Vidas de los Santos

de Butler

 

Traducida y adaptada al español por Wifredo Guinea, S. J.

de la Segunda Edición Inglesa revisada por Herbert Thurston, S. J. y Donald Attwater.

 

Volumen II

Abril – Mayo – Junio.

 

 

San Valerio o Walarico, Abad (c. 620 d.C.).

San Macario el Taumaturgo (c. 830 d.C.).

Santos Apiano y Teodosia, Mártires (306 d.C.).

Santa María Egipciaca (¿siglo V?).

Santas Agape, Quionia e Irene, Vírgenes y Mártires (304 d.C.).

Santa Burgundofora o Fara, Virgen (657 d.C.).

San Nicetas, Abad (824 d.C.).

San Isidoro, Obispo de Sevilla, Doctor de la Iglesia (636 d.C.).

San Platón, Abad (814 d.C.).

Los Ciento Veinte Mártires de Persia (304 d.C.).

San Marcelino, Mártir (413 d.C.).

San Celestino I, Papa (432 d.C.).

San Eutiquio, Patriarca de Constantinopla (582 d.C.).

San Prudencio, Obispo de Troyes (861 d.C.).

San Afraates (c. 345 d.C.).

San Dionisio, Obispo de Corinto (c. 180 d.C.).

San Perpetuo, Obispo de Tours (c. 494 d.C.).

San Gualterio o Walterio de Pontoise, Abad (1095 d.C.).

Santa María Cleofás, Matrona (siglo I).

San Esiquio, Mártir (362 d.C.).

Santa Casilda de Toledo, Virgen (1007 d.C.).

 

San Valerio o Walarico, Abad (c. 620 d.C.).

(1 de abril).

San Valerio nació en Auvernia, en el seno de una familia humilde. Guillermo el Conquistador mandó exponer solemnemente sus reliquias para obtener del cielo un viento favorable a fin de que zarpara su expedición a Inglaterra. El santo, que era pastor, se las arregló para aprender a leer mientras cuidaba el ganado y llego a conocer de memoria el salterio. Un día, su tío le llevó a visitar el monasterio de Autumo; Valerio insistió en quedarse y su tío le permitió continuar ahí su educación, aunque no es del todo cierto que el santo haya tomado el hábito en ese convento. Algunos años después, pasó a la abadía de San Germán de Auxerre; pero no parece que haya vivido ahí mucho tiempo. En aquella época los monjes podían pasar libremente de un convento a otro; algunos eran simplemente espíritus inquietos, incapaces de establecerse en un sitio, pero otros cambiaban de monasterio por verdadero espíritu de perfección, en busca de directores espirituales capaces de ayudarlos a santificarse. San Valerio se contaba entre estos últimos. La fama de San Columbano y sus discípulos le movió a ir a Luxueil para ponerse bajo la dirección del gran santo irlandés. Con él fue su amigo Bobo, un noble a quien Valerio había convertido y que abandonó todas sus posesiones para seguirle. Ambos se establecieron en Luxeuil, donde encontraron el director espiritual y la forma de vida que necesitaban. San Valerio estaba encargado de cultivar una parte del huerto. Los otros monjes consideraron como un milagro que los insectos no atacasen la parte del huerto confiada a Valerio, en tanto que devastaban todo el resto; también parece que esto fue lo que movió a San Columbano, quien tenía ya una idea muy elevada de la santidad de Valerio, a admitirle a la profesión después de un noviciado excepcionalmente breve.

El rey Teodorico expulsó al abad del monasterio y sólo permitió que partiesen con él los monjes irlandeses y bretones. San Valerio, que no quería quedarse en el monasterio sin su maestro, obtuvo permiso de acompañar a un monje llamado Waldolano, quien iba a partir a una misión de evangelización. Se establecieron en Neustria, donde predicaron con gran libertad; la elocuencia y los milagros de Valerio lograron numerosas conversiones. Sin embargo, el santo se sintió pronto llamado de nuevo a retirarse del mundo, esta vez a la vida eremítica. Siguiendo el consejo del obispo Bercundo, escogió un sitio solitario cerca del mar, en la desembocadura del río Somme. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarse, no consiguió permanecer ignorado; pronto se le reunieron algunos discípulos y las celdas empezaron a multiplicarse en lo que más tarde se convertiría en la célebre abadía de Leuconaus. San Valerio partía, de vez en cuando, a predicar misiones en la región; obtuvo un éxito tan grande, que se cuenta que evangelizó no sólo lo que ahora se llama Pas-de-Calais, sino toda la costa oriental del estrecho.

San Valerio era alto y de figura ascética; su singular bondad suavizó la rigidez de la regla de San Columbano con excelentes resultados. Los animales acudían a él sin temor: los pájaros iban a posarse sobre sus hombros y a comer en sus manos; en más de una ocasión, el buen abad dijo a los que iban a visitarle: “Dejad comer en paz a estas inocentes criaturas de Dios.”

San Valerio gobernó el monasterio durante seis años por lo menos y murió hacia el año 620. Los numerosos milagros que obró después de su muerte, contribuyeron a propagar rápidamente su culto. Dos poblaciones francesas le deben su nombre: Saint-Valéry-sur-Somme y Saint-Valéry-en-Caux. Ricardo Corazón de León trasladó las reliquias del santo a esta última ciudad, que se halla en Normandía, pero más tarde fueron nuevamente llevadas a Saint-Valéry-sur-Somme, a la abadía de Leuconaus.

 

Se dice que Raginberto, quien fue abad de Leuconaus poco después de la muerte de San Valerio, escribió su biografía. Hasta hace algún tiempo, se pensaba que un autor posterior había conservado todo lo sustancial de dicha biografía, cambiando únicamente el estilo; pero Bruno Krusch parece haber demostrado que la obra de ese autor posterior, data del siglo XI y que se basa en otros documentos hagiográficos que no tienen nada que ver con San Valerio. Ver MGH., Scriptores Merov., vol. IV, pp. 157-175; ahí se encontrará un texto más moderno que el de los bolandistas y el de Mabillon. Pueden verse algunas críticas de la edición de B. Krusch en Wattenbach-Levison, Deutschlands Geschichtsquellen im Mittelalter Vorzeit und Karolinger, vol. I (1952), p. 137.

 

 

San Macario el Taumaturgo (c. 830 d.C.).

(1 de abril).

Macario el Taumaturgo nació en Constantinopla. Recibió una excelente educación y mostró particular aptitud para la Sagrada Escritura, “que aprendió entera en breve tiempo,” según leemos. Después, se trasladó de Constantinopla al monasterio de Pelekete, donde cambió su nombre de bautismo, que era Cristóbal, por el de Macario. Como era un monje modelo, fue elegido abad, y pronto se hizo famoso por las curaciones milagrosas que obró. Las multitudes acudían a Pelekete para obtener la curación de enfermedades de cuerpo y alma. San Tarasio patriarca de Constantinopla, quien había oído hablar mucho de su santidad y milagros, quiso entrevistarse con él; para escoltarle, envió al patricio Pablo, pues tanto a éste como a su esposa, ya desahuciada por los médicos, San Macario había devuelto la salud. Cuando se encontraron los dos santos, Tarasio bendijo a Macario y no le dejó volver a su monasterio, sino después de haberle conferido la ordenación sacerdotal. El santo abad no estaba destinado a vivir mucho tiempo en la paz del monasterio; el emperador Leo el Armenio se dedicó a perseguir a todos los que defendían el culto de las imágenes, y Macario fue torturado y estuvo prisionero hasta la muerte de Leo. El sucesor de éste, Miguel el Tartamudo, devolvió la libertad al santo y trató de ganarle con amenazas y promesas; pero, como San Macario permaneciese inflexible, el emperador lo desterró finalmente a Afusia, en la costa de Bitinia, donde murió el santo el 18 de agosto, pero es imposible precisar el año.

 

En Analecta Bollandiana se encontrará una biografía griega de San Macario, escrita por el monje Sabas (vol. XVI (1897), pp. 140-163). Algunas cartas de Teodoro el Estudita confirman el carácter histórico de esa obra. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXXII (1913), pp. 270-273; y cf. Echos d'Orient, I (1898), pp. 274-280. Parece que la fecha de la traslación de las reliquias es el 1° de abril.

 

 

Santos Apiano y Teodosia, Mártires (306 d.C.).

(2 de abril).

Entre los mártires de Palestina, a los que Eusebio conoció personalmente y cuyos sufrimientos describió, se cuentan dos, cuya tierna edad impresionó especialmente al escritor. Uno era Apiano, joven de veinte años y la otra era una muchacha de dieciocho años, llamada Teodosia.

Apiano había nacido en Licia y había estudiado en la famosa escuela de Berytus de Fenicia, donde se había convertido al cristianismo. A los dieciocho años se fue a vivir a Cesárea. Poco después, el gobernador de la ciudad recibió la orden de exigir que todos los habitantes ofreciesen sacrificios públicos. Al tener noticia de ello, Apiano, sin comunicar a nadie sus planes —“ni siquiera a nosotros,” dice Eusebio, que vivió entonces con él—, se dirigió al sitio en que el gobernador Urbano estaba ofreciendo sacrificios y logró llegar hasta él, sin que los guardias lo advirtiesen. Tomando a Urbano por el brazo, le impidió ofrecer el sacrificio y clamó contra la impiedad que cometía quien abandonaba el culto del verdadero Dios para adorar a los ídolos. Los guardias se lanzaron sobre Apiano y le molieron a puntapiés; después le arrojaron en un oscuro calabozo, donde pasó veinticuatro horas con apretados grilletes en los tobillos. Al día siguiente tenía el rostro tan hinchado, que era imposible reconocerle. El juez mandó desgarrarle con garfios hasta los huesos, de suerte que las entrañas del santo quedaron a la vista. A todas las preguntas respondía de la misma manera: “Yo soy siervo de Cristo.” Después se le aplicaron en las plantas de los pies lienzos mojados en aceite hirviente; pero, por más que le quemaron hasta los huesos, no consiguieron vencer su constancia. Cuando los guardias le decían que ofreciese sacrificios a los dioses, Apiano respondía: “Yo confieso al Cristo, el Dios verdadero que es uno con el Padre.” Al ver que no flaqueaba en su resolución, el juez le condenó a ser arrojado al mar. Inmediatamente después de ejecutada la sentencia, ocurrió un milagro que, según dice Eusebio, tuvo lugar en presencia de toda la población, ya que un violento temblor arrojó a la playa el cuerpo del mártir, a pesar de que los verdugos le habían atado al cuello losas muy pesadas.

Teodosia parece haber sido también martirizada durante la persecución de Maximino. Eusebio describe así su triunfo: “A los cinco años de persecución, el …cuarto día después de las nonas de abril, que era la fiesta de la Resurrección del Señor, llegó a Cesárea una joven muy santa y devota, llamada Teodosia, originaria de Tiro. Teodosia se aproximó a unos prisioneros que estaban esperando la sentencia de muerte delante del pretorio, con la intención de saludarles y, probablemente también, de pedirles que no la olvidasen al llegar a la presencia de Dios. Los guardias cayeron sobre ella como si hubiese cometido un crimen y la arrastraron ante el presidente, quien se dejó llevar por la crueldad y la condenó a terribles tormentos; los verdugos le desgarraron los costados y los pechos hasta dejar los huesos al descubierto. La mártir respiraba todavía y su rostro reflejaba una deliciosa sonrisa, cuando el presidente mandó que la arrojasen al mar.”

 

Este relato está tomado de Los Mártires de Palestina de Eusebio. Han llegado hasta nosotros dos versiones, que pueden verse en la edición de E. Grapin en la colección Textes et Documents pour l'Etude historique du Christianisme, vol. III, pp. 183-227. Ver también Analecta Bollandiana, vol. XVI (1897), pp. 122-127.

 

 

Santa María Egipciaca (¿siglo V?).

(2 de abril).

Según parece, la biografía de Santa María Egipciaca se basa en un corto relato, bastante verosímil, que forma parte de la “Vida de San Ciríaco,” escrita por su discípulo Cirilo de Escitópolis. El santo varón se había retirado del mundo con sus seguidores y, según parece, vivía en el desierto al otro lado del Jordán. Un día, dos de sus discípulos divisaron a un hombre escondido entre los arbustos y le siguieron hasta una cueva. El desconocido les gritó que no se acercasen, pues era mujer y estaba desnuda; a sus preguntas, respondió que se llamaba María, que era una gran pecadora y que había ido ahí a expiar su vida de cantante y actriz. Los dos discípulos fueron a decir a San Ciríaco lo que había sucedido. Cuando volvieron a la cueva, encontraron a la mujer muerta en el suelo y la enterraron ahí mismo.

Este relato dio origen a una complicada leyenda muy popular en la Edad Media, que se halla representada en los ventanales de las catedrales de Bourges y de Auxerre. Podemos resumir así la leyenda:

Durante el reinado de Teodosio, el Joven, vivía en Palestina un santo monje y sacerdote llamado Zósimo. Tras de servir a Dios con gran fervor en el mismo convento durante cincuenta y tres años, se sintió llamado a trasladarse a otro monasterio en las orillas del Jordán, donde podría avanzar aún más en la perfección. Los miembros de ese monasterio acostumbraban dispersarse en el desierto, después de la misa del primer domingo de cuaresma, para pasar ese santo tiempo en soledad y penitencia, hasta el Domingo de Ramos. Precisamente en ese período, hacia el año 430, Zósimo se encontraba a veinte días de camino de su monasterio; un día, se sentó al atardecer para descansar un poco y recitar los salmos. Viendo súbitamente una figura humana, hizo la señal de la cruz y terminó los salmos. Después levantó los ojos y vio a un ermitaño de cabellos blancos y tez tostada por el sol; pero el hombre echó a correr cuando Zósimo avanzó hacia él. Este le había casi dado alcance, cuando el ermitaño le gritó: “Padre Zósimo, soy una mujer; extiende tu manto para que puedas cubrirme y acércate. Sorprendido de que la mujer supiese su nombre, Zósimo obedeció. La mujer respondió a sus preguntas, contándole su extraña historia de penitente. “Nací en Egipto —le dijo—. A los doce años de edad, cuando mis padres vivían todavía, me fugué a Alejandría. No puedo recordar sin temblar los primeros pasos que me llevaron al pecado ni los excesos en que caí más tarde.” A continuación le contó que había vivido como prostituta diecisiete años, no por necesidad, sino simplemente para satisfacer sus pasiones. Hacia los veintiocho años de edad, se unió por curiosidad a una caravana de peregrinos que iban a Jerusalén a celebrar la fiesta de la Santa Cruz, aun en el camino se las arregló para pervertir a algunos peregrinos. Al llegar a Jerusalén, trató de entrar en la iglesia con los demás, pero una fuerza invisible se lo impidió. Después de intentarlo en vano dos o tres veces más, se retiró a un rincón del atrio y, por primera vez reflexionó seriamente sobre su vida de pecado. Levantando los ojos hacia una imagen de la Virgen María, le pidió con lágrimas que le ayudase y prometió hacer penitencia. Entonces pudo entrar sin dificultad en la iglesia a venerar la Santa Cruz. Después volvió a dar gracias a la imagen de Nuestra Señora y oyó una voz que le decía: “Ve al otro lado del Jordán y ahí encontrarás el reposo.”

Preguntó a un panadero por dónde se iba al Jordán y se dirigió inmediatamente al río. Al llegar a la iglesia de San Juan Bautista, en la ribera del Jordán, recibió la comunión y, en seguida cruzó el río y se internó en el desierto, en el que había vivido cuarenta y siete años, según sus cálculos. Hasta entonces no había vuelto a ver a ningún ser humano; se había alimentado de plantas y dátiles. El frío del invierno y el calor del verano le habían curtido y, con frecuencia había sufrido sed. En esas ocasiones se había sentido tentada de añorar el lujo y los vinos de Egipto, que tan bien conocía. Durante diecisiete años se había visto asaltada de éstas y otras violentas tentaciones, pero había implorado la ayuda de la Virgen María, que no le había faltado nunca. No sabía leer ni había recibido ninguna instrucción en las cosas divinas, pero Dios le había revelado los misterios de la fe. La penitente hizo prometer a Zoísmo que no divulgaría su historia sino hasta después de su muerte y le pidió que el próximo Jueves Santo le trajese la comunión a la orilla del Jordán.

Al año siguiente, Zósimo se dirigió al lugar de la cita, llevando al Santísimo Sacramento y el Jueves Santo divisó a María al otro lado del Jordán. La penitente hizo la señal de la cruz y empezó a avanzar sobre las aguas hasta donde se hallaba Zósimo. Recibió la comunión con gran devoción y recitó los primeros versículos del “Nunc dimittis.” Zósimo le ofreció una canasta de dátiles, higos y lentejas dulces, pero María sólo aceptó tres lentejas. La penitente se encomendó a sus oraciones y le dio las gracias por lo que había hecho por ella. Finalmente, después de rogarle que volviese al año siguiente al sitio en que la había visto por primera vez, María pasó a la otra ribera, en la misma forma en que había venido. Cuando fue Zósimo al año siguiente al sitio de la cita, encontró el cuerpo de María en la arena; junto al cadáver estaban escritas estas palabras: “Padre Zósimo, entierra el cuerpo de María la Pecadora. Haz que la tierra vuelva a la tierra y pide por mí. Morí la noche de la Pasión del Señor, después de haber recibido el divino Manjar.” El monje no tenía con qué cavar, pero un león vino a ayudarle con sus zarpas a abrir un agujero en la arena. Zósimo tomó su manto, que consideraba ahora como una preciosa reliquia y regresó, para contar a sus hermanos lo sucedido. Siguió sirviendo a Dios muchos años en su monasterio y murió apaciblemente a los cien años de edad.

 

Esta leyenda se difundió mucho y alcanzó gran popularidad en el oriente. Según parece, San Sofronio, patriarca de Jerusalén, que murió en el año 638, fue quien le dio forma definitiva. Sofronio tenía a la vista dos textos: la digresión que Cirilo de Escitópolis introdujo en su Vida de San Ciríaco y una leyenda semejante relatada por Juan Mosco en el Prado Espiritual. Tomando numerosos datos de la vida de San Pablo de Tebas, dicho autor construyó una leyenda de dimensiones respetables. San Juan Damasceno, que murió a mediados del siglo VIII, cita largamente la Vida de Santa María Egipciaca, que considera aparentemente como un documento auténtico. H. Leclercq, en DAC., vol. X (1932), cc. 2128-2136, presenta toda la cuestión y da una bibliografía muy nutrida. Ver también Acta Sanctorum, abril, vol. I; y A. B. Bujila Rutebeuf; La Vie de Sainte Marie l'Egyptienne (1949).

 

 

Santas Agape, Quionia e Irene, Vírgenes y Mártires (304 d.C.).

(3 de abril).

El año 303, el emperador Diocleciano publicó un decreto que condenaba a la pena de muerte a quienes poseyesen o guardasen una parte cualquiera de la Sagrada Escritura. En aquella época vivían en Tesalónica de Macedonia tres hermanas cristianas, Ágape, Quionia e Irene, hijas de padres paganos, que poseían varios volúmenes de la Sagrada Escritura. Tan bien escondidos los tenían, que los guardias no los descubrieron sino hasta el año siguiente, después de que las tres hermanas habían sido arrestadas por otra razón.

Dulcicio presidió el tribunal, sentado en su trono de gobernador. Su secretario, Artemiso, leyó la hoja de acusaciones, redactada por el procurador. El contenido era el siguiente: “El pensionario Casandro saluda a Dulcicio, gobernador de Macedonia, y envía a su Alteza seis cristianas y un cristiano que se rehusaron a comer la carne ofrecida a los dioses. Sus nombres son: Agape, Quionia, Irene, Casia, Felipa y Eutiquia. El cristiano se llama Agatón.”

El juez dijo a las mujeres: “¿Estáis locas? ¿Cómo se os ha metido en la cabeza desobedecer al mandato del emperador?” Después, volviéndose hacia Agatón, le preguntó: “¿Por qué te niegas a comer la carne ofrecida a los dioses, como lo hacen los otros súbditos del emperador?” “Porque soy cristiano, replicó Agatón. “¿Estás decidido a seguir siéndolo?” “Sí.” Entonces, Dulcicio interrogó a Ágape sobre sus convicciones religiosas. Su respuesta fue: “Creo en Dios y no estoy dispuesta a renunciar al mérito de mi vida pasada, cometiendo una mala acción.” “Y tú, Quionia, ¿qué respondes?” “Que creo en Dios y por consiguiente no puedo obedecer al emperador.” A la pregunta de por qué no obedecía al edicto imperial, Irene respondió: “Porque no quiero ofender a Dios.” “¿Y tú, Casia?,” preguntó el juez. “Porque deseo salvar mi alma. “¿De modo que no estás dispuesta a comer la carne ofrecida a los dioses?” “¡No!” Felipa declaró que estaba dispuesta a morir antes que obedecer. Lo mismo dijo Eutiquia, una viuda que pronto iba a ser madre. Por esta razón, el juez mandó que la condujesen de nuevo a la prisión y siguió interrogando a sus compañeros: “Agape, preguntó, ¿has cambiado de decisión? ¿Estás dispuesta a hacer lo que hacemos quienes obedecemos al emperador?” “No tengo derecho a obedecer al demonio,” replicó la mártir; todo lo que digas no me hará cambiar.” “¿Cuál es tu última decisión, Quionia?,” prosiguió el juez. “La misma de antes.” “¿No poseéis ningún libro o escrito referente a vuestra impía religión?” “No. El emperador nos los ha arrebatado todos.” A la pregunta del juez de quién las había convertido al cristianismo, Quionia respondió simplemente: “Nuestro Señor Jesucristo.”

Entonces Dulcicio dictó la sentencia: “Condeno a Ágape y a Quionia a ser quemadas vivas por haber procedido deliberada y obstinadamente contra los edictos de nuestros divinos emperadores y cesares y porque se niegan a renunciar a la falsa religión cristiana, aborrecida por todas las personas piadosas. En cuanto a los otros cuatro, los condeno a permanecer prisioneros hasta que yo lo juzgue conveniente.”

Después del martirio de sus hermanas mayores, Irene compareció de nuevo ante el gobernador, quien le dijo: “Ahora se ha descubierto vuestra superchería; cuando te mostramos los libros, pergaminos y escritos referentes a la impía religión cristiana, tuviste que reconocer que eran tuyos, aunque antes habías negado los hechos. Sin embargo, a pesar de tus crímenes, estoy dispuesto a perdonarte, con tal de que adores a los dioses... ¿Estás dispuesta a hacerlo?” “No,” replicó Irene, “pues con ello correría peligro de caer en el infierno.” “¿Quién te aconsejó que ocultaras esos libros y escritos tanto tiempo?” “Nadie me lo aconsejó fuera de Dios, pues ni siquiera lo dijimos a nuestros criados para que no nos denunciaran.” “¿Dónde os escondisteis el año pasado, cuando se publicó el edicto imperial?” “Donde Dios quiso: en la montaña.” “¿Con quién vivíais?” “Al aire libre; a veces en un sitio, a veces en otro.” “¿Quién os alimentaba?” “Dios, que alimenta a todos los seres vivientes.” “¿Vuestro padre estaba al corriente?” No, ni siquiera lo sospechaba.” “¿Quién de vuestros vecinos estaba al tanto?” “Manda preguntar a los vecinos.” “Cuando volvisteis de las montañas, ¿leísteis esos libros a alguien?” “Los libros estaban escondidos y no nos atrevíamos a sacarlos; eso nos angustiaba, pues no podíamos leerlos día y noche, como estábamos acostumbradas a hacerlo.”

La sentencia que dictó el gobernador contra Irene fue más cruel que la pena impuesta a sus hermanas. Dulcicio declaró que Irene había incurrido también en la pena de muerte por haber guardado los libros sagrados, pero que sus sufrimientos serían más prolongados. En seguida ordenó que la llevasen desnuda a una casa de vicio y que los guardias vigilasen las puertas. Como el cielo protegió la virtud de la joven, el gobernador la mandó matar. Las actas afirman que pereció en la hoguera, obligada a arrojarse ella misma a las llamas. Esto es muy poco probable y algunas versiones posteriores dicen que murió con la garganta atravesada por una flecha.

Ante el ejemplo de estas mujeres que prefirieron morir antes que entregar la Sagrada Escritura y, ante el ejemplo de los monjes que pasaron su vida más tarde en copiar e iluminar los Evangelios, se impone un examen del aprecio en que tenemos la Palabra de Dios. Irene y sus hermanas se angustiaban de no poder leer la Sagrada Escritura día y noche. Muchos de nosotros no la leemos cada día, a pesar de que tenemos la oportunidad de hacerlo. La historia de Ágape, Quionia e Irene es una lección saludable.

 

Pío Franchi de Cavalieri descubrió y publicó en 1902 las actas de estas mártires en Studi e Testi, pte. IX. Todos los autores admiten que dicho documento se basa en las actas oficiales verídicas, pero la traducción latina publicada por Ruinart en Acta Martyrum Sincera no es del todo satisfactoria. Véase la traducción directa del griego en A. J. Masón, Historie Martyrs of the Primitiva Church (1905), pp. 341-346. El martirologio o Breviarium sirio, que data de principios del siglo V, menciona a Quionia y Agape el 2 de abril. Probablemente la omisión del nombre de Irene se debe a que fue juzgada y martirizada más tarde. Nada sabemos sobre la suerte que corrieron sus otros cuatro compañeros. Ver Acta Sanctorum, nov., vol. II, pars posterior (1932), pp. 169-170; y Delehaye, Les Passions des Martyrs..., pp. 141-143.

 

 

Santa Burgundofora o Fara, Virgen (657 d.C.).

(3 de abril).

Uno de los cortesanos más famosos del rey Teodoberto II fue el conde Agnerico, tres de cuyos hijos estaban destinados a llegar a los altares. Eran éstos San Cagnoaldo de Laon, San Faro de Meaux y Santa Burgundófora, conocida en Francia con el nombre de Fara. San Columbano había bendecido a Burgundófora cuando era niña, una vez que fue huésped de Agnerico. Burgundófora decidió abrazar la vida religiosa, a pesar de la terrible oposición de su padre, quien quería casarla. Esta oposición hizo sufrir tanto a la joven, que perdió la salud pero San Eustacio la curó de su prolongada enfermedad. Aunque el conde no se dio por vencido, Burgundófora consiguió finalmente ingresar en el convento. Al cabo de algún tiempo, los sentimientos del conde se transformaron de tal modo, que construyó un convento para su hija y lo dotó generosamente. A pesar de su juventud, Santa Burgundófora fue nombrada abadesa del nuevo convento, según la costumbre de la época, y lo gobernó hábil y santamente durante treinta y siete años. El convento, que abrazó la regla de San Columbano, se llamaba Evoriaco; pero después de la muerte de la santa tomó su nombre y con el tiempo llegó a ser la célebre abadía benedictina de Faremoutiers.

 

Existen bastantes documentos primitivos sobre la vida de Santa Burgundófora; el principal de ellos es la narración de las maravillas obradas en Faremoutiers, escrita por el abad Jonás de Bobio. Puede leerse en Acta Sanctorum O.S.B. de Mabillon. También lo publicó más recientemente B. Krusch, en MGH., Scriptores Merov., vol. IV. Beda menciona a Santa Burgundófora en su Historia Eclesiástica, vol. III, c. 8. Probablemente este pasaje del gran escritor inglés y la confusión entre “Eboracum” (York) y “Evoriacum” dieron pie a la fantástica afirmación de las antiguas ediciones del Martirologio Romano de que la santa había muerto en Inglaterra. Ver la admirable biografía de H. M. Delsart, Sainte Fare, sa vie et son culte.

 

 

San Nicetas, Abad (824 d.C.).

(3 de abril).

Los padres de San Nicetas residían en Cesárea de Bitinia. La madre del santo murió cuando éste tenía apenas unas cuantas semanas de nacido y su padre se retiró al convento unos días después. El niño creció en la austeridad monástica. Tan buena educación produjo excelentes frutos, pues Nicetas ingresó muy joven al monasterio de Medikión, en el Monte Olimpo, en Asia Menor. Dicho monasterio había sido fundado poco antes por un eminente abad llamado Nicéforo, quien fue más tarde venerado como santo. El año 790, Nicetas recibió las sagradas órdenes de manos de San Tarasio. Primero fue coadjutor de Nicéforo y después le sucedió en el cargo. El emperador iconoclasta, Leo el Armenio, arrancó a Nicetas y a otros abades de la paz de sus monasterios, convocándolos a Constantinopla para que manifestasen su adhesión al usurpador de la sede patriarcal de San Nicéforo. Como Nicetas se negase a obedecer, fue enviado a una fortaleza de Anatolia; ahí le encerraron en una prisión sin techo, en la que tenía que dormir expuesto a la nieve y a la lluvia. Trasladado de nuevo a Constantinopla, se dejó persuadir, junto con los otros abades, por los engaños del emperador; todos recibieron la comunión del pseudopatriarca y volvieron a sus monasterios.

Pero Nicetas reconoció pronto su error. Aunque se había embarcado ya con rumbo a la isla de Proconeso, su conciencia le obligó a volver a Constantinopla, donde se retractó de la adhesión que había prestado al usurpador de la sede patriarcal y protestó que no abandonaría jamás la tradición de los Padres sobre el culto de las sagradas imágenes. En 813, fue desterrado a una isla, donde estuvo encarcelado seis años en un oscuro calabozo. Todo su alimento consistía en el pan viejo que le introducían por un agujero y en un poco de agua corrompida. Cuando el emperador, Miguel el Tartamudo, subió al trono, puso en libertad a Nicetas y a otros muchos prisioneros. El santo volvió a las cercanías de Constantinopla, donde se retiró a una ermita, en la que murió apaciblemente.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I, donde se halla el original griego y una traducción de una biografía de San Nicetas, escrita, según parece, poco después de su muerte por uno de sus discípulos llamado Teostericto. Mai Nova Patrum Bibliotheca, vol. VIII, cartas 176, 195, 196, publicó lo sustancial de tres cartas de Teodoro el Estudita a San Nicetas. Ver también C. Van de Vorst, en Analecta Bollandiana, vol. XXXI, pp. 149-155, y vol. XXXII, pp. 44-45.

 

 

San Isidoro, Obispo de Sevilla, Doctor de la Iglesia (636 d.C.).

(4 de abril).

San Braulio, discípulo y amigo de San Isidoro, decía que Dios parecía haberle destinado a oponer un dique a la barbarie y ferocidad de los ejércitos godos en España. El padre de Isidoro, que se llamaba Severiano, había nacido en Cartagena, probablemente de una familia romana, pero estaba emparentado con los reyes visigodos. Dos de los hermanos de San Isidoro, Leandro, que era mucho mayor que él, y Fulgencio, llegaron también a ser obispos y santos. Santa Florentina, su hermana, fue abadesa de varios conventos. La educación de Isidoro se confió a Leandro, quien parece haber sido bastante severo. Según la leyenda, Isidoro, siendo niño, huyó de la casa para escapar a la severidad de su hermano y a las lecciones, que encontraba demasiado difíciles; aunque Isidoro volvió espontáneamente al hogar lleno de buenos propósitos, Leandro le encerró en una celda para impedir que se fugase de nuevo. Tal vez le envió a un monasterio a continuar su educación.

Cualquiera que haya sido el sistema empleado por Leandro, los resultados fueron excelentes, ya que Isidoro llegó a ser uno de los hombres más sabios de su época y, cosa muy notable en aquellos tiempos, un hombre muy interesado en la educación. Aunque es casi seguro que nunca fue monje, profesaba gran amor a las órdenes religiosas; los monjes le rogaron que compusiese el código de reglas que lleva su nombre y que se generalizó en toda España. En dicho código insiste San Isidoro en que no debe haber en los monasterios ninguna distinción entre hombres libres y siervos, porque todos son iguales ante Dios. Muy probablemente, San Isidoro ayudó a San Leandro en el gobierno de la diócesis de Sevilla y le sucedió en ella después de su muerte. Durante su episcopado, que duró treinta y siete años, bajo seis reyes, completó la obra comenzada por San Leandro de convertir a los visigodos del arrianismo al catolicismo. También continuó la costumbre de su hermano de arreglar las cuestiones de disciplina eclesiástica en los sínodos, cuya organización se debió en gran parte a San Leandro y a San Isidoro. Modelo de gobierno representativo, dichos sínodos han sido estudiados con admiración por quienes se interesan en el moderno sistema parlamentario.

San Isidoro presidió el segundo Concilio de Sevilla en 619, y el cuarto Concilio de Toledo, en 633; en este último, sus excepcionales méritos como principal maestro de España le valieron la precedencia sobre el arzobispo de Toledo. Muchos de los decretos del Concilio fueron obra de San Isidoro, en particular el decreto de que se estableciese en todas las diócesis un seminario o escuela catedralicia. El sistema educativo del anciano prelado era extraordinariamente abierto y progresista; lejos de imitar servilmente el sistema clásico, propuso un sistema que abarcaba todas las ramas del saber humano, así las artes, la medicina y las leyes, como el hebreo y el griego; por lo demás, en España se estudiaba a Aristóteles mucho antes de que los árabes le pusiesen de moda.

Según parece, San Isidoro previo que la unidad religiosa y un sistema educativo suficientemente amplio eran capaces de unificar los elementos heterogéneos que amenazaban desintegrar a España. Gracias a él, en gran parte, España se convirtió en un centro de cultura, en tanto que el resto de Europa se hundía en la barbarie. La principal contribución de San Isidoro a la cultura fue la compilación de una especie de enciclopedia, llamada “Etimologías” u “Orígenes,” que sintetizaba toda la ciencia de la época. Se ha llamado a San Isidoro “el Maestro de la Edad Media;” su obra fue uno de los textos clásicos hasta mediados del siglo XVI. El santo fue un escritor muy fecundo: entre sus primeras obras, se contaban un diccionario de sinónimos, un tratado de astronomía y geografía física, un resumen de la historia del mundo desde la creación, una biografía de los hombres ilustres, un libro sobre los valores del Antiguo y del Nuevo Testamento, un código de reglas monacales, varios tratados teológicos y eclesiásticos y la historia de los godos, de los vándalos y de los suevos. De todas estas obras, la más valiosa en nuestros días es, sin duda, la historia de los godos, ya que constituye nuestra única fuente de información sobre un período de la época visigótica. Otro de los grandes servicios que San Isidoro prestó a la Iglesia española fue el de completar el misal y el breviario mozárabes, que San Leandro había empezado a adaptar de la antigua liturgia española para uso de los godos.

A pesar de que vivió casi hasta los ochenta años, San Isidoro no abandonó nunca la práctica de la austeridad, no obstante que su salud se había debilitado mucho. En los últimos seis meses de su vida aumentó de tal modo sus limosnas, que los pobres invadían su casa, de la mañana a la noche. Cuando comprendió el santo que se acercaba su fin, invitó a dos obispos a que fuesen a verle. En su compañía se dirigió a la iglesia, donde uno le cubrió con una burda manta y el otro le echó ceniza sobre la cabeza. Así, vestido de penitente, San Isidoro antó los brazos hacia el cielo y pidió en voz alta perdón por sus pecados; en seguida recibió el viático, se encomendó a las oraciones de los presentes, perdonó a sus enemigos, exhortó al pueblo a la caridad y distribuyó entre los pobres el resto de sus posesiones. Después volvió a su casa y murió apaciblemente, al poco tiempo.

La Iglesia le declaró Doctor universal en 1722. Su nombre aparece en el canon de la misa de rito mazárabe que se celebra todavía en Toledo. El Venerable Beda comenzó a escribir, poco antes de morir, un comentario de las obras de San Isidoro.

 

Los materiales biográficos primitivos sobre San Isidoro no son muy satisfactorios. Existe un relato de su muerte, escrito por Redempto y un panegírico de su discípulo Braulio; pero la biografía que se atribuye a Lucas, obispo de Tuy, es muy pobre y carece de valor histórico, ya que fue escrita varios siglos después de la muerte del santo. Puede leerse en Acta Sanctorum, abril, vol. I. En DTC., vol. III, cc. 98-111 se encontrará una bibliografía completa, así como muchos otros detalles sobre la vida del santo. Cf. P. Séjourné, St. Isidore de Séville (1929). En 1936, se publicó en Roma una Miscellanea Isidoriana en varios idiomas.

 

 

San Platón, Abad (814 d.C.).

(4 de abril).

Los padres del santo murieron en Constantinopla cuando éste tenía trece años. Uno de sus tíos, que era tesorero imperial, se encargó de su educación y le formó para que fuese su colaborador; pero a los veinticuatro años de edad, Platón abandonó el mundo y abrazó la vida religiosa. Vendió sus posesiones, dividió el producto entre su hermana y los pobres e ingresó en el monasterio Simboleon del Monte Olimpo, en Bitinia. Después de dar muestras de perfecta virtud en el desempeño de los oficios más humildes y en la paciencia con que sobrellevó las reprensiones por faltas que no había cometido, sus superiores le dedicaron a copiar libros y extractos de las obras de los Santos Padres.

A la muerte del abad Teoctisto, en 770, fue elegido para sucederle, a pesar de que no tenía más que treinta y seis años. Era una época de tribulación y peligro para los monjes ortodoxos; sin embargo, el monasterio de San Platón se salvó de la persecución del emperador iconoclasta, Constantino Coprónimo, gracias a lo escondido de su posición. En 775, San Platón visitó Constantinopla, donde fue recibido con grandes honores; se le ofreció el gobierno de otro monasterio y el de la sede de Nicomedia, pero el santo no aceptó y ni siquiera quiso ser ordenado sacerdote. Sin embargo, más tarde abandonó el monasterio de Simboleon para ir a gobernar el de Sakkudión, que habían fundado cerca de Constantinopla los hijos de su hermana Teoctista. Después de desempeñar ese cargo durante doce años, lo cedió a su sobrino San Teodoro el Estudita.

Esto aconteció por la época en que el emperador Constantino Porfirogénito se divorció de su esposa María para casarse con Teódota. San Platón y San Teodoro encabezaron el movimiento monástico que excomulgó prácticamente al monarca. A resultas de ello, San Platón fue encarcelado y desterrado. Cuando recobró la libertad, los monjes de Sakkudión habían tenido que ir a refugiarse en el monasterio de Studios, huyendo de los sarracenos. Allá fue a reunirse con ellos San Platón, quien se puso bajo las órdenes de su sobrino Teodoro. Vivía en una celda alejada de las demás y pasaba el tiempo en la oración y el trabajo manual; pero siguió oponiéndose a los excesos del emperador y tuvo que sufrir mucho por ello. Aunque era ya muy anciano y estaba enfermo, el emperador Nicéforo le desterró a las islas del Bósforo. Durante cuatro años soportó con ejemplar paciencia que le trasladasen constantemente de una isla a otra. Finalmente, en 811, el emperador Miguel I le puso en libertad. San Platón fue recibido en Constantinopla con muestras de gran respeto. El resto de su vida lo paso postrado en cama. Fue a visitarle a su retiro el patriarca San Nicéforo, a cuya elección se había opuesto antes, para encomendarse a sus oraciones. San Platón murió el 4 de abril del año 814; San Teodoro pronunció su oración fúnebre.

 

Los únicos datos biográficos que poseemos provienen del panegírico de San Teodoro el Estudita, traducido al latín en Acta Sanctorum, abril, vol. I. Pero se encuentran también informaciones sueltas en otros documentos de la época. Se ha discutido mucho, por lo menos indirectamente, el papel que jugó San Platón en los disturbios religiosos de ese período; ver, por ejemplo, C. Van de Vorst, en Analecta Bollandiana, vol. XXXII (1913), pp. 27-62 y 439-447; y J. Pargoire, en Byzantinische Zeitschrift, vol. VIII (1899), pp. 98-101. Ver también los artículos de Pargoire en Echos d'Orient, vol. II (1899), pp. 253 ss, y vol. IV (1901), pp. 164 ss.

 

 

Los Ciento Veinte Mártires de Persia (304 d.C.).

(6 de abril).

Ignoramos los nombres de estos mártires, pero, según la tradición, en el reinado del rey Sapor II de Persia, más de cien cristianos fueron martirizados el mismo día, en Seleucia de Tesifonte. Entre ellos, había nueve vírgenes consagradas a Dios; el resto eran sacerdotes, diáconos y monjes. Como todos se negasen a adorar al sol, fueron encarcelados durante seis meses en sucias prisiones. Una rica y piadosa mujer, llamada Yaznadocta les ayudó, enviándoles alimentos. A lo que parece, Yaznadocta se las arregló para averiguar la fecha en que los mártires iban a ser juzgados. La víspera, organizó un banquete en su honor, fue a visitarles en la prisión y regaló a cada uno un vestido de fiesta. A la mañana siguiente, volvió muy temprano y les anunció que iban a comparecer ante el juez y que aún tenían tiempo de implorar la gracia de Dios para tener el valor de dar su sangre por tan gloriosa causa. Yaznadocta añadió: “En cuanto a mí, os ruego que pidáis a Dios que tenga yo la dicha de volver a encontraros ante su trono celestial.”

El juez prometió nuevamente la libertad a los mártires, con tal de que adorasen al sol, pero ellos respondieron que los vestidos de fiestas que llevaban eran la mejor prueba de que estaban dispuestos a dar la vida por su Maestro. El juez les condenó a ser decapitados. Esa misma noche, Yaznadocta consiguió recuperar los cadáveres y los quemó para evitar que fuesen profanados.

 

Aunque no hay en esta narración los elementos milagrosos que generalmente despiertan sospechas en los críticos, contiene sin embargo algunos detalles improbables; como lo demostró el P. Peters (Analecta Bollandiana, vol. XLIII, 1925, pp. 261-304), el ciclo de las actas de los mártires de Adiabene, al que este relato pertenece, no siempre es fidedigno. E. Assemani publicó por primera vez el texto sirio en Acta Martyrum Orientalium, vol. I, p. 100; también lo publicó Bedjan sin traducción. El P. Delehaye publicó las antiguas versiones griegas en Patrología Orientalis, vol. II (1905). Ver la traducción francesa en H. Leclercq, Les Martyrs, vol. III.

 

 

San Marcelino, Mártir (413 d.C.).

 (6 de abril).

San Agustín dedicó varias de sus obras, entre las que se cuenta la “Ciudad de Dios,” a su amigo Marcelino, secretario del emperador Honorio. Se conservan, además, los panegíricos que sobre el mártir pronunciaron el mismo San Agustín y San Jerónimo. El año 409, el emperador concedió la libertad de culto a los donatistas. Se trataba de un movimiento de puritanos católicos que se negaban a admitir a la comunión a quienes habían caído en pecado mortal después del bautismo y, en particular, a los que habían renegado de la fe durante la persecución. Los donatistas del norte de África, habían aprovechado esto para abusar de los católicos ortodoxos, quienes apelaron al emperador. Marcelino fue a Cartago a presidir una reunión de obispos católicos y donatistas y a juzgar el asunto. Después de tres días de discusiones, resolvió la cuestión en favor de los católicos. El emperador revocó los privilegios que había concedido a los donatistas y dio la orden de que volviesen a la comunión de la Iglesia católica. A Marcelino y su hermano Agripino se confió el encargo de hacer ejecutar el decreto. Los dos hermanos se dedicaron a ello con una severidad que tal vez estaba justificada por la ley, pero que provocó las protestas de San Agustín. Para vengarse, los donatistas los acusaron de haber participado en la rebelión de Heracliano; el general Marino, a quien se había confiado la represión de la rebelión, los tomó prisioneros. San Agustín fue a visitarles en la prisión y trató en vano de salvarlos, pues fueron ejecutados sin que hubiese precedido ningún juicio. El emperador censuró severamente la conducta de Marino y calificó a San Marcelino de “hombre de gloriosa memoria.” El cardenal Baronio introdujo el nombre del mártir en el Martirologio Romano.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I, donde se encontrarán los principales pasajes de las cartas y escritos de San Agustín y San Jerónimo sobre San Marcelino. Ver también DCB., vol. III, pp. 806-807.

 

 

San Celestino I, Papa (432 d.C.).

(6 de abril).

