un hombre joven. Hizo gestiones para que se nombrase a su discípulo, San Lull, como sucesor; pero no por dejar el alto cargo que desempeñaba, pensó en descansar. El celo misionero ardía en él con la fuerza de siempre, y estaba decidido a pasar los últimos años de su vida junto a sus primeros convertidos, los frieslandeses, que, desde la muerte de San Willibrordo, estaban cayendo de nuevo en el paganismo. Así, a la edad de sesenta y tres años, se embarcó con algunos compañeros para navegar río abajo por el Rin. En Utrecht se unió al grupo el obispo Eoban. Al principio, los misioneros se limitaron a predicar en la parte del país que ya había sido evangelizada antes; pero a comienzos de la primavera del año siguiente, decidieron cruzar el lago que dividía a Frieslandia, por la mitad y se internaron en la región del noreste, donde hasta entonces no había penetrado ningún misionero. Sus esfuerzos parecían tener éxito, a juzgar por el gran número de paganos que acudían a pedir el bautismo. San Bonifacio hizo los arreglos para una confirmación en masa, en la víspera de Pentecostés, en un campamento levantado sobre la planicie de Dokkun, en la ribera del riachuelo Borne.
En el día señalado, el santo estaba leyendo dentro de su tienda, en espera de los nuevos convertidos, cuando una horda de hostiles paganos apareció de repente con evidente intención de atacar el campamento. Los pocos cristianos que se encontraban ahí rodearon a San Bonifacio para defenderle, pero éste no se los permitió. Les pidió que permanecieran a su lado, los exhortó a confiar en Dios y a recibir con alegría la posibilidad de morir por la fe. En eso estaba, cuando el grupo fue atacado brutalmente por la horda furiosa. San Bonifacio fue uno de los primeros en caer, y todos sus compañeros sufrieron la misma suerte. El cuerpo del santo fue trasladado finalmente al monasterio de Fulda, donde aún reposa. También se atesora ahí el libro que estaba leyendo el santo en el momento del ataque. Se afirma que el mártir levantó en alto aquel libro, para que no sufriera tanto daño como él mismo y, en efecto, las pastas de madera del pequeño volumen tienen muescas causadas por los cuchillos y algunas manchas que se supone sean las de la sangre del mártir.
El juicio asentado por Christopher Dawson, de que San Bonifacio “ejerció una influencia más profunda en la historia de Europa que cualquier otro de los personajes inglesas de la época” (The Making of Europe, 1946, p. 166), es difícil de contradecir. A su notable santidad, a su inmensa energía y maravillosa previsión de misionero y reformador, a su gloria de mártir, habría que agregar su gentileza personal y la modestia y sencillez de su carácter que se adivinan, sobre todo, a través de sus cartas. Aun sus contemporáneos, como el arzobispo Cutberto de Canterbury, escribían sobre él grandes alabanzas como ésta: “Con un sentimiento de honda gratitud, nosotros, en Inglaterra, lo contamos ya entre los mejores y más grandes maestros de la verdadera fe;” el mismo arzobispo agrega que la fiesta de San Bonifacio deberá celebrarse cada año en Inglaterra, como la de uno de sus patronos, igual que las de San Gregorio el Grande y San Agustín.
Hay numerosas biografías
antiguas de San Bonifacio, pero la más importante es la de Willibaldo; varias
de entre ellas se encuentran en el Acta Sanctorum, junio, vol. I; pero existe un texto crítico mucho mejor, inserto en
MGH., especialmente en el volumen editado por W. Levison, Vitae Sancti Bonifacii epis. Moguntini. Una cantidad considerable de
literatura, la mayoría de origen alemán, centrada en San Bonifacio, existe en
diversas obras que es imposible citar aquí. Una fuente de información de máxima
importancia es la colección de cartas del propio santo, editada por Tangí en
MGH., Epístolas Selectae, vol. I. Las mejores
biografías alemanas son las de G. Schnürer (1909) y J. J. Laux (1922); véase
también un excelente libro sobre su trabajo misional, escrito por F. Flaskamp
(1929). Hay asimismo un admirable estudio escrito en francés por G. Kurth, así
como una buena biografía del obispo anglicano G. F. Browne, Boniface of Crediton (1910). Véase también, England and the Continent in
the Eighth Century de W. Levison (1946); a E. S. Duckett, Anglo-Saxon Saints and Scholars (1947). Hay una traducción con notas
de la biografía de Willibaldo, hecha por C. H. Talbot, con el título de Anglo-Saxom Missionaries in Germany (1954). Debemos aclarar que
el autor no fue Willibaldo el santo.
(5 de junio).
El mártir San
Doroteo que conmemora el Martirologio Romano el 5 de junio, era un sacerdote de
Tiro y obispo de esa diócesis, según algunas autoridades en la materia. Durante
el reinado de Diocleciano, tras de haber sufrido toda suerte de penurias por la
causa de la fe en su ciudad natal, fue por fin desterrado. Un alivio en el
rigor de la persecución le permitió regresar al seno de su rebaño y asistir al
Concilio de Nicea, en 325. Pero en cuanto Juliano el Apóstata ocupó el trono,
se reanudó la persecución y entonces Doroteo huyó de nuevo para refugiarse en
Odissópolis, en
A decir verdad, el nombre de Doroteo era muy común, puesto que los griegos honran a varios santos del mismo apelativo, y hasta hay cierta confusión en las historias de unos y otros. De entre éstos, no menos de tres, aparte del que nos ocupa, fueron colocados por los bolandistas el 5 de junio, a pesar de que ninguno de ellos parece estar asociado con esa fecha. Lo que es más: dos de los santos con el nombre de Doroteo, no han tenido nunca ningún culto Estos son: Doroteo el Tebano, de quien Paladio escribió un breve relato en el segundo capítulo de su Historia Lausiaca, y el archimandrita Doroteo, un monje de Gaza (cf. San Dositeo, 23 de febrero), cuyos escritos sobre el ascetismo fueron tan estimados por el abad de Roncé, que los hizo traducir al francés por sus trapenses. El cuarto Doroteo tiene su artículo en esta obra el 5 de enero, día en que le conmemoran los griegos.
Este es el único San Doroteo
que conmemora el Martirologio Romano en este día A pesar de que su historia se
encuentra en
(5 de junio).
Sancho nació en Albi, al sur de Francia. Era todavía muy niño, cuando los moros de España hicieron una incursión, lo secuestraron y lo llevaron como prisionero de guerra, hasta la ciudad española de Córdoba. Ahí fue obligado a ingresar en las filas de los jóvenes cadetes que se entrenaban en el uso de las armas, para convertirse en “doncellas” o genízaros del ejército moro. Inspirado, al parecer, por el ejemplo de San Isaac de Córdoba (ver 3 de junio), el joven Sancho hizo una abierta declaración de su cristianismo y negó con valor la divinidad del profeta Mahoma. Inmediatamente fue sometido a juicio y condenado a muerte. Varios otros cristianos perecieron al mismo tiempo y por la misma causa; pero parece ser que solamente Sancho, sin duda para escarmiento de los que presenciaron el suplicio, sufrió la horrible tortura de ser empalado en vida. Se le acostó boca abajo en el suelo y se le atravesó el cuerpo con estacas que luego, con el cadáver ensartado en ellas, fueron clavadas en un sitio concurrido para exhibir al ajusticiado durante varios días, tal como habrían de hacerlo después los moros con San Isaac. El cadáver de Sancho fue por fin incinerado y las cenizas se dispersaron en el río Guadalquivir.
De nuevo en este caso, como
en el de San Isaac (3 de junio), toda nuestra información deriva de los
escritos de Eulogio. Véanse las notas bibliográficas en el artículo de San
Isaac. Otros de los mártires de esta persecución, se conmemoran el 7, 13, 14 y
28 de este mes en el Martirologio Romano.
(6 de junio).
Todo lo que en
realidad se sabe acerca de San Felipe, se encuentra en los Hechos de los
Apóstoles. Su nombre sugiere que era de origen griego, pero San Isidoro de Pelusium
afirma que había nacido en Cesárea. Su nombre figura en segundo lugar en la
lista de los siete diáconos especialmente destinados, en los primeros días de
la Iglesia, a cuidar al núcleo de fieles necesitados de protección e
instrucción, a fin de que los Apóstoles quedaran desligados de esa obligación y
pudieran dedicarse exclusivamente a difundir la “Palabra.” Sin embargo, no
tardó en ampliarse la tarea de los diáconos, puesto que asistían al sacerdote
en el ministerio de
Ver el Acta Sanctorum, junio, vol. I y cf. lo
que se dice en el artículo dedicado a San Felipe, el Apóstol, el 1° de mayo. La
conmemoración del diácono Felipe en este día parece haber sido la consecuencia
de una equivocación del martirologista Ado, quien identificó a otro mártir,
Felipe de Noviodunum, en Moesia, cuyo nombre se menciona en el Hieronymianum, con el diácono mencionado en el Nuevo
Testamento.
(6 de junio).
Es un orgullo,
aunque en cierto modo mal entendido, para la diócesis de Milán, poderse ufanar
de que no menos de treinta y seis de sus arzobispos y obispos figuren entre los
santos. [Eso no
significa que los treinta y seis hayan sido canonizados por un proceso oficial,
sino que los nombres de varios obispos que ocuparon antiguamente la sede,
aparecen en las listas episcopales con el prefijo de “sanctus.” Nada sabemos sobre los que
formaron esas listas ni sobre su autoridad para pronunciar semejantes juicios.]
De entre éstos, dos se llamaron Eustorgio. El segundo de los portadores de ese
nombre sucedió al primero, en 512, y gobernó la sede durante cerca de siete
años. Algunos escritores dicen que fue de origen griego, lo mismo que Eustorgio
I y que vivió en Roma durante el reinado de los Papas Gelasio, Simmaco y
Hormisdas. En el curso de su episcopado no parece que hubiera acontecimientos
dignos de mención; a él, personalmente se le describe como a un hombre de
grandes virtudes, un excelente pastor de su pueblo y un decidido defensor del
patrimonio de
En la breve nota dedicada a
este Eustorgio II en el Acta
Sanctorum, junio,
vol. I, se citan dos documentos de Cassiodoro donde se demuestra que el rey
Teodorico el Grande, tenía un gran respeto por el santo obispo. También
contamos con una carta a él dirigida por San Avito de Vienne; pero aparte de
unas breves frases del Breviario, eso es todo lo que sabemos sobre el obispo de
Milán. Véase, además, a Savio en Gli
antichi Vescovi d'Italia:
(6 de junio).
Se dice que
Claudio nació en el Franco-Condado de una familia senatorial y, que después de
su ordenación, pasó a formar parte de la clerecía de Besangon. De acuerdo con
la tradición generalmente aceptada, al cabo de doce años, se retiró al
monasterio de Condate (que ahora se llama de Saint Claude), en las montañas del
Jura, donde llevó una vida de austeridad y santidad. Elevado al cargo de abad,
impuso o impulsó la regla de San Benito e hizo composturas a los edificios del
monasterio. En 685, fue elegido obispo de Besangon; pero como ya era un hombre
viejo y cansado, trató de rehusar la dignidad. Sin embargo, a fin de cuentas,
tuvo que aceptarla y gobernó la diócesis con mucha prudencia durante siete
años. Después renunció y volvió a Condate, cuya dirección retuvo durante su
temporada de obispo. Murió en el año
El culto a San Claudio se extendió de manera extraordinaria en el siglo doce, al descubrirse que su cadáver permanecía incorrupto. Su sepulcro fue durante siglos un lugar de peregrinación donde ocurrieron curaciones milagrosas.
Hay dos textos medievales,
de una fecha posterior, que pretenden contarnos la historia de San Claudio. Uno
de ellos está impreso en el Acta
Sanctorum, junio,
vol. I. No está muy claro si el abad de Condate era el mismo que el obispo de
Besancon. Hubo un Claudius, obispo de Besangon que participó en el Concilio de
Epson, en 517 y en el de Lyons en 529; éste, por supuesto, no pudo haber sido
el abad de Condate, puesto que murió en el siglo siete; pero la existencia de
un obispo con ese nombre puede haber sido el motivo de la confusión. Véase
también a Duchesne, Fastes
Episcopaux, vol.
III, p. 212 y G. Gros, Louis XI, pélerin á Saint-Claude.
(6 de junio).
Acobardo nació a
fines del siglo VIH, por el año de 779; es probable que su tierra natal haya
sido España o
El carácter combativo de Agobardo, al mismo tiempo que su amor por la ortodoxia, le incitaron, desde el comienzo de su episcopado, a luchar contra el adopcionismo. Esta herejía, propagada principalmente por Félix, obispo de Urgel, en España, pretendía que Nuestro Señor, en cuanto hombre, no era Hijo de Dios por naturaleza, sino únicamente su hijo adoptivo. Esta doctrina, lógicamente, conducía al dualismo y resucitaba, en forma indirecta, la antigua herejía nestoriana. Agobardo la combatió vigorosamente. De igual manera, actuó con energía respecto a la cuestión de los judíos: éstos protestaban en razón de que tenían esclavos paganos, quienes al convertirse al cristianismo, se creían libres y se fugaban. A instancias de los judíos, que no querían verse desposeídos de sus servidores, se emitió una ley que prohibía bautizar a un esclavo sin el consentimiento del amo. Agobardo protestó repetidas veces contra esta decisión y, en sus numerosas obras sobre las prácticas de los judíos y la clase de relaciones que podían establecerse con ellos, hizo comprender los peligros que corría la fe en su diócesis.
También le preocuparon otros asuntos que afectaban la moral de su grey, como la aprobación de la ley Gombette o de Gondebaud, que autorizaba los duelos legales y que, gracias a sus esfuerzos, se abrogó; asimismo, luchó contra diversas supersticiones populares, sobre todo, las pruebas del agua y del fuego, que se tomaban, a pie juntillas, como juicios de Dios. Se opuso con vehemencia a la opinión, admitida en su tiempo, de que las tormentas que se desencadenaban con tanta frecuencia sobre Lyon, debido a la confluencia de valles y montañas, eran provocadas por los brujos, que sacaban provecho de las tempestades.
Agobardo estaba
vinculado con el primo hermano de Carlomagno, San Adelhardo, quien llegó a ser
abad de Corbie y fundador de
En 829, Agobardo presidió el Concilio de Lyon, como arzobispo de la sede; pero no se han conservado pormenores sobre sus decisiones. De mayores consecuencias fue la actitud de Agobardo en la asamblea de Compiégne (833), cuando capitaneó al grupo de obispos que favorecían la deposición de Luis el Bueno, reprochando al emperador que se dejase llevar por los malos consejos y las intrigas de la emperatriz Judith. Cuando la monarquía volvió a adueñarse del poder, en 835, Agobardo se retiró a Italia para buscar amparo junto a Lotario, pero aun así fue depuesto durante el Concilio de Thinville. En su ausencia, la administración de su diócesis se confió a Amalario, obispo auxiliar de Metz, en momentos en que la unidad litúrgica no se respetaba; por indicaciones del emperador, Amalario combinó las tradiciones romanas con las costumbres mesinas y con sus propias invenciones. Introdujo sus reformas en Lyon durante el exilio de Agobardo (838), pero cuando éste volvió a tener gracia y retornó a su cargo episcopal, luchó contra las innovaciones de Amalario. Se opuso sobre todo a los escritos que aquél confeccionó a fin de quitar del oficio divino los párrafos que no están tomados de las Sagradas Escrituras.
La reconciliación de Agobardo con Luis el Bueno fue tan completa, que el emperador lo asoció a los asuntos públicos. Durante uno de sus viajes con él, murió Agobardo en la localidad de Saintes, el 6 de junio de 840. Luis el Bueno le siguió a la tumba dos semanas después.
El primer tratado de Agobardo, escrito en 818, combate a Félix de Urgel y está dedicado a Luis el Bueno. El prefacio indica que la obra fue compuesta con extractos de San Hilario de Poitiers, San Jerónimo, San Cirilo de Alejandría, de los Papas Símaco y San Gregorio el Grande. Su tratado contra las imágenes incluye, igualmente numerosas citas de los Padres de la Iglesia: la carta contra la ley de Gondebaud está dirigida también a Luis el Bueno. Entre sus escritos contra los judíos se pueden citar, De judaicis superstitionibus y De cauendo convictu et societate Judeorum. Sobre la reforma litúrgica escribió, De divina psalmodia, De correctione antiphonarii y Contra libros IV Amalarii abbatis. Estas obras dan numerosas informaciones sobre la liturgia lyonense del siglo IX y son lo mejor de sus obras junto con algunos tratados de pastoral y moral.
Se cuenta que un
día, a fines del siglo XVIII, Papiro Masson, estando en casa de un
encuadernador, lo encontró a punto de cortar un manuscrito en pergamino (eran
las obras de Agobardo) para encuadernar otros libros; las compró,
inmediatamente las descifró y las hizo imprimir en 1605. La segunda edición la
hizo Baluze, en 1666. Después se aumentó el tratado contra los cuatro libros de
Amalario y se reimprimió en
El estilo de Agobardo es, habitualmente, natural, vivo, sencillo, agradable, vigoroso; algunas veces duro y agrio. Sus ensayos de poesía (epitafio a Carlomagno, poemas sobre el martirio de San Cipriano de Cartago, de San Esperanto y San Pantaleón), no son sino malos versos en prosa.
Los
martirologios de Lyon y de San Claudio nombran a San Agobardo. El breviario de
Lyon contiene un oficio de nueve lecciones bajo el nombre popular de San
Agobardo. También es honrado en
Dictionaire d'histoire et de geographie
ecclésiastique, vol. I, col 998-1001. Acta
sanct 6 de
junio, pp. 748-749. Histoire
littéraire de
(7 de junio).
San Pablo era nativo de Tesalónica, pero desde su niñez fue secretario del obispo Alejandro, en Constantinopla. Era todavía muy joven cuando tenía el cargo de diácono en aquella iglesia, y el anciano jerarca, en su lecho de muerte (al parecer en el año 336), recomendó a Pablo como sucesor suyo. Los electores confirmaron la elección. En consecuencia, los más altos prelados ortodoxos consagraron obispo a San Pablo. Todo lo que prácticamente se sabe de él y de su vida es que su episcopado se vio sacudido por algunas tempestades causadas por los herejes arríanos, que habían apoyado la candidatura de un diácono de mayor edad llamado Macedonio. A instancia de los rebeldes, el emperador Constancio convocó a un concilio de obispos arríanos, quienes acabaron por deponer a Pablo. La sede vacante no fue ocupada por Macedonio, sino por el metropolitano Eusebio, de la vecina diócesis de Nicomedia. San Pablo se refugió en el occidente y no pudo recuperar su sede hasta después de la muerte de su poderoso antagonista que, por otra parte, no tardó mucho en ocurrir. El regreso del obispo Pablo a Constantinopla, fue recibido con regocijo popular. Los arríanos que aún se negaban a reconocerle, instalaron a un obispo rival en la persona del anciano Macedonio; muy pronto el conflicto estalló abiertamente, y las calles de la ciudad fueron el escenario de violentos tumultos. Constancio intentó restablecer el orden y ordenó a su general Hermógenes que expulsara a Pablo de Constantinopla. Pero el populacho, enfurecido ante la perspectiva de perder a su obispo, incendió la casa del general, lo atrapó cuando huía, lo asesinó y arrastró su cadáver por las calles. El ultraje hizo que el propio Constancio se presentase en la ciudad. Perdonó al pueblo, pero envió a San Pablo al exilio. Por otra parte, se negó a confirmar la elección de Macedonio, puesto que, lo mismo que la de su rival, había tenido lugar sin la sanción imperial.
Una vez más encontramos a San Pablo en Constantinopla en el año 344. Por entonces, Constancio accedió a restablecerlo en su puesto, por temor a incurrir en el descontento de su hermano Constante, quien se había aliado con el Papa San Julio I para apoyar a Pablo. Pero al morir el emperador de occidente, en 350, Constancio envió a Constantinopla al prefecto pretoriano Felipe, con instrucciones precisas para que expulsara a Pablo e instalase a Macedonio en su lugar. Para no correr una suerte tan trágica como la del general Hermógenes, el astuto Felipe recurrió a una estratagema. Invitó a San Pablo a encontrarse con él en los baños públicos de Zeuxippus y, mientras el pueblo, que sospechaba alguna mala jugada, se apiñaba frente al edificio, sacó a Pablo por una ventana posterior, sus hombres se apoderaron de él y lo embarcaron al instante. El infortunado obispo fue desterrado a Singara, en Mesopotamia; de ahí se le trasladó a la ciudad siria de Emesa y, por fin, a la de Cucusus, en Armenia. [Cincuenta y cuatro años después, otro obispo de Constantinopla, San Juan Crisóstomo, fue exilado al mismo lugar.] Ahí le dejaron encerrado en un siniestro calabozo durante seis días con sus noches, privado de alimento, y luego fue estrangulado. Este, por lo menos, es el relato que hizo Filagrio, un funcionario que estaba de servicio en Cucusus por entonces.
La vida y los hechos de San
Pablo I de Constantinopla, pertenecen a la historia eclesiástica en general y a
obras como Histoire des Conciles, de Hefele-Leclercq, History of the Early Church, de L. Duchesne, Histoire de l'Eglise de Fliche y Martin, libros
éstos que deben ser consultados para conocer los incidentes en su propio
escenario y ambiente. Sobre la vida privada de San Pablo como hombre y como
pastor de almas, no sabemos casi nada, a pesar de que hay dos biografías
griegas posteriores, impresas en Minge, PG. (ver BGH., nn. 1472, 1473). Los
bolandistas en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron
todas las informaciones que pudieron encontrar en la antigua literatura
cristiana. Ellos le dan el título de mártir, que no se le confiere en el
Martirologio Romano; pero en las Iglesias de oriente se le venera como mártir.
Su fiesta, que griegos y armenios celebran el 6 de noviembre, está señalada
para el 5 de octubre entre los coptos. Hay que señalar que el Hieronymianum conmemora a San Pablo y, de ahí pasó su
nombre al “Félire” de Oengus. Ver también DCB., vol. IV, pp. 256-257; y
asimismo, vol. III, pp. 775-777, bajo el nombre de Macedonio.
(7 de junio).
Cuando era muy joven, Vulflagio contrajo matrimonio y se estableció en su ciudad natal de Rue, una pequeña población cercana a Abbeville. Ahí, con su esposa tres hijas, llevó una existencia tan ejemplar que, a la muerte del párroco, los habitantes de Rué eligieron a Vulflagio para que fuese su pastor. Con el previo consentimiento de su esposa, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Richarius (Riquier). Pero al cabo de un período de abstención, reanudó sus relaciones con su mujer, por la cual sentía un profundo afecto. [Debe recordarse que, en aquella época se recomendaba el celibato en el sacerdocio, pero no era una obligación general.] Muy pronto, sin embargo, se arrepintió de su debilidad, decidió expiar su culpa y, como parte de la penitencia, emprendió una peregrinación a Tierra Santa. A su regreso, se consideraba aún como un ser indigno de conducir las almas de sus feligreses y, en consecuencia, se retiró a un lugar solitario para vivir como ermitaño. Con frecuencia se sintió fuertemente tentado a abandonar la soledad, pero supo resistir con firmeza y el cielo le recompensó con el don de ciencia y el poder de obrar milagros. Desde cerca y de muy lejos acudían las gentes a pedirle instrucción o alivio para sus dolencias. Probablemente murió hacia el año de 643. Sus reliquias fueron trasladadas, en el siglo nueve, a Montreuil-sur-Mer, donde aún se las venera.
Son muy escasas las pruebas
serias en la historia de San Wulphy (cuyo nombre se ha escrito de muchas
maneras distintas), pero no hay duda de que se le rindió un culto muy vigoroso
en Montreuil. Su antigua leyenda se encontrará incluida en el Acta Sanctorum, junio, vol. II. Véase a Braquehay, Le Culte de S. Wulphy (1896) y a Corblet en Hagiographie d'Amiens (1874), vol. IV, pp. 96-106.
Al parecer se identificó a Wulphy o por lo menos se le confundió con San
Walfroy. Véase Analecta Bollandiana, vol. XVII (1898), p. 307 y
vol. XXI, p. 43.
(7 de junio).
Willebaldo nació alrededor del año 700, en el reino del occidente de Sajonia. Fue hijo de San Ricardo (7 de febrero) y por lo tanto, hermano de los santos Winebaldo y Walburga. A los tres años de edad, se desesperaba de que conservase la vida, porque había sido atacado por una gravísima enfermedad. Cuando todos los remedios naturales resultaron inútiles, sus padres le tendieron al pie de una gran cruz que se levantaba en un lugar público, vecino a la casa de la familia; ahí hicieron, ante Dios, la solemne promesa de que, si el niño vivía, le consagrarían a su divino servicio. La criatura quedó curada inmediatamente. Ricardo dejó a su hijo al cuidado del abad del monasterio de Waltham, en Hampshire. Willebaldo no volvió a salir de ahí, hasta el año de 720, cuando acompañó a su padre y su hermano en una peregrinación, como se relata en la vida de San Ricardo (7 de febrero).
En Roma, padeció
de fiebre palúdica y, tras de permanecer algún tiempo en la ciudad, partió de
nuevo con sus compañeros para visitar los Santos Lugares que Cristo había
bendecido con su presencia mientras vivió en la tierra. El viaje comenzó con la
travesía hasta Chipre y de ahí prosiguió hacia Siria. En Emesa (Homs) los
sarracenos sospecharon que San Willebaldo era un espía y lo apresaron, junto
con sus compañeros, pero al poco tiempo, todos fueron puestos en libertad,
porque el magistrado dijo al quedar frente a ellos: “Con frecuencia he visto
hombres de la parte de la tierra de donde éstos vienen a visitar nuestro país.
Os aseguro que no tratan de hacernos ningún daño y sólo desean cumplir con sus
leyes.” Después de aquella aventura, se fueron a Damasco y de ahí a Nazaret,
Cana, el Monte Tabor, Tiberíades, Magdala, Cafarnaún, las fuentes del Jordán
(donde Willebaldo advirtió que el ganado mayor era distinto al del Wessex,
puesto que tenía “lomos muy largos, patas cortas, los cuernos largos y hacia
arriba y eran todos de un solo color”), el desierto de
Willebaldo decidió establecerse en el célebre monasterio de Monte Cassino, que acababa de ser reparado por órdenes del Papa San Gregorio II. El ejemplo del peregrino inglés contribuyó a reintegrar a los monjes en el espíritu original de su santa regla, durante los diez años que vivió ahí; a decir verdad, todo indica que Willebaldo desempeñó un papel muy importante en el restablecimiento de la observancia en Monte Cassino. Después de aquel período, estuvo de visita en Roma, donde fue recibido por el Papa San Gregorio III, quien se interesó en sus viajes y se sintió atraído por el carácter sencillo y apacible de Willebaldo y le pidió que fuese a Alemania para unirse a la misión de su compatriota San Bonifacio. Tan pronto como pudo, partió hacia Turingia donde el santo lo ordenó sacerdote. Desde aquel momento, emprendió su tarea en la región de Eichstátt, en Franconia, con tanto empeño, que el éxito más extraordinario coronó sus esfuerzos.
En vista de que no era menor su poder en las palabras que en las obras, poco después de haber llegado, San Bonifacio le consagró obispo y le puso a cargo de una nueva diócesis cuya sede se instaló en Eichstátt. El cultivo de un terreno espiritual tan árido como aquel, fue una tarea ardua y penosa para Willebaldo; pero su paciencia y su energía superaron todas las dificultades. Comenzó por fundar, en Heidenheim, un monasterio doble, cuya disciplina era la de Monte Cassino, y en el que su hermano, San Winebaldo, gobernaba a los monjes y su hermana, Santa Walburga, a las monjas. Aquel monasterio fue el centro desde el que se organizó y condujo el cuidado y la evangelización de la diócesis. En él, Willebaldo encontró refugio para descansar de los trabajos de su ministerio. Pero su deseo de soledad no menguaba la solicitud pastoral por su rebaño. Estaba siempre atento a todas sus necesidades espirituales; a menudo visitaba cada aldea e instruía a sus gentes con celo y caridad infatigables, hasta que aquel “campo tan árido e inculto, floreció pronto como una verdadera viña del Señor.” Willebaldo vivió más tiempo que su hermano y su hermana; gobernó a su rebaño durante unos cuarenta y cinco años, antes de que Dios le llamara a su seno. Innumerables milagros fueron los premios a su virtud, y su cuerpo fue sepultado en su catedral, donde yace todavía. La fiesta de San Willebaldo se observa en este día en la diócesis de Plymouth, pero el Martirologio Romano inscribió su nombre el 7 de junio.
El material literario sobre
la vida de San Willebaldo es extraordinariamente abundante y digno de
confianza. Contamos, sobre todo, con la narración de sus primeros años de
existencia, de sus viajes y observaciones (el Hodoeporicon), cuidadosamente
escrito por Hugeburca, una inglesa, parienta del santo y que fue monja en
Heidenheim. El mejor de los textos, se encuentra en Pertz, MGH. Scriptores, vol. XV. Pero hay además varias biografías cortas y
muchas referencias en cartas, estudios, etc. Todos los datos de mayor importancia
se encontrarán en Mabillon, vol. III y en los bolandistas, Acta Sanctorum, julio, vol. II. La traducción inglesa del Hodoeporicon, es de C. H. Talbot, en Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954) y en las
publicaciones de
(8 de junio).
Las
investigaciones históricas han fracasado hasta hoy en los intentos de conseguir
informaciones concretas respecto a San Maximino de Aix, a quien el Martirologio
Romano conmemora en este día, pero cuyo culto no se encuentra registrado en
ninguno de los documentos antiguos. Ni siquiera se sabe con certeza en qué
siglo vivió. Por otra parte, abundan los datos sobre el santo en las leyendas
de Provenza sobre el arribo de las “Tres Marías” y sus compañeros, una
tradición que se consideraba auténtica hasta fines de
De acuerdo con
la leyenda, Maximino fue uno de los setenta y dos discípulos de Nuestro Señor
que partieron de Palestina después de
En esta obra, bajo las
fechas del 22 y el 29 de julio, se encontrará una narración sobre la leyenda de
Santa María Magdalena y sobre la presencia de Santa Marta en Provenza. En
cuanto a la iglesia de San Maximino, el lector puede referirse a H. Leclercq,
en su artículo de DAC., vol. X (1932), ce. 2798-2819. La leyenda de Maximino y
Sidonio parece haber sido originada por la traslación a
(8 de junio).
Medardo es el santo favorito entre los campesinos del norte de Francia, y su culto se remonta a la época de su muerte, en el siglo sexto. Ese culto recibió alientos por las leyendas que se fabricaron en torno al nombre del santo, así como por la veneración que siempre se le ha tributado como benefactor y protector de los sembradores y los viñateros.
Medardo nació en Salency, localidad de Picardía, alrededor del año 470; su padre era un noble franco, y su madre una galo-romana. El chico fue enviado a recibir su educación a un lugar que ahora se conoce con el nombre de Saint Quentin, donde permaneció algún tiempo en el estado laico; pero a la edad de treinta y tres años fue ordenado sacerdote. Los poderes de Medardo como predicador y misionero fueron tan extraordinarios, que se le eligió como sucesor del obispo Alomer, a la muerte de éste. Se afirma, aunque sin el respaldo de alguna autoridad, que San Medardo fue consagrado por San Remigio de Reims, cuando éste era ya un anciano. También San Medardo debe haber sido un hombre entrado en años, pero su energía era la de un muchacho joven, puesto que, a pesar de que su diócesis era muy extensa, la recorrió siempre que se le presentó la oportunidad de aumentar la gloria de Dios y combatir la idolatría.
Muy probablemente, el resto de la historia del santo no sea más que pura invención. Se dice que, a raíz de una incursión de los hunos y los vándalos, trasladó su sede de Saint Quentin a Noyon y que, eventualmente, se hizo cargo de la diócesis de Tournai. A partir de entonces, y durante quinientos años, Noyon y Tournai estuvieron unidas bajo el mismo obispo. De entre los datos legendarios, se puede extraer uno que es histórico: fue San Medardo quien impuso el velo a la reina Santa Radegunda y la bendijo como diaconesa, en circunstancias que se detallan más adelante en esta obra, bajo la fecha del 13 de agosto. La muerte de San Medardo, ocurrida en una fecha completamente incierta, enlutó a toda su provincia, donde era considerado como un verdadero padre en Dios. Por noticias de Fortunato y de San Gregorio de Tours sabemos que la fiesta de San Medardo se celebraba en aquellos días con gran solemnidad.
Las tradiciones
populares en Salency, ciudad natal del santo, le atribuyen la institución de
una antiquísima costumbre que aún se practica, conocida como el “Rosiére.” Cada
año, el día de la fiesta de San Medardo, la doncella que haya observado la
conducta más ejemplar en todo el distrito, marcha escoltada por doce muchachos
y doce jovencitas hasta la iglesia, donde se la corona con rosas y se le ofrece
un regalo. A veces se presenta a San Medardo con un águila que extiende las
alas por encima de su cabeza, como una alusión a la leyenda de que, cierta vez,
cuando el santo era muy joven, un águila lo protegió de esta manera contra la
lluvia. Tal vez por aquel acontecimiento se relaciona a San Medardo con las
variantes del clima. Los campesinos tienen la firme creencia de que si llueve
el día de San Medardo, habrá lluvia en los cuarenta días siguientes; pero en
cambio, si el 8 de junio es un día sereno y despejado, habrá cuarenta días
consecutivos de buen tiempo. A este respecto, San Medardo tiene su equivalente
en Inglaterra con San Swithin. En ocasiones se representa al santo en compañía
de San Guardo, a quien, erróneamente se señalaba como su hermano gemelo y que,
como a tal conmemora el Martirologio Romano en la misma fecha. Por alguna razón
desconocida, en
A juzgar por el número de
las notas inscritas en el BHL., del No. 5863 al 5874, se podría pensar que el
material para la biografía de San Medardo era abundante. Sin embargo, la
mayoría de esas fuentes de información son poco dignas de confianza. A pesar de
que el poeta Venancio Fortunato era amigo de Santa Radegunda y más o menos contemporáneo
del santo, es poquísimo lo que dice en su poema sobre la historia, aunque se
extiende en demasía sobre una serie de hechos triviales y de milagros improbables.
La antigua biografía en prosa (c 600 D.C.) que también se atribuye a Fortunato,
no es suya, Pero Parece mucho más digna de confianza. El mejor de los textos es
el que editó Bruno Krusch en MGH., Auctores Antiquissimi, vol. IV, parte II, pp. 67-73. Otra vida anónima del
siglo nueve agrega bien poco a nuestros conocimientos. En cambio, la biografía
que escribió Radbod alrededor del 1080, está colmada de informaciones, pero
todas son también muy sospechosas. El propio Radbod era un obispo en la doble
diócesis de Noyon y Tournai; y hay razones para pensar que, en su tiempo, se
enfrentó con algún partido poderoso que se oponía a la unión de las diócesis y
creía afirmar su posición al demostrar que la unidad de las dos sedes databa de
varios siglos atrás y se fundaba en un precedente establecido por el muy
venerable San Medardo. Parece increíble que, si en realidad San Medardo llegó a
ser obispo de Tournai, hayan dejado de mencionar el hecho Gregorio de Tours,
Venancio y muchos otros cronistas antiguos. Ni siquiera se sabe con certeza si
la transferencia de la sede a Noyon haya tenido lugar en los tiempos de San
Medardo. Existe un resumen bastante explícito, hecho por H. Leclercq, en DAC,
vol. XI, cc. 102-107; véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, p. 102; R. Hanon de Louvet, Histoire de la ville de Jodoigne (1941), cap. VII.
(8 de junio).
Clodulfo y Ansegis fueron dos hijos de San Arnoul, obispo de Metz y de su esposa Doda, quien tomó el velo al mismo tiempo en que su marido se ordenó como sacerdote. Lo mismo que su padre, los dos hijos desempeñaron cargos importantes en la corte de los reyes de Austria. Ansegis se casó con Begga, una de las hijas de Pepino de Landen, y así llegó a ser el ancestro de los reyes carlovingios de Francia; pero Clodulfo había llevado una vida ejemplar, dedicada a los ejercicios de devoción y las buenas obras, de manera que, en el año 656, después de la muerte de San Godo, el obispo de Metz, fue elegido para ocupar la sede episcopal que antaño estuvo a cargo de su padre. Si como laico Clodulfo era muy virtuoso, como sacerdote y como obispo llegó a ser un modelo de pastores: gobernó sabiamente a su diócesis, distribuyó limosnas con liberalidad y avanzó siempre por la senda de la santidad. Como un ejemplo ilustrativo de su humildad, se registró el caso de que, al escribirse una biografía de su padre, a pedido del propio Clodulfo, éste insistió para que el escritor mencionase un hecho que había omitido: en cierta ocasión, sucedió que San Arnoul, tras de haber distribuido limosnas con prodigalidad, encontró vacía su bolsa y recurrió a sus hijos, a fin de obtener de ellos más dinero para los pobres; Clodulfo, al que se dirigió primero, se mostró disgustado y no dio nada más que una malhumorada respuesta a su padre; en cambio, Ansegis puso generosamente a disposición de su progenitor todo lo que pudiera necesitar. San Clodulfo gobernó a la iglesia de Metz durante cuarenta años y murió ya muy anciano, en el año 692 o en el 696.
La biografía impresa en Acta Sanctorum, junio, vol. II, es del tipo legendario acostumbrado
y fue escrita mucho tiempo después de ocurridos los sucesos que relata. Paulus
Diaconus, en su Gesta
Episcoporum Mettensium (editada por Pertz, MGH. Scriptores,
vol. II, proporciona un material
mucho mejor. Véase también a Weyland
en Vie des Saints du dicese de Metz, vol. III (1909), pp. 322-347; J.
Depoin, en
(9 de junio).
El más famoso de
los santos escoceses, Colomba, era en realidad un irlandés de las regiones
boreales de Uf Néill y, probablemente, nació en el año 521, en Gartan de County
Donegal. Por parte de padre y por parte de madre era de linaje real, porque el
progenitor era Fedhlimiddh o Phelim, bisnieto de Niall el de los “Nueve
Rehenes,” gran señor de Irlanda, mientras que su madre, Eithne, a más de estar
emparentada con los príncipes de
En aquella época, su aspecto físico era impresionante: de gran estatura, dotado de una musculatura formidable y de un carácter dulce y apacible, poseía “una voz tan fuerte y sonora, que se podía oír a más de un kilómetro de distancia.” Aquel hombre formidable pasó los quince años siguientes en un incesante recorrido de todo el territorio de Irlanda, donde predicó el Evangelio y fundó innumerables monasterios, entre los cuales fueron los más notables el de Derry, el de Durrow y el de Kells. Como hombre aficionado al estudio, Colomba amaba los libros y no escatimaba esfuerzos para obtenerlos. Entre los muchos manuscritos preciosos que su antiguo maestro, San Finiano, había traído de Roma, figuraba la primera copia del salterio de San Jerónimo que llegó a Irlanda. San Colomba pidió prestado aquel manuscrito, del que sacó sigilosamente una copia para conservarla. Pero no tardó San Finiano en enterarse y se apersonó para exigir la entrega del escrito que le pertenecía. Como el discípulo se negase rotundamente a devolver su copia, el caso se llevó ante el rey Diarmaid, señor de Irlanda. La sentencia fue desfavorable para Colomba. “A cada vaca su ternero,” concluyó el monarca; “en consecuencia, a cada libro su libro vástago. Por lo tanto, Columkill, el manuscrito que tú hiciste de un libro de Finiano, le pertenece a Finiano.”
San Colomba quedó muy resentido por aquella sentencia; pero muy pronto recibió un agravio mucho mayor por parte del rey. Un tal Curnan de Connaught, después de haber participado en una reyerta en la que hirió mortalmente a un contrincante, buscó refugio junto a San Colomba, quien en seguida le brindó su amparo; pero de ahí a poco, fue materialmente arrebatado de los brazos de su protector y apuñalado por los hombres de Diarmaid que no respetaron el derecho de asilo en el santuario. A raíz de este sucedido estalló la guerra entre los partidarios de Colomba y los súbditos leales de Diarmaid; en la mayoría de las crónicas antiguas de Irlanda se afirma que esa contienda fue instigada por San Colomba y se asienta que, tras la batalla de Cuil Dremne, en la que perecieron más de 3 000 hombres, se hizo al santo responsable moral por su muerte. El sínodo de Telltown, en Meath, aprobó una moción de censura contra Colomba que habría culminado en la excomunión, a no ser porque San Brendano intervino en favor del acusado. Por otra parte, debe señalarse que Colomba no tenía tranquila la conciencia y, por consejo de San Molaise, decidió expiar las ofensas que hubiese cometido, con un exilio voluntario y con la promesa de obtener la salvación de tantas almas como las que hubiesen perecido en la batalla de Cuil Dremne.