El Martirologio Romano trasladó la conmemoración de San Celestino del 6 de abril al 27 de julio, día de su muerte. Sin embargo, en Irlanda todavía se celebra su fiesta el 6 de abril. Apenas sabemos algo de su vida privada. Nació en Campania y se había distinguido como diácono en Roma, antes de su elección a la cátedra de San Pedro en septiembre del año 422. Durante los diez años que duró su pontificado, mostró gran energía y encontró gran oposición. Los obispos de África, que ya se habían quejado de que se convocaba a Roma a muchos de sus sacerdotes, criticaron al Papa por haber llamado a Apiario en forma precipitada y sin tener en cuenta a los obispos. Sin embargo, San Agustín profesaba gran veneración y cariño a San Celestino, como consta por sus cartas. San Celestino se opuso enérgicamente a los brotes de herejía de su época, particularmente al pelagianismo y al nestorianismo. El sínodo que reunió en Roma en el año 430, fue una especie de preludio del Concilio ecuménico de Efeso, al que San Celestino envió tres legados de gran envergadura. Igualmente apoyó a San Germán de Auxerre en su lucha contra el pelagianismo y escribió un tratado dogmático de gran importancia contra el semipelagianismo, que era una forma mitigada de la misma herejía. De San Celestino proviene la obligación de los clérigos de órdenes mayores de recitar el oficio divino. Es poco probable que San Celestino haya enviado a San Patricio a Irlanda; sin embargo, debía tener muy presentes las necesidades de ese país, ya que fue él quien envió a Paladio allá a sostener la fe de los que creían en Cristo, inmediatamente antes de que San Patricio empezara su gran obra de evangelización.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I; Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, pp. 230-231; Hefele-Leclercq, Conciles, vol. II, pp. 196 ss.; Cabrol, en DAC., vol. II, cc. 2794-2802; Portalié, en DTC., vol. II, cc. 2052-2061; y Revue Bénédictine, vol. XLI, pp. 156-170. Probablemente los llamados Capitula Caelestini contra la doctrina semipelagiana no son obra de San Celestino sino de San Próspero de Aquitania.

 

 

San Eutiquio, Patriarca de Constantinopla (582 d.C.).

(6 de abril).

Aunque el Martirologio Romano no conmemora a San Eutiquio, y su carrera pertenece más bien a la historia de la Iglesia que a la hagiografía, los griegos le veneran como santo (lo mismo sucede en Venecia, que pretende tener sus reliquias). En todo caso, Eutiquio resistió noblemente a las pretensiones del emperador Justiniano para que actuara como arbitro en cuestiones teológicas. Después de recibir las órdenes sagradas, Eutiquio ingresó en un monasterio de Amasea del Ponto. En 552, fue enviado como representante de su obispo a Constantinopla. Su actuación atrajo la atención de Justiniano, quien le nombró sucesor del patriarca Menas. Eutiquio presidió el Concilio ecuménico de Constantinopla en 533, junto con los patriarcas de Alejandría y Constantinopla. Como se sabe, el Papa Vigilio había renunciado a asistir, debido a las complicaciones de aquella época turbulenta. Algunos años más tarde, en las intrincadas controversias teológicas sobre la herejía monofisita, Eutiquio entró en conflicto con el emperador y fue desterrado a una isla de la Propóntide. Ahí obró numerosos milagros, según cuenta su biógrafo. No volvió a su sede sino veinte años después, a la muerte de Justiniano. Hacia el fin de su vida, Eutiquio tuvo una controversia con Gregorio, el representante de la Santa Sede en Constantinopla, quien debía suceder al Papa San Gregorio el Grande. Se dice que Eutiquio reconoció su error antes de morir.

 

La larga biografía de Eutiquio, escrita en griego por su capellán Eustrasio, fue publicada, junto con una traducción latina, en Acta Sanctorum, abril, vol. I. Sobre las controversias de la época véase Hefele-Leclercq, Conciles, vol. III, pp. 1-145, y Duchesne, L´Eglise au VIeme. siecle (1925), pp. 156-218.

 

 

San Prudencio, Obispo de Troyes (861 d.C.).

(6 de abril).

San Prudencio fue uno de los más doctos prelados de la Iglesia en la Galia durante el siglo IX. Cierto que su actuación no fue muy firme en la complicada controversia sobre la predestinación en la que se vio envuelto; pero debe recordarse que la cuestión era particularmente intrincada, y que Prudencio estaba dispuesto a someter sus conclusiones equivocadas al juicio de la Iglesia. Era español de nacimiento y se apellidaba Galindo. Hacia el año 840 u 845 fue elegido obispo de Troyes. En un sermón sobre Santa Maura dice de sí mismo que se ocupaba en oír confesiones y administrar los últimos sacramentos, sin descuidar por ello sus deberes episcopales. Sin duda que gozaba ya de gran fama como teólogo, pues fue llamado por el obispo Hincmar de Reims para dar su opinión sobre la doctrina del monje Gotescalco, quien había sido condenado porque sostenía que Cristo sólo había muerto por los predestinados y que Dios había condenado a la mayor parte de la humanidad al infierno, desde toda la eternidad. Gotescalco había sido torturado y estaba preso. Prudencio juzgó que ese castigo era excesivo, particularmente la excomunión lanzada por Hincmar; según parece, él fue uno de los que sospecharon que Hincmar negaba la absoluta necesidad de la gracia y se inclinaba al semipelagianismo. San Prudencio desempeñó un importante papel en las controversias subsiguientes. Todavía se conserva un libro que escribió para corregir los errores de Juan Escoto Erígena.

Aparte de su trabajo en las controversias teológicas, San Prudencio luchó ardientemente en favor de la disciplina eclesiástica y la reforma de las costumbres. Murió el 6 de abril del año 861. Aunque el Martirologio Romano no le conmemora ni los bolandistas le incluyen en Acta Sanctorum, la diócesis de Troyes celebra todavía su fiesta.

 

Los datos sobre la vida de San Prudencio hay que buscarlos en las crónicas y documentos de la época; generalmente los editores de esos tratados teológicos ponen al principio una introducción. Ver, p.e., Migne, PL., vol. CXV, y Ebert, Literatur des Mittelalters, vol. II. En Hefele-Leclercq, Conciles, vol. IV, p. 138, se hallará una bibliografía muy nutrida sobre la controversia de la predestinación; cf. todo el libro XXII.

 

 

San Afraates (c. 345 d.C.).

(7 de abril).

Según los bolandistas, en los que se basa Alban Butler, debemos todas las noticias sobre San Afraates a Teodoreto. Dicho autor, siendo todavía niño, fue con su madre a visitar al santo y recordaba que Afraates había abierto la puerta para bendecirles y les había prometido encomendarlos en sus oraciones. Teodoreto siguió invocando la intercesión de Afraates toda su vida, persuadido de que el poder del santo no había hecho sino crecer después de su muerte.

Afraates era de familia persa. Después de su conversión al cristianismo, se estableció en Edesa de Mesopotamia, que era entonces uno de los principales centros cristianos, con el objeto de aprender a servir más perfectamente a Dios. Cuando comprendió que la única manera de conseguirlo era la soledad, se encerró en una celda en las afueras de la ciudad, y en ella se dedicó a la penitencia y la contemplación. Sólo comía un poco de pan al atardecer; en sus últimos años tomaba también algunas verduras. Dormía en el suelo y se vestía con pieles. Después de algún tiempo, se trasladó a una ermita en las proximidades de un monasterio de Antioquía de Siria, adonde acudía el pueblo en busca de consejo. En cierta ocasión, Antemio, que fue más tarde cónsul del oriente, trajo de Persia una túnica y la ofreció al santo como un producto de su tierra natal. Afraates le preguntó si encontraba razonable cambiar a un criado, que le hubiese servido fielmente durante muchos años, por otro, simplemente porque éste último era originario de su tierra natal. “Indudablemente que no,” replicó Antemio. “Entonces llévate la túnica, porque la que tengo puesta me ha servido durante dieciséis años y no necesito otra.”

El emperador Valente había desterrado al obispo San Melecio, y la persecución arriana hacía estragos en la Iglesia de Antioquía. En tales circunstancias, Afraates abandonó su retiro para acudir en ayuda de Flaviano y Diodoro, quienes gobernaban la diócesis en ausencia de San Melecio. La fama de los milagros y de la santidad de Afraates daba gran peso a sus acciones y palabras. Como los arríanos se habían apoderado de las iglesias, los fieles tenían que practicar el culto en la otra ribera del Orontes o en el campo militar que se extendía en las afueras de la ciudad. En cierta ocasión, cuando San Afraates se dirigía a toda prisa al campo militar, el emperador, que se hallaba en la terraza de su palacio que daba sobre el camino, ordenó que le detuviesen y le preguntó a dónde iba: “Voy a orar por el mundo y por el emperador,” replicó el ermitaño. Entonces le preguntó por qué, si estaba vestido de monje, había abandonado su celda. Afraates le respondió con una parábola: “Si fuese yo una doncella retirada en la casa de su padre y viese la casa incendiarse, ¿me aconsejaríais que permaneciese tranquila, sin hacer nada por extinguir el fuego? Así, pues, más bien hay que acusaros a vos, que habéis desatado el incendio, que a mí que no hago sino tratar de apagarlo. Cuando nos reunimos para instruir y fortalecer a los fieles, no hacemos nada contrario a la profesión monástica.”

El emperador no respondió, pero uno de sus criados insultó al varón de Dios y aun le amenazó con matarle. Poco después, el criado cayó en un caldero de agua hirviente; su muerte impresionó tanto al supersticioso Valente, que se negó a prestar oídos a los arrianos, quienes le aconsejaban que desterrase a San Afraates. También impresionaron mucho al emperador los milagros del santo, el cual curó a muchos hombres y mujeres y, según cuenta la leyenda, devolvió también la salud al caballo favorito del emperador.

 

Es difícil determinar si el Afraates descrito así por Teodoreto en Philotheus y en la Historia Ecclesiastica se identifica con el escritor sirio primitivo, cuyas homilías o discursos han llegado hasta nosotros. Todos los historiadores están de acuerdo en que esas homilías datan de 336 a 345. Valente murió en 378 y, según parece, Teodoreto no nació antes de 386. Es difícil suponer que Teodoreto haya sido llevado muy niño a recibir la bendición del autor de las homilías. Por otra parte, apenas sabemos algo de la vida del escritor. Parece que ejerció un cargo eclesiástico y es muy probable que haya sido obispo. El dato  de que vivió cerca de Mosul no puede considerarse como fidedigno. El Breviario sirio menciona a un Afraates que murió probablemente en la persecución de Sapor. La mejor edición de las obras de Afraates, con texto sirio y latino, es la Patrología Syriaca de Parisot, vols. I y II. Ver también los artículos de Dom Connolly y F. C. Burkitt en Journal of Theological Studies, vols. VI y VII; y Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. IV, pp. 327-342.

 

 

San Dionisio, Obispo de Corinto (c. 180 d.C.).

(8 de abril).

San Dionisio, obispo de Corinto durante el reinado del emperador Marco Aurelio, fue uno de los más distinguidos hombres de Iglesia del siglo II. Además de instruir y guiar a su grey, escribió cartas a las Iglesias de Atenas, Lacedemonia, Nicomedia, Knosos y Roma, a los cristianos de Sortina y Amastris y a una dama llamada Crisófora. Los escasos fragmentos de las obras de San Dionisio que han llegado hasta nosotros, se hallan en la “Historia Eclesiástica” de Eusebio. En una carta en que agradece a la Iglesia de Roma, entonces gobernada por San Solero, las limosnas que no dejó de enviarle, escribe San Dionisio: “Desde los primeros tiempos habéis practicado la limosna y ayudado a las Iglesias necesitadas. Siguiendo el ejemplo de vuestros padres, socorréis a los pobres, especialmente a los que trabajan en las minas. Vuestro santo obispo Sotero no cede en nada a sus predecesores, sino que les aventaja. La paternal solicitud con que consuela y aconseja a cuantos se acercan a él, es de todos conocida. Esta mañana celebramos en comunidad el día del Señor y leímos vuestra carta, así como la que antes nos había escrito Clemente.” Esto significa que en la Iglesia de Corinto se leyó aquella carta de instrucción, después de leerse la Sagrada Escritura y de celebrarse los sagrados misterios. Casi todas las herejías de los tres primeros siglos provenían de los principios de la filosofía pagana. San Dionisio se dedicó a hacerlo notar y a descubrir la escuela filosófica que había dado origen a cada herejía. Al hablar de la escuela de los marcionitas, dice: “Nada tiene de extraño que hayan llegado incluso a falsificar el texto de la Sagrada Escritura, puesto que estaban acostumbrados a falsificarlos todos.” Aunque es probable que Dionisio haya muerto naturalmente, los griegos le veneran como mártir, por lo mucho que sufrió por la fe.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I donde se cita el texto de Eusebio; Bardenhewer, Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. I, pp. 235 y 785; DCB., vol. I, pp. 849-850; DAC, vol. VIII, cc. 2745-2747.

 

 

San Perpetuo, Obispo de Tours (c. 494 d.C.).

(8 de abril).

San perpetuo sucedió a Eustoquio en la sede de Tours. Durante los treinta o más años que gobernó la diócesis, luchó mucho por propagar la fe, imponer la disciplina y determinar los ayunos y fiestas en su territorio. Entre otras cosas, decidió que se observara el ayuno un día por semana, probablemente el lunes, desde la fiesta de San Martín hasta la Navidad. San Gregorio de Tours, que escribió un siglo más tarde, dice que estas disposiciones se observaban todavía en su época. San Perpetuo profesaba gran devoción a San Martín de Tours, e cuyo honor construyó o ensanchó la basílica que lleva su nombre. Como la iglesia que San Bricio había construido sobre la tumba de San Martín resultaba demasiado pequeña para el número de peregrinos, San Perpetuo mandó trasladar las reliquias a la nueva basílica, cuya consagración tuvo lugar hacia el año 491. La construcción había durado veintidós años.

Se dice que el dolor que causaron al santo las invasiones de los godos y la propagación del arrianismo apresuró su muerte. Unos quince años antes, había escrito su testamento; en caso de ser genuino, el documento sería de gran importancia. En él perdona el santo a todos sus deudores y concede la libertad a sus esclavos; deja a su iglesia su biblioteca y varias fincas, establece una fundación para las lámparas de la iglesia y la compra de vasos sagrados y señala a los pobres como herederos del resto de sus posesiones. El testamento empieza con estas palabras: “En el nombre de Jesucristo, Amén. Yo, Perpetuo, pecador, sacerdote de la Iglesia de Tours, no queriendo morir sin hacer testamento para evitar que los pobres queden defraudados...” Al fin del documento, el santo dirige estas palabras a sus herederos. “Vosotros, mis amadísimos hermanos, vosotros los pobres, los necesitados, los enfermos, las viudas y los huérfanos, vosotros que fuisteis mi alegría y mi corona, sois también mis herederos. Os dejo todo lo que tengo, excepto las cosas que he indicado más arriba. Os dejo mis campos, pastizales, viñedos, casas, jardines, aguas, molinos, oro, plata y vestidos...” Perpetuo dejó a su hermana, Fidia Julia Perpetua, una crucecita de oro con algunas reliquias; a una iglesia, una píxide de plata para el Santísimo Sacramento. Por la manera como se expresa el santo acerca de la píxide, se puede suponer que en aquella época' prevalecía la costumbre de reservar al Santísimo Sacramento en una caja en forma de nave, que se colgaba encima del altar.

Es una pena tener que advertir que este documento, cuya autenticidad aceptaban d'Achéry, Henschenius, Alban Butler y aun el “Diccionario de Biografías Cristianas” de 1887, es una falsificación del siglo XVII, debida a la pluma del desvergonzado Jerónimo Vigner. Esto demuestra una vez más la necesidad de estudiar críticamente las fuentes hagiográficas de todas las épocas.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I; y cf. Analecta Bollandiana, vol. XXXVIII (1920), pp. 121-128, y Duchesne Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 300-301. Sobre el pretendido testamento de San Perpetuo, ver Havet, Bibliotheque de l´Ecole de Chartres, vol. XLVI (1885), pp. 207-224. También el epitafio, que se creía genuino, es una falsificación.

 

 

San Gualterio o Walterio de Pontoise, Abad (1095 d.C.).

(8 de abril).

No es raro encontrar en la historia de los santos a hombres y mujeres que se sentían llamados a la soledad y sin embargo, obedeciendo a una autoridad superior, se vieron obligados a cargar con pesadas responsabilidades en un mundo para el que no estaban hechos. Tal es el caso de San Gualterio de Pontoise. Nacido en Picardía, se educó en varias universidades y había llegado a ocupar la cátedra de filosofía y retórica. Abrazó la vida religiosa en la abadía de Rebais-en-Brie, y el rey Felipe I le obligó a aceptar el cargo de abad en un monasterio de las proximidades de Pontoise. Aun cuando, según la costumbre de la época, había recibido la investidura de manos del monarca, el nuevo abad puso las cosas en su lugar, diciendo: “Mi autoridad proviene de Dios y no de Vuestra Majestad.” Lejos de sentirse ofendido, el rey aprobó las palabras del santo. Molesto por las muestras de veneración que le prodigaban los nobles, San Gualterio huyó, algún tiempo después de Pontoise y se refugió en Cluny. San Hugo era entonces abad del célebre monasterio, donde San Gualterio esperaba llevar una vida retirada; pero sus monjes descubrieron su escondite y le llevaron de nuevo a Pontoise. Gualterio abandonaba a veces el cuidado de los asuntos a su cargo para retirarse a una cueva de los terrenos de la abadía; cuando sus numerosos visitantes descubrieron dónde se escondía, el santo huyó nuevamente; pero, aunque se refugió en una ermita, situada en una isla del Loira, pronto se vio obligado a volver al monasterio.

Al poco tiempo, fue a Roma a pedir al Papa que le permitiese renunciar a su cargo. En vez de concedérselo, San Gregorio le exhortó a hacer fructificar sus talentos en el desempeño de su oficio. Gualterio no tuvo más remedio que resignarse. Por otra parte, si no podía practicar todas las mortificaciones de la vida eremítica, no le faltaron, en cambio, las persecuciones por haberse opuesto valientemente a la simonía y a los abusos del clero. En una ocasión, sus enemigos le molieron a golpes y le encarcelaron; pero sus partidarios le pusieron en libertad. En sus últimos años, San Gualterio acrecentó las penitencias; rara vez se sentaba en la iglesia y, cuando las piernas empezaron a flaquearle por la edad, permanecía en pie, apoyado en su bastón. Cuando los otros monjes se retiraban, después del oficio de media noche, el santo se quedaba en la iglesia, sumido en la contemplación; más de una vez los monjes le encontraron por la mañana, en el suelo, arrebatado en éxtasis. Su última obra fue la fundación de un convento de religiosas en Bertaucourt, en honor de Nuestra Señora. Aunque dejó construida la iglesia y una parte de la casa, murió antes de la inauguración del convento, el Viernes Santo de 1095.

 

Los bolandistas (Acta Sanctorum, abril, vol I) y Mabillon publicaron dos biografías escritas, según parece, por contemporáneos del santo. I. Hess publicó un texto más correcto de la primera y más antigua de esas biografías, en Studien und Mittheilungen aus dem Benedictiner und dem Cislercienser Orden, vol. XX (1899), pp. 297-406.

 

 

Santa María Cleofás, Matrona (siglo I).

(9 de abril).

Santa María Cleofás, cuyo nombre aparece en primer término en el Martirologio Romano, el día de hoy, no tiene fiesta litúrgica universal, pero los pasionistas y los latinos de Palestina la celebran. Parece que era esposa de un hombre llamado Cleofás, quien tal vez se identifica con el Cleofás que acompañó al Señor a Emaús después de la Resurrección. Los comentaristas de la Escritura discuten cuál de las Marías mencionadas en los Evangelios era María Cleofás. El Martirologio Romano dice simplemente: “San Juan Evangelista la llama hermana de María, la Madre de Dios y afirma que estaba con ella al pie de la cruz.” Pero no es imposible que la hermana de la Madre de Jesús, mencionada por San Juan (19:25), haya sido otra matrona cuyo nombre desconocemos. Naturalmente, la leyenda bordó mucho sobre el nombre de María Cleofás en épocas posteriores. Se cuenta que acompañó a España a Santiago el Mayor, que murió en Ciudad Rodrigo y que fue muy venerada en Santiago de Compostela. Otra leyenda, no menos extravagante, cuenta que fue a la Provenza francesa con los Santos Lázaro, María Magdalena y Marta, y que fue sepultada en Saint-Maries, cerca de la desembocadura del Ródano.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. I; Moroni, Dizionario di Erudizione, vol. XCIV, pp. 10-60; Vigouroux, Dictionnaire de la Bible, vol. IV, cc. 818-819; Durand, L'Enfance de Jésus-Christ (1908).

 

 

San Esiquio, Mártir (362 d.C.).

(9 de abril).

Esiquio, originario de Cesárea, en Capadocia, acababa de casarse, cuando Juliano el Apóstata, que iba de paso a Antioquía, se detuvo en aquella ciudad. El emperador se asombró al ver que casi todos los habitantes eran cristianos y montó en cólera cuando le informaron que acababan de destruir el templo de la diosa Fortuna. A todos los que creyó autores de tal acto los condenó a muerte o al exilio. Según el historiador Sozomeno, Esiquio se encontraba entre esos mártires y pereció en el año 362.

El Apóstata ordenó a los habitantes que reconstruyeran el templo arrasado; pero en lugar de obedecerle, levantaron una iglesia al verdadero Dios, bajo la advocación de San Esiquio. Ocho años más tarde, San Basilio de Cesárea, celebró la fiesta del santo mártir, el 9 de abril, y convocó a ella a todos los obispos del Ponto.

Al nombre de Esiquio está asociado el de Dámaso.

 

Se ha señalado en Cesárea de Capadocia a otro mártir de nombre Esiquio, “Martirologio Romano,” 7 de septiembre, que había sido martirizado por el emperador Adriano. El R. P. Stilting, Act. Sant., septiembre, vol. III, p. 7, se pregunta si son efectivamente dos mártires diferentes, como lo indica la referencia a dos emperadores, Juliano y Adrián. H. Delehaye, “Orígenes del culto de los mártires,” p. 205, opina que hay que identificarlos: él se documentó en las cartas de San Basilio en donde se hace referencia al santo mártir ligado al 7 ó al 15 de septiembre. Pero por otra parte según el Synaxaire de Constantinople, col. 593 y 596, hay otro Esiquio los días 9 y 10 de abril.

Acta Sanctorum. 9 de abril. San Basilio, “Cartas” en P.G., vol. XXVII. Ver también San Gregorio Nazianceno, P. G., vol. XXXVII.

 

 

Santa Casilda de Toledo, Virgen (1007 d.C.).

(9 de abril).

Casilda era hija de Aldemón, rey de Toledo, cruel enemigo de los cristianos. Mientras su padre enviaba a prisión a los fieles discípulos de Cristo y los dejaba morir en sucias mazmorras, esta joven virgen, llena de compasión por todos los que sufrían, llevaba alimentos a los desgraciados prisioneros. El rey, su padre, tuvo conocimiento de ello y furioso, quiso espiar a su hija para asegurarse de lo que había oído decir. Pero en esa ocasión, iba a renovarse el milagro del pan convertido en rosas que encontramos en otras vidas de santos. Así, la joven, autorizada a proseguir su camino después del encuentro con su padre, vio que las flores volvían a convertirse en pan, cuando llegó a la prisión.

Casilda no era sino una catecúmena que deseaba ardientemente recibir la gracia del bautismo. Dios permitió que fuera tocada por un mal incurable y le revelo, en una visión, que recuperaría la salud en Burgos, al bañarse en el lago de San Vicente. Pidió a su padre permiso para ir allí. Este cedió a sus insistentes súplicas, y la curación tuvo lugar. Casilda, para señalar su agradecimiento, hizo construir cerca del lago un oratorio y una pequeña habitación en donde, después de hacerse bautizar, pasó en el retiro el resto de su vida. Murió santamente el año de 1007.

Muchos milagros se obraron en su tumba y su culto se extendió por toda España. Tamayo de Salazar inscribió su nombre en el Martirologio, el 9 de abril, día en que tuvo lugar la traslación de sus reliquias a la iglesia de Burgos.

 

Acta Sanctorum, 9 de abril.

 

 

San Fulberto, Obispo de Chartres (1029 d.C.).

(10 de abril).

El mismo San Fulberto afirmaba que había nacido de padres humildes, pero lo único que sabemos de sus primeros años es que nació en Italia y pasó ahí su infancia. Después fue a estudiar a Reims, donde debió distinguirse mucho, ya que el célebre Gerberto, que enseñaba ahí matemáticas y filosofía, le mandó llamar en cuanto subió a la cátedra de San Pedro con el nombre de Silvestre II. A la muerte del Pontífice, Fulberto volvió a Francia. El obispo Odón, de Char-tres, le concedió una canonjía y le nombró canciller de su diócesis. También le confió la dirección de las escuelas de la diócesis de Chartres, de las que San Fulberto hizo pronto uno de los centros educacionales más importantes de Francia, a las que acudían estudiantes de Alemania, Italia e Inglaterra. Las gentes consideraban a Fulberto como la reencarnación de Sócrates y Platón, por su extraordinaria inteligencia. El santo se opuso firmemente a las tendencias racionalistas de la época, pero por lo menos uno de sus discípulos, el célebre Berengano, cayó en la herejía. Fulberto fue elegido para suceder al obispo de Chartres, Rogelio. Lleno de humildad, escribió a San Odilón de Cluny que temblaba ante la idea de tener que guiar a otros en el camino de la santidad, en el que él había tropezado con tanta frecuencia; a pesar de ello, tuvo que aceptar el cargo.

La influencia de Fulberto era inmensa. Sin dejar de dirigir las escuelas, se convirtió en el consejero nato de los jefes espirituales y temporales de Francia. El santo se creyó hasta su muerte, inepto para desempeñar el alto cargo que ocupaba; se llamaba a sí mismo “el pequeño obispo de una gran Iglesia.” Los asuntos administrativos no le impedían cumplir con sus deberes pastorales; predicaba regularmente en su catedral y luchó mucho por propagar la instrucción en su jurisdicción. La catedral de Chartres se incendió, poco después de la consagración de Fulberto, quien la reconstruyó con tal magnificencia que, hasta la fecha, es una de las glorias de la cristiandad. En esa obra le ayudaron los más diferentes personajes; entre otros, el rey Canuto de Inglaterra contribuyó con una generosa suma. San Fulberto profesaba especial devoción a la Santísima Virgen, en cuyo honor compuso varios himnos. Cuando se inauguró la hermosa catedral, el santo determinó que se celebrase en ella y en toda su diócesis, la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, que se había introducido recientemente.

Como tantas otras grandes figuras en la historia de la Iglesia de aquel siglo, se opuso abiertamente a la simonía y a la práctica de conceder beneficios eclesiásticos a los laicos. San Fulberto murió el 10 de abril de 1029, después de casi veintidós años de episcopado. Sus escritos incluyen cierto número de cartas, un corto penitencial, nueve sermones, una colección de los pasajes de la Biblia que se refieren a la Santísima Trinidad, a la Encarnación, a la Eucaristía, y algunos himnos y prosas.

 

No existe ninguna biografía antigua de San Fulberto; pero sus cartas y las crónicas de la época contienen muchos materiales biográficos. Ver en particular A. Clerval, Les Ecoles de Chartres au moyen age (1895), pp. 30-102, y el artículo del mismo autor en DTC., vol. VI (1920), cc. 964-967. Cf. también Pfister, De Fulberti Carnotensis ep. vita et operibus (1885). El himno de San Fulberto Chorus novae Hierusalem forma parte del Breviario Saro. Las obras del santo se hallan en Migne, PL., vol. CXLI. En J. de Ghellinck, Le Mouvement Théologique du XIIe. Siécle (1914), pp. 31-38, se encontrarán algunas observaciones importantes.

 

 

Santos Terencio, Pompeyo y Compañeros, Mártires (c. 250 d.C.).

(10 de abril).

Durante la persecución de Decio, Fortunato gobernador de las provincias africanas, publicó el decreto imperial y anunció a la población de Cartago: “¡Sacrificad a los dioses o preparaos al suplicio!,” e hizo una demostración de los instrumentos de tortura. Muchos cristianos, atemorizados renunciaron a su fe, pero hubo cuarenta que se mantuvieron firmes. Fortunato los hizo comparecer ante su tribunal para echarles en cara su obstinación. Entonces habló en nombre de los cristianos un joven llamado Terencio, con estas palabras: “Jesucristo es el Hijo de Dios, que murió en la cruz para salvarnos. Es a El a quien adoramos.” El gobernador repuso: “¡Adorad a nuestros dioses o moriréis!” “Hablo por mí y por mis hermanos, repuso Terencio, ninguno de nosotros es tan cobarde para abandonar a Jesucristo y adorar a tus dioses de piedra. Haz lo que quieras.”

El gobernador ordenó que los cuarenta cristianos fueran conducidos desnudos a la explanada del templo de Hércules, donde reiteró sus amenazas, pero como los cristianos permanecieron firmes, mandó que Terencio, Pompeyo, Africano y Máximo fueran azotados hasta que invocaran el nombre de Hércules. Ante la firmeza de los cuatro, mandó que los arrojaran a la hoguera en presencia de sus compañeros. Entre las llamas los mártires de Cristo, entonaron el himno de los Macabeos. Terminado el suplicio, Fortunato, trató de hacer apostatar a los treinta y seis restantes sin mayor éxito; los envió a prisión cargados de cadenas y sucesivamente, uno por uno, alcanzaron la gloria del martirio, por la espada y por el fuego.

Los restos de estos mártires fueron recogidos por los cristianos y sepultados en Cartago hasta el siglo IV, cuando fueron trasladados a Constantinopla. Sus nombres se encuentran registrados en diversas fechas de los sinaxarios. El Martirologio Romano los inscribió el 10 de abril.

 

Ver Acta Sanctorum, 10 de abril; los textos griegos de P.G., vol. CXV col. 96. Sus “actas” están en Tillemont Mémoire Hist. Eccl. vol. III, pp. 379-390.

 

 

San León Magno, Papa y Doctor de la Iglesia (461 d.C.).

(11 de abril).

La sagacidad de León I, el éxito con que defendió la fe contra las herejías y su intervención ante Atila y Genserico, realzaron el prestigio de la Santa Sede y al Papa le valieron el título de “Magno.” La posteridad sólo ha concedido ese título a otros dos Pontífices: San Gregorio I y San Nicolás I. La Iglesia honra a San León entre sus doctores, por sus incomparables obras teológicas, de las que hay muchos extractos en las lecciones del Breviario.

Probablemente la familia de San León era toscana, pero él llamó a Roma su “patria,” lo cual nos inclina a pensar que nació en dicha ciudad. No sabemos nada acerca de sus primeros años y desconocemos la fecha de su ordenación. Sus escritos prueban que había recibido una educación excelente, aunque ésta no comprendía el estudio del griego. Fue diácono de los Papas San Celestino I y Sixto III; ese puesto era tan importante, que San Cirilo le escribía directamente a él, y Casiano le dedicó su tratado contra Nestorio. El año 440, cuando las disputas de los dos generales imperiales, Aecio y Albino, amenazaban con dejar a la Galia a merced de los bárbaros, León fue enviado a mediar entre ellos. Cuando murió Sixto III, San León estaba todavía en Galia; una embajada fue allá a anunciarle que había sido elegido Sumo Pontífice.

La consagración tuvo lugar el 29 de septiembre de 440. Desde el primer momento, San León dio pruebas de sus excepcionales cualidades de pastor y jefe. La predicación era entonces privilegio casi exclusivo de los obispos; San León se dedicó a instruir sistemáticamente al pueblo de Roma para convertirle en ejemplo de las otras Iglesias. Los noventa y seis sermones auténticos de San León que han llegado hasta nosotros, muestran que insistía en la limosna y otros aspectos sociales de la vida cristiana y que explicaba al pueblo la doctrina, particularmente lo relativo a la Encarnación. Afortunadamente, se conservan 143 cartas de San León y otras treinta que le fueron escritas. Por ellas, podemos darnos una idea de la extraordinaria vigilancia con que el santo Pontífice seguía la vida de la Iglesia en todo el Imperio. Al mismo tiempo que combatía a los maniqueos en Roma, escribía al obispo de Aquileya dándole instrucciones sobre la manera de enfrentarse al pelagianismo, que había reaparecido en dicha diócesis.

Santo Toribio, obispo de Astorga, España, envió a San León una copia de su carta circular sobre el priscilianismo, una secta que había progresado mucho en España, gracias a la connivencia de una parte del clero. Dicha secta era una mezcla de astrología, de fatalismo y de la doctrina maniquea sobre la maldad de la materia. En su respuesta el Papa, refutó ampliamente a los priscilianistas, refirió las medidas que había tomado contra los maniqueos y mandó que se reuniese un sínodo para combatir la herejía. Varias veces tuvo que intervenir también en los asuntos de la Galia; en dos ocasiones reprendió a San Hilario, obispo de Arles, quien se había excedido en el uso de sus poderes de metropolitano. Escribió algunas cartas a Anastasio, obispo de Tesalónica, para confirmarle su oficio de Vicario de los obispos de Iliria; en una ocasión le recomendó mayor tacto y en otra, le recordó que los obispos tenían derecho de apelar a Roma, “según la antigua tradición.” El año 446, San León escribió a la Iglesia africana de Mauritania, prohibiendo la elección de laicos para las sedes episcopales, así como las de los casados en segundas nupcias y de los casados con una viuda; en la misma carta tocó el delicado problema de la manera de tratar a las vírgenes consagradas a Dios que habían sido violadas por los bárbaros. Respondiendo a ciertas quejas del clero de Palermo y Taormina, San León escribió a los obispos de Sicilia, ordenándoles que no vendiesen las propiedades de la Iglesia sin el consentimiento del clero.

En las decisiones de San León, escritas en forma autoritaria y casi dura, no hay la menor nota personal ni la menor incertidumbre; no es el hombre el que habla, sino el sucesor de San Pedro. Ese es el secreto de la grandeza y de la unidad del carácter de San León. Sin embargo, hay que mencionar también un rasgo muy humano, que conocemos nada más por tradición, pero que ilustra la importancia, que el santo daba a la elección de los candidatos a las órdenes sagradas. En el “Prado Espiritual,” Juan Mosco cita estas palabras de Amós, patriarca de Jerusalén: “Por mis lecturas estoy enterado de que el bienaventurado Papa León, hombre de costumbres angélicas, veló y oró durante cuarenta días en la tumba de San Pedro, pidiendo a Dios, por la intercesión del Apóstol, el perdón de sus pecados. Al fin de esos cuarenta días, se le apareció San Pedro y le dijo: “Dios te ha perdonado todos tus pecados, excepto los que cometiste al conferir las sagradas órdenes, pues de esos tendrás que dar cuenta muy estricta.” San León prohibió que se confiriesen las órdenes a los esclavos y a todos los que habían practicado oficios ilegales o indecorosos e introdujo una ley, por la que se restringía la ordenación al sacerdocio sólo a los candidatos de edad madura que habían sido probados a fondo y se habían distinguido en el servicio de la Iglesia por su sumisión a las reglas y su amor a la disciplina.

El santo Pontífice, en su calidad de pastor universal, tuvo que enfrentarse en el oriente con dificultades más grandes que las de cualquiera de sus predecesores. El año 448, recibió una carta de un abad de Constantinopla, llamado Eutiques, quien se quejaba del recrudecimiento de la herejía nestoriana. San León respondió discretamente que iba a investigar el asunto. Al año siguiente, Eutiques escribió otra carta al Papa y mandó copia de ella a los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén. En dicha carta protestaba contra la excomunión que había fulminado contra él San Flaviano, patriarca de Constantinopla, a instancias de Eusebio de Dorileo y pedía ser restituido a su cargo. Con su carta iba otra del emperador Teodosio II en defensa suya. Como en Roma no se había recibido la noticia oficial de la excomunión, San León escribió a San Flaviano, quien le envió amplias informaciones sobre el sínodo que había excomulgado a Eutiques. En ella ponía en claro que Eutiques había caído en el error de negar la existencia de dos naturalezas en Cristo, cosa que constituía una herejía opuesta al nestorianismo. Por entonces, el emperador Teodosio convocó a un concilio en Efeso, so pretexto de estudiar a fondo el asunto, pero el concilio estaba lleno de amigos de Eutiques y lo presidía uno de sus principales partidarios, Dióscoro, patriarca de Alejandría. El conciliábulo absolvió a Eutiques y condenó a San Flaviano, quien murió poco después, a resultas de los golpes que había recibido. Como los legados del Papa se negaron a aceptar la sentencia del conciliábulo, se les prohibió leer la carta de San León ante la asamblea. En cuanto San León se enteró del asunto, anuló las decisiones de la asamblea y escribió al emperador con estos consejos: “Deja a los obispos defender libremente la fe, pues ningún poder humano ni amenaza alguna son capaces de destruirla. Protege a la Iglesia y consérvala en paz para que Cristo proteja, a su vez, tu Imperio.”

Dos años después, en el reinado del emperador Marciano, se reunió en Calcedonia un Concilio ecuménico. Seiscientos obispos, entre los que se contaban los legados de San León, acudieron a él. El Concilio reivindicó la memoria de San Flaviano y excomulgó y depuso a Dióscoro. El 13 de junio de 449, San León había escrito a San Flaviano una carta doctrinal, en la que exponía claramente la fe de la Iglesia en las dos naturalezas de Cristo y refutaba los errores de los eutiquianos y nestorianos. Dióscoro había ignorado esa famosa carta, conocida con el nombre de “Carta Dogmática” o “Tomo de San León;” en esa ocasión se leyó en el Concilio. “¡Pedro ha hablado por la boca de León!,” exclamaron los obispos, después de oír esa lúcida exposición sobre la doble naturaleza de Cristo, que se convirtió desde entonces en doctrina oficial de la Iglesia.

Entre tanto, habían tenido lugar en occidente varios acontecimientos de importancia, en los que San León dio muestras de la misma firmeza y prudencia. Atila invadió Italia al frente de los hunos, el año 452; quemó la ciudad de Aquileya, sembró el terror y la muerte a su paso, saqueó Milán y Pavía y se dirigió hacia la capital. Ante la ineficacia del general Aecio, el pueblo se llenó de pánico; todas las miradas se volvieron hacia San León, y el emperador Valente III y el Senado le autorizaron para negociar con el enemigo. Poseído de su carácter sagrado y sin vacilar un solo instante, el Papa partió de Roma, acompañado por el cónsul Avieno, por Trigecio, gobernador de la ciudad y unos cuantos sacerdotes. Entró en contacto con el enemigo en la actual ciudad de Peschiera. San León y su clero se entrevistaron con Atila y le persuadieron para que aceptase un tributo anual, en vez de saquear la ciudad. Esto salvó a Roma de la catástrofe por algún tiempo. Pero tres años más tarde, Genserico se presentó a la cabeza de los vándalos ante las puertas de la ciudad, totalmente indefensa. En esta ocasión, San León tuvo menos éxito, pero obtuvo que los vándalos se contentasen con saquear la ciudad, sin matar ni incendiar. Quince días después, los bárbaros se retiraron al África con numerosos cautivos y un inmenso botín.

San León emprendió inmediatamente la reconstrucción de la ciudad y la reparación de los daños causados por los bárbaros. Envió a muchos sacerdotes a asistir y rescatar a los prisioneros en África y restituyó, en cuanto le fue posible, los vasos sagrados de las iglesias. Gracias a su ilimitada confianza en Dios, no se desalentó jamás y conservó gran serenidad, aun en los momentos más difíciles. En los veintiún años de su pontificado se había ganado el cariño y la veneración de los ricos y de los pobres, de los emperadores y de los bárbaros, de los clérigos y de los laicos. Murió el 10 de noviembre de 461. Sus reliquias se conservan en la basílica de San Pedro. Su fiesta, que se celebra el día de hoy, conmemora la fecha de la traslación de sus reliquias. El historiador Jalland, anglicano, resume el carácter de San León con cuatro rasgos: “su energía indomable, su magnanimidad, su firmeza y su humilde devoción al deber.” La exposición que hizo San León de la doctrina cristiana de la Encarnación, fue uno de los “momentos” más importantes de la historia del cristianismo. “La más grande de sus realizaciones personales fue el éxito con que reivindicó la primacía de la Sede Romana en las cuestiones doctrinales.” San León fue declarado doctor de la Iglesia mucho tiempo después, en 1754.

Entre los sermones que se conservan del santo, hay uno que predicó en la fiesta de San Pedro y San Pablo, poco después de la retirada de Atila. Empieza por comparar el fervor de los romanos en el momento en que se salvaron de la catástrofe con su actual tibieza y les recuerda la ingratitud de los nueve leprosos que sanó Cristo. A continuación les dijo: “Así pues, mis amados hermanos, debéis volveros al Señor, si no queréis que os reproche lo mismo que a los nueve leprosos ingratos. Recordad las maravillas que El ha obrado con vosotros. Guardaos de atribuir vuestra liberación a los astros, como lo hacen algunos impíos; atribuidla únicamente a la infinita misericordia de Dios, que ablandó el corazón de los bárbaros. Sólo podéis obtener el perdón de vuestra negligencia, haciendo una penitencia que supere a la culpa. Aprovechemos el tiempo de paz que nos concede el Señor para enmendar nuestras vidas. Que San Pedro y todos los santos, que nos han socorrido en nuestras innumerables aflicciones, secunden las fervientes súplicas que elevamos por vosotros a la misericordia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.”

 

A pesar del importante papel que desempeñó San León en la historia de su época, no existe ninguna biografía contemporánea. La narración del Líber Pontificalis es muy corta. Acerca de la nota que se conserva en los Menaion griegos, ver Analecta Bollandiana, vol. XXIX (1910), pp. 400-408. A. Regnier presenta en forma breve pero inteligente la vida y el carácter de San León en la colección Les Saints (1910). En el excelente artículo de Mons. Batiffol, en DTC., se hallará una abundante bibliografía, vol. IX cc. 218-301. Naturalmente, la figura de San León ocupa un sitio importante en obras de carácter general como las de Duchesne Histoire ancienne de l'Eglise, vol. III, Hefele-Leclercq, Conciles, vol. II, Y Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. IV. Merecen especial atención la discusión que hace Turner de las cartas dogmáticas de San León en Miscellanea Ceriani (1910), y la valiosísima obra de T. G. Jalland, Life and Times of St Leo the Great (1941) en la que se hallará una bibliografía.

 

 

San Isaac de Espoleto (c. 550 d.C.).

(11 de abril).

En las faldas del Monte Luco, que los paganos consideraban como sagrado, hay una multitud de cuevas en las que vivieron muchos anacoretas cristianos en la Edad Media. Uno de los más famosos fue San Isaac. San Eleuterio, el amigo de San Gregorio, que le conoció bien, habla de este santo ermitaño en sus “Diálogos.” Isaac era de origen sirio. Durante la persecución monofisita se había trasladado a Italia. Al llegar a Espoleto, entró en una iglesia, en la que permaneció tres días y tres noches, absorto en oración. Uno de los guardianes, creyendo que se trataba de un ladrón, le llamó hipócrita, le golpeó y le echó fuera de la iglesia. En castigo de ello, el demonio se posesionó del guardián y no le soltó hasta que San Isaac se tendió sobre el cuerpo de su atacante. “Isaac me echa fuera,” gritó el mal espíritu y en esa forma reveló a los habitantes de Espoleto la identidad del extranjero. Los vecinos, persuadidos de que tenían entre ellos a un santo, le ofrecieron regalos y se mostraron prontos a construirle un convento; pero San Isaac se negó a aceptar los regalos y se retiró a una cueva del Monte Luco. Al cabo de varios años, se le apareció la Madre de Dios y le ordenó que reuniese algunos discípulos; en esa forma el santo empezó a dirigir una “laura,” aunque nunca fundó un monasterio propiamente dicho. Sus discípulos le incitaron varias veces a recibir los regalos de los fieles, pero San Isaac les respondía siempre: “Un monje que desea los bienes de este mundo no es un verdadero monje.” El siervo de Dios poseía el don de profecía y el de obrar milagros.

 

Todo lo que sabemos sobre Isaac se basa en el tercer libro de los Diálogos de San Gregorio. Ver también Acta Sanctorum, abril, vol. II.

 

 

San Julio I, Papa (352 d.C.).

(12 de abril).

El Martirologio Romano menciona a San Julio el día de hoy y dice que trabajó mucho por la fe católica contra los arríanos. Era hijo de un ciudadano romano llamado Rústico; sucedió al Papa San Marcos el año 337. Al año siguiente, San Atanasio, que había sido desterrado por las intrigas de los arríanos, volvió a su sede de Alejandría; pero el obispo Eusebio de Nicomedia había logrado introducir en el patriarcado a un jerarca arriano o semi-arriano, el cual creó graves dificultades a San Atanasio. A instancias de los partidarios de Eusebio, el Papa Julio convocó a un concilio para que aclarase la situación, pero los mismos que habían solicitado la reunión del concilio se negaron a asistir a él. Sin embargo, la asamblea no dejó por ello de examinar a fondo el caso de San Atanasio. A raíz de eso, el Papa escribió una carta a los obispos eusebianos del oriente, escrito que Tillémont califica de “uno de los más grandes monumentos eclesiásticos de la antigüedad” y Mons. Batiffol de “modelo de equilibrio, prudencia y caridad.” En dicha carta el Papa discute con gran serenidad e imparcialidad las acusaciones de los eusebianos y las refute una por una. Al fin explica cómo debían haber procedido: “¿No sabéis que existe la costumbre de escribir primero a Nos para que hagamos justicia?... En cambio, vosotros pretendéis que aprobemos una condenación en la que no hemos tenido parte alguna. Esto se opone a los preceptos de San Pablo y a la tradición de los Padres y es una manera nueva y peregrina de proceder. No os ofendáis de que hable así; lo que escribo lo escribo pensando en el interés común y mi manera de ver coincide con la tradición recibida del bienaventurado Apóstol Pedro.”

En 342, los emperadores del oriente y de occidente reunieron el Concilio de Sárdica (Sofía), que reivindicó a San Atanasio y ratificó el decreto de San Julio, según el cual, cualquier obispo depuesto por un sínodo provincial tenía derecho a apelar al obispo de Roma. A pesar de ello, San Atanasio no pudo volver a Alejandría, sino hasta el año 346. De camino hacia allá, se detuvo en Roma, donde San Julio le recibió cordialmente y escribió una carta al clero y los fieles de Alejandría, en la que los felicitaba por el retorno de su obispo, hablaba de la acogida que iban a darle y pedía a Dios que derramase sus bendiciones sobre ellos y sus hijos.

San Julio construyó en Roma varias iglesias; entre otras, la basílica Julia (actualmente la iglesia de los Doce Apóstoles) y la basílica de San Valentín en la Vía Flaminia. El santo Pontífice murió el 12 de abril de 352. Fue primero sepultado en el cementerio Calepodio y más tarde trasladado a la iglesia de Santa María in Transtévere, que había ampliado y embellecido.

 

La vida de San Julio forma parte de la historia general de la Iglesia; hay estudios muy buenos sobre ella en obras como las de Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles; Grisar, Geschichte Roms uní der Papste (trad. ingl.); Duchesne, Líber Pontificalis e Histoire ancienne de l'Eglise; J. P. Kirsch, Die Kirche inder antiken Griechisch-Romischen Kulturwelt; y P. Batiffol, La paix constantinienne.

 

 

San Zenon, Obispo de Verona (371 d.C.).

(12 de abril).

Los “Diálogos” de San Gregorio y algunos martirologios ponen a San Zenón en el número de los mártires, pero San Ambrosio, que fue contemporáneo suyo, en una carta dirigida a su sucesor Siagrio, habla de la apacible muerte del santo. Pero, aunque hubiese muerto en paz, San Zenón puede considerarse como mártir, por lo que tuvo que sufrir en las persecuciones de Constancio, Juliano y Valente.

De un panegírico que San Zenón pronunció sobre San Arcadio, mártir de la Mauretania, se desprende que nació en África. El excelente latín de sus escritos y las frecuentes citas de Virgilio, prueban que conocía muy bien a los clásicos. Según parece, fue hecho obispo de Verona el año 362. En sus tratados, que son breves sermones de estilo familiar, hay muchos detalles interesantes sobre el santo y su diócesis. Así, sabemos que todos los años bautizaba a muchos paganos y que luchó con celo y éxito contra los arríanos, a los que había favorecido mucho el emperador Constancio. El gran número de conversiones de herejes y gentiles que consiguió, le obligó a construir una gran basílica. Los habitantes de Verona contribuyeron generosamente. Por lo demás, la liberalidad de los veroneses era proverbial: todas las casas de la ciudad estaban abiertas a los extranjeros; los pobres apenas tenían, tiempo de manifestar sus necesidades, pues al punto encontraban quien les socorriese. San Zenón felicitó a su grey por acumular en esa forma un tesoro en el cielo. Después de la batalla de Adrianópolis, en 378 cuando los godos derrotaron a Valente e hicieron una terrible matanza, los bárbaros tomaron muchos prisioneros de las provincias de Iliria y Tracia. Según parece, en esa ocasión los veroneses rescataron de la esclavitud, de la muerte o de los trabajos forzados a un gran número de prisioneros. Aunque esto ocurrió probablemente después de la muerte de San Zenón el desinterés de sus compatriotas se inspiraba sin duda en el ejemplo de su celo.

San Zenón, vivía en gran pobreza. Con frecuencia habla en sus sermones de la formación de su clero y de los regalos que sus hermanos en el sacerdocio recibían en Pascua. También hace alusión a las ordenaciones que llevaba a cabo en el tiempo pascual y a la solemne reconciliación de los penitentes, que tenía lugar en Semana Santa. San Ambrosio cuenta que San Zenón había formado en Verona un cuerpo de religiosas que vivían en sus casas y consagraban su virginidad a Dios. El santo obispo fundó y dirigió también un convento, propiamente dicho, de religiosas, antes de que San Ambrosio hiciese lo propio en Milán. El celoso obispo condenó los escandalosos abusos que se cometían en el “ágape” o fiesta del amor, así como la costumbre de interrumpir las misas de difuntos con lamentaciones. Los sermones del santo conservan el recuerdo de muchas costumbres de la época. Según parece, por lo menos en Verona, se practicaba todavía el bautismo de inmersión, pero se calentaba previamente el agua. San Zenón es el único escritor que menciona la costumbre de dar medallas a los bautizados.

San Gregorio el Grande cuenta un notable milagro ocurrido dos siglos después de la muerte de San Zenón, tal como se lo había relatado uno de los testigos presenciales, Juan el Patricio. El año 598, el río Adige amenazaba inundar la ciudad de Verona. El pueblo se refugió en la iglesia de su santo obispo y patrón para protegerse de la inundación; aunque las aguas llegaron hasta la altura de los ventanales, no penetraron en la iglesia. El pueblo permaneció ahí, orando, durante veinticuatro horas, hasta que bajó la inundación. Este y otros milagros no hicieron sino aumentar el prestigio del santo. Durante el reinado de Pepino, hijo de Carlomagno, se construyó una iglesia; las reliquias de San Zenón se conservan todavía en una de las capillas de la cripta. Se suele representar a San Zenón con un caña de la que cuelga un pescado; se trata de un símbolo de la tradición, según la cual, el santo acostumbraba pescar en el Adige, aunque el pescado puede también representar el bautismo.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. II, y algunos documentos biográficos sueltos en BHL., nn. 9001-9013. La mejor biografía es la de Bigelmair, Zeno von Verona (1904); pero cf. Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 478-481, y DCB., vol. IV.

 

 

San Sabas el Godo, Mártir (372 d.C.).

(12 de abril).

En el siglo III, los godos cruzaron el Danubio y se establecieron en las provincias romanas de Dacia y Moesia. De ahí partían a sus expediciones al Asia Menor, especialmente a Galacia y Capadocia, de las que traían muchos esclavos cristianos, tanto sacerdotes como laicos. Los prisioneros empezaron pronto a convertir a sus amos y construyeron varias iglesias. El año 370, uno de los jefes godos emprendió una persecución contra los cristianos para vengarse, según se cree, de la declaración de guerra del emperador romano. Los martirologios griegos conmemoran a cincuenta y un mártires de esa persecución; los dos más famosos son San Sabas y San Nicetas. Sabas, que se había convertido al cristianismo cuando era muy joven, trabajaba como cantor o lector en la iglesia. Al principio de la persecución, los magistrados dieron la orden de que los cristianos comiesen la carne ofrecida a los ídolos; pero algunos paganos, que querían salvar a sus parientes cristianos, persuadieron a los guardias de que los hiciesen comer carne que no había sido ofrecida a los ídolos. Sabas denunció valientemente este método ambiguo; no sólo se negó a comer la carne, sino que declaró que quien la comía era reo de traición. Algunos cristianos aplaudieron su manera de proceder, pero otros se rebelaron y le obligaron a salir de la ciudad. Sin embargo, el santo pudo volver pronto. Al año siguiente, la persecución volvió a desencadenarse y algunos de los principales personajes de la ciudad se ofrecieron a jurar que no quedaba ya ningún cristiano. Cuando estaban a punto de prestar el juramento, se presentó Sabas y dijo: “No juréis por mí, pues yo soy cristiano.” El juez preguntó a los presentes si Sabas era rico; al saber que lo único que poseía eran los vestidos que llevaba puestos, le dejó en libertad, diciendo despectivamente: “Este pobre diablo no puede hacernos bien ni mal.”

Dos o tres años más tarde, se recrudeció nuevamente la persecución. Tres días después de la Pascua, llegó a la ciudad un pelotón de soldados, al mando de un tal Ataridio. Inmediatamente se precipitaron a la casa del sacerdote Sansala, donde Sabas se hallaba descansando, después de las fiestas. Los soldados maniataron a Sansala en el lecho y le arrojaron en un carro; a Sabas le sacaron también de la cama, le arrastraron desnudo sobre unos arbustos espinosos y le molieron a palos. A la mañana siguiente, Sabas dijo a los perseguidores: “¿No es cierto que me arrastrasteis anoche sobre las espinas? Pues, como veis, no hay en mi cuerpo ninguna herida ni cicatriz.” Los perseguidores, en efecto, no pudieron descubrir el más leve rasguño en su piel. Decididos a hacerle sufrir, le ataron de brazos y pies a las rejas de un carro y le torturaron gran parte de la noche. Cuando se cansaron de ello, la mujer en cuya casa se alojaban, movida a compasión, desató a San Sabas, pero éste se negó a huir. A la mañana siguiente, los verdugos le ataron de las manos a una de las vigas de la casa. Después pusieron delante de Sabas y Sansala la carne ofrecida a los ídolos. Ambos se rehusaron a comerla y Sabas exclamó: “Esta carne es tan sucia e impura como Ataridio, quien nos la ha enviado.” Entonces uno de los soldados le golpeó con su jabalina, con tal violencia, que todos creyeron que le había matado. Pero el siervo de Dios no sintió el golpe y dijo: “¿Creías haberme matado? Pues te confeso que si tu jabalina fuera de lana, no me habría hecho más daño.”

En cuanto Ataridio se enteró de lo ocurrido, mandó que ahogasen a San Sabas en el río. Al llegar a la orilla, uno de los soldados dijo a sus compañeros: “Dejemos escapar a este inocente, pues su muerte no hará ningún bien a Ataridio.” Pero Sabas increpó al soldado que no quería cumplir las órdenes que había recibido, diciéndole: “Yo veo lo que tú no ves. Del otro lado del río hay una multitud que está esperando a mi alma para conducirla a la gloria; lo único que hace falta es que mi alma se separe del cuerpo.” Entonces los verdugos le sumergieron en el río y le mantuvieron debajo del agua con una losa atada al cuello. Según parece, el martirio de San Sabas tuvo lugar en Targovisto, al noroeste de la actual ciudad de Bucarest.

 

El relato del martirio de San Sabas, en forma de carta, recuerda ciertas frases de la carta en que los habitantes de Esmirna describieron el martirio de San Policarpo; sin embargo, Delehaye considera que el documento es sustancialmente auténtico y fidedigno. Dicho autor publicó una revisión crítica del texto griego en Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp. 216-221; en las pp. 288-291 hay algunos comentarios importantes. El P. Delehaye demostró, entre otras cosas (cf. Analecta Bollandiana, XXIII (1904), pp. 96-98, que la hipótesis de H. Boehmer-Romundt de que el autor de las actas de San Sabas es Ulfilas, Neue Jahrbücher, etc., vol. XI, p. 275, es inadmisible. El texto puede verse también en la edición que hizo G. Krüger de las Ausgewáhlte Martyrerakten de R. Knopf, en 1929.

 

 

San Hermenegildo, Mártir (585 d.C.).

(13 de abril).

Hermenegildo y su hermano, Recaredo eran hijos de Leovigildo, rey de los visigodos de España, y de su primera esposa, Teodosia. Su padre los educó en la herejía arriana. Hermenegildo se casó, sin embargo, con una ferviente católica, Indegundis o Ingunda, hija del rey Sigberto de Austrasia; al ejemplo y oraciones de su mujer, así como a la predicación de San Leandro, arzobispo de Sevilla, debió Hermenegildo su conversión. Leovigildo se enfureció cuando supo que su hijo había hecho profesión pública de fe católica y le ordenó que renunciase a todas sus dignidades y posesiones. Pero Hermenegildo se negó a hacerlo y se rebeló contra su padre. Como los arrianos eran muy poderosos en la España visigótica, Hermenegildo envió a San Leandro a Constantinopla para pedir auxilio. La misión del arzobispo no tuvo éxito; entonces Hermenegildo pidió ayuda a los generales romanos que, al mando de un pequeño ejército, gobernaban todavía la estrecha faja de tierra de las costas del Mediterráneo, que pertenecía aún al Imperio. Los generales romanos se llevaron a la esposa y al hijo de Hermenegildo como rehenes y le prometieron ayuda, pero no cumplieron sus promesas. Hermenegildo opuso resistencia en Sevilla, durante un año, a las tropas de su padre; al fin, tuvo que huir al territorio romano, donde descubrió que su padre había sobornado a sus aliados. Desesperado de obtener ayuda de los hombres, entró en una iglesia y se refugió detrás del altar. Leovigildo no se atrevió a violar el santuario, pero mandó a su hijo Recaredo, que era todavía arriano, a ofrecer la reconciliación a Hermenegildo, con tal de que pidiese perdón a su padre. Hermenegildo aceptó y la reconciliación se llevó a cabo; según parece, fue sincera por ambas partes. Leovigildo devolvió a su primogénito muchas de sus antiguas dignidades; pero Gosvinda, la segunda esposa del rey, consiguió despertar nuevas sospechas contra Hermenegildo, quien fue encarcelado en Tarragona. Esta vez no se le acusaba de traición, sino de herejía; se le ofrecía la libertad a condición de que se retractase. Hermenegildo pidió fervorosamente a Dios que le fortaleciese en su combate por la fe, añadió mortificaciones voluntarias a sus sufrimientos y se vistió con un saco, como los penitentes.

En Pascua, su padre le envió a un obispo arriano, prometiéndole que le perdonaría con tal de que aceptase la comunión de manos del prelado. Al saber que Hermenegildo se había negado rotundamente, Leovigildo entró en uno de sus frecuentes paroxismos de cólera y mandó a la prisión a un pelotón de soldados con la orden de matar a su hijo. Hermenegildo recibió la noticia con gran resignación y murió instantáneamente de un solo golpe de mazo. San Gregorio el Grande atribuye a los méritos de San Hermenegildo la conversión de su hermano Recaredo y de toda la España visigótica. Leovigildo fue pronto presa de los remordimientos. Aunque nunca abjuró del arrianismo, en su lecho de muerte encomendó a su hijo Recaredo a San Leandro, con la esperanza de que éste le convertiría a la fe ortodoxa.

No podemos menos de condenar a Hermenegildo por haberse levantado en armas contra su padre; pero, como lo hace notar San Gregorio de Tours, expió abundantemente su pecado con sus sufrimientos y su heroica muerte. Otro Gregorio, el gran Pontífice, hizo notar que Hermenegildo recibió en el martirio la verdadera corona de los reyes.

 

Se ha discutido violentamente el derecho de Hermenegildo a ser considerado como mártir. A pesar del relato de San Gregorio el Grande en sus Diálogos (lib. III, c. 31), otros escritores antiguos — entre los que se cuentan algunos españoles, como el abad de Valclara, Johannes Biclariensis (Florez, España Sagrada, vol. VI, p. 384), Isidoro de Sevilla y Pablo de Marida — parecen decir que Hermenegildo fue pura y simplemente un rebelde y que por ello fue condenado a muerte. Puede verse un excelente resumen de la controversia en DCB., vol. II, pp. 921-924, que se basa en gran parte en un artículo de F. Gorres en Zeitschrift f. his. Theologie, vol. I, 1873. El P. R. Rochel (Razón y Fe, particularmente vol. VII, 1903) respondió apasionadamente a los críticos de San Hermenegildo; pero el P. Albert Poncelet (Analecta Bollandiana, XXIII, 1904, pp. 360-361) demostró que la respuesta del P. Rochel era insuficiente en muchos puntos. P. Ganas, en Kirchengeshcichte Spaniens, se sitúa en un punto de vista más moderno. Hay que decir que la mejor edición de la crónica de Johannes Biclariensis es la de Mommsen en MGH., Auctores Antiquissimi, vol. XI. Una traducción muy posterior dice que S. Hermenegildo murió en Sevilla; pero Johannes Biclariensis, que era contemporáneo del santo, afirma expresamente que murió en Tarragona. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXIII, p. 360. La comisión nombrada por Benedicto XIV recomendó que se suprimiese del calendario el nombre de San Hermenegildo.

 

 

Santos Carpo, Papilo y Agatonica, Mártires (c. 170 o 250 d.C.).

(13 de abril).

En el reinado de Marco Aurelio o en el de Decio, un obispo llamado Carpo, de Furads de Lidia, y un diácono de Tiateira llamado Papilo, comparecieron ante el gobernador de Pérgamo, en el Asia Menor. Cuando el juez preguntó su nombre a Carpo, éste respondió: “Mi primero y más noble nombre es Cristiano; pero si quieres saber también mi nombre mundano, me llamo Carpo.” El gobernador le exhortó a ofrecer sacrificios a los dioses, pero el prisionero replicó: “Soy cristiano. Yo adoro a Cristo, el Hijo de Dios que vino a salvarnos de las acechanzas del demonio y no sacrificaré a tus ídolos.” Como el gobernador le ordenase obedecer al punto el edicto del emperador, Carpo contestó citando a Jeremías: “Los dioses que no han creado el cielo y la tierra, perecerán” y declaró que los vivos no debían sacrificar a los muertos. “¿Crees acaso que los dioses están muertos?,” le preguntó el magistrado. “Como nunca vivieron, no pueden haber muerto,” replicó el mártir. El gobernador le cortó la palabra y le condenó a la tortura.

Entonces empezó el interrogatorio de Papilo, quien declaró que era originario de Tiateira. “¿Tienes hijos?” “Sí, muchos.” Uno de los presentes explicó al juez que era una manera de hablar de los cristianos y que significaba que tenía muchos hijos en la fe. “Tengo hijos en la fe en todas las ciudades y provincias,” corroboró el diácono. “¿Estás dispuesto a sacrificar, o no?,” preguntó el juez con impaciencia. Papilo respondió: “Yo he servido a Dios desde la juventud y nunca he ofrecido sacrificios a los ídolos. Soy cristiano. Esa es la única respuesta que daré a tus preguntas, porque no puedo decir nada más grande ni más noble que ese nombre.” El juez le condenó también a la tortura. Pero al fin comprendió éste que ningún tormento sería capaz de hacerles cambiar y mandó que pereciesen en la hoguera. Papilo murió primero. Cuando los verdugos ataban a Carpo, su rostro se iluminó con tal expresión de gozo, que uno de los presentes le preguntó si veía algo. El mártir replicó: “Miraba la gloria de Dios y por eso me sentí transportado de gozo.” [Otra versión atribuye estas palabras a Papilo.] Cuando las llamas empezaron a consumirle, el santo exclamó: “¡Bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo de Dios, porque te has dignado compartir conmigo tus suplicios, aunque soy un pecador!”

Después, el gobernador mandó que trajesen a su presencia a Agatónica, la cual se negó también a ofrecer sacrificios a los dioses. Los presentes la exhortaron a que abjurase de la fe por amor de sus hijos; pero ella respondió: “Mis hijos tienen a Dios, y El mirará por ellos.” El gobernador la amenazó con condenarla a la hoguera, pero Agatónica permaneció inconmovible. Los soldados la condujeron al sitio de la ejecución; cuando la desnudaron, la multitud se maravilló de su belleza.

El fuego empezó a consumirla y Agatónica exclamó: “¡Ayúdame, Señor Jesús, a sufrir por Ti!” Murió al repetir esta oración por tercera vez.

 

Estas actas tan sencillas se cuentan entre los documentos más importantes de la época de los mártires que han llegado hasta nosotros. Sin embargo, como se ve claramente en los textos publicados por Pío Franchi de Cavalieri en Studi e Testi, núm. 33 (1920), todas las recensiones que existen han sido retocadas. Para probar la antigüedad del culto de estos mártires, basta con recordar que los mencionan Eusebio (Historia Ecclesiástica, vol. IV, 15) y el Breviario sirio; en esta última obra se dice que el culto de los mártires es ya una tradición antigua. No sabemos con certeza si murieron en el reinado de Marco Aurelio o en el de Decio. Sobre este punto, ver Delehaye, Les Passions des Martyrs et les génres littéraires, pp. 136-142 y los comentarios de Pío Franchi arriba mencionados, Cf. Harnack, Texte und Untersuchungen, vol. III, n. 4; pero el texto latino recientemente descubierto anula su hipótesis del origen montañista de las actas. Tanto el texto latino como el de los dos mejores textos griegos pueden verse en Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), pp. 142-176, con una introducción del P. Delehaye.

 

 

San Marcio o Marte, Abad (c. 530 d.C.).

(13 de abril).

El recuerdo de San Marcio o Marte, abad de Clermont en Auvernia, ha llegado hasta nosotros gracias a San Gregorio de Tours, cuyo padre fue curado por San Marcio, cuando él era todavía muy niño. Desde joven, Marcio había determinado consagrarse a Dios. Al llegar a la mayoría de edad, se retiró del mundo a la vida eremítica; él mismo cavó una cueva en la ladera de una montaña y en ella se talló un lecho de piedra. Su santidad y sus dones espirituales atrajeron a muchos discípulos. Pronto se formó una comunidad, que dividía su tiempo entre la oración y el trabajo de la tierra; la montaña, que era antes desértica, se transformó en un huerto. San Gregorio de Tours cuenta la siguiente anécdota. Una noche, un ladrón penetró en la clausura del monasterio y empezó a recoger manzanas, cebollas, ajos y yerbas. Una vez que había reunido todo lo que podía transportar, trató de salir del monasterio, pero no pudo encontrar el camino; no tuvo, pues, más remedio que tenderse por tierra y esperar la llegada del día. Pero el abad Marcio, que se hallaba en su celda, sabía todo lo que pasaba. A la mañana siguiente, llamó al prior y le dijo que fuese al huerto a sacar a un buey que se había metido en él. “Pero —añadió el santo—, no le hagáis ningún daño y dejad que se lleve cuanto quiera, pues está escrito: 'No pondrás bozal al buey que ara tu campo'.” El prior fue al huerto y descubrió al ladrón, quien al verle arrojó el botín e intentó escapar, pero se enredó en las zarzas. El monje, sonriendo, le puso en libertad y le tranquilizó; en seguida reunió el botín del ladrón, lo echó sobré sus hombros y le condujo hasta la puerta, diciendo: “Vete en paz y no vuelvas a robar.” San Marcio vivió hasta los noventa años de edad, y en su tumba ocurrieron numerosos milagros.

 

Todo lo que sabemos sobre San Marcio se halla en las Vitae Patrum de San Gregorio de Tours, c. XIV; ver Acta Sanctorum, abril, vol. II.

 

 

San Justino, Mártir (c. 165 d.C.).

(14 de abril).

Uno de los más distinguidos mártires del reinado de Marco Aurelio fue San Justino. A pesar de que era laico, fue el primer apologeta cristiano, cuyas obras principales han llegado hasta nosotros. Sus escritos ofrecen detalles muy interesantes sobre los primeros años del santo y las circunstancias de su conversión. El mismo Justino cuenta que era samaritano, ya que había nacido en Flavia Neápolis (Nablus, cerca de la antigua Sichem); no conocía el hebreo, pues sus padres eran paganos, probablemente de origen griego. Justino recibió una excelente educación liberal, que aprovechó muy bien, y se consagró especialmente al estudio de la retórica y a la lectura de los poetas e historiadores. Más tarde, su sed de saber le movió a estudiar filosofía. Durante algún tiempo profundizó el sistema de los estoicos, pero lo abandonó al comprender que no tenían nada que enseñarle sobre Dios. Recurrió entonces a un maestro peripatético, pero el interés de éste por el dinero, le decepcionó muy pronto. Los pitagóricos le dijeron que, para empezar, necesitaba conocer la música, la geometría y la astronomía. Finalmente, un discípulo de Platón le ofreció enseñarle la ciencia de Dios. Un día en que paseaba por la playa, tal vez en Efeso, reflexionando sobre uno de los principios de Platón, vio que le seguía un venerable anciano; al punto empezó a discutir con él el problema de Dios. El anciano despertó su interés, diciéndole que él conocía una filosofía más noble y satisfactoria que cuantas Justino había estudiado; Dios mismo había revelado dicha filosofía a los profetas del Antiguo Testamento y su punto culminante había sido Jesucristo. El anciano exhortó al joven a pedir que se le abrieran las puertas de la luz para llegar al conocimiento que sólo Dios podía dar. La conversación con el anciano movió a Justino a estudiar la Sagrada Escritura y a informarse sobre el cristianismo, aunque ya desde antes se había interesado por la religión de Jesús: “Aun en la época en que me satisfacían las enseñanzas de Platón —escribe—, al ver a los cristianos arrostrar la muerte y la tortura con indomable valor, comprendía yo que era imposible que hubiesen llevado la vida criminal de que se les acusaba.” A lo que parece, Justino tenía unos treinta años cuando se convirtió al cristianismo; pero ignoramos el sitio y la fecha exacta de su bautismo. Muy probablemente tuvo éste lugar en Efeso o en Alejandría, pues consta que Justino estuvo en esas ciudades.

Aunque ya había habido antes algunos apologetas cristianos, los paganos conocían muy poco de las creencias y las prácticas de los discípulos de Cristo. Los primitivos cristianos, la mayor parte de los cuales eran hombres sencillos y poco instruidos, aceptaban tranquilamente las falsas interpretaciones para proteger los sagrados misterios contra la profanación. Pero Justino estaba convencido, por su propia experiencia, de que muchos paganos abrazarían el cristianismo, si se les presentaba en todo su esplendor. Por otra parte — citemos sus propias palabras — “tenemos la obligación de dar a conocer nuestra doctrina para no incurrir en la culpa y el castigo de los que pecan por ignorancia.” Así pues, tanto en su enseñanza como en sus escritos, expuso claramente la fe y aun describió las ceremonias secretas de los cristianos. Ataviado con las vestimentas características de los filósofos, Justino recorrió varios países, discutiendo con los paganos, los herejes y los judíos, En Roma tuvo una argumentación pública con un cínico llamado Crescencio, en la que demostró la ignorancia y la mala fe de su adversario. Según parece, la aprehensión de Justino en su segundo viaje a Roma se debió al odio que le profesaba Crescencio. Justino confesó valientemente a Cristo y se negó a ofrecer sacrificios a los ídolos. El juez le condenó a ser decapitado. Con él murieron otros seis cristianos, una mujer y cinco hombres. Desconocemos le fecha exacta de la ejecución. El Martirologio Romano conmemora a San Justino el 14 de abril, al día siguiente de la fiesta de San Carpo, cuyo nombre precede inmediatamente al de San Justino en la crónica de Eusebio.

Los únicos escritos de Justino mártir que nos han llegado completos son las dos Apologías y el Diálogo con Trifón. La primera Apología, de la que la segunda no es más que un apéndice, está dedicada al emperador Antonino, a sus dos hijos, al senado y al pueblo romanos. En ella protesta Justino contra la condenación de los cristianos por razón de su religión o de falsas acusaciones. Después de demostrar que es injusto acusarles de ateísmo y de inmoralidad insiste en que no sólo no son un peligro para el Estado, sino que son ciudadanos pacíficos, cuya lealtad al emperador se basa en sus mismos principios religiosos. Hacia el fin, describe el apologeta el rito del bautismo y de la misa dominical, incluyendo el banquete eucarístico y la distribución de limosnas. El tercer libro de Justino es una defensa del cristianismo en contraste con el judaísmo, bajo la forma de un diálogo con un judío llamado Trifón. Parece que San Ireneo utilizó un tratado de Justino contra la herejía.

Las actas del juicio y del martirio de San Justino son uno de los documentos más valiosos y auténticos que han llegado hasta nosotros. El prefecto romano, Rústico, ante el que comparecieron Justino y sus compañeros, los exhortó a someterse a los dioses y a obedecer a los emperadores. Justino replicó que no era un delito obedecer a la ley de Jesucristo:

Rústico: ¿En qué disciplina estás especializado?

Justino: Estudié primero todas las ramas de la filosofía; acabé por escoger la religión de Cristo, por desagradable que esto pueda ser para los que se hallan en el error.

Rústico: Pero, debes estar loco para haber escogido esa doctrina.

Justino: Soy cristiano porque en el cristianismo está la verdad.

Rústico: ¿En qué consiste exactamente la doctrina cristiana?

Justino le explicó que los cristianos creían en un solo Dios, creador de todas las cosas y que confesaban a su hijo, Jesucristo, anunciado por los profetas, quien había venido a salvar y juzgar a la humanidad. Rústico preguntó entonces dónde se reunían los cristianos.

Justino: Donde pueden. ¿Acaso crees que todos nos reunimos en el mismo sitio? No. El Dios de los cristianos no está limitado a un solo lugar; es invisible y se halla en todas partes, así en el cielo como en la tierra, de suerte que los cristianos pueden adorarle en todas partes.

Rústico: Está bien. Pero dime entonces, dónde te reuniste tú con tus discípulos.

Justino: Siempre me he hospedado en casa de un hombre llamado Martín, junto a los baños de Timoteo. Este es mi segundo viaje a Roma y nunca me he alojado en otra parte. Todos los que lo desean pueden ir a verme y oírme en casa de Martín.

Rústico: Así pues, ¿eres cristiano?

Justino: Sí, soy cristiano.

Después de preguntar a los otros si eran también cristianos, Rústico dijo a Justino: Dime, tú que eres elocuente y crees poseer la verdad, si yo te mando torturar y decapitar, ¿crees que irás al cielo?

Justino: Si sufro por Cristo todo lo que dices, espero recibir el premio prometido a quienes guardan sus mandamientos. Yo creo que todos los que cumplen sus mandamientos permanecen en gracia de Dios eternamente.

Rústico: ¿De suerte que crees que irás al cielo a recibir el premio?

Justino: No es una simple creencia, sino una certidumbre. No tengo la menor duda sobre ello.

Rústico: Está bien. Acércate y sacrifica a los dioses.

Justino: Ningún hombre sensato renuncia a la verdad por la mentira.

Rústico: Si no lo haces, te mandaré torturar sin misericordia.

Justino: Nada deseamos más que sufrir por nuestro Señor Jesucristo y salvarnos. Así podremos presentarnos con confianza ante el trono de nuestro Dios y Salvador para ser juzgados, cuando se acabe este mundo.

Los otros cristianos ratificaron cuanto había dicho Justino. El juez los sentenció a ser flagelados y decapitados. Los mártires murieron por Cristo en el sitio acostumbrado. Algunos de los fieles recogieron, en secreto, los cadáveres y les dieron sepultura, sostenidos por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Como es natural, existe una literatura muy abundante sobre un apologeta, cuya vida y escritos plantean tantos problemas. Recomendamos a este propósito la excelente bibliografía que da G. Bardy en su artículo Justin en DTC., vol. VIII (1924), cc. 2228-2277. Fuera del hecho de su martirio, todo lo que sabemos acerca de San Justino se reduce a lo que él mismo nos cuenta en su “Diálogo” con Trifón. San Ireneo, Eusebio y San Jerónimo, mencionan a San Justino, pero apenas añaden algún dato nuevo. El texto de las actas de su martirio se halla en Acta Sanctorum (junio, vol. I), así como en las obras de Pío Franchi de Cavalieri (Studi e Testi, vol. VIII) y de Burkitt (Journal of Theological Studies, 1910, vol. XI pp. 61-66). Hay excelentes estudios sobre la vida y los escritos de San Justino; por ejemplo, Lagrange (en la colección Les Saints); J. Riviére St Justin et les Apologistes du IIeme siécle (1907); A. Béry, St Justin, sa vie et sa doctrine (1911); y otros. En casi todas las colecciones modernas de actas de los mártires, se encuentran las actas de San Justino; ver, por ejemplo, las de Krüger-Knopf. Owen, Monceaux. Ver sobre todo Delehaye, Les Passions des Martyrs et les Genres Littéraires, pp. 119-121. Es curioso que en Roma no se conserve ninguna huella del culto a San Justino; su nombre no se halla ni en el calendario filocaliano ni en el Hieronymianum. Hay una excelente obrita del P. C. C. Martindale, St Justin the Martyr (1923). En los Estados Unidos han aparecido en los últimos años la traducción de la “Apología” y la del “Diálogo” con Trifón.

 

 

San Paterno, Obispo de Ceredigion (siglo V o VI).

(15 de abril).

La biografía que poseemos de San Paterno, a quien antiguamente se profesaba gran veneración en Gales, fue escrita en Llanbadarn Fawr, probablemente hacia el año 1120. Se trata de la fusión de las leyendas de dos santos del mismo nombre, el primero de los cuales fue abad y obispo en Gales y el segundo, obispo de Vannes de Bretaña en el siglo V. Dicha biografía es, en realidad, una colección de leyendas y tradiciones vagas. Según ella, San Paterno nació en Letavia (ya sea en Bretaña o en el sureste de Gales). Era hijo de Paterno y de Güeña. El padre de San Paterno se fue a vivir a Irlanda como ermitaño, dejando a su esposa el cuidado de la educación de su hijo. San Paterno decidió seguir los pasos de su padre. Con algunos compañeros se embarcó rumbo a Gales; ahí fundó un monasterio en Cardiganshire, en un sitio que se llamó más tarde Llanbadarn Fawr, es decir, la gran iglesia de Paterno. Según la tradición, no sólo fue abad, sino también obispo de la región, durante veintiún años. Se cuenta que recorría su diócesis como misionero, predicando el Evangelio a los hombres de toda condición, “sin paga ni premio” y que se distinguió por su caridad y mortificaciones. El monasterio de Llanbadarn, cerca de Aberystwyth, ejerció gran influencia, como lo atestiguan la “Vida de San David,” de Rhygyfarch y el “Libro de Llandaff.” Dicho monasterio desapareció entre 1188 y 1247.

Las vidas de San David y de San Teilo cuentan que San Paterno los acompañó en una peregrinación a Jerusalén, donde el patriarca le regaló un báculo y una “túnica” que codició más tarde “cierto tirano llamado Arturo;” pero se trata indudablemente de una fábula. San Paterno, después de fundar otros monasterios e iglesias en Gales, volvió ya muy anciano a la Bretaña. Ahí fue nombrado obispo de Vannes, pero la envidia de sus enemigos le obligó a buscar refugio entre los francos. Otra tradición cuenta que fue sepultado en Ynis Enlli, es decir, Bardsey.

 

Rees publicó la Vita Paterni en Lives of the Cambro-British Saints; también hizo una edición crítica de ella Kuno Meyer en Y Cymmrodor, vol. XIII (1900), pp. 88 ss.; en A. W. Wade-Evans, Vitae Sanctorum Britanniae... (1944), se hallarán el texto y la traducción. El excelente estudio del canónigo Doble, St Patern (1940), modifica algunas de las conclusiones de F. Duine, Memento des sources hagiographiques de... Bretagne (1918); cf. Analecta Bollandiana, vol. LXVII (1949), p. 388 ss. Ver también LBS., vol. IV, pp. 39-51; y F. R. Lewis, Short History of the Church of Llanbadarn Fawr (1937). Existe una descripción de Llanbadarn en 1118 en el Itinerary de Giraldus, lib. II, c. 4.

 

 

Santos Optato y Compañeros y Santa Encratis, Virgen, Mártires (304 d.C.).

(16 de abril).

El poeta Prudencio afirmaba con orgullo que en ninguna población de España hubo tantos mártires como en su ciudad natal de Zaragoza. Durante la persecución de Diocleciano, San Óptalo murió por Cristo con otros diecisiete compañeros, el año 304, bajo el gobernador Daciano. Prudencio, que escribió un poema sobre el triunfo de estos mártires, cita sus nombres; entre ellos había cuatro que se llamaban Saturnino. Aunque ignoramos el género de muerte que padecieron, sabemos que dos de ellos, Cayo y Cremencio, sucumbieron a resultas de las heridas que recibieron en la tortura.

En el mismo largo poema Prudencio habla de la virgen Encratis con mayor detenimiento. Se trataba, indudablemente, de una mujer de gran valor, como lo demuestra su enérgico testimonio de la fe; pero Prudencio no nos dice qué fue exactamente lo que le mereció el título de “virgo violenta” (“doncella enérgica”) y qué fue lo que provocó el furor de los perseguidores, quienes la sometieron a las más crueles torturas. Después de la flagelación acostumbrada, los verdugos la desgarraron con garfios de hierro, le cortaron el pecho izquierdo y la desentrañaron. El poeta cuenta que él vio las reliquias de la santa en una de las iglesias de Zaragoza. Después de la tortura, los verdugos condujeron a Encratis nuevamente a la prisión, pero el gobernador no quiso dejarla morir en paz. Sin embargo, la santa tenía tal vitalidad, que parece haber sobrevivido a la persecución, pues Prudencio habla de su casa como de un santuario viviente. No sabemos si el martirio de Encratis tuvo lugar durante la persecución de Diocleciano. La vívida Descripción de Prudencio hace pensar que la santa vivió en una época mucho más cercana a la del poeta.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. II, donde se cita por extenso el poema de Prudencio; cf. igualmente Delehaye Les origines du culte des martyrs, pp. 363-364 y Férontin, Liber mozarabicus sacramentorum, col. 276. Hay muchas variantes del nombre de Santa Encratis, a quien se veneraba muy especialmente en España y los bajos Pirineos. Las actas del grupo de mártires de Zaragoza, al que pertenece la santa, se hallan en Acta Sanctorum, abril, vol. II (texto y apéndice); hay otra recensión en noviembre, vol. I, pp. 642-649. Ver también Florez, España Sagrada, vol. XXX, pp. 260-267, y V. Dubart, Etudes hist. relig. Bayonne, vol. I, p. 188 ss.

 

 

San Fructuoso, Arzobispo de Braga (665 d.C.).

(16 de abril).

Fructuoso era hijo de un general visigodo español. Desde muy niño determinó consagrarse a Dios y la temprana muerte de sus padres le permitió seguir libremente su vocación. Entró a hacer sus estudios en la escuela que había fundado el obispo de Palencia, Conancio. El joven distribuyó una parte de su cuantiosa herencia entre sus esclavos, a quienes había devuelto la libertad, y entre los pobres; el resto lo consagró a la fundación de monasterios, el primero de los cuales lo construyó en sus posesiones de las montañas de Vierzo. El mismo Fructuoso dirigió ese monasterio, que se llamó Complutum, hasta dejarlo perfectamente encarrilado. Después renunció al cargo de abad y se retiró a la soledad, donde llevó una vida tan austera, que recordaba la de los ermitaños de la antigüedad. Pero, a pesar de sus esfuerzos por abandonar el mundo, no consiguió permanecer oculto. En una ocasión, un cazador estuvo a punto de disparar su arco contra él, tomándole por un animal salvaje, hasta que vio que tenía las manos levantadas en oración. En otra ocasión en que el santo se había refugiado más adentro del bosque, según cuenta la leyenda, su retiro fue descubierto gracias al grito gozoso de los pájaros, que habían encontrado en los alrededores a una de las aves que anidaban en los jardines del monasterio.

No es seguro que estas leyendas tengan algo de verdad; pero, en todo caso, sirven para hacer comprender que San Fructuoso tenía discípulos donde quiera que iba. Para ellos construyó el santo varios conventos; también construyó un convento de religiosas, que se llamó Nona, porque distaba nueve leguas del mar. Entre los discípulos de San Fructuoso que abrazaron la vida religiosa, se contaban familias enteras, padres e hijos. Esto creaba probablemente serias dificultades al santo, ya que no todos los aspirantes tenían verdadera vocación, sino que algunos pretendían simplemente huir del servicio militar o de las exacciones de algún tiranuelo. Pero lo cierto es que los monasterios familiares empezaron a popularizarse tanto, que el gobernador de una provincia pidió al rey que obligase a los ciudadanos a solicitar su permiso antes de entrar en la vida religiosa. San Fructuoso redactó dos reglas: una muy estricta para Complutum, fundada en la de San Benito, aunque exigía la obediencia ciega y otra para los monasterios familiares. En esta última, determinaba que el pabellón de los hombres y los niños estuviese totalmente separado del de las mujeres y las niñas; cuando los niños de ambos sexos llegaban al uso de razón, tenían que ser instruidos en las reglas; después se los enviaba a otra casa de la orden como oblatos, “oblati a parentibus.”

Viendo que no podía vivir en la soledad si permanecía en su país, San Fructuoso determinó ir a Egipto; pero, cuando se disponía a partir, el rey se lo prohibió. El monarca, que le tenía en gran estima, le llamó a la corte y mandó que le vigilasen constantemente para que no pudiese escapar. Poco después, San Fructuoso fue elegido obispo de Dumium. El año 656 fue nombrado arzobispo de Braga y asistió al Concilio de Toledo. Al principio encontró violenta oposición en su arquidiócesis, pero su paciencia y mansedumbre triunfaron, poco a poco, de sus enemigos. Cuando comprendió que había llegado su última hora, pidió que le transportasen a una iglesia, donde murió sobre una cruz de ceniza.

 

Existe una corta biografía de San Fructuoso, que se atribuye a su contemporáneo, el abad Valerio de Alcalá. Puede leerse en Acta Sanctorum, abril, vol. II, en Mabillon y otros autores, F. C. Knock la tradujo al inglés (Washington, 1946). Ver también Gams, Kirchengeschichte Spaniens, vol. II, pte. 2, pp. 152-158, y A. C. Amaral, Vida e reglas religiosas de S. Fructuoso (1805).

 

 

San Inocencio, Obispo de Tortona (c. 350 d.C.).

(17 de abril).

Los padres de San Inocencio vivían en Tortona, al norte de Italia. Aunque eran cristianos, un edicto del emperador los libró de todas las molestias durante la persecución. Pero el privilegio de los padres no alcanzaba a los hijos, de suerte que, a la muerte de aquéllos, San Inocencio compareció ante los magistrados. El joven se rehusó valientemente a ofrecer sacrificio a los dioses, fue torturado y condenado a morir en la hoguera. La víspera de la ejecución, Inocencio tuvo un sueño, en el que su padre le aconsejó que se refugiase en Roma. Cuando se despertó, vio que el guardia estaba dormido y escapó de la cárcel. El Papa San Melquíades le acogió amablemente en Roma. El Papa San Silvestre le confirió el diaconado y le nombró obispo de Tortona a la muerte del emperador Constantino. Durante los veintiocho años que duró su episcopado, San Inocencio trabajó celosamente por la propagación de la fe, también construyó numerosas iglesias y convirtió varios templos paganos en santuarios cristianos.

 

Estos datos provienen de una vida muy posterior y poco fidedigna del santo, que se halla en Acta Sanctorum, abril, vol. II. Pero el P. F. Savio demostró en Analecta Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 377-384, que San Inocencio existió realmente y que hay ciertos fundamentos de verdad en la leyenda, aunque el conjunto es imaginario. Pero véase también el folleto del canónigo V. Legé (1913), a cuyas objeciones respondió más tarde el P. Savio.

 

 

San Roberto de Chaise-Dieu, Abad (1067 d.C.).

(17 de abril).

Roberto de Turlande fue el fundador y primer abad del monasterio de Chaise-Dieu, en Auvernia. Después de una juventud inocente, fue ordenado sacerdote y llegó a ser canónigo de la iglesia de San Julián de Brioude. Su caridad se manifestó en el celo con que promovió el culto divino y en su cariño por los pobres. En una época de su vida, pensó en tomar el hábito religioso en Cluny; pero, a lo que parece, no llegó a decidirse a ello. Para obtener la luz del cielo sobre su vocación, hizo una peregrinación a la tumba de los Apóstoles en Roma. A su vuelta, le consultó un caballero llamado Esteban, que quería saber cómo podía expiar sus pecados. San Roberto le aconsejó que abandonase el mundo para servir a Dios como anacoreta. Esteban se mostró dispuesto a ello, y Roberto se ofreció a acompañarle. El santo consideró esto como la respuesta directa del cielo a sus oraciones y confesó a Esteban que durante algún tiempo había acariciado ese proyecto.