Ese es el relato
tradicional sobre los acontecimientos que culminaron con la partida de San
Colomba de las tierras de Irlanda y, es probable que así fuese. Al mismo
tiempo, es necesario admitir que el celo misionero y el amor a Cristo fueron
los únicos motivos que, según sus biógrafos (especialmente San Adamnan,
principal autoridad sobre su historia), le movieron en todos sus actos
posteriores. En el año de 563, Colomba se embarcó con doce compañeros, todos
ellos emparentados entre sí, en una frágil canoa de cuero que condujo al grupo,
en la víspera de Pentecostés, a la isla de I o de lona. Por aquel entonces,
Colomba tenía cuarenta y dos años. Su primera obra fue la construcción de un
monasterio, donde habría de pasar el resto de su vida y que fue famoso durante
siglos entre los cristianos de occidente. El terreno le fue cedido por su pariente
Conall, rey de
El monarca pagano había dado órdenes estrictas para que los misioneros no fueran admitidos; pero en cuanto Colomba levantó la diestra e hizo el signo de la cruz, cayeron las trancas, rechinaron los cerrojos, se abrieron solos los grandes portones y los cristianos entraron sin que nadie se atreviese a detenerlos. Impresionado por aquella sensacional demostración de poderes sobrenaturales, el rey Bruñe se mostró dispuesto a escuchar lo que tuviesen que decir los misioneros y, a partir de aquel momento, profesó una alta estima a San Colomba. Asimismo, en su calidad de señor de aquellas tierras, confirmó al santo en la posesión de la isla de Iona. Por las crónicas de San Adamnan, sabemos que en dos o tres ocasiones Colomba cruzó las montañas que dividen la región oriental de la occidental de Escocia y que su celo misionero lo llevó a sitios tan distantes como Ardnamurchan, Skye, Kintyre, Loch Ness y Lochaber y tal vez, hasta Morven. También se le acredita al santo el establecimiento de la iglesia en Aberdeenshire y la evangelización de toda la tierra de los pictos, aunque esto último ha sido motivo de controversias. Cuando los descendientes de los reyes de Dalriada llegaron a ser los gobernantes absolutos de Escocia, trataron, como era natural, de exagerar la gloria de San Colomba y, posiblemente, tuvieron la tendencia de adjudicar al santo algunos laureles que pertenecían a otros misioneros de lona y diversos centros.
San Colomba no dejó nunca de estar en contacto con Irlanda. En 575, asistió al sínodo de Drumceat, en Meath en compañía de Aidan, el sucesor de Conall, y ahí defendió con éxito el status y los privilegios de sus fieles de Dalriada, impidió que se llevase a cabo la propuesta de abolir la orden de los bardos y aseguró que las mujeres quedaran eximidas de prestar cualquier servicio militar. Diez años más tarde, estuvo de nuevo en Irlanda y, en 587, volvió a considerársele como prácticamente culpable de otra batalla, la de Cuil Feda, cerca de Clonard. Cuando no se hallaba comprometido en expediciones misioneras o diplomáticas, su cuartel general seguía establecido en lona, a donde acudían visitantes de todas las condiciones sociales, algunos en busca de ayuda espiritual o corporal, atraídos otros por su reputación de santidad, sus milagros y sus profecías. Llevaba una vida de extrema austeridad, pero no por eso trataba de imponer sus penitencias a los demás. Montalembert hace notar en su biografía que, “de entre todas las virtudes, Colomba carecía especialmente de gentileza.” Evidentemente era un hombre rudo y brusco, pero con el correr de los años, se endulzó su carácter. En la descripción que hace San Adamnan sobre los últimos años de su vida, lo pinta como un anciano sereno, amante de la paz, que recibía con gentileza la visita de los hombres y de las bestias. Cuatro años antes de su muerte, sufrió una enfermedad que lo puso al borde del sepulcro, pero conservó la vida gracias a las plegarias de su comunidad. A medida que se agotaban sus energías, pasaba la mayor parte del tiempo en la transcripción de libros. El día anterior al de su muerte, copiaba el salterio y había escrito la frase que decía: “A aquéllos que aman al Señor, nunca les faltará ninguna cosa buena...” Cuando hubo copiado esas palabras, declaró: “Aquí debo detenerme; que Baithin escriba el resto...” Baithin era un primo suyo al que había nombrado su sucesor.
Aquella noche en que los monjes fueron a la iglesia para cantar los Maitines, encontraron a su bienamado abad en el suelo, ante el altar, ya agonizante. En el momento en que su fiel asistente Diarmaid le tomó de los brazos para incorporarlo, Colomba levantó su mano como si intentase bendecir a sus monjes e inmediatamente después expiró. Colomba había muerto, pero su influencia sobrevivió y aun se extendió hasta que llegó a dominar las iglesias de Escocia, Irlanda y Nortumbria. Durante más de tres cuartos del siglo los cristianos celtas de aquellas tierras conservaron las tradiciones impuestas por Colomba en ciertos aspectos del orden y el ritual, opuestas incluso a las de Roma; las reglas que Colomba redactó para sus monjes fueron observadas en muchos de los monasterios de Europa occidental, hasta que las ordenanzas más benignas de San Benito suplantaron a las otras.
Adamnan, el biógrafo de San Colomba, no lo conoció personalmente, puesto que nació por lo menos treinta años después de su muerte, pero como era de su misma sangre y fue sucesor suyo en el cargo de abad de lona, debió conocer a fondo, sin duda, las tradiciones que una personalidad tan fuerte como la de San Colomba tiene que haber dejado tras de sí. De todas maneras, merece ser reproducida aquí la descripción que Adamnan hace de San Colomba: “Tenía el rostro de un ángel; era de excelente disposición, cuidadoso en el hablar, virtuoso en el proceder, efectivo en el consejo. Jamás dejó pasar una hora sin dedicar una parte de ella a la plegaria, la lectura, la escritura o cualquier otra ocupación provechosa. Soportaba las penurias del ayuno y la vigilia sin descanso, de día y de noche; el peso de una sola de sus tareas parecería insoportable para cualquier hombre. Y, en medio de tantos trabajos, siempre aparecía amable con todos, sereno y santo, como si gozara en todo momento de la gracia del Espíritu Santo en lo más profundo de su corazón.” Por otra parte, la postrera bendición de San Colomba a la isla de lona, resultó ser un vaticinio que se cumplió: “En este lugar, por pequeño y pobre que parezca, se rendirá todavía mucho mayor homenaje al Señor, no sólo por parte de los reyes y los pueblos de los escoceses, sino también por parte de los regidores de naciones bárbaras y remotas y por sus pueblos. Aun los santos de otras iglesias lo mirarán con un respeto y reverencia poco comunes.”
La fuente de información más
importante, aunque no sea la más cercana al personaje en cuanto a su fecha, es
sin duda, la biografía de Adamnan. Su edición de 1920, revisada por J. T. Fowler ofrece un buen
texto, aunque el texto y las notas de Reeves también son de valor, así como la
transcripción hecha por Wentworth Huyshe (1939). Ninguna de las dos biografías
en latín, de origen irlandés y que se encuentran en el Codex Salmanticensis, está completa. A éstas las
imprimieron los bolandistas, pero hay además otras tres biografías irlandesas,
todas las cuales se hallan descritas, con abundancia de referencias, por C.
Plummer, en Miscellanea Hagiographica
Hibernica. Otra
valiosa fuente es
(9 de junio).
Los hermanos Primo
y Feliciano eran patricios romanos que abrazaron el cristianismo y se dedicaron
a las obras de caridad, sobre todo a visitar a los confesores en las prisiones.
A pesar de su celo, escaparon a la aprehensión durante muchos años, pero
alrededor de 297, durante el reinado de los emperadores Diocleciano y
Maximiano, fueron por fin capturados. Al negarse a ofrecer sacrificio a los
ídolos, se les azotó y se les dejó en la prisión. Poco tiempo después, fueron
conducidos a Nomentum, una ciudad situada cerca de veinte kilómetros de Roma, donde
se los sometió a juicio en un tribunal presidido por el magistrado Promotus.
Durante el interrogatorio se mantuvieron firmes en su resolución y, de nuevo,
se los sometió a torturas. Después, ambos fueron condenados a morir
decapitados. Tras la ejecución de Primo, que era un anciano de ochenta años, el
juez trató de vencer la constancia de Feliciano por medio del ardid de hacerle
creer que su hermano había cedido. Feliciano no se dejó engañar y él mismo
animó a los verdugos para que le condujesen pronto al lugar de la ejecución. El
mismo día fue decapitado. Sobre la tumba de los dos mártires, en
La pasión de estos mártires,
impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, tiene un
carácter legendario, pero no hay duda de que los mataron por la fe y de que los
otros cristianos los enterraron en el sitio señalado. Su fiesta se conmemora en
el texto más antiguo del Sacramentario
Gelasiano. Cuando
se trasladaron las reliquias a Roma, bajo el pontificado de Teodoro, se
representó a los dos mártires en un mosaico colocado detrás del lugar donde se
veneraban sus restos; el mosaico existe todavía. Ver CMH., p. 311 y también J.
P. Kirsch, Der Stadtrómische christliche
Festkalender (1924),
pp. 59-60.
(9 de junio).
San Vicente fue un diácono que vivió en Gascuña, probablemente hacia fines del siglo tercero. Al parecer, tan sólo por haber interrumpido una ceremonia pagana, que pudo haber sido una fiesta de los druidas, fue detenido en Agen y conducido ante el gobernador. Se le colocó boca abajo en el suelo, con brazos y piernas atados a estacas clavadas en tierra; en esta posición se le azotó brutalmente y luego se le cortó la cabeza. Sus restos fueron enterrados en Mas d'Agenais. San Gregorio de Tours y Fortunato de Poitiers afirman que durante los siglos sexto y séptimo grandes multitudes acudían en peregrinación a su tumba, desde todos los puntos de Europa.
Los hechos que se refieren al martirio son bastante inciertos y el Padre Delehaye expresa sus dudas de que haya ocurrido en realidad la supuesta tragedia de Agen; se inclina a creer que la historia fue fabricada con el fundamento de algún culto especial, cuyo origen y forma se desconocen, que se le tributaba al gran mártir español San Vicente. A pesar de todo esto, las referencias que hacen San Gregorio de Tours y Fortunato sobre el particular son bastante antiguas. En resumidas cuentas, el asunto de la autenticidad es demasiado complicado y extenso para tratarlo aquí.
Existen varios textos de la
pasión de este mártir, incluidos en Acta Sanctorum, junio, vol. II; y el BHL., nos. 8621-8625. Para mayores detalles, ver a
Delehaye en CMH., p. 312; L. Saltet, Etude critique de
(10 de junio).
Margarita era una de las hijas de Eduardo d'Outremer (“El Exilado”), pariente muy cercano de Eduardo el Confesor, y hermana del príncipe Edgardo. Este último, cuando huía de las acechanzas de Guillermo el Conquistador, se refugió junto con su hermana, en la corte del rey Malcolm Canmore, en Escocia. Una vez ahí, Margarita, tan hermosa como buena y recatada, cautivó el corazón de Malcolm y, en el año de 1070, cuando ella tenía veinticuatro años de edad, se casó con el rey en el castillo de Dunfermline. Aquel matrimonio atrajo muchos beneficios para Malcolm y para Escocia. El rey era un hombre rudo e inculto, pero de buena disposición, y Margarita, atenida a la gran influencia que ejercía sobre él, suavizó su carácter, educó sus modales y le convirtió en uno de los monarcas más virtuosos de cuantos ocuparon el trono de Escocia. Gracias a aquella admirable mujer, las metas del reino fueron, desde entonces, establecer la religión cristiana y hacer felices a los súbditos. “Ella incitaba al monarca a realizar las obras de justicia, caridad, misericordia y otras virtudes,” escribió un antiguo autor, “y en todas ellas, por la gracia divina, consiguió que él realizara sus piadosos deseos. Porque el rey presentía que Cristo se hallaba en el corazón de su reina y siempre estaba dispuesto a seguir sus consejos.” Así fue por cierto, ya que no sólo dejó en manos de la reina la total administración de los asuntos domésticos, sino que continuamente la consultaba en los asuntos de Estado.
Margarita hizo
tanto bien a su marido como a su patria adoptiva, donde dio impulso a las artes
de la civilización y alentó la educación y la religión. Escocia era víctima de
la ignorancia y de muchos abusos y desórdenes, tanto entre los sacerdotes como
entre los laicos; pero la reina organizó y convocó a sínodos que tomaron
medidas para acabar con aquellos males. Ella misma estuvo presente en aquellas
reuniones y tomó parte en los debates. Se impuso la obligación de celebrar los
domingos, los días de fiesta y los ayunos. A todos se les recomendó que se
unieran en la comunión pascual y se prohibieron estrictamente muchas prácticas
escandalosas, como la simonía, la usura y el incesto. Santa Margarita se
esforzó constantemente para obtener buenos sacerdotes y maestros para todas las
regiones del país y formó una especie de asociación de costura entre las damas
de la corte, a fin de proveer de vestiduras y ornamentos a las iglesias. Junto
con su esposo, fundó y edificó varias iglesias, entre las que destaca, por su
grandiosidad, la de Dunfermline, dedicada a
Dios bendijo a
los reyes con seis varones y dos hijas, a quienes su madre educó con
escrupuloso cuidado; ella misma los instruyó en la fe cristiana y, ni por un
momento, dejó de vigilar sus estudios. Su hija Matilde se casó después con
Enrique I de Inglaterra y pasó a la historia con el sobrenombre de “Good Queen
Maud” (la buena reina Maud), [Por este matrimonio, la actual Casa Real Británica desciende de los
reyes de Wessex y de Inglaterra, anteriores a la conquista.] mientras
que tres de sus hijos, Edgardo, Alejandro y Davir, ocuparon sucesivamente el
trono de Escocia. Al último de los nombrados se le venera como santo. Los
cuidados y la solicitud de Margarita se prodigaban entre los servidores de
palacio, en el mismo grado que entre su propia familia. Y todavía, a pesar de
los asuntos de Estado y las obligaciones domésticas que debía atender, mantenía
su espíritu en total desprendimiento de las cosas de este mundo y enteramente
recogido en Dios. En su vida privada, observaba una extrema austeridad: comía
frugalmente y, a fin de que le quedara tiempo para sus devociones, se lo robaba
al sueño. Cada año observaba dos cuaresmas: una en la fecha correspondiente y
la otra antes de
También durante
el día empleaba algunas horas en la oración y sobre todo, en la lectura de las
Sagradas Escrituras. El librito en que leía los Evangelios, cayó en cierta
ocasión al río; pero no quedó dañado en lo más mínimo, aparte de una mancha de
agua en la cubierta; ese mismo volumen se conserva todavía entre los tesoros
más preciados de
En 1093, el rey Guillermo Rufus tomó por sorpresa el castillo de Alnwick y pasó por la espada a toda la guarnición. En el curso de la contienda que siguió a aquel suceso, el rey Malcolm fue muerto a traición y su hijo Eduardo pereció asesinado. Por aquel entonces, la reina Margarita yacía en su lecho de muerte. Al enterarse del asesinato de su marido, quedó embargada por una profunda tristeza y, entre lágrimas, dijo a los que estaban con ella: “Tal vez en este día haya caído sobre Escocia la mayor desgracia en mucho tiempo.” Cuando su hijo Edgardo regresó del campo de batalla de Alnwick, ella, en su desvarío, le preguntó cómo estaban su padre y su hermano. Temeroso de que las malas noticias pudiesen afectarle, Edgardo repuso que se hallaban bien. Entonces, la reina exclamó con voz fuerte: “¡Ya sé lo que ha pasado!” Después alzó las manos hacia el cielo y murmuró: “Te doy gracias, Dios Todopoderoso, porque al mandarme tan grandes aflicciones en la última hora de mi vida, Tú me purificas de mis culpas. Así lo espero de Tu misericordia.” Poco después, repitió una y otra vez estas palabras: “¡Oh, Señor mío Jesucristo, que por tu muerte diste vida al mundo, líbrame de todo mal!” El 16 de noviembre de 1093, cuatro días después de muerto su marido, Margarita pasó a mejor vida, a los cuarenta y siete años de edad. Fue sepultada en la iglesia de la abadía de Dunfermline, que ella y su marido habían fundado. Santa Margarita fue canonizada en 1250 y se la nombró patrona de Escocia en 1673.
Las bellas memorias de Santa Margarita, que probablemente debemos a Turgot, prior de Durham y posteriormente obispo de Saint Andrews, quien conoció bien a la reina, puesto que, durante toda su vida oyó sus confesiones, nos hacen una inspirada descripción de la influencia que ejerció sobre la ruda corte escocesa. Al hablarnos sobre su constante preocupación por tener bien provistas a las iglesias con manteles y ornamentos para los altares y vestiduras para los sacerdotes, dice:
Aquellas labores se confiaban a ciertas mujeres de noble linaje y comprobada virtud, que fueran dignas de tomar parte en los servicios de la reina. A ningún hombre se le permitía el acceso al lugar donde cosían las mujeres, a menos que la propia reina llevase un acompañante en sus ocasionales visitas. Entre las damas no había envidias ni rivalidades, y ninguna se permitía familiaridades o ligerezas con los hombres; todo esto, porque la reina unía a la dulzura de su carácter un estricto sentido del deber y, aun dentro de su severidad, era tan gentil, que todos cuanto la rodeaban, hombres o mujeres, llegaban instintivamente a amarla, al tiempo que la temían, y por temerla, la amaban. Así sucedía que, cuando ella estaba presente, nadie se atrevía a levantar la voz para pronunciar una palabra dura y mucho menos a hacer algún acto desagradable. Hasta en su mismo contento había cierta gravedad, y su cólera era majestuosa. Ante ella, el contento no se expresaba jamás en carcajadas, ni el disgusto llegaba a convertirse en furia. Algunas veces señalaba las faltas de los demás —siempre las suyas—, con esa aceptable severidad atemperada por la justicia que el Salmista nos recomienda usar siempre, al decirnos: “Encolerízate, pero no llegues a pecar.” Todas las acciones de su vida estaban reglamentadas por el equilibrio de la más gentil de las discreciones, cualidad ésta que ponía un sello distintivo sobre cada una de sus virtudes. Al hablar, su conversación estaba sazonada con la sal de su sabiduría; al callar, su silencio estaba lleno de buenos pensamientos. Su porte y su aspecto exterior correspondían de manera tan cabal a la firme serenidad de su carácter, que bastaba verla para sentir que estaba hecha para llevar una vida de virtud. En resumen, puedo decir que cada palabra que pronunciaba, cada acción que realizaba, parecía demostrar que la reina meditaba en las cosas del cielo.
Con mucho, la fuente de información más valiosa para
la historia de la vida de Santa Margarita, es el relato del que tomamos la cita
anterior, el cual, casi seguramente fue escrito por Turgot, natural de
Lincolnshire y que descendía de una antigua familia sajona. El texto latino
incluido en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, debe
consultarse, lo mismo que una excelente traducción del mismo al inglés, hecha
por Fr. W. Forbes-Leith (1884). El resto del material nos lo proporcionan
cronistas como Guillermo de Malmesbury y Simeón de Durham: la mayoría de estas
crónicas han sido resumidas con provecho por Freeman, en Norman Conquest. Se encontrará un interesante relato sobre la
historia de sus reliquias, en DNB., vol. XXXVI. Hay modernas biografías de
Santa Margarita, como la de S. Cowan (1911), L. Menzies (1925), J. R. Barnett
(1926) y otras. Para la fecha de su fiesta, ver el Acta Sanctorum, Decembris Propylaeum, p. 230.
(10 de junio).
Getulio, el
marido de Santa Sinforosa, había sido un oficial en el ejército romano bajo los
reinados de Trajano y Adriano, pero abandonó las filas tan pronto como se
convirtió al cristianismo, y se retiró a sus propiedades en los Montes Sabinos,
cerca de Tívoli. Ahí vivió aislado, en compañía de un reducido número de
cristianos a quienes instruía y protegía. Cierta vez estaba ocupado en la
enseñanza de sus discípulos, cuando le sorprendió Cerealis, el enviado
imperial, quien le hacía una visita inesperada para sorprenderle y tomarle
preso. Sin embargo, Cerealis se olvidó de las órdenes imperiales ante la
elocuencia de Getulio y se dejó conquistar por la fe de Cristo. También
Amancio, hermano de Getulio que a pesar de ser ferviente cristiano, mantenía su
puesto de tribuno en el ejército romano, influyó decididamente en la conversión
de Cerealis. Muy pronto se enteró el emperador de los acontecimientos que
habían tenido lugar en los Montes Sabinos y, acto seguido, ordenó al cónsul
Licinio que fuese a aprehender a Getulio, a su hermano y al recién bautizado
Cerealis y los condenara a muerte si no consentían en renegar de su fe y
sacrificar a los dioses. Los tres confesaron firmemente sus creencias y, luego
de pasar veintisiete días en la infecta prisión de Tívoli sometidos a diversas
torturas, fueron decapitados o quemados en la hoguera sobre
A San Getulio se le honra
con un “elogio” desacostumbradamente extenso en el Martirologio Romano, pero su
pasión, impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, es del mismo tipo legendario;
su nombre no figura en
(10 de junio).
Durante el
reinado de Clovis II y en el año 650, San Landerico se convirtió en obispo de
París. Era un hombre muy sencillo, de profunda devoción, que se distinguió
particularmente por su gran amor a los pobres. Para aliviar sus penurias
durante una época de hambre, no sólo vendió todas sus posesiones personales,
sino también algunos vasos y muebles de
Es escasa la información que
se puede obtener sobre San Landerico, pero los bolandistas en Acta Sanctorum, junio, vol. II, consiguieron reunir un
relato, tomado sobre todo de las lecciones del breviario, de fechas muy
posteriores. Sobre la fundación y los primeros años de existencia de Saint
Denis, véase a J. Havet, en
(10 de junio).
La historia de
Era una hermosísima doncella cristiana de trece años de edad, a quien los sarracenos raptaron de su casa, en Palermo, y la llevaron a Túnez. Al principio, y en consideración a su noble linaje, se le permitió vivir sola en una cueva vecina a la ciudad; ahí puso de manifiesto sus poderes sobrenaturales y realizó varias curaciones milagrosas. Pero en cuanto circuló la noticia de que algunos mahometanos habían sido convertidos al cristianismo por Oliva, la muchacha fue sacada a rastras de su cueva, sometida a diversas torturas y encerrada en la prisión oscura, sin que se la proveyera de alimentos; se la desgarró con los garfios hasta que sus carnes dejaron los huesos al descubierto, se la extendió en el potro y en el torno, se la sumergió en el aceite hirviente. Cuando la sacaron de aquel baño, sin una sola quemadura, pero cubierta por una capa de aceite, fue colgada de los postes y se ordenó a los verdugos que le prendieran fuego. Sin embargo, cuando los verdugos se acercaban con las antorchas encendidas, éstas cayeron de sus manos y todos los presentes se convirtieron al cristianismo. Por fin, Oliva fue decapitada y todos vieron cómo le salía el alma del cuerpo en forma de paloma que se elevó al cielo.
Esta es la fantástica
historia que los bolandistas resumieron de los escritos de Cayetano en Die Vitis Sanctorum Siculorum, quien asegura que extrajo su
material de antiguos manuscritos. Sin embargo, hay un texto de la supuesta pasión, impreso en Analecta Bollandiana, vol. IV (1885), pp. 5-10. Resulta curioso que
(11 de junio).
A pesar de que San Bernabé no fue uno de los doce elegidos por Nuestro Señor Jesucristo, es considerado Apóstol por los primeros padres de la Iglesia y aun por San Lucas, a causa de la misión especial que le confió el Espíritu Santo y la parte tan activa que le correspondió en la tarea apostólica.
Bernabé era un judío de la tribu de Levi, pero había nacido en Chipre; su nombre original era el de José, pero los Apóstoles lo cambiaron por el de Bernabé, apelativo éste que, según San Lucas, significa “hombre esforzado.” La primera vez que se le menciona en las Sagradas Escrituras es en el cuarto capítulo de los Hechos de los Apóstoles, donde se asienta que los primeros convertidos vivían en comunidad en Jerusalén, y que todos los que eran propietarios de tierras o casas las vendían y entregaban el producto de las ventas a los Apóstoles para su distribución. En esa ocasión se menciona la venta de las propiedades de Bernabé. Cuando San Pablo regresó a Jerusalén, tres años después de su conversión, los fieles sospechaban de él y le evitaban; fue entonces cuando Bernabé “le tomó por la mano” y abogó por él ante los demás Apóstoles.
Algún tiempo después, varios discípulos habían predicado con éxito el Evangelio en Antioquía, y se pensó que era conveniente enviar a alguno de los miembros de la Iglesia de Jerusalén para instruir y guiar a los neófitos. El elegido fue San Bernabé, “un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo,” como afirman los Hechos de los Apóstoles. A su llegada, se regocijó en extremo al comprobar los progresos del Evangelio y, con sus prédicas, hizo considerables adiciones al número de convertidos. Cuando tuvo necesidad de un auxiliar diestro y leal, se fue a Tarso donde obtuvo la cooperación de San Pablo, quien le acompañó de regreso a Antioquía y pasó ahí un año entero. Los dos predicadores obtuvieron un éxito extraordinario; Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización y fue ahí donde, por primera vez, se dio el nombre de Cristianos a los fieles seguidores de la doctrina de Cristo.
Un poco más tarde, la floreciente iglesia de Antioquía recolectó fondos para la ayuda a los hermanos pobres de Judea, durante una época de hambre. Aquel dinero fue enviado a los jefes de la iglesia de Jerusalén por conducto de Pablo y Bernabé, quienes cumplieron con su cometido y regresaron a Antioquía acompañados por Juan Marcos. Por aquel entonces, la ciudad estaba bien provista de sabios maestros y profetas, entre los que descollaban Simón, llamado el Negro, Lucio de Cirene y Mañanen, el hermano político de Herodes. Cierta vez en que estos maestros y profetas estaban adorando a Dios, el Espíritu Santo habló por boca de algunos de los profetas: “Separad a Pablo y Bernabé, dijo, para una tarea que les tengo asignada.” De acuerdo con esas instrucciones y, tras un período de ayuno y oración, Pablo y Bernabé recibieron su misión por la imposición de manos y partieron a cumplirla, acompañados por Juan Marcos. Primero se trasladaron a Seleucia y después a Salamina, en Chipre. Luego de predicar la doctrina de Cristo en las sinagogas, viajaron hacia la localidad de Pafos, en Chipre, donde convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo, de quien Saulo tomó el nombre para ir a predicar con un apelativo latino entre los gentiles. De nuevo se embarcaron en Pafos para navegar hasta Perga en Pamfilia, donde Juan Marcos los abandonó para regresar solo a Jerusalén. Pablo y Bernabé prosiguieron la marcha hacia el norte, hasta Antioquía de Pisidia; ahí se dirigieron principalmente a los judíos, pero al encontrarse con una abierta hostilidad por su parte, declararon que, de ahí en adelante, predicarían el Evangelio a los gentiles.
En Iconium, la capital de Licaonia, estuvieron a punto de morir apedreados por la multitud, azuzada contra ellos por los regidores de la ciudad. Al refugiarse en Listra, San Pablo curó milagrosamente a un paralítico y, en consecuencia, los habitantes paganos proclamaron que los dioses los habían visitado. Todos aclamaron a San Pablo como a Kermes o Mercurio, porque era el que hablaba y, a San Bernabé, tal vez por su aspecto noble y majestuoso, lo tomaron por Zeus o Júpiter, padre de todos los dioses. A duras penas consiguieron los dos santos evitar que la población ofreciese sacrificios en su honor y, entonces, con la proverbial veleidad de la multitudes, los ciudadanos de Listra pasaron al otro extremo y comenzaron a lanzar piedras contra San Pablo, al que dejaron mal trecho. Tras una breve estancia en Derbe, donde convirtieron a muchos, los dos Apóstoles retrocedieron para pasar por todas las ciudades que habían visitado previamente, a fin de confirmar a los convertidos y ordenar presbíteros. Después de completar así su primera jornada de misiones, regresaron a Antioquía de Siria, muy satisfechos con los resultados de sus esfuerzos.
Poco después,
surgió una disputa en la Iglesia de Antioquía, en relación con el cumplimiento
de los ritos judíos: algunos de los judíos cristianos, contrarios a las
opiniones de Pablo y Bernabé, sostenían que los paganos que entrasen a la
Iglesia no sólo deberían ser bautizados, sino también circuncidados. Como
consecuencia de aquella desavenencia, se convocó al Concilio de Jerusalén y,
ante la asamblea, San Pablo y San Bernabé hicieron un relato detallado sobre
sus labores entre los gentiles y obtuvieron la aprobación de su misión, el
Concilio declaró terminantemente que los gentiles convertidos estaban exentos
del deber de la circuncisión. Sin embargo, persistió la división entre judíos y
gentiles convertidos, hasta el grado de que San Pedro, durante una visita a
Antioquía, se abstuvo de comer con los gentiles, por deferencia a la
susceptibilidad de los judíos, ejemplo que imitó San Bernabé. San Pablo
reconvino a uno y a otro y expuso claramente sus postulados sobre la
universalidad de la doctrina cristiana. No tardó en surgir otra diferencia
entre él y San Bernabé, en vísperas de su partida a un recorrido por las
iglesias que habían fundado, porque quería llevar consigo a Juan Marcos y San
Pablo se negaba, en vista de que el joven había desertado ya una vez. La
discusión entre los dos Apóstoles llegó a tal punto, que ambos decidieron
separarse: San Pablo emprendió su proyectada gira en compañía de Silas,
mientras que San Bernabé partió hacia Chipre con Juan Marcos. De ahí en
adelante, los Hechos no vuelven a mencionarlo. Parece evidente, por las
alusiones que se hacen a Bernabé en
Los bolandistas, en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron todas las
referencias sobre San Bernabé que se pudieron obtener a principios del siglo
dieciocho. Desde entonces, es poco lo que se ha agregado, excepción hecha del
conocimiento más profundo que ahora se tiene sobre la antigua literatura apócrifa. El texto ahí incluido, o
sea la llamada Acta de Bernabé, fue editado con comentarios
críticos y adaptado de mejores manuscritos, por Max Bonnet (1903), como una
continuación del Acta
Apostolorum Apocrypha, de R. H. Lipsius. Este documento pretende haber sido escrito por Juan
Marcos, pero en realidad es una obra que data de fines del siglo quinto. Se
trata de un relato sobre los hechos de San Bernabé, que describe su martirio en
Chipre y los milagros obrados posteriormente en su tumba. Un documento apócrifo
mucho más antiguo es el llamado Epístola
de San Bernabé, que data de la primera mitad del siglo segundo, probablemente del año
135 P. C. Durante mucho tiempo, nadie dudó de que se trataba efectivamente de
una obra de San Bernabé y, algunos de los primeros Padres llegaron a incluirla
en los cánones de las Sagradas Escrituras. Los que 1a rechazaron, llamándola
“espuria,” sólo trataban de dar a entender que no la recibían como la palabra
inspirada por el Espíritu Santo. Ni ellos mismos dudaban de míe San Bernabé la
hubiese escrito. En la actualidad, sin embargo, se reconoce, por lo general,
que no puede estar relacionada con él y que tal vez fue hecha por algún judío
convertido de Alejandría. No hay pruebas concretas que confirmen la creencia de
que San Bernabé fue el primer obispo de Milán; véase a Duchesne en Mélanges (1892), pp. 41-71 y también a Savio, Gli antichi vescovi d'Italia (Milán, vol. I). Este último
da buenas razones para afirmar que las pretensiones de Milán al decir que San
Bernabé fue su primer obispo, se originaron en una invención de Landulfo,
durante el siglo once. También hay una obra, que durante algún tiempo circulaba
ampliamente entre los mahometanos, bajo el título de Evangelio de Bernabé; sobre este particular, véase
a W. Axon, en Journal of Theological Studies, abril, 1902, pp. 441-451.
(11 de junio).
En este día conmemora el Martirologio Romano a los mártires Félix y Fortunato, en estos términos: “En Aquilea, la pasión de Santos Félix y Fortunato, que perecieron durante la persecución de Diocleciano y Maximiano. Después de colgarlos en los postes, les aplicaron antorchas encendidas en los costados, pero el poder de Dios las extinguió: se les arrojó entonces aceite hirviente y, como ellos insistieran en confesar a Cristo, fueron, por fin, decapitados.” El mismo calendario honra el 23 de abril a los mártires Félix, Fortunato y Aquileo, pero la fecha, la forma y el lugar de su martirio, son completamente distintos a los de este caso. No se puede dudar de que el Fortunato en cuestión haya sido un auténtico mártir. No sólo le localiza claramente el Hieronymianum como un residente de Aquilea, sino que el poeta Venancio Fortunato (c. 590) se refiere a los dos mártires con estos versos:
Felicem meritis Vicetia laeta refundit
Et Fortunatum fert Aquileia suum.
Además, en Vicetia (Vicenza) se descubrió una antigua inscripción con las palabras: “Beati martyres Félix et Fortunatus.” De acuerdo con sus “actas,” ambos hermanos fueron naturales de Vicenza, pero fueron martirizados en Aquilea. Los cristianos de Aquilea recuperaron sus cuerpos y los sepultaron en lugar honorable; pero los fieles de Vicenza acudieron al punto a reclamar las reliquias y, para arreglar la disputa, se llegó al compromiso de que los restos de Fortunato quedasen en Aquilea y los de Félix fueran trasladados a su ciudad natal.
La breve pasión se encuentra
en el Acta Sanctorum, junio, vol. II. Las
dificultades creadas por las varias menciones que aparecen en el Hieronymianum, se discuten en los comentarios de Delehaye y
en su libro Origines du culte des Martyrs, pp. 331-332. Ver también a
Quentin, Martyrologes Historiques, pp. 532-533 y 335.
(12 de junio).
En vista de que
los santos Basílides, Quirino (o Cyrinus), Nabor y Nazario, se conmemoran en
este día en el calendario y el Martirologio romanos con colectas en su honor,
como parte de la liturgia de la misa, dondequiera que se siga el rito romano,
es imposible omitirlos en una obra como la presente. Pero es necesario advertir
que las supuestas “actas” de estos cuatro mártires son absolutamente espurias.
El mencionado Cyrinus no es otro que Quirino, cuyo artículo figura en la fecha
del 4 de junio en esta obra. Es opinión de los entendidos que toda la historia
de estos santos surgió como consecuencia de una confusión de nombres en el Hieronymianum y
que fue inventada para explicar la conjunción de los cuatro mártires, en el
mismo día. También se encuentra esta misma combinación en algunos antiguos
manuscritos del Sacramentarium Gelasianum, así como en el calendario de
Fronto. Existen tres “pasiones” diferentes y, en una de ellas, Basílides
aparece solo, en lo que respecta a su martirio y a su sepultura, situada en un
lugar a cuatro hitos sobre
Tres series distintas de
supuestas actas sobre San Basílides y sus
compañeros, fueron impresas por los bolandistas en el tercer volumen de junio
del Acta Sanctorum. La exposición más
satisfactoria del problema es quizá la de Delehaye, en su CMH., pp. 315-316;
pero conviene ver también a J. P. Kirsch, en Der stadtromische christliche Festkalendar (1924), pp. 60-63.
(12 de junio).
Delehaye, en su CMH., p.
229, discute ampliamente la cuestión. Ver asimismo Analecta Bollandiana, vol. XXX (1911), p. 165. El Sinaxario de Constantinopla (editado por Delehaye), cc.
500 y 746.
(12 de junio).
Entre los muchos
ermitaños que vivieron en los desiertos de Egipto durante los siglos cuarto y
quinto, había un santo varón llamado Onofre. Lo poco que sabemos sobre él
procede de un relato, atribuido a cierto abad Pafnucio, sobre las visitas que
hizo a los ermitaños de
Pafnucio emprendió la peregrinación con el fin de estudiar la vida ermítica y descubrir si él mismo sentía verdadera inclinación a ella. Con este propósito dejó su monasterio y, durante dieciséis días, recorrió el desierto y tuvo algunos encuentros edificantes y algunas aventuras extrañas; pero en el día décimo séptimo quedó asombrado a la vista de un ser al que se habría tomado por animal, pero era un hombre: ¡Era un hombre anciano, con la cabellera y las barbas tan largas, que le llegaban al suelo! ¡Tenía el cuerpo cubierto por un vello espeso como la piel de una fiera y de sus hombros colgaba un manto de hojas!... La aparición de semejante criatura fue tan espantable, que Pafnucio emprendió la huida. Sin embargo, el extraño ser le llamó para detenerle y le aseguró que también él era un hombre y un siervo de Dios. Con cierto recelo al principio, Pafnucio se acercó al desconocido, pero muy pronto ambos entablaron conversación y se enteró de que aquel extraño ser se llamaba Onofre, que había sido monje en un monasterio donde vivían con él muchos otros hermanos y que, al seguir su inclinación hacia la vida de soledad, se retiró al desierto, donde había pasado setenta años. En respuesta a las preguntas de Pafnucio, el ermitaño admitió que en innumerables ocasiones había sufrido de hambre y de sed, de los rigores del clima y de la violencia de las tentaciones; sin embargo, Dios le había dado también consuelos innumerables y le había alimentado con los dátiles de una palmera que crecía cerca de su celda. Más adelante, Onofre condujo al peregrino hasta la cueva donde moraba y ahí pasaron el resto del día en amable plática sobre cosas santas. De repente, al caer la tarde, aparecieron ante ellos una torta de pan y un cántaro de agua y, tras de compartir la comida, ambos se sintieron extraordinariamente reconfortados. Durante toda aquella noche Onofre y Pafnucio oraron juntos.
Al despuntar el sol del día siguiente, Pafnucio advirtió alarmado que se había operado un cambio en el ermitaño, quien evidentemente se hallaba a punto de morir. En cuanto se acercó a él para ayudarle, Onofre comenzó a hablar: “Nada temas, hermano Pafnucio, dijo; el Señor, en su infinita misericordia, te envió aquí para que me sepultaras.” El viajero sugirió al agonizante ermitaño que él mismo ocuparía la celda del desierto cuando la abandonase, pero Onofre repuso que no era esa la voluntad de Dios. Instantes después suplicó que le encomendasen el alma a las oraciones de los fieles, por quienes prometía interceder y, tras de haber dado la bendición a Pafnucio, se dejó caer en el suelo y entregó el espíritu. El visitante le hizo una mortaja con la mitad de su túnica, depositó el cadáver en el hueco de una roca y lo sepultó con piedras. Tan pronto como terminó su faena, vio cómo se derrumbaba la cueva donde había vivido el santo y cómo desaparecía la palmera que le había alimentado. Con esto comprendió Pafnucio que no debía permanecer por más tiempo en aquel lugar y se alejó al punto.
No habría dificultad en
reunir una larga bibliografía sobre San Onofre. Los textos griegos y latinos están señalados en el BHG., nos. 1378-1382 y en BHL., nos. 6334-6338; pero en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, se encontrará una selección
más que suficiente. También hay otras versiones orientales, sobre todo las
escritas en copto y en etíope. Véase sobre todo a W. Till en Koptische Heiligen und Martyrer-legenden (1935), pp. 14-19; E. A.
Wallis Budge en Miscellaneous
Coptic Texts (1915);
W. E. Crum, Discours de Pisenthios en Revue de l´Orient chrétien, vol. X (1916), pp. 38-
(12 de junio).
Muchos años antes de que se comenzara a construir el primero de los varios famosos monasterios del Monte Athos, en Macedonia, ya vivía en sus faldas un santo anacoreta llamado Pedro. Se dice que él fue el primer ermitaño cristiano que se instaló en aquella región, pero nada se sabe sobre su verdadera historia. Después de su muerte, sus reliquias fueron llevadas al monasterio de San Clemente y, en el siglo décimo, se trasladaron a Tracia, donde se propagó mucho su culto.
La leyenda de San Pedro, tal como la cuenta Gregorio de Palamás, arzobispo de Tesalónica, se asemeja a muchas otras de las historias relatadas en las Menaia griegas, y se la puede considerar como una fábula edificante. En su juventud, Pedro tomó las armas contra los sarracenos y, tras no pocas batallas, fue capturado y encarcelado. Pero San Nicolás y San Simeón, a quienes apeló en su infortunio, acudieron en persona a ayudarle: Simeón le abrió las rejas de la prisión y Nicolás le condujo fuera de ella hasta dejarle a salvo. Una vez libre, Pedro se fue a Roma, donde volvió a encontrarse con San Nicolás, quien le presentó al Papa. El Pontífice, impresionado sin duda por tan alta recomendación, le impuso a Pedro el hábito de monje. Este se embarcó inmediatamente en una nave que tenía como destino la costa de Asia Menor. Apenas había comenzado la navegación, cuando Nuestra Señora se apareció a Pedro para manifestarle su deseo de que pasase el resto de su vida como ermitaño en el Monte Athos.
Por
consiguiente, cuando dejaron atrás las costas de Creta, el capitán desembarcó
al fraile lo más cerca posible de su objetivo, y desde entonces se entregó a la
vida de penitencia en las faldas del monte. Además de soportar innumerables
penurias, tuvo que hacer frente a los ataques del diablo. Primero fue atacado
por legiones de demonios que se burlaban de él, le disparaban flechas y le
arrojaban piedras. El ermitaño consiguió vencer a la horda maligna con el poder
de la oración. Más adelante, los espíritus infernales tomaron la forma de
serpientes que perseguían a Pedro y le llenaban de horror; pero él insistió en
sus oraciones, todavía más fervorosas y los reptiles desaparecieron. Después,
Satanás se apareció en la figura de uno de los antiguos criados de Pedro que
sólo había acudido para rogarle, con una insistencia irritante, que volviese al
mundo donde todos sus amigos lo extrañaban y donde podía hacer más bien por el
prójimo que en la soledad de su retiro. Acosado por aquellas súplicas y
profundamente perturbado, Pedro imploró el auxilio de
Ya había vivido durante cincuenta años en el Monte Athos, sin ver criatura humana alguna, cuando un cazador le descubrió por casualidad. El ermitaño relató su historia con lujo de detalles y, a pesar de que el cazador, edificado, rogaba que le dejase permanecer ahí, Pedro insistió en que volviese a su país y que, un año más tarde, le visitara de nuevo. Doce meses después, el cazador, acompañado por un amigo, acudió a la cita, pero sólo encontró el cadáver de Pedro.
He aquí otro ejemplo del
conjunto de fantasías piadosas al que también pertenece la leyenda de San
Onofre (ver el artículo anterior). Se han conservado dos textos en griego, en
BHG. nos. 1505-1506. Sería como tomarnos demasiadas atribuciones si, por todo
lo antedicho, llegásemos a considerar que Pedro es un personaje imaginario que
nunca existió. El ensayo de C. A. Williams que, bajo el título de Studies, vol. XI, pp. 427-509, publicó
(12 de junio).
El mismo día en que murió el Papa Adrián I, los electores procedieron a nombrar a un sucesor. La elección unánime recayó sobre el cardenal párroco de Santa Susana y, al otro día, 27 de diciembre de 795, se le consagró y entronizó en la sede de San Pedro, con el nombre de León III. Pero en Roma había un sector hostil al nuevo Papa, formado en su mayor parte por turbulentos jóvenes de la nobleza a quienes encabezaba el sobrino del extinto Papa Adrián que ambicionaba el trono pontificio y otro joven oficial amigo suyo. En el año de 799, los revoltosos fraguaron un complot para recurrir a todos los medios a fin de impedir que el Papa León desempeñase sus deberes pontificios. El día de San Marcos, durante la procesión tradicional que encabezaba el Papa montado en su caballo, fue elegido por los conspiradores para atacar. Frente a la iglesia de San Silvestre, se arrojaron sobre el Pontífice, lo derribaron del caballo, le arrastraron por el suelo, trataron de sacarle los ojos y cortarle la lengua y, a fin de cuentas, le dejaron inconsciente, bañado en sangre y molido a golpes en mitad del arroyo. El hecho de que San León se recuperase con extraordinaria prontitud de los terribles golpes y las graves heridas que sufrió durante el ataque, se tuvo por un milagro.
Durante algún tiempo, el perseguido Pontífice se refugió en la corte de Carlomagno, rey de los francos, quien por entonces se hallaba en Paderborn. Pero no tardó en regresar a Roma, donde el pueblo le dispensó una cordial acogida y, sin tardanza, se formó una comisión para investigar las circunstancias del ataque contra la persona del Pontífice. Los rebeldes respondieron con una serie de acusaciones contra el Papa, tan graves, que los miembros de la comisión se sintieron obligados a remitir el caso al rey Carlomagno. Pocos meses después, el monarca de los francos viajó a Roma y, el 1° de diciembre, se convocó a un sínodo en la basílica del Vaticano con la presencia del rey y la de los acusadores que fueron invitados a comparecer. Ninguno lo hizo, pero a pesar de aquel nolle prosequí, el sínodo consideró conveniente que el Papa León hiciese un juramento de inocencia de los cargos formulados en su contra. El 23 de diciembre, el Pontífice hizo el juramento ante la asamblea.
El día de
Navidad, durante la celebración de la misa en San Pedro, el Papa León coronó
con toda solemnidad a Carlomagno, que se hallaba arrodillado ante el altar de
Para San León,
la alianza con el monarca resultó muy benéfica. No sólo le permitió recuperar
buena parte del perdido patrimonio de
Mientras
Carlomagno estuvo vivo, San León pudo mantener el orden en
El pontificado de San León
III pertenece, en gran parte, a la historia general. No existe ninguna
biografía sobre él, ni más datos de los que se encuentran en el Líber Pontificalis (ed. Duchesne, vol. II, pp.
1-34). Hay una colección de cartas de este Papa: sobre todo, los informes que
escribió a Carlomagno. Hay un relato sobre San León, extraído de los materiales
mencionados y de crónicas posteriores, en Acta Sanctorum, junio, vol. III. Véase la obra de Mons. Mann, Lives of the Popes, vol. II (1906), pp. 1-110,
donde se encuentra una bibliografía muy adecuada. El trabajo de Mons. Duchesne,
Les premiers temps de l'état pontifical (1904), merece atención; entre las obras más
recientes, véase en particular Das
Kaisertum Karls d. Gr. (1928), de K. Heldmann y el Rendiconti della Pontificia Accademia Romana di Archeologia, vol. I (1923), pp. 107-119,
así como un artículo de C. Huelsen sobre la vida de León III, en el Líber Pontificalis.
(12 de junio).
Entre los misioneros que ayudaron a San Federico en la evangelización de Frieslandia, el que obtuvo mayores triunfos fue, sin duda, San Odulfo. Hasta la fecha se encuentran todavía iglesias dedicadas a él, en Bélgica y Holanda.
Odulfo nació en
Oorschot, en la región norte de Brabante; una vez ordenado sacerdote, se hizo
cargo de la parroquia en su ciudad natal; pero al poco tiempo fue trasladado a
Utrecht, donde atrajo la atención de San Federico, el obispo de la diócesis. Su
elocuencia como predicador y su amplia cultura indujeron a Federico a enviarlo
a
A principios del
siglo trece, apareció una historia muy desagradable en m manuscrito inglés
(Rawlinson A. 287, en
La biografía de San Odulfo
impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. III, no es muy
digna de confianza. Pertz la reeditó en parte, en MGH, Scriptores, vol. XV, pp. 356-358. Véase
también a Macray, Chronicle of Evesham (Rolls Series), pp.
313-320 y a
(13 de junio).
El culto a Santa
Película está estrechamente relacionado con el que se tributa a Santa
Petronila, y aun se ha llegado a afirmar que ambas eran hermanas adoptivas.
Tanto una como la otra vivieron y fueron martirizadas en Roma hacia fines del
siglo primero. La leyenda afirma que, tras de la muerte de Santa Petronila, el
pretendiente que aspiraba a su mano, Contó Flaccus, puso a Santa Película en la
alternativa de aceptar el matrimonio con él u ofrecer sacrificios a los ídolos.
Como la muchacha rechazó indignada las dos proposiciones, Contó la denunció
como cristiana a un funcionario que la detuvo y la encerró en un siniestro
calabozo donde estuvo siete días, privada de agua y alimentos. Después fue
entregada a las vestales, con instrucciones para que quebrantaran su
resistencia a obedecer. Pero Película se mantuvo firme y no tocó las suculentas
comidas que le ofrecieron si adoraba a los dioses y prefirió soportar el hambre
otros siete días más. Entonces se le dio tormento en el potro y, al fin, fue
ahogada en uno de los desaguaderos de la ciudad. San Nicomedes, un sacerdote
romano, recuperó el cuerpo de la mártir y lo sepultó en
Las actas de los Santos Nereo y Aquileo, de las que el relato
anterior sobre Santa Película forma una especie de suplemento, están impresas
en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase
también el comentario de Fr. Delehaye en el Hieronymianum, p. 317 y cf. ibid. p. 306. Se encontrarán
otras referencias en la bibliografía correspondiente a los Santos Nereo y
Aquileo, el 12 de mayo.
(13 de junio).
En las primeras épocas del cristianismo los fieles de oriente profesaron gran veneración a Santa Aquilina, y su nombre aparece en casi todos los martirologios. San José el Himnógrafo compuso un oficio especial en su honor, con un himno en acróstico, es decir que la letra inicial de cada verso forma, en sucesión vertical, una loa a la santa, a la que el autor llama su madre espiritual. Aquilina era natural de Biblios, en Fenicia, hija de padres cristianos y bautizada por Eutalio, el obispo de aquella diócesis. Al cumplir los doce años, estalló la persecución de Diocleciano y la niña fue detenida y conducida ante el magistrado Volusiano. Ahí confesó abiertamente su fe y, cuando los halagos y las amenazas resultaron inútiles para doblegar su constancia, fue abofeteada por los soldados, azotada con látigos y, al fin, decapitada. Sus supuestas “actas” escritas en griego varios siglos después de su muerte, son poco dignas de confianza, aunque posiblemente contengan un fondo de verdad. La cabeza y el cuerpo de la pequeña mártir fueron arrojados a unos campos, lejos de la ciudad, y entonces apareció un ángel que volvió a reunirlos y devolvió la vida a Aquilina quien regresó a la ciudad y, al día siguiente, se presentó ante el juez Volusiano. Este, al ver viva a su víctima, se quedó paralizado y mundo de asombro, pero en cuanto se repuso de la sorpresa, mandó que metieran en prisión a la niña y volviesen a decapitarla. Sin embargo, al otro día, cuando los soldados entraron a la celda para cumplir con la sentencia, encontraron a Aquilina muerta. El juez insistió en que se llevase a cabo la ejecución y, cuando cortaron la cabeza al cadáver, de la herida salió leche en vez de sangre.
La pasión, en griego, se halla impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. III.
(13 de junio).
Durante el siglo cuarto, la iglesia de Chipre tuvo entre sus jerarcas a dos hombres muy notables: San Espiridón y San Trifilo. (Spiridion y Triphillius, como se escriben sus nombres en el Martirologio Romano). El primero había sido un pastor de ovejas, en tanto que Trifilo, destinado por su familia a la profesión legal, había recibido una excelente educación en Beirut, en Siria. Era todavía muy joven cuando cambió de idea y se unió a San Espiridón, un hombre mucho mayor que él, como su discípulo y constante compañero. Juntos asistieron al Concilio de Sárdica, en 347, donde combatieron con ardor la herejía arriana. Se ignora en qué fecha se convirtió Trifilo en obispo de Leucosia (Nicosia). Aparte de haber sido un hombre muy instruido, fue un elocuente predicador y, al parecer, también escribió mucho. San Jerónimo, al referirse a sus facultades de orador y escritor, le describe como “el más elocuente de su época y el más celebrado durante el reinado de Constancio.” El mismo autor se refirió en otra parte a “Trifilo el de Creta, que de tal manera llenó sus escritos con las doctrinas y máximas de los filósofos, que no se sabe si admirar más su erudición secular o sus conocimientos de las Escrituras.” A veces, el buen obispo se adentraba por los terrenos de la poesía y así registró los milagros de su maestro, San Espiridón, en versos yámbicos. Se cree que su muerte ocurrió en el año 370. La iglesia hodigitria de Nicosia, venera todavía sus reliquias.
Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. III, donde se imprimió un texto
bastante extenso tomado de un antiguo MS. del Synaxario de Constantinopla. Es conveniente comparar, sin embargo, la edición de
Delehaye de este Synaxario, p. 173. En la revista
chipriota Apostolos Barnabas (1934, pp. 181-188), aparece
una “akolouthia” en honor del santo.
(13 de junio).
San Fándilas nació en Cádiz, España, al principio del siglo IX, en tiempos de la ocupación musulmana. Después de haber hecho sus estudios en Córdoba, buscó seguir la vida religiosa y entró al monasterio de Tabán. Como se señaló por la santidad de su vida y dio ejemplo de las más altas virtudes, los religiosos del monasterio vecino de San Salvador solicitaron sus servicios como sacerdote. A pesar de su enérgica resistencia, fue elevado a la dignidad sacerdotal y prosiguió con mayor fervor sus penitencias, sus vigilias y sus oraciones; se aplicó a la humildad y a la práctica de todas las virtudes.
Abrasado por un celo ardiente para defender la fe, se presentó un día ante el juez y le predicó, elocuentemente, la doctrina del Evangelio. Expuso la perversidad de Mahoma y declaró que todos aquellos que se adhieren a su religión corrompida, serán castigados con suplicios eternos. El juez lo hizo arrestar inmediatamente y dio cuenta del incidente al rey. Este mostró una exagerada indignación, dio rienda suelta a una cólera desmesurada, ordenó el arresto del obispo, la matanza de cristianos y la venta de las mujeres en subasta pública. Felizmente, los gobernadores, estimando que no había proporción ninguna entre esta sentencia y la causa que la había motivado, se abstuvieron de ejecutarla. Sólo Fándilas fue arrestado y llevado a la muerte. Le cortaron la cabeza, y su cuerpo fue colgado de una horca al borde del Guadalquivir. Esto pasó hacia el año 852.
La vida de este santo nos
fue conservada por San Eulogio, sacerdote de Córdoba, quien también fue
martirizado, el 11 de marzo de 859, en su Memorial de Santos, vol. III, c. VII; P. L. CXV, col 804-805.
San Basilio el Grande,
Arzobispo de Cesarea, Doctor de la Iglesia y Patriarca de los Monjes de Oriente (379 d.C.).
(14 de junio).
Basilio nació en
Cesárea, la capital de Capadocia, en el Asia Menor, a mediados del año 329. Por
parte de padre y de madre, descendía de familias cristianas que habían sufrido
persecuciones y, entre sus nueve hermanos, figuraron San Gregorio de Nissa,
Santa Macrina
Fue por entonces,
al parecer, que Basilio recibió el bautismo y, desde aquel momento, tomó la
determinación de servir a Dios dentro de la pobreza evangélica. Comenzó por
visitar los principales monasterios de Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia,
con el propósito de observar y estudiar la vida religiosa. Al regreso de su
extensa gira, se estableció en un paraje agreste y muy hermoso en la región del
Ponto, separado de Annesi por el río Iris, y en aquel retiro solitario se
entregó a la plegaria y al estudio. Con los discípulos, que no tardaron en
agruparse en torno suyo, entre los cuales figuraba su hermano Pedro, formó el
primer monasterio que hubo en el Asia Menor, organizó la existencia de los
religiosos y enunció los principios que se conservaron a través de los siglos y
hasta el presente gobiernan la vida de los monjes en la Iglesia de oriente. San
Basilio practicó la vida monástica propiamente dicha durante cinco años
solamente, pero en la historia del monaquismo cristiano tiene tanta importancia
como el propio San Benito. [Las “nuevas
ideas” de San Basilio fueron brillantemente expuestas por C. Butler en Cambridge Medieval Hist., vol. I, pp. 528-529.]
Por aquella época, la herejía arriana estaba en su apogeo y los emperadores herejes perseguían a los ortodoxos. En el año 363, se convenció a Basilio para que se ordenase diácono y sacerdote en Cesarea; pero inmediatamente, el arzobispo Eusebio tuvo celos de la influencia del santo y éste, para no crear discordias, volvió a retirarse calladamente al Ponto para ayudar en la fundación y dirección de nuevos monasterios. Sin embargo, Cesárea lo necesitaba y lo reclamó. Dos años más tarde, San Gregorio Nazianceno, en nombre de la ortodoxia, sacó a Basilio de su retiro para que le ayudase en la defensa de la fe del clero y de las Iglesias. Se llevó a cabo una reconciliación entre Eusebio Y Basilio; éste se quedó en Cesárea como el primer auxiliar del arzobispo; en realidad, era él quien gobernaba la Iglesia, pero empleaba su gran tacto para que se diera crédito a Eusebio por todo lo que él realizaba. Durante una época de sequía a la que siguió otra de hambre, Basilio echó mano de todos los bienes que le había heredado su madre, los vendió y distribuyó el producto entre los más necesitados; mas no se detuvo ahí su caridad, puesto que también organizó un vasto sistema de ayuda, que comprendía a las cocinas ambulantes que él mismo, resguardado con un delantal de manta y cucharón en ristre, conducía por las calles de los barrios más apartados para distribuir alimentos a los pobres. El año de 370 murió Eusebio y, a pesar de la oposición que se puso de manifiesto en algunos poderosos círculos, Basilio fue elegido para ocupar la sede arzobispal vacante. El 14 de junio tomó posesión, para gran contento de San Atanasio y una contrariedad igualmente grande para Valente, el emperador arriano. Por cierto que el puesto era muy importante y, en el caso de Basilio, muy difícil y erizado de peligros, porque al mismo tiempo que obispo de Cesárea, era exarca del Ponto y metropolitano de cincuenta sufragáneos, muchos de los cuales se habían opuesto a su elección y mantuvieron su hostilidad, hasta que Basilio, a fuerza de paciencia y caridad, se conquistó su confianza y su apoyo.
Antes de
cumplirse doce meses del nombramiento de Basilio, el emperador Valente llegó a
Cesárea, tras de haber desarrollado en Bitinia y Galacia una implacable campaña
de persecuciones. Por delante suyo envió al prefecto Modesto, con la misión de
convencer a Basilio para que se sometiera o, por lo menos, accediera a tratar
algún compromiso. Sin embargo, ni las propuestas de Modesto, ni la amenazante
intervención personal del emperador, lograron que el obispo accediese a callar
sus objeciones contra el arrianismo o tolerar la admisión de los arríanos en la
comunión. Promesas y amenazas fueron inútiles. “Nada menos que la violencia
podrá doblegar a un hombre semejante,” según las propias palabras con que
Modesto informó a su señor; pero éste no quería, tal vez por temor, recurrir a
la violencia. El emperador Valente se decidió en favor del exilio y se dispuso
a firmar el edicto; pero en tres ocasiones sucesivas, la pluma de caña con que
iba a hacerlo, se partió en el momento de comenzar a escribir. Como el
emperador era un hombre de carácter débil, quedó sobrecogido de temor ante aquella
extraordinaria manifestación, confesó que, muy a su pesar, le admiraba la firme
determinación de Basilio y, a fin de cuentas, resolvió que, en lo sucesivo, no
volvería a intervenir en los asuntos eclesiásticos de Cesárea. Pero apenas
terminada esta desavenencia, el santo quedó envuelto en una nueva lucha,
provocada por la división de Capadocia en dos provincias civiles y la
consecuente reclamación de Antino, obispo de Tiana, para ocupar la sede
metropolitana de
No tuvo tanto éxito en los esfuerzos que realizó en favor de las iglesias que se encontraban fuera de su provincia. La muerte de San Atanasio dejó a Basilio como único paladín de la ortodoxia en el oriente, y éste luchó con ejemplar tenacidad para merecer ese título por medio de constantes esfuerzos para fortalecer y unificar a todos los católicos que, sofocados por la tiranía arriana y descompuestos por los cismas y las disensiones entre sí, parecían estar a punto de extinguirse. Pero las propuestas del santo fueron mal recibidas, y a sus desinteresados esfuerzos se respondió con malos entendimientos, malas interpretaciones y hasta acusaciones de ambición y de herejía. Incluso los llamados que hicieron él y sus amigos al Papa San Dámaso y a los obispos occidentales para que interviniesen en los asuntos del oriente y allanasen las dificultades, tropezaron con una casi absoluta indiferencia, debido, según parece, a que ya corrían en Roma las calumnias respecto a su buena fe. “¡Sin duda a causa de mis pecados, escribía San Basilio con un profundo desaliento, parece que estoy condenado al fracaso en todo cuanto emprendo!”
Sin embargo, el
alivio no había de tardar, desde un sector absolutamente inesperado. El 9 de
agosto de 378, el emperador Valente recibió heridas mortales en la batalla de
Adrianópolis y, con el ascenso al trono de su sobrino Graciano, se puso fin al
ascendiente del arrianismo en el oriente. Cuando las noticias de estos cambios
llegaron a oídos de San Basilio, éste se encontraba en su lecho de muerte, pero
de todas maneras le proporcionaron un gran consuelo en sus últimos momentos.
Murió el lo. de enero de
Muchos de los detalles relevantes en la vida de San Basilio se encuentran en sus cartas, de las cuales se conserva una extensa colección. En una de ellas nos cuenta que él pedía un cumplimiento estricto de la disciplina, lo mismo entre clérigos que entre laicos, y que cierto diácono, que no era malo, pero sí rebelde y un poco alocado y que solía presentarse en medio de un grupo de muchachas que cantaban himnos y bailaban, tuvo que vérselas con él; con igual determinación combatió la simonía en los puestos eclesiásticos y la admisión de personas indignas entre el clero; luchó contra la rapacidad y la opresión de los funcionarios y llegó a excomulgar a todos los complicados en la “trata de blancas,” una actividad muy difundida en Capadocia. Podía reconvenir con temible severidad, pero prefería las maneras suaves y gentiles; como un ejemplo, están sus cartas a una muchacha descarriada y a un clérigo colocado en un puesto de gran responsabilidad, que se estaba mezclando en política; muchos ladrones que sólo aguardaban ser entregados a los jueces para sufrir un castigo terrible, fueron amparados por el santo y devueltos a sus casas en completa libertad, pero con una imborrable amonestación sobre sus conciencias. Pero tampoco se quedaba callado Basilio cuando eran los acaudalados y poderosos quienes quebrantaban sus deberes. “¡Os negáis a dar con el pretexto de que no tenéis lo suficiente para vuestras necesidades!,” exclamó en uno de sus sermones. “Pero en tanto que vuestra lengua os excusa, vuestra mano os acusa: ¡ese anillo que resplandece en vuestro dedo os denuncia como mentiroso! ¡Cuántos deudores podrían ser rescatados de la prisión con uno de esos anillos! ¡Cuántas pobres gentes ateridas por el frío se cubrirían con uno solo de vuestros guardarropas! ¡Y sin embargo, vosotros dejáis ir a los pobres de vuestras puertas, con las manos vacías!” No era únicamente a los ricos a quienes imponía la obligación de dar. “¿Dices que tú eres pobre? Bien; pero siempre habrá otros más pobres que tú. Si tienes lo bastante para mantenerte vivo diez días, aquel hombre no tiene suficiente para vivir uno... No tengáis temor de dar lo poco que tengáis. No coloquéis nunca vuestros propios intereses antes que la necesidad común. Dad vuestro último mendrugo de pan al mendigo que os lo pide y confiad en la misericordia de Dios.”
En cierto sentido, el
material informativo para la vida de San Basilio el Grande es muy abundante. Su
correspondencia, las cartas de San Gregorio Nazianceno y otros contemporáneos,
las crónicas de historiadores como Sócrates, Sozomeno y otros posteriores, las
oraciones fúnebres de los dos Gregorios, los panegíricos de San Efrén, de
Anfiloquio, etc., sumados a los escritos teológicos y ascéticos del propio San
Basilio, son múltiples datos que iluminan su historia. En el Acta Sanctorum, junio, vol. III, los bolandistas le dedican
un artículo de más de 100 páginas y aun imprimen la biografía apócrifa que se
le atribuye, erróneamente a San Anfiloquio. Hay una traducción inglesa de las
cartas de San Basilio, hecha por R. J. Deferrari,
en
(14 de junio).
Casi todos los martirologios que existen en el occidente, hacen mención de los santos Valerio y Rufino, martirizados en Soissons o en sus proximidades, a fines del siglo tercero. De acuerdo con algunos de los relatos, eran dos misioneros que formaban parte del grupo enviado desde Roma para evangelizar aquella región de las Galias. Pero otras narraciones afirman que fueron dos muchachos galo-romanos que desempeñaban el cargo de guardianes en los graneros de alguno de los puestos del imperio a lo largo del río Vesle. De cualquier manera, lo que interesa es que Valerio y Rufino eran cristianos y practicaban su religión abiertamente. Al desatarse la persecución de Diocleciano, los dos jóvenes, al tanto de que eran hombres marcados para un destino fatal, huyeron a esconderse en una cueva de alguno de los bosques vecinos. Ahí se les descubrió y fueron aprehendidos. Después de haber confesado sus creencias, fueron brutalmente azotados y sometidos a diversas torturas que soportaron con entereza; al fin, se les condenó a morir degollados. En el sitio donde fueron sepultados se erigió una iglesia y, con el tiempo, surgió ahí la ciudad francesa de Bazoches.
Los dos breves textos de la
supuesta pasión de estos santos están
impresos en el Acta Sanctorum, junio, vol. III, pero hay
otro, mucho más extenso, escrito por Pascasio Radbertus. El hecho de que los
dos nombres figuren en este día en el Hieronymianum, nos permite suponer que, desde tiempos antiguos, se veneró a los dos
mártires, pero eso es todo lo que se puede saber sobre ellos, en concreto.
(14 de junio).
Los griegos profesan una gran veneración a San Metodio, patriarca de Constantinopla, debido a la importancia del papel que desempeñó en la lucha contra los iconoclastas y su derrota final, así como por la heroica resistencia con que soportó las persecuciones y, en consecuencia, le honran con los títulos de “el Confesor” y “el Grande.”
Metodio era natural de Sicilia y, en Siracusa, su ciudad natal, recibió una excelente educación. Se trasladó a Constantinopla con el objeto de conseguir un puesto en la corte, pero ahí conoció a un monje que llegó a tomarle gran afecto y, por consejo de éste, decidió abandonar el mundo por la vida religiosa. Construyó un monasterio en la isla de Kios, pero apenas comenzaba a formar su comunidad, cuando fue llamado a Constantinopla por el patriarca Nicéforo. En 815, durante la segunda etapa de la persecución iconoclasta, bajo el reinado de Leo el Armenio, adoptó una actitud firme y valiente en favor de la veneración a las imágenes sagradas. Inmediatamente después de la deposición y el exilio de San Nicéforo, partió Metodio a Roma, probablemente con el encargo de informar al Papa, San Pascual I, sobre la situación y ahí se quedó hasta la muerte del rey León V de Constantinopla. Se alentaban grandes esperanzas de que el sucesor, Miguel el Tartamudo, favoreciese a los cristianos y, en 821, San Metodio regresó a Constantinopla con una carta del Papa San Pascual al emperador, en la que pedía la reinstalación de San Nicéforo. Pero tan pronto como Miguel el Tartamudo leyó la misiva, montó en cólera; acusó a Metodio de agitador profesional que buscaba crear la sedición, y mandó que fuese desterrado, luego de recibir una tunda de azotes.
Se afirma que, en vez de desterrarlo, se le encerró durante siete años en una especie de tumba o mausoleo junto con dos ladrones; uno de estos murió pronto, pero el santo y su compañero de infortunio fueron abandonados en su estrecha prisión hasta cumplir la condena. En este punto debemos aclarar que hay pruebas contradictorias sobre el lugar en que fue hecho prisionero San Metodio y la naturaleza del edificio que le sirvió de cárcel. El caso es que Metodio, al quedar en libertad, era un esqueleto en el que apenas quedaba un soplo de vida; sin embargo, conservaba entero su espíritu y, en poco tiempo se restableció. Entonces se inició una nueva persecución, propiciada por el emperador Teófilo, y Metodio fue llevado a su presencia. Ahí se le echaron en cara sus pasadas actividades subversivas y se le acusó de haber incitado al Papa a escribir la famosa carta. El santo repuso con firmeza que todo era falso y aprovechó la ocasión para manifestar su punto de vista sobre el culto a las imágenes, con estas palabras: “Si una imagen tiene tan poco valor a vuestros ojos, ¿por qué cuando renegáis de las imágenes de Cristo no condenáis también la veneración que se rinde a vuestras propias representaciones? ¡Lejos de renegar de vuestras imágenes, las multiplicáis continuamente!”
La muerte del emperador, en 842, hizo que ascendiera al trono su viuda, Teodora, como regente de su pequeño hijo Miguel III; la emperatriz se declaró favorecedora y protectora de las imágenes. Cesaron las persecuciones, los clérigos desterrados volvieron del exilio y, en un lapso de treinta días, las sagradas imágenes quedaron reinstaladas en las iglesias de Constantinopla, entre el regocijo general. Juan el Gramático, un iconoclasta, fue depuesto del patriarcado, y se instaló a San Metodio en su lugar.
Entre los
principales acontecimientos que señalaron el patriarcado de San Metodio, figura
la realización de un sínodo en Constantinopla para confirmar los decretos
promulgados en el Concilio de Nicea sobre los iconos; la institución de una
ceremonia religiosa, llamada la fiesta de la ortodoxia, que todavía se celebra
en el primer domingo de Cuaresma; y el traslado de los restos de Su antecesor,
San Nicéforo, a Constantinopla. Por otra parte, aquel período de reconciliación
quedó empañado por una acre disputa con los monjes estuditas, que antes habían
sido los partidarios más ardientes de San Metodio. Al parecer, una de las
causas de la desavenencia fue la condenación de ciertos escritos de San Teodoro
el Estudita, por parte del patriarca. Tras de haber ocupado el puesto durante
cuatro años, San Metodio murió de hidropesía, el 14 de junio de 847. En vida
fue un prolífico escritor, pero de las muchas obras poéticas, teológicas y de
controversia que se le atribuyen, sólo quedan algunos fragmentos que tal vez no
sean auténticos. Sin embargo, en tiempos modernos y gracias a ciertas pruebas
manuscritas recientemente descubiertas, las autoridades en la materia se
inclinan a creer que realmente fue San Metodio el autor de algunos escritos
hagiográficos que aun se conservan, especialmente “
Las fuentes de información
para la historia de San Metodio son muy considerables. Para empezar, tenemos
una biografía anónima, escrita en griego, que se encuentra en el Acta Sanctorum, junio, vol. III. En unos tres o cuatro
documentos biográficos hay abundancia de datos sobre distintas etapas de su
carrera: un estudio de San Miguel Syncello, publicado por el Instituto
Arqueológico Ruso de Constantinopla en 1906; las Actas de los santos David y compañeros, en
(14 de junio).
San Anastasio era un sacerdote de Córdoba, hombre venerable que había sido elevado al sacerdocio después de largos años pasados en el estado monástico. Al día siguiente del martirio de San Fándilas (ver el 13 de junio), se presentó ante los cónsules de la ciudad y atacó también él, en términos vehementes, a los enemigos de la fe. Inmediatamente le cortaron la cabeza. Al mismo tiempo ejecutaron a un monje llamado Félix, originario de Getulia, en África, que había venido por azar a España; allí se había convertido y abrazado el estado monástico. Ambos cuerpos, decapitados, se exhibieron junto al río, como el de San Fándilas.
En la tarde de
ese mismo día, martirizaron igualmente a una joven religiosa, llamada Digna. Esta
que, a causa de su profunda humildad, se consideraba la última de todas sus
hermanas, decía con frecuencia de la manera más emocionante: “No me llaméis
Digna, sino Indigna, porque mi nombre debe expresar lo que soy.” Durante un
sueño vio a Santa Ágata deslumbrante de belleza y con lirios y rosas en sus
manos. La santa mártir le dio una rosa roja, exhortándola a combatir
valerosamente por Cristo. Desde entonces, Digna sintió un vivo deseo de
martirio y, cuando los rumores de la ejecución de Anastasio y de Félix llegaron
hasta ella, comprendió que su hora había llegado. Salió secretamente del
monasterio y se presentó ante el juez para reprocharle abiertamente los
asesinatos que acababa de cometer con hombres sin más culpa que la de adorar al
verdadero Dios y de confesar a
A su vez, Digna fue decapitada y colgada, como los mártires que le precedieron. La Iglesia ha reunido a estos tres mártires el día 14 de junio para rendirles culto.
Estas historias nos han sido
conservadas, como la de San Fándilas, por el sacerdote Eulogio de Córdoba, Memorial de Santos, vol. III, c. VIII. P. L.
vol. CXV, col. 805-806.
(15 de junio).
El culto a estos tres santos se remonta a tiempos muy antiguos; sus nombres aparecen en el llamado martirologio de San Jerónimo, o Hieronymianum, y puede darse por cierto que eran tres cristianos que dieron su vida por la fe en la provincia romana de Lucania, en el sur de Italia. Nada se sabe, en realidad, sobre su historia o las circunstancias de su martirio; incluso la fecha de su muerte es muy incierta. Posiblemente, como lo afirma la tradición, eran naturales de Sicilia, pero sus leyendas son fabulosas recopilaciones que datan de tiempos muy posteriores. En 775, se llevaron a París las supuestas reliquias de San Vito, y de ahí se trasladaron a Corvey, en Sajonia, en 836. Desde entonces se extendió tanto la veneración por este santo en Alemania, que se incluyó su nombre entre los Catorce Santos Protectores y se le consideró como patrono especial de los epilépticos y de los afectados por esa enfermedad nerviosa que se conoce con el nombre de “Baile de San Vito;” tal vez por eso se le tiene también por protector de los bailarines y actores. Asimismo, se le invocaba contra el peligro de las tormentas, contra el exceso de sueño, las mordeduras de perros rabiosos y de serpientes y contra todos los daños que las bestias puedan hacer a los hombres. En consecuencia, a menudo se le representa acompañado de alguna fiera.
La historia que refieren las leyendas populares puede resumirse como sigue: Vito era el hijo único de un senador siciliano, llamado Hylas. Entre la edad de siete y doce años, fue convertido al cristianismo y se le bautizó sin el consentimiento de sus padres. Las numerosas conversiones que consiguió y los espectaculares milagros que realizó llamaron la atención de Valeriano, gobernador de Sicilia, quien se confabuló con Hylas para obligar al muchacho a que renunciara a su fe. Pero ni los halagos, ni las amenazas, ni aun los sufrimientos físicos, doblegaron la constancia de Vito. A impulsos de una inspiración divina, escapó de su casa y de Sicilia, junto con su tutor Modesto y su sierva Crescencia. Un ángel llevó con bien la frágil embarcación en que huyeron hasta las costas de Lucania; ahí permanecieron durante algún tiempo, ocupados en predicar el Evangelio a las gentes del lugar y sostenidos por el alimento que, a diario, les traía un águila. Después caminaron hasta Roma, donde San Vito curó al hijo del emperador Diocleciano, al lanzar fuera, en nombre de Cristo, los malignos espíritus que le poseían; pero en vista de que Vito y sus compañeros se negaron rotundamente a ofrecer sacrificios a los dioses, las gentes atribuyeron sus poderes sobrenaturales a la magia, a pesar de las protestas de los cristianos, quienes aseguraban que les venían del único Dios verdadero. A pedido de la muchedumbre, Vito fue sumergido en un caldero con plomo derretido, alquitrán y resinas, del que salió tan ileso corno si hubiese tomado un baño de agua fresca. Entonces metieron al joven a la jaula de un león hambriento que no hizo más que lamerle mansamente los pies. Decididos a terminar con Vito, los verdugos le ataron al potro de hierro lo mismo que a Modesto y Crescencia; tiraron de sus miembros hasta descoyuntarlos y se disponían a darles muerte con la espada, cuando se desencadenó una tempestad furiosa que destruyó muchos templos de ídolos y acabó con la vida de multitud de paganos. En medio de la tormenta bajó del cielo un ángel que cortó las ligaduras que ataban a los tres mártires al potro. El mismo espíritu celestial los sacó de Roma y los condujo a Lucania, donde murieron los tres tranquilamente, agotados por sus sufrimientos.
Los varios textos del acta de San Vito y compañeros, se hallan debidamente
registrados en BHL., junto con los relatos sobre las traslaciones de sus
reliquias (nos. 8711-8723). Los más importantes de esos documentos se
encuentran impresos en Acta
Sanctorum, junio,
vol. III. También existe una versión en griego sobre la historia y, de ella se
extrajeron las notas que figuran en los sinaxarios. Véase la edición de
Delehaye del Constantinopolitanum, c. 751. Todos estos
documentos indican que, al principio, se veneró sólo a San Vito y que los
nombres de Modesto y Crescencia se unieron al suyo, después de que algún
escritor fabricó la historia que ahora conocemos. Mucho se ha escrito sobre el
culto a estos mártires. Véase, por ejemplo, a Lanzoni, en Le Diócesi d'Italia, pp. 320-322 y a Huelsen, en
(15 de junio).
Todo lo que sabemos sobre San Hesiquio proviene de las “Actas” —consideradas auténticas— de San Julio, un mártir de Durostorum, en Moesia (la actual Silistria, en Bulgaria), alrededor del año 302. Cuando San Julio era conducido al lugar de su ejecución, Hesiquio se le acercó para decirle: “Ruego a Dios, Julio, que llegues a cumplir felizmente tu sacrificio, que recibas tu corona y que pueda yo seguirte pronto. ¡Lleva mis cariñosos saludos a Pasicrates y a Valencio!” (Estos eran otros dos cristianos, amigos suyos, que habían sido martirizados muy poco tiempo antes).
Julio se apresuró a abrazar a Hesiquio, al tiempo que le respondía: “¡Apresúrate a venir, hermano! Nuestros amigos ya oyeron tu mensaje; yo puedo verlos de pie, a mi lado, como te veo a ti.”
La ejecución de San Hesiquio tuvo lugar poco tiempo después del martirio de San Julio. Al primero se le honra como “mártir de Durostorum” en el Hieronymianum, el 15 de junio, lo mismo que en el actual Martirologio Romano. El P. Delehaye lo identifica con el San Hesiquio que la Iglesia de oriente venera el 19 de mayo, junto con otros compañeros anónimos, todos los cuales fueron martirizados en Constantinopla. Es muy probable que los restos de San Hesiquio fueran llevados a Constantinopla, cuyos habitantes (lo mismo que los de otros lugares) tenían derecho a proclamar santo local a cualquier mártir, cuyos restos hubiesen sido trasladados a la ciudad.
Véase a Delehaye, Les Origines du Culte des Martyrs, pp. 248-249 y 285-286;
asimismo puede consultarse su artículo, Saints de Thrace et de Mésie, en
(15 de junio).
Alrededor
Este mártir parece ser el
mismo “Dulas” ejecutado en Nicomedia un 25 de marzo y a quien mencionan todos
los textos del Hieronymianum. Véase el comentario de
Delehaye en p. 160. Sobre esta cuestión, contamos también con los testimonios,
más dignos de confianza, del antiguo Breviarium sirio, de nuevo el 25 de marzo y con la mención de Nicomedia como el
lugar de su martirio. De aceptarse esta identificación, resulta claro que la pasión griega, impresa por los bolandistas en el siglo
dieciocho, bajo la fecha del 15 de junio, en el Acta Sanctorum (junio, vol. III) y resumida en el artículo anterior, no es auténtica,
como lo afirman sus editores, sino muy sospechosa. Sin embargo, no se ha podido
comprobar la identidad del mártir de Nicomedia con Tatiano Dulas. Resulta
significativo que el Sinaxario de Constantinopla (véase la
edición de Delehaye, cc. 750-751) relata la misma historia, pero sólo habla de Dulas
y omite el nombre de Tatiano.
(15 de junio).
San Landelino fue honrado durante varias generaciones como el fundador de las grandes abadías de Lobbes y de Crespin y otras dos menos conocidas. Pero es muy poco lo que sabemos sobre su vida. Nació alrededor del año 625 en Vaux, cerca de Baume, de padres francos, quienes confiaron la educación del pequeño a San Auberto, obispo de Cambrai. Pero al cumplir los dieciocho años, Landelino se emancipó de toda tutela, escapó de casa y se unió a malas compañías que le llevaron a cometer robos y otros delitos. La muerte repentina y trágica de uno de sus asociados, despertó en él la conciencia del peligro que corría su alma. Inmediatamente decidió volver al lado de San Auberto como un humilde penitente y, poco después, anunció su determinación de retirarse a Lobbes, un lugar donde había vivido con sus antiguos amigos, para purgar con la penitencia y la soledad sus pasadas culpas. Pero muy pronto se encontró rodeado por discípulos que deseaban seguir su ejemplo; de aquel grupo surgió la famosa abadía de Lobbes.
San Landelino, que se consideraba absolutamente indigno de gobernar una comunidad religiosa, constituyó a su discípulo, San Ursmar, como el primer abad, y él mismo partió, primero hacia Aulne y de ahí a Wallens donde, según algunos de sus biógrafos, nacieron otras comunidades en torno suyo. Todavía en busca de soledad, penetró junto con San Adelino y San Domiciano, en el extenso bosque que ocupaba el territorio entre Mons y Valenciennes. Hasta ahí le siguieron nuevos discípulos que fundaron la abadía de Crespin, a la que el propio Landelino se vio obligado a gobernar. Sin embargo, todo el tiempo que le dejaban libre sus obligaciones, lo pasaba en la oración y penitencia, en una celda alejada del resto de la comunidad. Al parecer, murió alrededor del año 686.
Hay dos breves biografías de
San Landelino que pretenden ser de fecha muy antigua, pero la primera de ellas
fue escrita más de un siglo después de su muerte y no se la puede considerar
como segura. Esa biografía fue editada críticamente en el MGH. Scriptores Merov, vol. VI, pp. 433-444. Tal vez encontremos
material más digno de confianza en la biografía en verso de San Ursmar y en
(15 de junio).
En los calendarios de los santos se hallan incluidas tres princesas anglosajonas con el nombre de Edburga. La monja que se venera en este día fue la nieta del rey Alfredo y la hija del rey Eduardo el Viejo con su tercera esposa, Edgiva. Parece que sus padres la destinaron a la vida religiosa desde la cuna y decidieron poner a prueba su vocación cuando sólo tenía tres años: su padre la sentó sobre sus rodillas, le mostró una estampa donde aparecía la figura de un cáliz y el libro de los Evangelios y otra ilustración que representaba un monte de joyas resplandecientes; entonces, le preguntó a la niña cuál de las dos cosas le gustaría tener. La pequeña Edburga observó los collares y brazaletes con evidente disgusto, pero extendió los brazos ansiosamente hacia los objetos sagrados. En consecuencia, Edburga ingresó en la abadía que su abuela, la viuda del rey Alfredo, había fundado en Winchester. Con el tiempo, llegó a ser abadesa y adquirió gran fama por la generosidad de sus caridades, su humildad y sus milagros. Se cuenta que frecuentemente se levantaba en mitad de la noche, cuando todas las monjas dormían, y hacía una ronda por las celdas para recoger calladamente las sandalias de cada una, limpiarlas y volverlas a dejar en su sitio, junto al lecho.
Santa Edburga, cuyo nombre,
al igual que otros apelativos anglosajones, se escribe y se pronuncia de muy
distintas maneras, recibió un culto considerable en toda la región de
Worcestershire y las comarcas vecinas, debido quizá a que sus reliquias, o
parte de ellas, se conservaban en Pershore. Véase la lista de menciones en el
santoral hecha por Stanton en su Menology,
p. 271. El
relato que hicimos en nuestro artículo, proviene casi exclusivamente de los
escritos de Guillermo de Malmesbury, pero también existe una biografía, que aún
no ha sido impresa, escrita por Osberto de Clare, un contemporáneo de
Malmesbury. Asimismo, en el Gotha MS, hay una biografía sin
publicar: para ella, véase Analecta
Bollandiana, vol.