Esteban, lleno de entusiasmo, no sólo ganó a otro caballero para la empresa, sino que descubrió un sitio conveniente a cinco leguas de Brioude, junto a una iglesia en ruinas. Ahí construyeron sus celdas y emprendieron una vida de oración y trabajo manual; así pudieron proveer a sus necesidades y socorrer a los pobres. Tres años más tarde, la fama de los ermitaños atrajo a tantos discípulos, que se hizo necesario organizar un monasterio. El pueblo contribuyó con regalos y pronto quedó erigida la famosa abadía de Chaise-Dieu. Había en ella 300 monjes, a los que San Roberto dio las reglas de San Benito. Chaise-Dieu se convirtió en el centro de otros muchos monasterios; pero en 1640, la congregación se fundió con la de San Mauro.

 

Marbod, obispo de Rennes, escribió una biografía de San Roberto, treinta años después de la muerte de éste. Puede verse en Acta Sanctorum, abril, vol. III (abril 24), y en Mabillón (Acta Sanctorum O. S. B.) vol. VI, pte. 2, pp. 188-197. Ahí mismo hay una corta biografía escrita por Bernardo, monje de Chaise-Dieu, y una colección de los milagros del santo. Cf. Bulletin historique et scientifique d'Auvergne, 1906, pp. 47, 72, 82, 116.

 

 

San Apolonio el Apologeta, Mártir (c. 185 d.C.).

(18 de abril).

El emperador Marco Aurelio había perseguido a los cristianos por sistema; en cambio, su hijo Cómodo, quien le sucedió hacia el año 180, no odiaba a los cristianos, a pesar de que era un hombre vicioso. Durante el período de paz de que gozó el cristianismo en su reinado, aumentó el número de los fieles y muchos nobles abrazaron el cristianismo. Entre éstos, se contaba un senador llamado Apolonio, tan versado en la filosofía como en la Sagrada Escritura. Uno de sus esclavos le acusó de ser cristiano ante Perenne, prefecto de los pretorianos. Hasta entonces, no se habían vuelto a poner en vigor las leyes persecutorias de Marco Aurelio; pero Perenne, aunque condenó a muerte el esclavo por haber denunciado a su amo, exigió a Apolonio que abjurase de su religión. Como éste se negase, el prefecto dejó el asunto al juicio del Senado romano. En presencia de los senadores, Apolonio, a quien probablemente trataban con especial consideración por su saber y posición social, tuvo un debate público con Perenne y defendió valientemente su religión. Como persistiera en negarse a ofrecer sacrificios a los dioses, el Senado le condenó a morir decapitado. Según otra versión menos probable, murió a causa de las heridas recibidas en las piernas durante la tortura.

Los especialistas opinan que el diálogo entre el mártir y su juez tiene todas las trazas de ser un relato auténtico, tomado por un escribiente durante el proceso. Alban Butler, quien vivió en el siglo XVIII, no conoció ese documento, recientemente descubierto. Citaremos algunos fragmentos de las frases que pronunció el santo apologeta poco antes de morir. Su vibrante defensa de la fe, que data de hace tantos siglos, vale por todas las homilías posteriores. Tomamos nuestra cita de la traducción ligeramente abreviada, pero sustancialmente exacta, del difunto canónigo A. J. Masón.

Según dijo el mártir, todos los hombres estaban destinados a morir, y los cristianos no hacían más que prepararse para ese momento, muriendo un poco cada día. Las calumnias de los paganos contra los cristianos estaban tan lejos de ser ciertas que, en realidad, éstos no se permitían ni una mirada impura ni una mala palabra. Arguyó, además, que no era peor morir por el verdadero Dios que sucumbir víctima de la fiebre, de la disentería o de cualquier otra enfermedad. “Entonces, ¿deseas morir?,” le preguntó Perenne. “No,” respondió Apolonio, “yo amo la vida; pero ese amor no me hace temer la muerte. Nada hay mejor que la Vida, la verdadera Vida que confiere la inmortalidad a las almas que han vivido bien en el mundo.” El prefecto confesó que no entendía, y el prisionero replicó: “Siento mucho que seas tan insensible a las bellezas de la gracia. Sólo un corazón sensible puede percibir la Palabra de Dios, como sólo un ojo sensible puede percibir los matices de la luz.”

Un filósofo de la escuela de los cínicos interrumpió a Apolonio, diciendo que sus palabras eran un insulto a la inteligencia, aunque Apolonio creyese que estaba diciendo verdades muy profundas. El mártir respondió: “A mí me han enseñado a orar y no a insultar; sólo a los ojos de los insensatos, la verdad puede parecer un insulto.” El juez le pidió que se explicase claramente. Apolunio pronunció entonces lo que Eusebio califica de elocuentísima defensa de la fe:

“El Verbo de Dios, que creó los cuerpos y las almas, se hizo hombre en Judea y fue nuestro Salvador, Jesucristo. El, que era perfectamente puro y sabio, nos reveló al Dios verdadero y nos enseñó el camino de la virtud, haciéndonos conscientes de nuestra dignidad y nuestro papel en la sociedad. Con su muerte marcó definitivamente el alto al pecado. El nos enseñó a consolar a los afligidos, a ser generosos, a propagar la caridad, a renunciar a la vanagloria, a refrenar el deseo de venganza y a despreciar la muerte, cuando ésta se nos impone, no por nuestros crímenes, sino por los crímenes de los otros. También nos enseñó a obedecer su Ley, a honrar al soberano, a adorar únicamente al Dios inmortal, a creer en la inmortalidad de nuestras almas, a esperar el juicio de Dios, después de la muerte, y el premio de resurrección que Dios dará a las almas de los que vivieron según su ley. Todo eso nos los enseñó con palabras sencillas, apoyándose en razones convincentes, y ello le mereció gran gloria; pero también le ganó el odio de los malvados, como había sucedido a otros filósofos y hombres rectos. Porque los malos no soportan a los buenos. Según cierto proverbio (del Libro de la Sabiduría), los malos dicen: “Pongámonos al acecho del que hace el bien, porque está contra nosotros.” Y uno de los personajes de la República de Platón dice también “El hombre bueno será azotado, torturado, maniatado, y al fin le arrancarán los ojos y le crucificarán.” Como los sicofantes atenienses se ganaron a la multitud y condenaron injustamente a Sócrates, así un puñado de malvados condenó a muerte a nuestro Maestro y Salvador, reprochándole lo mismo que habían reprochado antes a los profetas... Si nosotros honramos a Cristo —concluyó el mártir—, es porque nos reveló esa doctrina divina que no conocíamos. Y eso no es engaño, pero supongamos que, como vosotros decís, sea un engaño que el alma es inmortal, que hay un juicio después de la muerte, que la virtud será premiada con la resurrección y que Dios ha de juzgarnos a todos, pues bien, os aseguro que aun en ese caso, nos consideraríamos felices de morir por un engaño tan sublime, que es capaz de hacernos vivir rectamente aun en la adversidad y de tener una esperanza.”

 

Algo se sabía de la apología de Apolonio ante el Senado por los escritos de Eusebio, Rufino y San Jerónimo; pero se creía que no existían las actas auténticas, hasta que F. C. Conybeare tradujo un texto armenio, publicado en 1874 por los monjes mekhitaristas (ver Conybeare, The Apology and Acts of Apollonius, etc., 1894, pp. 29-48). Poco después, los bolandistas encontraron una copia del texto griego en un manuscrito de París y la publicaron en Analecta Bollandiana, vol. XIV (1895), pp. 284-294. Ambos textos llamaron la atención de los especialistas, quienes los reeditaron y tradujeron a varias lenguas. Ver la admirable exposición de las actas que hace el P. Delehaye en Les Passions des Martyrs et les genres littéraires (1921), pp. 125-136. Aunque dicho autor se pronuncia abiertamente por la autenticidad sustancial del diálogo, hace notar que tanto en la versión griega como en la armenia se advierte ya el principio del proceso de falsificación. El mismo autor da una amplia bibliografía sobre las aportaciones de Harnack, Mommsen, Klette, Greffcken y otros. Ver igualmente A. J. Masón, Historic Martyrs of the Primitive Church (1905), pp. 70-75.

 

 

San Eleuterio y Compañeros, Mártires (sin fecha).

(18 de abril).

La leyenda de San Eleuterio y sus compañeros es una de tantas novelas piadosas de origen griego que alcanzaron gran popularidad en épocas poco críticas, como si se tratase de historias verdaderas. Resumiremos dicha novela, ya que sigue exactamente las líneas tradicionales del género y es un verdadero modelo de tales fábulas. Eleuterio era hijo de una viuda romana llamada Antia; fue educado cristianamente por un tal Dinamio, obispo; ordenado diácono a los dieciséis años y sacerdote a los dieciocho, el joven fue consagrado obispo de Iliria a los veinte años. Después de convertir y bautizar al oficial del emperador que había ido a arrestarle, Eleuterio compareció ante Adriano, quien mandó que le atasen sobre una parrilla calentada al rojo vivo. Pero las ataduras se rompieron solas y el mártir se levantó y predicó a la multitud. Entonces Adriano mandó traer otra parrilla más grande, trató de ganarse al prisionero con promesas y amenazas y, finalmente, le puso ante la disyuntiva de abjurar de la fe o morir quemado a fuego lento. El joven obispo no vaciló, pero la hoguera se apagó y no hubo manera de encenderla nuevamente. Entonces, los verdugos arrojaron a Eleuterio en un horno, del que salió dos horas más tarde sin la menor quemadura. El emperador, enfurecido, ordenó entonces que le atasen por los pies a un carro tirado por caballos salvajes; los caballos le llevaron a una montaña, donde un ángel le desató y las fieras salvajes le rodearon, cual mansos corderos. Ahí permaneció hasta que unos cazadores le descubrieron y le entregaron a los soldados del emperador. Durante los juegos públicos fue arrojado a las fieras, pero el león y la leona no hicieron más que lamerle las manos y los pies. Finalmente, Eleuterio murió apaleado, junto con once compañeros. Su madre pereció decapitada poco después.

 

Pueden leerse estas actas imaginarias en Acta Sanctorum, abril, vol. II; cf. Delehaye, Les Légendes Hagiographiques (3a. edic. 1927), p. 77.

 

 

San Perfecto, Mártir (850 d.C.).

(18 de abril).

Perfecto nació en Córdoba, durante la época en que la ciudad española estaba ocupada por los moros y se educó en la comunidad de sacerdotes que servían en la iglesia de San Asisclo. Se dedicó de manera muy especial al estudio de las Sagradas Escrituras. Ordenado sacerdote, dedicó su tiempo a instruir y consolar a los fieles que gemían bajo el yugo de sus opresores. Cierto día fue detenido en la ciudad por unos árabes que le obligaron a decir lo que pensaba sobre Jesucristo y sobre Mahoma. Perfecto les explicó lo que la Iglesia enseña sobre la divinidad de Nuestro Señor y sobre su misión de Redentor del género humano. En cuanto a Mahoma, guardó cierta reserva para no irritarlos; pero en vista de que ellos le invitaron a que se expresara con libertad sobre el profeta y le prometieron no enfadarse, les declaró que los cristianos veían en Mahoma a un falso profeta y concluyó su perorata con una exhortación para que salieran del estado de condenación en que los había sumido la doctrina mahometana.

Los moros, al oír aquella declaración, no pudieron contener su ira, pero como habían prometido no irritarse, se contentaron con volverle la espalda y dejarle con la palabra en la boca.

Sin embargo, mientras Perfecto regresaba en paz a su comunidad, los moros se confabularon para buscar los medios de vengar a su profeta. Considerando que después de un tiempo ya no estaban ligados a su promesa, dejaron pasar unos días y apostaron gentes en torno a la casa de Perfecto para que le aprehendiesen en la primera oportunidad. Los emisarios se apoderaron del sacerdote y le condujeron ante el juez de los moros como reo de blasfemia. Cargado de grillos y de cadenas, lo arrojaron en una mazmorra para que aguardase ahí el día de la pascua árabe, fecha en que sería inmolado. En el intervalo, Perfecto se preparó para el martirio con ayunos y oraciones. El día de la fiesta árabe, lo sacaron de su cárcel y lo llevaron al lugar de la ejecución. Al momento de expirar, el mártir confesó de nuevo a Jesucristo y maldijo a Mahoma y al Corán (18 de abril de 850).

Los cristianos recogieron su cuerpo y lo sepultaron en la iglesia de San Asisclo, en donde le tributaron los honores debidos a los santos. Usuardo inscribió el nombre de Perfecto en el Martirologio Romano.

 

Acta Sanctorum, 18 de abril, extracto del Memorial des saints, de San Eulogio de Córdoba.

 

 

San León IX, Papa (1054 d.C.).

(19 de abril).

San León IX nació en 1002 en Alsacia, que formaba entonces parte del Sacro Romano Imperio. Hugo, su padre, estaba estrechamente emparentado con el emperador; su madre se llamaba Heilewida. Ambos formaban un excelente matrimonio cristiano; eran tan cultos, que hablaban corrientemente el francés, además del alemán, cosa excepcional en aquella época. A los cinco años, Bruno, como se llamaba el futuro León IX, fue a estudiar a la escuela de Bertoldo, obispo de Toul. En ella empezó a mostrar su talento excepcional. Su tutor era un primo suyo, mucho más grande que él, llamado Adalberto, quien fue luego obispo de Metz. Un suceso de la niñez se quedó profundamente grabado en la mente del futuro Papa. En cierta ocasión un animal ponzoñoso le mordió y le dejó entre la vida y la muerte; entonces se le apareció San Benito y le tocó con una cruz; cuando despertó el niño, estaba completamente curado. Una vez terminados sus estudios, fue nombrado canónigo de la iglesia de San Esteban de Toul. En 1026, el emperador Conrado II fue a Italia a combatir una rebelión de los lombardos; Bruno, que era entonces diácono, le acompañó al mando del regimiento con el que había contribuido el anciano obispo de Toul. Su éxito en la dirección del regimiento le ganó fama de hábil militar, cosa que tal vez no fue muy buena, teniendo en cuenta el porvenir. El obispo de Toul murió cuando Bruno se hallaba todavía en Italia y el clero y el pueblo de la ciudad le eligieron para sustituir al difunto. El día de la Ascensión de 1027, Bruno entró en Toul, en medio de las aclamaciones del pueblo y fue consagrado inmediatamente. Habría de gobernar la diócesis durante veinte años. Su primera ocupación consistió en introducir una disciplina más estricta entre su clero, tanto secular como regular. Inspirado sin duda por su gran devoción a San Benito, tenía en alta estima la vida religiosa; hizo, pues, cuanto estuvo en su mano por reavivar la disciplina y el fervor de los grandes monasterios de su diócesis e introdujo en ella la reforma de Cluny.

En el verano de 1048, murió el Papa Dámaso II, después de un pontificado de veintitrés días. El emperador Enrique III eligió a su pariente, Bruno, para sucederle. De camino para Roma, Bruno se detuvo en Cluny, donde se unió a su comitiva el monje Hildebrando, quien sería más tarde el Papa San Gregorio VII. Después de ser elegido según los cánones, Bruno ascendió al trono pontificio con el nombre de León IX, a principios de 1049. Durante muchos años los buenos cristianos, así clérigos como laicos, habían luchado contra la simonía; pero el mal estaba tan profundamente arraigado, que hacía falta una mano fuerte para combatirlo. El Papa procedió sin vacilaciones. Poco después de su elección, convocó en Roma a un sínodo que condenó y privó de sus beneficios a los clérigos culpables de simonía y lanzó severos decretos contra la decadencia del celibato eclesiástico. León IX empezó a promover entre el clero de Roma la vida comunitaria, que ya antes había ayudado a instituir en Toul, cuando era diácono del obispo de dicha ciudad. Además, convencido de que la reforma exigía algo más que simples decretos, empezó a visitar los países de Europa occidental para dar mayor fuerza a las leyes y sacudir la conciencia de las autoridades. La reforma de las costumbres era su principal objetivo pero también insistió en la predicación y en el canto sagrado, que amaba particularmente. San León se vio también obligado a condenar las doctrinas de Berengario de Tours, quien negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El enérgico Papa cruzó dos veces más los Alpes: una vez para visitar su antigua diócesis de Toul y otra, para reconciliar a Enrique III con Andrés de Hungría. Debido a esos viajes, el pueblo le llamó “Peregrinus Apostolicus,” el peregrino apostólico.

León consiguió ver aumentado el patrimonio de San Pedro con Benevento y otros territorios del sur de Italia, lo cual acrecentó el poder temporal de los Papas. Pero ello no dejó de traerle dificultades, pues los normandos invadieron dichos territorios. León IX salió en persona al encuentro del enemigo, pero fue derrotado y hecho prisionero, en Civitella y los invasores le detuvieron algún tiempo en Benevento. El golpe para el prestigio de León fue muy rudo; además, San Pedro Damián y otros varones de Dios le criticaron severamente, diciendo que, si la guerra era necesaria, tocaba al emperador hacerla y no al Vicario de Cristo.

El patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, aprovechó la ocasión para acusar de herejía a la Iglesia de occidente, a propósito de ciertos puntos de disciplina y liturgia en que difería de la Iglesia de oriente. El Papa respondió con una larga carta, vibrante de indignación, pero no exenta de moderación. Muy característico de León IX fue el hecho de empezar a aprender el griego para comprender mejor los argumentos de sus acusadores. Pero, aunque ése fue el principio de la separación definitiva de la Iglesia oriental y occidental, San León no vivió lo suficiente para ver el resultado de la delegación que envió a Constantinopla. Ya para entonces, su salud estaba muy debilitada. Ordenó, pues, que colocasen su lecho junto a un sarcófago, en San Pedro, y murió apaciblemente ante el altar mayor, el 19 de abril de 1054.

“El cielo ha abierto sus puertas a un Pontífice del que el mundo no era digno; León ha llegado a la gloria de los santos,” declaró el abad de Monte Cassino, formulando exactamente el pensamiento de la cristiandad. En los cuarenta días que siguieron a su muerte, se habló de setenta curaciones milagrosas. En 1087, el Beato Víctor III confirmó la canonización popular y ordenó que los restos mortales de San León fuesen solemnemente trasladados a un monumento.

León IX fue el primer Papa que propuso que la elección del Sumo Pontífice recayese siempre sobre uno de los cardenales. La proposición se convirtió en ley, cinco años después de su muerte. Uno de los monarcas con quien San León mantuvo relaciones amistosas fue San Eduardo el Confesor, a quien concedió la autorización de fundar nuevamente la abadía de Westminster, en vez de hacer una peregrinación a Roma. Se cuenta que durante su pontificado, el rey MacBeth visitó la Ciudad Eterna, tal vez para expiar sus crímenes.

 

Es imposible enumerar aquí en detalle todas las fuentes de la vida de San León IX. Baste con hacer una referencia general a BHL., nn. 4818-4829 y al excelente artículo sobre el pontificado de León IX en Lives of the Popes in the Middle Ages (vol. VI, pp. 19-182), de Mons. H. K. Mann. Acerca del aspecto ascético de la vida de este Papa, es particularmente valiosa la primera parte de la biografía de Wiberto, así como los documentos publicados por el P. A. Poncelet en Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 258-297. Aunque O. Delarc no conocía esos documentos cuando escribió su obra Un pape alsacien (1876), ésta es interesante por lo que se refiere a las condiciones de la época. El St León IX de E. Martin (colección Les Saints), es un buen resumen. Quien quiera estudiar más a fondo la cuestión, debe consultar las obras de Martens, Drehmann, Hauck y Brucker, escritas con puntos de vista muy diferentes. El St León IX de L. Sittler y P. Stintzi (1950) contiene una serie de estudios y citas interesantes, de los que algunos se refieren particularmente a Alsacia.

 

 

San Expedito (sin fecha).

(19 de abril).

Parece necesario hablar de San Expedito, ya que en una época fue muy famoso y las gentes creían que se debían encomendar a él los asuntos que necesitaban ser resueltos de prisa. Sin entrar en demasiados detalles, podemos afirmar con seguridad dos cosas. La primera es que no existe ninguna razón para pensar que se haya invocado a ese santo en los primeros siglos de la Iglesia y es más que dudoso que haya existido jamás. Cierto que en el Hieronymianum se nombra a un Expedito en dos grupos de mártires, los que murieron en Roma el 18 de abril, y los que padecieron el martirio, el día siguiente en Melitene de Armenia. Pero no hay ninguna tradición en apoyo de la existencia de esos mártires y hay razones para creer que la introducción del nombre de Expedito en ambas listas, se debe a la iniciativa de un copista. En todo caso, hay cientos de errores de los copistas en ese documento.

La segunda afirmación se refiere a la leyenda, que pretende explicar el origen de esta “devoción,” fundándose en un suceso muy posterior. Según dicha leyenda, una comunidad de religiosas de París recibió en Roma un paquete con un “corpo santo” de las catacumbas. En la fecha de expedición del paquete se hallaba escrita la palabra “spedito;” las religiosas, creyendo que se trataba del nombre del mártir, se dedicaron a propagar su culto. Y así, según la fábula, se extendió rápidamente la devoción de San Expedito en varios países. En respuesta haremos notar que, si bien es cierto que la relación de San Expedito con la rapidez se basa en un juego de palabras (cosa de que hay muchos otros ejemplos en la hagiología), la leyenda de las religiosas de París es totalmente falsa, porque ya en 1781 el hipotético santo era patrón de Acireale, de Sicilia y en el siglo XVIII, existían ya en Alemania ciertas imágenes que representaban a San Expedito como patrón contra toda especie de dilaciones.

 

Ver Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 90-98, y Acta Sanctorum, nov., vol. II pte. 2, p. 198. La leyenda de las monjas francesas apareció en la Fortnightly Review, oct., 1906, p. 705; acerca de ese punto cf. The Month, nov., 1906, pp. 544-546. Delehaye en Legends of the Saints, pp. 47-49, da varios ejemplos de devociones que tienen por origen un juego de palabras o un nombre mal comprendido.

 

 

San Alfegio, Arzobispo de Canterbury, Mártir (1012 d.C.).

(19 de abril).

San Alfegio ingresó muy joven en el monasterio de Deerhurst, en Gloucestershire. Más tarde se retiró a la soledad, cerca de Bath y llegó a ser abad del monasterio de Bath, fundado por segunda vez por San Dunstano. Alfegio no toleraba la menor relajación de la regla, pues sabía cuan fácilmente las concesiones acaban con la observancia en los conventos. Solía decir que era mejor permanecer en el mundo que ser un monje imperfecto.

A la muerte de San Etelwoldo, el año 984, San Dunstano obligó a Alfegio a aceptar el obispado de Winchester, a pesar de que no tenía más que treinta años de edad y se resistía a ello. En esa alta dignidad las excepcionales cualidades de San Alfegio encontraron ancho campo de actividad. Su liberalidad con los pobres era tan grande que, durante su episcopado, no había un solo mendigo en Winchester. Como seguía practicando las mismas austeridades que en el convento, los prolongados ayunos le hicieron adelgazar tanto, que algunos testigos declararon que se podía ver a través de sus manos cuando las levantaba en la misa. Después de haber gobernado sabiamente su diócesis durante veintidós años, fue trasladado a Canterbury, donde sucedió al arzobispo Aelfrico. Fue a Roma a recibir el palio de manos del Papa Juan XVIII.

En aquella época, los daneses hacían frecuentes incursiones en Inglaterra. En 1011, unidos al conde Edrico, que se había rebelado, marcharon contra Kent y pusieron sitio a Canterbury. Los principales de la ciudad rogaron al arzobispo que huyese, pero San Alfegio se negó a hacerlo. La ciudad cayó, por traición y los daneses degollaron a gran cantidad de hombres y mujeres de todas las edades. San Alfegio se dirigió al lugar de la ciudad en que se estaban cometiendo los peores crímenes y, abriéndose camino entre la multitud, gritó a los daneses: “No matéis a esas víctimas inocentes. Volved vuestra espada contra mí.” Inmediatamente fue atacado, maltratado y encarcelado en un oscuro calabozo. Algunos meses más tarde, fue puesto en libertad, a raíz de una misteriosa epidemia que se había propagado entre los daneses; pero, a pesar de que San Alfegio había curado a muchas víctimas con su bendición y con el pan bendito, los bárbaros exigieron todavía tres mil coronas de oro por su persona. El arzobispo declaró que la región era demasiado pobre para pagar esa suma. Así pues, los daneses le llevaron a Greenwich y le condenaron a muerte, por más que un noble danés, Thorkell el Alto, trató de salvarle. La Crónica Anglosajona narra en verso su trágico fin:

 

“Hicieron prisionero a aquél que había sido

cabeza de Inglaterra y de la Cristiandad.

En la infeliz ciudad, antaño tan sonriente,

de la que recibimos esa herencia cristiana

que nos hizo felices ante Dios y los hombres,

todo era miseria...”

 

El cuerpo de San Alfegio fue recuperado y sepultado en San Pablo de Londres. En 1023, el rey Canuto de Dinamarca le trasladó solemnemente a Canterbury. Uno de los sucesores de San Alfegio, Lanfranco, dijo a San Anselmo que su antecesor no había muerto por la fe, pero el santo le respondió que morir por la justicia era lo mismo que morir por Dios. Los ingleses siempre han considerado como mártir a San Alfegio. Su nombre se halla en el Martirologio Romano y las diócesis de Westminster, Clifton, Portsmouth y Southwark, celebran todavía su fiesta.

 

La mejor edición de la biografía de San Alfegio escrita por Osbern, monje de Christchurch de Canterbury, es la de Anglia Sacra de Wharton (vol. II, pp. 122-142). Como lo hizo notar Freeman en Norman Conquest, vol. I, pp. 658-660, la obra de Osbern, escrita hacia el ano 1087, no constituye una fuente fidedigna; más de fiar son los datos que nos dan la Crónica Anglosajona, Thietmar y Adán de Bremen. Ver también Stanton, Menology, pp. 164-166; las citas de los calendarios ingleses que se encuentran en dicha obra demuestran que en toda Inglaterra se veneraba a San Alfegio.

 

 

San Marcelino, Obispo de Embrun (c. 374 d.C.).

(20 de abril).

San Marcelino, primer obispo de Embrun, era un sacerdote africano. Junto con San Vicente y San Domnino evangelizó buena parte de la región que más tarde se llamó el Delfinado. Marcelino hizo de Embrun su centro de operaciones: primero construyó un oratorio en un acantilado que se yergue junto a la ciudad, y más tarde, una gran iglesia, capaz de albergar a todos los habitantes, convertidos por su predicación. En el bautisterio de la iglesia se realizaron muchas curaciones milagrosas. San Gregorio de Tours y San Adón de Vienne, aseguran que, en su época, la fuente se llenaba sola, hasta los bordes, el Sábado Santo y el día de Navidad y que el agua tenía propiedades medicinales extraordinarias. Su celo y santidad merecieron a San Marcelino la elevación a la dignidad episcopal. Como San Eusebio de Vercelli, que había sido desterrado, San Marcelino fue también perseguido por los arríanos en sus últimos años; finalmente el anciano obispo logró escapar y pasó el resto de su vida escondido en las montañas de Auvernia; de vez en cuando bajaba por la noche a Embrun para aconsejar y alentar al clero y al pueblo.

 

La corta biografía de San Marcelino que se halla en Acta Sanctorum (abril, vol. II) es un documento antiguo y fidedigno. Ver Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. I, pp. 290-291.

 

 

San Marciano o Mariano (488 d.C.).

(20 de abril).

Cuando san Mamertino era abad del monasterio que San Germán había fundado en Auxerre, se presentó un joven llamado Marciano, quien había huido de Bourges, ocupada entonces por los visigodos. San Mamertino le concedió el hábito y el joven edificó a todos por su piedad y obediencia. Para probarle, el abad le designó para el puesto más humilde, que era el de pastor en la granja que la abadía poseía en Mérille. Marciano aceptó el cargo con gran alegría y, bajo su cuidado, el ganado empezó a multiplicarse prodigiosamente. El santo poseía un extraño poder sobre los animales: los pájaros iban a comer en sus manos; los osos y los lobos se retiraban al oír su voz; un jabalí, perseguido por los cazadores, fue a refugiarse junto al santo, quien le defendió y le dejó en libertad. A la muerte de San Marciano, la abadía tomó su nombre.

 

Ver la breve biografía de San Marciano en Acta Sanctorum, abril, vol. II.

 

 

Beato Hugo de Anzy (c. 930 d.C.).

(20 de abril).

Hugo se educó en la abadía de Saint-Savin del Poitou, donde recibió posteriormente el hábito y la ordenación sacerdotal. Era un organizador y administrador muy hábil. Sus superiores le enviaron de ayudante del abad Arnulfo en la reforma del monasterio de San Martín de Autun y más tarde, como compañero del Beato Berno a Baume-les-Messieurs de la diócesis de Besangon. El duque Guillermo de Aquitania regaló al Beato Berno la abadía de Cluny, y el Beato Hugo le ayudó a organizar la nueva fundación. Finalmente fue nombrado prior de Anzy-le-Duc. Según parece, fundó un hospital y otras casas de beneficencia y alcanzó gran fama por su sabiduría y sus milagros. Combatió incansablemente las supersticiones que quedaban aún en el pueblo, especialmente las orgías del primer día del año y de la víspera de la fiesta de San Juan. El santo prior, que vivió hasta edad muy avanzada, pasó sus últimos años en el retiro, preparándose para la muerte. No sabemos con exactitud la fecha en que murió.

 

Algunas veces se llama al beato “Hugo de Poitiers,” porque nació en esa ciudad, pero hay otro Hugo de Poitiers. Ver la biografía de los bolandistas en Acta Sanctorum, abril, vol. II; Y Mabillon, Acta Sanctorum O.S.B., vol. V, pp. 92-104. Cf. Cucherat, Le B. Hugues de Poitiers (1862).

 

 

San Simeón Barsabas, Obispo de Seleucia y Clesifonte y Compañeros, Mártires (341 d.C.).

(21 de abril).

Tal vez el párrafo más largo del Martirologio Romano sea el que celebra el triunfo de los mártires persas de este día. Dice así: “En Persia, el nacimiento de San Simeón, obispo de Seleucia y Clesifonte, quien, por mandato del rey persa Sapor, compareció ante un tribunal inicuo, cargado de cadenas. Como se rehusase a adorar al sol y diese testimonio de Cristo con voz firme y vibrante, fue primero encarcelado con otros cien cristianos, algunos de los cuales eran obispos, otros sacerdotes y otros clérigos de diversa jerarquía. Después, al día siguiente del martirio de Ustazanes, tutor del rey, quien había abandonado la fe y a quien el obispo había convertido nuevamente, los compañeros de San Simeón fueron decapitados en su presencia, en tanto que el santo los exhortaba celosamente; por fin él mismo fue decapitado. Junto con él murieron sus dos famosos sacerdotes, Ananías y Abdecalas. También Pusicio, el jefe de los trabajadores del rey, fue víctima de una cruel muerte por haber alentado a Ananías cuando éste comenzaba a flaquear; los verdugos le cortaron la cabeza y le arrancaron la lengua; después martirizaron a su hija, que era una virgen consagrada al Señor.”

El Martirologio Romano dedica al día siguiente un elogio casi tan largo como el anterior a otro grupo de mártires persas. El breviario sirio del año 412, bajo el título de “Los nombres de nuestros señores, los confesores y obispos de Persia,” menciona en primer lugar, en su suplemento, a San Simeón, llamado Barsabas. No cabe ninguna duda de que Sapor desató una cruel persecución contra los cristianos, el año 340 ó 341, pues hablan mucho de ella Sozomeno y otros autores de importancia.

 

Probablemente el mejor texto del martirio de San Simeón sea el que editó M. Kmosko en Patrologia Syriaca, vol. II, pp. 661-690. E. Assemani había publicado mucho tiempo antes dicho documento en Acta Martyrum Orientalium; existe también una traducción armenia. Como lo hacía notar el P. Peeters en Analecta Bollandiana (vol. XXIX, pp. 151-156; vol. XLIII, pp. 264-268) y en Acta Sanctorum (nov., vol. IV, pp. 419-421), las actas de San Simeón plantean varios problemas muy interesantes. El nombre de Ustazanes que aparece en el Martirologio Romano (Guhistazad en sirio) se identifica probablemente con el nombre de Azadas, que figura en la lista de los mártires persas del día siguiente. En Les Martyrs, (vol. III, pp. 145-162) de Dom Leclercq, se hallará una traducción francesa de las actas.

 

 

San Anastasio I, Patriarca de Antioquía (599 d.C.).

(21 de abril).

San Anastasio I era un hombre de gran saber y piedad. Según Evagrio, era muy poco inclinado a hablar y cuando alguien discutía de asuntos temporales en su presencia, parecía no tener oídos ni lengua; en cambio, poseía el don de consolar a los afligidos. Durante veintitrés años estuvo desterrado de su sede por haberse opuesto a las herejías que apoyaban los emperadores Justiniano I y Justino II; pero el emperador Mauricio le restituyó a su sede, a instancias de su amigo, el Papa Gregorio I. Han llegado hasta nosotros algunas de las cartas y sermones de San Anastasio.

Muy frecuentemente se confunde a nuestro santo con San Anastasio el Sinaíta, el cual fue un anacoreta que vivió en el Monte Sinaí un siglo más tarde. El Martirologio Romano cae en dicha confusión. Este segundo San Anastasio fue más tarde llamado el “Nuevo Moisés.” Se conservan varios de sus escritos, en particular algunas obras contra los monofisitas. Su muerte ocurrió hacia el año 700.

 

Casi todas las noticias que tenemos sobre el patriarca Anastasio, provienen de Evagrio y Teófanes. Sobre los dos Anastasios ver Acta Sanctorum, abril, vol. II; DCB., vol. I; DTC., vol. I, y DHG., vol. II.

 

 

San Beunon, Abad (c. 640 d.C.).

(21 de abril).

Como en el caso de tantos otros santos celtas, la biografía de Beunón es una novela fantástica que no merece ningún crédito. Al principio de la vida del santo, un ángel anunció a sus ancianos padres, quienes ya habían perdido toda esperanza de tener herederos, que Dios les concedería un hijo. Beunón los abandonó pronto para estudiar en un monasterio y después fundó una comunidad. Pero, a juzgar por lo que cuenta el biógrafo, el santo no residió nunca mucho tiempo en un sitio. Beunón viajó mucho y construyó iglesias y monasterios en las tierras que los nobles le regalaron. Así, entró en contacto con hombres tan prominentes como Idón, Ynir Gwent y Cadwallon. El más famoso de los milagros de San Beunón fue la resurrección de San Winifredo, quien había sido decapitado por Caradoc. Se cuenta que en otras dos ocasiones, San Beunón resucitó a los muertos.

Lo cierto es que el ejemplo y la enérgica predicación del santo impresionaron profundamente a sus compatriotas. Los habitantes de Clynnog Fawr, donde se cree que San Beunón fundó una especie de monasterio en el que, probablemente fue sepultado le veneran especialmente. En las regiones que profesaban especial devoción al santo, subsistieron durante varios siglos ciertas prácticas más o menos supersticiosas. Los habitantes regalaban a los monjes de San Beunón los corderos y becerros que presentaban determinadas características y los rescataban por cierto precio. Un escritor de la época de la reina Isabel cuenta que la gente del pueblo se precipitaba a comprar esos animales, porque “Beunón se encarga de hacer prosperar su ganado.” La práctica continuaba todavía dos siglos más tarde, y los encargados de las iglesias ponían en caja aparte el dinero de la venta para consagrarlo a obras de caridad. Pennant (c. 1700) cuenta las muestras de veneración que daba el pueblo en la supuesta tumba de San Beunón en Clynnog Fawr: “La cubrían de enredaderas y dejaban sobre ella a los niños enfermos toda una noche, después de haberlos bañado en la santa fuente de las proximidades. Yo mismo tuve ocasión de ver, sobre la tumba, a un pobre paralítico de Merionthshire, que pasó toda la noche en una especie de nido de plumas, después de haberse bañado en la fuente.” En las excavaciones que se llevaron a cabo en Clynnog, poco antes de 1914, se descubrió una cámara oblonga con muros de noventa centímetros de ancho; probablemente se trataba de “una de las pequeñas basílicas que se construían en el siglo VII.” La diócesis de Menevia celebra la fiesta de San Beunón.

 

Existe una biografía galesa de San Beunón, cuyo primer ejemplar data de 1346. La traducción que hizo A. W. Wade-Evans (publicada con notas en Archaeologia Cambrensis, vol. LXXXV, 1930, pp. 315-341) es la más importante aportación a la historia de San Beunón. El texto gales se halla en Vitae Sanctorum Britaniae (1944) de Wade-Evans; ver Welsh Christian Origins (1934), pp. 170-176, del mismo autor. Cf. igualmente J. H. Folien, en The Month, vol. LXXX (1894), pp. 235-247; LBS., vol. I, pp. 208-221; y Analecta Bollandiana, vol. LXIX, pp. 428-431.

 

 

Santos Sotero y Cayo, Papas y Mártires (174 y 296 d.C.).

(22 de abril).

San Sotero sucedió a San Aniceto en la cátedra de San Pedro. Eusebio nos ha conservado una carta en la que San Dionisio, obispo de Corinto, da las gracias a los romanos; en ella alude el santo a la paternal bondad y liberalidad del Papa, especialmente con los que habían sufrido por la fe. San Dionisio dice que en las iglesias de Corinto se iba a leer una carta que San Solero le había escrito, junto con la carta del Papa San Clemente. Algunos autores sostienen que se trata aquí de la que nosotros conocemos como “segunda carta de San Clemente.” La Iglesia venera a San Solero como mártir, pero no existe ningún relato de su martirio.

San Cayo sucedió a San Eutiquiano en el trono pontificio, pero no sabemos nada de su vida. Según una tradición posterior, era originario de Dalmacia y pariente del emperador Diocleciano. La violencia de la persecución le obligó a vivir ocho años en las catacumbas. Sus sufrimientos por la fe le merecieron el título de mártir. El calendario filocaliano y el epitafio de San Cayo, descubierto en la catacumba de San Calixto en estado fragmentario, fijan la fecha de su sepultura el 22 de abril.

 

Lo poco que sabemos sobre estos dos Papas se halla resumido en Acta Sanctorum, abril, vol. III, y en el texto y las notas de la edición de Duchesne del Líber Pontificalis. Sobre San Cayo ver De Rossi, Roma Sotterranea, vol. III, pp. 115, 120 y 263 ss.; G. Schneider, en Nuovo Bullettino di archeolog. crist., vol. XIII (1902), pp. 147-168; y Leclercq, en DAC., vol. II, cc. 1736-1740; y vol. VI, cc. 33-37.

 

 

Santos Epipodo y Alejandro, Mártires (178 d.C.).

(22 de abril).

Durante el reinado de Marco Aurelio recrudeció violentamente la persecución en la ciudad de Lyon. Dos de sus víctimas fueron los jóvenes Epipodo y Alejandro. Habían sido amigos desde niños. Después del martirio de San Fotino y sus compañeros, los dos jóvenes se trasladaron de Lyon a un pueblecito cercano y ahí se escondieron en casa de una viuda. Más tarde fueron arrestados. Epipodo perdió una sandalia cuando trató de huir y los cristianos la conservaron como reliquia. Conducidos ante el gobernador, los jóvenes confesaron abiertamente que eran cristianos. El pueblo gritó enfurecido pero el gobernador se maravilló de que hubiese todavía quien tuviera el valor de confesarse cristiano, a pesar de las torturas y ejecuciones anteriores. Separando a los dos amigos, el gobernador se enfrentó primero con Epipodo, a quien creía más débil porque era más joven y trató de ganarle con promesas. El mártir permaneció inconmovible. El magistrado exasperado ante su firmeza, ordenó que le golpeasen en la boca; pero Epipodo continuó confesando a Cristo con los labios ensangrentados. El gobernador ordenó que le tendiesen en el potro y le desgarrasen los costados con garfios; finalmente, para complacer al pueblo, le mandó degollar. Dos días después, compareció Alejandro. Cuando el juez le contó lo que había sufrido su amigo, Alejandro dio gracias a Dios por ese ejemplo y manifestó su ardiente deseo de correr la misma suerte que Epipodo. Los verdugos le tendieron en el potro, tiraron hasta descoyuntarle las piernas y se turnaban para azotarle; pero el mártir persistió en confesar a Cristo y en burlarse de los ídolos. Fue sentenciado a ser crucificado, pero murió en el momento en que los verdugos le clavaban las piernas a la cruz.

 

Las actas pueden leerse en Ruinan y en Acta Sanctorum, abril, vol. III. Delehaye dice que “no son muy importantes” (Origines du culte des martyrs, p. 352.)

 

 

San Teodoro de Sikeon, Obispo de Anastasiópolis (613 d.C.).

(22 de abril).

Teodoro nació en Sikeon de Galacia, en Asia Menor. Era hijo de una prostituta, pero desde niño manifestó tan marcada inclinación a la plegaria que con frecuencia se privaba de la comida en la escuela para ir a orar en la iglesia. Era todavía muy joven y ya llevaba vida de solitario, primero en el sótano de su casa y después en una capilla abandonada. Deseoso de alejarse todavía más del mundo, se retiró algún tiempo a una montaña desierta. En una peregrinación que hizo a Jerusalén, tomó el hábito monacal y recibió la ordenación sacerdotal de manos del obispo. Llevaba una vida terriblemente austera. Sólo comía verduras y en poca cantidad; usaba sobre el cuerpo un cilicio de acero. Dios le concedió el don de profecía y el de obrar milagros. En otro viaje a Tierra Santa, San Teodoro obtuvo, con sus oraciones, una abundante lluvia después de una larga sequía.

El santo fundó varios monasterios; entre los más notables figuran el que se encontraba cerca de un antiguo santuario de San Jorge, a quien Teodoro profesaba gran devoción, y el monasterio de Sikeon, en su ciudad natal. San Teodoro fue abad de este último, aunque siguió viviendo la mayor parte del tiempo en una apartada celda. Mauricio, el comandante del ejército del emperador Tiberio, fue a ver a San Teodoro al volver de su victoriosa campaña en Persia; el santo le predijo entonces su ascensión al trono imperial. La profecía se cumplió el año 582 y Mauricio se encomendó a sí mismo y a todo su Imperio a las oraciones de San Teodoro. Casi por fuerza, Teodoro fue consagrado obispo de Anastasiópolis, puesto para el que se sentía totalmente inepto. Finalmente, al cabo de diez años, obtuvo permiso de renunciar a su sede. En seguida se retiró, lleno de gozo, a Sikeon. Poco después, tuvo que ir a Constantinopla a bendecir al emperador y al senado. Ahí curó a uno de los hijos del emperador de una enfermedad de la piel, que tal vez era la lepra. San Teodoro murió en Sikeon el 22 de abril del año 613. Durante su vida había trabajado mucho por propagar el culto de San Jorge.

Uno de sus contemporáneos escribió una larga biografía de San Teodoro. Para nuestro gusto moderno, hay ahí demasiados milagros y encuentros con el demonio, aparte de lo que el historiador Baynes llama “portentosa retórica que, con frecuencia, convierte la lectura de las obras hagiográficas bizantinas en un verdadero martirio para la carne.” A pesar de ello, se trata de una obra fascinante, que el mismo historiador considera como “la mejor descripción que existe sobre la vida en Asia Menor en la época bizantina, antes de las invasiones de los árabes.”

 

En Acta Sanctorum, abril, vol. II, hay una traducción latina de la biografía griega, que se atribuye a Eleusio (llamado también Jorge), discípulo de San Teodoro. Teófilo Joannis publicó el texto griego. Hay una excelente traducción inglesa, un tanto abreviada, en Three Byzantine Saints (1948) de E. Dawes y N. H. Baynes. También se conserva el texto griego de un extenso Encomium escrito por Nicéforo Scevophylax, que añade algunos detalles. Puede leerse en Analecta Bollandiana, vol. XX (1901), pp. 249-272.

 

 

San Jorge, Mártir, Patrono de Inglaterra (¿303? d.C.).

(23 de abril).