LVIII (1940), p. 100, no. 54. La fama de Santa Edburga radica principalmente en
los milagros que, según se cree, han obrado sus reliquias; hay un breve resumen
de ellos en uno de los manuscritos de Harley, en el Museo Británico.
(15 de junio).
Bardo nació alrededor del año 982 en la ciudad de Oppershofen, en la comarca de Welterau, sobre la ribera derecha del Rin. Sus padres, que estaban emparentados con la emperatriz Gisela, le enviaron a la abadía de Fulda para que se educara; ahí mismo tomó el hábito. Posteriormente, sus antiguos compañeros de estudio recordaban que a menudo le encontraban absorbido por la lectura de los escritos de San Gregorio relacionados con los deberes de los pastores (Regula Pastoralis) y, en esas ocasiones, solía indicar a sus sorprendidos amigos: “Pues ya lo ven; es posible que alguna vez se le ocurra a uno de tantos reyes tontos hacerme obispo, si no encuentran a otro mejor para desempeñar el puesto: por lo tanto, procuro aprender cómo ser obispo, por si llega el caso.” Alrededor del año 1029, el emperador Conrado II le nombró abad de Kaiserswerth y, poco después, superior en Horsfeld. Pero aún se le reservaban puestos más altos. En 1031, después de la muerte de Aribo, fue elegido para ocupar la importante sede metropolitana de Mainz. En su alto cargo conservó la sencillez y la austeridad del monje, sin dejar por ello de distribuir espléndidas limosnas y ofrecer magnífica hospitalidad, como correspondía a un obispo. Todas las clases sociales le tenían en grande estima, pero le amaban sobre todo los pobres que entraban a la residencia episcopal como a su casa y a quienes Bardo protegió y defendió siempre contra sus opresores.
El arzobispo desempeñó un papel sobresaliente en dos sínodos realizados en Mainz y que presidió el Papa León IX, para refrenar la simonía e imponer el celibato eclesiástico. En una de aquellas visitas, el Papa convenció a Bardo para que redujese sus mortificaciones y austeridades, puesto que afectaban su salud y amenazaban con acortarle la vida. Si bien siempre fue extraordinariamente severo para consigo mismo, mostraba una misericordia inagotable hacia los demás; nunca expresó una palabra de reconvención o resentimiento contra los que le insultaron o le hicieron daño deliberadamente. Cierta vez, en su propia mesa, hablaba contra el vicio de la intemperancia, cuando advirtió a un jovenzuelo que se mofaba de él e imitaba sus gestos y ademanes. Calló el arzobispo y se quedó mirando fijamente al majadero durante unos instantes; luego, en vez de pronunciar la amonestación indignada que todos los comensales esperaban, tomó uno de sus platos más finos y hermosos, puso en él algunos alimentos y lo extendió al jovenzuelo al tiempo que le instaba a comer y a quedarse con el precioso recipiente. Un hombre de tan buen corazón corno Bardo no podía dejar de ser compasivo con los animales. Tenía una colección de aves raras; a muchos de sus pajarillos los domesticó, y era de verse cómo todos acudían a comer en su mano. Murió el 10 de junio de 1053 y su desaparición fue lamentada por todos los habitantes de la comarca, lo mismo cristianos que herejes y judíos.
Hay una breve biografía
escrita por Fulkold, capellán del sucesor de Bardo en la sede de Mainz. Pertz
la editó en MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 317-321. Como
fuente de información es mucho mejor que la biografía más extensa de un monje
anónimo de Fulda, que tuvo acceso a Mabillon y los bolandistas, pero prefirió
extenderse en los lugares comunes biográficos. Véase a H. Bresslau, en Jahrbücher des Deutschen Reichs unter Konrad II (1879), pp. 473-479; F.
Schneider, Der H. Bardo (1871); C. Will, Regesten sur Gesch der Mainzer Erzbischofe, vol. I (1877), pp. 165-176;
Strunck y Giefers, Westfalia
Sánela (1855),
pp. 143-153.
(16 de junio).
San Ireneo, obispo de Lyon, ordenó como sacerdote a Ferreol y como diácono a Ferrucio (Ferjeux) y, en seguida, los envió a predicar el Evangelio en Besangon y las comarcas vecinas. Tal vez hayan sido griegos, aunque lo más probable es que fueran dos jóvenes galos que estudiaron en occidente, donde quedaron bajo la influencia del cristianismo. (Su historia legendaria afirma que fueron convertidos por San Policarpio). Después de trabajar con éxito en su misión durante unos treinta años, fueron detenidos a causa de su fe, sometidos a diversas torturas y, por fin, condenados a morir decapitados. La ejecución se llevó a cabo alrededor del año 212, probablemente durante el reinado de Caracalla. Se dice que sus reliquias fueron descubiertas en el año 370, en Besancon, y se sepultaron en un lugar de honor por disposición del obispo Aniano. Los restos de los mártires eran objeto de gran veneración en los días de San Gregorio de Tours, quien afirma que su cuñado se alivió de una grave dolencia, por un favor de los santos. La hermana de San Gregorio había ido a orar a la tumba de los mártires y, al apoyarse en el sarcófago para ponerse de pie, terminadas sus plegarias, cogió distraídamente las hojas de un ramo que se encontraba ahí. Pensó que se trataba de un aviso providencial y, en cuanto llegó a casa, puso a hervir las hojas y dio a beber la infusión a su marido que, gracias a eso, recuperó la salud. No debe confundirse a este San Ferreol con otro santo del mismo nombre, martirizado en Viena (18 de septiembre), y a quien menciona más de una vez el propio San Gregorio de Tours. Hay un importante testimonio sobre el culto que se rendía a San Ferreol y a San Ferrucio, en el “Missale Gothicum” (c. 700 d.C.), donde aparece una misa propia en honor suyo. En vista de que esa misa se encuentra justamente antes de la que corresponde a San Juan Bautista, parece muy probable que desde aquella época se hubiese señalado el 16 de junio como el día de su fiesta.
Hay dos o tres breves textos
de la pasión de estos santos (ver, por
ejemplo, el Acta Sanctorum, junio, vol. IV); pero
ninguno de los documentos tiene valor histórico. Ferreol y Ferrucio están
citados en el Hieronymianum como mártires de Besancon,
pero en la fecha del 5 de septiembre. Véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. I, pp. 48-62; W. Meyer,
en
(16 de junio).
Cando los edictos
de Diocleciano contra los cristianos se aplicaban con la máxima severidad en
Licaonia, una viuda llamada Julita, que vivía en Iconio, juzgó prudente
retirarse de un distrito donde ocupaba una posición prominente y buscar un
refugio seguro bajo un régimen más clemente. En consecuencia, tomó consigo a su
hijo Ciríaco o Quiricio, [El
nombre aparece escrito de muy diversas maneras: Cirico, Ciricio, Ciríaco. En el
Martirologio Romano se halla registrado ahora como Quirico. En francés se
cambia por Cyr o Cirgues.] de tres años de edad, a dos de sus servidoras
y escapó hacia Seleucia. Ahí quedó consternada al descubrir que la persecución
era todavía más cruel, bajo la dirección de Alejandro, el gobernador y, por lo
tanto, continuó su huida hasta Tarso. Su arribo a la ciudad fue inoportuno,
puesto que coincidió con el de Alejandro; algunos de los miembros de la
comitiva del gobernador reconocieron al pequeño grupo de peregrinos. Casi
inmediatamente, Julita fue detenida y encerrada en la prisión. Al comparecer
ante los jueces del tribunal que iba a juzgarla, llevaba a su hijo de la mano y
denotaba una absoluta serenidad. Julita era una dama de noble linaje con muy
vastas y ricas posesiones en Iconio, pero en respuesta a las preguntas sobre su
nombre, posición social y lugar de nacimiento, sólo afirmó que era cristiana.
En consecuencia, el proceso no tuvo lugar y se la condenó a recibir el castigo
de los azotes atada a las estacas. Antes de que se cumpliera con la sentencia,
le fue arrebatado su hijo Ciríaco, a pesar de sus lágrimas y sus protestas. En
la leyenda sobre estos santos se dice que Ciríaco era un niño muy hermoso y que
el gobernador lo tomó en sus brazos y lo sentó sobre sus rodillas, en un vano
intento para que dejase de llorar. La criatura no quería más que volver al lado
de su madre y extendía sus brazos hacia ella mientras la azotaban y, cuando
Julita gritó, en medio de la tortura: “¡Soy cristiana!,” el niño repuso como un
eco: “¡Yo soy cristiano también!”
En un momento dado, a impulsos de la ansiedad por librarse de las manos que le retenían y correr hacia su madre, el chiquillo comenzó a debatirse y, como Alejandro se esforzaba por contenerle, le propinó algunas patadas y le rasguñó la cara. La actitud del niño, completamente natural en aquellas circunstancias, encendió la cólera del gobernador. Se levantó hecho una furia, alzó a la criatura por una pierna y lo arrojó con fuerza sobre los escalones, al pie de su tribuna; el cráneo se le fracturó y quedó muerto al instante. Julita lo había presenciado todo desde las estacas donde estaba atada, pero en vez de manifestar su dolor, levantó la voz para dar gracias a Dios por haber concedido a su hijo la corona del martirio. Su actitud no hizo más que aumentar el furor de Alejandro. Este mandó que desgarrasen los costados de la infortunada mujer con los garfios, que fuese decapitada y que su cuerpo, junto con el de su hijo, fuera arrojado a los basureros en las afueras de la ciudad, con los restos de los malhechores. Sin embargo, después de la ejecución, el cadáver de Julita y el de Ciríaco fueron rescatados por las dos criadas que habían traído desde Iconio, quienes los sepultaron sigilosamente en un campo vecino Cuando Constantino restableció la paz para la Iglesia, una de aquellas servidoras reveló el lugar donde se hallaban enterrados los restos de los mártires y los fieles acudieron en tropel a venerarlos. Se dice que las supuestas reliquias de San Ciríaco se trasladaron de Antioquía durante el siglo cuarto, por iniciativa de San Amador, obispo de Auxerre. Esto extendió el culto por este niño santo, en Francia, con el nombre de San Cyr, pero en realidad no hay ninguna prueba concreta para relacionar a los santos históricos Julita y Ciríaco, si aceptamos su existencia, con la ciudad de Antioquía. A pesar de que posiblemente fueron martirizados un 15 de julio, fecha en que se conmemora su fiesta en el oriente, el Martirologio Romano los festeja el 16 de junio.
Es una pena
tener que descartar una historia tan conmovedora y a la que tanto crédito se
dio durante
Las muy diversas formas en
que se ha conservado la leyenda hasta nuestros días, son un testimonio de su
popularidad. En las tres divisiones de
(16 de junio).
Todo lo que se puede afirmar con certeza sobre San Ticón, es que, en épocas muy antiguas, ocupó la sede episcopal de Amato, el sitio donde ahora se encuentra la ciudad de Limassol, en Chipre, y que durante varios siglos gozó de gran veneración por parte de los habitantes de la isla, quienes le llaman “el Milagroso” y le consideran el patrón de los viñadores. Los dos puntos de su vida que subrayan sus biógrafos, son estos: era hijo de un panadero y, cuando niño, acostumbraba a distribuir entre los pobres el pan que su padre le mandaba a vender; al enterarse el panadero, se indignó; pero al abrir la puerta de la bodega donde guardaba su harina, la encontró, por un milagro, llena a reventar, de manera que sus pérdidas quedaban ampliamente recompensadas. El segundo punto se relaciona con la época en que Ticón era obispo; por entonces poseía una pequeña viña, pero no tenía cepas qué plantar en ella. Cierto día tomó la rama de la vid que otro viñador había arrojado por considerar que estaba muerta y la plantó en sus tierras, mientras elevaba una plegaria para solicitar de Dios cuatro mercedes: que la savia volviese a circular por la rama seca, que la cepa produjese abundante fruto, que las uvas fuesen dulces y que maduraran pronto. Desde entonces, en la viña del obispo Ticón los racimos maduraban mucho tiempo antes que en cualquiera de los otros viñedos de la comarca, y esa fue la razón por la que se celebra la fiesta de San Ticón y se procede a la bendición de los viñedos, el 16 de junio, pero sólo en la región de Limassol, porque en otras comarcas de Chipre no se celebra la vendimia sino varias semanas después.
A pesar de que no se puede dar ningún crédito a su legendaria historia, y no obstante los esfuerzos que han hecho recientemente algunos escritores alemanes, sobre todo H. Usner, para identificarlo con el dios pagano Príapo, se puede aceptar como cierto que San Ticón fue un personaje real y un prelado de la Iglesia cristiana. Basándose en la tradición de que las uvas de Limassol maduraron antes de tiempo gracias a San Ticón, desde tiempos remotos y como parte de las ceremonias que se realizan el 16 de junio, se exprime el jugo de un racimo dentro de un cáliz. Hasta el fin del siglo sexto, la tumba de San Ticón era un sitio muy visitado por los peregrinos y, durante el siglo nueve, San José el Himnógrafo, compuso un oficio en su honor.
Hay una biografía en griego
sobre San Ticón, impresa y editada por H. Usener, en Der Heilige Tychon (1907). Esta biografía fue
escrita por San Juan el Limosnero (véase el 23 de enero) y, desde el punto de
vista literario, es un elegante ejemplo de la composición greco-bizantina, pero
en el campo de los hechos históricos, es muy poco lo que dice. Previamente
había sido impreso un resumen de ese texto en
(17 de junio).
Alban Butler puso su confianza en Ruinart y aceptó como auténticas las “actas” de estos santos. Por cierto que la narración no puede considerarse como un documento histórico, pero sí es una favorable demostración del arte del biógrafo que se propuso embellecer un hecho trivial con detalles ficticios. Si seguimos, más o menos la presentación que le dio Butler, la historia es corno sigue:
Hacía tiempo que Nicandro y Marciano prestaban sus servicios en el ejército romano, cuando se proclamaron los edictos contra los cristianos y, como ambos lo eran, renunciaron a la carrera militar. Su renuncia fue considerada como una deserción y, los dos soldados, perseguidos como criminales, fueron aprehendidos y llevados ante Máximo, el gobernador de la provincia. El magistrado les informó que había una orden imperial para que todos los ciudadanos ofreciesen sacrificios a los dioses. Nicandro repuso que semejante mandato no rezaba para los cristianos, quienes consideraban contrario a su ley renegar de su Dios inmortal para adorar figuras de piedra y de madera. Daría, la esposa de Nicandro, presente en el proceso, se dirigió a su esposo para alentarlo, pero Máximo la interrumpió bruscamente. “¡Calla, mujer malvada!, le dijo. ¿Por qué te empeñas en que muera tu marido?” “Yo no deseo su muerte, replicó Daría, sino que viva en Dios para que nunca muera.” El magistrado desvirtuó el sentido de las palabras de la mujer e insinuó que, en realidad, Daría buscaba la manera de deshacerse de Nicandro para tomar otro marido. “Si eso es lo que sospechas, dijo indignada; manda que me maten a mí primero.”
A Máximo le pareció inútil prolongar la discusión con la apasionada Daría, le ordenó que callase y se dirigió a Nicandro: “Tómate el tiempo necesario para deliberar contigo mismo, le dijo, si prefieres vivir o morir.” “Ya tengo tomada mi decisión, respondió Nicandro: “estoy cierto de que mi salvación es lo primero.” El juez comprendió que había decidido salvar la vida y estaba dispuesto a ofrecer sacrificios a los dioses, pero no tardó en desengañarlo el reo, quien comenzó a orar en voz alta y expresó su alegría ante la perspectiva de morir y librarse para siempre de los peligros y tentaciones de este mundo. “¿Qué estás diciendo?, inquirió el gobernador. ¿Hace apenas unos instantes quenas vivir y ahora pides la muerte?” Nicandro replicó inmediatamente: “Deseo la vida que es inmortal, no la pasajera existencia en este mundo. A ti te entrego voluntariamente mi cuerpo; haz con él lo que te plazca. ¡Soy cristiano!” “¿Y qué dices tú a todo esto, Marciano?, inquirió el juez dirigiéndose al otro acusado. Marciano declaró que su opinión era enteramente igual a la de su compañero. Entonces Máximo, exasperado, mandó que los dos reos fuesen arrojados a un calabozo y suspendió la sesión.
Veinte días pasaron los dos soldados en un agujero estrecho sin aire ni luz, del que fueron sacados para comparecer de nuevo ante el gobernador. Este les preguntó si ya estaban dispuestos a obedecer el edicto del emperador y Marciano se encargó de responderle: “Nada de lo que puedas decir hará que abandonemos nuestra religión o neguemos a Dios. Por la fe le tenemos presente ante nosotros y sabemos que nos llama a Sí. Te suplicamos que no nos detengas por más tiempo y que nos mandes rápidamente a Aquél que fue crucificado, al que tú no conoces, puesto que te atreves a blasfemar de Su nombre; pero al que nosotros honramos y adoramos.” El gobernador declaró que estaba obligado a obedecer las órdenes del emperador y pidió disculpas a los reos por tener que condenarles a morir decapitados. Los mártires expresaron su gratitud con estas palabras: “La paz sea contigo, juez clemente.”
Marcharon
alegremente al lugar de la ejecución; entonando a coro alabanzas al Señor.
Detrás del cortejo iba Daría, la esposa de Nicandro y el hijo pequeño de éste
en los brazos de Papiniano, hermano del mártir San Pasicrates. También la
esposa de Marciano seguía al cortejo, pero ella no mantenía la misma serenidad
de los demás, antes bien gemía y se mesaba los cabellos con desesperación. Ya
para entonces, había hecho todo lo posible para apartar a Marciano de su
resolución; sobre todo, había tratado de conmoverle por medio del cariño al
hijo pequeño que iba a dejar desamparado. En el lugar de la ejecución, Marciano
tomó en brazos a su hijo, lo besó con ternura y clamó, con los ojos levantados
al cielo: “¡Señor mío, todopoderoso; toma Tú a este niño bajo tu protección!”
Después lo entregó a su esposa y, como un reproche por su falta de fe, le pidió
que se alejara pronto de ahí, porque seguramente no podría soportar verle
morir. La esposa de Nicandro, en cambio, no se apartaba de su lado y le
exhortaba de continuo a conservar su entereza y su alegría frente a la muerte.
“Manten fuerte tu corazón, mi señor, le decía. Yo he vivido diez años en la
casa sin tenerte conmigo y nunca dejé de orar para que se me concediera la
dicha de verte de nuevo. Ahora tengo ese consuelo: estoy al lado tuyo en el
camino a la gloria y seré la esposa de un mártir. Entrega a Dios, como se debe,
tu testimonio de
El intento de desacreditar esta narración tan natural y tan sobria, podría parecer la acción de algún apasionado iconoclasta, pero el caso es que entre los numerosos relatos diferentes sobre el mismo episodio, no hay el más mínimo acuerdo en cuanto al sitio donde tuvo lugar el martirio, en cuanto a los nombres de los ejecutados (puesto que Nicandro y Marciano se hallan colocados a menudo “junto con otros mártires) y en cuanto a la fecha en que se les conmemora. Nadie ha dudado jamás de que las “actas” tienen algún fundamento histórico, ni de que hayan existido realmente Nicandro y Marciano; pero hay cuatro regiones distintas en diversos países que reclaman la gloria de haber sido el escenario de su martirio: Durostorum, en Moesia o sea Bulgaria; Tomi o Constanza, en lo que hoy es Rumania; Alejandría, en Egipto; y Vanafro, en Italia, donde todavía se veneran sus supuestas reliquias. El padre Delehaye, bolandista, comparte la creencia de que los santos fueron martirizados en Durostorum. En su opinión, el culto de Nicandro y Marciano fue importado a Italia; respecto a la inclusión de esos nombres en la lista de mártires de Egipto en el Hieronymianum, Delehaye sugiere que algún copista descuidado, que conocía la historia de los dos mártires de Durostorum, leyó el nombre de Marciano, lo asoció en su mente con el de Nicandro y escribió juntos los dos apelativos, aunque no se tratase de los mismos personajes.
El Martirologio Romano conmemora en la fecha de hoy a los Santos Nicandro y Marciano, martirizados en “Venafro,” pero también el 5 de junio, celebra a los Santos Marciano, Nicanor y compañeros, que sufrieron el martirio en “Egipto.”
La pasión de la que Alban Butler tomó su relato, se halla
impresa en el Acta Sincera de Ruinart. Hay otra versión
en latín y griego en el Acta
Sanctorum, junio,
vol. IV y otra más en el vol. I. Los demás textos están en BHL., n.n. 5260,
6070-6074 y BHG., n.n. 1194-1330; B. Latysev, Menologii bysantini saeculi x quae supersunt, vol. II, pp. 16-17 y 27-30.
Consúltese también a Delehaye en Analecta
Bollandiana, vol.
XXXI (1912), pp. 268-272 y vol. XI (1922), pp. 54-60; sus Origines du culte des Martyrs, pp. 249-250, etc.; y su
CMH., pp. 305 y 323; y los Studi e Testi,
del P.
Franchi de Cavalieri, vol. XXIV (1912), pp. 141-157.
(17 de junio).
Se profesa una
gran veneración a San Besarion en el oriente, donde su nombre, con algunas
variantes, se impone a menudo en la pila bautismal; por ejemplo, el padre de
José Stalin se llamaba Vissarion. Nuestro santo era natural de Egipto y, en
cuanto se sintió llamado a seguir el camino de la perfección, se fue a vivir al
desierto. Primero fue discípulo de San Antonio y después de San Macario. Se
dice que no vivía bajo techo, sino que pasaba el tiempo en marcha de un sitio a
otro para quedarse a descansar donde le sorprendía el cansancio; observaba un
estricto silencio y mortificaba su carne con ayunos y penitencias; se afirma
que, en una ocasión, resistió los cuarenta días de
El Martirologio Romano cita en el día de hoy a San Besarion, pero en el oriente, se le conmemora el 6 de junio.
Los datos que hemos dado se
tomaron de un panegírico sobre el santo de su nombre, escrito por el gran
cardenal Besarion. Ese mismo texto fue impreso, con una introducción, por Peter
Joannou en Analecta Bollandiana, vol. LXV (1947), pp.
107-138. El cardenal tomó sus datos de los Sinaxarios griegos. Véase el Acta
Sanctorum, junio,
vol. III. Los tres Besarion que se mencionan en DHG., vol. VIII, cc. 1180-1181,
son la misma persona, al parecer.
(17 de junio).
En el suburbio
de Calcedonia llamado
La vida de San
Hipacio ha llegado hasta nosotros en la forma de una biografía escrita por
Callinico, uno de los monjes que, en su deseo por glorificar al abad, con
frecuencia da rienda suelta a su imaginación o a su credulidad. De acuerdo con
el biógrafo, San Hipacio nació en Frigia y fue educado por su padre, un hombre
culto y estudioso que tenía la ambición de que su hijo siguiese sus pasos. Sin
embargo, Hipacio se inclinó siempre hacia la vida religiosa. A la edad de
dieciocho años, tras una despiadada paliza que le propinó su padre, escapó de
la casa y, a impulsos de una admonición sobrenatural, se dirigió hacia
Posteriormente, Hipacio y Jonás se trasladaron a Constantinopla, donde éste último se quedó a vivir. Hipacio cruzó los estrechos para ir al Asia Menor otra vez e, instalado en las ruinas del monasterio de Rufino, emprendió una misión para revivir la práctica de la religión. Cuando llegó a gobernar a una gran comunidad de monjes, se constituyó en un paladín de la ortodoxia. Aun antes de que los errores de Nestorio fuesen condenados por la Iglesia, el abad hizo que se borrara el nombre del jerarca de los libros oficiales de su iglesia, a pesar de las protestas del obispo Eulalio de Calcedonia. Cuando San Alejandro Akimetes y sus monjes huyeron de Constantinopla a Bitinia, fue Hipacio quien les dio hospitalidad generosa en su monasterio. Asimismo, cuando estaban a punto de realizarse los proyectos para reanudar los Juegos Olímpicos en Calcedonia, sin ninguna oposición por parte del obispo Eulalio, la vehemencia con que Hipacio declaró que él y sus monjes perderían la vida antes que permitir el restablecimiento de semejantes prácticas paganas, acabó por deshacer los planes.
Debemos decir que los comentaristas y los críticos ponen en tela de juicio la autenticidad histórica de estos relatos. Incluso se duda de la existencia de Eulalio, puesto que no se ha podido encontrar ningún registro sobre ese obispo de Calcedonia; su nombre no aparece entre los signatarios del Concilio de Efeso, en 431, ni en los del “Concilio del Latrocinium,” en 449. Por otra parte, es cierto que, en el año 451, hubo un Eleuterio, obispo de Calcedonia. San Hipacio, apodado “el estudioso de Cristo,” se hizo famoso por sus supuestos milagros y profecías. Al parecer, murió a mediados del siglo quinto, a la edad de ochenta años. Se cita su nombre en esta fecha en el Martirologio Romano, donde se dice que era natural de Frigia.
La extensa biografía escrita
por Callinico, en griego, se imprimió en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, pero desgraciadamente, el texto se encuentra
incompleto. Los discípulos de H. Usener, hicieron una edición crítica (1895) de
otro manuscrito completo. Consúltese a H. Mertel, en Die Biograph. Form der griech, Heiligenlegenden (1909). Parece que Hipacio
fue particularmente invocado en la iglesia griega, como protector contra las
bestias feroces; véase a Franz, Kirchlichen
Benediktionen, vol. II, p. 143.
(17 de junio).
Al fin de un
artículo de estudio sobre San Avilo y los santos de Micy, en
Es indudable que San Avito fue un personaje real. San Gregorio de Tours nos informa que era un abad en la región de Francia que formaba la antigua provincia de Perché, que suplicó en vano al rey Clodomiro para que perdonara la vida a San Segismundo de Burgundia, a su esposa y a sus hijos, a quienes el monarca tenía presos, y que fue enterrado cerca de Orléans, donde se le veneraba grandemente. San Gregorio visitó la Iglesia que se había erigido en su honor; él mismo indica, al hablar de los milagrosos poderes atribuidos al santo, que un ciudadano de Orléans, al negarse a observar la fiesta de Avito porque necesitaba trabajar en su huerto, fue castigado con una penosa enfermedad de la que no sanó hasta que hubo visitado la iglesia del santo para rendirle el homenaje que le debía. Esto es todo lo que sabemos sobre San Avito, a pesar de sus numerosas biografías, ninguna de las cuales es anterior al siglo noveno. Todas ellas forman parte de una tentativa que se hizo cuando la abadía de Micy recuperó su prestigio bajo el gobierno de los benedictinos, para dar lustre y esplendor a una poco gloriosa época de su historia pasada, por el procedimiento de incluir en la lista de sus antiguos abades a varios santos venerados en las regiones de Orléans y Le Mans, pero de quienes apenas si se sabía algo.
La leyenda de San Avito aparece con muchas variaciones en las supuestas biografías y afirma que ingresó a la abadía de Micy como hermano lego. Su ignorancia, rayana en la simpleza, fue el motivo de que todos le despreciaran, a excepción del abad, San Maximino, que reconoció la santidad de Avito y le nombró celador. Pero éste prefirió abandonar la abadía y buscar la soledad. A la muerte de Maximino, los monjes de Micy buscaron a Avito y le eligieron abad. Pero tras una breve estancia en la abadía, escapó de nuevo y se llevó consigo a San Calais (Carilefus), para vivir en la reclusión en los límites del Perché. Cuando llegaron otros monjes para imitarlos, San Calais se retiró a los bosques de Maine; pero el rey Clotario construyó una iglesia y una abadía para San Avito y sus compañeros, en el lugar que ahora se conoce como Cháteadun. Ahí murió en el año 530 (?).
Para el texto sobre la vida
de San Avito, véase el Acta
Sanctorum, junio,
vol. IV; los bolandistas imprimieron otro texto completo en su catálogo de
manuscritos hagiográficos de
(17 de junio).
El sepulcro de
San Nectan, que se encuentra en Hartland de Devonshire, fue el centro de un
culto que parece haber sido impulsado por los canónigos agustinos, guardianes
de la tumba en
La vida de San
Nectan escrita en el siglo doce, que salió a la luz en el Gotha, M. S. I, 81,
en el año de 1937 y que fuera traducida por el canónigo Doble (ver la nota al
final), aporta pocos datos nuevos; no obstante, contiene informaciones
interesantes sobre el sepulcro del santo y algunas valiosas descripciones de la
vida y costumbres en Hartland durante
El mejor de los intentos
hechos para reunir el incoherente material informativo sobre San Nectan, es el
del canónigo Doble en el no. 25 de sus Cornish Saints, titulado St. Nectan and
the Children of Brychan (1930); la traducción que hizo de la biografía aparece en A Book of Hartland (1940), editado por L. D.
Thornley y que fue reimpreso el mismo año. Véase también DCB., vol. IV, pp.
10-11 y LBS., vol. IV, pp. 1-2. Sobre todo, consultar Analecta Bollandiana, vol. LXXI (1953).
(17 de junio).
Hervé es uno de los santos más populares en Bretaña y figura ampliamente en las trovas y baladas del folklore local. En una época, su fiesta era de obligación en la diócesis de León. Su culto, centrado al principio en Lanhouarneau, Le Menez-Bré y Porzay, se extendió mucho en el año 1002, gracias a una distribución de sus reliquias, y llegó a ser general en toda la región de Bretaña. Con la excepción del nombre de Yves, ningún otro apelativo se impone más que el de Hervé a los niños bretones en la pila bautismal. Los juramentos solemnes se hacían sobre las reliquias del santo hasta el año de 1610, cuando el “Parlamento” impuso la obligación de que los juramentos en declaraciones legales se hiciesen únicamente sobre los Evangelios. Desgraciadamente, por falta de informaciones concretas, es imposible reconstruir la verdadera historia de San Hervé. Su leyenda, tal como se relata en un antiguo manuscrito en latín, dice lo siguiente:
Durante los primeros años del reinado de Childeberto, llegó a la corte de París un bardo bretón llamado Hyvarnion, a quien los sajones habían expulsado de su país. Inmediatamente se conquistó el afecto y el favor de todos, por el encanto de sus trovas y de su música, pero los halagos del mundo no tenían atractivo para él. Después de pasar dos o tres años en la corte, se retiró a Bretaña, donde se casó con Rivanon, una muchacha del lugar. A su debido tiempo, tuvo un hijo que nació ciego y a quien se le puso el nombre de Hervé. La criatura, abandonada en su infancia por su padre, fue criada por su madre hasta cumplir los siete años, cuando lo confió al cuidado de un santo varón llamado Arthian. Este se hizo cargo de Hervé durante algún tiempo y lo dejó más tarde con un tío suyo que había fundado una escuelita monástica en la localidad de Plouvien, donde el chico ayudó a cuidar la granja y a los alumnos. Cierto día, mientras Hervé trabajaba en los campos, vino un lobo y devoró al asno que tiraba del arado; Hervé se puso inmediatamente en oración para pedir a Dios que remediara aquella desgracia y entonces el lobo, con toda mansedumbre, metió la cabeza bajo el yugo y comenzó a tirar del arado hasta terminar con el trabajo, en vez del asno que había devorado. Durante aquellos años, la madre de Hervé, la infortunada Rivanon, había vivido en el corazón de un espeso bosque, sin haber visto otro ser humano más que a su sobrina, quien la atendía y la acompañaba. Cuando Rivanon estaba en la agonía, Hervé emprendió la búsqueda de su madre y la encontró precisamente a tiempo para recibir su postrera bendición y cerrarle los ojos.
El tío de Hervé le confió el gobierno de la comunidad de Plouvien y el monasterio floreció extraordinariamente; pero al cabo de tres años, el superior se sintió inspirado a establecerlo en otra parte. Rodeado por sus monjes y novicios emprendió la marcha hacia León. Ahí recibió una cordial acogida por parte del obispo, quien hubiese ordenado sacerdote a Hervé, de no ser por la humildad del santo que le impedía aceptar cualquier ordenación mayor que la de exorcista. La comitiva prosiguió su marcha desde León hacia el oeste, y todavía puede verse, junto al camino a Lesneven, la fuente que San Hervé hizo brotar para apagar la sed de sus compañeros. Todos llegaron por fin al lugar que hoy se conoce como Lanhouarneau, donde el santo fundó un monasterio que fue famoso durante todo el siglo. Aquella fue su casa durante el resto de su vida, a pesar de que, a veces, se alejaba de ahí para predicar al pueblo y ejercer su oficio de exorcista, en cuya calidad realizó la mayoría de sus maravillosos milagros. Cuando todos le veneraban por su santidad y sus poderes milagrosos, el abad ciego vivió retirado durante muchos años. A la hora de su muerte, los monjes que rodeaban el lecho oyeron una música celestial y las voces de un coro de ángeles que le daban la bienvenida al cielo.
A San Hervé se le representa, por lo general, junto al lobo y acompañado por Guillaran, un niño que le auxiliaba en las faenas del campo. Se invoca al santo para toda suerte de enfermedades de los ojos; al lobo de San Hervé lo utilizan las madres bretonas para asustar a los niños traviesos.
La llamada Vida de San Hervé, que según el valioso juicio
de A. de
(18 de junio).
San Efrén que,
durante su vida, alcanzó gran fama como maestro, orador, poeta, comentarista y
defensor de la fe, es el único de los Padres sirios a quien se honra como
Doctor de
Efrén nació alrededor del año 306, en la población de Nísibis, de Mesopotamia, región ésta que todavía se encontraba bajo el dominio de Roma. Por estas palabras que se atribuyen a Efrén, sabemos que sus padres eran cristianos: “Nací en los caminos de la verdad y, a pesar de que mi mente de niño no comprendía su grandeza, la conocí cuando llegaron las pruebas.” En otra parte de ese mismo escrito que puede o no ser auténticamente suyo, nos dice: “Desde temprana edad, mis padres me mostraron a Cristo; ellos, los que me concibieron según la carne, me educaron en el temor de Dios... Mis padres fueron confesores ante el juez: ¡Sí! ¡Yo soy descendiente de la raza de los mártires!” A pesar de todo esto, se tiene generalmente por cierto que el padre y la madre de Efrén eran paganos y que hasta expulsaron al hijo pequeño de la casa, cuando éste, en su niñez, abrazó al cristianismo. A la edad de dieciocho años recibió el bautismo y, desde entonces, permaneció junto al famoso obispo de Nisibis, San Jacobo, con quien, se afirma, asistió al Concilio de Nicea, en 325. Tras la muerte de San Jacobo, el joven Efrén mantuvo estrechas relaciones con los tres jerarcas que le sucedieron. Probablemente era maestro o director de la escuela episcopal. Efrén se hallaba en Nisibis las tres veces en que los persas pusieron sitio a la ciudad, puesto que en algunos de los himnos que escribió ahí, hay descripciones sobre los peligros de la población, las defensas de la ciudad y la derrota final del enemigo en el año 350. Si bien los persas no pudieron tomar a Nisibis por los ataques directos, consiguieron entrar sin lucha a la ciudad trece años después, cuando Nisibis se les entregó como parte del precio de la paz que pagó el emperador Joviano, después de la derrota y la muerte de Juliano. La entrada de los persas hizo huir a los cristianos, y Efrén se refugió en una caverna abierta entre las rocas de un alto acantilado que dominaba la ciudad de Edessa. Ahí vivió con absoluta austeridad, sin más alimento que un poco de pan de centeno y algunas legumbres; y fue en aquella soledad inviolable donde escribió la mayor parte de sus obras espirituales.
Su aspecto era, por cierto, el de un asceta, según dicen las crónicas: de corta estatura, medio calvo y lampiño, tenía la piel apergaminada, dura, seca y morena como el barro cocido; vestía con andrajos remendados, y todos los parches habían llegado a ser del mismo color de tierra; lloraba mucho y jamás reía. Sin embargo, un incidente que relatan todos sus biógrafos, nos demuestra que a pesar de su seriedad, sabía apreciar una agudeza, aun cuando le afectara a él. La primera vez que bajó de la cueva para entrar en Edessa, una mujer que lavaba ropa junto al río, levantó la cabeza y se le quedó mirando con una fijeza irritante. Efrén se le acercó, la reconvino severamente por su audacia y le dijo que, en su condición de mujer, lo que convenía era bajar la vista modestamente al suelo. Pero ella no se inmutó y repuso con presteza: “¡No! Eres tú quien debe mirar al polvo puesto que de ahí vienes. Yo no procedo mal al mirarte, puesto que eres hombre y yo vengo de un hombre.” Efrén quedó sorprendido por el ingenio rápido de aquella mujer y exclamó: “¡Si las mujeres de esta ciudad son tan listas, cuánto más sabios deben ser los hombres!”
Si bien la
solitaria cueva era su morada y su centro de operaciones, no vivía recluido en
ella y con frecuencia bajaba a la ciudad para ocuparse de todos los asuntos que
afectaban a
Consideraba como su principal tarea combatir las falsas doctrinas que surgían por todas partes y, precisamente al observar el éxito con que Bardesanes propagaba erróneas enseñanzas por medio de las canciones y la música populares, Efrén reconoció la potencialidad de los cánticos sagrados como un complemento del culto público. Se propuso imitar las tácticas del enemigo y, sin duda, gracias a su prestigio personal, pero sobre todo al mérito grande de sus propias composiciones, las que hizo cantar en las iglesias por un coro de voces femeninas, consiguió suplantar los himnos gnósticos por sus propios himnos. A pesar de todo esto, no llegó a ser diácono sino a edad más avanzada. Su humildad le obligaba a rehusar la ordenación y, el hecho de que a veces se le designe como a San Efrén el Diácono, apoya la afirmación de algunos de sus biógrafos en el sentido de que nunca obtuvo una dignidad eclesiástica más alta. Por otra parte, en sus escritos hay pasajes que parecen indicar que desempeñaba un puesto de sacerdote.
Alrededor del
año 370, emprendió un viaje desde Edessa a Cesárea, en
San Efrén fue un escritor prolífico. Entre las obras suyas que han llegado hasta nosotros, algunas están escritas en el sirio original y otras son traducciones al griego, al latín y al armenio. Se las puede agrupar como obras de exégesis, de polémica, de doctrina y de poesía, pero todas, a excepción de los comentarios, están en verso. Sozomeno afirma que San Efrén escribió treinta millares de líneas. Sus poemas más interesantes son los “Himnos Nisibianos” (carmina Nisibena), de los que se conservan setenta y dos de un total de setenta y siete, así como los cánticos para las estaciones, que todavía se entonan en las iglesias sirias. Sus comentarios comprenden todo el Antiguo Testamento y muchas partes del Nuevo. Sobre los Evangelios no utilizó más que la única versión que circulaba por entonces en Siria, la llamada Diatessaron, la que, en la actualidad no existe más que en su traducción al armenio, no obstante que, en fechas recientes, se descubrieron en Mesopotamia, algunos fragmentos antiguos escritos en griego.
A pesar de que
es poquísimo lo que sabemos sobre la vida de San Efrén no poco es lo que nos
ayudan sus escritos a formarnos una idea sobre el hombre que fue. Lo que más
impresiona al lector es el espíritu realista y cordialmente humano con que
discurre sobre los grandes misterios de
¡Oh tú, lugar bendito, estrecho aposento en el que cupo el mundo! Lo que tú contuviste, no obstante estar cercado por límites estrechos, llegó a colmar el universo. ¡Bendito sea el mísero lugar en que con mano santa el pan fue roto! ¡Dentro de ti, las uvas que maduraron en la viña de María, fueron exprimidas en el cáliz de la salvación!
¡Oh, lugar santo! Ningún hombre ha visto ni verá jamás las cosas que tú viste. En ti, el Señor se hizo verdadero altar, sacerdote, pan y cáliz de salvación. Sólo El bastaba para todo y, sin embargo, nadie era bastante para El. Altar y cordero fue, víctima y sacrificador, sacerdote y alimento...
O bien, leamos esta descripción del momento en que Jesucristo fue azotado:
Tras el
vehemente vocerío contra Pilatos, el Todopoderoso fue azotado como el más vil
de los criminales. ¡Qué gran conmoción y cuanto horror hubo a la vista del
tormento! Los cielos y la tierra enmudecieron de asombro al contemplar Su
cuerpo surcado por el látigo de fuego, ¡El mismo desgarrado por los azotes! Al
contemplarlo a El, que había tendido sobre la tierra el velo de los cielos, que
había afirmado el fundamento de los montes, que había levantado a la tierra
fuera de las aguas, que lanzaba desde las nubes el rayo cegador y fulminante,
al contemplarlo ahora golpeado por infames verdugos, con las manos atadas a un pilar
de piedra que Su palabra había creado. ¡Y ellos, todavía, desgarraban sus
miembros y le ultrajaban con burlas! ¡Un hombre, al que El había formado,
levantaba el látigo! ¡El, que sustenta a todas las criaturas con su poder,
sometió su espalda a los azotes; El, que es el brazo derecho del Padre,
consintió en extender sus brazos en torno al pilar. El pilar de ignominia fue
abrazado por El, que sostiene los cielos y la tierra con todo su esplendor. Los
perros salvajes ladraron al Señor que con su trueno sacude las montañas y
mostraron los agudos dientes al Hijo de
El documento conocido con el nombre de “Testamento de San Efrén, nos revela más ampliamente todavía el carácter del santo escritor. A pesar de que, posiblemente, haya sufrido alteraciones y agregados en fechas posteriores, no hay duda de que en gran parte, como afirma Rubens Duval, considerado como una autoridad en la materia, es auténtico, sobre todo los pasajes que reproducimos aquí. San Efrén hace un llamado a sus amigos y discípulos, en el tono emocionado y de profunda humildad que encontrará el lector en los versos que siguen:
No me embalsaméis con aromáticas especias,
porque no son honras para mí.
Tampoco uséis incienso ni perfumes;
el honor no corresponde a mí.
Quemad el incienso ante el altar santo:
A mí, dadme sólo el murmullo de las preces.
Dad vuestro incienso a Dios,
y a mí cantadme himnos.
En vez de perfumes y de especias
dadme un recuerdo en vuestras oraciones...
Mi fin ha sido decretado y no puedo quedarme.
Dadme provisiones para mi larga jornada:
vuestras plegarias, vuestros salmos y sacrificios.
Contad hasta completar los treinta días
y entonces, hermanos haced recuerdo de mí,
ya que, en verdad, no hay más auxilio para el muerto
sino el de los sacrificios que le ofrecen los vivos.
Hay varios documentos, tanto en sirio como en
griego, que pretenden ser biografías o notas biográficas de San Efrén. Los
textos griegos fueron impresos por J. S. Assemani, en su introducción al primer
volumen de S.P.N. Ephraem Syri Opera pp. 1-33, y en el prefacio
al volumen tercero, pp. 23-
(18 de junio).
El interés por
los santos Marco y Marceliano se ha reavivado en los tiempos modernos, gracias
al descubrimiento de sus tumbas, junto con un fresco que representa a los dos
mártires en el momento de su “coronación” y la de sus compañeros, en una parte
de lo que fue
El resultado de aquella prueba y de las entrevistas y discusiones que tuvieron lugar, fue la conversión al cristianismo de los parientes y amigos paganos de los dos santos, de Nicostrato, el escribano, y hasta del mismo Cromancio, quien dejó en libertad a los prisioneros, renunció a su puesto y se retiró a vivir al campo. Marco y Marceliano se fueron a vivir en la casa de San Sebastián; sin embargo, y a pesar de hallarse al amparo de un servidor de la casa imperial, fueron traicionados por un renegado y capturados nuevamente. Fabiano, el auxiliar del 'prefecto que había reemplazado a Cromancio, los condenó a ser atados a postes de madera, con los pies clavados a ellos. Durante veinticuatro horas, los dos hermanos estuvieron expuestos en esta forma atroz, y luego los soldados los acribillaron con sus lanzas. Sus reliquias se trasladaron de las catacumbas a la iglesia de Santos Cosme y Damián. Ahora se las venera en la basílica romana de Santa Práxedes.
La parte de
(18 de junio).
En las cartas de San Paulino de Nola leemos que San Amando estuvo al servicio de Dios desde la infancia, que se amamantó con el conocimiento de las Sagradas Escrituras y que jamás se contaminó con los pecados de la carne y del mundo. Pero en cambio, no se sabe nada sobre su nacimiento ni sobre su familia. Se tienen informes de que San Delfino, obispo de Burdeos, le ordenó como sacerdote y le retuvo consigo para el servicio de su iglesia. Desde un principio, Amando desplegó un gran celo para glorificar a Dios. Fue él quien dio las instrucciones necesarias a San Paulino de Nola para prepararlo al bautismo y, a partir de entonces, hubo una gran amistad entre ellos. Con frecuencia le escribía San Paulino y, por las cartas que aún se conservan, sabemos que tenía una muy alta opinión de su piedad y sabiduría. A la muerte de San Delfino, en el año de 400, fue elegido San Amando para ocupar la sede vacante. Renunció algunos años más tarde, en favor de San Severino; pero éste murió, e inmediatamente se convenció con ruegos a San Amando para que ocupase su antiguo puesto. “Si queréis ver obispos dignos de Dios,” escribió San Gregorio de Tours, citando las palabras de San Paulino, “sólo tendréis que mirar a Exuperio de Toulouse, a Simplicio de Vienne, a Amando de Burdeos....” Se dice que San Amando conservó los escritos de San Paulino, pero hay dudas sobre el particular. Es incierta la fecha exacta de su muerte.
No contamos con otros
materiales fuera de los mencionados antes para la biografía de San Amando. En
el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, hay una
breve nota sobre él. En cuanto a sus relaciones con San Paulino de Nola,
consúltese a P. Reinelt, Studien über
die Briefe der hl. Paulinus (1904), pp. 17 y ss.; Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 59; y el DHG.,
vol. II, c. 938.
(19 de junio).
San Ambrosio, en una carta dirigida a su hermana Marcelina, relata las circunstancias en que fueron encontradas las reliquias de los Santos Gervasio y Protasio quienes, desde aquel entonces hasta nuestros días, han sido venerados como los primeros mártires de Milán. San Ambrosio cuenta que, terminada la construcción de la famosa basílica que lleva su nombre, se preparaba para la ceremonia de la dedicación, cuando se le acercaron algunas gentes del lugar para pedirle que diese mayor solemnidad al acto y repitiese el ceremonial con el que había consagrado en Roma, recientemente, una iglesia dedicada a los Apóstoles; al mismo tiempo, solicitaron que se conservaran en la nueva iglesia de Milán, algunas reliquias de santos. “Así lo haré,” repuso San Ambrosio, “si es que puedo encontrar esas reliquias.” Con el propósito de cumplir con su promesa (San Agustín dice que actuó de acuerdo con las informaciones que había recibido durante una visión), ordenó que se procediera a excavar en el sector de la iglesia y cementerio de Santos Nabor y Félix. No tardaron en ser descubiertos los restos de dos hombres muy altos que habían sido enterrados uno junto al otro. Las cabezas estaban separadas de la columna vertebral, pero el resto de los esqueletos se halló completo. Aquellas osamentas se identificaron como los restos de los santos Gervasio y Protasio, de quienes no se recordaba nada más que sus nombres y una vaga tradición de su martirio. Las reliquias fueron trasportadas en literas a la basílica de Fausto, a donde acudió a venerarlas una gran multitud y de ahí se trasladaron a la basílica Ambrosiana, entre las aclamaciones regocijadas de la población de Milán. Las noticias que se propalaron respecto a numerosos milagros que tuvieron lugar durante la traslación de las reliquias, se consideraron como testimonios sobre la autenticidad de las mismas. Por aquel entonces se hallaban en Milán, junto a San Ambrosio, su secretario Paulino y San Agustín, y los tres mencionan en particular, el caso de un carnicero llamado Severo que estaba ciego y recuperó la vista al tocar la orla del manto con que iban cubiertos los restos de los santos mártires. El carnicero, agradecido, hizo el voto de entregarse, durante el resto de su vida, al servicio de la iglesia donde se conservaban las reliquias y ahí se encontraba todavía en 411, cuando Paulino se dedicaba a escribir la biografía de San Ambrosio.
No se puede dar crédito a las llamadas “actas” de estos dos santos, ya que están fundadas en una carta que, si bien pretende haber pertenecido a San Ambrosio, está universalmente considerada como espuria. Las “actas” dicen que Gervasio y Protasio eran gemelos, hijos de los mártires Vitalis y Valeria; sufrieron el martirio cuando estaba a punto de terminar la persecución de Nerón, diez años después de la muerte de sus padres. Se afirma que para matar a Gervasio, los verdugos utilizaron látigos armados con puntas de hierro; a Protasio, lo decapitaron.
Estos dos mártires han sido objeto de muchas discusiones por parte de los historiadores. El Dr. J. Rendel Harris hizo el atrevido intento de identificarlos con los dioses paganos Castor y Polux, en tanto que otros estudiosos, se han contentado con negar su existencia. Sin embargo, la mayoría de los hagiógrafos modernos los consideran como auténticos mártires que perecieron durante el reinado del emperador Antonino, o en época anterior, y cuya historia se desconoce. Por expreso deseo de San Ambrosio, sus restos mortales fueron sepultados junto a los de Gervasio y Protasio y, uno de sus sucesores en “la sede de Milán, Angilberto II, hizo tallar un suntuoso sarcófago de pórfido para los tres cadáveres, en el siglo noveno. Hubo una época en que, a raíz de la desaparición de los restos, se supuso que el emperador Federico Barbarroja se los había llevado para distribuirlos en numerosas iglesias de Francia y Alemania, pero llegó a comprobarse que esa idea era falsa. En la actualidad, descansan en paz bajo el altar mayor de la basílica de San Ambrosio, en el mismo sitio donde fueron descubiertos en 1864. En aquel entonces se construyó una cripta para que los devotos pudiesen llegar hasta el sitio en que se ven los restos a través de un muro de cristal. Desde fechas muy antiguas, casi todos los calendarios y martirologios contienen la nota que conmemora a los santos Gervasio y Protasio en este día, 19 de junio.
Los párrafos más importante
en los escritos de San Ambrosio, San Agustín, Paulino, etc., con referencias a
estos santos, se encuentran en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, así como la supuesta carta de San Ambrosio en que se
relata su historia. Para la cuestión del descubrimiento de los restos por parte
de San Ambrosio, véase a F. Savio, Gli Antichi Vescovi d´Italia, Milano, pp. 788-810; a F. Lanzoni, Diócesi d'Italia, vol. II, pp. 1000-1007; y CMH., pp. 325-326.
Hay cierta dificultad para hacer coincidir las declaraciones de San Ambrosio y
San Agustín respecto a la fecha y el día de la semana en que fueron
descubiertos y trasladados los restos de los mártires; para este asunto, véase
a Delehaye en Analecta Bollandiana, vol. XLIX (1931), pp. 30-34.
El P. Franchi de Cavalieri en el Nuovo
Bolletino di archeologia cristiana, vol. IX (1903), pp. 427-432, se refiere a los
intentos de identificación de Gervasio y Protasio con el Dioscuri.
(19 de junio).
San Deodato, conocido en su tierra natal como Didier o Dié, fue muy venerado en Francia, y se registraron no menos de nueve traslaciones de sus reliquias, entre los años 1003 y 1851. Deodato llegó a ser obispo de Nevers alrededor del año 655 y, en 657, asistió al sínodo de Sens, junto con San Amando de Maestricht, San Eligió de Noyon, San Owen de Rouen, San Paladio de Auxerre y San Faro de Meaux. Tras de ocupar la sede episcopal durante varios años renunció a ella y se trasladó a los Vosgos para llevar una vida de soledad y mortificación. Desde aquel momento, su historia queda a merced de las tradiciones inciertas que vinculan su nombre al de otros santos varones, muchos de los cuales, ni siquiera fueron sus contemporáneos. De acuerdo con sus biógrafos, fue obligado a abandonar el sitio que había elegido para vivir, a causa de la hostilidad de las gentes de la comarca; entonces se refugió en una isla frente a Estrasburgo, donde ya se habían instalado otros solitarios. Todos reunidos llevaron vida comunitaria, dedicada a la oración y la penitencia. San Deodato llegó a ser el superior y, con la ayuda del rey Childerico, construyó una iglesia.
Aquella comunidad fue el núcleo del que surgió, posteriormente, la abadía de Ebersheim. San Deodato, que sólo anhelaba entregarse a la contemplación, decidió apartarse de aquella existencia activa, para buscar un sitio donde pudiese servir a Dios sin otras preocupaciones. Sin embargo, a donde quiera que iba, se encontraba con la oposición y aun la persecución de los habitantes del lugar. A fin de cuentas, regresó a su primitivo retiro de los Vosgos y ahí, en el sitio llamado Valle de Galilea, conocido ahora como Valle de Saint Dié, se estableció definitivamente. No tardaron en acudir los discípulos y Deodato fundó para ellos un monasterio que fue llamado “Jointures,” porque se hallaba en el punto donde se juntaban los ríos Rothbach y Meurthe. La comunidad adoptó la regla de San Columbano. No lejos de Jointures (el actual Saint Dié) estaba Moyenmoutier, donde otro obispo retirado, San Idulfo de Trier, gobernaba a otro grupo de ermitaños. Los dos santos se hicieron amigos y periódicamente visitaban sus respectivos monasterios. Fue San Idulfo quien acudió desde Moyenmoutier para administrar los últimos sacramentos a San Deodato, y éste le encomendó a aquél su comunidad. A su muerte, San Deodato era muy anciano y durante muchos años compartió el trabajo de dirigir su comunidad con largas horas de meditación en una celda vecina al monasterio.
La extensa biografía escrita
en el siglo décimo e impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, no tiene valor histórico. El papel desempeñado por
Deodato en la fundación de Jointures, es también de dudosa autenticidad. Véase
a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 484.
(19 de junio).
Este santo monje misionero, descendiente de una noble familia sajona, vino al mundo alrededor del año 974, en Querfurt y fue bautizado con el nombre de Bruno. Recibió su educación en Magdeburgo, la ciudad de San Adalberto y de ahí pasó a la corte del rey Otto III, quien le profesaba mucho afecto y le dispensaba su confianza. El monarca lo nombró capellán de la corte; en el ano 998, cuando Otto viajó a Italia, se llevó consigo a Bruno y éste, lo mismo que el rey, quedó bajo la saludable influencia de San Romualdo. Con el recuerdo de San Adalberto de Praga, martirizado el año anterior, fresco en su memoria, Bruno quiso seguir su ejemplo y, a instancias de San Romualdo, tomó el hábito de monje en la abadía de los santos Bonifacio y Alejo, en Roma. Alrededor del año 1000, se unió a San Romualdo y, con la generosa ayuda del emperador, fundaron los dos el monasterio de Pereum, cerca de Ravena.
Fue en aquel lugar donde Bonifacio (desde que tomó los hábitos le cambiaron el nombre de Bruno por el de Bonifacio) se sintió llamado a llevar el mensaje del Evangelio a los valetianos y prusianos. En consecuencia, resolvió volver a unirse a San Adalberto, cuya biografía comenzaba a escribir por entonces y, tras de recibir la aprobación imperial, envió a dos monjes a Polonia para que aprendieran la lengua eslovaca, mientras él se trasladaba a Roma para obtener la comisión del Papa. Cuando realizaba aquellas gestiones, el 10 de noviembre de 1003, llegaron las noticias funestas de que aquellos dos monjes, Benedicto y Juan, junto con otros tres que los acompañaban, habían sido brutalmente asesinados por una banda de asaltantes en Kazimierz, cerca de Gniezno. Bonifacio, que se disponía a unirse a aquel grupo de avanazda, quedó profundamente impresionado e hizo el proyecto, que más tarde realizó, de escribir la historia de aquellos monjes como un homenaje, bajo el título de “Los Cinco Hermanos Mártires.” Poco tiempo después, con la autorización del Papa Silvestre II, emprendió el viaje hacia Alemania en mitad del invierno y con un frío tan riguroso, que muchas veces tenía que detenerse porque sus botas, congeladas y endurecidas, le impedían caminar. Al llegar a Regensburgo, se entrevistó con el nuevo emperador, San Enrique II, y se trasladó a Merseburgo, en Magdeburgo, cuyo arzobispo lo consagró como obispo misionero. Tal vez sería más correcto decir “arzobispo misionero,” puesto que Bonifacio había recibido el palio de manos del Papa y el propio Pontífice había sugerido que Bonifacio podría llegar a ser el metropolitano del oriente de Polonia. Debido a las dificultades políticas, tuvo que trabajar durante algún tiempo entre los magiares, en la comarca del bajo Danubio; como no progresaba su obra, partió hacia Kiev, donde obtuvo la protección de San Vladimiro y pudo predicar el Evangelio de Cristo a los pechenegs.
Poco después, San Bonifacio hizo un nuevo intento de llegar a los lugares habitados por los prusianos, desde los territorios polacos de Boleslao el Valiente, luego de escribir una carta muy elocuente pero inútil al emperador San Enrique, para suplicarle que no llegase a realizar la alianza con los herejes en contra del cristiano Boleslao. A pesar de que hay muchos puntos oscuros en la carrera de San Bonifacio, podemos aceptar sin vacilaciones lo que relatan las crónicas de Thietmar, obispo de Merseburgo, quien llevaba amistad con Bonifacio. El obispo nos dice que su amigo encontró una tenaz oposición en sus esfuerzos por evangelizar a los pueblos de las regiones fronterizas al oriente de Masovia; el mismo cronista nos informa que, no obstante la hostilidad demostrada y las continuas amenazas, Bonifacio persistió en sus propósitos y acabó por ser cruelmente asesinado, junto con otros dieciocho compañeros, el 14 de marzo de 1009. Los restos del santo fueron rescatados por Boleslao, quien los llevó a Polonia; posteriormente, los prusianos honraron su memoria al bautizar a la ciudad de Braunsberg con su nombre, ya que fue fundada en el sitio mismo en que Bonifacio sufrió el martirio. San Bonifacio fue un misionero de grandes ideales que comprendían incluso la evangelización de los suecos, a quienes envió dos de sus monjes auxiliares; pero desde el punto de vista humano, todas sus empresas culminaron en el fracaso.
Debido a que algunas veces se le llama Bruno y otras tantas Bonifacio, muchos historiadores, incluso el cardenal Baronio en el Martirologio Romano (19 de junio y 15 de octubre), cometieron el error de considerar a Bonifacio y a Bruno de Querfurt, como dos personas distintas.
No abundan las informaciones
para esta biografía. Hay un párrafo en la crónica de Thietmar de Merseburg,
otro en
(20 de junio).
Silverio, el hijo del Papa San Hormisdas, no era más que un subdiácono el 22 de abril del año 536, día de la muerte del Pontífice San Agapito I, en Constantinopla; pero en aquella fecha, Teodehad, el rey ostrogodo de Italia, que temía la aparición de un candidato bizantino, le obligó a ocupar el cargo de Obispo de Roma. A pesar de semejante imposición, el clero romano aceptó de buen grado a Silverio, después de su consagración. La emperatriz Teodora le escribió inmediatamente para pedirle que reconociese a los monofisitas Antino y Severo como patriarcas de Constantinopla y Antioquía respectivamente; el Papa Silverio repuso con una rotunda negativa, aunque expresada con gentil lenguaje diplomático, y se afirma que, al sellar el sobre con la carta de respuesta, declaró que acababa de firmar su sentencia de muerte. Estaba en lo cierto: Teodora era una mujer implacable que no toleraba la oposición; pero sí sabía aguardar una oportunidad para castigarla.
El general ostrogodo Vitiges, en su intento por tomar a Roma, llegó hasta los suburbios y los arrasó; en la ciudad, el Papa y los miembros del senado, para evitar la catástrofe, abrieron sus puertas a un enemigo de los ostrogodos, el guerrero bizantino Belisario; y entonces se le presentó a Teodora su oportunidad. Primero se valió de la astucia: fraguó una carta en la que el Papa Silverio aparecía como un traidor en tratos con los godos y la hizo circular. Sin embargo, aquella estratagema fracasó y, entonces, la emperatriz recurrió a la violencia: el Papa Silverio fue secuestrado y conducido hasta Patara de Licia, en el Asia Menor. Durante el día siguiente al del rapto, el bizantino Belisario, presionado por su esposa Antonina, proclamó Papa al diácono Vigilio, el candidato designado por la emperatriz Teodora. Así dio principio un período funesto para el Papado.
En apariencia, se había mantenido en la ignorancia al emperador Justiniano de lo que sucedía en Roma; pero en cuanto el obispo de Patara le entrevistó para informarle con lujo de detalles, no pudo por menos que tomar cartas en el asunto: mandó que se hiciera una investigación y que Silverio partiese inmediatamente a Roma para hacerse cargo de la sede. Tan pronto como el Papa tocó tierras de Italia, los partidarios de Vigilio le cerraron el paso y lo capturaron. Antonina, la esposa de Belisario, ansiosa por halagar a Teodora, convenció a su marido para que ordenase a los captores del Papa que hicieran lo que buenamente les pareciera con el cautivo. En consecuencia, Silverio, vejado y golpeado por la soldadesca, fue escoltado hasta la solitaria isla de Palmarola, en el Mar Tirreno, frente a Nápoles y abandonado ahí a su suerte.
Pocos días más tarde, en aquella isla, o quizá en la vecina de Ponza, murió el Papa a causa de los malos tratos recibidos y la falta de recursos en aquella soledad. De acuerdo con Liberato, quien escribió lo que había oído decir, murió de hambre; pero Procopio, un contemporáneo de Silverio, asegura que el Papa fue asesinado al llegar a la isla, por uno de los soldados que llevaba instrucciones de Antonina en este sentido. Como quiera que haya sido, a San Silverio se le conmemora como a un mártir.
No se ha puesto
en claro cómo fue regularizado el nombramiento de Vigilio a
Véase el Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I, pp.
290-295, donde el editor, en su introducción (pp. 36-38), señala que hay una
curiosa diferencia de tono, entre la parte más antigua y la posterior de ese
escrito. Duchesne saca la conclusión de que fue recopilado por dos escritores
distintos y que el primero era hostil a Silverio y el segundo le tenía
simpatías. Las otras fuentes de información tienen una notable escasez de
datos, pero a falta de algún material mejor, no son despreciables: el Breviarium, de Liberato; el De Bello Gothico, de Procopio; y los documentos de Vigilio en el libro de Mansi, Concilio, vol. IX. Véase también en Geschichte Roms und der Papste, vol. I, pp. 502-504;
Lévéque, Elude sur le Pape Vigilius; DCB., vol. IV, pp. 670-675;
y E. Amann en DTC., s. v. Silvére. Ver también la comisión de
Benedicto XIV para proponer que fuese eliminada la fiesta de San Silverio del
calendario general.
(20 de junio).
Magdeburgo, la
capital de
Los monjes partieron en el año 961, pero no acababan de pisar el territorio ruso, cuando comprendieron que sus esfuerzos serían vanos, puesto que la princesa Olga se vio obligada a entregar el trono y la autoridad al hereje de su hijo Sviatoslav. Tan pronto como éste subió al trono en Kiev, lanzó la persecución contra los cristianos; varios de los monjes perdieron la vida, pero Adalberto consiguió escapar y regresó a su país. Durante cuatro años permaneció en la corte imperial de Mainz, hasta que se le nombró superior en la abadía de Weissenburg. Fueron considerables los esfuerzos que hizo ahí para que progresara la cultura: él mismo, con la ayuda de alguno de los monjes más eruditos, continuó las crónicas históricas de Reginald von Prüm, que relatan los acontecimientos entre los años 907 y 967. Ya para entonces, Magdeburgo se había convertido en una ciudad de mucha importancia y, por varias y poderosas razones, el emperador Otto deseaba verla convertida en una gran sede arzobispal. Luego de vencer la oposición del arzobispo de Mainz y de otros prelados, logró que el Papa sancionara su solicitud, en el año de 962; y Adalberto fue nombrado primer arzobispo de Magdeburgo, con jurisdicción sobre todos los pueblos eslavos. Como un verdadero apóstol, trabajó incansablemente por extender el Evangelio entre los wendos, que habitaban en la ribera opuesta del Elba, y se mostró muy estricto en cuanto a la observancia de la disciplina en las casas religiosas. Cuando murió Otto el Grande, en 973, San Adalberto le sepultó junto a los restos de su primera esposa, Edith, en la iglesia de San Mauricio, que se había consagrado como catedral. Ocho años después, el santo arzobispo cayó enfermo y murió, cuando hacía una visita a la diócesis de Magdeburgo.
Nuestros conocimientos sobre
la carrera de San Adalberto, proceden principalmente de la “Crónica” de Thietmar
y de
(21 de junio).
No se sabe nada
sobre el origen y la primera parte de la vida de San Eusebio. La historia le
menciona por primera vez hacia el año 361, cuando ya era obispo de Samosata y
como tal asistió al sínodo convocado en Antioquía para elegir al sucesor del
obispo Eudoxio. Precisamente por los esfuerzos del obispo Eusebio, la elección
recayó sobre San Melecio, antiguo obispo de Sebaste y un hombre muy venerado
por su piedad y sabiduría. Gran parte de los electores eran arrianos y tenían
la esperanza de que, si votaban en favor de Melecio, éste favorecería sus
doctrinas, por lo menos tácitamente. Pero los arrianos quedaron decepcionados.
En el primer discurso que pronunció el nuevo obispo de Antioquía, en presencia
del emperador Constancio, que también era arriano, reafirmó la doctrina
católica de
Durante algún tiempo más, después de aquel incidente, San Eusebio tomó parte en los concilios y conferencias de los arrianos y semiarrianos, a fin de sostener la verdad y con la esperanza de obtener la unidad; pero, a partir del Concilio de Antioquía, en 363, San Eusebio dejó de aparecer en las reuniones, porque comprendió que su actitud escandalizaba a los ortodoxos. Nueve años después, urgentemente solicitada su presencia por el anciano Gregorio de Nazianzo, fue a Capadocia para ejercer su influencia y su experiencia en favor de San Basilio, en la elección para ocupar la sede vacante de Cesárea. Tan notables fueron los servicios que prestó en aquella ocasión, que el joven Gregorio, en una carta escrita por aquel entonces, se refiere a Eusebio como “columna de la verdad, luz del mundo, instrumento de los favores de Dios hacia su pueblo, apoyo y gloria de toda la ortodoxia.” Entre San Basilio y San Eusebio se estableció una sincera amistad que, más tarde, se mantuvo a través de las cartas.
Al estallar la persecución de Valente, San Eusebio, no contento con proteger a sus propios fieles de la herejía, hizo, de incógnito, varias expediciones a Siria y Palestina para fortalecer la fe de los católicos, para ordenar sacerdotes y para ayudar a los obispos ortodoxos a nombrar verdaderos y meritorios pastores que ocuparan las sedes que quedaban vacantes. Su celo extraordinario despertó la animosidad de los arrianos y, en 374, el emperador Valente promulgó la orden que lo condenaba al destierro en Tracia. Cuando el oficial encargado de hacer cumplir el decreto se presentó ante Eusebio, el obispo le rogó que procediera con discreción, porque si el pueblo veía que le arrestaban, se lanzaría sobre los captores para matarlos. Por consiguiente, aquella noche, después de rezar el oficio como de costumbre, salió tranquilamente de su casa cuando todos dormían y, en compañía de uno de sus servidores, partió hacia el Eufrates y se embarcó. A la mañana siguiente, cuando las gentes se dieron cuenta de que había partido, se emprendió su búsqueda; algunos de sus fieles le dieron alcance y le suplicaron, con lágrimas en los ojos, que no los abandonara. El también lloró ante las muestras de afecto de aquellas gentes, pero les explicó que era necesario obedecer las órdenes del emperador y los exhortó a confiar en Dios para que todo llegara a arreglarse satisfactoriamente. La grey del obispo Eusebio demostró su fidelidad y, mientras duró el exilio, se negó a tener cualquier trato con los dos prelados arrianos que ocupaban la sede.
A la muerte de Valente, en 378, terminó la persecución, y San Eusebio regresó a su sede y a su rebaño. Su celo y su piedad no habían sufrido menoscabo por los sufrimientos del destierro. Gracias a sus esfuerzos, se restableció en toda su diócesis la unidad católica, y las sedes vecinas fueron ocupadas con prelados ortodoxos. San Eusebio se hallaba de visita en la ciudad de Dolikha, para instalar ahí un obispo católico, cuando una mujer arriana, oculta en la azotea de una casa, le arrojó una pesada piedra sobre la cabeza. El golpe que recibió fue fatal, puesto que, a consecuencias del mismo murió algunos días más tarde, tras de obtener la promesa de sus amigos de que no perseguirían ni castigarían a su atacante.
En el relato que escribieron
los bolandistas sobre San Eusebio de Samosata, no incluyeron una biografía
propiamente dicha; esa narración se encuentra impresa, en el Acta Sanctorum, junio, vol. V (el 22 de junio), donde también
reproducen un cierto capítulo del historiador Tedoreto. Hay una biografía
escrita en sirio que reprodujo Bedjan en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. VI, pp. 343-349. Ver también DCB., vol. II, pp.
369-372 y a Bardenhewer en Geschichte der
altkirchlichen Literatur, vol. IV, p. 388.
(21 de junio).
No es asunto fácil desenmarañar las narraciones legendarias y, en muchos casos, contradictorias, de este Albano, tal como han llegado hasta nosotros. Se dice que fue un sacerdote griego o albanés, que viajó con San Urso desde la isla de Naxos hasta Milán, en los días en que San Ambrosio se hallaba en la etapa más amarga de su lucha contra los arríanos. (Parece que no hay fundamento que sostenga la tradición en que se hace figurar a Urso y Albano como compañeros de los santos Theomnesto, Taba y Tabrata, martirizados en Altino, cerca de Venecia). El gran arzobispo recibió a los dos viajeros con su acostumbrada cortesía y, luego de comprobar sus sólidas creencias ortodoxas, los alentó a proceder como paladines de la fe en las tierras cristianas más allá de los Alpes, en las Calías o en Alemania. Ambos se mostraron bien dispuestos y emprendieron la marcha; pero San Urso fue asesinado en el Val d'Aosta, en las estribaciones de los Alpes. Entonces Albano continuó solo hasta llegar a Mainz. Ahí estableció su residencia y secundó hábilmente al obispo San Áureo en su lucha contra la herejía. Pero un día, mientras se hallaba en el poblado de Hunum, fue atacado y decapitado, bien por algunos de sus enemigos arríanos o, más probablemente, por los vándalos, en una de sus incursiones. La fecha de su muerte no se ha podido establecer, pero sin duda ocurrió antes del año 451, cuando Mainz fue destruida por los bárbaros. Los católicos lo consideran como un mártir de la fe y hubo varias iglesias dedicadas a él.
En una inscripción en verso que data del siglo noveno y se encuentra en torno a una antigua pintura del santo, en Mainz, se dice que Albano “procedía de tierras distantes” y que llegó a Mainz durante el reinado del emperador Honorio, cuando era obispo San Áureo; que luchó valientemente contra los herejes y que fue decapitado por ellos. La inscripción agrega que, tras la ejecución, San Albano recogió su cabeza cortada y la trasportó hasta el lugar donde fue sepultado. Respecto a esta última afirmación, conviene indicar que, con mucha frecuencia, los pintores de la época solían representar a los mártires que murieron decapitados, de pie y con su propia cabeza en las manos o entre los brazos. La inscripción es interesante, puesto que muestra la tradición que se aceptaba en Mainz unos cuatrocientos años después de la muerte del santo. Cuando la ciudad fue reconstruida, en el último cuarto del siglo quinto, las reliquias de San Albano fueron trasladadas de su tumba, situada fuera de los muros de la antigua Mainz, a una colina que llevaba el nombre de Mons Mariis o Mons Martyrum, pero que posteriormente se llamó Albansberg. Hacia fines del siglo octavo, se edificó ahí una abadía de benedictinos que llegó a ser muy famosa.
Dado el material de que
disponemos, siempre habrá dificultades en afirmar o negar que haya algún
fundamento histórico en esta improbable narración. En el Acta Sanctorum, junio, vol. V, se encontrará la pasión recopilada por Gozwin en el siglo XI, y otra pasión, en la que figura destacadamente San Theomnesto, se
encuentra en el Acta
Sanctorum, octubre,
vol. XIII. Véase también el Mainzer
Zeitschrift, 1908,
pp. 60 y ss. y 1909, pp. 34 y ss.; y a T. D. Hardy, en Materials for British History (Rolls Series), vol. I, pp. 31-32.
(21 de junio).
El santo abad a
quien lo mismo llaman Meveno (Mevennus), como Meen, Main y Mewan, fue muy
venerado en toda Francia como el mejor abogado para la curación de toda clase
de enfermedades de la piel, durante los tiempos antiguos,
Entre sus amigos y discípulos figuraba su ahijado San Austol, a quien profesaba gran afecto y a quien atendió cuando se hallaba agonizante y le exhortó a morir tranquilo, ya que su separación iba a ser muy breve, puesto que él habría de morir también siete días después. Las reliquias del santo o parte de ellas, se veneran hasta hoy en Saint-Méen. Muchos lugares de Bretaña y aun de Normandía llevan su nombre; en otras partes de Francia se encuentran también algunos sitios dedicados al santo. En Cornwall hay dos parroquias vecinas que llevan los nombres de San Austella y San Mewan, y posiblemente se haya perpetuado su memoria en el nombre de la ciudad de Mevagissey.
Hay un relato sobre San
Meveno en el Acta Sanctorum, junio, vol. V, fundado
principalmente en la biografía francesa de Albert Le Grand; el texto latino de
una biografía medieval, se halla impreso en Analecta Bollandiana, vol. III (1884), pp. 141-158. Véase también a F.
Duine, en Memento des Sources... (1918), pp. 98-99 y al
canónigo Doble, en St Mewan and St. Austol.
(21 de junio).
En el período anterior a la conquista de Normandía por los nórdicos, la diócesis de Evreux produjo a un grupo de santos, de los cuales San Leutfrido no es de los menos prominentes. Para delinear a grandes rasgos su carrera, debemos recurrir a una biografía compuesta por un monje de su comunidad, quien echó mano de manuscritos y tradiciones, mucho tiempo después de la muerte del personaje. Leutfrido, descendiente de una familia cristiana, nació en las cercanías de Evreux. Hizo sus estudios con el sacristán de la iglesia de San Taurino en el mismo Evreux, los continuó en Condal y los terminó en Chartres, donde se distinguió en forma extraordinaria, hasta el punto de suscitar la envidia de sus compañeros. Al regresar a casa, se dedicó especialmente a impartir instrucción a los niños del lugar; pero bien pronto resolvió abandonar el mundo para entregarse a una existencia en el servicio de Dios. Con ese propósito, huyó sigilosamente de su hogar, por la noche; cambió sus ropas finas por los andrajos de un mendigo, y fue a refugiarse en el monasterio de Cailly, donde vivió durante algún tiempo bajo la dirección de un ermitaño. Después se trasladó a Rouen para ponerse a las órdenes de San Sidonio (el irlandés San Saens), de cuyas manos recibió el hábito religioso. San Ansberto, obispo de Rouen, profesó gran estimación a San Leutfrido.
Al cabo de algún
tiempo, el santo regresó a su tierra natal y se estableció en un lugar situado
a unos cuatro kilómetros de Evreux, en las riberas del Eure, precisamente donde
San Owen, el antecesor de San Ansberto, había plantado una cruz como recuerdo
de una visión celestial. Ahí mismo, por el año de 690, San Leutfrido construyó
un monasterio y una iglesia dedicados a
La vida de San Leutfrido,
impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. V, no fue
escrita sino después de haber transcurrido un siglo o más desde su muerte y,
por consiguiente, merece poca confianza. W. Levison publicó un texto crítico en
MGH., Scriptores Merov., vol. VII, pp. 1-18. Hay una
narración moderna, publicada por J. B. Mesnel en 1918 y que se
encuentra en Analecta Bollandiana, vol. XLI (1923), pp.
445-446.
(21 de junio).
San Raúl, cuyo nombre aparece también como Ralph, Rodulphus y Radulfo, era el hijo del conde Raúl de Cahors. Desde su niñez fue confiado a la tutela de Bertrand, el abad de Solignac, de quien aprendió a amar las órdenes monásticas, a pesar de que, se tiene entendido que él mismo nunca recibió el hábito. Pero ya fuese o no religioso, lo cierto es que en varias ocasiones desempeñó el puesto de abad, incluso quizá en los famosos monasterios de Saint-Médard y Soissons, a los que habían hecho donativos y otorgado privilegios los padres de Raúl. En 840, fue elevado a la sede arzobispal de Bourges y, a partir de entonces, desempeñó un papel descollante en los asuntos eclesiásticos, dentro y fuera de su diócesis. Se le consideraba como uno de los clérigos más sabios de su tiempo, y en todos los sínodos se reclamaba su presencia. En una de aquellas asambleas, la de Meaux, en 845, se adoptaron las medidas para salvaguardar los ingresos para los hospicios, particularmente los de Escocia (i.e. Irlanda) y se determino que todo aquel que metiese mano en dichos ingresos, recibiría el estigma de “asesino de los pobres.”
San Raúl empleó toda su fortuna personal en la fundación y construcción de monasterios para hombres y mujeres. Entre sus abadías más famosos figuran la de Dévres, en Berri, la de Beaulieu-sur-Mémoire y la de Végennes, en la región del Limousin y la de Sarrazac, en Quercy. San Raúl murió el 21 de junio de 866.
No fue el menor de sus muchos servicios a la Iglesia la compilación de un libro de Instrucciones Pastorales destinadas a sus clérigos, y fundado en las capitulares de Teodulfo, obispo de Orléans. Su principal objetivo era el de reanimar el espíritu de los antiguos cánones y corregir los abusos. Por entonces se necesitaban con toda urgencia directivas claras y precisas con respecto al tribunal de la penitencia, a fin de remediar los errores provocados por la ignorancia y por la adopción de normas no autorizadas que se atribuían, equivocadamente, a varios santos y maestros famosos. San Raúl actuó con mucha prudencia al someter a la consideración de sus clérigos aquellas instrucciones, antes de dar su libro a la publicidad. Al cabo de algún tiempo, la obra fue olvidada y no volvió a saberse de ella hasta principios del siglo diecisiete, cuando fue descubierta de nuevo. El escrito demuestra que su autor era muy versado en los escritos de los Padres y en los decretos de los concilios.
No existe, al parecer, una
biografía propiamente dicha de San Raúl, escrita en los tiempos medievales. En
el Acta Sanctorum, junio, vol. V, hay un relato
formado por fragmentos tomados en diversas fuentes de información, incluso
algunas lecciones del breviario. Véase, Histoire Littéraire de
(22 de junio).
Asan Alban se le venera como al protomártir de las Islas Británicas y, hasta hoy, se observa su fiesta en toda Inglaterra y Gales el 22 de junio (solamente en la diócesis de Brentwood se le conmemora el 23). Su historia, o mejor dicho su leyenda, tal como la expone Beda en su Ecclesiastical History, puede resumirse como sigue:
Alban era natural de Verulamium, la actual St. Albans, en Hertfordshire. Era un ciudadano prominente y, a pesar de ser pagano, al estallar la persecución de Diocleciano y Maximiano, dio asilo a un sacerdote cristiano que llegó a su puerta. Las conversaciones e instrucciones de su huésped sobre la doctrina cristiana impresionaron tanto a Alban, que se convirtió al cristianismo y recibió el bautismo. Entretanto, el gobernador local había sido informado de que el predicador cristiano al que buscaba afanosamente por toda la región, se hallaba escondido en la casa de Alban. Inmediatamente se envió a una partida de soldados a investigar, pero el sacerdote ya no estaba ahí. Para facilitar su huida, Alban había cambiado sus ropas con él y fue a Alban, vestido con el amplio manto o “caracalla” del sacerdote, a quien los soldados condujeron alado de manos, ante el juez. Este se hallaba, precisamente, de pie frente a un altar, en el acto de ofrecer sacrificios a los dioses.
Cuando se bajó el capuchón del manto que cubría la cabeza del prisionero y se estableció su identidad, el gobernador quedó muy indignado. Ordenó que Alban fuese arrastrado al pie del altar y, una vez ahí, le dijo: “Puesto que tú optaste por ocultar y proteger a un individuo sacrílego y blasfemo, al que debiste entregar a los guardias que envié, el castigo que le estaba reservado será para ti, a menos que quieras cumplir con los actos de adoración de nuestras creencias.” Alban repuso con firmeza que ya nunca volvería a adorar a los dioses. El juez le pidió que le diera pormenores de su familia y entonces, Alban se irritó. “¿Para qué quieres saber de mi familia?, preguntó. Si lo que te interesa saber es mi religión, te diré que soy cristiano.” Entonces se le pidió que diera su nombre y otros datos. “Mis padres me llamaron Alban, replicó. Únicamente adoro y sirvo al Dios vivo y verdadero que creó todas las cosas.” El magistrado, impaciente, le ordenó que no perdiera más tiempo en declaraciones pretenciosas y que ofreciese inmediatamente sacrificios a los ídolos; pero Alban no se dejó acobardar y repuso: “Tú ofreces sacrificios a los demonios que no pueden proporcionarte ayuda ni otorgar tus peticiones: cualquiera que ofrezca sacrificios a esos ídolos, no recibirá otra recompensa que el eterno castigo del infierno.”
El gobernador,
atizada su indignación por las palabras del prisionero, mandó que fuese
azotado; luego, al ver que soportaba los furiosos latigazos no sólo con
resignación, sino con alegría, le condenó a morir decapitado. Toda la población
acudió a presenciar la ejecución y, en la ciudad no quedó nadie más que el
juez. La comitiva tenía que cruzar el río en un lugar donde la corriente era
muy rápida y, era tanta la gente que formaba hileras para pasar por el puente
estrecho, que Alban hubiese prolongado su vida un día más, si esperaba para
cruzar. Pero el santo no quería retardar su muerte y, en consecuencia, bajó por
la ribera hasta la orilla, levantó los ojos al cielo y, como por encanto, la
corriente se detuvo, las aguas se dividieron y, en el lecho del río quedó un
paso amplio y seco por el que podía cruzar no sólo el mártir, sino toda la
muchedumbre que le seguía. Aquella maravilla produjo la instantánea conversión
del verdugo, quien arrojó su espada a los pies de San Alban y le suplicó que le
permitiese morir con él o, mejor aún, en su lugar. La procesión avanzó entonces
sobre una cuesta que era un gran prado verde salpicado por innumerables flores
de todas clases. En la cumbre de la colina, como respuesta a una breve oración
del mártir, surgió una fuente de aguas claras para calmar su sed. [La descripción del lugar
del martirio en la colina de Holmhurst es, quizá, parte de la tradición
original. Todo concuerda perfectamente con la topografía del lugar, excepto que
el río Var no es profundo ni tiene corriente rápida. Había un manantial (ahora
cubierto) al pie de la colina de Holmhurst, la actual Holywell.] Otro
hombre reemplazó al verdugo convertido y, de un solo golpe de espada, decapitó
a Alban; pero en el momento en que la cabeza del mártir cayó al suelo, los ojos
del ejecutor se le saltaron de las órbitas y cayeron junto a la cabeza cortada.