La vida de San Jorge se popularizó en Europa durante la Edad Media, en la forma en que la presentó el Beato Jacobo de Vorágine en la “Leyenda Áurea.” William Caxton tradujo dicha obra al inglés y la publicó. En ella se cuenta que San Jorge era un caballero cristiano, originario de Capadocia. Un día en que cabalgaba por la provincia de Lidia, llegó a una ciudad llamada Suene, cerca de la cual había un pantano. Ahí habitaba un dragón “que asolaba toda la región.” La población entera se había reunido para darle muerte pero el aliento de la monstruosa fiera era tan terrible, que nadie se atrevió a acercársele. Para evitar que atacase la ciudad, le arrojaban todos los días algunos corderos; pero cuando se agotaron los animales, hubo que sustituirlos con seres humanos. Las víctimas se escogían por sorteo. Cuando San Jorge llegó a la ciudad, la elección había recaído sobre la hija del rey. Como nadie se prestó para sustituir a la princesa, ésta tuvo que salir al encuentro del dragón, vestida de novia. Pero San Jorge se adelantó hacia la fiera y la atravesó con su lanza. En seguida pidió a la princesa su ceñidor, lo ató al pescuezo del monstruo y lo entregó a la joven quien lo llevó cautivo a la ciudad. “El dragón siguió a la princesa como un perrito.” El pueblo sobrecogido de temor, se disponía ya a huir, cuando San Jorge dijo que bastaba con que creyesen en Jesucristo y se bautizasen para que el dragón muriese. El rey y sus súbditos aceptaron al punto y el monstruo murió. Hubo que emplear cuatro carros tirados por bueyes para trasportar el cadáver del dragón al pudridero. “Hubo pues, unos veinte mil bautismos, sin contar los de las mujeres y los niños.” El rey ofreció grandes riquezas a San Jorge, quien le pidió que las diese a los pobres. Antes de partir, el santo caballero formuló cuatro deseos: que el rey mantuviese las iglesias, honrase a los sacerdotes, asistiese sin falta a los oficios religiosos y se mostrase compasivo con los pobres.

Por entonces estalló la cruel persecución de Diocleciano y Maximiano. San Jorge, para alentar a los que vacilaban en la fe, empezó a gritar en una plaza pública: “Todos los dioses de los paganos y gentiles son demonios. Mi Dios, que creó los cielos y la tierra, es el verdadero Dios.” Daciano, el preboste, le mandó arrestar. Como no consiguiese moverle con promesas, ordenó a los verdugos que le azotasen y le torturasen con hierros al rojo vivo. Pero Dios curó, durante la noche, las heridas del caballero. Entonces, Daciano ordenó a un mago que prepararse una pócima para envenenar al santo, pero el veneno no hizo su efecto. El mago se convirtió y murió mártir. El tirano intentó después dar muerte a San Jorge, aplastándole entre dos piedras erizadas y sumergiéndole en un caldero de plomo derretido; pero todo fue en vano. Viendo esto, Daciano recurrió nuevamente a las promesas. San Jorge fingió que estaba dispuesto a ofrecer sacrificios a los ídolos. Todo el pueblo se reunió en el templo para presenciar la rendición del osado detractor de los dioses. Pero San Jorge se puso en oración, y al punto bajó del cielo una llama que consumió a los ídolos y a los sacerdotes paganos, y la tierra se abrió para tragarles. La mujer de Daciano, que había presenciado la escena, se convirtió; pero Daciano mandó decapitar al santo. La sentencia se llevó a cabo sin dificultad. Cuando volvía del sitio de la ejecución, Daciano fue consumido por el fuego que bajó del cielo.

Aquí no hemos hecho más que dar una versión bastante sobria de las actas de San Jorge, que se popularizaron desde muy antiguo en Europa en diferentes formas. Notemos que la leyenda del dragón, aunque ocupa un lugar tan prominente, es una adición no anterior al siglo XII. Con ello caen por tierra las hipótesis de quienes presentan la leyenda de San Jorge como una reliquia de la mitología pagana; según dichos autores, San Jorge no era más que otra personificación de Teseo, quien venció al minotauro, o de Hércules, el vencedor de la hidra de Lerena. Todo nos induce, en realidad, a pensar que San Jorge fue verdaderamente un mártir de Dióspolis (es decir, Lida) de Palestina, probablemente anterior a la época de Constantino. Fuera de eso, nada podemos afirmar con certeza. El culto ole San Jorge es muy antiguo. Su nombre no aparece en el Breviario” sirio, pero el Hieronymianum le menciona el 25 de abril y sitúa su martirio en Dióspolis. Los peregrinos del siglo VI al VIII, como Teodocio, el llamado Antonino y Arculfo, dicen que el centro del culto a San Jorge y el sitio donde se hallaban sus reliquias era Lida o Dióspolis. La idea de que San Jorge era originario de Capadocia y de que sus actas habían sido escritas ahí “proviene sin duda alguna de un copista que le confundió con el célebre Jorge de Capadocia, el arriano enemigo de San Atanasio que se apoderó de la sede de Alejandría.” (P. H. Delehaye).

No se sabe exactamente cómo llegó a ser San Jorge patrón de Inglaterra. Ciertamente, su nombre era ya conocido en las Islas Británicas antes de la conquista de los normandos. El “Félire” de Oengus menciona el 23 de abril a “Jorge, sol de victoria, con otros treinta mil;” y el abad Aelfrico narra toda la extravagante leyenda en una homilía en verso. Guillermo de Malmesbury afirma que los santos Jorge y Demetrio, “los caballeros mártires,” lucharon en las filas de los francos en Antioquía, en 1098. En todo caso, es muy probable que los cruzados y especialmente Ricardo I, hayan vuelto del oriente con una idea muy elevada sobre el poder de intercesión de San Jorge. En el sínodo nacional de Oxford de 1222, se incluyó la fiesta de San Jorge entre las festividades menores. En 1415 el arzobispo Chichele la convirtió en una de las principales. En el intervalo, el rey Eduardo III había fundado la Orden de la Charretera, de la que San Jorge ha sido siempre el patrón. En los siglos XVII y XVIII, hasta 1778, la fiesta de San Jorge era de obligación en Inglaterra. El Papa Benedicto XIV nombró al santo Protector de Inglaterra.

 

En 1960 la Sagrada Congregación de Ritos suprimió del calendario la fiesta de San Jorge.

 

Existen muchas recensiones de las pretendidas Actas de San Jorge, no sólo en griego y en latín, sino en sirio, copto, armenio y etíope. Dichas recensiones presentan considerables variantes. Acerca de esos textos ver K. Krumbacher, Der heilige Georg, en Abhandlungen der K. bayerischen Akademie, vol. XXV, n. 3. Probablemente la más importante entre las numerosísimas obras sobre San Jorge es la de H. Delehaye, Les légendes grecques des saints militaires (1909), pp. 45-76, en cuyas notas se encontrarán múltiples referencias bibliográficas. Sir E. A. Wallis Budge publicó un volumen sobre los manuscritos etíopes, con el título de St George of Lydda (1930). Acerca de los aspectos más populares de la vida del santo, cf. G. F. Hill, St George the Martyr (1915) y G. J. Marcus, Saint George of England (1929). En la Catholic Encydopaedia, vol. VI, hay un excelente artículo del P. Thurston.

 

 

Santos Félix, Fortunato y Aquileo, Mártires (212 d.C.).

(23 de abril).

A principios del siglo III, San Ireneo, obispo de Lyon, envió al sacerdote Félix y a los diáconos Fortunato y Aquileo a evangelizar la región de Valence, que después se llamó el Delfinado. Los tres fueron martirizados durante el reinado de Caracalla, hacia el año 212. Eso es todo lo que sabemos de cierto sobre nuestros santos, pero la leyenda se ha encargado de bordar sobre sus vidas. Según las pretendidas “actas” de estos mártires, fueron arrestados después de convertir a la mayor parte de los paganos de la región. Los ángeles los pusieron en libertad y les dieron la orden de derribar los ídolos de los templos y destrozar a martillazos las imágenes de Mercurio y Saturno y una valiosa estatua de Júpiter, tallada en ámbar. Aprisionados nuevamente por ese crimen, los verdugos les quebraron las piernas, los torturaron en el torno y los sometieron día y noche a las inhalaciones de sofocantes fumarolas. Finalmente, los mártires fueron decapitados.

Una leyenda todavía más fantástica relaciona a San Félix, San Fortunato y San Aquileo con Valencia de España. Las reliquias que se veneran en dicha ciudad son ciertamente las de otros santos.

 

Véanse las “actas” en Acta Sanctorum. Aunque el relato carece de valor, el Hieronymianum conmemora a estos mártires y los sitúa en Valencia de España. Ver Acta Sanctorum, nov., vol. II, pte. 2, p. 205.

 

 

San Gerardo, Obispo de Toul (994 d.C.).

(23 de abril).

San Gerardo nació en Colonia, el año 935. Se educó en la escuela catedralicia, pues tenía la intención de recibir las sagradas órdenes. Pero, cuando la madre de Gerardo murió, víctima de un rayo, el santo consideró eso como un castigo de sus propios pecados y decidió seguir un camino de mayor penitencia y devoción. Ingresó, pues, en la comunidad de canónigos de la iglesia de San Pedro, que era la catedral y, el año 963, Bruno, el arzobispo de Colonia, le nombró obispo de Toul. No por ello redujo Gerardo sus penitencias. Consagraba buena parte de su tiempo al rezo del oficio divino y otras oraciones; leía diariamente la Biblia y las vidas de los santos. Su cargo era especialmente difícil, ya que no sólo comprendía el cuidado espiritual de su diócesis, sino también el gobierno temporal y la administración de la justicia.

San Gerardo era un predicador notable, conocido no sólo en Toul, sino en todas las iglesias de la región. El santo reconstruyó la catedral de San Esteban, enriqueció el antiguo monasterio de Saint-Evre y terminó la fundación de Saint-Mansuy, emprendida por su predecesor. Su caridad brilló especialmente durante la carestía del año 982 y la peste que se desencadenó como consecuencia. San Gerardo fue el fundador del “Hótel-Dieu,” que es el hospital más antiguo de Toul. Siguiendo los pasos de su predecesor, trató de convertir la ciudad en un centro del saber, para lo cual llamó a su diócesis a muchos monjes griegos e irlandeses. Gracias en parte a aquellos monjes, que enseñaron el griego y las ciencias de la época, Toul llegó a ser famosa por su piedad y como centro de estudios. San Gerardo gobernó la diócesis durante treinta y un años y murió en 994, después de una vida de gran santidad e incesante mortificación.

Uno de los primeros santos canonizados formalmente fue San Gerardo. El Papa, San León IX, quien fue uno de los sucesores del santo en la sede de Toul, narró en el sínodo romano de 1050 la gloriosa aparición de San Gerardo al monje Albizo. Los Padres ahí reunidos declararon unánimemente que el susodicho Señor Gerardo estaba en la gloria y que los hombres debían venerarle como santo.”

 

El mejor texto de la vida de San Gerardo (escrita por uno de sus contemporáneos: Widrico, abad de Saint-Evre) es el de Pertz, en MGH., Scriptores, vol. IV, pp. 490-505. Ver también la introducción y notas de Acta Sanctorum, abril, vol. III. Acerca de la canonización ver H. Delehaye, Sanctus (1927); y E. W. Kemp, Canonization and Authority... (1948). pp. 62-64.

 

 

San Adalberto, Obispo de Praga, Mártir (997 d.C.).

(23 de abril).

Adalberto nació en Bohemia de noble familia y fue bautizado con el nombre de Voytiekh. Sus padres le enviaron a Magdeburgo, donde el arzobispo San Adalberto se encargó de su educación y le dio su propio nombre en la confirmación. A la muerte del arzobispo, el joven retornó a Bohemia con los libros de su biblioteca. Dos años más tarde, fue ordenado subdiácono por el arzobispo Tietmar de Praga, quien murió el año 982. Aunque era todavía muy joven, Adalberto fue elegido para sucederle. El joven arzobispo había quedado muy impresionado por los escrúpulos que asaltaron a su predecesor en el lecho de muerte sobre el cumplimiento de sus deberes pastorales, por lo que repetía: “Es muy agradable portar báculo y cruz pastoral; pero es terrible tener que dar cuenta de una diócesis al Juez de vivos y muertos.” San Adalberto entró descalzo en Praga, donde el rey Boleslao II de Bohemia y todo el pueblo le acogieron con gran júbilo. El primer cuidado del santo fue dividir en cuatro partes las rentas de la diócesis: una para la construcción de iglesias y la fabricación de ornamentos sagrados; otra para el sostenimiento de los canónigos; la tercera para los pobres y la cuarta para el mantenimiento del propio arzobispo, de sus criados y huéspedes.

Después de su consagración en Metz, San Adalberto había conocido a San Mayólo, abad de Cluny, en Pavía y se había contagiado del ideal cluniacense. Pero, por más que predicaba asiduamente y visitaba a los pobres y a los presos, no lograba conseguir gran cosa con su grey. Muchos de sus súbditos eran todavía paganos y los otros no eran cristianos más que de nombre. Muy desalentado, San Adalberto fue a Roma el año 990. Un buen obispo no tiene naturalmente derecho de abandonar su diócesis por grandes que sean las dificultades pastorales, pero parece que en el caso de Adalberto había otras razones de orden político.

En Italia conoció San Adalberto al abad San Nilo de Vallelucio, que era de origen griego. Movido por éste, el arzobispo ingresó junto con su hermanastro Gaudencio en la abadía de los Santos Bonifacio y Alejo, en Roma. Pero pronto, el duque Boleslao pidió que volviese el arzobispo, y el Papa Juan XV envió nuevamente a Adalberto a Praga, con la condición de que las autoridades civiles le apoyasen en su tarea. Adalberto fue muy bien recibido. Inmediatamente comenzó a construir la famosa abadía benedictina de Brenov, cuya iglesia consagró el año 993. Pero nuevamente surgieron dificultades, que culminaron cuando una mujer de la nobleza, sorprendida en adulterio, se refugió en la casa del santo para escapar a la pena de muerte con que se castigaba ese crimen en aquellos tiempos. Adalberto le dio asilo en la iglesia de unas religiosas y se enfrentó con los perseguidores, alegando el arrepentimiento de la mujer y el derecho de asilo. Pero éstos penetraron en la iglesia, sacaron a la pobre mujer de su escondite en el altar y la asesinaron ahí mismo. San Adalberto excomulgo a los cabecillas. Esto le creó tales dificultades, que se vio obligado a salir de Praga por segunda vez.

Volvió, pues, el santo a su monasterio de Roma, del que fue nombrado prior. Pero durante un sínodo, el Papa Gregorio V, a instancias del metropolitano no de San Adalberto, San Wiligis de Mainz, le envió nuevamente a Bohemia. El santo se mostró pronto a obedecer, pero quedó entendido que, en caso de que no pudiese entrar en Bohemia, donde los ciudadanos de Praga habían asesinado a varios de sus parientes y quemado sus castillos, se consagraría a predicar el Evangelio a los gentiles. En efecto, si San Adalberto entraba en Praga contra la voluntad de sus conciudadanos, corría el riesgo de provocar nuevos derramamientos de sangre. Así pues, fue a pedir consejo a su amigo, el duque Boleslao de Polonia, el cual le sugirió que enviase a algunos delegados a Praga para averiguar si sus conciudadanos estaban dispuestos a recibirle y prestarle obediencia. El pueblo de Praga amenazó a los delegados y se manifestó indoblegable. Entonces, con la ayuda de Boleslao, San Adalberto se dedicó a evangelizar a los prusianos de Pomerania. Acompañado por Benito y Gaudencio, consiguió convertir a unos cuantos en Dantzig; pero pronto se levantaron sospechas de que eran espías polacos, y fueron expulsados del territorio. Como los misioneros se negasen a abandonar a sus cristianos, fueron condenados a muerte el 23 de abril del año 997. Según la tradición, la ejecución tuvo lugar a corta distancia de Kónigsberg, en un sitio que se halla entre Fischausen y Pillau; pero lo más probable es que se haya llevado a cabo entre el riachuelo de Elbing y el río Nogal. El cuerpo de Adalberto fue arrojado a las aguas, que le transportaron a la costa de Polonia. Fue sepultado en Gnienzno, de donde sus reliquias fueron trasladadas (por la fuerza) a Praga, en 1039.

Tal vez no se ha puesto todavía suficientemente de relieve la importancia de San Adalberto en la historia de la Europa central. El santo era íntimo amigo del emperador Otón III y parece haber estado de acuerdo con el plan del monarca para la “renovación del Imperio Romano” y la cristianización y unificación de las más remotas regiones de Europa. Adalberto envió misioneros a los pueblos magiares y los visitó personalmente. El rey San Esteban se inspiró remotamente en la figura del santo obispo. San Bruno de Querfurt escribió su biografía y fue su amigo y discípulo, lo mismo que San Astrik, el primer arzobispo de Hungría. El recuerdo de San Adalberto ejerció también profunda influencia en Polonia, donde se le atribuye la fundación de un monasterio en Miedrzyrzecze o en Trzemeszno. Aun en Kiev hay huellas del culto al santo. Su nombre está relacionado con la himnología checoslovaca y polaca. En todo caso, es seguro que el santo no se opuso al empleo de la liturgia eslava de la tradición de San Cirilo y San Metodio, pues la hostilidad contra dicha liturgia surgió medio siglo más tarde, como efecto de la reforma gregoriana. Por encima de todo, San Adalberto fue un hombre de Dios y un mártir que prefirió perder la vida a dejar de dar testimonio de Cristo. La extensión de su culto es la mejor prueba del aprecio que el pueblo le profesa.

 

Las fuentes sobre la vida de San Adalberto son excepcionalmente antiguas y abundantes. Baste con mencionar BHL., nn. 37-56, donde se hallará una detallada lista de los documentos existentes. Hay dos biografías escritas por contemporáneos del santo: la de San Bruno de Querfurt y la del monje romano Juan Canaparius. La mejor biografía moderna es la de H. G. Voigt, Adalbert von Prag (1898), que incluye una lista detallada de las fuentes. Ver también B. Bretholz, Geschichte Bohmens und Mahrens... (1912); R. Hennig, Die Missionsfahrt des hl. Adalbert ins Preusseland, en Forschungen zur Preussins chen und Brandenburgischen Geschichte, vol. XLVII (1935), pp. 139-148; y la Cambridge History of Poland, vol. I (1950), pp. 66-68 y passim. Pero el relato más al día es el de F. Dvornik, The Makmg of Central and Eastern Europe (1949), pp. 97-135 y passim.

 

 

San Gregorio de Elvira, Obispo (siglo IV).

(24 de abril).

Gregorio, obispo de Elvira, cerca de Granada, en España, estuvo ligado con todos los defensores de la verdad contra los arríanos. Por el año de 357, se hizo eco de San Hilario de Poitiers, contra Osio de Córdoba. Después del Concilio de Alejandría, en 362, Gregorio se unió a Lucifer de Cagliari para oponerse a toda tentativa de conciliación con los seguidores del semi-arrianismo. Después de la muerte de Lucifer, en 370, se convirtió en la cabeza de los rigoristas o luciferianos.

En 359, se rehusó a firmar las fórmulas de Rimini y escribió sobre este asunto a Eusebio de Verceil, quien le respondió desde lo más apartado de la Tebaida. Dos sacerdotes luciferianos, Faustino y Marcelino, en el Libellus precum que enviaron a los emperadores, el año de 383, hicieron la apología de Gregorio de Elvira, al mismo tiempo que condenaban a Osio.

Gregorio vivía aún en 390, época en que San Jerónimo escribía al respecto: “Hasta la extrema vejez, escribió diversos tratados en un estilo mediocre; después hizo un libro con estilo elegante, que tiene por título: De fide. Este libro, por largo tiempo, fue atribuido a San Febado, obispo de Agen, como lo pensaba todavía el padre Durenges; pero Dom G. Morin y Dom A. Wilmart lo reivindicaron en favor de Gregorio de Elvira (“Revue Bénédictine.,” 1902, vol. XIX, p. 229).

Numerosos críticos trataron a Gregorio con dureza y le acusaron de haberse adherido formalmente al cisma, pero no se ha podido probar que se hubiera separado efectivamente de la Iglesia católica.

Desde el siglo IX, este obispo ha sido objeto de culto en la Iglesia. Usuardo en su martirologio, marcó su fecha el 24 de abril, y los otros martirologios lo han seguido. Algunos lo han puesto el 17 de noviembre para acercarlo así a San Gregorio de Tours o a San Gregorio el Taumaturgo. Aunque algunos sabios persisten en ver a Gregorio de Elvira como cismático e indigno del culto de los fieles, la Iglesia romana ha mantenido su nombre en el martirologio, en la fecha del 24 de abril (no se sabe ni el día, ni el año de su muerte). La Iglesia juzga que la constancia admirable de este obispo por la defensa de la fe ortodoxa, es una prueba suficiente de la santidad de toda su conducta.

 

No se puede uno contentar con lo que han escrito de Gregorio los sacerdotes luciferianos Faustino y Marcelino, pero se puede recurrir a los escritos de San Atanasio, San Eusebio de Vercelli y San Jerónimo, para encontrar su elogio. Ver también Acta Sanctorum, 24 de abril, Dictionaire de Théologie catholique, vol. VI, col. 1838.

 

 

San Melitón, Arzobispo de Canterbury (624 d.C.).

(24 de abril).

San Melitón era un abad romano, probablemente del monasterio de San Andrés, a quien el Papa San Gregorio el Grande envió a Inglaterra en el año 601, a la cabeza de un segundo grupo de misioneros para ayudar a San Agustín. Después de haber trabajado tres años en Kent, Melitón fue nombrado obispo de Londres o de los sajones del este. Por entonces bautizó al rey Saberlo y a muchos de sus súbditos. A la muerte del monarca, sus tres hijos, que no habían sido bautizados, volvieron abiertamente a la idolatría. Sin embargo, pidieron a Melitón que les diese a comer “el buen pan blanco” — como llamaban al Santísimo Sacramento —, pues su padre acostumbraba comerlo. Como el santo se negase a ello, le expulsaron del reino. Melitón pasó a Francia, pero al poco tiempo fue llamado nuevamente a Kent, donde había trabajado al desembarcar en Inglaterra. Sucedió a San Lorenzo en la sede de Canterbury, en 619. Derribado en el lecho por la gota, el santo arzobispo detuvo con sus oraciones un gran incendio que amenazaba a la ciudad. Las diócesis de Westminster, Brentwood y Southwark celebran su fiesta.

 

Ver la Historia Eclesiástica de Beda con las notas de Plummer.

 

 

San Egberto, Obispo (729 d.C.).

(24 de abril).

Uno de los múltiples ingleses que, en la época anglosajona, cruzaron el mar hacia Irlanda en busca de la ciencia y de la santidad, fue un joven monje de Lindisfarne, llamado Egberto. Víctima de una terrible epidemia, que le sorprendió en el monasterio de Rathmelsigi, prometió a Dios que nunca volvería a su patria, si le daba tiempo para hacer penitencia. Después de su ordenación sacerdotal, concibió un ardiente deseo de evangelizar la Frislandia y el norte de Alemania; pero Dios le reveló que tenía otros planes sobre él y el santo abandonó la empresa en manos de San Wigberto, San Wilibrordo y algunos otros. La tarea para la que Dios le tenía destinado era menos brillante, pero igualmente difícil. En las Islas Británicas la gran controversia pascual había terminado con la aceptación de la costumbre romana. Sólo el monasterio de lona seguía oponiéndose, y ni siquiera los esfuerzos del abad Adamnano habían conseguido que los monjes abandonasen la tradición columbana. San Egberto escogío como campo de trabajo dicho monasterio y pasó los últimos trece años de su vida en la isla. Sus pacientes exhortaciones, apoyadas por su fama de santidad y saber, consiguieron lo que otros no habían logrado. Precisamente el día de su muerte, que ocurrió cuando tenía noventa años, los monjes de Iona celebraban, por primera vez la Pascua, al mismo tiempo que el resto de la Iglesia occidental. Era el 24 de abril de 729. Las diócesis de Hexham y Argyll, que celebran la fiesta de San Egberto, le veneran como confesor, aunque Beda afirma que fue obispo.

 

Casi todo lo que sabemos sobre el santo se reduce a lo que cuenta Beda en su Historia Eclesiástica, libs. III-V, anotada por Plummer. Ver también Forbes, KSS., p. 331.

 

 

San Guillermo Firmato (c. 1090 d.C.).

(24 de abril).

Las Canonjías no estaban reservadas exclusivamente al clero, en el siglo XI. Guillermo Firmato, distinguido ciudadano de Tours, fue nombrado canónigo de San Venancio, cuando era todavía muy joven y no había elegido aún carrera. Primero se enroló en el ejército y después estudió medicina, hasta que el diablo se le apareció en forma de mono y se sentó sobre la bolsa en que Guillermo guardaba el dinero, lo cual le hizo comprender su inconsciente inclinación a la avaricia. Al punto abandonó su profesión y se retiró a la soledad con su madre, que era viuda. Cuando ésta murió, Guillermo emprendió una vida aún más austera, como anacoreta en un bosque de Laval de Mayenne. Ahí tuvo que sufrir los ataques de los habitantes, especialmente por las tentaciones y acusaciones de una desvergonzada mujer. Después de una peregrinación a Jerusalén, Guillermo vivió como solitario en varias regiones de la Bretaña y de Francia, como Vitré, Savigny y Mantilly y alcanzó gran reputación de santidad. Como poseía poderes sobre los animales, los campesinos acudían a su intercesión para defender sus huertos y sus campos de las bestias. Se cuenta que el santo amonestaba cariñosamente a las liebres y cabras, que pacían a su alrededor y a los pájaros, que se cobijaban entre los pliegues de su hábito en busca de calor. Pero en el caso de un jabalí muy salvaje, empleó medidas más severas: tomándole por la oreja, le encerró en una celda y le ordenó que ayunase toda la noche. Al día siguiente, puso en libertad a la fiera, que había aprendido para siempre la lección. San Guillermo murió el año 1090 o un poco antes.

 

La biografía que se halla en Acta Sanctorum, abril, vol. III, se atribuye a Esteban de Fouguéres. Ver también E. A. Pigeon, Vies des Saints du diocése de Coutances, vol. II, p. 398.

 

 

San Marcos, Evangelista (c. 74 d.C.)

(25 de abril).

Lo que sabemos sobre la vida personal de San Marcos, autor del segundo Evangelio, proviene más o menos de conjeturas. Los autores le identifican generalmente con el “Juan llamado Marcos” de los Hechos de los Apóstoles (12:12 y 25); por consiguiente, la María, en cuya casa de Jerusalén se reunían los Apóstoles, era su madre. Por la epístola a los Colosenses (4:10), sabemos que Marcos era pariente de San Bernabé, el cual (según Hechos 4:36) era un levita chipriota. Resulta, pues, probable que Marcos haya pertenecido a una familia levítica. Cuando Pablo y Bernabé regresaron a Antioquía después de haber llevado a Jerusalén las limosnas para dicha Iglesia, trajeron consigo a Juan llamado Marcos, quien los ayudó en el ministerio apostólico en la misión de Salamina, en Chipre (Hechos 13:5); pero Marcos no les acompañó a Perga de Panfilia, sino que volvió a Jerusalén (Hechos 13:13). A raíz de aquella deserción, San Pablo creyó ver cierta inestabilidad en el carácter de Marcos y, aunque Bernabé quería que los acompañase a visitar las Iglesias de Cilicia y el resto de Asia Menor, San Pablo se opuso a ello. Como no lograron ponerse de acuerdo, Bernabé se separó de San Pablo y fue con Marcos a Chipre. Sin embargo cuando San Pablo se hallaba en su primer cautiverio en Roma, Marcos estaba con él y le ayudaba (Col. 4:10). Durante su segundo cautiverio, poco antes de su martirio, el Apóstol escribió a Timoteo, quien se hallaba entonces en Efeso: “Toma contigo a Marcos, pues me ha ayudado en el ministerio.”

Por otra parte, la tradición sostiene que el autor del segundo Evangelio estaba en estrecha relación con San Pedro. Clemente de Alejandría (según el testimonio de Eusebio), Irineo y Papías llaman a San Marcos el intérprete o portavoz de San Pedro, si bien Papías afirma que Marcos no había oído al Señor ni había sido su discípulo. No obstante esta última afirmación, los comentaristas se inclinan a pensar que el joven que siguió al Señor en el Huerto de los Olivos (Marc. 14:51) era San Marcos. Lo cierto es que San Pedro, cuando escribía desde Roma (1 Pedro 5:13), habla de “mi hijo Marcos,” el cual, según parece, estaba entonces con él. Apenas cabe duda de que en ese pasaje se trata del evangelista, pero en todo caso, no hay ninguna prueba concluyente de que ese Marcos no haya sido el “Juan llamado Marcos” de los Hechos.

Examinemos ahora otros documentos menos seguros. En primer lugar tenemos una narración muy sobria — porque el elemento milagroso es muy reducido y el conocimiento de los sitios es excepcional — de la segunda visita de Bernabé y Marcos a Chipre, que terminó con el martirio del primero. Dicha narración, cuyo pretendido autor es el mismo San Marcos, sitúa el martirio de San Bernabé en el año 53. Es de notar que el autor de esta “pasión” apócrifa ignoraba que Marcos era el autor del segundo Evangelio, ya que subraya con especial énfasis, que San Bernabé había recibido de San Mateo un relato de los hechos y palabras del Señor. Este es un detalle que difícilmente pudo ser inventado en boca de uno de los cuatro evangelistas. Por otra parte, al fin de la narración, Marcos se embarca con rumbo a Alejandría y ahí se dedica a enseñar a otros “lo que había aprendido de los apóstoles de Cristo.”

La tradición de que San Marcos vivió algún tiempo en Alejandría y fue obispo de esa ciudad, es muy antigua, aunque Orígenes y Clemente, que eran originarios de Alejandría, no mencionan el hecho. En cambio lo mencionan Eusebio y el antiguo prefacio del Evangelio de San Marcos de la Vulgata latina. Dicho prefacio, refiriéndose a una deformidad corporal del evangelista, mencionada anteriormente por Hipólito, deja entender que se trataba de la mutilación que el mismo San Marcos se había infligido para no ser ordenado sacerdote, pues se juzgaba indigno de ello. Aunque es muy probable que San Marcos haya terminado sus días como obispo de Alejandría, no merecen ninguna fe las “actas” de su supuesto martirio. El Martirologio Romano las resume así, en el párrafo que consagra al santo: “En Alejandría, el nacimiento de San Marcos de Evangelista, quien fue discípulo e intérprete de San Pedro Apóstol. Fue enviado a Roma por los hermanos; ahí escribió su Evangelio y después pasó a Egipto. Fue el primer predicador de Cristo en Alejandría, donde fundó Un Iglesia. Más tarde fue hecho prisionero por la fe, atado con cuerdas y arrastrad sobre las piedras. Un ángel fue a confortarle en la prisión y finalmente, des pues de que el mismo Cristo se le había aparecido, fue llamado a recibir el premio celestial, en el octavo año del reinado de Nerón.”

La ciudad de Venecia pretende poseer el cuerpo del santo que, según la tradición, fue trasladado de Alejandría en el siglo IX. Se ha discutido mucho la autenticidad de esas reliquias que se conservaron intactas durante tantos siglos; muy probablemente las filtraciones de agua, que durante largos períodos impedían el acceso a la confessio [Confessio: Parte o sitio del templo donde se guardaban las reliquias de los santos en el altar. Nota del Editor.] en que reposan, han causado un daño irreparable al frágil contenido del relicario. Venecia venera a San Marcos como patrón desde tiempo inmemorial. El león, símbolo de San Marcos, data de muy antiguo, como los emblemas de los otros evangelistas. Ya desde la época de San Agustín y San Jerónimo, “las cuatro creaturas vivientes” (Apoc. 4:7-8), simbolizaban a los evangelistas. Los dos santos doctores relacionaron a San Marcos con el león, haciendo notar que el Evangelio de San Marcos empieza hablando del desierto y que ¡el león es el rey del desierto!

El día de San Marcos se celebran las “letanías mayores,” pero la solemne procesión, que estaba originalmente relacionada con un período de ayuno, no tiene nada que ver con la fiesta del Evangelista. Muy probablemente la festividad de las “letanías mayores” se originó en Roma, en la época de San Gregorio el Grande o aun antes, en tanto que la celebración litúrgica de San Marcos en este día, data de una fecha muy posterior. Como lo demostró hace mucho Mons. Duchesne, es indudable que las letanías (es decir, “súplicas”) no son más que una adaptación cristiana de las antiguas “Robigalia” de las que habla Ovidio en sus “Fasti.” Algo hemos dicho ya sobre las procesiones e ilustraciones que los paganos hacían en este día, al hablar de la fiesta del 2 de febrero.

En los martirologios y en la tradición litúrgica del oriente y del occidente, Marcos el Evangelista y Juan Marcos aparecen como dos personajes diferentes. El Menaion griego menciona a Juan Marcos el 27 de septiembre. El mismo día, el Martirologio Romano dice lo siguiente: “En Biblos de Fenicia, San Marcos obispo, a quien San Lucas llama también Juan. Era hijo de la bienaventurada María, cuya memoria se venera el 29 de junio.” La idea de que Juan Marcos fue obispo de Biblos, es una tradición griega que más tarde pasó también al occidente.

 

En Acta Sanctorum, abril, vol. III, se encontrarán las llamadas actas y otros documentos apócrifos relacionados con San Marcos. En la misma obra (junio, vol. II) puede verse el texto de la pasión de San Bernabé que se atribuye a Juan Marcos; dicho texto se halla también en Tischendorf, Acta Apostolorum Apocrypha, vol. III, pp. 292 ss. Ver igualmente el Dictionnaire de la Bible y DTC, Marc. Entre las obras no católicas, recomendamos especialmente la introducción de C. H. Turner al Evangelio de San Marcos en el New Commentary on Holy Scripture (1928) de Gore, así como el artículo de F. Chase en el Dictionary of the Bible de Hastings. Acerca de las reliquias de San Marcos, cf. G. Pavanello, en Revista della Citta di Venezia, agosto de 1928; y Moroni, Dizionario di Erudizione, vol. XC, pp. 265-268.

 

 

Santos Cleto y Marcelino, Papas y Mártires (c. 91 y 304 d.C.).

(26 de abril).

No se ha podido establecer, en forma plenamente satisfactoria, el orden de sucesión de los primeros Papas, y sigue siendo oscuro si San Cleto fue el tercero o el cuarto Pontífice. La confusión es todavía mayor, porque unas veces se le llama Cleto y otras Anacleto, que son sinónimos en griego. Sin embargo, los principales autores están de acuerdo en que se trata de un solo Papa que murió hacia el año 91, probablemente víctima de la persecución de Domiciano. Eso es todo lo que sabemos sobre él. El canon de la misa le nombra como tercer Papa. El nombre de Anacleto ha sido excluido de la lista de Papas del “Anuario Pontificio.”

San Marcelino sucedió a San Cayo en la sede romana y gobernó la Iglesia ocho años. Teodoreto afirma que alcanzó gran gloria en la época tempestuosa de la persecución de Diocleciano; sin embargo, en la Edad Media se creía que, sometido a cruel tortura, había entregado los Libros Sagrados y ofrecido incienso a los dioses. Actualmente ha perdido todo crédito la leyenda, fomentada por los donatistas, de que San Marcelino reconoció su culpa ante un supuesto “Sínodo de Sinuessa” y pronunció su propia deposición; la cosa es simplemente imposible, porque nunca existió ese sínodo. Sin embargo, algunos antiguos breviarios y catálogos de los Papas aluden a la culpa de San Marcelino, que lavó más tarde con la penitencia y el martirio. Lo más probable es que, en caso de haber flaqueado temporalmente, haya expiado su culpa con una santa muerte. La Iglesia le honra como santo y como mártir, aunque la realidad de su martirio está muy lejos de haber sido probada. San Marcelino fue sepultado en el cementerio de Priscila, que él mismo había construido o agrandado.

 

En la edición del Líber Pontificalis hecha por Duchesne, con introducción y notas, se hallan los datos más fidedignos sobre los primeros Papas. Ver también Grisar, Geschichte Roms und der Päpste (trad. ingl.), párrafos 185 y 467; y E. Casper, Die älteste röm. Bischofsliste (1926). Es curioso que el nombre de Marcelino no aparezca en el catálogo titulado Depositio Episcoporum del año 354. Tampoco le menciona el nuevo calendario benedictino, aprobado en 1915.

 

 

San Ricario, Abad (c. 645 d.C.).

(26 de abril).

La ciudad de Abbeville pretende que su nombre se deriva de la abadía de San Ricario, a la que pertenecía en otra época el terreno en que se levanta la ciudad. San Ricario nació en Celles, cerca de Amiens, cuando la población de la región era todavía pagana en su mayoría. Los habitantes recibieron con recelo a dos sacerdotes irlandeses que habían desembarcado en la costa y querían cruzar por la región; si Ricario no les hubiese protegido, su vida habría corrido peligro. Para demostrarle su gratitud, los sacerdotes instruyeron a Ricario, quien concibió el deseo de hacerse sacerdote. Después de haberse preparado con grandes penitencias, recibió las órdenes sagradas y partió algún tiempo a Inglaterra, a lo que parece, para aprender la ciencia de los santos. A su vuelta a Francia, empezó a predicar con gran celo y éxito. Ejerció particular influencia sobre San Adalbaldo y Santa Rictrudis, habló al rey sobre los peligros y vanidades del mundo y sobre sus responsabilidades. “Los que obedecen, sólo tienen que dar cuenta a Dios de sí mismos —declaró—; pero los que mandan tienen que dar cuenta de todos sus súbditos.” Siendo ya anciano, San Ricario renunció al gobierno de la abadía que había fundado en Celles y se retiró a una ermita, donde pasó el resto de su vida con uno de sus discípulos, llamado Sigobardo. La ermita fue más tarde sustituida por el monasterio de Forét-Montiers, entre Rué y Crécy.

 

Existen dos biografías importantes de San Ricario: la de Alcuino y la de Angilramno. Ambas se hallan en Acta Sanctorum, abril, vol. III, y en Mabillon. Ver también Corblet, Hagiographie d´Amiens, vol. III, pp. 417-462; y MGH., Scriptores Merov., vol. II, pp. 438-453, donde se encontrará la biografía en verso de Hariulfo.

 

 

San Pascasio Radberto, Abad (c. 860 d.C.).

(26 de abril).

San Radberto fue abandonado, poco después de nacer, a las puertas del convento de las religiosas de Nuestra Señora de Soissons, las cuales le adoptaron y le enviaron a educarse en el convento de los monjes de San Pedro de la misma ciudad. Enamorado de los clásicos latinos, Radberto vivió durante algunos años en el mundo antes de decidirse a entrar en religión. En Corbie, donde tomó el hábito, se consagró de lleno a los estudios sagrados, en los que llegó a ser muy aventajado. El abad San Adalardo y su hermano Wala, quien le sucedió en el cargo, hicieron de Radberto su confidente y compañero de viajes; el santo les pagó esta distinción con el gran afecto que les profesó. El fue quien escribió las biografías de los dos santos abades. El año 822, sus superiores le llevaron consigo para que los ayudara en la fundación de Nueva Corbie, en Westfalia. En los años en que fue instructor de novicios, hizo muy famosas las escuelas de Corbie. Añadió a su nombre el de Pascasio, siguiendo la costumbre de los hombres de letras de la época, que adoptaban un nombre tomado de los clásicos o de la Sagrada Escritura. Aunque nunca quiso ordenarse sacerdote, fue elegido abad de Corbie. Como no se sentía llamado a ser superior, renunció al cargo a los siete años y se retiró a la abadía de Saint-Riquier a escribir en paz. Pasó los últimos años de su vida en Corbie. San Pascasio Radberto fue un escritor muy fecundo. Entre sus obras se cuenta un extenso comentario sobre San Mateo y otro sobre el salmo 44, un tratado sobre el libro de las Lamentaciones, las dos biografías arriba mencionadas, y la famosa obra De Corpore et Sanguine Christi.

 

Mabillon y Pertz (MGH., Scriptores, vol. XV, pp. 452-454) publicaron una breve biografía de San Pascasio. Ver también Acta Sanctorum, abril, vol. III. Se ha discutido mucho la doctrina eucarística de San Pascasio; acerca de este punto cf. Die Lehre d. h. Paschasius Radbertus (1896).

 

 

San Esteban, Obispo de Perm (1396 d.C.).

(26 de abril).

Se cuenta en la vida de San Sergio de Radonezh que un obispo que pasaba a diez kilómetros de su monasterio, camino de Moscú, se tornó hacia el convento y dijo: “La paz sea contigo, hermano Sergio.” El santo, que se hallaba en ese momento en el refectorio, se levantó y, volviéndose hacia el sitio en que se encontraba el obispo, respondió: “Buenos días, pastor del rebaño de Cristo; la paz de Dios sea siempre contigo.” Después explicó a sus monjes que el obispo Esteban, que iba a Moscú, había saludado al monasterio y atraído sobre él las bendiciones del cielo.

Desde los primeros tiempos de su conversión, los rusos habían enviado misioneros a los mongoles y a los finlandeses. En el siglo XIV se renovó su celo misionero y la principal figura fue el obispo San Esteban. Era éste un monje de Rostov. Hacia 1370, fue a evangelizar a los zirios o permiaks, un pueblo ruso que habitaba al este del Volga, al suroeste de los Montes Urales de donde era originario San Esteban.

Los métodos misionales del santo recordaban a los de sus maestros San Cirilo y San Metodio. Según cuenta su biógrafo, Esteban estaba convencido de que cada pueblo debía adorar a Dios en su propia lengua, puesto que Dios era el origen de todos los idiomas. Por ello, una de las primeras cosas que hizo fue traducir lo esencial de la liturgia y muchos pasajes de la Sagrada Escritura, al idioma de los zirios. Tan convencido estaba de que cada pueblo tiene algo que aportar al cristianismo, que ni siquiera enseñaba a sus convertidos los caracteres rusos, sino que inventó un alfabeto especial, basado en los dibujos de los bordados y grabados de la región. También estableció escuelas para enseñar ese alfabeto. Como otros misioneros rusos, San Esteban empleaba la celebración pública de los oficios litúrgicos, como un medio inicial de atraer a los paganos con su impresionante belleza y solemnidad. El santo no sólo se distinguió como misionero, sino también como campeón de los oprimidos, en regiones tan lejanas como Novgorod y Moscú.

En 1383, en reconocimiento por su gran obra misional, fue nombrado primer obispo de Perm. Ahí hizo frente, con la predicación y la pluma, a las doctrinas de los primeros herejes de Rusia, los strigolniks, cuyas enseñanzas se asemejaban a las de los lolardos y a las de los husitas. San Esteban murió en Moscú, en 1396.

 

Ver en el artículo sobre San Sergio de Radonezh (25 de sept.) las referencias bibliográficas acerca de los santos rusos.

 

 

San Antimo, Obispo de Nicomedia (303 d.C.).

(27 de abril).

La persecución de Diocleciano y Maximiano fue especialmente feroz en Nicomedia, en Bitinia, residencia favorita de los emperadores. Cuando apareció el decreto persecutorio, los cristianos lo desgarraron; Lactancio condena esa iniciativa, en tanto que Eusebio la alaba. A partir de ese momento, los cristianos no podían comprar ni vender, sacar agua del pozo ni moler grano, sin que los guardias les exigiesen que ofrecieran sacrificios a los dioses. Eusebio, después de decir que el obispo Antimo fue decapitado por haber confesado a Cristo, afirma que otros muchos mártires murieron en la misma persecución y añade: “En esos días, no sé cómo, hubo un incendio en palacio y corrió el falso rumor de que nosotros, los cristianos, lo habíamos provocado. Por orden del emperador se dio muerte a gran cantidad de cristianos: a los unos por la espada y a los otros por el fuego. Cierto número de fieles, movidos por una inexplicable inspiración divina, se arrojaron espontáneamente en las hogueras. Muchos otros fueron arrojados al mar, atados a losas de piedra.” Casi todos los cristianos permanecieron firmes en la fe y obtuvieron la corona del martirio. Algunas veces se habla de once compañeros de San Antimo en el martirio.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. III, donde se hallan los pasajes de Eusebio y de los martirologios y el texto griego de las supuestas actas de San Antimo. La leyenda inverosímil de las santas Indes y Domna habla de algunas cartas de Antimo a dichas mártires, pero en realidad no hay razón para suponer que él las haya escrito. Por la misma razón es probablemente falso un curioso documento publicado por el cardenal G. Mercati en Studi e Testi, n. 5 (1901), que pasa por ser una parte de un tratado de San Antimo “sobre la Santa Iglesia.” Ver Bardenhewer, Geschichte der altkirklichen Literatur, vol. II, pp. 333-334.