El soldado que acababa de convertirse, fue decapitado también ahí mismo y, de
esta manera, recibió el bautismo de sangre.
Es imposible determinar cuánto de verdad contiene esta historia y hay opiniones muy variadas sobre la cuestión. Se sostiene sobre todo el punto de vista de que San Alban nunca existió, puesto que los decretos de Diocleciano y Maximiano contra los cristianos jamás tuvieron efecto en las Islas Británicas. Por otra parte, algunos investigadores afirman que Alban existió y que muy bien pudo haber sido la víctima de alguna persecución local. La existencia de un culto muy antiguo y extenso respalda esta última afirmación. La referencia más antigua sobre San Alban figura en la biografía de San Germán de Auxerre, escrita por Constancio de Lyons en el siglo quinto, cuando se hace referencia a la visita de San Germán a las Islas Británicas y se declara que éste vio la tumba de San Alban (no dice en qué sitio preciso) “y oró piadosamente en ella, por lo que se tiene por cierto que fue la intercesión del bendito mártir San Alban la que permitió que Germán y sus compañeros tuviesen un feliz viaje de regreso a las Galias.”
Gildas y Beda recurrieron al manuscrito “passio Albani,” que data de los comienzos del siglo sexto, para escribir sus narraciones. La popularidad y difusión de la historia puede calcularse por las muchas variantes de la misma que fueron recogidas por Hardy en su “Materials for British History” (vol. i, pp. 3-30). La veneración por el mártir se propagó más todavía a raíz del traslado de sus reliquias a una iglesia local en 1129. Fue por entonces cuando se escribió una narración enteramente fantástica sobre San Amphibalus, fundada en la interpretación equivocada que Godofredo Monmouth dio a la palabra “amphibalus,” que significa manto, para bautizar con ella al sacerdote cristiano que se refugió en la casa de Alban. En el relato se dice que aquel sacerdote. “San Amphibalus,” fue perseguido y alcanzado y que se le dio muerte a pedradas en Redbourn, a unos siete kilómetros de la casa de San Alban. También se afirma que las reliquias del supuesto santo fueron descubiertas en los terrenos de unos sajones herejes, en el mismo Redbourn.
Por Constancio de Lyons sabemos que, en el año 429, había una iglesia y una tumba de San Alban. Gildas, que escribió cerca del año 540, relaciona a Alban con Verulamium y, en los tiempos de Beda (731), había en Verulamium una iglesia recién construida con una capilla adjunta donde estaban las reliquias de San Alban. La tradición dice que, en 793, Offa de Mercia, construyó ahí una nueva iglesia y fundó un monasterio que, con el tiempo, se convirtió en la famosa abadía benedictina de San Alban, y es posible que la tradición esté en lo cierto.
En los últimos años, el padre A. W. Wade-Evans trató de localizar el sitio del martirio de San Alban, en los alrededores de Caerleon, en Monmouthshire, junto con los de San Julio y San Aarón (3 de julio). La hipótesis recibió mayor consideración en el continente europeo que en las Islas Británicas, y el padre bolandista, Grosjean, considera que “el martirio de estos tres santos en Caerleon no está desprovisto de fundamentos bastante firmes” (Analecta Bollandiana, vol. LVII, 1939, pp. 160-161). En cambio, Wilhelm Levison rechaza firmemente ésta teoría y dice que “el martirio de San Alban puede ser situado, sin lugar a dudas, en Verulamium y el propio San Alban, dentro de las certezas y las probabilidades, encaja perfectamente en esa tradición.”
El asunto se trata
detalladamente en St. Alban and
Saint Albans de
W. Levison, incluido en Antiquity, vol. XV (1941), pp. 337-359.
El relato de Beda se encuentra en Ecclesiastical History lib. I, cap. VII (ver también los caps, XVIII y XX, así
como las notas de Plummer); Gildas, en De Excidio Britanniae, cap. X, dice que “conjetura” que San Alban fue
muerto durante la persecución de Diocleciano. La teoría de A. W. Wade-Evans, se
encuentra en su Welsh
Christian Origins (1934), pp. 16-19, lo mismo que en su traducción de Nennius (1938), pp.
131-132. Hacia fines del siglo sexto, Venancio Fortunato, conmemora al santo
con la frase: “Albanum egregium fecunda Britannia proferí” (“La fecunda Bretaña
venera al gran Albano”); también en el Hieronymianum se le menciona y, sobre esta referencia, véase el comentario de
Delehaye. A pesar de que algunos detalles en la reedición posterior de los
escritos de Constancio sobre San Germán, no pertenecen al original, como lo ha
demostrado Levison (MGH., Scriptores
Merov, vol.
VII), subsisten todas las razones para creer que Germán llevó consigo de
regreso a Auxerre, reliquias de San Alban y que construyó ahí una basílica en
su honor, como lo afirma Heiricus, el autor de la biografía en verso de San
Germán. Ver a W. Meyer en Abhandlungen, de
(22 de junio).
En la fecha del 7 de enero, el Martirologio Romano contiene esta nota: “En Dacia, San Niceto, obispo, que con sus prédicas tornó suave y gentil a una nación que fue bárbara y salvaje.” No hay duda de que esas palabras se refieren a San Niceto de Remesiana, no obstante que Baronio, debido a su errónea identificación de este Niceto con el Niceto o Niceas de Aquilea, trasladó la conmemoración, del 22 de junio al 7 de enero, al hacer su revisión del Martirologio. Niceto de Remesiana fue amigo íntimo de San Paulino de Nola y, gracias a éste, sabemos de los magníficos triunfos que obtuvo en sus intentos por domesticar a los salvajes entre quienes vivía. Los bessi, sobre todo, como dice el testimonio de Strabo, eran seres desaforados, crueles y bárbaros, “a los cuales condujo Niceto, como a mansos corderos, al redil de Cristo,” según afirma San Paulino en su poema.
Et sua Bessi nive duriores,
Nunc oves facti, duce te gregantur
Pacis in aulam.
A Remesiana se la ha identificado
con un lugar de Serbia llamado Bela Palenka. Poco es lo que sabemos sobre la
historia de San Niceto, aparte de que, por lo menos en dos ocasiones, viajó
desde una comarca que San Paulino consideraba como un país salvaje de nieves y
hielo, para visitar a su amigo en Nola, en
Por otra parte, el santo despertó mucho interés entre los eruditos a causa de sus escritos, algunos de los cuales, anteriormente atribuidos a Niceto de Aquilea, han sido devueltos ahora a su verdadero autor, luego de muchas y muy profundas investigaciones. Dom Germain Morin fue uno de los que más empeño puso para atraer la atención sobre la importancia de la obra literaria del santo y aun llegó tan lejos como a comprobar que es a San Niceto y no a San Ambrosio, a quien debemos la composición de ese magnífico y famoso himno de acción de gracias que llamamos el “Te Deum.” Este punto de vista no ha conseguido una aceptación universal, pero entre los estudiosos y los investigadores hay muchos que le apoyan.
En dos ocasiones, los
bolandistas hicieron un relato sobre San Niceto, valiéndose de la información
que pudieron obtener y los incluyeron en Acta Sanctorum, enero, vol. I y junio, vol. V. Pero se encontrará una investigación más
nueva y más completa, en el volumen de A. G. Burns. Nicetas of Remesiana, His Life and Works (1905), que incluye los
escritos sobre los restos del santo. Además, el Dr. Burns publicó un
cuadernillo titulado El Himno “Te Deum” y sus
autores (1926).
Los artículos de Dom Morin aparecieron sobre todo en
(22 de junio).
San Paulino, cuyo nombre completo era Poncio Meropio Anicio Paulino, fue uno de los hombres más notables de su época, a quien elogian, en términos de afectuoso aprecio o de admiración, San Martín, San Sulpicio Severo, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Euquerio, San Gregorio de Tours, Apollinario, Cassiodoro y otros antiguos escritores. Su padre, prefecto en las Galias, poseía tierras en Italia, Aquitania y España. Paulino vino al mundo cerca de Burdeos. Desde pequeño tuvo como maestro de poesía y retórica al famoso poeta Ausonio. Guiado por tan magnífico tutor, el muchacho colmó las grandes esperanzas que habían sido puestas en él y, cuando era todavía muy joven, se hizo notar y aplaudir en la tribuna. “Todos, dice San Jerónimo, admiraban la pureza y elegancia de su dicción, la delicadeza y generosidad de sus sentimientos, la fuerza y dulzura de su estilo y la vivacidad de su imaginación.” Se le confiaron numerosos cargos públicos y, si bien no sabemos cuáles fueron, hay razones para suponer que desempeñó un alto puesto en Campania y también fue prefecto en el Nuevo Epiro. Sus deberes, cualquiera que fuese, le mantenían en constante actividad, en viajes continuos y largos y, en el curso de su vida pública, hizo muchos amigos en Italia, las Galias y España.
Se casó con una
dama española llamada Terasia y, al cabo de algunos años, se retiró a sus
propiedades de Aquitania para descansar y cultivar su espíritu con la lectura.
Fue entonces cuando entabló relaciones con San Delfino, obispo de Burdeos,
quien posteriormente convirtió y bautizó a Paulino y a su hermano. Después de
su conversión, alrededor del año 390, se fue a vivir con su esposa en las
tierras que poseía en España, donde nació su primer hijo, luego de varios años
de espera; pero aquella criatura murió a los ocho días de nacido. Desde aquel
momento, Paulino y su esposa resolvieron llevar una vida más apegada a la
doctrina cristiana, con la práctica de la austeridad y la caridad y, sin más
trámites, comenzaron a disponer de una parte considerable de sus muchos bienes
para beneficio de los pobres. Aquella prodigalidad tuvo un resultado que, al
parecer, fue una sorpresa para el matrimonio, sobre todo para Paulino. El día
de Navidad, alrededor del año 393, como respuesta a una espontánea, repentina e
insistente petición del pueblo, el obispo de Barcelona confirió a Paulino, en
su catedral, las órdenes sacerdotales, a pesar de que ni siquiera había llegado
a ser un diácono. [El
caso de conferir las órdenes sagradas por aclamación popular, tiene otros
ejemplos. Aparte del bien conocido caso de la elevación de San Ambrosio a la
sede episcopal, tenemos un incidente similar que ocurrió al esposo de Santa
Melania
Pero si los ciudadanos habían abrigado la esperanza de retener con ellos a Paulino, quedaron desengañados. Ya desde antes habían resuelto establecerse en Nola, una población pequeña cerca de Nápoles, donde también tenía propiedades. Tan pronto como dio a conocer sus intenciones y trató de vender sus posesiones en Aquitania, como lo había hecho con las propiedades de Terasia en España, surgieron las objeciones de los amigos y las oposiciones de los parientes. Pero no se dejó arredrar por ello y llevó a cabo sus propósitos: se trasladó a Italia, donde San Ambrosio y otros amigos le recibieron cordialmente. En cambio, en Roma tuvo una fría recepción por parte del Papa San Siricio y sus clérigos, los cuales, probablemente, se hallaban resentidos por el carácter anticanónico de su ordenación. Por lo tanto, la permanencia de Paulino en Roma fue muy breve y partió hacia Nola con su esposa. Ahí estableció su residencia en una gran casa de dos pisos, fuera de los muros de la ciudad, no lejos del lugar donde se veneraba la tumba de San Félix. A pesar de sus cuantiosos donativos, aún conservaba bastantes propiedades en Italia y una fortuna considerable.
Pero de todo
esto se desprendió también, poco a poco, en obras de caridad y en el patrocinio
de proyectos que favoreciesen a la religión y a
A la muerte del
obispo de Nola, alrededor del año 409, San Paulino fue señalado, naturalmente,
como el único indicado para ocupar el puesto vacante y, en consecuencia, se
hizo cargo de la sede episcopal hasta su muerte. Fuera del dato de que gobernó
con gran sabiduría y liberalidad, no tenemos otras informaciones que ilustren
su carrera como pastor de almas. Una vez al año, en ocasión de la fiesta de San
Pedro y San Pablo, iba de visita a Roma; pero de otra manera, nunca abandonaba Nola.
En cambio, gustaba de escribir cartas y, por correspondencia, sostenía sus
relaciones con todos sus amigos y con los más destacados hombres de la Iglesia
en su época, especialmente con San Jerónimo y San Agustín; a este último le
consultaba a menudo sobre diversas cuestiones, incluso la aclaración de ciertos
pasajes oscuros de
San Paulino vivió hasta el año 431 y, los últimos momentos de su existencia quedaron descritos en la carta de un testigo, llamado Uranio. Tres días antes de expirar fue visitado por dos obispos, Símaco y Acindino, con los cuales celebró los divinos misterios, sin alzarse del lecho. Después se le acercó el sacerdote Postumiano para advertirle que se debían cuarenta monedas de plata por la compra de ropas para los pobres. El santo moribundo repuso, con una sonrisa que, sin duda, alguien iba a pagar la deuda de los pobres y, casi inmediatamente, llegó un mensajero portador de un donativo de cincuenta monedas de plata. El último día, a la hora de vísperas, cuando se encendían las lámparas en la iglesia, el obispo rompió su prolongado silencio y, al tiempo que levantaba una mano, musitó estas palabras: “Ya tengo preparada una lámpara para mi Cristo.” Pocas horas más tarde, los que le velaban sintieron un estremecimiento bajo sus pies, como el de un ligero terremoto y, en aquel momento, San Paulino entregó su alma a Dios. Fue sepultado en la iglesia que había construido en honor de San Félix. Poco después, sus reliquias fueron trasladadas a Roma, pero, posteriormente, en 1909, fueron devueltas a Nola, por orden del Santo Papa, Pío X.
De los escritos de San Paulino, que parecen haber sido muy numerosos, se conservan treinta y dos poemas, cincuenta y un cartas y unos cuantos fragmentos. Se le considera como el mejor poeta cristiano de su época, después de Prudencio. Su epitalamio para Julián, obispo de Eclanum e Ia, es uno de los poemas cristianos más antiguos que se conocen.
No existe una biografía propiamente
dicha de San Paulino, escrita en tiempos antiguos, pero en cambio contamos con
la carta de Uranio para describir su muerte y con una breve nota de San
Gregorio de Tours. Además, en la correspondencia del mismo Paulino y en las
referencias de sus contemporáneos, encontramos una cantidad considerable de
material biográfico; éste fue el que se utilizó en el Acta Sanctorum, junio, vol. V. Otra fuente de información que
llegó a conocerse en tiempos relativamente recientes, es
(23 de junio).
A Santa Agripina, virgen y mártir, se la venera extraordinariamente en Sicilia y también, aunque en menor grado, en Grecia. Nada se sabe en concreto sobre su verdadera historia; las “actas” que figuran en las “Menaia” griegas son enteramente indignas de confianza y no hay pruebas sobre su culto en fechas remotas. Se tiene entendido que fue una doncella de noble cuna, a quien, por causa de su fe, se mandó cortar la cabeza, o bien fue azotada hasta morir, durante el reinado de Valeriano o en la persecución de Diocleciano. Después del martirio, tres mujeres cristianas, Bassa, Paula y Agatónice, recogieron el cuerpo de la doncella y lo llevaron hasta Mineo, en Sicilia, para sepultarlo ahí. Parece que en su tumba se obraron muchos milagros, incluso curaciones de males sin remedio y de personas endemoniadas. Los griegos aseguran que las reliquias de la santa fueron trasladadas de Sicilia a Constantinopla, supuestamente para evitar la profanación por parte de los infieles. Se invoca a Santa Agripina contra los espíritus malignos, la lepra y las tempestades violentas.
La relación que se encuentra
en Acta Sanctorum, junio, vol. V, no
proporciona más datos que los extraídos de las Menaia griegas junto con una sospechosa narración traducida al latín, sobre el
traslado de los restos a Sicilia. El Annus Greco-slavicus de Martynov contiene testimonios sobre su culto en
épocas muy posteriores a la de su muerte; también hay una breve historia sobre
su martirio en el Sinaxario de
Constantinopla; ver la edición Delehaye, cc. 704-706. Por ella sabemos que se
conmemoraba a Santa Agripina el 23 de junio la misma fecha que figura en el
Martirologio Romano.
(23 de junio).
A juzgar por el gran número de iglesias que se le han dedicado en Inglaterra, Etelreda (Aethelthryth), también llamada Audrey, debe haber sido una de las santas anglosajonas más populares. Era hija de Anna, el rey de los anglos del este, y hermana de Santa Sexburga, Santa Etelburga y Sarita Witburga. El lugar de su nacimiento fue Exning, en Suffolk. Para satisfacer los deseos de sus padres, se casó con un tal Tonbert, pero se dice que vivió con su marido en absoluta continencia. Tres años después del casorio, murió Tonbert y ella se retiró a vivir en la isla de Ely, cuyos terrenos le habían sido cedidos como regalo de bodas. Ahí, durante cinco años, llevó una existencia solitaria y dedicada a la oración. Pero hasta ahí fueron a buscarla sus familiares para casarla de nuevo, y ella cedió otra vez a los ruegos de sus padres. El segundo marido se llamaba Egfrido y era el hijo menor de Oswy, rey de Nortumbria; en la época del matrimonio no era más que un niño y se conformó a vivir con su esposa como si fuera su hermana. Pero con el correr del tiempo, Egfrido, convertido en un hombre joven y en poderoso monarca, se manifestó descontento y exigió que Etelreda fuese su verdadera esposa.
Etelreda se negó rotundamente, porque desde hacía tiempo había consagrado su virginidad a Dios. Por acuerdo de los esposos se hizo una apelación a San Wilfrido de York para que arreglara las cosas, y Egfrido llegó a hacer el intento de sobornarlo, puesto que le ofreció ricos presentes si convencía a Etelreda para que accediera a sus deseos. Sin embargo, San Wilfrido se puso de parte de la doncella y, por consejo suyo, se refugió Etelreda en el convento de Coldingham, donde recibió el velo de manos de Santa Ebba, la tía de Egfrido. Un año más tarde, se retiró a la isla de Ely, donde fundó, alrededor del año 672, un monasterio doble, al que gobernó hasta su muerte. Su manera de vivir era la de un asceta: con excepción de los días de fiesta grande o cuando estaba enferma, sólo hacía una frugal comida cotidiana, vestía ropas hechas con telas burdas; después de los maitines, que se cantaban a medianoche, no se retiraba a descansar como el resto de las monjas, sino que permanecía en la iglesia para orar hasta el amanecer. Estaba dotada con el don de profecía: pronosticó la epidemia de peste durante la cual ella murió y señaló el número exacto de sus monjas que habrían de sucumbir, víctimas del mismo mal. Etelreda expiró el 23 de junio de 679 y, de acuerdo con sus instrucciones, fue sepultada dentro de un sencillo ataúd de madera. Dieciséis años más tarde, se encontró su cuerpo incorrupto.
La sepultura de Santa Etelreda llegó a ser un gran centro de devoción, en virtud de los milagros que obraban sus reliquias y los trozos de tela que los devotos dejaban sobre la tumba. Hace mucho tiempo que los restos de la santa desaparecieron, pero hasta la fecha se muestra su sepulcro vacío en la catedral de Ely. La palabra inglesa “tawdry,” una corrupción de Saint Audrey, se aplicaba originalmente a los collares, pulseras y prendedores de oropel y otras quincallas que se vendían durante la gran feria anual de Santa Audrey. Su fiesta se celebra todavía en varias diócesis de Inglaterra.
La mayoría de las
referencias sobre Santa Etelreda que hace Beda y también las que hace Thomas of
Ely en su Líber Eliensis, fueron impresas en el Acta Sanctorum, junio, vol. V. Sobre las contradicciones
cronológicas, véanse las notas de C. Plummer en su edición de Beda, vol. II,
pp. 234-240. También hay relaciones bastante completas en DNB., vol. XVIII, pp.
19-21 y en DCB., vol. II, pp. 220-223.
(23 de junio).
Liberto, Lietberto o Liébert, era descendiente de una noble familia de Brabante; su tío fue Gerard, el obispo de Cambrai, con quien se educó y a cuyo servicio estuvo largo tiempo como archidiácono, primero y preboste después. A la muerte del obispo, en 1051, el clero y el pueblo le eligieron como su sucesor. Una vez que el emperador San Enrique ratificó el nombramiento, Liberto fue ordenado sacerdote en Chálons y consagrado obispo por el metropolitano en Reims. Se desempeñó como un verdadero padre hacia su grey y, no sólo trabajó con infatigable celo por su bienestar espiritual, sino que lo defendió de las extorsiones y opresiones del castellano de Cambrai.
En 1054, Liberto
emprendió una peregrinación a Jerusalén, acompañado por un grupo de personas.
La comitiva había llegado a Laodicea, cuando, para consternación general, se
informó que los sarracenos habían clausurado la iglesia del Santo Sepulcro y
que, en aquellos momentos, era muy peligroso viajar a Palestina. Por lo tanto,
muchos de los peregrinos regresaron al punto de partida, y sólo San Liberto y
algunos pocos compañeros resolvieron perseverar. Emprendieron la travesía, pero
los vientos contrarios desviaron la embarcación hacia Chipre; los tripulantes,
temerosos de caer en manos de los piratas, condujeron la nave de regreso a
Laodicea. En vista de que no cesaban de surgir nuevas dificultades, los
peregrinos acabaron por abandonar la empresa, sin haber visto
El monje Rodulfo escribió su
biografía de San Liberto, después de tomar los datos de
(24 de junio).
San Agustín hace
la observación de que la Iglesia celebra la fiesta de los santos en el día de
su muerte que, en realidad, es el día del nacimiento, del gran nacimiento a la
vida eterna; pero que, en el caso de San Juan Bautista, hace una excepción y le
conmemora el día de su nacimiento, porque fue santificado en el vientre de su
madre y vino al mundo sin culpa. A decir verdad, la mayoría de los teólogos
expresan su opinión de que Juan quedó investido con la gracia santificante,
impartida por la presencia invisible de nuestro Divino Redentor, en el momento
en que
Zacarías, el
padre de Juan, era un sacerdote de la ley judía, e Isabel, su esposa,
descendía, como él, de la casa de Aarón. Las Sagradas Escrituras nos aseguran
que ambos eran justos, que su virtud era sincera y perfecta y que “los dos
marchaban con fidelidad en los mandamientos y las ordenanzas del Señor.” Y
sucedió que, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal, le tocó en turno a
Zacarías la tarea de entrar en el Templo para cumplir con la ceremonia matinal
y vespertina de ofrecer el incienso; un día muy especial, cuando se hallaba
solo dentro del santuario y el pueblo oraba fuera, tuvo la visión del arcángel
Gabriel que apareció de pie, al lado derecho del altar del incienso. Zacarías
se sintió turbado y presa del temor, pero el ángel le tranquilizó al hablarle
con un tono dulce y sereno para anunciarle que sus plegarias habían sido
escuchadas y en consecuencia, su mujer, no obstante que era señalada como
estéril, iba a concebir y le daría un hijo. El ángel agregó: “Tú le darás el
nombre de Juan y será para ti objeto de júbilo y de alegría; muchos se regocijarán
por su nacimiento, puesto que será grande delante del Señor.” Las alabanzas al
Bautista son particularmente notables porque fueron inspiradas por el mismo
Dios. Desde su concepción, Juan fue elegido para que fuese el heraldo, el
portavoz del Redentor del mundo, la voz misma que iba a proclamar ante la
humanidad
La inocencia
inmaculada es una gracia preciosa, y los primeros frutos del corazón se deben
entregar a Dios; por consiguiente, el ángel mandó a Zacarías que el niño fuese consagrado
al Señor desde su nacimiento y que (un indicio sobre la necesidad de
mortificación si se desea proteger la virtud) jamás bebiera vino ni otro licor
embriagante. Las circunstancias del nacimiento de Juan, lo señalan como un
milagro evidente, porque en aquel tiempo Isabel era ya vieja y, de acuerdo con
el curso de las cosas naturales, no estaba en edad de concebir. Pero Dios había
ordenado la cuestión de tal manera, que el suceso fuera tomado como el fruto de
largos años de fervientes plegarias. No obstante, Zacarías, embargado aún por
el asombro que le causó el anuncio y, en tono vacilante, pidió al ángel que le
diese una señal o una prenda para asegurarle el cumplimiento de la gran
promesa. Para conceder el signo pedido, pero al mismo tiempo para castigar las
dudas del sacerdote, el arcángel Gabriel le informó que iba a quedar mudo hasta
que llegase la hora del nacimiento del niño. Isabel concibió y, en el sexto mes
de su embarazo, recibió la visita de
Al cumplirse los nueve meses de su embarazo, Isabel dio a luz un hijo, que fue circuncidado al octavo día. A pesar de que los familiares y amigos insistieron para que el recién nacido llevase el nombre de su padre, Zacarías, la madre exigió que fuera llamado Juan. También Zacarías respaldó la exigencia al escribir en una tablilla: “Su nombre es Juan.” El sacerdote recuperó inmediatamente el uso de la palabra y entonó el hermoso himno de amor y agradecimiento conocido como “Benedictus,” que la Iglesia repite a diario en su oficio y que considera apropiado para pronunciarlo sobre la tumba de todos y cada uno de sus fieles hijos, cuando sus restos se entregan a la tierra.
El Nacimiento de San Juan Bautista fue una de las primeras fiestas religiosas que encontraron un lugar definido en el calendario de la Iglesia; el lugar que ocupa hasta hoy: el 24 de junio. La primera edición del Hieronymíanum lo localiza en esta fecha y subraya que la fiesta conmemora el nacimiento “terrenal” del Precursor. El mismo día está indicado en el Calendario Cartaginés, pero en tiempos anteriores ya hablaba del asunto San Agustín en los sermones que pronunciaba durante esta festividad. San Agustín hacía ver que la conmemoración está suficientemente señalada, en la época del año, por las palabras del Bautista, registradas en el cuarto Evangelio: “Es necesario que El crezca y que yo disminuya.” El santo doctor descubre la propiedad de esa frase al indicar que, tras el nacimiento de San Juan, los días comenzaron a ser más cortos, mientras que, después del nacimiento de Nuestro Señor, los días fueron más largos. Probablemente Duchesne tenga razón cuando afirma que la relación de esta fiesta con el 24 de junio se originó en el occidente y no en el oriente. “Es necesario hacer notar, expresa Duchesne, que la festividad se fijó el 24 y no el 25 de junio, por lo que podríamos preguntarnos por qué razón no se adoptó la segunda fecha que hubiese dado exactamente, el intervalo de seis meses entre la edad del Bautista y la de Cristo. La razón es, dice luego, que se hicieron los cálculos de acuerdo con el calendario romano, donde el 24 de junio es el “octavo kalendas Julii,” así como el 25 de diciembre es el “octavo kalendas Januarii.” Por regla general, en Antioquía y en todo el oriente, los días del mes se numeraban en sucesión continua, desde el primero, tal como nosotros lo hacemos y, el 25 de junio habría correspondido al 25 de diciembre, sin tener en cuenta que junio tiene treinta días y diciembre treinta y uno. Pero de la misma manera que la fecha romana de Navidad fue adoptada en Antioquía (muy posiblemente en razón de la amistad de San Juan Crisóstomo con San Jerónimo), durante los últimos veinticinco años del siglo cuarto, se adoptó también la fecha para conmemorar el nacimiento del Bautista en Antioquía, Constantinopla y todas las otras grandes iglesias del oriente, en el mismo día en que se conmemoraba en Roma.
San Juan Bautista era muy
popular en
(24 de junio).
Aquellos confesores de los que sólo Dios sabe el número y los nombres, se mencionan en el Martirologio Romano como “los primeros frutos con que Roma, tan fecunda en esas cosechas, pobló el Cielo.” Es interesante hacer notar que el primero de los cesares que persiguió a los cristianos fue Nerón, el más vil, despiadado y falto de principios entre los emperadores romanos.
En el mes de julio del 64, cuando habían transcurrido diez años desde que ascendió al trono, un terrible incendio destruyó a Roma. El fuego nació junto al Gran Circo, en un sector de cobertizos y almacenes atestados de productos inflamables, y de ahí se propagó rápidamente en todas direcciones. Las llamas lo devoraron todo durante seis días y siete noches, cuando pareció que habían sido sofocadas por la demolición de numerosos edificios; pero volvieron a surgir de entre los escombros y continuaron su obra devastadora durante tres días más. Cuando por fin fueron ahogadas definitivamente, las dos terceras partes de Roma eran una masa informe de ruinas humeantes. En el tercer día del incendio, Nerón llegó a Roma, procedente de Ancio, para contemplar la escena. Se afirma que se recreó en aquella contemplación y que, ataviado con la vestimenta que usaba para aparecer en los teatros, subió a lo más alto de la torre de Mecenas y ahí, con el acompañamiento de la lira que él mismo pulsaba, recitó el lamento de Príamo por el incendio de Troya. El bárbaro deleite del emperador que cantaba al contemplar el fuego destructor, hizo nacer la creencia de que él había sido el autor de la catástrofe y que, no sólo había mandado quemar a Roma, sino que había dado órdenes para que no se combatiese el fuego.
El rumor corrió de boca en boca hasta convertirse en una abierta acusación. Las gentes afirmaban haber visto a numerosos individuos misteriosos arrojar antorchas encendidas dentro de las casas, por mandato expreso del emperador. Hasta hoy se ignora si Nerón fue responsable o no de aquel incendio. En vista de los numerosos incendios que se han declarado en Roma desde entonces, puede decirse que también aquél, quizá el más devastador entre todos, se debió a un simple accidente. Sin embargo, quedaba el hecho de la complacencia de Nerón y, tanto se divulgaron las sospechas contra él, que se alarmó y, para desviar las acusaciones que se hacían en su contra, señaló a los cristianos como autores directos del incendio.
No obstante que, según afirma el historiador Tácito, nadie creyó que fuesen culpables del crimen, los cristianos fueron perseguidos, detenidos, expuestos al escarnio y la cólera del pueblo, encarcelados y entregados a las torturas y a la muerte con increíble crueldad. Algunos fueron envueltos en pieles frescas de animales salvajes y dejados a merced de los perros hambrientos para que los despedazaran; muchos fueron crucificados; otros quedaron cubiertos de cera, aceite y pez, atados a estacas y encendidos para que ardiesen como teas. Muchas de estas atrocidades tuvieron lugar durante una fiesta nocturna que ofreció Nerón en los jardines de su palacio. El martirio de los cristianos fue un espectáculo extra en las carreras de carros, donde el propio Nerón, vestido con las plebeyas ropas de un auriga, divertía a sus invitados al mezclarse con ellos y al manejar a los caballos que tiraban de un carro. Entre muchos de los romanos que presenciaron la salvaje crueldad de aquellas torturas, surgió el sentimiento de horror y el de piedad por las víctimas, no obstante que la población entera tenía encallecidos sus sentimientos, acostumbrada, como estaba, a los sangrientos combates de los gladiadores.
Tácito, Suetonio, Dio,
Casio, Plinio el Viejo y el satírico Juvenal, hacen mención del incendio; pero
solamente Tácito se refiere al intento de Nerón para que la culpa recayera
sobre una secta determinada. Tácito especifica a los cristianos por su nombre,
pero Gibbon y otros investigadores sostienen que el historiador incluye a los
judíos en la denominación, puesto que, por aquella época, los que habían
abrazado la religión de Cristo no eran tan numerosos como para causar alarma
entre las autoridades de Roma. Sin embargo, este punto de vista, que parece
destinado a disminuir la influencia del cristianismo, no tiene muchos adeptos.
En DCB., vol. IV, pp. 24-27, hay un excelente artículo sobre el particular.
(24 de junio).
Aparte de que era obispo de Autun, muy estimado por su integridad y caridad, ninguna otra cosa sabemos en definitiva sobre San Simplicio. Parece que sucedió el obispo Egemonio, alrededor del año 390. Por otra parte, es posible que se trate del obispo Simplicio mencionado por San Atanasio como uno de los signatarios de los decretos del Concilio de Sárdica, en 347. De acuerdo con su leyenda, tal como la relata Gregorio de Tours, descendía de una distinguida familia galo-romana; a temprana edad se casó con una doncella tan joven y rica como él mismo y, desde un principio, ambos esposos hicieron el pacto de vivir en continencia, dedicados a la práctica de las buenas obras. Cuando Simplicio ocupó la sede episcopal en Autun, una ciudad pagana en su mayoría, comenzaron a circular las murmuraciones, que crecieron hasta convertirse en un escándalo, porque el nuevo prelado y su mujer convivían bajo el mismo techo. A fin de vindicarse, Simplicio y su esposa se mostraron dispuestos a someterse a la prueba del fuego. Ambos, con sus propias manos, tomaron carbones encendidos y los sostuvieron en un pliegue de sus túnicas; durante una hora permanecieron así, de pie, ante los pobladores que los observaban, sin que el fuego les causara daño alguno, a ellos o a sus ropas.
Tan convincente fue aquel milagro, que más de un millar de paganos pidieron el bautismo. San Simplicio obró otra maravilla igualmente fructífera en conversiones, el día de la fiesta en honor de la diosa Berecintia, cuando se practicaban tumultuosas orgías. El santo obispo se encontró con la estatua de la diosa que era llevada en una carreta para que bendijera los campos; Simplicio levantó la mano para detener la procesión y, tan pronto como hizo el signo de la cruz, la imagen cayó al suelo y fueron vanos los esfuerzos de muchos hombres para moverla del sitio donde había caído. Además, los bueyes que tiraban de la carreta, se quedaron parados y no hubo poder humano que les hiciera dar un paso más.
La fantástica historia que
acabamos de relatar se encuentra en De Gloria Conf., nn. 73-76, de Gregorio de Tours. También hay una breve biografía
medieval sobre San Simplicio (impresa en el Catalogue del MSS. Hagiográfico de Bruselas, vol. I, pp. 127-129) y se dice que
de ahí tomó Gregorio sus informaciones, pero Bruno Krusch (en Neues Archiv, vol. XXXIII, pp. 18-19) desmiente esa
suposición. El Hieronymianum conmemora a un Simplicio,
obispo de Autun, no solamente en el día de hoy, sino también el 19 de noviembre
y, hay ciertos datos cronológicos para suponer que tal vez hubo en Autun dos
obispos con el mismo nombre. Véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 174-178.
(25 de junio).
Debemos admitir con toda franqueza que la virgen mártir Santa Febronia tiene todas las probabilidades de ser un personaje enteramente ficticio; pero no se le puede omitir en este libro, puesto que todas las iglesias del oriente la veneran, incluso la de Etiopía, mientras que, en el occidente, se le rinde culto en la ciudad de Trani, en Apulia y la de Patti, en Sicilia, donde se afirma que se conservan algunas de sus reliquias.
Se supone que sufrió el martirio en Nísibis, en Mesopotamia, alrededor del año 304, durante la persecución de Diocleciano. No hay registros auténticos sobre su vida o su pasión, pero sí contamos con una leyenda en forma de atractiva novela, que pretende haber sido escrita por Tomáis, una monja del convento de Febronia que, según dice, presenció los acontecimientos que describe. Sólo un esbozo de esa historia se puede hacer aquí.
Cuando Febronia tenía dos años de edad, sus padres la dejaron al cuidado de su tía Briene, quien gobernaba un convento de monjas en Nisibis. Ahí creció para convertirse en una bellísima muchacha de alma tan candida, que ignoraba por completo el mundo exterior y, sólo se preocupaba por adornarse con las virtudes que la hiciesen aparecer digna a su Prometido Celestial. La tía Briene cuidó con escrupuloso esmero su educación y, con el fin de resguardarla contra las tentaciones que necesariamente la asaltarían, no permitía que su sobrina comiese más que cada tercer día y la obligaba a dormir sobre un estrecho tablón. Febronia era inteligente y aprovechó tan bien las lecciones que, a la edad de dieciocho años, se le encomendó la tarea de leer y explicar las Sagradas Escrituras a las monjas, cada viernes. Las damas más nobles y señaladas de la ciudad asistían a esas lecturas, pero la madre Briene había tomado la precaución de ocultar a Febronia tras un velo, para que las señoras no advirtiesen su extraordinaria belleza y, al mismo tiempo, para no inquietar a la muchacha que, en toda su vida, no había visto a nadie más que a las otras monjas.
La pacífica existencia del convento quedó brutalmente interrumpida por la persecución. Los crueles edictos de Diocleciano fueron aplicados en Nisibis con especial ferocidad, por el prefecto Seleno. Los clérigos, junto con el obispo, empretendieron la fuga y todas las religiosas imitaron su ejemplo; en el claustro quedaron, únicamente, Briene, Febronia, que estaba en la convalecencia de una grave enfermedad y Tomáis. Cuando llegaron los oficiales de la prefectura a hacer un registro en el convento, no se preocuparon por detener a las dos monjas viejas, pero se llevaron a Febronia.
Al otro día, compareció en el tribunal y el prefecto Seleno encomendó a su sobrino Lisimaco la tarea de interrogarla. El joven procedió a hacerlo con toda cortesía y aun cierta condescendencia, porque la madre de Lisimaco era cristiana y sus simpatías estaban de parte de la prisionera. Pero Seleno intervino intempestivamente y, con cierta malicia, prometió dar a Febronia la libertad y muchas riquezas, si renunciaba a su religión y consentía en casarse con Lisimaco. La hermosa muchacha repuso, sencillamente, que no quería riquezas, porque ya tenía un gran tesoro en el cielo y que no buscaba marido, puesto que estaba desposada con su inmortal Prometido, quien le ofrecía la dote del Reino de los Cielos. Enfurecido ante semejante respuesta, Seleno mandó que la muchacha, desnuda, fuese colgada por los brazos de cuatro postes, encima de un lecho de brasas y que se le azotara. La soldadesca se hizo cargo de ella: le fueron arrancados diecisiete dientes y le cortaron los pechos. Entre las indignadas protestas de la muchedumbre que llenaba la sala, los verdugos se ensañaron más todavía con su víctima a la que cortaron los miembros a pedazos y, por fin, al ver que aún vivía, la remataron con golpes de hacha. Casi inmediatamente después, recibió Seleno la retribución de sus infamias, porque, presa de un súbito ataque de locura, se dio de cabezadas contra las columnas de mármol de la sala y murió con el cráneo destrozado. Por orden de Lisimaco, se reunieron respetuosamente los restos despedazados de Febronia y se les dispensó un magnífico funeral. El espantoso martirio de Febronia consiguió que numerosísimos paganos pidiesen el bautismo, y uno de los primeros fue Lisimaco, quien, posteriormente, en los tiempos del emperador Constantino, tomó el hábito de monje.
La historia que hemos
relatado a grandes rasgos, se difundió enormemente. Se la encuentra en antiguos
manuscritos en sirio, griego, latín, hasta en el armenio georgiano y en otras
lenguas. En un importante artículo de
(25 de junio).
Hubo un ilustre patricio romano llamado Galicano y posiblemente gran benefactor de la Iglesia, a mediados del siglo cuarto. Sin embargo, no murió martirizado, como lo afirma el Martirologio Romano. Todas las posibilidades indican que se trata del Galicano que era cónsul en Símaco por el año de 330. En el Líber Pontificalis se ha conservado un registro de la generosidad con que Galicano favoreció a la iglesia de San Pedro, San Pablo y San Juan Bautista que Constantino había construido en Ostia. Entre sus donativos, figuraba una corona de plata, con delfines labrados, que pesaba poco más de ochenta kilos y un cáliz de plata, con bajo-relieves, que alcanzaba a pesar unos cincuenta y cinco kilos. También dotó a la iglesia con cuatro extensos terrenos. Esto es todo lo que se encuentra registrado sobre el patricio romano llamado Gallico. A pesar de la extensión inusitada del artículo dedicado a él en el Martirologio Romano, se puede afirmar que sus “actas” son espurias: fueron compiladas en épocas muy posteriores y abundan en anacronismos e incoherencias. Según esas “actas,” Galicano era un gran general que, en los días de Constantino, derrotó primero a los persas y luego a los escitas, con dos triunfales campañas. Mientras se desarrollaba la segunda expedición, se convirtió al cristianismo y fue bautizado por los santos hermanos Juan y Pablo.
A su regreso a Roma, Galicano abandonó la ciudad y se estableció en Ostia. Ahí construyó una iglesia, dio libertad a sus esclavos y amplió su casa para instalar en ella una hospedería para los peregrinos cristianos. En todas sus buenas obras, le asistía un amigo y compañero, llamado Hilarino. “Su fama, dice el escrito, se extendió por todo el mundo y llegaban las gentes, desde el oriente y el occidente, para ver al que había sido patricio, cónsul y amigo del emperador, que ahora se arrodillaba a lavar los pies de los peregrinos, que les servía a la mesa. Vertía el agua en sus manos, cuidaba a los enfermos y, en todo, daba el ejemplo de virtudes sublimes.” Se supone que las piadosas actividades de Galicano terminaron cuando ascendió al trono Juliano el Apóstata, quien le puso en la alternativa de ofrecer sacrificios a los dioses o partir al exilio. El santo prefirió el destierro y se retiró a Egipto para unirse a un grupo de ermitaños. Sin embargo, hasta allá le alcanzó la persecución: murió decapitado y su amigo Hilarino fue azotado hasta morir.
Toda esta historia debe
haber sido fabricada en una fecha muy posterior, pero no antes del siglo
séptimo. Mons. Duchesne (Líber Pontificalis, vol. I, p. 199) ha demostrado que las Actas de
Galicano tuvieron su origen en una mala interpretación de los registros de San
Silvestre, en relación con los donativos hechos a las iglesias por aquellos
tiempos. En realidad, el generoso benefactor que figura con el nombre de
Galicano, fue un personaje enteramente distinto: San Pamaquio (30 de agosto) y
la mencionada hospedería para peregrinos, es una idea copiada del
“xenodochium,” organizado y establecido por Pamaquio, no en Ostia sino en
Porto. Lo que da pie a esta interpretación, es el hecho de que la historia de
Galicano está vinculada con los santos mártires Juan v Pablo, cuya iglesia, en
la colina Coeli, de Roma, se conocía como la “titulus Pammachii.” También el
dato de la donación de los cuatro terrenos, se extrajo del Líber Pontificalis, donde se hace mención de ese
donativo inmediatamente antes de mencionarse el nombre de Galicano en relación
con la basílica edificada en Ostia; pero en realidad, el que hizo la donación
no fue Galicano, sino el emperador Constantino. La leyenda de Galicano que,
ciertamente forma parte de las actas de los Santos Juan y Pablo, fue impresa
por los bolandistas en el Acta
Sanctorum, junio,
vol. VII. Véase también a J. P. Kirsh, en Die Rómischen Titelkirchen im Altertum (1918), pp. 156-158; y H.
Quentin, en Les Martyrologes historiques, pp. 413 y 533.
(25 de junio).
San Próspero de
Aquitania, a quien se conmemora en la diócesis de Tarbés como al “Doctor
Aquitano,” es bien conocido por sus escritos, pero son muy escasos los datos
sobre su vida, a pesar de que en los antiguos manuscritos abundan las
referencias sobre él, con los calificativos de “sabio,” “virtuoso,” “santo” y
otros similares. No fue obispo, ni sacerdote (el Martirologio Romano le llama
obispo de Reggio al confundirle con otro Próspero: ver el artículo siguiente);
al parecer, siempre fue un laico, muy piadoso eso sí, posiblemente casado. Este
punto ha sido muy discutido, en vista de que se le atribuye un “Poema del
Esposo a
Próspero se
trasladó de Aquitania a
Los escritos de
Próspero de Aquitania, tanto en verso como en prosa, están relacionados, sobre
todo, con la controversia sobre la gracia y el libre albedrío, en defensa de
las doctrinas de San Agustín. Su poema más extenso es un tratado dogmático con
unos 1002 versos en exámetro, titulado: “Canto por los Sin Gracia;” pero su
obra más conocida, es su “Crónica,” que comprende un período de la historia,
desde
L. Valentín, St. Prosper d'Aquitaine (1900); G. Bardy, en DTC.;
W. H. Phillott, en DCB. Consúltese también el artículo sobre San Próspero, el obispo de Reggio,
que figura en seguida. En 1950, se publicó en Nueva York la versión inglesa del
tratado de Próspero sobre
(25 de junio).
Hay pruebas de que desde el siglo nueve se dispensó muy extensa veneración en la provincia italiana de Emilia a San Próspero, el obispo de Reggio (no se trata de Reggio la de Calabria). Parece que el santo obispo vivió durante el siglo quinto, pero la historia no nos dice nada definitivo sobre él. Una tradición poco digna de crédito afirma que distribuyó todos sus bienes entre los pobres, a fin de cumplir con el precepto del Señor al joven rico y que, tras un episcopado benéfico de veintidós años, murió el 25 de junio de 466, rodeado por sus sacerdotes y diáconos. Fue sepultado en la iglesia de San Apolinar, edificada y consagrada por él, fuera de las murallas de Reggio Emilia. En el año de 703, se trasladaron sus reliquias a una iglesia nueva, levantada en honor suyo por Tomás, el obispo de Reggio y, hasta ahora, es el patrón principal de la ciudad. En este caso, el Martirologio Romano comete una grave equivocación al identificar a Próspero de Reggio con Próspero de Aquitania (arriba). Los dos santos del mismo nombre fueron personas completamente distintas y, con anterioridad al siglo décimo, no se hizo ningún intento para identificar a una con la otra.
Toda esta cuestión ha sido
debidamente tratada, en un artículo de Dom Gerrnain Morin, aparecido en
(25 de junio).
Se conserva la
mayor parte de la obra literaria de San Máximo de Turín, pero es muy poco lo
que se sabe acerca del autor. Parece que vino al mundo alrededor del año 380 y,
por referencias extraídas de algunos de sus escritos, se conjetura que era
natural de Vercelli, o de algún otro lugar en la provincia de Recia. El
escritor declara que, hacia el año de 397, presenció el martirio de tres
obispos misioneros de Anaunia, en los Alpes Réticos. El historiador Genadio, en
su “Libro de Escritores Eclesiásticos,” que completó hacia los fines del siglo
quinto, describe a San Máximo, obispo de Turín, como a un profundo estudioso de
La colección que
se hizo de sus supuestas obras, editadas por Bruno Bruni en 1784, comprende
unos 116 sermones, 118 homilías y 6 tratados; pero esta clasificación es muy
arbitraria y, posiblemente, la mayoría de las obras citadas deban atribuirse a
otros autores. Son particularmente interesantes por darnos a conocer algunas
costumbres extrañas y pintorescas de la antigüedad sobre las condiciones en que
vivían los pueblos de
En el Journal of Theological Studies, vol.
XVI, pp.
161-176 y pp. 314-322, lo mismo que en vol. XVII, pp. 225-232, el Prof. C. H.
Turner se inclina por atribuir a San Máximo ciertos escritos latinos cuyos
textos incluye; pero Dom Capelle, en
(25 de junio).
Entre el grupo
de misioneros que partieron del monasterio de Rathmelsigi, en el año de 690,
con San Willibrordo a la cabeza, para evangelizar
San Adalberto murió en una fecha que se desconoce. En épocas posteriores, su tumba fue un lugar de peregrinaciones y escenario de muchos supuestos milagros. En el siglo décimo, el duque Teodorico construyó en Egmond una abadía benedictina dedicada a San Adalberto y, en tiempos recientes, cuando los benedictinos de Solesmes volvieron a establecer la vida monástica en Egmond, se eligió al mismo titular.
Las fuentes de información
de las que dependemos para obtener conocimientos sobre la vida de San
Adalberto, son muy poco satisfactorias. La biografía que escribió en latín un
monje de Mettlach llamado Ruperto, unos 200 años después de la muerte del
personaje, se halla impresa en Acta
Sanctorum, junio,
vol. VII, no contiene más que generalidades y relaciones de los milagros que,
al parecer, se obraron sobre su tumba. Otro relato sobre su vida, escrito en
latín, fue publicado por G. Pijnacker Hordijk en Bijdragen voor Vaderlandsche
Geschiedenis (1900),
pp. 145-174, pero no es nada más que un resumen de la primera. La cuestión del
título de archidiácono concedido a Adalberto, fue desmentida por Holder-Egger y
otros autores, sin embargo, esos mismos escritores están dispuestos a
identificarle con el sucesor de San Willibrordo como abad de Epternach. W.
Levison rechaza esta hipótesis. La fecha de la muerte de Adalberto es bastante
incierta. Véase el DHG., vol. I, c. 441; y W. Levison, Wilhelm Procurator von Egmond, en Neues Archiv, vol. XL (1916), pp. 793-804.
(25 de junio).
En un moderno
ensayo en alemán, titulado: “Santa Apócrifa de
Sin ir tan lejos como para
decir que Eurosia es puro mito, Fr. Papebroch, en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, señala la carencia absoluta
de datos concretos de época, así como las contradicciones que se advierten en
las leyendas que circularon sobre ella. El ensayo al que nos referimos arriba,
es del suizo E. A. Stückelberg, Eine
Apokryphe Heilige des Spáten Mittelalters, publicado en Archiv für Religionswissenschaft, vol. XVII (1914), pp. 159-164. Parece que, ya
en el siglo diecisiete, había una misa y un oficio en honor de Eurosia, a pesar
de que las celebraciones se limitaban a la ciudad de Jaca.
(26 de junio).
Aparte de su
nombre y del hecho que fueron dos cristianos martirizados en Roma, la historia
no nos dice nada más sobre los santos Juan y Pablo, a quienes se conmemora
juntos en este día. A decir verdad, en algunos círculos se pone en duda su
existencia. Esta incertidumbre se debe, en términos generales, a que en una
época del siglo cuarto, las supuestas reliquias de estos santos se depositaron
en una casa edificada sobre
Las llamadas
“actas” no son más que una fábula piadosa que sostiene haber sido escrita en
base a los informes de Terenciano, el capitán de la guardia que se encargó de
ejecutar a los dos mártires. De acuerdo con esta historia, los hermanos Juan y
Pablo eran oficiales del ejército, a quienes el emperador Constantino puso al
frente de la guardia que velaba por la seguridad de su hija, Constancia. Esta
les profesaba una gran estimación, y a uno de los hermanos lo nombró su
acompañante, mientras que al otro le dio el cargo de mayordomo. Posteriormente,
el emperador los llamó para ponerlos al servicio del general Gallicano, en una
fuerza expedicionaria que se envió a
La actual
basílica de los Santos Juan y Pablo, con su fachada de estilo
románico-lombardo, fue entregada por el Papa Clemente XIV a San Pablo de
Fr. Delehaye discute el caso
de estos santos en forma muy completa, en su CMH., pp. 336-337. La pasión
espuria de los mártires, se halla impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII (cf. San Galicano, 25 de junio). Véase también a P.
Franchi de Cavallieri, en Studi e Testi,
vol. IX, pp.
55-65 y XXVII, pp. 41-63; J. P. Kirsch, Die Rómischen Titelkirchen, pp. 2633, 120-134, 156-158; Lanzoni, I Titoli
Presbiterali di Roma antica, p. 46: Analecta Bollandiana, vol. XLVIII (1930), pp. 11-16; y DAC., vol. II, cc.
2382-2870, donde se hacen buenas descripciones de la supuesta casa de Juan y
Pablo en
(26 de junio).
El patrono principal del Trentino y del Tirol italiano es San Vigilio, quien completó la conversión de los habitantes en esos distritos, al cristianismo. Parece haber nacido en Trento, de una familia romana que, tras largos años de residencia, había adquirido la ciudadanía trentina. Fue educado en Atenas; pero de ahí en adelante no se vuelve a saber de él hasta el año de 385, cuando regresó a su ciudad natal de Trento y fue elegido obispo, no obstante que era relativamente joven para ocupar ese cargo. En una carta que le escribió su metropolitano, San Ambrosio, arzobispo de Milán, y que aún existe, le insta vigorosamente para que combata la usura y los matrimonios de cristianos con paganos y, le recomienda que ejerza la hospitalidad con los extranjeros, especialmente con los peregrinos. Aún había gran número de paganos en las aldeas de la diócesis de Trento y hacia ellos fue San Vigilio en persona para predicarles el Evangelio. Por intermedio de San Ambrosio, obtuvo la ayuda de tres misioneros para su obra: los Santos Sisinio, Martiro y Alejandro. Estos, conquistaron la corona del martirio el 29 de mayo de 395. San Vigilio escribió un relato sobre su muerte, en una breve carta dirigida a San Simplicio, el sucesor de San Ambrosio, y en otra misiva más extensa a San Juan Crisóstomo, a quien probablemente conoció en Atenas. En las epístolas, Vigilio confiesa que siente envidia por la gloria de esos apóstoles que dieron su vida por la fe y lamenta que su pobreza a los ojos de Dios no le haya hecho digno de compartir el martirio con ellos. Sin embargo, pronto habría de ser suya la corona que deseaba. Mientras predicaba una misión en el remoto valle de Rendena, se sintió impulsado a derribar una estatua de Saturno; los aldeanos, indignados, le lapidaron. Hasta hoy, Trento se ufana de poseer sus reliquias, así como las de Santa Majencia, San Claudiano y San Mayoriano, de quienes se dice que fueron la madre y los hermanos de San Vigilio.
Ver el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, donde se halla impresa la pasión. Ese mismo documento u otro semejante, fue enviado a
Roma, en la época y, al parecer, ese fue el motivo por el cual, el Papa Benedicto
XIV hizo la declaración de que San Vigilio fue el primer mártir canonizado por
(26 de junio).
La ciudad francesa de Saint-Maixent, en el departamento de Deux Sévres, comprende la celda en la que vivió San Majencio y el contiguo monasterio que él gobernó. El santo nació en Agde, sobre el Golfo de Lyon, alrededor del año 445 y, en el bautismo recibió el nombre de Adjutor. Bajo la vigilante solicitud del abad San Severo, encargado por sus padres de cuidarle desde niño, creció como un modelo de virtudes cristianas. La mayoría de sus hermanos en religión lo admiraban y respetaban, pero unos cuantos tenían envidia de él. Sin embargo, para Majencio, las alabanzas eran más desagradables que los insultos o las críticas y, a fin de escapar de la fama en que se trataba de arrojarle, se alejó calladamente de Agde y permaneció oculto dos años. Pero, al regresar de su retiro, se encontró con que ya ocupaba una posición mucho más prominente que antes, porque el mismo día de su regreso comenzó a llover copiosamente después de una prolongada sequía y todos le achacaron el milagro y le aclamaron como salvador y obrador de maravillas. Para Majencio fue evidente que, si deseaba llevar una vida de soledad y olvido, debía romper con todos los vínculos que le ataban a su pasado. Por segunda ocasión desapareció y, aquella vez, abandonó su nativa Narbona para siempre. Tras un breve período de andar errante, llegó a Poitou, donde entró a una comunidad en el valle de Vauclair, gobernada por el abad Agapito y, a fin de borrar su pasado, se cambió el nombre de Adjutor por el de Majencio.
Pero si bien logró ocultar su identidad, no pudo pasar inadvertida su santidad. Su austeridad era tanta, que jamás probaba otro alimento que no fuera el pan y el agua, y eran tan continuas sus oraciones, que se le encorvaron las espaldas. Además, se le atribuía el poder de obrar milagros. No fue raro que, por votación unánime de sus hermanos, se le eligiese superior, cerca del año 500. Pocos años más tarde, durante la devastadora contienda entre Clovis, rey de los francos, y el visigodo Alarico, los habitantes de Poitou padecieron penurias sin cuento, sobre todo a causa de la violencia y brutalidad de los soldados y los merodeadores. Cierto día, una banda de hombres armados avanzó amenazante sobre el monasterio de Vauclair, y el terror se apoderó de los monjes, que imploraron a su abad San Majencio que los salvara. El los tranquilizó y, con toda calma, salió a recibir a la horda hostil. Uno de los atacantes levantó la espada contra el santo, quien esperó el golpe con absoluta serenidad; pero al presunto homicida se le quedó el brazo en alto, paralizado, hasta que San Majencio le devolvió el movimiento al aplicarle aceite consagrado.
Para seguir el ejemplo de su antecesor, el abad Agapito, San Majencio renunció a su puesto cuando sintió que se aproximaba su muerte y se encerró en una celda, construida a corta distancia del monasterio; ahí murió a la edad de setenta años, alrededor del 515.
Se conservan dos textos o
recopilaciones de una biografía de San Majencio que datan de
(26 de junio).
Alrededor del año 768, llegaron a Valenciennes un obispo regional llamado Salvio, y su discípulo. No se sabe ni se sabrá la autoridad que tenía el prelado, ni de dónde procedía, pero sí hay registros de que era un ardiente misionero y de que, por medio de los vehementes sermones que predicaba en la iglesia de San Martín, logró innumerables conversiones. De acuerdo con la historia que se relata sobre él, cierto día en que iba ataviado con su espléndida capa bordada y su faja ricamente adornada, se encontró en un camino solitario al hijo de un funcionario de la ciudad, quien, para arrebatarle sus magníficos atavíos, asesinó al obispo y al fiel discípulo que le acompañaba. Esta historia no ha sido comprobada.
Los cuerpos de las víctimas fueron rescatados de la zanja donde los dejó el asesino y los trasladaron a la iglesia de San Vedast, en Valenciennes. El nombre del discípulo no se recordaba, si es que alguna vez se supo; pero en vista de que se encontró su cadáver encima del cuerpo del obispo, se le designó con el nombre de San Superio (Superus). En fecha posterior, los restos de los dos mártires fueron trasladados a la aldea de Breña, que se hallaba en el sitio que ahora ocupa la ciudad de Saint-Sauve.
El hecho de que los santos
Salvio y Superio se conmemoren en este día en el Martirologio Romano, no ofrece
garantías sobre la veracidad de su historia. Hay una passio, que aparece en varios manuscritos, la cual fue
impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VIII; otra
versión de la misma se encuentra en Analecta Bollandiana, vol. II. El autor de ésta afirma que fue
contemporáneo de los santos, pero no hay pruebas que lo confirmen. Ver a Van
der Essen, en Elude critique et Littéraire sur
les Vitae des saints mérovingiens (1907), pp. 244-249.
(26 de junio).
A pesar de que
no cuenta con un culto particular en el occidente, este San Juan goza de
veneración en las Iglesias de oriente, a causa de la valerosa oposición que
enfrentó a los iconoclastas. Fue natural del distrito norte del Mar Negro, que
comprende
Al hacerse cargo
de la sede, escribió una defensa de la veneración que se dispensaba a las
imágenes sagradas y a las reliquias, así como de la práctica de invocar a los
santos. Sus argumentos estaban apoyados por citas del Antiguo y el Nuevo
Testamentos y por referencias a las enseñanzas de los Padres. Bajo la regencia
de la emperatriz Irene, se levantó la prohibición contra las imágenes sagradas,
y el obispo Juan pudo ir a Constantinopla para asistir al sínodo convocado por
San Tarasio; también se hallaba presente en el segundo Concilio de Nicea, en el
año 787, durante el cual se consideró el culto a las imágenes sagradas como
parte de la doctrina católica. Al regresar a su diócesis, el trabajo del obispo
Juan quedó interrumpido por la súbita invasión de los “khazars.” A raíz de la
denuncia de un traidor, el prelado fue capturado y conducido preso al
campamento del guerrero enemigo. Sin embargo, escapó con relativa facilidad y
encontró refugio en Amastris, ciudad del Asia Menor, donde fue huésped del
obispo local. Ahí pasó los últimos cuatro años de su vida. Al informársele de
que el jefe de los invasores “khazars” había muerto en la ciudad sojuzgada, se
volvió hacia sus amigos y les dijo: “Yo también partiré de este mundo dentro de
cuarenta días y expondré ante Dios mi causa contra el guerrero que nos
sojuzgó.” La primera parte de su profecía se cumplió al pie de la letra: al
cuadragésimo día expiró tranquilamente. Su cuerpo fue trasladado a su país de
origen, por el obispo Jorge, de Amastris, y fue depositado en el monasterio de
Partenite, en
En el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, se encuentra impresa una
biografía en griego sobre este santo obispo, junto con una cantidad suficiente
cíe informaciones sobre sus actividades. También se hace mención de él, en la
misma fecha, en el Sinaxario de Constantinopla. Véase la
edición de Delehaye, cc. 772-773.
(26 de junio).
El nombre del niño mártir, Pelayo, es famoso todavía en toda España y muchas son las iglesias dedicadas en su honor. Vivió en los días en que Abderramán III, el más grande de los Omaiadas, reinaba en Córdoba; un tío de Pelayo, para salvar el pellejo, dejó al chico como rehén en manos de los moros. Por entonces, el niño no tenía más de diez años. El cobarde pariente no regresó para rescatar a su sobrino, que pasó tres años cautivo de los infieles. En ese lapso, se había transformado en un buen mozo alto y fornido, siempre de buen humor y sin contaminación alguna de las costumbres corrompidas de sus captores y sus compañeros de cautiverio. Las noticias más favorables sobre el comportamiento del jovencito Pelayo llegaron a oídos de Abderramán quien le mandó traer a su presencia y le anunció que podía obtener su libertad y hermosos caballos para correr por los campos, así como ropas lujosas, dineros y honores, si renunciaba a su fe y reconocía al profeta Mahoma.
Pero Pelayo no se dejó tentar y se mantuvo firme. “Todo lo que me ofreces no significa nada para mí, repuso a las propuestas de Abderramán. Nací cristiano, soy cristiano y seré siempre cristiano.” De nada sirvieron las amenazas del rey moro quién, a fin de cuentas, condenó a morir al jovencito. Los relatos varían en cuanto a la forma en que fue ejecutado. De acuerdo con unos, después de haber descoyuntado sus miembros en el potro de hierro, le ataron una cuerda a la cintura y, desde el puente, lo sumergían y lo izaban en las aguas del río, hasta que expiró; otros dicen que fue suspendido de las rejas para recibir el suplicio destinado a los esclavos y criminales, que consistía en ser descuartizado en vida; los miembros despedazados del niño santo fueron arrojados al Guadalquivir. Sus restos fueron rescatados por los fieles y conservados ocultamente en Córdoba, hasta el año de 967, cuando se los trasladó a León; dieciocho años más tarde, para evitar profanaciones, se exhumaron y se los llevó a Oviedo para sepultarlos.
Una breve passio en latín fue impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, junto con algunas noticias
sobre datos históricos y el culto al niño santo. La historia de Pelayo fue
famosa y despertó el entusiasmo de la poetisa Hroswitha, abadesa de
Gandersheim, quien, alrededor del año 962, narró los incidentes del martirio en
versos latinos. El mejor de los textos de ese poema es el que editó P. von
Winterfeld, en Deut. Dichter d. Lat.
Mittelalters (1922).
Hay una traducción al inglés de ese poema, hecha por C. St. John (1923) y una
versión alemana de H. Homeyer (1936).
(27 de junio).
En este día, el Martirologio Romano conmemora a San Zoilo junto con otros diecinueve mártires de quienes se supone que compartieron su suerte. De acuerdo con las investigaciones, se cree que los veinte hombres perecieron en la ciudad de Córdoba, España, durante la persecución de Diocleciano. Sin embargo, sobre el resto de la historia no hay datos positivos. Se afirma que Zoilo era hijo de un patricio cordobés, cristiano, que bautizó al pequeño y le educó en su religión. Tiénese entendido que Zoilo sufrió el martirio cuando era un jovencito todavía. Durante el reinado de Recaredo, se descubrió un cadáver al que se identificó como el de Zoilo y se edificó una iglesia en su honor para sepultar sus restos. Por el año de 1083, las reliquias de San Zoilo y las de San Acisclo fueron trasladadas por órdenes de Fernando, conde de Carrión, a la abadía benedictina que Tarasia, la madre del conde, había fundado en Carrión. El poeta Prudencio une a los dos santos, Zoilo y Acisclo, en una de sus odas. Hay un punto que no ha escapado a la atención de los investigadores: aparecen los nombres de siete compañeros de San Zoilo, colocados en el mismo orden, tanto en las propias actas del santo, como en las “actas” espurias de Santa Sinforosa, donde se afirma que aquellos siete fueron los hijos de la mártir de Tívoli, sacrificados junto con su madre.
En sus discusiones sobre
esta conmemoración, los bolandistas, en Acta Sanctorum, junio, vol. VII, no reproducen alguna passio, pero si hacen citas extraídas de himnos y trovas de la liturgia
mozárabe. Sin embargo, hay dos textos de la passio que, si bien tienen poco valor histórico, fueron publicados por Florez
en su España Sagrada, vol. X, pp. 502-520. Puede
darse por cierto que Zoilo fue un auténtico mártir, por el hecho de que
Prudencio, en el siglo quinto, ya le consideraba como una de las glorias de
Córdoba, así como por haberse encontrado su nombre en el Hieronymianum. Véase el Líber Ordinum, pp. 468-469, de Dom Férotin y el Líber Sacramentorum, pp. 373-377 del mismo autor. Sobre el descubrimiento
de las reliquias, ver
(27 de junio).
En alguna fecha
del siglo quinto, probablemente hacia la mitad, un hombre muy rico y generoso,
llamado Sansón, fundó por su cuenta y riesgo un gran hospital para los enfermos
pobres de Constantinopla. Se dice que Sansón era médico y sacerdote y que se
había consagrado a atender con inagotable solicitud, a los que sufrían en el
cuerpo o en el alma. Durante su vida, se le honró con los títulos de “el
hospitalario” y el “padre de los pobres” y, después de su muerte, se le veneró
como a un santo. El hospital de Sansón quedó destruido hasta sus cimientos por
un voraz incendio a principios del siglo sexto y, cincuenta años después de la
conflagración, el emperador Justiniano emprendió su reconstrucción. En fechas
posteriores, con increíble desprecio hacia las exigencias de la cronología, se
hizo el intento de vincular a Sansón y a Justiniano como fundadores del
hospital. Se trató de representar a San Sansón como un amigo del emperador, a
quien había curado milagrosamente de una grave enfermedad y al que el propio
Sansón, cuando Justiniano se ocupaba de construir la iglesia de
El texto griego de una
biografía atribuida al Metafrasto, con una cantidad suficiente de datos, se
encontrará en el Acta
Sanctorum, junio,
vol. VII. Véase también el Sinaxario de Constantinopla (edición
de Delehaye), cc. 773-776. En esa obra se dice que Sansón fue un romano,
emparentado con el emperador Constantino. Baronio agregó su nombre al
Martirologio Romano.
(27 de junio).
Cuando Clotario I era rey de Neustria, vivía en las proximidades de Chinon un santo ermitaño, llamado Juan. Era un extranjero, puesto que había nacido en Bretaña; y eso es todo lo que se sabe de sus antecedentes. Frente a su celda había un jardincillo en el que solía sentarse para leer o escribir, a la sombra de unos laureles que él mismo había plantado. No obstante que llevaba una vida de retiro, recibía a innumerables visitas y había adquirido una enorme reputación como curandero y vidente. Cierto día, llegó hasta su celda un mensajero de Santa Radegunda, con presentes, para preguntarle, de parte de la santa, sobre los rumores que corrían de que Juan hacía penitencias extraordinarias, usaba camisa de cerdas y se arrobaba en las oraciones. Santa Radegunda quería servirse de la santidad del ermitaño, porque en aquellos momentos vivía angustiada al pensar que el rey Clotario, su brutal marido, estaba a punto de arrastrarla fuera de su retiro. El solitario veló durante toda la noche, en busca de las palabras que era necesario decir a Santa Radegunda para consolarla y, a la mañana siguiente, pudo enviar un mensaje tranquilizador a la santa. En él decía que desterrara las angustias de su corazón y de su espíritu, puesto que no tenía nada que temer por parte de Clotario. El ermitaño Juan murió santamente y fue sepultado en su oratorio, cerca de la iglesia de San Máximo.
Este solitario, a quien se
conoce también en Francia con los nombres de Saint Jean de Moustier (Monasterii)
y San Juan de Tours, tiene fijada su conmemoración en este día, en el
Martirologio Romano, donde le insertó Baronio. Sin embargo, los bolandistas, en
Acta Sanctorum, sitúan su fiesta el 5 de
mayo. Aparte de lo que dice Gregorio de Tours en De Gloria Confessorum cap. XXIII, nada más sabemos sobre este santo.
(27 de junio).
Este santo, cuyo
apellido Mtasmindeli quiere decir “de los Montes Negros,” fue un Doctor de la
Iglesia georgiana (ibera). Nació en el año 1014 y, cuando joven, fue discípulo
de un monje famoso por la santidad de su vida, llamado Hilarión Tvaleli;
después, vivió como ermitaño en Siria. La fama de San Jorge radica en sus
escritos y traducciones a la lengua ibera, sobre todo, sus tratados, “Los Meses”
y “Los Ayunos” y sus revisiones a las traslaciones de
Pocos días antes de su muerte, ocurrida el 27 de junio de 1066, respondió a una pregunta sobre el Pan Eucarístico, que le había dirigido el emperador Constantino X Ducas, a quien dijo que “los griegos usan pan sin levadura como un acto de humildad, puesto que muchas veces quedaron manchados por la herejía. Los latinos usan pan sin levadura, para seguir los ejemplos de Nuestro Señor y de San Pedro, como una señal de que han conservado pura su fe, tal como Jesucristo y sus Apóstoles la enseñaron.” Cualesquiera que hayan sido las ideas de San Jorge al exponer sus puntos de vista en esta historia de los ácimos, su respuesta nos enseña lo que pensaba sobre los acontecimientos ocurridos en Constantinopla unos doce años antes, cuando la costumbre de la Iglesia romana de emplear el pan sin levadura en la misa (costumbre calificada como “horrible cáncer de la Iglesia”), fue uno de los pretextos para la rebelión del patriarca Cerulario.
No hay datos de los que se
pueda echar mano sobre este santo. Las referencias sobre él pueden hallarse en L'église géorgienne (1919), de Tamanati; en Annus Ecclesiasticus greco-slavicus, de Martynov; en Menologium de Maltrev; y en Bessarione, vol. II pp. 133 y ss.
(27 de junio).
Si es verdad que Hungría debe a San Esteban el establecimiento de su monarquía y la organización de su Iglesia, no es menos cierto que tiene una deuda igual con otro santo rey de la misma casa real de Arpad. Porque Ladislao extendió las fronteras del reino, mantuvo a raya a sus enemigos y, desde el punto de vista político, lo convirtió en un gran Estado. Pero no se canoniza a los hombres por semejantes actividades (si es que alguna vez se canonizó formalmente a Ladislao, lo que parece dudoso), sino por su vida privada y su trabajo por la cristiandad, se rinde la debida veneración a su memoria.
Pasó la niñez y
la juventud en un ambiente cargado de intrigas políticas y dinásticas y, sin
modificaciones en el estado de cosas, Ladislao ocupó el trono de Hungría en el
año 1077. Inmediatamente fueron negados sus derechos reales por su hermanastro
Salomón, quien tomó las armas contra él; pero a fin de cuentas, el rey lo
derrotó en el campo de batalla. Se afirma que el joven monarca era un dechado
de gracias y que, desde temprana edad, dio muestras de poseer todas las
virtudes que deben adornar a un hidalgo y noble caballero. A una estatura
descomunal, que le permitía sacar la cabeza y hasta los hombros por encima de
cualquier muchedumbre, unía la fuerza de un toro y el valor de un león, pero
todos estos atributos estaban en él atenuados por una cortés afabilidad, y una
gentileza que conquistaba a todos inmediatamente. Su piedad, tan fervorosa como
bien equilibrada, se expresaba en su celo por la fe, en el escrupuloso
cumplimiento de sus deberes religiosos, en su estricta moral y en la austeridad
de su vida. Se había despojado de toda ambición personal y, sólo por su sentido
de la obligación, aceptada la dignidad que le habían echado sobre las espaldas.
En persecución de una política dictada por sus sentimientos religiosos y
patrióticos, Ladislao se vinculó estrechamente al Papa Gregorio VII y a los
otros oponentes del emperador Enrique IV de Alemania. Abrazó la causa del rival
de Enrique, Ruperto de Suabia, y se casó con Adelaida, la hija del duque Welfo
de Baviera, el más poderoso de los aliados de Ruperto. Dentro del propio
territorio de Hungría el rey tuvo que soportar numerosas invasiones por parte
de los “kuman” y otras tribus, pero a todas las rechazó triunfalmente e hizo lo
más que pudo para atraer a los bárbaros a la civilización y al cristianismo; al
mismo tiempo, en su reino otorgó la libertad religiosa a los judíos y los
ismaelitas (mahometanos). A solicitud suya,
Ladislao gobernó
con mano firme, tanto en los asuntos civiles como en los eclesiásticos; así se
puso de manifiesto en el curso de la dieta de Szabolcs, y en el año 1091,
cuando su hermana Elena, la reina de los croatas, le pidió ayuda en contra de
los asesinos de su esposo. Ladislao en persona acudió a socorrerla, restableció
el orden en Croacia y estableció la sede de Zagreb. Cuando Elena murió sin
haber tenido hijos, Ladislao anexó a Croacia y Dalmacia a
El cuerpo de San Ladislao se llevó a Nagy Varad (Gradea Mare, en Transilvania) para sepultarlo en la ciudad que había fundado y en la catedral que construyó. Desde el momento de su muerte, se le honró como a un santo y a un héroe nacional. Sus proezas dieron el tema para innumerables baladas, trovas y leyendas populares entre los magiares. Sus reliquias fueron solemnemente guardadas en un santuario, en el año 1192.
En el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, los bolandistas imprimieron
una serie de leyendas litúrgicas, acompañadas de las acostumbradas
disertaciones históricas. Probablemente sea una fuente de información más digna
de confianza, la biografía editada por S. L. Edlicher, de su Rerum Hungaricarum Monumento Aspadiana (1849), pp. 235-244 y
324-338. Véase el Archiv f.
oster. Geschichte (1902), pp. 46-53 y un artículo, titulado Saint Laszlo, en el Ungarische Revue de 1885. Hay varias
biografías publicadas en magiar, entre las cuales parece ser la mejor la de J.
Karacsonyi (1926). Ver Revue
Archéologique, 1925, pp. 315-327 y C. A. Macartney, The Medieval Hungarian Historians (1953).
(28 de junio).
La escuela de catequética de Orígenes, en Alejandría, fue un campo de entrenamiento para la virtud, porque el maestro, no contento con enseñar las ciencias, puso gran empeño en inculcar a sus alumnos los principios esenciales de la perfección cristiana. De aquella escuela surgieron varios mártires ilustres de la persecución de Severo, que se desplegó con todo su furor, desde el 202 (el año anterior, Orígenes había sido nombrado catequista) hasta el 211, fecha en que murió el emperador.
Uno de los primeros entre los que perecieron, fue San Plutarco, hermano de San Heraclio, futuro obispo de Alejandría. Aquellos dos hermanos habían sido convertidos a la fe al mismo tiempo, por escuchar las enseñanzas de Orígenes. Como Plutarco era un personaje prominente, se le detuvo casi al iniciarse la persecución. El propio Orígenes lo visitó en la prisión para alentarle, le acompañó hasta el lugar de la ejecución y estuvo a punto de morir en un linchamiento que intentó contra él la muchedumbre, al señalarle como responsable por la muerte de Plutarco. Sereno, otro de los discípulos del maestro, fue quemado en vida; Heraclides, un catecúmeno, y Herón, un neófito, fueron decapitados. Otro confesor llamado también Sereno, murió decapitado después de haber sido sometido a crueles torturas. Las mujeres, lo mismo que los hombres, asistían a la escuela de catequesis y tres de ellas sufrieron el martirio. Herais, una doncella que aún no pasaba de su etapa de catecúmena, “fue bautizada por el fuego,” para citar la propia expresión de Orígenes. Las otras dos mujeres, Marcella y Potamiaena, eran madre e hija.
Se hicieron reiterados intentos para inducir a Potamiaena, que era joven, de buen porte y muy hermosa, para que comprase su libertad, al precio de su castidad; pero la doncella rechazó todas las proposiciones con absoluto desprecio. El juez la condenó a ser despojada de sus ropas, exhibida en completa desnudez y arrojada a un caldero de pez hirviendo. Cuando la muchacha comprendió que iban a despojarla de sus vestiduras, apeló al juez con estas palabras: “¡Por la vida del emperador a quien tú sirves, te suplico que no me obligues a aparecer desnuda! Manda más bien que, vestida como estoy, sea metida lentamente en el caldero, a fin de que tú mismo veas la paciencia con que Jesucristo, al que no conoces, reviste a los que confían en El.” El magistrado le otorgó la gracia que pedía y encargó a uno de los guardias, llamado Basilides, que procediese a la ejecución. Aquel guardia trató a la doncella con mucho respeto y la protegió de los insultos, los golpes y empellones de la muchedumbre. Potamiaena le dio las gracias por su gentileza y le prometió que, después de su muerte, le rogaría a Dios por su salvación. Entonces se ejecutó la cruel sentencia. Marcella, la madre de Potamiaena, fue ejecutada al mismo tiempo.
No pasaron muchos días sin que Basilides dejase boquiabiertos de asombro a sus compañeros de la guardia, al negarse a hacer un juramento, como habían ordenado sus superiores: dijo que era cristiano y no podía jurar por los falsos dioses. Al principio, los guardias creyeron que estaba de broma, pero como insistiese en su negativa, sus mismos compañeros lo arrastraron hacia el prefecto quien mandó que le encerrasen en la prisión. A los otros cristianos que acudieron a visitarle en su celda, les contó que la doncella Potamiaena se le había aparecido en sueños para colocarle sobre la frente una corona que ella había conquistado para él con sus plegarias. Basilides fue bautizado en al prisión y, tras de hacer una patética confesión de fe ante el magistrado, le cortaron la cabeza. Se afirma que numerosas personas de Alejandría se convirtieron al cristianismo en razón de que Santa Potamiaena las visitaba en sus sueños.
La fuente de información más
autorizada para esta narración es
(28 de junio).
El sucesor del Papa Esteban III en el trono de San Pedro, fue Pablo, su hermano menor. Los dos habían recibido al mismo tiempo su educación en la escuela de Letrán, juntos fueron elevados a la dignidad de diáconos por el Papa San Zacarías, y Pablo siempre estuvo estrechamente unido a Esteban, a quien cuidó con ternura en su última enfermedad. No es de extrañar que, al ascender al papado, conservase estrictamente la política de su hermano. Un contemporáneo, cuyos escritos figuran en el Líber Pontificalis, rinde elocuentes tributos al carácter personal del Papa Pablo y hace resaltar su bondad, su clemencia y su magnanimidad. Siempre estaba dispuesto a ayudar a los necesitados y jamás devolvió mal por mal. A menudo, aprovechaba las sombras de la noche para escurrirse en las prisiones a redimir a los deudores pobres encarcelados; en ocasiones, consiguió devolver la libertad a reos condenados a muerte. Si acaso llegaba a fallar en la justicia, era por exceso de misericordia.
El pontificado de Pablo, que tuvo diez años de duración, gozó de una paz relativa en el extranjero, debido a sus buenas relaciones con el rey Pepino, y una completa tranquilidad en su propia sede, debido a su firme gobierno —no deberíamos decir “firme,” porque es una palabra que sugiere la dureza—; pero así fue; la firmeza de la administración de Pablo I ofrece un marcado contraste con la bondad y dulzura de carácter que le atribuye el Líber Pontificalis. Al mismo tiempo, los registros de su pontificado, constituyen un largo relato de diplomacia política; en las palabras de Mons. Mann: “Por medio de un incesante esfuerzo de diplomacia, Pablo I evitó que los lombardos por una parte y los griegos por la otra, hiciesen o intentasen hacer algo en contra de los recién adquiridos poderes temporales del Supremo Pontífice; con brillante destreza, consiguió que los grandes y graves acontecimientos quedasen a punto de suceder.” Se mantuvo siempre en los mejores términos con el rey Pepino, a quien enviaba cartas extremadamente corteses, regalos (incluso un órgano) y reliquias de los mártires.
En Roma propiamente dicha, las actividades del Papa tomaron una forma más concreta todavía. Como las catacumbas habían quedado reducidas a escombros por la carcoma del tiempo y el paso de los bárbaros, el Papa se dedicó a trasladar las reliquias de muchos santos y mártires a las iglesias de la ciudad. Entre los restos que recuperó, figuraban los de Santa Petronila, la supuesta hija de San Pedro, que fueron sepultados en un mausoleo recién restaurado que con el tiempo, llegó a conocerse como Capilla de los Reyes de Francia. El santo Pontífice construyó o reconstruyó una iglesia de San Pedro y San Pablo y también erigió un oratorio en honor de Nuestra Señora dentro de su propia iglesia de San Pedro. En la mansión familiar, que convirtió en monasterio dedicado a los Papas San Esteban I y San Silvestre, instaló a los monjes griegos que habían escapado de la persecución iconoclasta. La iglesia adjunta, reconstruida por el Papa y puesta al servicio de los religiosos refugiados, tomó el nombre de San Silvestre in Capite, porque ahí se guardó una cabeza que los griegos trajeron del oriente y que era, según se afirmaba, la de San Juan Bautista. Once siglos más tarde, la misma iglesia, nuevamente reconstruida, fue entregada para el culto de los católicos ingleses, por el Papa León XIII.
El Papa Pablo I se hallaba en San Pablo Extramuros, a donde había ido para escapar al agobiante verano de Roma, cuando fue atacado por una fiebre que resultó fatal. Murió el 28 de junio de 767.
El Líber Pontificalis en la edición de Duchesne
(vol. I, pp. 463-467), es la fuente más digna de confianza para una estimación
del carácter personal del Papa. Las cartas de Pablo I, se encuentran en MGH., Epistolae, vol. III, edición de Gundlach. En inglés, está la
obra de Mons. Mann, Lives of the
Popes (vol. I, parte II, pp. 331-360). Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. VII; a Duchesne, en Les Prémiers Temps de l'Etat Pontifical (1904),
pp. 79-94; a M. Beaumont en Mélanges d'archéologie
et d'histoire 1930, pp. 7-24; F. H. Seppelt, en Das Papsttum im Früh-mittelalter 1934, pp.
137-146; Fliche y Martin, Histoire de l'Eglise, vol.
VI (1937), pp.
17-31.
(28 de junio).
Santos Sergio y Germano son venerados como los monjes griegos que fundaron el gran monasterio ruso de Valaam (o Válamo), en la isla del mismo nombre del lago Ladoga en el extremo sudeste de Finlandia. Desde aquel rincón, los dos monjes evangelizaron a los herejes carelios que ocupaban los territorios en torno al lago. Los historiadores colocan este acontecimiento entre los años de 973 y 992, cuando empezaba la evangelización de los rusos, en Kiev y sus alrededores, pero no hay un fundamento firme para aceptar esa fecha tan antigua. Ciertamente que el monasterio fue fundado antes del siglo quince y que fue reestablecido por el zar Pedro el Grande, en 1718, pero antes de aquella época y durante un siglo, no fue más que un montón de ruinas donde no vivía nadie, a causa de las prolongadas guerras entre suecos y rusos. También las tradiciones escritas y orales se cortan en esa época, sin dejar más que suposiciones evidentemente fantásticas sobre la fundación del monasterio.