 

 

Santos Vital y Valeria, Mártires (¿siglo II?).

(28 de abril).

El nombre de San Vital aparece en el canon de la misa del rito milanés. La liturgia romana le conmemora el día de hoy y es el titular de la famosa basílica de San Vital, en Ravena. Pero todo lo que sabemos sobre él es que sufrió el martirio, junto con Santa Valeria, en los primeros tiempos de la Iglesia, probablemente en las cercanías de Milán.

La carta espuria de San Ambrosio, que pretende relatar la vida de los mártires gemelos Gervasio y Protasio, afirma sin razón que eran hijo de Vital y Valeria. Según la leyenda, Vital era un soldado que alentó al médico, San Ursicino de Ravena, a morir por Cristo, cuando éste empezaba a flaquear ante la perspectiva del martirio. Por ello, el gobernador condenó a Vital a ser torturado en el potro y a morir en la hoguera. Los paganos de los alrededores de Milán maltrataron a su esposa, Santa Valeria, hasta darle muerte. La leyenda afirma que los hechos tuvieron lugar durante la persecución de Nerón, pero es más probable que hayan sucedido en el siglo II, en la época de Marco Aurelio.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. III, y Tiillemont, Mémoires, vol. II. Cf. también Analecta Bollandiana, vol. XLVI (1928), pp. 55-59.

 

 

San Pánfilo, Obispo de Sulmona (c. 700 d.C.).

(28 de abril).

En los últimos años del siglo VII, había en los Abruzos un obispo llamado Pánfilo, que gobernaba la diócesis de Sulmona y Corfinium. Era un hombre de Dios, celoso predicador, de vida muy austera y gran generosidad con los pobres, pero se atrajo la hostilidad del pueblo, introduciendo ciertas innovaciones. Los domingos se levantaba poco después de la media noche, celebraba solamente los oficios nocturnos y la misa. En seguida salía a repartir limosnas y, al despuntar la aurora, ofrecía una comida a los pobres, con los que se sentaba a la mesa. Una parte del clero y del pueblo se oponía violentamente a esta costumbre, arguyendo que ningún otro obispo de Italia celebraba la misa antes de las dos o tres de la mañana y llegaron incluso a acusar de arrianismo a San Pánfilo. El obispo probó tan claramente su ortodoxia ante el Papa, que éste le despidió con una generosa limosna para sus pobres. La devoción a San Pánfilo pasó más tarde de Italia a Alemania.

 

Ver Acta Sanctorum, abril, vol. III, donde hay una biografía latina no muy fidedigna.

 

 

San Cirilo, Obispo de Turov (1182 d.C.).

(28 de abril).

Cirilo de Turov es una de las tres figuras principales del cristianismo ruso, anterior a las invasiones de los mongoles, junto con Clemente Smoliatich e Hilarión, obispos de Kiev. A pesar de ello, apenas sabemos nada de su vida. Si alguno de sus contemporáneos escribió su biografía, su obra se perdió; las crónicas no dicen nada sobre él. San Cirilo vivió a mediados del siglo XII. Primero fue monje y después ermitaño. Abandonó su celda al ser nombrado obispo de Turov, ciudad no muy distante de Kiev. El historiador Fedotov, dice: “Sus escritos dejan la impresión de un hombre muy alejado de la vida, aun de las exigencias morales de la vida, completamente perdido en las esferas de la contemplación y el pensamiento, en el mundo de los misterios del dogma. San Cirilo es un caso único de devoción teológica en la antigua Rusia.”

Cirilo de Turov es “prácticamente un representante de la tradición griega en Rusia,” ya que no hay en su temperamento ninguno de los rasgos característicos de los rusos. No se sabe con certeza si leía el griego y conocía a los Padres Griegos en su lengua original, pero lo más probable es que no, y es difícil determinar la profundidad de su cultura patrística. En todo caso, era indudablemente el más culto de los escritores rusos primitivos, aunque Fedotov ha encontrado en sus obras algunos errores de monta. Su inclinación a la interpretación alegórica, le llevaba hasta el extremo. Sus ideales ascéticos, más bien dirigidos a los monjes, consistían principalmente en la mortificación espiritual y en la obediencia, frutos de la humildad: “Hay que ser como un trozo de tela, que sólo sirve cuando alguien lo toma entre las manos y que no se molesta, si lo emplean para limpiar el suelo.”

Pero San Cirilo fue, sobre todo, famoso por sus sermones, en los que imitó fielmente la fluida retórica de los griegos, pero sin la capacidad de explicación de un San Juan Crisóstomo. Como, por otra parte, el santo no trata de aplicar su teología a la vida diaria, algunos autores critican sus sermones como “pura oratoria,” sin tomar en cuenta que lo importante en el espíritu del santo era la contemplación de los divinos misterios. Lo que equilibra un poco su obra, tanto en cuestión de estilo como de tema, son las oraciones que escribió, en las que predomina un lenguaje más directo, con el que habla de su maldad y la necesidad que tiene del perdón divino. Dios se hizo hombre para traernos el perdón de Dios; la Redención constituye el tema de los más hermosos pasajes en los sermones de San Cirilo.

Es imposible determinar la importancia del papel del santo en los asuntos eclesiásticos de su época. Se dice que a ese propósito escribió varias cartas, pero no han llegado hasta nosotros. Su muerte ocurrió en 1182.

 

Fedotov, The Russian Religious Mind (1946) habla largamente sobre la personalidad, los sermones y los escritos de San Cirilo, sobre todo en las pp. 69-84 y 136-141. Cf. también la bibliografía de nuestro artículo sobre San Sergio de Radonezh (25 de sept.).

 

 

San Máximo, Mártir (250 d.C.).

(30 de abril).

El martirologio Romano afirma que el martirio de San Máximo tuvo lugar en Efeso en la fecha de hoy, aunque las “actas” dicen claramente que ocurrió el 14 de mayo. Por otra parte, es posible que el santo haya muerto en Lampasco y no en Efeso; pero sobre este punto no se expresa claramente el relato contemporáneo del martirio, que ha llegado hasta nosotros con ciertos retoques, pero en forma sustancialmente exacta.

Cuando el emperador Decio promulgó su decreto contra los cristianos, un modesto negociante y fiel siervo de Dios, llamado Máximo, se entregó voluntariamente, en Asia Menor. El procónsul Óptimo, ante el cual compareció, le preguntó su nombre y condición social. El mártir respondió: “Máximo. Nací libre, pero ahora soy esclavo de Cristo.”

Optimo: ¿En qué te ocupas?

Máximo: Soy un hombre del pueblo y vivo del comercio.

Optimo: ¿Eres cristiano?

Máximo: Sí, aunque indigno de serlo.

Optimo: ¿Estás al tanto de los recientes decretos de los invencibles emperadores?

Máximo: ¿Qué decretos?

Optimo: Los que ordenan que todos los cristianos abjuren de la superstición reconozcan al verdadero y supremo príncipe y adoren a los dioses.

Máximo: Sí, conozco ese decreto del rey de este mundo y, por ello he venido a entregarme.

Optimo: Ofrece sacrificios a los dioses.

Máximo: Yo sólo ofrezco sacrificios al Dios único, a quien me he sacrificado gozosamente desde la infancia.

Optimo: Si ofreces sacrificios, te pondré en libertad. Si no, te condenaré a la tortura y a la muerte.

Máximo: Es lo que siempre he deseado. Si me entregué, fue precisamente para cambiar esta vida miserable por la eterna.

El procónsul mandó a los verdugos que azotasen a Máximo. Como esto no produjese ningún efecto, los verdugos le colgaron en el instrumento de tortura llamado el “potro.” Pero como el mártir permaneció inconmovible, Optimo pronunció la sentencia de muerte: “Máximo se ha negado a obedecer a la ley y a ofrecer sacrificios a la excelsa Diana: por ello, la “Divina Clemencia” (es decir, el emperador) le condena a ser lapidado para que su muerte sirva de escarmiento a los otros cristianos.” Máximo fue apedreado fuera de la ciudad y murió mientras glorificaba y daba gracias a Dios.

 

Ver el texto de las actas en Acta Sanctorum y en Ruinart, Acta sincera. En la obra de Leclercq, Les Martyrs, se encontrarán otras referencias y notas.

 

 

Santos Mariano y Santiago, Mártires (259 d.C.).

(30 de abril).

Estos dos mártires murieron en Lambesa, en Numidia, durante la persecución de Valeriano, Mariano era lector y Santiago diácono. Fueron arrestados en Cirta (actualmente Constantine, en Argelia). Los verdugos trataron con especial furor a Mariano. El mártir contó al autor de las actas de su martirio que se había quedado dormido después de la tortura y había soñado que San Cipriano, quien había sido martirizado en Cartago el año anterior, le invitaba a subir al cadalso. También Santiago tuvo una visión de su próximo triunfo.

El gobernador, después de interrogarlos, los envió a Lambesa, que distaba unos ciento treinta kilómetros y ahí fueron sentenciados a muerte. Su martirio tuvo lugar en un cauce seco, “donde los bancos de las riberas formaban una especie de circo en el que se sentaban los espectadores.” Los mártires fueron tan numerosos en aquella ocasión, que los verdugos los colocaban en fila “para que la espada del impío asesino decapitase a los fieles uno tras otro, en un arranque de cólera.” Antes de que llegase su turno, Mariano habló, como un profeta, de las desgracias que caerían sobre los que mataban a los cristianos. La madre de Mariano, “llamada con razón María, bendita en su nombre y en su hijo,” besó el cadáver del fruto de sus entrañas.

La pasión de los santos Mariano, Santiago y sus compañeros es un documento auténtico de gran interés, compuesto por un cristiano que estuvo prisionero con ellos. El antiguo Calendario de Cartago los conmemora el 6 de mayo, pero el Martirologio Romano, de acuerdo con el Hieronymianum, los menciona el 30 de abril. De otros mártires cuyos nombres aparecen en las actas, como San Agapio y San Secundino, se hace mención la víspera. La catedral de Gubbio está dedicada a los santos Mariano y Santiago y pretende poseer sus reliquias.

 

Las actas se hallan en Ruinart, Acta sincera, y en Gebhardt, Acta Martyrum Selecta; ver también Pío Franchi de Cavalieri, Studi e Testi (1900). En Some Authentic Acts of the Early Martyrs (1927), de E. C. E. Ownen, hay una traducción inglesa de las actas.

 

 

San Amador, Obispo de Auxerre (418 d.C.).

(1 de mayo).

Los datos de la vida de San Amador provienen de una biografía escrita 160 años después de la muerte del santo por un sacerdote africano llamado Esteban. El contenido de dicha biografía revela que se trata, en gran parte, de una invención audaz. Según leemos, Amador era el hijo único de un distinguido matrimonio de Auxerre. Sus padres le prometieron en matrimonio a una rica heredera, llamada Marta, aunque Amador había manifestado que no quería casarse. El día del matrimonio acudieron muchos invitados. El obispo Valeriano era el encargado de celebrar la ceremonia. Accidental o providencialmente, Valeriano, que era ya muy anciano, en vez de leer la bendición nupcial, recitó la formula de la ordenación de los diáconos, pero sólo el novio y la novia cayeron en la cuenta del error. Después de la ceremonia, ambos jóvenes convinieron en llevar vida de continencia. Marta se retiró al poco tiempo a un convento. Amador, después de haber trabajado varios años como sacerdote, fue elegido obispo de Auxerre. En el curso de su largo episcopado, convirtió a los paganos que quedaban en le región, obró numerosos milagros y construyó varias iglesias. Existen pruebas de que él confirió a San Patricio la ordenación sacerdotal.

En los últimos años de la vida de San Amador, el gobernador de Auxerre era Germán, un joven patricio muy temperamental que tenía pasión por la cacería. Aunque era cristiano, siguió practicando la costumbre pagana de colgar, en un peral de la plaza central de la ciudad, las cabezas de los animales que había cazado, para que todo el pueblo admirase sus proezas. Los paganos practicaban este rito para ofrecer al dios Wotan el producto de la cacería Naturalmente, la actitud de Germán escandalizó mucho a los cristianos. San Amador, después de haber amonestado, en vano, varias veces al gobernador, mandó cortar el árbol, mientras aquel se hallaba ausente. Germán se puso furioso al saberlo y amenazó de muerte al santo obispo. Este juzgó prudente salir de la ciudad por algún tiempo. Por otra parte, como era ya de edad avanzada, deseaba, desde hacía algunos años, renunciar a su cargo. Hallándose en Autun con Julio, el prefecto de la Provincia, se le ocurrió súbitamente —ya fuese por revelación o por intuición—, que el propio Germán debía ser su sucesor. Con permiso de Julio, a cuyas órdenes estaba Germán, Amador retornó a Auxerre y convocó a todo el pueblo en la catedral. Germán se hallaba también presente. El obispo ordenó a todos que dejasen las armas fuera de la iglesia y mandó cerrar las puertas; en seguida, con la ayuda de algunos de sus clérigos, se apoderó de Germán, le arrancó las insignias seculares, le tonsuró y le nombró obispo de Auxerre.

Con ello, presintió San Amador que estaba terminada su misión, ya que había trabajado muchos años y había nombrado a un sucesor que sería, con el tiempo, el más grande de los obispos de Auxerre. Unos cuantos días después, el santo pidió que le trasportasen a la catedral, donde exhaló apaciblemente el último suspiro. El cuerpo de San Amador reposa, junto con los de sus predecesores, en el antiguo cementerio de la carretera de Entrains.

 

Ver en Acta Sanctorum, mayo, vol. I, la biografía latina escrita por San Esteban. Muchos detalles extravagantes son puramente fabulosos, pero no hay ninguna razón para dudar de la existencia histórica de San Amador. Mons. Duchesne, en Fastes Episcopaux (vol. II, pp. 427-446), habla hermosamente de las listas episcopales de Auxerre. Ver también DHG., vol. II, c. 981; y el comentario del P. Delehaye sobre el Hieronymianum (p. 224), en el que se conmemora a San Amador. Pero, sobre todo, véase el artículo de R. Louis sobre L'Eglise d'Auxerre... avant S. Germain, en S. Germain d´Auxerre et son temps (1951), y la obra del mismo autor titulada Les églises d'Auxerre... au xi siécle (1952).

 

 

San Segismundo de Borgoña (524 d.C.).

(1 de mayo).

A principios del siglo VI, el reino de Borgoña comprendía una gran parte del sureste de Francia y del suroeste de Suiza. Estaba gobernado por un príncipe de origen vándalo, llamado Gunebaldo, que era arriano; pero, un año antes de que muriese, su hijo y sucesor, Segismundo, se convirtió al catolicismo, gracias al obispo de Vienne, San Avito. No obstante eso, Segismundo siguió siendo, en muchos aspectos, un bárbaro que se dejaba llevar frecuentemente por la ira. En una ocasión, movido por las calumnias de su segunda esposa, mandó estrangular a su hijo Sigerico. Pero, apenas acababa de perpetrar ese asesinato, volvió en sí y se horrorizó del crimen que había cometido. Tal vez el servicio más grande que Segismundo prestó a la Iglesia, fue el de haber fundado, prácticamente de nuevo, el monasterio de San Mauricio de Agaunum, en el actual cantón de Valais; lo dotó liberalmente y, a fin de que en él se celebrase constantemente la “laus perennis” — el canto ininterrumpido —, llevó al monasterio de monjes de Lérins, Gigny, Ile-Barbe y Condat. [La “laus perennis” propiamente dicha, era una forma particular de algunos monasterios para que se cantasen, en todo instante, las divinas alabanzas. Los monjes o las religiosas se sucedían unos a otros, de suerte que los oficios no se interrumpían. Naturalmente, esto solo era posible en comunidades muy numerosas. Según parece, era una práctica de origen oriental, pero se propagó mucho en los conventos de tradición celta; el monasterio de Agaunum ha quedado especialmente asociado con esa costumbre, que desapareció en todas partes, en el transcurso de los siglos. Cf. San Alejandro Akimetes (23 de febrero).] San Avito predicó el día de la dedicación un sermón del que se conservan aún algunos fragmentos.

Segismundo, arrepentido del asesinato de su hijo, había pedido a Dios que le castigase. Dios escuchó su oración. Los tres reyes de Francia, hijos de Clodoveo, le declararon la guerra para vengar a su abuelo materno, Chilperico, a quien había matado el padre de Segismundo. Segismundo fue derrotado y escapó en dirección de Agaunum. Durante algún tiempo vivió en una ermita de las cercanías de Saint-Maurice; pero ahí fue hecho prisionero y conducido a Orléans, donde el rey Clodomiro le condenó a muerte, a pesar de los ruegos de San Avito. Su cuerpo fue arrojado en un pozo, del que fue sacado más tarde. Sus reliquias se conservan en Praga. El Martirologio Romano no sólo menciona al santo, sino que le considera como mártir.

 

La Passio Sancti Sigismundi, escrita por un monje de Agaunum, constituye un valioso documento histórico. Puede leerse en Acta Sanctorum, mayo, vol. I; pero es mejor la edición que hizo Bruno Krusch en MGH., Scriptores Merov., vol. II, pp. 333-340. También Gregorio de Tours da algunos datos sobre el santo en Historia Francorum, vol. III, y en De Gloria Martyrum, c. 74. En su artículo sobre Agaunum en DAC., vol. I, cc. 850-871, H. Leclercq da una larga bibliografía; también en Hefele-Leclerq, Histoire des Conciles, vol. II, pp. 1017-1022 y 1031-1042.

 

 

San Teodulfo, Abad (590 d.C.).

(1 de mayo).

Teodulfo (Theodulphus), perteneciente a una ilustre familia de la segunda Aquitania, se retiró al monte de Oro, llamado también de San Teodorico, cerca de Reims, para vivir allí como discípulo del santo abad. Teodorico, que gobernaba el monasterio. Durante veintidós años sirvió como ecónomo de la casa, mientras que, privadamente, practicaba grandes austeridades. Después de la muerte de Teodorico, fue elegido abad y gobernó con firmeza y dulzura. Murió a edad muy avanzada el 1° de mayo del 590.

Sus reliquias, que fueron conservadas cuidadosamente, operaron numerosos milagros. En 1776, fueron trasladadas a Saint Remi, en Reims, en donde conservaron hasta la Revolución. Su cabeza, que fue cedida a la parroquia de San Teodorico, se conserva todavía ahí.

No debe confundirse a este santo con otro Teodulfo, ermitaño de Tréves, quien vivió en la misma época, entre las ruinas del antiguo palacio imperial, y cuya fiesta se celebra el 15 de marzo. Las reliquias de este santo se han conservado en la iglesia de Tréves.

 

Existen de este santo dos biografías: una publicada por Mabillon en Acta Sanctorum, O.S.B., vol. I, p. 346 y la otra en Acta Sanctorum mayo, vol. I p. 96; ésta última parece ser la original. Ambas son anteriores a Flodoardo. Histoire Littéraire de la France, vol. III, p. 640. Molinier, Sources, n. 285.

 

 

San Teodardo, Arzobispo de Narbona (893 d.C.).

(1 de mayo).

San Teodardo nació en Montauriol, un pequeño pueblecito sobre el que se levanta la actual ciudad de Montauban. Según parece, estudió la carrera de leyes en Toulouse ya que lo primero que sabemos de él es que las autoridades de esa ciudad emplearon al abogado Teodardo. Se trataba de un curioso proceso que los judíos de Toulouse, en Francia, hicieron a las autoridades eclesiásticas no sin razón, ya que en el transcurso de una procesión religiosa, los cristianos habían abofeteado a un judío frente a las puertas de la catedral. Dicha procesión se celebraba tres veces al año: en Navidad, el Viernes Santo y el día de la Asunción. El arzobispo Sigeboldo, que fue a Toulouse a una de las audiencias del proceso, quedó tan bien impresionado por el joven abogado, que le llevó consigo a Narbona. Al poco tiempo, Teodardo fue ordenado diácono y nombrado archidiácono de Sigeboldo. El breviario de Montauban dice de él que era “la vista de los ciegos, las piernas de los cojos, el padre de los pobres y el consuelo de los afligidos.” Sigeboldo, al morir, le nombró su sucesor; el pueblo, que le amaba tanto, se apresuró a ratificar la elección. Los peligros que representaban entonces los viajes, no impidieron al nuevo prelado ir a Roma para recibir el palio.

En su cargo trabajó incansablemente por reparar los daños que habían hecho los sarracenos y por reavivar la tibia fe del pueblo. San Teodardo reconstruyó, prácticamente, su catedral y, el año 886, restableció la diócesis de Ausona (actualmente Vich) que, desde hacía largo tiempo, dependía de una abadía. Para rescatar a los prisioneros de los sarracenos y alimentar a los hambrientos, durante una carestía que duró tres años, no sólo gastó todas sus rentas, sino que aun vendió algunos vasos sagrados y otros tesoros de sus iglesias. La vida de constante esfuerzo y ansiedad por su grey acabó con su salud; no podía dormir un solo instante y sufría de una fiebre continua. Con la esperanza de que los aires natales le ayudarían a recobrar la salud, San Teodardo retornó a Montauriol. Los monjes de San Martín, que le recibieron con inmenso gozo, comprendieron pronto que sólo había vuelto para morir. En efecto, después de hacer una confesión pública, en presencia de todos sus hermanos, el santo expiró apaciblemente. Más tarde, la abadía tomó el nombre de San Teodardo.

 

La vida de San Teodardo que se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. I, data de fines del siglo XI. Ver también Gallia Christiana, vol. VI, pp. 19-22; y Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. I, p. 306. En francés existe la biografía de tipo popular de J. A. Guyard (1887).

 

 

San Atanasio, Arzobispo de Alejandría, Doctor de la Iglesia (373 d.C.).

(2 de mayo).

San Atanasio, “el campeón de la ortodoxia,” nació probablemente hacia el año 297, en Alejandría. Lo único que sabemos de su familia es que sus padres eran cristianos y que tenía un hermano llamado Pedro. Rufino nos ha conservado una tradición, según la cual, Atanasio llamó la atención del obispo Alejandro un día que se hallaba “jugando a la iglesia” con otros niños, en la playa. Pero esta tradición es muy discutible, ya que, cuando Alejandro fue consagrado obispo, Atanasio debía tener unos quince o dieciséis años. Como quiera que fuese, con ayuda del obispo o sin ella. Atanasio recibió una educación excelente, que comprendía la literatura griega, la filosofía, la retórica, la jurisprudencia y la doctrina cristiana. Atanasio llegó a poseer un conocimiento excepcional de la Sagrada Escritura. El mismo dice que sus profesores de teología habían sido confesores durante la persecución de Maximiano que había sacudido a Alejandría cuando él era todavía un niño de pecho. Es interesante hacer notar que, según parece, Atanasio estuvo desde muy joven en estrecha relación con los ermitaños del desierto, sobre todo con el gran San Antonio. “Yo fui discípulo suyo —escribe— y, cual Eliseo, vertí el agua en las manos de ese nuevo Elías.” La amistad de Atanasio con los ermitaños, le sirvió de mucho en su vida posterior. En 318, cuando tenía alrededor de veintiún años, Atanasio hizo su aparición, propiamente dicha, en el escenario de la historia, al recibir el diaconado y ser nombrado secretario del obispo Alejandro. Probablemente en ese período compuso su primer libro: el famoso tratado de la Encarnación, en el que expuso la obra redentora de Cristo.

Probablemente hacia el año 323, un sacerdote de la iglesia de Baukalis, llamado Arrio, empezó a escandalizar a Alejandría, al propagar públicamente que el Verbo de Dios no era eterno, sino que había sido creado en el tiempo por el padre y que, por consiguiente, sólo podía llamársele Hijo de Dios de un modo figurativo. El obispo le ordenó que pusiese por escrito su doctrina y la presentó al clero de Alejandría y a un sínodo de obispos egipcios. Con sólo dos votos en contra, la asamblea condenó la herejía de Arrio y le depuso, junto con otros once sacerdotes y diáconos que le apoyaban. El heresiarca pasó entonces a Cesárea, donde siguió propagando su doctrina y consiguió el apoyo de Eusebio de Nicomedia y otros prelados sirios. En Egipto se había ganado ya a los “melecianos” y a muchos de los intelectuales; por otra parte, sus ideas acomodadas al ritmo de las canciones populares, habían sido divulgadas con increíble rapidez, por los marineros y mercaderes en todos los puertos del Mediterráneo. Se supone, con bastante probabilidad que Atanasio, en su calidad de archidiácono y secretario del obispo, tomó parte muy activa en la crisis y que escribió una carta encíclica, en la que anunciaba la condenación de Arrio. Pero en realidad, lo único que podemos afirmar con certeza, es que acompañó a su obispo al Concilio de Nicea, donde se fijó claramente la doctrina de la Iglesia, se confirmó la excomunión de Arrio y se promulgó la confesión de fe conocida con el nombre de Credo de Nicea. Es muy poco probable que Atanasio haya tomado parte activa en las discusiones de la asamblea, puesto que no tenía sitio en ella. Pero, si Atanasio no ejerció ninguna influencia sobre el Concilio, el Concilio la ejerció sobre él, ya que —como ha dicho un escritor moderno—, toda la vida posterior de Atanasio fue, a la vez, un testimonio de la divinidad del Salvador y una ratificación heroica de la profesión de fe de los Padres de Nicea.

Poco después del fin del Concilio murió Alejandro. Atanasio, a quien había nombrado para sucederle, fue elegido obispo de Alejandría, a pesar de que aún no había cumplido los treinta años. Casi inmediatamente, emprendió la visita de su enorme diócesis, sin excluir la Tebaida y otros monasterios; los monjes le acogieron en todas partes con gran júbilo, pues Atanasio era un asceta como ellos. Otra de sus medidas fue nombrar a un obispo para Etiopía, que acababa de convertirse al cristianismo. Pero desde el principio de su gobierno, Atanasio tuvo que hacer frente a las disensiones y a la oposición. No obstante sus esfuerzos por realizar la unificación, los melecianos se obstinaron en el cisma e hicieron causa común con los herejes; por otra parte, los arríanos, a los que el Concilio de Nicea había atemorizado por un momento, reaparecieron con mayor vigor que antes, en Egipto y en Asia Menor, donde encontraron el apoyo de los poderosos. En efecto, el año 330, Eusebio de Nicomedia, el obispo arriano, volvió del destierro y consiguió persuadir al emperador Constantino, cuya residencia favorita se encontraba en su diócesis, a quien escribiese a Atanasio y le obligase a admitir nuevamente a Arrio a la comunión. El santo obispo respondió que la Iglesia católica no podía estar en comunión con los herejes que atacaban la divinidad de Cristo. Entonces, Eusebio escribió una amable carta a Atanasio, tratando de justificar a Arrio; pero ni sus halagos ni las amenazas del emperador lograron hacer mella en aquel frágil obispo de corazón de león, a quien más tarde Juliano el Apóstata trató de ridiculizar con el nombre de “el enano.”

Eusebio de Nicomedia escribió, entonces, a los melecianos de Egipto, exhortándolos a poner por obra un plan para deponer a Atanasio. Así, los melecianos acusaron al santo obispo de haber exigido un tributo para renovar los manteles de sus iglesias, de haber enviado dinero a un tal Filomeno, de quien se sospechaba de haber traicionado al emperador y de haber autorizado a uno de sus legados para destruir el cáliz en el que celebraba la misa un sacerdote meleciano llamado Iskiras. Atanasio compareció ante el emperador; demostró plenamente su inocencia y volvió, en triunfo, a Constantinopla, con una carta encomiástica de Constantino. Sin embargo, sus enemigos no se dieron por vencidos, sino que le acusaron de haber asesinado a Arsenio, un obispo meleciano y le convocaron a comparecer ante un concilio que iba a tener lugar en Cesárea. Sabedor de que su supuesta víctima estaba escondida, Atanasio se negó a comparecer. Pero el emperador le ordenó que se presentase ante otro concilio, convocado en Tiro el año 335. Como se vio más tarde, la asamblea estaba llena de enemigos de San Atanasio, y el presidente era un arriano que había usurpado la sede de Antioquía. El conciliábulo acusó a Atanasio de varios crímenes, entre otros, el de haber mandado destruir el cáliz. El santo demostró inmediatamente su inocencia, por lo que tocaba a algunas de las acusaciones, y pidió que se le concediese algún tiempo para obtener las pruebas de su inocencia en las otras. Sin embargo, cuando cayó en la cuenta de que la asamblea estaba decidida de antemano a condenarle, abandonó inesperadamente la sala y se embarcó con rumbo a Constantinopla. Al llegar a dicha ciudad, se hizo encontradizo con la comitiva del emperador, en la calle, y obtuvo una entrevista. Atanasio probó su inocencia en forma tan convincente que, cuando el Concilio de Tiro anunció en una carta que Atanasio había sido condenado y depuesto, Constantino respondió convocando al Concilio en Constantinopla para juzgar de nuevo el caso. Pero súbitamente, por razones que la historia no ha logrado nunca poner en claro, el monarca cambió de opinión. Los escritores eclesiásticos no se atrevieron naturalmente a condenar al cristianísimo emperador; pero al parecer, lo que le había molestado fue la libertad apostólica con que le habló Atanasio en una entrevista posterior. Así pues, antes de que la primera carta imperial llegase a su destino, Constantino escribió otra, por la que confirmaba la sentencia del Concilio de Tiro y desterraba a Atanasio a Tréveris en las Galias.

La historia no ha conservado ningún detalle sobre ese primer destierro, que duró dos años, excepto que el obispo de la localidad acogió hospitalariamente a Atanasio, y que éste se mantuvo en contacto epistolar con su grey.

El año 337 murió Constantino. Su imperio se dividió entre sus tres hijos: Constantino II, Constancio y Constante. Todos los prelados que se hallaban en el destierro fueron perdonados. Uno de los primeros actos de Constantino II fue el de entronizar nuevamente a Atanasio en su sede de Alejandría. El obispo entró triunfalmente en su diócesis. Pero sus enemigos trabajaban con la misma actividad de siempre y Eusebio de Nicomedia se ganó enteramente al emperador Constancio, en cuya jurisdicción se encontraba Alejandría. Atanasio fue acusado ante el monarca, de provocar la sedición y el derramamiento de sangre y de robar el grano destinado a las viudas y los pobres. Eusebio consiguió, además, que un concilio realizado en Antioquía, depusiese nuevamente a Atanasio y ratificase la elección de un obispo arriano para su sede. La asamblea llegó incluso a escribir al Papa, San Julio, para invitarle a suscribir la condenación de Atanasio. Por otra parte, la jerarquía ortodoxa de Egipto escribió una encíclica al Papa y a todos los obispos católicos, en la que exponía la verdad sobre San Atanasio. El Sumo Pontífice aceptó la proposición de los eusebianos para que se reuniese un sínodo a fin de zanjar la cuestión.

Entre tanto, Gregorio de Capadocia había sido instalado en la sede de Alejandría; ante las escenas de violencia y sacrilegio que siguieron a su entronización, Atanasio decidió ir a Roma a esperar la sentencia del concilio. Este tuvo lugar sin los eusebianos, que no se atrevieron a comparecer, y terminó con la completa reivindicación de San Atanasio. El Concilio de Sárdica ratificó poco después esa sentencia. Sin embargo, Atanasio no pudo volver a Alejandría sino hasta después de la muerte de Gregorio de Capadocia, y sólo porque el emperador Constancio, que estaba a punto de declarar la guerra a Persia, pensó que la restauración de San Atanasio podía ayudarle a congraciarse con su hermano, Constante. El obispo retornó a Alejandría, después de ocho años de ausencia. El pueblo le recibió con un júbilo sin precedente y, durante tres o cuatro años, las guerras y disturbios en que estaba envuelto el imperio le permitieron permanecer en su sede, relativamente en paz. Pero Constante, que era el principal sostén de la ortodoxia, fue asesinado y, en cuanto Constancio se sintió dueño del oriente y del occidente, se dedicó deliberadamente a aniquilar al santo obispo, a quien consideraba como un enemigo personal. El año de 353, obtuvo en Arles que un conciliábulo de prelados interesados condenase a San Atanasio. El mismo año, el emperador se constituyó en acusador personal del santo en el sínodo de Milán; y, sobre un tercer concilio, no mejor que los anteriores, escribió San Jerónimo: “El mundo se quedó atónito al verse convertido al arrianismo.” Los pocos prelados amigos de San Atanasio fueron desterrados; entre ellos se contaba al Papa Liberio, a quien los perseguidores mantuvieron exilado en Tracia hasta que, deshecho de cuerpo y espíritu, aceptó momentáneamente la condenación de Atanasio.

El santo consiguió mantenerse algún tiempo en Egipto con el apoyo del clero y del pueblo. Pero la resistencia no duró mucho. Una noche, cuando se hallaba celebrando una vigilia en la iglesia, los soldados forzaron las puertas y penetraron para herir o matar a los que opusieran resistencia. Atanasio logró escapar, providencialmente y se refugió entre los monjes del desierto, con los que vivió escondido seis años. Aunque el mundo sabía muy poco de él, Atanasio se mantenía muy al tanto de lo que sucedía en el mundo. Su extraordinaria actividad, reprimida en cierto sentido, se desbordó en la esfera de la producción literaria; muchos de sus principales tratados se atribuyen a ese período.

A poco de la muerte de Constancio, ocurrida en 361, siguió la del arriano que había usurpado la sede de Alejandría, quien pereció a manos del populacho. El nuevo emperador, Juliano, revocó todas las sentencias de destierro de su predecesor, de suerte que Atanasio pudo volver a su ciudad. Pero la paz duró muy poco. Los planes de Juliano el Apóstata para paganizar la cristiandad encontraban un obstáculo infranqueable en el gran campeón de la fe en Egipto. Así pues, Juliano le desterró “por perturbar la paz y mostrarse hostil a los dioses,” Atanasio tuvo que refugiarse una vez más en el desierto. En una ocasión estuvo a punto de ser capturado. Se hallaba en una barca, en el Nilo, cuando sus compañeros, muy alarmados, le hicieron notar que una galera imperial se dirigía hacia ellos. Sin perder la calma, Atanasio dio la orden de remar al encuentro de la galera. Los perseguidores les preguntaron si habían visto al fugitivo: “No está lejos —fue la respuesta—; remad aprisa si queréis alcanzarle.” La estratagema tuvo éxito. Durante su destierro, que era ya el cuarto, San Atanasio recorrió la Tebaida de un extremo al otro. Se hallaba en Antinópolis cuando dos solitarios le dieron la noticia de que Juliano acababa de morir, en Persia, atravesado por una flecha.

El santo volvió inmediatamente a Alejandría. Algunos meses más tarde, fue a Antioquía invitado por el emperador Joviniano, quien había revocado la sentencia de destierro. Pero el reinado de Joviniano fue muy breve y, en mayo de 365, el emperador Valente publicó un edicto por el que desterraba a todos los prelados a quienes Constancio había exilado y los sustituía por los de su elección. Atanasio se vio obligado a huir una vez más. El escritor eclesiástico Sócrates dice que se ocultó en la sepultura de su padre; pero una tradición más probable sostiene que se refugió en una casa de los alrededores de Alejandría. Cuatro meses después, Valente revocó el edicto, tal vez por temor de que estallase un levantamiento entre los egipcios, que estaban cansados de ver sufrir a su amado obispo. El pueblo le escoltó hasta su casa, con grandes demostraciones de júbilo. San Atanasio había sido desterrado cinco veces y había pasado diecisiete años en el exilio; pero, en los últimos siete años de su vida, nadie le disputó su sede. En ese período escribió, probablemente, la vida de San Antonio. Murió en Alejandría, el 2 de mayo del año 373; su cuerpo” fue, después, trasladado a Constantinopla y más tarde, a Venecia.

San Atanasio fue el hombre más grande de su época y uno de los más grandes jefes religiosos de todos los tiempos. No se puede exagerar el valor de los servicios que prestó a la Iglesia, pues defendió la fe en circunstancias particularmente difíciles y salió triunfante. El cardenal Newman sintetizó su figura al decir que fue “uno de los principales instrumentos de que Dios se valió, después de los Apóstoles, para hacer penetrar en el mundo las sagradas verdades del cristianismo.” Aunque casi todos los escritos de San Atanasio surgieron al calor de la controversia, debajo de la aspereza de las palabras corre un río de profunda espiritualidad que se deja ver en todos los recodos y revela las altas miras del autor. Como un ejemplo, citaremos su respuesta a las objeciones que los arríanos oponían a los textos “Pase de Mí este cáliz” y “¿Por qué me has abandonado?”

 

“¿No es acaso una locura admirar el valor de los ministros del Verbo y decir que el Verbo, de quien ellos recibieron el valor, tuvo miedo? Precisamente el valor invencible de los santos mártires prueba que la Divinidad no tuvo miedo y que el Salvador acabó con nuestro temor. Porque, así como con su muerte destruyó la muerte y con su humanidad nuestras miserias humanas, así, con su temor destruyó nuestro temor y consiguió que nunca más temiésemos la muerte. Su palabra y su acción son una misma cosa... Humanas fueron las palabras: “Pase de mí este cáliz” y “¿Por qué me has abandonado?;” pero divina fue la acción por la que El, el mismo Verbo, hizo que el sol se detuviera y los muertos resucitasen. Así, hablando humanamente, dijo: “Mi alma está turbada;” y, hablando divinamente: “Tengo poder para entregar mi vida y volver a tomarla.” Turbarse era propio de la carne; pero tener poder para entregar la vida y recobrarla a voluntad no es propiedad del hombre, sino del poder del Verbo. Porque el hombre no muere voluntariamente, sino por obra de la naturaleza y contra su voluntad; pero el Señor, que es inmortal puesto que no tiene carne mortal, podía, a voluntad, como Dios que es, separarse del cuerpo y volver a tomarlo... Así pues, dejó sufrir a su cuerpo, pues para ello había venido, para sufrir corporalmente y conferir con ello la impasibilidad y la inmortalidad a la carne; para tomar sobre sí ésas y otras miserias humanas y destruirlas; para que después de El todos los hombres fueran incorruptibles como templos del Verbo.”

 

La principal fuente sobre la vida de San Atanasio es la de sus propios escritos; pero el santo estuvo tan mezclado a la historia de su época, que habría que citar a innumerables autores. El cardenal Newman, siendo todavía anglicano, hizo inteligible la complicada situación de la época, tanto en su obra sobre San Atanasio mismo, como en Causes of the Rises and Success of Arrianism. Hay también un brillante capítulo sobre San Atanasio en The Greek Fathers (1908), de A. Fortescue. En francés existen dos excelentes obras cortas: la de F. Cavallera (1908) y la de G. Bardy (1914), en la colección Les Saints. Hay que citar también, cuatro valiosos artículos de E. Schwartz, en Nachrichten de la Academia de Gottingen (1904 y 1911). Quien desee una bibliografía más extensa, puede consultar Bardenhewer, Patrologie y Geschichte der altkirchlichen Literatur; las obras más recientes están citadas en The Study of St Athanasius (1945).

 

 

San Waldeberto, Abad (665 d.C.).

(2 de mayo).

Entre los sucesores de San Columbano en el monasterio de Luxeuil, el más famoso durante su vida y el más venerado después de muerto, fue el tercer abad, llamado Waldeberto (o Walberto o Gauberto). Esto se debe, en parte, a que su largo gobierno coincidió con el período más glorioso de la historia de la abadía y en parte, a los numerosos milagros que se atribuyeron al santo. El pueblo conservó, como reliquias extraordinariamente milagrosas, todos los objetos que San Waldeberto había tocado, en particular la taza de madera en que bebía. En el siglo X, un monje de Luxeuil, llamado Anso, escribió todo un libro sobre los milagros del santo.

Waldeberto era un noble franco. Siendo todavía joven, se presentó con uniforme militar en la abadía de Luxeuil y pidió ser admitido en ella al abad San Eustacio. Sus armas y el uniforme, que cambió por el hábito, estuvieron muchos siglos colgados del techo de la iglesia abacial. Era tal el fervor de Waldeberto, que sus superiores le concedieron sin dificultad el permiso de llevar vida de solitario, a cinco kilómetros de la abadía. A la muerte de San Eustacio, como San Galo se rehusase a sucedería en el cargo, los monjes eligieron abad a San Waldeberto, quien gobernó sabiamente durante cuarenta años. El fue quien sustituyó la regla de San Columbano por la de San Benito y obtuvo, para Luxeuil, del Papa Juan IV, el privilegio de la exención de la autoridad episcopal, del que ya gozaban las abadías de Lérins y Agaunum. San Waldeberto regaló a la abadía toda su herencia, en tanto que otros muchos bienhechores la enriquecieron bajo su gobierno. En realidad, todos los dones eran insuficientes para mantener a los numerosos candidatos que pedían la admisión en Luxeuil, de donde partían constantemente grupos nutridos de monjes a fundar otros monasterios en diferentes regiones de Francia. San Waldeberto gobernó también varios conventos de religiosas y ayudó a Santa Salberga a fundar el famoso convento de Laon. El santo abad murió hacia el año 665.

 

El abad Anso escribió un relato de la vida y milagros de San Waldeberto unos tres siglos después de la muerte del santo; dicho relato se halla en Mabillon y Acta Sanctorum, mayo, vol. I. Ver también J. B. Clerc, Ermitage et vie de S. Calbert (1861); H. Baumont, Etude historique sur Luxeuil (1896); J. Poinsotte, Les Abbés de Luxeuil (1900).

 

 

La Invención de la Santa Cruz (c. 326 d.C.).

(3 de mayo).

La fiesta de la “Inventio,” es decir, del descubrimiento de la Santa Cruz, que se celebra el día de hoy con rito doble de segunda clase, podría parecer más importante que la fiesta de la “Exaltatio,” que se celebra en septiembre con rito doble simplemente. Sin embargo, existen muchas pruebas de que, la fiesta del mes de septiembre es más antigua y de que hubo muchas confusiones sobre los dos incidentes de la historia de la Santa Cruz, que dieron origen a las respectivas celebraciones. A decir verdad, ninguna de las dos fiestas estaba originalmente relacionada con el descubrimiento de la Cruz. La de septiembre conmemoraba la solemne dedicación, que tuvo lugar el año 335, de las iglesias que Santa Elena indujo a Constantino a construir en el sitio del Santo Sepulcro. Por lo demás, no podemos asegurar que la dedicación se haya celebrado, precisamente, el 14 de septiembre. Es cierto que el acontecimiento tuvo lugar en septiembre; pero, dado que cincuenta años después, en tiempos de la peregrina Eteria, la conmemoración anual duraba una semana, no hay razón para preferir un día determinado a otro. Eteria dice lo siguiente: “Así pues, la dedicación de esas santas iglesias se celebra muy solemnemente, sobre todo, porque la Cruz del Señor fue descubierta el mismo día. Por eso precisamente, las susodichas santas iglesias fueron consagradas el día del descubrimiento de la Santa Cruz para que la celebración de ambos acontecimientos tuviese lugar en la misma fecha.” De aquí parece deducirse que en Jerusalén se celebraba en septiembre el descubrimiento de la Cruz; de hecho, un peregrino llamado Teodosio lo afirmaba así, en el año 530.

Pero en la actualidad, la Iglesia celebra el 14 de septiembre un acontecimiento muy diferente, a saber: la hazaña del emperador Heraclio, quien, el año 629, recuperó las reliquias de la Cruz que el rey Cosroes II, de Persia, se había llevado de Jerusalén unos años antes. El Martirologio Romano y las lecciones del Breviario lo dicen claramente. Sin embargo, hay razones para pensar que el título de “Exaltación de la Cruz” aluda al acto físico de levantar la sagrada reliquia para presentarla a la veneración del pueblo y es también probable que la fiesta se haya llamado así desde una época anterior a la de Heraclio.