Una fecha más probable que la de 992, es la de 1329, cuando los monasterios rusos surgían en la región de Ladoga, como parte de una consolidación política contra los suecos del occidente de Karelia. Uno de los relatos dice que, por entonces, San Sergio estableció su abadía en la caverna de Vaaga, un lugar donde se había practicado el culto pagano; Sergio era un extranjero, procedente de Novgorod o de Bizancio y, según esa versión, había sido el jefe máximo de un poderoso grupo de traficantes y mercaderes en Novgorod. En la caverna atendía solícitamente las almas y los cuerpos de las gentes y, para ganarse la vida y entretenerse, se entregaba a su afición de tallar esculturas en la piedra. Además de haber llegado a ser el superior de una comunidad monástica, era considerado como la mayor autoridad en cuestiones civiles por las gentes del lugar.
Otra leyenda
dice que San Sergio bautizó a un carelio llamado Munga, quien llegó a ser su
sucesor en la abadía con el nombre de Germano. Pero, al parecer, esa leyenda
surgió de una confusión con un tal Hans Munck, que vivió en el siglo diecisiete
y que era un sueco, gobernador de la región y luterano, quien ciertamente no
terminó sus días en un monasterio. Todo lo que se sabe acerca de Germano es que
fue un contemporáneo de San Sergio y su colaborador. De todas maneras, hasta
que estalló
Sergio y Germano figuran
entre los santos rusos mencionados en el artículo dedicado a San Sergio de
Radonezh, el 25 de septiembre. Su historia es muy vaga; las informaciones que
permitieron redactar la narración que figura arriba, fueron proporcionadas por
Ragnar Rosen, ex director de los archivos del estado finlandés en Viborg y
director de los archivos municipales de Helsinki. El monasterio de Valaam,
perteneciente a la Iglesia ortodoxa rusa, es uno de los pocos que reconocieron
las autoridades soviéticas desde 1943. Para el relato de su historia, anterior
a
(29 de junio).
La historia de San Pedro, tal como la cuentan los Evangelios, es muy conocida y no hay necesidad de relatarla aquí en detalle. Sabemos que era Galileo, que tenía su casa en Betsaida, que estaba casado, que era pescador y que era hermano del Apóstol San Andrés. Portaba el nombre de Simón, pero el Señor, en el primer encuentro que tuvo con él, le dijo que se llamaría Cefas, el equivalente, en arameo, de la palabra griega que significa “piedra” y que, en su forma española, derivó hasta convertirse en el apelativo Pedro. Nadie que haya leído, aunque sea superficialmente, el Nuevo Testamento, habrá dejado de advertir el sitio predominante que se le otorga siempre entre los primeros seguidores de Jesús. Fue él quien actuó como portavoz de los demás, al proclamar una sublime profesión de fe: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!” A él personalmente le dirigió el Salvador estas palabras, con una solemnidad que no tiene paralelo en los Evangelios: “¡Bendito seas, Simón, hijo de Jonás, porque no han sido la carne ni la sangre las que te revelaron estas cosas, sino mi Padre que está en los Cielos! Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: y todo lo que tú atares en la tierra, atado quedará en el cielo; y lo que desatares en la tierra, quedará desatado en el cielo.”
No menos
familiar es la historia de la triple negativa de Pedro hacia su Maestro, no
obstante la advertencia que El mismo le había hecho sobre el particular. El caso
fue relatado por los cuatro evangelistas con una abundancia de detalles que
parece exagerada ante la pequeñez del suceso, si se le compara con los otros
incidentes en
Después de
Al iniciarse la persecución que culminó con el martirio de San Esteban en presencia de Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, la mayoría de los nuevos convertidos a las enseñanzas de Cristo, se dispersaron, pero los Apóstoles permanecieron agrupados en Jerusalén, hasta que llegaron noticias sobre la acogida favorable que habían recibido en Samaría las predicaciones de San Felipe el Diácono. Entonces, San Pedro y San Juan se trasladaron a aquellas comarcas e impusieron las manos (¿confirmaron?) sobre los que San Felipe había bautizado. Entre éstos se hallaba un hombre al que conocemos con el nombre de Simón el Mago, quien presumía de poseer ocultos poderes y había adquirido mucha fama por sus hechicerías. Al ver el Mago lo que sucedía con los recién confirmados, se acercó a los Apóstoles para decirles: “Dadme a mí también esa potestad, para que cualquiera a quien imponga yo las manos, reciba el Espíritu Santo.” Pero, aun cuando ofreció dinero, no obtuvo más que una rotunda negativa. Pedro le dijo: “Perezca tu dinero contigo; pues has juzgado que se alcanzaba por dinero el don de Dios.”
En la literatura apócrifa conocida como las “Clementinas,” se representa a Simón el Mago, en una época posterior, al encontrarse con San Pedro y entablar una larga discusión con él y con San Clemente, mientras viajan de una a otra de las ciudades marítimas de Siria, en su travesía a Roma. Todavía antes que las Clementinas, San Justino Mártir (que escribió por el año de 152), declara que Simón el Mago fue a Roma, donde se le honró como a una deidad; pero debe admitirse que las evidencias citadas por Justino sobre este particular, son muy poco satisfactorias. También en las apócrifas “Actas de San Pedro” hay una dramática historia sobre los intentos del Mago para ganarse la voluntad de Nerón por medio de demostraciones de sus poderes ocultos, de los que pensaba valerse para volar por los aires. De acuerdo con aquella leyenda, San Pedro y San Pablo estaban presentes y, por medio de sus oraciones, anularon los poderes mágicos de Simón que, al emprender el vuelo, cayó a tierra y, poco después, murió a consecuencia de las heridas. Muchos otros relatos contradictorios son relatados por Hipólito (en su Philosophumena) y varios escritores antiguos, siempre en torno a una discusión, a un conflicto entre Simón el Mago y los dos grandes Apóstoles, con Roma por escenario. A pesar de la debilidad de las evidencias, hubo una inclinación general entre los escritores cristianos primitivos, como por ejemplo San Ireneo, para considerar a Simón el Mago como “padre de los herejes” y, en eso debe haber algo de simbólico, porque los antagonistas del Mago eran siempre San Pedro y San Pablo, los representantes de la verdad cristiana en la capital del mundo de entonces.
Casi todo lo que
sabemos de cierto sobre la existencia posterior de San Pedro, procede de los
Hechos de los Apóstoles y de algunas alusiones en sus propias Epístolas y en
las de San Pablo. Tiene particular importancia el relato sobre la conversión
del centurión Cornelio, puesto que, a raíz de aquel acontecimiento, surgió el
debate sobre la continuación de la práctica del rito de la circuncisión y el
mantenimiento de la prescripción de la ley judía para no mezclarse con los
gentiles ni comer algunos de sus alimentos. Con las instrucciones que recibió
en el curso de una visión, San Pedro, tras algunos titubeos, llegó a admitir
que la antigua costumbre había terminado y que la Iglesia fundada por Cristo,
iba a ser para los gentiles lo mismo que para los judíos. San Pablo le dirigió
algunos reproches, como sabemos por
Es posible, aunque no contemos con datos concretos, que antes del Concilio de Jerusalén (¿49? d.C.), San Pedro hubiese sido, durante dos años o más, el obispo de Antioquía y que también había ido hasta Roma y había tomado posesión de la que habría de ser su sede permanente. Los Hechos registran un incidente trágico al relatar la súbita y violenta persecución de Heredes Agripa I, posiblemente en el año 43. Se afirma que Heredes “mató a Santiago, el hermano de Juan, con la espada” —éste, por supuesto, era Santiago el Mayor, Apóstol, cuya fiesta se celebra el 25 de julio— y que, después, procedió a detener también a Pedro. Pero mientras tanto “la Iglesia, incesantemente, hacía oración a Dios por él” y Pedro, “no obstante que estaba dormido entre dos guardias, atado a ellos con dos cadenas; y los centinelas a las puertas de la prisión, haciendo guardia, “fue puesto en libertad por un ángel” y partió en busca de un refugio seguro,” tal vez en Antioquía o quizá en Roma. Desde aquel momento, los Hechos de los Apóstoles no vuelven a mencionar a Pedro.
La “pasión” de San Pedro tuvo lugar en Roma, durante el reinado de Nerón (54-68 d.C.), pero no existe ningún relato escrito sobre el suceso. De acuerdo con una antigua tradición, no comprobada, se encerró a San Pedro en la cárcel Mamertina, donde ahora se encuentra la iglesia de San Pietro in Carcere. Tertuliano, quien murió cerca del año 225, dice que el Apóstol fue crucificado; por su parte, Eusebio agrega que (un dato que tomó del autorizado Orígenes, muerto en 253), por expreso deseo del anciano Pedro, la cruz fue colocada cabeza abajo. El sitio debe haber sido el acostumbrado: los jardines de Nerón, escenario de tantos dramas terribles y gloriosos por aquel entonces. La tradición que otrora se aceptaba por lo común, de que el pontificado de San Pedro duró veinticinco años, no es probablemente más que una deducción, fundada en datos cronológicos inconsistentes. También hay una hermosa leyenda donde se narra que, a instancia de los cristianos de Roma, ansiosos por salvar a su obispo de una muerte segura, partió San Pedro de la ciudad y, en el camino, se encontró al Señor que venía en sentido contrario; el Apóstol le preguntó: “¿Quo vadis, Domine?” (¿A dónde vas, Señor?) Jesús repuso: “Voy a ser crucificado por segunda vez” y, al instante, San Pedro emprendió el regreso a Roma, porque había comprendido que aquella cruz de que habló el Salvador, le estaba destinada. San Ambrosio fue el primero en relatar esta leyenda, en el curso de su sermón contra Auxencio. La coincidencia de algunos puntos del relato con los pensamientos expresados en los versículos 4 y 5 del himno “Apostolarum Passio,” explica, como lo indica A. S. Walpole, que se haya atribuido ese poema a San Ambrosio.
No es éste el
lugar apropiado para discutir las objeciones que, de tanto en tanto, se han
hecho contra el episcopado y el martirio de San Pedro en Roma (cf. fiesta de la “Cátedra de San Pedro,” 18 de enero).
Tal vez sea cierto, por otra parte, que ninguno de los investigadores más
serios de la actualidad pone en tela de juicio la cuestión, porque consideran
que las evidencias de documentos y monumentos, es suficiente y decisiva. Pero
sí podemos hacer breves referencias sobre numerosos indicios de una antiquísima
y vigorosa devoción popular por San Pedro y San Pablo en
Junto a aquellos sepulcros, se encontró el muro de una espaciosa sala abierta por uno de sus lados, que pudo haber sido construida alrededor del año 250. Por las decoraciones del muro y otros detalles, se trataba evidentemente de un lugar para las reuniones de carácter comunitario o ceremonial. Hay buenas razones para suponer que aquella sala fue el escenario de las reuniones que hacían los cristianos primitivos y que llamaban ágapes. No hay duda posible de que las placas de yeso que estaban adheridas al muro, tenían grafiti o escrituras que, con seguridad, datan de la segunda mitad del siglo tercero. Se podría pensar que los miembros de aquel grupo eran personas de mala educación que se entretenían en garabatear sus expresiones piadosas en las paredes, pero lo cierto es que, en todas y cada una de las inscripciones fragmentarias, se pone de manifiesto la devoción por los Santos Pedro y Pablo, de una manera o de otra. He aquí algunas muestras: “PETRO ET PAULO TOMIUS COELIUS REFRIGERIUM FECI.”
El refrigerium se llamaba a lo que se ofrecía de comer o de beber en aquellas reuniones y de lo que invariablemente se apartaba algo para los cristianos más pobres. De manera que la inscripción podría traducirse así: “Yo, Tomius Coelius, ofrecí un refrigerio en honor de Pedro y Pablo.”
“DALMATIUM BOTUM IS PROMISIT REFRIGERIUM.” “Por juramento, Dalmacio prometió ofrecer un refrigerio para ellos.”
Algunos de los escritos son simples invocaciones:
“PAULE ET PETRE PETITE PRO VICTORE.” “Pablo y Pedro, pedid por Víctor.”
“PETRUS ET PAULUS 1N MENTE ABEATIS ANTONIOS BASSUM.” “Pedro y Pablo, tened presente a Antonio Basso.”
Las inscripciones candidas, espontáneas y escritas, muchas veces, con graves faltas de ortografía, indican que existía un culto muy acendrado por los santos Pedro y Pablo en aquel lugar. La mayoría están escritas en latín y algunas en griego, pero hay muchas frases en latín, escritas con caracteres griegos. Ya dijimos que las placas de yeso estaban rotas y sus inscripciones eran fragmentarias y algunas, ilegibles, pero en ochenta del número total, aparecen los nombres de los santos Apóstoles, a veces el de Pedro primero o viceversa. No hay duda, por lo tanto, de que en la segunda mitad del siglo tercero, de acuerdo, en consecuencia, con una indicación del calendario Filocaliano (del año 324) que conmemora una traslación o una fiesta de los dos Apóstoles, en el 258, y en las catacumbas, de que existía por aquel entonces y en aquel lugar, una gran devoción por los dos Patronos de Roma.
Ya a principios
del siglo tercero afirmaba Cayo, según cita de Eusebio, que el lugar del
triunfo de San Pedro se encontraba en la colina del Vaticano; el sitio del
martirio de San Pablo se veneraba en
En fecha
posterior a la época en que se escribió lo anterior, se practicaron
excavaciones bajo la basílica de San Pedro. Los resultados de aquellos
trabajos, iniciados en 1938, se publicaron profusamente. El sitio y los restos
fragmentarios de la tumba del Apóstol San Pedro, habían sido identificados sin
lugar a duda; pero entonces, ahora y tal vez para siempre, está en el terreno
de las posibilidades la suposición de que los restos humanos hallados en las
proximidades de la tumba, sean los de San Pedro. Los descubrimientos en el
Vaticano avivaron el interés en los del sitio de San Sebastián; pero, por
diversas razones, la teoría de que los restos de San Pedro fueron llevados en
el año de
Al parecer, la fiesta doble de San Pedro y San Pablo ha sido conmemorada siempre, en Roma, el 29 de junio; Duchesne considera que esta práctica se remonta, por lo menos, a los tiempos de Constantino; pero en el oriente, esa conmemoración se asignaba, al principio, al 28 de diciembre. Lo mismo sucedía en Oxyrhynchus, en Egipto, como atestiguan antiguos papiros, hasta el año de 536; pero en Constantinopla y en otras partes del Imperio Romano oriental, la fecha del 29 de junio se aceptó poco a poco. En Siria, a principios del siglo quinto, como lo sabemos por una nota del “Breviario” sirio que dice así: “28 de diciembre, en la ciudad de Roma, Pablo, el Apóstol y Simón Cefas (Pedro), el jefe de los Apóstoles del Señor,” la fecha era la que se observaba en el oriente.
* “Príncipe,” del latín princeps, significa sencillamente, cabeza principal o jefe
supremo. El equivalente griego en el uso de Bizancio se aplica tanto a San
Pedro como a San Pablo; el término se aplicaba al director del coro en los
dramas del Ática y, por lo tanto, era a veces el corifeo, cabeza de danzarines.
Hay, por supuesto,
abundantísima literatura relacionada con San Pedro, con su vida y sus actos,
desde cualquier punto de vista. Los comentaristas de los Evangelios y los
Hechos de los Apóstoles suministran la enorme mayoría de los datos con que se
practicaron las posteriores investigaciones. El librillo St Pierre (en la serie Les Saints), por L.C. Fillion, es una excelente introducción para
el estudio del asunto, puesto que incluye todos los datos registrados sobre el
Apóstol; el St. Pierre de C. Fouard es más extenso y detallado, pero sólo
se ocupa de los primeros años de la Iglesia y deja de lado lo que dicen de San
Pedro los Evangelios. Ver a R. Aigrsin, en Sí. Fierre (1938) y una obrilla popular del estadounidense W. T. Walsh, St. Peter, the Apostle (1950). Sobre la primacía, deberá consultarse la
obra del obispo Besson: St. Pierre et les origines de
(29 de junio).
De entre todos
los santos cuyos datos nos proporcionan las Sagradas Escrituras, San Pablo es
al que se conoce más íntimamente. No sólo poseemos un registro exterior de sus
hechos, proporcionado por su discípulo San Lucas en los Hechos de los
Apóstoles, sino que contamos con sus propias revelaciones íntimas de sus cartas
que, si bien tenían el propósito de beneficiar a los destinatarios, ponen al
desnudo su alma. [También
hay algunas descripciones sobre su aspecto físico (ver: 2 Corintios 10:10). Un
documento del siglo segundo, las llamadas “Actas de Pablo y Tecla,” dicen que
era un hombre de corta estatura, calvo, ligeramente cojo, vigoroso, sin
separación entre las dos cejas, nariz larga, de mirada aguda y atractiva. A
veces aparecía como un hombre y otras se asemejaba a un ángel.] Sin
transcribir una buena parte del Nuevo Testamento, sería difícil esbozar un
retrato fiel del carácter y la personalidad del Apóstol de los Gentiles; pero
suponemos que el Nuevo Testamento está en manos de todos nuestros lectores. En
el primer volumen de esta serie, bajo la fecha del 25 de enero, se trató la
conversión de San Pablo. En esta nota, nos ha parecido conveniente dejar de
lado las treinta y dos páginas que dedica Butler a los viajes misioneros de
Pablo y sus escritos, para hacer un resumen de lo que dice San Lucas en los
últimos quince capítulos de los Hechos.
Después de que Saulo fue derribado en el camino de Damasco, por la voz de Cristo y, de encarnizado perseguidor de los cristianos, se transformó en el más fiel de los siervos del Señor, se curó de la temporal ceguera que le aquejaba y se retiró a “Arabia,” donde pasó recluido tres años. De regreso en Damasco, comenzó a predicar el Evangelio con fervor. Pero la furia de los enemigos de su doctrina creció a tal punto que, para salvar la vida, tuvo que escapar escondido en un cesto que se descolgó por la muralla de la ciudad. Se dirigió a Jerusalén, donde, lógicamente, los cristianos y los mismos Apóstoles, a quienes hacía poco perseguía, le miraban con mucha desconfianza, hasta que el generoso apoyo de Bernabé disipó sus temores. Pero no pudo quedarse en Jerusalén, puesto que el resentimiento de los judíos hacia él amenazaba con perderle y, advertido por una visión que tuvo mientras se hallaba en el templo, se refugió, durante algún tiempo en Tarso, su ciudad natal. Hasta ahí fue Bernabé para convencerle de que le acompañase a Antioquía, en Siria, donde los dos predicaron con tanto éxito, que pudieron fundar una numerosa comunidad de creyentes que, en aquella ciudad y por vez primera, se conocieron con el nombre de cristianos.
Al cabo de una
estadía de doce meses, Saulo hizo su segunda visita a Jerusalén, en el año 44,
junto con Bernabé, para llevar socorro a los hermanos que sufrían de hambre. Ya
para entonces, todas las dudas respecto a la sinceridad de Pablo habían quedado
disipadas. Después de regresar a Antioquía y, por inspiración del Espíritu
Santo, él y Bernabé recibieron la ordenación sacerdotal y partieron hacia una
jornada de misiones, primero a Chipre y después al Asia Menor. En Chipre
convirtieron al procónsul Sergio Paulo y pusieron en ridículo al falso mago y
profeta Elimas, por quien el romano se había dejado engañar. De ahí pasaron a
Perga y atravesaron las montañas del Tauro para arribar a Antioquía de Pisidia;
continuaron la marcha para predicar en Iconio y luego en Listra (donde al sanar
milagrosamente a un tullido, se los tomó por dioses): Bernabé era Júpiter y
Pablo, Mercurio, porque era el que hablaba). Pero entre los judíos de Listra
surgieron los enemigos que provocaron una rebelión contra los predicadores;
apedrearon a Pablo (desde su visita a Chipre había cambiado su nombre de Saulo
por el de Pablo) y lo dejaron por muerto. Sin embargo, no lo estaba y, con
ayuda de Bernabé, escaparon para refugiarse en Derbe; a su debido tiempo,
continuaron la marcha hacia el ambiente más tranquilo de Antioquía de Siria. En
aquella primera expedición transcurrieron unos dos o tres años, puesto que, al
parecer, en el año 49, Pablo fue por tercera vez a Jerusalén y estuvo presente
en la asamblea, por la que se decidió definitivamente la actitud de
El lapso entre
los años 49 y 52 encontró a San Pablo ocupado en la empresa de su segundo gran
viaje. Acompañado por Silas, pasó de Derbe a Listra, sin preocuparse por lo que
le había ocurrido ahí la primera vez; pero en esta segunda ocasión, fue
cordialmente acogido por los fieles agrupados en torno a Timoteo, cuyos
familiares moraban en la ciudad; por otra parte, Pablo se mostró más precavido
y no dio ocasión a que los judíos se irritasen contra él y aceptó al circunciso
Timoteo, cuyo padre era griego, pero por parte de madre, era judío. Junto con
Timoteo y Silas, continuó San Pablo su jornada a través de Frigia y Galacia,
sin dejar de predicar y de fundar iglesias. Sin embargo, no le fue posible
avanzar más por la ruta que seguía hacia el norte, a causa de una visión que
tuvo, en la que se le ordenaba devolverse hacia Macedonia. En consecuencia,
partió desde
Su tercer viaje abarcó dos años entre el 52 y el 56. Luego de atravesar Galacia, la provincia romana de “Asia,” Macedonia y Acaia, retrocedió camino hacia Macedonia donde se embarcó para hacer una quinta visita a Jerusalén. Es posible que, durante este período, pasara tres inviernos en Efe-so y fue ahí donde ocurrió el tumultuoso disturbio creado por Demetrio, el platero y tallador, cuando las prédicas de Pablo arruinaron los lucrativos negocios de los mercaderes en la compra y venta de las imágenes de la diosa Diana. Asimismo, se relata la forma indignada con que le recibieron los ancianos en Jerusalén y la conmoción popular que se produjo, cuando el Apóstol hizo una visita al Templo. Ahí fue detenido, maltratado y cargado de cadenas, pero tuvo oportunidad de defenderse brillantemente ante el tribunal. La investigación oficial quedó en suspenso y el reo fue enviado a Cesárea, porque se descubrió la conspiración de cuarenta judíos que habían jurado “no comer ni beber, hasta que Pablo estuviese muerto.” Su cautiverio en Cesárea duró dos años, los mismos que gobernaron el distrito los procónsules Félix y Festo, mientras que el proceso judicial aguardaba, en vista de que los gobernadores no podían encontrar prueba alguna de que el reo hubiese cometido un delito merecedor de castigo y, por otra parte, no querían hacer frente a las protestas y violencias populares, si declaraban inocente al reo odiado por los judíos. Entretanto, Pablo “apeló al César;” en otras palabras, exigió, valido en sus derechos de ciudadano romano, que su causa fuese vista por el propio emperador. Por lo tanto, el prisionero, bajo la vigilancia del centurión Julio, fue enviado a Myra y trasportado de ahí a Creta, en un barco alejandrino con un cargamento de trigo. Aquella nave, sorprendida por un huracán, naufragó frente a las costas de Malta. Tras largas demoras, San Pablo fue embarcado en otra nave que lo condujo al puerto de Puteoli y, de ahí, se trasladó por tierra a Roma. El libro de los Hechos lo abandona en este punto, en espera de su proceso ante Nerón.
Desde entonces,
los movimientos y la historia del gran apóstol son muy inciertos. Parece
probable que fue procesado en Roma, tras un largo encarcelamiento y, declarado
inocente, quedase en libertad. Hay pruebas de que todavía realizó un cuarto
viaje. Algunos sostienen que visitó España, pero nosotros podemos afirmar sin
temor a equivocarnos, que fue una vez más a Macedonia, donde es posible que
haya pasado el invierno entre el año 65 y el 66, en la ciudad de Nisópolis. Al
regresar a Roma, fue de nuevo detenido y encarcelado. No se sabe con certeza si
fue condenado junto con San Pedro, pero sí puede asegurarse que, en su calidad
de ciudadano romano, la forma de la ejecución tenía que ser distinta. La
tradición firmemente arraigada y, al parecer, digna de confianza, dice que le
cortaron la cabeza, en un punto de
También en el caso de San
Pablo hay abundante literatura que sería imposible considerar en detalle. Como
guía particularmente valiosa sobre los innumerables problemas que surgen de la
obra y los escritos del Apóstol, se recomienda, sobre todo, el breve volumen de
Fr. F. Prat, Saint Paul. Se publicó en la serie Les Saints. El Saint
Paul de
Fouard, es también muy conocido y da amplios detalles sobre la historia del
personaje. Habrán de servir de gran ayuda, los comentarios sobre las Epístolas,
hechos por el obispo anglicano, Lightfoot, así como los libros de su amigo el
explorador arqueológico Sir. W. M. Ramsey, sobre todo, su Saint Paul, the Traveller (1908) y The Church in the Román Empire (1893). Necesariamente,
todos los comentarios sobre los Hechos
de los Apóstoles tratan la historia de San Pablo; ver, por ejemplo, a E. Jacquier, Les Actes des Apotres (1926) y a Camerlynck y Van
der Heeren, Commentarius in Actus Apostólorum
(1923).
Otros libros útiles son: K. Pieper, Paulus, siene Missionarische Personlichkeit (1926); P. Delatre, Les Epitres de S. Paul (1924-1926); Tricot, S. Paul (1928). La indispensable Teología de San Pablo de Fr. Prat. Otras
publicaciones recientes traducidas al inglés, son Paul of Tarsus de Mons. J. Holzner (1944) y St. Paul, Apostle and Martyr, de Giordani (1946); hay una extensa biografía en
italiano, por D. A. Penna, San Paulo (1946); E. B. Alio, S. Paul, Apotre de Jésus-Christ (1946) y el estudio de R.
Sencourt, St. Paul: Envoy of Grace (1948). Hay muchos escritos
apócrifos en los cuales San Pablo figura, incluso cartas que se le atribuyen. Las Actas de San Pablo fueron editadas por W.
Schubart, quien las tomó de un papiro manuscrito de Hamburgo. Las Actas de Pablo y Tecla han sido impresas más de una
vez; véase en este libro, el 23 de septiembre, a Santa Tecla, lo mismo que a O.
von Gebhardt, en Texte und
Untersuchungen, vol. VII, parte II (1902); consúltese a L. Vouaux, en Les Actes de Paul et ses Lettres apocryphes (1913). Sobre la tumba del
Apóstol en el confessio de la iglesia de San Pablo
Extramuros, ver a Grisar, en Analecta
Romana, p.
259 y ss. Tal vez nadie haya escrito sobre San Pablo con mayor intuición que el
cardenal Newman, quien era especialmente apto para apreciar el secreto del
atractivo del Apóstol.
(29 de junio).
Lo poco que
sabemos sobre San Casio, procede de las páginas de San Gregorio el Grande. En
sus “Diálogos,” se explaya sobre las virtudes de este obispo de Narni, sobre su
vida ejemplar, su vigilancia para su rebaño, su abnegación y generosidad hacia
los pobres. Uno de los sacerdotes de su iglesia le reveló que su muerte
ocurriría en Roma, el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo, y el obispo,
muy impresionado por aquel vaticinio, se hizo el propósito de viajar a
Sobre la vida de San Casio,
no se sabe nada más de lo que cuenta San Gregorio el Grande, tanto en sus Dialogues como en un sermón suyo. Los párrafos referentes a
este santo obispo se imprimieron en Acta Sanctorum, junio, vol. VII.
(29 de junio).
Al mediar el siglo nueve, Walter, el abad del doble monasterio de Ober Altaich, en Baviera, mandó que se construyese la celda para una ermitaña, en el extremo occidental de la iglesia, con una puerta hacia al coro. Tras los ritos y ceremonias acostumbradas, enclaustró ahí a una parienta suya, una extranjera venida de Inglaterra, llamada Salomé. De acuerdo con una tradición que circulaba en Altaich, era una princesa doncella, sobrina del rey inglés. Durante el viaje de regreso de una peregrinación a Jerusalén, tuvo la desventura de perder a sus dos damas asistentes, todas sus posesiones y, temporalmente, la vista. Luego de muchos sufrimientos y largas caminatas, llegó a Passau, donde halló refugio durante algún tiempo; de ahí se fue a Altaich, con el propósito de terminar sus días en la reclusión, entregada a la plegaria y la penitencia. Algún tiempo después de su enclaustramiento, llegó a reunirse con ella una prima o tía, llamada Judit, que era viuda y, según creencia general, había sido enviada por el rey de Inglaterra para buscar a Salomé. Pero sea como fuese, el claustro de Altaich le gustó y ahí se quedó con su pariente. Fue construida una segunda celda, adyacente y ahí vivieron las dos mujeres hasta que la muerte de Salomé dejó a Judit sola. A veces, ésta sufría los ataques del diablo, que acudía a atormentarla por las noches: los gritos de horror que se escapaban de su celda, atraían a los monjes del vecino monasterio para averiguar si la estaban asesinando. A su muerte, fue enterrada junto a Salomé, en Ober Altaich. Se afirma que, en 907, cuando el monasterio fue destruido por los húngaros, las reliquias de las dos reclusas fueron trasladadas a Nieder Altaich donde aún se las venera.
Ninguna princesa inglesa de la época, según los registros históricos, se podrá identificar con Salomé o con Judit, a menos que, como ya se ha sugerido, alguna de ellas fuese Edburga, la hermosa y malvada hija de Offa de Mercia. Edburga se casó con Beortrico, rey de los sajones del oeste y, luego de asesinar, por simple gusto, a muchos de los cortesanos, mató accidentalmente a su esposo con el veneno que había preparado para algún otro. Por sus nefandos crímenes fue condenada al destierro y, al abandonar Inglaterra, se refugió en la corte de Carlomagno. El monarca, como dice Guillermo de Malmesbury, “por la gran belleza y la increíble perversidad de Edburga, la entregó a un convento de nobles monjas para que la cuidasen.” Pero la conducta de la inglesa en el claustro fue tan reprobable, que las monjas, escandalizadas, la expulsaron ignominiosamente; desde entonces, quedó condenada a ir de un lugar a otro, sin ser recibida en ninguno y con una criada por toda compañía. Asser afirma que muchas gentes la vieron pedir limosna de puerta en puerta, en las calles de Patavium (Pavía). Si acaso Patavium es, como se ha sugerido, el nombre de Patavia o Passau, que algún copista hubiese escrito mal, habría la posibilidad de que Edburga fuera la enclaustrada Judit, puesto que Passau está muy cerca de Altaich. Se supone, naturalmente que, al entrar en religión, se cambió el nombre para romper todo vínculo con su tenebroso pasado.
Hay una detallada narración en
latín que trata sobre la historia de estas dos mujeres y que, al parecer, fue
escrita por un monje de Nieder Altaich. En 1709, los bolandistas afirman que
aquel monje fue casi contemporáneo de las dos mujeres (ver el Acta Sanctorum, junio, vol. VII), pero otros investigadores
más modernos sostienen que el documento no puede haber sido escrito antes del
siglo doce. Además, el abad Walter parece pertenecer más bien al siglo once, a
la época de Guillermo el Conquistador. Véase a Holder-Egger en MGH., Scriptores, vol. XV, pp. 847 y ss.; y al Forschungen zur deutschen Geschichte, vol. XVIII (1898), pp. 551 y
ss. Para la historia de Edburga, ver a R. M. Wilson, en The Lost Literature of Medieval England (1952), pp. 37 y ss.
(29 de junio).
La pequeña ciudad
austríaca de Gurk, en
La trágica
noticia llegó al castillo y, mientras Emma se abandonaba a su profundo dolor, el
landgrave enfurecido lanzó improperios a diestra y siniestra y juró que mataría
a todos los rebeldes con sus mujeres y sus hijos. Sin embargo, los consejos de
sus amigos le calmaron y desistió de su venganza. Emma recurrió al auxilio de
Dios con sus fervientes plegarias y logró que su marido perdonase a todos los
rebeldes, a excepción de los dos que habían cometido los asesinatos. Entonces,
el landgrave emprendió una peregrinación a Roma, por consejo de Emma; pero en
el camino de regreso contrajo una enfermedad y murió, a corta distancia de su
castillo. Ya sin esposo y sin hijos, la desventurada Emma entregó sus bienes y
el resto de su vida al servicio de Dios y del prójimo. A más de prodigar las
limosnas entre los pobres, fundó varias casas religiosas, de las cuales, la
principal, fue el monasterio antes mencionado. Se hallaba en los terrenos que
eran propiedad de la viuda del landgrave, y el castillo de Gurkhofen formaba
parte del edificio de la comunidad. En los dos establecimientos separados por
completo se hicieron las instalaciones necesarias para acomodar a veinte monjes
y setenta monjas. Las dos comunidades se turnaban para la laus perennis. [La laus perennis (salmodia continua), se acostumbraba en los
grandes monasterios, donde se organizaban turnos de monjes y monjas para cantar
el oficio, día y noche, sin interrupción. En Gurk subsistió esa costumbre que
ya ha desaparecido por completo.] Se dice que la propia Santa Emma recibió el velo en Gurk.
Murió alrededor del año 1045 y fue sepultada en la iglesia de Gurk.
No obstante que
se sabe a ciencia cierta que fundó el monasterio de Gurk, la existencia de
Santa Emma parece haber sido diferente a como se relata en la narración. Era
ella la que pertenecía a la familia Friesach y, al quedar viuda del conde Guillermo
de Sanngau, en 1015, conservó junto a sí a su hijo. Veinte años después, éste
fue muerto en el campo de batalla, y entonces Emma inició sus obras de caridad
y sus beneficios a la religión. El antiguo culto por la condesa Emma fue
confirmado por
Los bolandistas insertaron
la poco satisfactoria biografía medieval, escrita en latín, en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Ver A. von Jaksch, Gurker Geschichtsquellen, vol. I (1896); J. Lów, Hemmabuchelin (1931) y la publicación de
(30 de junio).
Todo lo que en
realidad se sabe acerca de San Marcial es que fue obispo de Limoges y que es
objeto de veneración desde tiempos muy remotos, como apóstol de la región de
Limousin y fundador de la sede que ocupó. Es muy probable que haya vivido hacia
el año 250. De acuerdo con la tradición que data del siglo sexto y fue
registrada por San Gregorio de Tours, era uno de los siete misioneros enviados
desde Roma a las Gallas, poco antes del 250. San Gaitán fue a Tours, San
Trófimo a Arles, San Pablo a Narbona, San Marcial a Limoges, San Dionisio
(Denis) a París, San Saturnino a Toulouse y San Austremonio a
Que esta fábula
extravagante, llena de anacronismos e improbabilidades, se haya tenido por cosa
cierta en aquella época de credulidad absoluta, no es cosa de extrañar; pero si
sorprende que, hasta hoy, se la tenga por cierta en algunos lugares. Se nos
dice que Marcial fue convertido al cristianismo a la edad de quince años por
las predicaciones de Nuestro Señor; fue bautizado por su pariente San Pedro;
estuvo presente en la resurrección de Lázaro; atendió a Jesús en
Se ha declarado
que el Papa Juan XIX autorizó que se diera el título de “apóstol” a San
Marcial, pero en 1854,
Hay tres relatos antiguos
sobre la vida de San Marcial. El primero, con una brevísima biografía y una
larga lista de sus milagros, se encuentra en el De Gloria Confessorum (cap. XXVII y cf. Hist. Francorum 1:28) de San Gregorio de Tours. Ahí se establece el arribo de San
Marcial, por el año 250. La segunda es más extensa y, posiblemente pertenece al
siglo nueve. En ella se dice que el santo fue enviado a Limoges por San Pedro,
pero sus trabajos de misionero, coronados por un éxito instantáneo y
acompañados de grandes maravillas, se limitan a la diócesis de Limoges. El
mejor de los textos de esta biografía, fue el que editó C. F. Bellet, en su
libro L'ancienne vie de St. Martial et
la prose rythmée (1897). La tercera biografía, la más fantástica, pretende haber sido
escrita por San Aureliano, el sucesor de Marcial, pero que tiene mucho de
(30 de junio).
Este Teobaldo era de la familia de los condes de Champagne, hijo del conde Arnoul, nacido en Provins, en la región de Brie, en 1017. En su temprana juventud, leyó obras sobre la vida que llevaban los padres del desierto y quedó muy impresionado por los ejemplos de abnegación, renunciación, contemplación y perfección cristiana que se le presentaban; la existencia de San Juan Bautista, San Pablo el Ermitaño, San Antonio y San Arsenio en las yermas soledades, le apasionaban y no deseaba otra cosa que imitarlos. Cuando su padre le mandó que se pusiese a la cabeza de un cuerpo de la tropa para emprender una campaña, el muchacho le reiteró, con mucho respeto, que estaría dispuesto a obedecerle a no ser porque había hecho el voto de apartarse del mundo. A regañadientes, el conde Arnoul acabó por dar su consentimiento.
Junto con otro joven de la nobleza, llamado Walter, se refugió en la abadía de Saint Remi, en Reims. Los dos, vestidos como mendigos, salieron a poco del monasterio; se dirigieron, primero hacia Suxy, en las Ardenas y luego, a los bosques de Pettingen, en Luxemburgo, donde encontraron la absoluta soledad que buscaban. Ahí construyeron dos pequeñas celdas para vivir en ellas. Como el trabajo manual es un deber necesario en la vida de ascetismo o de penitencia, y ellos no sabían tejer esteras ni cestos, iban diariamente a la población más próxima para ofrecerse, por jornadas, como peones de los albañiles, ayudantes de los labradores, o para acarrear piedras, recoger cosechas, cargar y descargar carretas, limpiar los establos o mover los fuelles para los hornos de los herreros. Gastaban sus jornales en comprar un poco de pan de centeno, que era todo lo que comían, y daban el resto a los pobres. Mientras trabajaban con sus manos, tenían el corazón puesto en la plegaria; por las noches, se mantenían en vela para cantar juntos los salmos. La fama de su santidad les molestaba hasta el extremo de que decidieron partir de aquel lugar en que ya no podían vivir ignorados. Emprendieron una peregrinación a Santiago de Compostela y de ahí se fueron a Roma. Luego de visitar todos los lugares de veneración en Italia, eligieron, para retirarse, un bosquecillo llamado Salanigo, cerca de Vicenza. Dos años después, Dios llamó a su seno a Walter. Teobaldo tomó la pérdida de su amigo como una advertencia de que a él mismo le quedaba poco por vivir y, entonces, multiplicó sus penitencias, austeridades y oraciones. Numerosos discípulos se reunían en torno a él y el obispo de Vicenza le elevó a las órdenes sacerdotales para que pudiera atenderlos con mayor provecho.
Su fama se extendió tanto que no tardaron en descubrirse sus antecedentes, su dignidad y su linaje; los padres de Teobaldo recibieron la noticia de que el hijo a quien creían muerto estaba vivo, y que era nada menos que aquel ermitaño de Salanigo, de quien habían oído tantas historias de santidad, milagros y profecías. Tanto el conde como su mujer eran ya muy ancianos, pero inmediatamente emprendieron el viaje a Italia para ver a su hijo. Gisele, la condesa, obtuvo el permiso de su marido para quedarse junto al ermitaño hasta el fin de sus días y Teobaldo construyó para ella una choza a corta distancia de la suya. Poco tiempo después, San Teobaldo cayó enfermo, pero no fue para morir: le sobrevino un mal doloroso y repulsivo que él soportó con infinita paciencia. Poco antes de morir, mandó llamar a un abad de los ermitaños camaldulenses, de cuyas manos había recibido los hábitos. A él le hizo su profesión, le confió a su madre y a sus discípulos y, tras de recibir el viático, murió en paz, el último día de junio de 1066. Menos de siete años después, le canonizó el Papa Alejandro II.
Una muy completa biografía
contemporánea, escrita por Pedro, abad de Vangadizza, fue impresa por Mabillon
y por los bolandistas en el Acta
Sanctorum, junio,
vol. VII. Por una confusión muy curiosa, Teobaldo fue honrado, erróneamente,
como el fundador de la iglesia y la ciudad de Thann, en Alsacia. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXIV
(1905), p. 150; R. Thompson, en The Old French
Poems on St. Thibaut (1936). El santo es el patrón de los carboneros y, a veces,
se le llama “le Charbonnier.”
El ejemplo de Cristo y de sus santos debe servir para alentarnos a soportar nuestras pruebas con paciencia y aun con alegría. Si lo hacemos así, no tardaremos en sentir el consuelo, la dulce serenidad de seguir por las huellas del Dios-Hombre y acabaremos por descubrir que, si nos echamos al hombro, valerosamente, nuestras cruces, El hará que no sintamos su peso, puesto que El mismo las carga por nosotros. El alma se sentirá dichosa al verse abandonada por las criaturas, al comprender que no son más que vanidad y que el hombre mismo suele ser falso y traidor. Entonces, pondrá toda su confianza tan sólo en Dios y tenderá hacia El con toda su fuerza. De ahí en adelante, no encontrará gozo sino en EL que la colma con su gracia, más poderosa mientras más apartada y alejada esté de las cosas terrenales, a fin de que pueda abrazarse más estrechamente a El, que nunca se olvida de los que sinceramente le buscan. “¡Dichoso cambio! exclama San Francisco de Sales ¡A los ojos de los hombres, el alma está sola y desamparada; pero es que ahora tiene a Dios en vez de las criaturas!”
FIN DEL SEGUNDO VOLUMEN