Por lo que se refiere a los hechos reales del descubrimiento de la Cruz, que son los que aquí interesan, debemos confesar que carecemos de noticias de la época. El “Peregrino de Burdeos” no habla de la Cruz el año 333. El historiador Eusebio, contemporáneo de los hechos, de quien podríamos esperar abundantes detalles, no menciona el descubrimiento, aunque parece no ignorar que había tres santuarios en el sitio del Santo Sepulcro. Así pues, cuando afirma que Constantino “adornó un santuario consagrado al emblema de salvación,” podemos suponer que se refiere a la capilla “Gólgota,” en la que, según Eteria, se conservaban las reliquias de la Cruz. San Cirilo, obispo de Jerusalén, en las instrucciones catequéticas que dio en el año 346, en el sitio en que fue crucificado el Salvador, menciona varias veces el madero de la Cruz, “que fue cortado en minúsculos fragmentos, en este sitio, que fueron distribuidos por todo el mundo.” Además, en su carta a Constancio, afirma expresamente que “el madero salvador de la Cruz fue descubierto en Jerusalén, en tiempos de Constantino.” En ninguno de estos documentos se habla de Santa Elena, que murió el año 330. Tal vez el primero que relaciona a la santa con el descubrimiento de la Cruz sea San Ambrosio, en el sermón “De Obitu Theodosii,” que predicó el año 395; pero, por la misma época y un poco más tarde, encontramos ya numerosos testigos, como San Juan Crisóstomo, Rufino, Paulino de Nola, Casiodoro y los historiadores de la Iglesia, Sócrates, Sozomeno y Teodoreto. San Jerónimo, que vivía en Jerusalén, se hacía eco de la tradición, al relacionar a Santa Elena con el descubrimiento de la Cruz. Desgraciadamente, los testigos no están de acuerdo sobre los detalles. San Ambrosio y San Juan Crisóstomo nos informan que las excavaciones comenzaron por iniciativa de Santa Elena y dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces; los mismos autores añaden que la Cruz del Señor, que estaba entre las otras dos, fue identificada gracias al letrero que había en ella. Por otra parte, Rufino, a quien sigue Sócrates, dice que Santa Elena ordenó que se hiciesen excavaciones en un sitio determinado por divina inspiración y que ahí, se encontraron tres cruces y una inscripción. Como era imposible saber a cuál de las cruces pertenecía la inscripción, Macario, el obispo de Jerusalén, ordenó que llevasen al sitio del descubrimiento a una mujer agonizante. La mujer tocó las tres cruces y quedó curada al contacto de la tercera, con lo cual se pudo identificar la Cruz del Salvador. En otros documentos de la misma época aparecen versiones diferentes sobre la curación de la mujer, el descubrimiento de la Cruz y la disposición de los clavos, etc. En conjunto, queda la impresión de que aquellos autores, que escribieron más de sesenta años después de los hechos y se preocupaban, sobre todo, por los detalles edificantes, se dejaron influenciar por ciertos documentos apócrifos que, sin duda, estaban ya en circulación.

El más notable de dichos documentos es el tratado “De inventione crucis dominicae,” del que el decreto pseudogelasiano (c. 550) dice que se debe desconfiar. No cabe duda de que ese pequeño tratado alcanzó gran divulgación El autor de la primera redacción del Líber Pontificalis (c. 532) debió manejarlo, pues lo cita al hablar del Papa Eusebio. También debieron conocerlo los revisores del Hieronymianum, en Auxerre, en el siglo VII. [Es curioso que Mons. Duchesne haya dicho en Origines (“Christian Worship”, p. 275, n. 2; y cf. Líber Pontificalis, vol. I, p. 378, n. 29) que “en el manuscrito Epternach no se menciona la fiesta de la cruz.” Se habla de ella el 7 de mayo, lo mismo que en el calendario de San Wilibrordo.] Aparte de los numerosos anacronismos del tratado, lo esencial es lo siguiente: El emperador Constantino se hallaba en grave peligro de ser derrotado por las hordas de bárbaros del Danubio. Entonces, presenció la aparición de una cruz muy brillante, con una inscripción que decía: “Con este signo vencerás.” La victoria le favoreció, en efecto. Constantino, después de ser instruido y bautizado por el Papa Eusebio en Roma, movido por el agradecimiento, envió a su madre Santa Elena a Jerusalén para buscar las reliquias de la Cruz. Los habitantes no supieron responder a las preguntas de la santa; pero, finalmente, recurrió a las amenazas y consiguió que un sabio judío, llamado Judas, le revelase lo que sabía. Las excavaciones muy profundas, dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces. Se identificó la verdadera Cruz, porque resucitó a un muerto. Judas se convirtió al presenciar el milagro. El obispo de Jerusalén murió precisamente entonces, y Santa Elena eligió al recién convertido Judas, a quien en adelante se llamó Ciríaco, para suceder al obispo. El Papa Eusebio acudió a Jerusalén para consagrarle y, poco después, una luz muy brillante indicó el sitio en que se hallaban los clavos. Santa Elena, después de hacer generosos regalos a los Santos Lugares y a los pobres de Jerusalén, exhaló el último suspiro, no sin haber encargado a los fieles que celebrasen anualmente una fiesta, el 3 de mayo (“quinto Nonas Maii”), día del descubrimiento de la Cruz. Parece que Sozomeno (lib. II, c. I) conocía ya, antes del año 450, la leyenda del judío que reveló el sitio en que estaba enterrada la Cruz. Dicho autor no califica a esa leyenda como pura invención, pero la desecha como poco probable.

Otra leyenda apócrifa aunque menos directamente relacionada con el descubrimiento de la Cruz, aparece como una digresión, en el documento sino llamado “La doctrina de Addai.” Ahí se cuenta que, menos de diez años después de la Ascensión del Señor, Protónica, la esposa del emperador Claudio César, fue a Tierra Santa, obligó a los judíos a que confesaran dónde habían escondido las cruces y reconoció la del Salvador por el milagro que obró en su propia hija. Algunos autores pretenden que en esta leyenda se basa la del descubrimiento de la Cruz por Santa Elena, en tiempos de Constantino. Mons. Duchesne opinaba que “La Doctrina de Addai” era anterior al De inventione crucis dominicae, pero hay argumentos muy fuertes en favor de la opinión contraria.

Dado el carácter tan poco satisfactorio de los documentos, la teoría más probable es la de que se descubrió la Santa Cruz con la inscripción, en el curso de las excavaciones que se llevaron a cabo para construir la basílica constantiniana del Calvario. El descubrimiento, al que siguió sin duda un período de vacilaciones y de investigación, sobre la autenticidad de la cruz, dio probablemente origen a una serie de rumores y conjeturas, que tomaron forma en el tratado De inventione crucis dominicae. Es posible que la participación de Santa Elena en el suceso, se redujese simplemente a lo que dice Eteria: “Constantino, movido por su madre (“sub praesentia matris suae”), embelleció la iglesia con oro, mosaicos y mármoles preciosos.” La victoria se atribuye siempre a un soberano, aunque sean los generales y los soldados quienes ganan las batallas. Lo cierto es que, a partir de mediados del siglo IV, las pretendidas reliquias de la Cruz se esparcieron por todo el mundo, como lo afirma repetidas veces San Cirilo y lo prueban algunas inscripciones fechadas en África y otras regiones. Todavía más convincente es el hecho de que, a fines del mismo siglo, los peregrinos de Jerusalén veneraban con intensa devoción el” palo mayor de la Cruz. Eteria, que presenció la ceremonia, dejó escrita una descripción de ella. En la vida de San Porfirio de Gaza, escrita unos doce años más tarde, tenemos otro testimonio de la veneración que se profesaba a la santa reliquia y, casi dos siglos después el peregrino conocido con el nombre, incorrecto de Antonino de Piacenza, nos dice: “adoramos y besamos” el madero de la Cruz y tocamos la inscripción.

 

Por un Motu Proprio de Juan XXIII del 25 de julio de 1960, esta fiesta fue suprimida del Calendario Romano.

 

Existe una abundante literatura sobre los puntos que hemos discutido en nuestro artículo. Véanse las referencias bibliográficas del artículo de Dom Leclercq en DAC., vol. III, cc. 3131-3139. También Acta Sanctorum, mayo, vol. I; Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, pp. CVII-CIX y pp. 75, 167, 378; Kellner Heortology (1908), pp. 333-341; J. Straubinger, Die Kreuzauffindungslegende (1912); A. Halusa, Das Kreuzesholz in Ge-chichte und Legende (1926); H. Thurston en The Month, mayo de 1930, pp. 420-429. Los historiadores se inclinan a creer que esta fiesta no es de origen romano, ya que el Sacramentado Gregoriano no la menciona; pero, por lo que toca al occidente, el primer país que empezó a celebrarla fue probablemente la Galia. El Félire de Oengus y la mayoría de los manuscritos del Hieronymianum hacen mención de la fiesta; pero, como lo hicimos notar más arriba, el manuscrito Epternach asigna como la fecha el 7 de mayo. Según parece, esta última fecha se relaciona con la fiesta que se celebraba en Jerusalén y Armenia en memoria de la cruz de fuego que apareció en el cielo el 7 de mayo del año 351, como lo cuenta San Cirilo en una carta al emperador Constancio. Muy probablemente la fecha del 3 de mayo proviene del tratado apócrifo De inventione crucis dominicae. La mas antigua mención de la celebración de la Santa Cruz en occidente parece ser la del leccionario de Silos (c. 650), donde se lee: “dies sanctae crucis.”

 

 

San Juvenal, Obispo de Narni (c. 376 d.C.).

(3 de mayo).

El patrono principal de Narni y titular de su catedral es San Juvenal, primer obispo de la ciudad, cuyo santuario y cuya tumba original se conservan todavía. En el curso de la historia, se le ha confundido con otros santos prelados del mismo nombre. La biografía completa trazada por los bolandistas, a partir de las noticias fragmentarias que se encuentran en los libros y en los manuscritos, contiene evidentemente muchos detalles legendarios. Según dicha narración, Juvenal, que era sacerdote y médico, se trasladó del oriente a Narni, donde le acogió amablemente una mujer llamada Filadelfia. Movido por los ruegos de los cristianos de la región, el Papa Dámaso transformó a Narni en diócesis y consagró obispo a Juvenal. Un día en que el santo pasaba frente a un toro de bronce que se hallaba en el pórtico de un templo de Baco, un sacerdote pagano le golpeó en la boca con el pomo de su espada, porque se negaba a ofrecer sacrificios a los dioses. El obispo retuvo el arma entre los dientes y el sacerdote, en un violento esfuerzo por recuperarla, se degolló a sí mismo. El incidente provocó instantáneamente la conversión de los paganos que lo presenciaron. En el quinto año del gobierno de San Juvenal, las tropas de ligurianos y sármatas que habían tomado Terni, atacaron la ciudad de Narni. San Juvenal subió a la muralla, donde entonó el salmo XXXIV y oró en voz alta por el pueblo. Apenas acababa la asamblea de responder: “Amén,” cuando se desató una violenta tempestad en la que perecieron ahogados tres mil hombres del enemigo. Así se salvó la ciudad de Narni. El santo gobernó su diócesis durante siete años y murió hacia el año 376. San Gregorio el Grande habla varias veces de San Juvenal y le presenta como mártir; pero parece que le confunde con otro San Juvenal que fue martirizado en Benevento.

 

Los bolandistas han reunido gran cantidad de materiales arqueológicos relacionados con el culto de San Juvenal. Ver Acta Sanctorum, mayo, vol. I; Lanzoni, Le Diócesi d'Italia, vol. I, pp. 402 ss.; Romische Quartalschrift, 1905, pp. 42-49; y 1911, pp. 5-71. Cf. Neues Archiv, 1919, pp. 526-555.

 

 

San Felipe de Zell (siglo VIII).

(3 de mayo).

En el reinado de Pepino, padre de Carlomagno, vivía en el palatinado del Rin, no lejos de la actual ciudad de Worms, un ermitaño llamado Felipe, muy famoso por su santidad y milagros. Era inglés de nacimiento. Se había establecido en Nahegau, después de una peregrinación a Roma, donde había recibido la ordenación sacerdotal. Uno de los principales visitantes del santo ermitaño era el rey Pepino, quien, según la leyenda, solía ir frecuentemente a conversar con él de cosas espirituales. El biógrafo de Felipe, que escribió un siglo después de la muerte del santo, afirma que sus conversaciones hicieron que Pepino “empezara a temer y a amar a Dios y a poner toda su confianza en El.” Como en el caso de tantos otros ermitaños, Felipe tenía un extraño dominio sobre los animales del bosque: los pájaros iban a posarse sobre sus hombros y a comer en sus manos, las liebres correteaban junto a él y lamían sus pies. Otro sacerdote, llamado Horscolfo, se unió a San Felipe para orar en su compañía y ayudarle a cultivar la tierra. Una noche, unos ladrones se robaron los dos bueyes que los ermitaños empleaban para labrar la tierra. Los ladrones anduvieron errantes toda la noche por el bosque, sin encontrar el camino y, a la mañana siguiente, se encontraron de nuevo delante de la ermita. Llenos de arrepentimiento, se arrojaron a los pies de San Felipe a pedirle perdón. El siervo de Dios los tranquilizó, los trató como huéspedes y les mostró el camino. Poco a poco, se unieron otros discípulos a los dos ermitaños y se construyó una iglesia.

Se dice que, al volver de un viaje, Horscolfo encontró a Felipe muerto. Con las lágrimas en los ojos, el discípulo rogó a su maestro que le diese la bendición, pues no había podido pedírsela antes de partir. El cadáver se irguió y dijo: “Ve en paz y que Dios te ayude en todo. Cuida este sitio mientras vivas. Sano y salvo partirás, sano y salvo retornarás.” Después de dar la bendición a Horscolfo, el cadáver se recostó nuevamente en el féretro. Horscolfo se quedó a vivir ahí hasta los cien años y, a esa edad, fue a reunirse con su maestro. Más tarde, se construyeron en ese sitio un monasterio y una iglesia, En el transcurso de los siglos, la parroquia ahí erigida tomó el nombre de Zell, es decir, celda, en honor de la ermita de San Felipe.

 

El autor de la vida de San Felipe (Acta Sanctorum, mayo, vol. I) es desconocido; pero ciertamente no fue contemporáneo del santo como afirman algunos autores. El texto de esa biografía y otros documentos han sido editados en forma más crítica por A. Hofmeister en el volumen suplementario de Scriptores, vol. XXX, pte. 2, pp. 796-805, Pertz, MGH. En la revista Der Katholik de Mainz (1877, 1896, 1898 y 1899) se publicaron algunos datos interesantes sobre el culto de San Felipe.

 

 

Santa Mónica, Viuda (387 d.C.).

(4 de mayo).

La Iglesia venera a Santa Mónica, santa esposa y santa viuda, que no sólo dio la vida corporal al famosísimo doctor San Agustín, sino que fue el principal instrumento de que Dios se valió para darle la vida de la gracia. Mónica nació en África del Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, el año 332. Sus padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz que sabía formar a sus pupilas, aunque las trataba con cierta rudeza. Una de las costumbres que les inculcaba, era la de no beber nunca entre comidas. “Ahora queréis agua —les decía—; pero cuando seáis amas de casa y tengáis la bodega a vuestra disposición, querréis vino, de suerte que tenéis que acostumbraros desde ahora.” Pero cuando Mónica tenía ya la edad suficiente para que le encargasen que trajera el vino de la bodega, olvidó los excelentes consejos de la institutriz; empezó por beber unos traguitos a escondidas y acabó por beber vasos enteros. Pero cierto día un esclavo que la había visto beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó “borracha.” La joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.

Cuando llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica tuvo que perdonarle muchas cosas, pero todo lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres, la respetó siempre mucho y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella. Cuando otras mujeres casadas se quejaban con Mónica de la conducta de sus maridos y le mostraban las huellas de los golpes que habían recibido, la santa no vacilaba en decirles que muy probablemente lo habían merecido por tener la lengua tan suelta. A la larga, Mónica, con su ejemplo y oraciones, convirtió al cristianismo no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo. Tres de sus hijos habían sobrevivido, dos hombres y una mujer. Las ambiciones de Patricio y Mónica se habían concentrado en el primogénito, Agustín, que era extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven había hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, pospuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: “Tu hijo está contigo.” Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín el sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: “No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo.”

Esta hábil respuesta impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que acabamos de narrar tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: “Vuestro hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios.” Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: “Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas.” La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.

Cuando tenía veintinueve años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde, escribió en las “Confesiones”: “Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí.” Muy afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.

En San Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en África; pero en cuanto supo que San Ambrosio lo había prohibido porque daba lugar a algunos excesos y recordaba las “parentalia” paganas, renunció a la costumbre. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente de no haberse tratado de San Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a San Ambrosio lo que debía hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: “Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la Iglesia del sitio en que te halles.” Por su parte, San Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.

Finalmente, en agosto del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de veraneo de uno de ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escritas en sus “Confesiones” algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del año 387, San Ambrosio bautizó a San Agustín y a varios de sus amigos. El grupo decidió partir al África y con ese propósito, los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad, había dicho a Agustín: “Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio.”

Mónica había querido que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: “No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo.” Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Agustín le cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. El santo escribió: “Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia.” En las “Confesiones,” Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.

 

Apenas sabemos nada de Santa Mónica, fuera de lo que sobre ella cuenta San Agustín en sus escritos, particularmente en el lib. IX de las Confesiones. Ciertamente no es auténtica la carta en que se dice que San Agustín describió a su hermana Perpetua los últimos momentos de su madre. El texto de dicha carta puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. I. En su artículo Mónica en DAC, vol. XI, cc. 2332-2356, Dom H. Leclercq da muchos datos sobre Tagaste (actualmente Suk Arrhas) y los restos de la basílica de Cartago, recientemente descubiertos. Sin embargo, hay que confesar que todo ello tiene poco que ver con Santa Mónica, a no ser porque en los tiempos modernos se ha consagrado a la santa una capilla de la ciudad. Hay que hacer notar también que no existen, prácticamente, huellas del culto a Santa Mónica antes del traslado de sus restos, de Ostia a Roma, en 1430, según se dice. Se cree que las reliquias de la santa se conservan en la iglesia de S. Agostino. Entre las numerosas vidas modernas de Santa Mónica, recomendamos especialmente la de Mons. Bougaud. Citaremos además las de F. A. M. Forbes (1915) y E. Procter (1931), por no hablar de las biografías en francés, alemán e italiano.

 

 

San Ciriaco o Judas Ciriaco, Obispo (¿133? d.C.).

(4 de mayo).

San Judas Ciriaco, el principal patrono de Ancona, era, probablemente, un obispo de dicha ciudad, que fue asesinado durante una peregrinación a Jerusalén. Por otra parte, algunos autores han lanzado la hipótesis de que se identifica con el obispo de Jerusalén, llamado Judas, que murió en un levantamiento popular, el año 133. Pero la tradición local de Ancona relaciona a su patrono con la figura legendaria del judío Judas Ciriaco que reveló a la emperatriz Elena el sitio en que se hallaba enterrada la Cruz y, después de haber recibido el bautismo y la consagración episcopal, sufrió el martirio en la persecución de Juliano el Apóstata. Las “actas” de su martirio relatan su conversación imaginaria con el emperador Juliano y los tormentos a que sometido, junto con su madre, Ana. Se dice que la emperatriz Gala Placidia regaló a la ciudad de Ancona las reliquias del santo, excepto la cabeza; ésta fue trasladada, desde Jerusalén, por el conde Enrique de Champagne, quien construyó, una iglesia para esa reliquia en Provins.

 

En la segunda parte del tratado De inventione crucis dominicae, se habla del martirio de Judas Ciriaco; puede verse dicho texto, tanto en latín como en griego, en Acta Sanctorum, mayo vol. I. Ver también E. Pigoulewsky en Revue de l´Orient chrétien, 1929, pp. 305-356. En el artículo sobre la Invención de la Santa Cruz (3 de mayo), hicimos mención de la leyenda de Judas Ciriaco.

 

 

Santa Pelagia de Tarso, Virgen y Mártir (¿304? d.C.).

(4 de mayo).

La leyenda de Santa Pelagia de Tarso es una de esas novelas griegas destinadas a edificar a los fieles de la época. Según dicha leyenda, Santa Pelagia era muy hermosa. Sus padres, que eran paganos, intentaron casarla con el hijo del emperador Diocleciano; pero la joven no quería casarse y, para dar largas al asunto, pidió permiso para ir a visitar a su antigua nodriza. Aprovechó la ocasión para recibir instrucción cristiana de un obispo llamado Clino, quien la bautizó y le dio la primera comunión. Cuando se supo en su casa que era cristiana, su pretendiente se suicidó y su madre la denunció al emperador. Pero Pelagia era tan hermosa, que Diocleciano, en vez de castigarla, le propuso matrimonio. Pelagia se negó a ello y a abjurar de la fe. Entonces, el emperador ordenó que muriese atada a un becerro de bronce calentado al rojo vivo. Las reliquias de la santa fueron arrojadas a los cuatro vientos, pero los leones se encargaron de guardarlas hasta que las recogió el obispo, quien les dio honrosa sepultura en una montaña de los alrededores de la ciudad.

Existen muchas santas del mismo nombre, San Juan Crisóstomo nos dejó un panegírico sobre Pelagia de Antioquía. Todas las otras son legendarias y sus leyendas se han mezclado unas con otras. En el caso de Pelagia de Tarso, no hay ningún fundamento para sospechar que haya existido realmente; pero de ahí no se sigue que deban considerarse estas fábulas hagiográficas como un reflorecimiento del culto de Afrodita, como lo hacen algunos.

 

Acerca de las teorías de H. Usener, Legenden der heiligen Pelagia (1897) y otros folkloristas, ver los comentarios del P. Delehaye, Légendes hagiographiques (1927), pp. 186-195. Por lo demás, en las actas de Pelagia de Tarso (Acta Sanctorum, mayo, vol. I), no hay nada que haga pensar, particularmente, en Afrodita.

 

 

San Florián, Mártir (304 d.C.).

(4 de mayo).

San Florián, a quien el Martirologio Romano conmemora en este día, era un oficial del ejército romano. Tras de desempeñar un alto puesto administrativo, en Nórico de Austria, fue martirizado por la fe, en tiempos de Diocleciano. Sus “actas,” que son legendarias, cuentan que él mismo se entregó en Lorch a los soldados del gobernador Aquilino que perseguían a los cristianos. Por su valiente confesión de la fe, se le azotó dos veces, fue despellejado en vida y, finalmente, se le arrojó al río Enns con una piedra al cuello. Una piadosa mujer recuperó su cuerpo, que fue más tarde depositado en la abadía agustiniana de San Florián, cerca de Linz. Las reliquias del santo fueron después trasladadas a Roma; el Papa Lucio III, en 1138, regaló una parte de ellas al rey Casimiro de Polonia y al obispo de Cracovia. Desde entonces, se considera a San Florián como patrono de Linz, de Polonia y de Austria superior. Es muy probable que en tantas traslaciones se hayan confundido las reliquias de San Floriano con las de otros santos del mismo nombre. Lo cierto es que en muchas regiones de Europa central, el pueblo le profesa gran devoción. La tradición que afirma que su martirio tuvo lugar en la confluencia de Enns con el Danubio es antigua y digna de crédito. A la intercesión del santo se atribuyen numerosas curaciones. El pueblo cristiano le invoca como protector contra el fuego y el agua.

 

A diferencia de tantos otros renombrados mártires de la persecución de Diocleciano, en el caso de San Florián hay razones de peso para pensar que fue realmente martirizado en Laurianum (Lorch). Las actas se encuentran en Acta Sanctorum, mayo, vol. I; B. Krusch hizo una edición crítica de ellas en MGH., Scriptores Merov, vol. III, pp. 68-71. Dichas actas datan de fines del siglo VIII, pero carecen de fundamento histórico. El Hieronymianum habla también del santo y de su martirio, el 4 de mayo. Se ha discutido mucho sobre San Florián en el Neues Archiv y otras revistas especializadas de Alemania. Ver también J. Zeiller, Les Origines chrétiennes dans les Provinces Danubiennes (1919).

 

 

San Gotardo, Obispo de Hildesheim (1038 d.C.).

(4 de mayo).

San Gotardo nació en el pueblecito bávaro de Reichesdorf. Su padre estaba al servicio de los canónigos que vivían en la antigua abadía benedictina de Nieder-Altaich. Los canónigos se encargaron de la educación del niño. Gotardo dio muestras de un ingenio tan precoz, que llamó la atención de los obispos de Passau y Regensburg y se ganó el favor del arzobispo Federico de Salzburgo. Este último le llevó consigo a Roma y le nombró superior de los canónigos, a los diecinueve años. Gracias a los esfuerzos de los tres prelados, se restableció la regla benedictina en Nieder-Altaich, en 990. Gotardo, que ya entonces era sacerdote, tomó el hábito monacal junto con otros canónigos. Cuando fue elegido abad, San Enrique, que era entonces duque de Baviera y tenía en gran estima a Gotardo, acudió a su consagración. La emperatriz Cunegunda tejió para el santo un cíngulo que se conservó mucho tiempo como reliquia. B éxito con que Gotardo gobernó su abadía, hizo que San Enrique le mandase a reformar los monasterios de Tegernsee, en el Freising, Herfeld, en Turingia y Kremsmünster, en Passau. El santo desempeñó con gran acierto el cargo, sin abandonar la dirección de Nieder-Altaich, en donde dejaba a un vicesuperior cuando estaba ausente. En veinticinco años, San Gotardo formó nueve abades de diversos monasterios.

Dios le llamó entonces a una vida muy diferente. San Bernwaldo, obispo de Hildesheim, murió el año 1022. Al punto decidió San Enrique nombrar a Gotardo para sucederle. En vano alegó el abad su avanzada edad y su falta de cualidades; al fin tuvo que plegarse a los deseos del monarca, a quien apoyaba todo el clero de la región. Aunque tenía ya sesenta años, emprendió las labores episcopales con el empuje y la energía de un joven. Construyó y restauró varias iglesias; fomentó mucho la educación, particularmente en la escuela catedralicia; estableció tal disciplina en su capítulo, que parecía un monasterio; finalmente, en un terreno pantanoso que obtuvo de las autoridades, en las afueras de Hildesheim, construyó un hospital para los pobres y enfermos. San Gotardo tenía particular predilección por los pobres; en cambio veía con muy malos ojos a los vagabundos profesionales, a los que llamaba “los peripatéticos” y no les permitía hospedarse por más de dos o tres días, en el hospital. El santo obispo murió en 1038 y fue canonizado en 1131. Los autores están generalmente de acuerdo en que el célebre Paso de San Gotardo tomó su nombre de una capilla que los duques de Baviera construyeron en la cumbre, en honor del gran prelado de Hildesheim.

 

Existe una biografía muy completa y digna de crédito, escrita por Wolfher, fiel discípulo de San Gotardo. En realidad, dicho autor escribió dos biografías: una antes de la muerte del santo y otra unos treinta años después. Las dos pueden leerse en Pertz, MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 167-218. También ha llegado hasta nosotros una parte de la correspondencia de San Gotardo (MGH., Epistolae Selectae, vol. III, pp. 59-70 y 105-110). San Gotardo es una de las figuras más importantes del tercer volumen de la Kirchengeschichte Deutschesland de Hauck. Citaremos, entre las biografías modernas, las de F. K. Sulzbeck (1863) y O. J. Blecher (1931). Ver también Acta Sanctorum, mayo, vol. I; y E. Tomek, Studien z. Reform d. deutsch, Kloster, vol. I (1910), pp. 23 ss.

 

 

San Hilario, Obispo de Arles (449 d.C.).

(5 de mayo).

Ignoramos dónde nació San Hilario, pero sabemos que descendía de una noble familia y que era pariente cercano de San Honorato, fundador y primer abad del monasterio de Lérins. Hilario, que había recibido una excelente educación y poseía dotes excepcionales, tenía un brillante porvenir en el mundo. Pero San Honorato, que le quería mucho, estaba convencido de que Dios le tenía destinado a mayores cosas. Así pues, el santo abad abandonó algún tiempo su retiro para ir a persuadir a Hilario de que entrase en la vida religiosa. Como el joven permaneciese inconmovible, San Honorato le dijo al despedirse: “Voy a obtener de Dios lo que no he podido obtener de ti.” El cielo respondió pronto a sus oraciones. Dos o tres días después, Hilario sufrió un violento combate interior: “Por una parte sentía yo que el Señor me llamaba, pero por otra parte, me atraía el mundo. Mi voluntad oscilaba de un extremo al otro: unas veces consentía y otras veces se negaba. Pero al fin, Cristo triunfó en mí.” Hilario jamás se arrepintió de su decisión. Inmediatamente distribuyó su herencia entre los pobres y fue a reunirse con San Honorato en Lérins. De la vida santa y feliz que llevó entre los monjes nos dejó una hermosa descripción; pero Dios no le tenía destinado a permanecer ahí mucho tiempo. El año 426, San Honorato fue elegido obispo de Arles. Como era ya anciano, necesitaba de la ayuda y de la compañía de su mejor amigo. Hilario hubiese querido permanecer en Lérnis; pero San Honorato fue personalmente a buscarle y los dos santos vivieron juntos hasta la muerte del obispo. Aunque muy afligido de haber perdido a su padre en Cristo, Hilario no pudo menos de regocijarse ante la perspectiva de volver a Lérins. Había ya emprendido el viaje, en efecto, cuando unos mensajeros de Arles le comunicaron que la ciudad deseaba elegirle arzobispo. Hilario no tuvo más remedio que aceptar y fue consagrado a los veintinueve años de edad.

El santo siguió practicando, en su alta dignidad, las austeridades del claustro, al mismo tiempo que desempeñaba con enorme energía sus deberes pastorales. Apenas se permitía lo indispensable para la vida, empleaba la misma capa en verano e invierno y viajaba siempre a pie. Además de consagrar a la oración las horas prescritas, practicaba también el trabajo manual y daba el producto a los pobres. Su celo por el rescate de los cautivos era tan grande, que vendió los objetos preciosos de las iglesias y se contentó con un cáliz y una patena de vidrio. Era un gran orador y sabía adaptar su lenguaje a las diversas circunstancias, de suerte que hasta los más ignorantes podían entenderle. El santo obispo construyó varios monasterios y visitó infatigablemente todos los de su diócesis, resuelto a conservar un alto nivel de disciplina y buenas costumbres entre sus sufragáneos y su clero. San Hilario presidió varios sínodos; pero su celo y tal vez su temperamento, un tanto autoritario, le pusieron más de una vez en graves dificultades. Los límites de la Provincia del metropolitano de la Galia del sur no habían sido nunca fijados exactamente. En una ocasión en que San Hilario se hallaba en el territorio en disputa, depuso a un obispo llamado Celedonio, acusado de haberse casado con una viuda antes de recibir las órdenes sagradas y de haber dictado una sentencia de muerte cuando era magistrado. Ambos cargos constituían impedimentos dirimentes para el episcopado. Celedonio fue a Roma y probó su inocencia ante el Papa San León Magno. En cuanto Hilario supo que Celedonio había ido a Roma, se dirigió allá también él. El santo asistió ahí a un Concilio, no para defender su causa, sino para probar que se trataba de un caso que caía bajo la jurisdicción de los representantes del Papa en la Galia y, ni siquiera se quedó a esperar la sentencia del Concilio. Sabía que le vigilaban y temía que le obligasen a comulgar con Celedonio, por lo que abandonó secretamente la ciudad y retornó a Arles. El Concilio dictó sentencia contra él. Poco después, fue acusado nuevamente ante la Santa Sede. San Hilario había nombrado a un obispo cuando su antecesor se hallaba agonizante, pero no había muerto aún. El antecesor recobró la salud, de suerte que los dos obispos empezaron a disputarse el gobierno de la diócesis. San Hilario apoyó al que él había nombrado, tal vez porque el otro obispo estaba demasiado débil para desempeñar sus funciones; pero San León, a cuya decisión se remitieron los contendientes, determinó con razón que el proceder de San Hilario había sido ilegal y podía conducir al cisma, le reprendió severamente, le prohibió nombrar obispos y transfirió la dignidad de metropolitano al obispo de Fréjus.

Sabemos muy poco sobre los últimos años de San Hilario, fuera de que siguió gobernando su diócesis con el mismo celo y que murió a los cuarenta y nueve años. Seguramente que se reconcilió con el Papa, ya que San León, en una carta que escribió a su sucesor en la sede de Arles, habla de “Hilario de santa memoria.” En base a pruebas muy insuficientes, algunos autores han acusado a San Hilario de semipelagianismo; pero, si bien el santo no estaba de acuerdo con los términos en que San Agustín había formulado la doctrina de la predestinación, sus opiniones personales eran perfectamente ortodoxas.

 

La biografía que se atribuye en Acta Sanctorum a un tal Honorato, supuesto obispo de Marsella (mayo, vol. II), fue probablemente escrita por Reverencio, a principios del siglo VI. Se trata de una obra de edificación, que pretende reproducir las memorias de un contemporáneo de San Hilario y carece en realidad de valor histórico. Ver sobre este punto B. Kolon, Vita S. Hilarii Arelatensis (1925), y cf. Hefele-Leclerq, Histoire des Conciles, vol. II, pp. 477-478; Bardenhewer, Altkirchlichen Literatur, vol. IV, p. 571.

 

 

San Mauruncio, Abad (701 d.C.).

(5 de mayo).

San Mauruncio nació en Flandes el año 634. Era el hijo primogénito de San Adalbaldo y Santa Gertrudis. Pasó su juventud en la corte del rey Clodoveo II y de la reina Batilde, donde ocupó varios cargos de importancia. A la muerte de su padre, volvió a Flandes a poner en orden los asuntos de su casa y a hacer arreglos para su propio matrimonio. Pero Dios le tenía escogido para la vida religiosa. El instrumento del que se valió para guiar al joven hacia su verdadero camino fue San Amando, obispo de Maestricht, que vivía entonces retirado en el monasterio de Elnone. El santo prelado predicó un sermón que impresionó tan profundamente a Mauruncio, que decidió retirarse al punto al monasterio de Marchiennes. En dicho monasterio se le confirió el diaconado. El santo construyó en sus tierras de Merville de la diócesis de Thérouanne la abadía de Breuil, de la que fue primer abad. Cuando el rey Thierry III desterró de Sens a San Amado y le mandó retirarse a Breuil, San Mauruncio, que tenía en alta estima a San Amado, le cedió el puesto de superior y le prestó obediencia hasta su muerte, ocurrida el año 690. Entonces San Mauruncio reasumió las funciones abaciales. Santa Rictrudis, en su lecho de muerte, confió al santo la supervisión del doble monasterio de Marchiennes, del que era abad Santa Clotsinda, hermana de San Mauruncio. El santo se hallaba en Marchiennes, cuando le sobrecogió una enfermedad que le llevó al sepulcro.

 

El artículo sobre San Mauruncio (Acta Sanctorum, mayo, vol. II) se basa casi exclusivamente en la biografía de Santa Rictrudis; cf. nuestro artículo sobre dicha Santa (12 de mayo).

 

 

San Eulogio de Edesa, Obispo (c. 382 d.C.).

(5 de mayo).

Como Barsimeo (ver el 30 de enero), Eulogio fue también un ermitaño. Cuando Barsimeo ascendió a obispo de Edesa, se llevó consigo a Eulogio para que fuera su coadjutor en el santo ministerio. Eulogio supo mantener a su grey dentro de la ortodoxia, cuando Barsimeo fue exilado a Mesopotamia y reemplazado por un obispo arriano; pero no sin padecer muchas penalidades. El arriano Valente fue a Edesa para visitar la iglesia donde reposaban las reliquias del Apóstol Santo Tomás y se encolerizó tanto al encontrar ahí reunidos a muchos católicos, que ordenó al prefecto Modesto que los expulsara a palos y golpes de mazo. Ante el valor de que dieron muestra los católicos al reunirse de nuevo a pesar de las amenazas, Modesto no quiso ejecutar las órdenes del emperador y acudió a exponerle la situación. Existía la alternativa de dejar a los católicos tranquilos, o matarlos a todos, lo que sería una crueldad inaudita.

Valente pidió que, al menos, llevaran a su presencia a los sacerdotes y a los diáconos, para ordenarles que se pusieran de acuerdo con el obispo arriano, substituto de Barsimeo y, si rehusaban, se ordenaría su destierro. Eulogio y Protógeno fueron, por tanto, convocados por el prefecto Modesto, quien les comunicó la voluntad de Valente. Eulogio replicó que los católicos estaban ya bajo el cuidado de un pastor católico y no podían entrar en relaciones con un arriano. Como éste era el sentir de todos, el prefecto hizo detener a 80 eclesiásticos y los desterró a la Tracia. Eulogio y Protógeno fueron enviados a Antinoo, para que no tuviesen ocasión de comunicarse con los demás. Ahí había un obispo católico, pero los fieles eran muy escasos y, en cambio, abundaban los paganos. El celo de Eulogio y sus milagros lograron numerosas conversiones.

Cuando se restableció la calma en la Iglesia, Eulogio y Protógeno retornaron a su patria. En Edesa, Eulogio fue nombrado obispo, en reemplazo de Barsimeo, quien había muerto en el destierro. A Protógeno se le encomendó la Iglesia de Carrhes (Haran). Eulogio fue consagrado en el Concilio de Antioquía, al que asistió en 370. También estuvo presente en el Concilio Ecuménico de Constantinopla y murió cerca del 382.

 

Acta Sanctorum, 5 de mayo y 30 de enero. Teodoreto, Historia Ecclesiástica, vol. IV, c. XXVII Vies des peres des déserts d'Orient.

 

 

San Juan ante Portam Latinam (¿94? d.C.).

(6 de mayo).

El primer párrafo del Martirologio Romano, el 6 de mayo, dice lo siguiente: “En Roma, la conmemoración de San Juan ante Portam Latinam, el cual, por orden de Domiciano, fue llevado prisionero de Efeso a Roma. El senado le condenó a morir en un caldero de aceite hirviente, frente a dicha Puerta; pero el santo salió de la prueba más fuerte y joven que antes.” La frase “más fuerte y joven” (“purior atque vegetior”) se halla en el Adversus Jovinianum (1:26) de San Jerónimo, quien la tomó, a su vez, de Tertuliano (De praescriptionibus c. 36). Alban Butler, que sigue en esto a los bolandistas y a los críticos de su tiempo, como Tillemont, no discute la historicidad del hecho y considera a San Juan como mártir. Resumimos a continuación su artículo.

Cuando Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, que no habían comprendido aún el misterio de la cruz y la naturaleza del Reino de Cristo, se valieron de su madre para pedir al Señor que les colocase en el sitio de honor el día de su triunfo, Jesucristo les preguntó si estaban dispuestos a beber su cáliz. Ambos hermanos aseguraron audazmente al Señor que estaban prontos a sufrirlo todo por su causa. Entonces, Jesucristo les predijo que su sinceridad sería puesta a prueba y que compartirían con El su cáliz de la Pasión. En el caso de Santiago, que murió a manos de Herodes, la profecía se cumplió literalmente. La iglesia celebra el día de hoy la manera especial como se cumplió la profecía en el caso de San Juan. A decir verdad, el discípulo amado, que quería tanto a su Maestro, había participado ya del cáliz del Señor en el Calvario. Pero la profecía de Cristo iba a cumplirse, todavía, de un modo especial, que le valdría el mérito y la corona del martirio. El instrumento del que el Señor se sirvió para cumplir su palabra, cincuenta años más tarde, fue Domiciano, el último de los doce cesares.

Domiciano, que se distinguió entre los emperadores romanos por la crueldad de su tiranía, desató la segunda persecución. San Juan era el último superviviente de los Apóstoles y era objeto de la más grande veneración de parte de los cristianos de Efeso, desde donde gobernaba las iglesias de Asia. Ahí fue arrestado y enviado prisionero a Roma, hacia el año 94. Sin tener en cuenta la avanzada edad y la bondad de la víctima, el emperador le condenó a una forma de muerte especialmente salvaje. Probablemente los verdugos, de acuerdo con la costumbre romana, azotaron a San Juan antes de echarle en el caldero de aceite hirviente. Sin duda que el santo estaba lleno de gozo ante la perspectiva de dar su vida por la fe y de ir a reunirse con su Maestro. Dios aceptó su sacrificio y, en cierto sentido, cumplió su deseo, concediéndole el mérito del martirio, pero suspendió el efecto del fuego, como lo había hecho en el caso de los tres jóvenes que fueron arrojados al horno en Babilonia. El aceite hirviente se transformó en un baño refrigerante. Viendo esto, Domiciano, que era muy dado a la magia y que, según la tradición, había tenido ya la ocasión de presenciar otro milagro, cuando Apolonio de Tiana compareció ante él, se contentó con desterrar al Apóstol a la isla de Palmos. Según parece, durante el reinado de Nerva, quien fue mucho más benigno que su predecesor, San Juan volvió a Efeso, donde murió apaciblemente.

Ciertamente, la localización del pretendido milagro frente a la Puerta Latina, es inexacta, ya que dicha Puerta pertenecía a la muralla que construyó Aureliano dos siglos después. La mención más antigua de esta fiesta es la del Sacramentado del Papa Adriano, a fines del siglo VIII. Existe una iglesia de San Juan ante Portam Latinara, en el sitio en que el Papa Adriano construyó la primera, cuya dedicación tuvo lugar probablemente en la fecha de hoy. Mons. Duchesne piensa que la elección del 6 de mayo para celebrar esta fiesta está relacionada con la conmemoración que hace el calendario bizantino de un milagro de San Juan, en Efeso, el 8 de mayo. En el Missale Gothicum hay una misa de San Juan Evangelista que se celebraba seguramente en mayo, poco después de la festividad de la Invención de la Cruz. Según parece, el dato del aceite hirviente proviene de las “Actas de San Juan,” apócrifas, pero muy antiguas, de las que sólo han llegado hasta nosotros algunos fragmentos.

 

Por un Motu Proprio de Juan XXIII, del 25 de julio de 1960, esta fiesta fue suprimida en el Calendario Romano.

 

Ver L. Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, pp. 508, 521, y Christian Worship (1920), pp. 281-282. Sobre el problema de conjunto, ver K. A. Kellner, Heortology (1908), p. 298.

 

 

San Edberto, Obispo de Lindisfarne (698 d.C.).

(6 de mayo).

Al referirse a San Edberto, el Venerable Beda afirma que se distinguió por su conocimiento de la Biblia y por su fidelidad a los mandamientos. Fue sumamente generoso con los pobres, a los que reservaba la décima parte de las rentas de la Iglesia. Sucedió a San Cutberto en el gobierno de la sede de Lindisfarne, que desempeñó sabiamente, durante once años. Mandó recubrir de plomo la gran catedral de madera de San Finiano que, originalmente estaba cubierta de enredaderas, al estilo escocés. Dos veces al año, se retiraba a orar durante cuarenta días, probablemente a la islita de San Cutberto, en la que su predecesor había vivido un tiempo antes de retirarse definitivamente a Farne. San Edberto mandó que las reliquias de San Cutberto, que estaban incorruptas, fuesen colocadas en un relicario nuevo y expuestas a cierta altura para que el pueblo pudiese venerarlas; además, determinó que el espacio que las separaba del suelo no quedase al descubierto. En cuanto acababan de cumplirse sus órdenes, el santo fue víctima de una fiebre mortal. Se le dio sepultura en la antigua tumba de San Cutberto. La diócesis de Hexham conmemora todavía a San Edberto.

 

Prácticamente todos los datos que poseemos sobre San Edberto provienen de la Historia Ecclesiastica de Beda, lib. IV., ya que las notas de C. Plummer y los artículos del canónigo Raine en DCB., y de Acta Sanctorum, añaden muy poco. Las reliquias de San Edberto siguieron a las de San Cutberto en todas sus translaciones y descansan junto con ellas en Durham.

 

 

San Petronax, Abad de Monte Cassino (c. 747 d.C.).

(6 de mayo).

San Petronax, segundo fundador de Monte Cassino, nació en Brescia. En una visita que hizo a Roma el año de 717, el Papa San Gregorio II, le movió a hacer una peregrinación a la tumba de San Benito. San Petronax encontró ahí, entre las ruinas del antiguo monasterio que había sido destruido en 581 por los lombardos, a unos cuantos solitarios, quienes le eligieron por superior. Pronto se les reunieron otros discípulos. Gracias a la generosa ayuda de algunos nobles, entre los que se distinguió el duque lombrado de Benevento, y al decidido apoyo de tres Pontífices, San Petronax logró reconstruir Monte Cassino. El monasterio recuperó su antigua reputación bajo el largo y vigoroso gobierno del santo. San Wilibaldo, el obispo inglés de Eichstát, recibió el hábito de manos de San Petronax. San Esturmio, el fundador de la abadía de Fulda, pasó algún tiempo en Monte Cassino para embeberse en la primitiva regla de San Benito. Otros muchos grandes hombres, tanto eclesiásticos como príncipes seculares, estuvieron en el hospitalario monasterio. San Petronax fue superior hasta su muerte, ocurrida probablemente el año 747. Las investigaciones recientes han demostrado que San Wilibaldo, en los diez años que pasó en Monte Cassino, contribuyó mucho al restablecimiento de la regla benedictina y al desarrollo de la gran abadía.

 

Los bolandistas y Mabillon (vol. VII, pte. I, pp. 693-698) citan los párrafos más importantes de la Historia Longobardorum de Paul Warnefrid. Ver sobre todo J. Chapman, La restauration du Mont Cassin par l'Abbé Petronax, en Revue Bénédictine, vol. XXI (1904), pp. 74-80, y H. Leclercq en DAC, vo1. XI, cc. 3451-3468.

 

 

San Estanislao, Obispo de Cracovia, Mártir (1079 d.C.).

(6 de mayo).

El culto de San Estanislao está muy extendido en Polonia, sobre todo en la sede episcopal de Cracovia, donde se le honra como patrono principal y se conservan sus reliquias en la catedral. La biografía que escribió el historiador Juan Dlugosz, tutor de San Casimiro, unos cuatrocientos años después de la muerte de San Estanislao, parece ser una compilación de diferentes documentos antiguos y tradiciones orales, hecha con poco espíritu crítico, pues contiene varias afirmaciones contradictorias y muchos datos claramente legendarios.

Estanislao Szczepanowski nació el 26 de julio del año 1030, en Szczepanow. Sus padres, que eran nobles, habían vivido muchos años sin hijos, hasta que el cielo les concedió a Estanislao, en respuesta a sus oraciones. Consagraron a su hijo a Dios desde el día de su nacimiento y fomentaron ardientemente la piedad que Estanislao mostró desde niño. El joven se educó primero en Gnesen y después “en la Universidad de París,” según cuenta la leyenda; pero la Universidad de París no existía todavía. Fue ordenado sacerdote por Lamberto Zula, obispo de Cracovia, quien le hizo canónigo de la catedral y más tarde le nombró predicador y archidiácono suyo. La elocuencia y el ejemplo del joven sacerdote produjeron grandes frutos de reforma de costumbres entre sus penitentes, así clérigos como laicos. El obispo Lamberto intentó cederle el gobierno de la sede, pero San Estanislao se negó a ello. Sin embargo, a la muerte de Lamberto, las súplicas del pueblo y una orden del Papa Alejandro II le obligaron a aceptar la sucesión y fue consagrado obispo en 1072. Fue un celoso apóstol, infatigable en la predicación, estricto en el mantenimiento de la disciplina y muy cumplido en las visitas pastorales. Los pobres invadían constantemente la casa del santo obispo, quien tenía una lista de las viudas y de los necesitados, para socorrerles constantemente.

En aquella época, gobernaba Polonia el rey Boleslao II, monarca de grandes cualidades, pero extremadamente disoluto y cruel. San Estanislao era el único que se atrevía a enfrentarse al tirano y reprocharle el escándalo que daba. Al principio, el rey trató de defenderse, pero finalmente dio ciertas señales de arrepentimiento. Sin embargo, pronto olvidó los reproches del obispo y cayó nuevamente en las mismas faltas. Sus actos de vandalismo y sus injusticias políticas le hicieron chocar repetidas veces con San Estanislao. Pero la indignación pública llegó al colmo, cuando Boleslao cometió uno de los actos más viles de su vida. La esposa de uno de los nobles era extraordinariamente bella. Boleslao se dejó llevar por sus malos deseos y trató de conquistarla; como la fiel esposa le respondiese con el desprecio, el rey mandó raptarla y llevarla a su palacio. Los nobles polacos convocaron al arzobispo de Gnesen y a los prelados de la corte para que amonestasen al monarca; pero el miedo les impidió enfrentarse con el rey y el pueblo los acusó de connivencia con Boleslao. Cuando los nobles acudieron a San Estanislao, éste se presentó valientemente ante el rey y le echó en cara su pecado; terminó su exhortación diciéndole que, si persistía en su crimen, la Iglesia fulminaría contra él la pena de excomunión.

Esta amenaza enfureció al monarca, quien declaró que una persona que se atrevía a hablar en esos términos a su soberano, debía ser más bien pastor de puercos que de almas y puso fin a la entrevista amenazando a San Estanislao. La primera arma que empleó contra él fue la calumnia. San Estanislao había comprado unas tierras para la Iglesia a un tal Pedro, quien murió poco después de la transacción. El rey hizo correr la voz de que los sobrinos de Pedro podían recobrar las tierras, porque el obispo no las había pagado. Cuando el caso fue llevado ante el rey, éste no quiso oír a los testigos de la defensa. La sentencia condenatoria parecía inevitable, cuando el santo obispo invoco al muerto, quien apareció vestido con las mismas ropas con que fue enterrado y dio testimonio en su favor. La leyenda, de dudosa veracidad, añade que el hecho no convirtió al rey, cuya ferocidad no hizo sino aumentar con los años.

Al ver que todos los medios resultaban inútiles, San Estanislao excomulgó al monarca. El tirano, haciendo caso omiso, se presentó en la catedral de Cracovia; pero el obispo mandó interrumpir los oficios. Furioso, el rey se dirigió a la capillita de San Miguel, en las afueras de la ciudad, donde el santo estaba celebrando la misa, y mandó a sus guardias que entrasen a asesinarle; pero éstos volvieron a decir a Boleslao que el santo estaba rodeado por una luz misteriosa que les impedía darle muerte. Echándoles en cara su cobardía, el monarca entró en la capilla y mató con su propia mano a San Estanislao. Los guardias se encargaron de despedazar el cadáver y de esparcir los restos para que las fieras los devorasen. Según la leyenda, las águilas protegieron los restos del santo, hasta que, tres días más tarde, los canónigos los recogieron y les dieron sepultura frente a la capilla de San Miguel.

Hasta aquí no hemos hecho sino resumir la versión más conocida del martirio de San Estanislao. La obra crítica que publicó en 1904 el profesor Wojchiechowski, fue muy discutida en Polonia. Dicho autor sostenía que San Estanislao era reo de traición, pues había tratado de deponer al monarca, y que por ello había sido condenado a muerte. El profesor Miodonski y otros historiadores respondieron vigorosamente a estas acusaciones. Sin embargo, está fuera de duda que en el asesinato de San Estanislao intervinieron las consideraciones políticas, aunque se trata de un punto extremadamente oscuro. Es falso que el asesinato de San Estanislao haya provocado un levantamiento que arrojó del trono a Boleslao, aunque ciertamente apresuró su caída. El Papa San Gregorio lanzó el entredicho contra Polonia. San Estanislao fue canonizado casi dos siglos más tarde, en 1253, por el Papa Inocencio IV.

 

La larga biografía de San Estanislao escrita por Juan Dlugosz se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. II. Más tarde se descubrieron dos biografías más breves y más antiguas. Cf. Poncelet, BHL., nn. 7832-7842. Sobre la reacción del Papa San Gregorio VII, ver Gfrorer, Kirchengeschichte, vol. VII, p. 557 ss. Cf. igualmente la Cambridge History of Poland, vol. I (1950). Existen numerosas biografías del santo, en polaco, pero muy pocas en otros idiomas.

 

 

Santos Serénico y Sereno (c. 669 y 680 d.C.).

(7 de mayo).

Serénico y su hermano Sereno eran dos jóvenes patricios de Espoleto, los cuales, según la leyenda, recibieron de un ángel la orden de abandonar a su familia y sus posesiones e ir a Roma. En aquella época, las tumbas de los Apóstoles estaban al cuidado de los benedictinos. Los dos jóvenes entraron en contacto con ellos y tomaron el hábito de San Benito. Durante algún tiempo, vivieron en comunidad en Roma, edificando a sus hermanos con su piedad; pero de nuevo se les apareció un ángel y les dio la orden de emigrar a Francia. Serénico y Sereno se entregaron, en la soledad, a una vida de gran abnegación, primero, en el sitio que ocupa actualmente la ciudad de Cháteau Gontier, de la diócesis de Angers y, más tarde, en el bosque de Charnie, cerca del pueblecito de Saulges de Maine. Pero, aunque querían permanecer ignorados del mundo, la fama de su santidad empezó a atraer a los peregrinos. Viendo así turbada su soledad y sintiéndose llamado al total olvido del mundo, Serénico se despidió de su hermano, del que nunca se había separado, y partió hacia la región desconocida de Hyesmes, acompañado de un niño al que había bautizado y que no quiso separarse de él. Decidieron establecerse en un paraje rodeado de rocas, no lejos del río Sarthe, a donde sólo se podía llegar por un estrecho sendero. Pero la soledad no era para Serénico, quien pronto se vio rodeado de discípulos y llegó a ser superior de una numerosa comunidad. El santo enseñó a sus súbditos a cantar la salmodia entera, que comprendía el oficio romano y el oficio benedictino. San Serénico gobernó hasta su muerte el monasterio que había fundado. Murió cuando era ya muy anciano, hacia el año 669.

Su hermano Sereno había permanecido en la soledad de Saulges, donde sus ayunos y oraciones le atrajeron innumerables gracias, entre las que se contaban las visiones, los éxtasis y los milagros. En una época en que el hambre la peste y la sequía asolaron la región, a raíz de una guerra civil, San Berario, obispo de Le Mans, encomendó al pueblo a las oraciones de San Sereno. El pueblo atribuyó la lluvia, que acabó con la infección y refrescó la tierra, a las oraciones del santo anacoreta, la fama de cuyos milagros aumentó enormemente. Como su hermano Serénico, San Sereno vivió hasta edad muy avanzada. Los que le rodeaban en su lecho de muerte escucharon los coros celestiales.

 

Este relato poco convincente, del que no hemos dado más que un resumen, fue escrito en el siglo VIII, probablemente. Puede verse completo en Mabillon, Acta Sanctorum O.S.B., vol. II, pp. 572-578, y en los bolandistas.

 

 

San Juan de Beverley, Obispo de York (721 d.C.).

(7 de mayo).

Pocos santos han sido tan populares en Inglaterra como San Juan de Beverley, cuyo santuario fue uno de los principales sitios de peregrinación hasta la época de la Reforma. El sabio Alcuino le profesaba gran devoción y celebró si milagros en verso. Athelstan atribuía a San Juan su victoria sobre los escoceses y Enrique IV su triunfo sobre los franceses, en Agincourt. San Juan nació en el pueblecito de Harpham, en Yorkshire. De joven fue a estudiar a Kent, en la famosa escuela de San Teodoro, donde se distinguió entre sus condiscípulos, en la época del santo abad Adrián. Más tarde volvió a Yorkshire y entró en la abadía de Whitby. La abadesa Hilda era entonces superiora de los dos conventos.

Por sus excepcionales cualidades, Juan fue elegido obispo de Hexham, después de la muerte de San Eata. El tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones pastorales, lo consagraba a la contemplación. Para ello, se retiraba en determinados períodos del año a una celda contigua a la iglesia de San Miguel, del otro lado del Tyne, en las cercanías de Hexham. Con frecuencia le acompañaba algún pobre, a quien el santo servía humildemente. En una ocasión, llevó consigo a un joven mudo que sufría de una repugnante enfermedad de la piel. El santo obispo le enseñó a decir “Géa” — la forma anglosajona del “Yes” inglés. Poco a poco, a partir de ese momento, fue enseñándole a pronunciar todas las sílabas y las palabras enteras. Gradualmente, el joven logró expresarse mejor y se vio también libre de la enfermedad de la piel.

A raíz de la muerte de San Bosa, San Juan fue nombrado obispo de York. El Venerable Beda, a quien el santo había conferido las órdenes cuando era obispo de Hexham, habla de él con cierto detenimiento en su “Historia Ecclesiástica”: da testimonio de su santidad y narra algunos milagros que habían presenciado testigos tan autorizados como los abades de Beverley y de Tynemouth. Después de su translación a York, San Juan conservó la costumbre de retirarse, periódicamente, a la soledad de la abadía que él había construido en el bosque de Beverley. El año 717, consumido por la edad y la fatiga, el santo renunció a su sede en favor de su capellán, San Wilfrido el Joven y se retiró a Beverley, donde pasó los cuatro últimos años de su vida, en la práctica de la disciplina monacal. Murió el 7 de mayo del año 721. La diócesis de Hexham celebra su fiesta el día de hoy, en tanto que otras diócesis del norte la celebran el 25 de octubre. Las reliquias de San Juan de Beverley fueron trasladadas en 1037.

 

Nuestra principal fuente de información es la Historia Ecclesiastica de Beda. Más de tres siglos después, Folcardo, un monje de St. Bertin que residía entonces en Inglaterra, escribió una biografía del santo y una larga serie de milagros. El canónigo Raine editó éste y otros documentos en The Historians of the Church of York, vol. I (Rolls Series). Ver también los dos volúmenes del mismo autor sobre Hexham, en las publicaciones de la Surtees Society. Los calendarios (cf. Stanton, Menology, p. 201) dan testimonio de la popularidad y antigüedad del culto de San Juan de Beverley. Stanton (p. 676) habla del descubrimiento de ciertas reliquias en 1664. Hay una encantadora alusión al santo en Revelations de la señora Julián, c. 38.

 

 

La Aparición de San Miguel Arcángel (¿492? d.C.).

(8 de mayo).

Ya que el pueblo estaba convencido de que San Miguel Arcángel no sólo era el capitán de las huestes celestiales y un gran protector, sino el arbitro de la suerte de los hombres en su paso hacia la eternidad (cf. 29 de septiembre), era imposible que las numerosas oraciones que el pueblo cristiano elevaba a tan poderoso intercesor, no llegasen a manifestarse en forma externa y pública. Cualquier leyenda milagrosa relacionada con San Miguel bastaba para cristalizar en una forma determinada la devoción latente de los cristianos. Hay algunos indicios de que, en tiempos muy antiguos, se atribuían a San Miguel las maravillas obradas en las fuentes termales de Frigia, especialmente en Hierápolis. Parece cierto que ya en el siglo IV, había cerca de Constantinopla una iglesia dedicada al Arcángel, probablemente en la época de Constantino, el primer emperador cristiano. La devoción a San Miguel nació en el oriente; pero hay pruebas de que, desde época muy antigua, se había construido una basílica en honor del Arcángel cerca de Roma, en la Vía Salaria. El primer misal romano, llamado el “Leonianum,” contiene varias misas, relacionadas, según parece, con ése u otros santuarios de Roma, dedicados a San Miguel; dichas misas ocurren a fines de septiembre. Es imposible determinar si la dedicación del santuario del Monte Gárgano, en Apulia, donde predominaba la influencia griega, tuvo lugar en una época anterior. Según la leyenda escrita, resumida en el Breviario, la dedicación se llevó a cabo en, tiempos del Papa Gelasio (492-496). Un toro extraviado, que escapó de los establos de algún propietario rico, se refugió en una cueva cerca de la cumbre de la colina conocida con el nombre de Monte Gárgano. En el curso de la búsqueda, San Miguel manifestó, por medio de ciertos portentos, su deseo de que se le consagrara aquel sitio. Se cuenta que ocurrieron numerosos milagros en la cueva, donde había una fuente a la que se atribuían propiedades curativas. Es evidente que el santuario se hizo pronto muy famoso en todo el occidente, pues uno de los más antiguos manuscritos del Hieronymianum lo menciona a propósito de la fiesta de San Miguel Arcángel el 29 de septiembre. En Inglaterra, la colección anglosajona de sermones, conocida con el nombre de “Blicling Homilies,” escrita a fines del siglo X, relata los acontecimientos de la cueva del Monte Gárgano. Citemos una traducción moderna de dicho documento: “De la misma piedra del techo de la iglesia, en el costado norte del altar, brotaba un agua clara y sabrosa, de la que se servían los habitantes del lugar. Junto a la fuente, colgado de una cadena de plata, había un vaso de cristal que recogía las gotas de agua. El pueblo, después de recibir la comunión, acostumbraba subir la escalera que conducía hasta el vaso para gustar ese líquido celestial.” Este documento es un excelente testimonio de que, mucho antes de que se suprimiese la comunión bajo las dos especies, existía la costumbre de beber un poco de agua después de haber recibido la Preciosa Sangre, ya por separado, ya en la hostia mojada en el cáliz, como se hace todavía en el oriente.

 

Juan XXIII, por un Motu Proprio del 25 de julio de 1960, suprimió esta fiesta del Calendario Romano.

 

El texto completo de la leyenda se halla en Ughelli, vol. VII, cc. 1107-1111, y en Acta Sanctorum, septiembre, vol. VIII; cf. Ebert, Geschichte der Literatur des Mittelalters, vol II, p. 358. Ver igualmente K. A. Kellner, Heortology (1908), pp. 328-332, y H. Leclercq en DAC., vol. XI, cc. 903-907. Ha habido cierta confusión entre esta fiesta y la del 29 de septiembre; el Papa Benedicto XIV propuso la supresión de la celebración del día de hoy, que ya no existe en el Calendario Benedictino. Apenas se puede dudar de que la fundación de Saint-Michel au Péril de Mer —el famoso Mont-Saint-Michel de las cercanías de Avranches—, que la tradición sitúa en 709, haya tenido su origen en la leyenda del Monte Gárgano. No sabemos con certeza cuándo se dio el nombre de San Miguel al santuario de Marazion de Cornwall; pero debió ocurrir antes de que Roberto de Mortain entregase el santuario de Mont-Saint-Michel a los monjes de San Miguel, in Periculo Maris (c. 1086), si las “actas” son genuinas. Ver T. Taylor, The Celtic Christianity of Cornwall (1916), pp. 141-168; St Michael´s Mount (1932), del mismo autor, y J. R. Fletcher, Short History of St Michael´s Mount (1951).

 

 

San Víctor Mauro, Mártir (303 d.C.).

(8 de mayo).

San Ambrosio dice que San Víctor era uno de los patronos de Milán, junto con San Félix y San Nabor. Según la tradición, San Víctor era originario de Mauritania; por ello se le llamó Mauro o Moro, para distinguirle de otros confesores del mismo nombre. Fue cristiano desde su juventud, formó parte de la guardia pretoriana y fue hecho prisionero cuando era ya muy anciano. Después de soportar crueles torturas, fue decapitado en Milán, hacia el año 303, durante el reinado de Maximiano. Por orden del obispo San Materno, su cuerpo fue enterrado junto a un bosquecito, donde más tarde se construyó una iglesia. San Gregorio de Tours afirma que Dios glorificó la tumba del mártir con numerosos milagros. San Carlos Borromeo, en 1576, trasladó las reliquias de San Víctor a la nueva iglesia de los monjes olivetanos, que todavía lleva el nombre del mártir.

En las “actas” de San Víctor, como de costumbre, se acumulan los acontecimientos fantásticos. Por ejemplo, se cuenta que el plomo derretido que le vertieron sobre la cabeza, se enfrió instantáneamente al contacto de su piel y no le causó ningún daño. Pero la existencia real del martirio de San Víctor y del culto que se le profesó en Milán, desde muy antiguo, está fuera de duda.

 

Hay una abundante literatura sobre San Víctor el Moro; cf. CMH., p. 238. Ver sobre todo F. Savio, I santi Martiri di Milano (1906), pp. 3-24 y 59-65. Las actas del martirio se hallan en Acta Sanctorum, mayo, vol. II.

 

 

San Desiderato o Deseado, Obispo de Bourges (c. 550 d.C.).

(8 de mayo).

San Desiderato y sus dos hermanos, Desiderio y Deodato, son venerados como santos, aunque el Martirologio Romano no hace mención de ninguno de los tres. Según cuenta la leyenda, sus padres, que vivían en Soissons, no sólo empleaban su tiempo y su dinero en socorrer a los pobres, sino que prácticamente convirtieron su casa en un hospital. Desiderato fue a servir a la corte del rey Clotario, del que llegó a ser una especie de secretario de estado y sobre el cual ejerció una influencia muy benéfica. En medio del esplendor de la corte, San Desiderato llevaba una vida muy austera. Aprovechó el poder que le otorgaba su cargo, para desarraigar la herejía y castigar la simonía. En varias ocasiones manifestó deseos de retirarse a un monasterio; pero el rey se opuso siempre a ello, diciéndole que debía pensar más en el bienestar del pueblo, que en sus propias inclinaciones. A la muerte de San Arcadio, en el año 541, San Desiderato fue elegido obispo de Bourges. Durante los nueve años en que gobernó dicha diócesis, la fama de sus milagros y de sus intervenciones en favor de la paz se extendió mucho. El santo obispo tomó parte en varios sínodos, en particular en el quinto Concilio de Orléans y en el segundo de Auvernia; esos dos concilios combatieron las herejías de Nestorio y Eutiques y promovieron la disciplina eclesiástica. En sus últimos años, San Desiderato tuvo por coadjutor a un joven sacerdote llamado Flaviano, cuya muerte prematura apresuró la del santo. La muerte de San Desiderato ocurrió probablemente, el 8 de mayo del año 550.

 

El relato, reproducido en Acta Sanctorum, mayo, vol. II, es de época tardía y poco fidedigno. Sin embargo, no puede ponerse en duda la existencia y la santa vida de San Desiderato. Véase Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 28.

 

 

San Bonifacio IV, Papa (615 d.C.).

(8 de mayo).

Poco es lo que sabemos sobre el santo Pontífice que gobernó a la Iglesia con el nombre de Bonifacio IV. Era hijo de un médico y había nacido en la “ciudad” de Valeria, en los Abruzos. Se dice que fue discípulo de San Gregorio Magno, en Roma y, por ello, los benedictinos afirman que fue miembro de su orden. En el reinado de este Papa, el Panteón Romano, erigido por Marco Agripa en honor de todas las divinidades romanas, fue transformado en iglesia católica y dedicado a la Reina de los Mártires. El emperador Focas regaló el Panteón al Pontífice, quien lo consagró el 13 de mayo del año 609, según cuenta el Martirologio Romano. Actualmente se llama con frecuencia a dicha iglesia “Santa María la Rotonda,” por la forma que tiene. En un sínodo de obispos italianos que había convocado para restaurar la disciplina, San Bonifacio habló con San Melitón, que se hallaba de visita en la ciudad, sobre el estado de la Iglesia en Inglaterra. San Columbano escribió a Bonifacio IV una carta muy famosa y discutida, en la que las manifestaciones de devoción y lealtad a la Santa Sede se mezclan con increíbles acusaciones de laxitud doctrinal. San Bonifacio fue sepultado en el pórtico de la basílica de San Pedro, pero sus restos fueron trasladados más tarde, al interior.

 

El Acta Sanctorum habla de San Bonifacio el 25 de mayo, vol. II En Mann, The Lives of the Popes, vol. I pp. 268-279, puede verse un estudio más actual del pontificado de Bonifacio IV. Ver también Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, pp. 317-318; y Laux, Der hl. Kolumban (1919); existe una traducción inglesa de una versión anterior, con el título de The Life and Writings of St Columban (1914).

 

 

San Benedicto II, Papa (685 d.C.).

(8 de mayo).

El Papa San Benedicto II se educó, desde niño, en el servicio de la Iglesia. Desde muy joven se distinguió por sus conocimientos de la Sagrada Escritura y del canto sagrado, por el que sentía gran entusiasmo. Era romano de nacimiento y participó en el gobierno de la Iglesia, bajo los Papas San Agatón y San León II. Después de la muerte de este último, el año 683, fue elegido para sucederle. Sus virtudes, su liberalidad y su inteligencia, le hacían especialmente apto para esa altísima dignidad. En aquella época, todavía privaba la costumbre antigua de que el clero y el pueblo de Roma eligiesen al Pontífice, con el consentimiento del emperador. Pero los viajes entre Roma y Constantinopla que se necesitaban para obtener la sanción imperial, creaban grandes dificultades y producían largas dilaciones; por ello, pasó un año entre la fecha de la muerte de San León y la consagración de Benedicto II. El nuevo Papa consagró sus esfuerzos a obtener que el emperador aceptase que, en adelante, los sufragios del clero y el pueblo bastasen para elegir al Pontífice, y que suprimiese la necesidad de la sanción imperial o delegase sus poderes en el exarca de Italia. Aunque Benedicto II consiguió la aprobación de Constantino IV, el caso de la sanción imperial volvió a repetirse más tarde en la historia.

El emperador profesaba tal estima al Pontífice, que le envió mechones de cabellos de sus dos hijos, Justiniano y Heraclio, para manifestarle, según el simbolismo de la época, que los consideraba como hijos espirituales de Benedicto II. El santo Pontífice hizo cuanto pudo para que Macario, el patriarca de Antioquía, que había sido depuesto por herejía, volviese a la verdadera fe. En su corto pontificado, que no duró más que once meses, el Papa restauró varias iglesias de Roma. Igualmente manifestó su interés por la Iglesia de Inglaterra, apoyando la causa de San Wilfrido de York. San Benedicto II murió el 8 de mayo de 685 y fue sepultado en San Pedro.

 

El Acta Sanctorum habla de Benedicto II el 7 de mayo (vol. II). La principal fuente es el Líber Pontificalis (Duchesne, vol. I, pp. 363-365). Ver también Muratori, Annales, ad ann. 684, y Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. III, p. 549 ss. Mons. Mann reunió en su obra Lives of the Popes, vol. I, pte. 2, pp. 54-63, todas las informaciones que existen sobre San Benedicto II.

 

 

San Gregorio Nazianceno, Obispo de Constantinopla, Doctor de la Iglesia (390 d.C.).

(9 de mayo).

San Gregorio de Nazianzo fue declarado Doctor de la Iglesia y apodado “el teólogo,” (título que comparte con el Apóstol San Juan), por la habilidad con que defendió la doctrina del Concilio de Nicea. Nació hacia el año 329, en Arianzo de Capadocia. Era hijo de Santa Nona y San Gregorio el Mayor. Su padre era un antiguo propietario y magistrado que, después de convertirse al cristianismo junto con su esposa, recibió el sacerdocio y gobernó durante cuarenta y cinco años la diócesis de Nazianzo. Sus hijos, Gregorio y Cesario, recibieron una educación excelente. Después de haber hecho sus primeros estudios en Cesárea de Capadocia, donde conoció a San Basilio, San Gregorio de Nazianzo, que quería ser abogado, pasó a Cesárea, en Palestina, donde había una famosa escuela de retórica. Más tarde volvió a reunirse con su hermano en Alejandría. En aquella época, los estudiantes pasaban con facilidad de una escuela a otra; San Gregorio, después de una corta estancia en Egipto, decidió ir a terminar sus estudios en Atenas. Una furiosa tempestad que sacudió durante varios días la nave en que iba Gregorio, le hizo caer en la cuenta del riesgo en que se hallaba de perder su alma, ya que aún no había recibido el bautismo. Sin embargo, no se bautizó sino hasta varios años después, probablemente porque compartía la creencia de su época de que era muy difícil obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Gregorio pasó diez años en Atenas; casi todo ese tiempo estuvo con San Basilio, de quien llegó a ser íntimo amigo. Otro de sus compañeros, aunque no de sus amigos, fue el futuro emperador Juliano, cuya afectación y extravagancia eran muy poco del gusto de los jóvenes capadocios. Gregorio partió de Atenas a los treinta años de edad, después de aprender cuanto sus maestros podían enseñarle. No sabemos exactamente qué pensaba hacer en Nazianzo; en todo caso, si tenía intenciones de practicar su carrera de leyes o enseñar retórica, modificó sus planes. Gregorio había sido siempre muy devoto; pero por entonces abrazó una forma de vida mucho más austera, transformado, según parece, por una profunda experiencia religiosa, que tal vez fue el bautismo. Basilio, que vivía como solitario en el Ponto, en las riberas del Iris, le invitó a reunirse con él, y Gregorio aceptó al punto. En medio de aquel hermoso paisaje solitario, del que San Basilio nos dejó una bellísima descripción, los dos amigos pasaron un par de años, consagrados a la oración y al estudio; durante ellos, hicieron una colección de extractos de las obras de Orígenes y echaron los fundamentos de la vida monástica de oriente, cuya influencia había de dejarse sentir también en el occidente a través de San Benito.

Gregorio tuvo que arrancarse de aquel remanso de paz para ir a ayudar a su padre, que tenía ya ochenta años, en la administración de su diócesis y de sus bienes. Pero el anciano, al que no satisfacía plenamente la ayuda que su hijo le prestaba como laico, le ordenó sacerdote más o menos por la fuerza, con la ayuda de algunos fieles. Aterrorizado al verse elevado a la dignidad sacerdotal, de la que 1a conciencia de su indignidad le había mantenido alejado hasta entonces, San Gregorio se dejó llevar de su primer impulso y huyó en busca de su amigo Basilio. Sin embargo, diez semanas más tarde, volvió a la casa de su padre, decidido a aceptar las responsabilidades de su vocación. La apología que escribió sobre su fuga es, en realidad, un tratado sobre el sacerdocio, en el que se fundaron cuantos han escrito posteriormente sobre el tema, empezando por San Juan Crisóstomo. Un incidente se encargó pronto de demostrar cuan necesaria era la presencia de Gregorio en Nazianzo. Su padre y muchos otros prelados habían aceptado las decisiones del Concilio de Rímini, con la esperanza de ganarse así a los semiarrianos. Esto produjo una violenta reacción entre los mejores católicos, especialmente entre los monjes, y sólo la habilidad de San Gregorio consiguió evitar el cisma. Todavía se conserva el discurso que pronunció el día de la reconciliación, así como dos oraciones fúnebres de la misma época: la de su hermano San Cesario, que había sido médico del emperador en Constantinopla, en el año 369 y la de su hermana Santa Gorgonia.

El año 370, San Basilio fue elegido metropolitano de Cesárea. En aquella época, el emperador Valente y el procurador Modesto hacían lo imposible por introducir el arrianismo en Capadocia y San Basilio se convirtió en el principal obstáculo para la realización de sus planes. Con el objeto de disminuir la influencia de este último, Valente dividió la Capadocia en dos provincias e hizo de la ciudad de Tiana la capital de la nueva. El obispo de Tiana, Antimo, reclamó inmediatamente la jurisdicción archiepiscopal sobre la nueva provincia; pero San Basilio arguyó que la nueva división política no afectaba en nada su autoridad de metropolitano. A fin de consolidar su posición, contando con un amigo en el territorio en disputa, San Basilio nombró a San Gregorio obispo de la nueva diócesis de Sásima, ciudad malsana y miserable, que se hallaba situada en la frontera de las dos provincias. Gregorio aceptó contra su voluntad la consagración, pero nunca se trasladó a Sásima, cuyo gobernador era su enemigo declarado. San Basilio acusó de cobardía a San Gregorio, el cual declaró que no estaba dispuesto a batirse por una diócesis. Aunque más tarde volvieron a reconciliarse los dos amigos, San Gregorio quedó herido y su amistad no volvió a ser nunca tan íntima como antes. San Gregorio permaneció, pues, en Nazianzo, actuando como coadjutor de su padre, quien murió al año siguiente. A pesar de su deseo de retirarse a la soledad, San Gregorio tuvo que aceptar el gobierno de la diócesis, hasta que fuese nombrado el nuevo obispo. Pero la enfermedad le obligó a retirarse a Seleucia, el año 375 y ahí permaneció cinco años.

A la muerte del emperador Valente, cesó la persecución contra la Iglesia. Naturalmente, los obispos decidieron enviar a los más celosos y cultos de sus hombres a las ciudades y provincias que más habían sufrido con la persecución. La iglesia de Constantinopla era, sin duda, la que se hallaba en peor estado, ya que estuvo sometida a la influencia de los arríanos, durante treinta o cuarenta años, y no tenía una sola iglesia para reunir a los que habían permanecido fieles al catolicismo. Un consejo episcopal invitó a San Gregorio a encargarse de la restauración de la fe en Constantinopla. Este, cuyo temperamento sensible y pacífico le hacía temer aquel remolino de intrigas, corrupción y violencia, se negó al principio a salir de su retiro, pero finalmente aceptó. Sus pruebas empezaron desde que llegó a Constantinopla, pues el populacho, acostumbrado a la pompa y al esplendor, recibió con recelo a aquel hombrecillo mal vestido, calvo y prematuramente encorvado. San Gregorio se alojó al principio en casa de unos amigos, que pronto se transformó en iglesia, y le dio el nombre de “Anastasia,” es decir, el sitio en que la fe iba a resucitar. En aquel reducido santuario se dedicó a predicar e instruir al pueblo. Ahí fue donde predicó sus célebres sermones sobre la Santísima Trinidad que le merecieron el título de “el teólogo,” por la profundidad con que captó la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Poco a poco creció su fama y la capacidad de su iglesia resultó insuficiente Por su parte, los arríanos y los apolinaristas no dejaban de esparcir insultos y calumnias contra él. En una ocasión llegaron incluso a irrumpir en la iglesia para arrastrar a San Gregorio a los tribunales. Pero el santo se consolaba al saber que, si la fuerza estaba del lado de sus enemigos, la verdad, en cambio, estaba de su parte; si ellos poseían las iglesias, él tenía a Dios; si el pueblo apoyaba a sus adversarios, los ángeles le sostenían a él. San Gregorio se ganó la estima de los más grandes hombres de su tiempo: San Evagrio del Ponto se trasladó a Constantinopla para ayudarle como archidiácono y San Jerónimo fue, del desierto de Siria a Constantinopla, para oír las enseñanzas de San Gregorio.

Pero siguió la lluvia de pruebas sobre el campeón de Cristo, tanto por parte de los herejes como de sus propios fieles. Un tal Máximo, un aventurero al que el santo había prestado oídos y alabado públicamente, se hizo consagrar obispo por unos prelados que se hallaban de paso en la ciudad y aprovechó una enfermedad de San Gregorio para apoderarse de la sede. Este consiguió imponerse sobre el usurpador, pero el incidente le dolió mucho, sobre todo cuando supo que varios de aquellos a quienes él consideraba amigos habían apoyado a Máximo.

En los primeros meses del año 380, el obispo de Tesalónica confirió el bautismo al emperador Teodosio. Poco después, éste promulgó un edicto por el que obligaba a sus súbditos bizantinos a practicar la fe católica, tal como la profesaban el Papa y el arzobispo de Alejandría. En Constantinopla, Teodosio puso al obispo arriano ante la disyuntiva de aceptar la fe de Nicea o abandonar la ciudad. El prelado escogió el destierro y Teodosio determinó instalar a San Gregorio en su lugar, ya que hasta entonces había sido prácticamente obispo en Constantinopla, pero no obispo de Constantinopla. Un sínodo confirmó el nombramiento de San Gregorio, quien fue entronizado en la catedral de Santa Sofía, en medio de las aclamaciones del pueblo. Pero su gobierno duró apenas unas cuantos meses. Sus antiguos enemigos se levantaron contra él y la hostilidad no hizo sino aumentar, ante la decisión de San Gregorio sobre el asunto de la sede vacante de Antioquía. El pueblo empezó a dudar sobre la validez de la elección del santo, quien fue objeto de algunos atentados. Tan amante de la paz como siempre, y temeroso de que la inquietud del pueblo llevase al derramamiento de sangre, San Gregorio determinó renunciar a su cargo: “Si mi gobierno de la diócesis produce disturbios, manifestó ante la asamblea, estoy dispuesto, como Jonás, a dejarme arrojar al mar para calmar la tempestad, aunque no la he provocado yo. Si todos siguiesen mi ejemplo, la Iglesia gozaría pronto de la paz. Yo jamás aspiré a la dignidad que ocupo y la acepté contra mi voluntad. Por consiguiente, si lo juzgáis conveniente, estoy dispuesto a partir.” El emperador acabó por dar su consentimiento y San Gregorio pronunció un noble y conmovedor discurso de despedida. Su tarea, ahí, estaba terminada; quedaba encendida de nuevo la llama de la fe, que se había apagado en Constantinopla y la mantuvo encendida en las horas más sombrías por las que había atravesado la Iglesia. Un rasgo característico del santo fue el que mantuvo siempre relaciones cordiales con su sucesor, Nectario, quien le era inferior en todo, excepto en la nobleza del linaje.

San Gregorio pasó algunas temporadas en las posesiones que había heredado y en Nazianzo, donde aún no se había instalado el sucesor de su padre. Pero el año 383, después de lograr que su primo Euladio fuese elegido para ocupar la sede vacante, se retiró por completo a la vida privada, en la paz de su hermoso parque, donde había un bosquecillo y una fuente. Pero aun ahí practicaba la mortificación, ya que jamás se calzaba ni encendía fuego. Hacia el fin de su vida, escribió una serie de poemas religiosos, tan bellos como edificantes. Dichos poemas son muy interesantes desde el punto de vista biográfico y literario, ya que el santo cuenta en ellos su vida y sus sufrimientos; su forma exquisita raya, a veces, en lo sublime. La fama de escritor de que ha gozado San Gregorio hasta nuestros días, se debe a esos poemas, a sus sermones y a sus deliciosas cartas. San Gregorio murió en su retiro, el año 309. Sus restos, que fueron, primero, trasladados de Nazianzo a Constantinopla, reposan actualmente en San Pedro de Roma.

San Gregorio gustaba de hablar de la condescendencia que Dios había mostrado a los hombres. En una de sus cartas, escribía: “Admirad la extraordinaria bondad de Dios, que se digna tomar en cuenta nuestros deseos como si tuviesen gran valor. Desea ardientemente que le busquemos y le amemos y recibe nuestras peticiones como si se tratase de un favor o un beneficio que los hombres le hiciésemos. Dios tiene más gozo en dar que nosotros en recibir. Lo único que no soporta es que le pidamos tibiamente y que pongamos límites a nuestras peticiones. Pedirle cosas frívolas sería hacer una ofensa a la liberalidad con que Dios está dispuesto a oírnos.”

 

Las cartas y escritos de San Gregorio, especialmente el largo poema De Vita Sua (que tiene casi dos mil versos) son nuestra principal fuente de información sobre su vida. Desgraciadamente, la aparición de la gran edición benedictina de sus obras sufrió muchas dilaciones. Varios de los editores murieron sucesivamente y el primer volumen de los sermones no vio la luz sino hasta 1778. Cuando se preparaba el segundo volumen, estalló la Revolución Francesa, de suerte que no fue publicado sino hasta 1840. La Academia de Cracovia ha emprendido una nueva edición crítica. Muchos de los antiguos manuscritos de las obras de San Gregorio, algunos de los cuales datan del siglo IX, están adornados con hermosas miniaturas. Ver sobre ellos el artículo de Dom Leclercq (DAC., vol. VI, cc. 1667-1710), con numerosas reproducciones de las miniaturas. En inglés, el ensayo del cardenal Newman en Historical Sketches, vol. III, pp. 50-94, y el artículo de H. W. Watkins en DCB., vol. II, pp. 741-761, conservan todo su valor. Ver también C. Ullmann, Gregory of Nazianzus (1851); A. Benoit, S. Gregoire de Nazianze (1885) y las biografías de M. Guignet (1911) y P. Gallay (1943); E. Fleury, Hellénisme et christianisme: S. Grégoire et son temps (1930); y L. Duchesne, History of the Early Church vol. II, 1912. Se encontrará una bibliografía más abundante en las obras de Bardenhewer, Patrologie y Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III (2a. ed.), pp. 162-188 y 671.

 

 

San Pacomio, Abad (348 d.C.).

(9 de mayo).

Aunque generalmente se considera a San Antonio como el fundador del monaquismo cristiano, San Pacomio el Viejo tiene todavía mayor derecho a ese título. En efecto, aunque él no fue el primero que reunió comunidades numerosas de ascetas cristianos, fue el primero que les dio una verdadera organización y dejó reglas escritas. Pacomio nació de padres paganos en la Tebaida superior hacia el año 292. A los veinte años fue llamado al servicio militar en los ejércitos imperiales. Durante la travesía del Nilo, que se realizó en pésimas condiciones, los cristianos de Latópolis (Esneh), compadecidos de Pacomio y sus compañeros, los trataron con gran bondad. Pacomio no olvidó nunca ese ejemplo de caridad. Tan pronto como terminó el servicio militar, volvió a Khenoboskion (Kasr-as-Syad), donde había un templo cristiano, y entró a formar parte de los catecúmenos. Después del bautismo, su principal preocupación fue encontrar la manera de corresponder perfectamente a la gracia que había recibido. Cuando oyó decir que un ermitaño llamado Palemón servía a Dios con gran perfección en el desierto, fue a buscarle y le rogó que le tomase por discípulo. El anciano anacoreta no le ocultó las dificultades de la vida solitaria, pero Pacomio no se amedrentó. Después de prometer obediencia a su maestro, recibió el hábito. Ambos anacoretas llevaban una vida muy austera. Sólo comían pan y sal; no bebían vino ni empleaban aceite; oraban buena parte de la noche y, con frecuencia, pasaban la noche entera sin dormir. Unas veces recitaban juntos todo el salterio; otras, se dedicaban al trabajo manual en tanto que su espíritu oraba.

Un día que Pacomio había ido, como acostumbraba hacerlo de vez en cuando, a un vasto desierto de las riberas del Nilo, llamado Tabennisi, oyó una voz que le ordenaba fundar ahí un monasterio; al mismo tiempo, se le apareció un ángel, el cual le instruyó sobre la vida religiosa. [Algunos críticos racionalistas, basándose en la leyenda de que Pacomio había vivido antes del bautismo en un templo de Serapis, han tratado de demostrar que la idea del monaquismo era originalmente pagana. Pero Ladeuze y otros arguyen, con razón, que cuando Pacomio vivió en dicho templo, que era probablemente un santuario abandonado, ya había decidido abrazar el cristianismo.] Pacomio contó lo sucedido a Palemón, quien se trasladó, con él, a Tabennisi, hacia el año 318, le ayudó a construir una celda y permaneció con él algún tiempo.

El primer discípulo que se reunió con San Pacomio en Tabennisi, fue su hermano mayor, Juan. Pronto acudieron otros discípulos y, al poco tiempo, la comunidad contaba ya con más de cien monjes. San Pacomio los condujo a una alta perfección, sobre todo dándoles ejemplo de fervor. El santo vivió quince años sin acostarse. Tomaba su frugal comida sentado en una piedra y, desde el momento de su conversión, nunca comió hasta saciarse. Sin embargo, acomodaba sus exigencias a la capacidad de cada uno de los monjes y no se negaba a aceptar a los candidatos más ancianos y débiles. Estableció, además, otros seis monasterios en la Tebaida. A partir del año 336, fijó su residencia en el monasterio de Pabau, cerca de Tebas, que llegó a ser más famoso que Tabennisi. Para que los pastores pudiesen asistir a los divinos misterios, fundó también una iglesia, en la que ejerció algún tiempo el cargo de lector; pero sus discípulos no pudieron nunca persuadirle a que recibiese la ordenación sacerdotal ni a permitir que sus monjes se ordenasen, aunque no rehusaba la admisión en el monasterio a quienes ya eran sacerdotes. San Pacomio se opuso valientemente a los arríanos y, el año 333, recibió la visita de San Atanasio. A instancias de su hermana, a la que nunca quiso volver a ver, construyó un convento para religiosas del otro lado del Nilo. Convocado ante un- sínodo en Latópolis para responder a ciertas acusaciones, San Pacomio dio muestras de tal humildad, que todos quedaron maravillados. Ciertamente San Pacomio practicó la humildad y la paciencia en grado heroico. Dios obró por su intercesión numerosas curaciones.

El santo murió el 15 de mayo de 348, durante una epidemia que diezmó a los monjes. A su muerte, había ya tres mil monjes en los nueve monasterios que dirigía. Casiano cuenta que cuanto más numerosas eran las comunidades, más perfecta era su disciplina, ya que todos los monjes obedecían al superior con la prontitud de una sola persona. Para mantener la observancia, San Pacomio tenía la costumbre de clasificar a sus súbditos en veinticuatro categorías, según las letras del alfabeto; así, por ejemplo, la “iota” significaba que se trataba de un monje sencillo e inocente; la “beta” indicaba que tenía un carácter terco y difícil, etc., etc. Los monjes vivían en grupos de tres en cada celda, repartidos según sus oficios, y se reunían los sábados y domingos para los oficios de la noche y la misa. Se daba gran importancia a la lectura de la Biblia, y los monjes aprendían de memoria pasajes enteros. Generalmente, los discípulos de San Pacomio eran gentes del pueblo.

No todos los autores prestan fe a la leyenda de que un ángel se apareció a San Pacomio y le ordenó fundar un monasterio en Tabennisi y, mucho menos, que le dio las reglas escritas sobre una tabla de bronce. Sin embargo, el resumen de las reglas, que se halla en la “Historia Lausiaca” de Paladio, no es una caricatura de las costumbres de los monjes. Tal vez el origen de las reglas de San Pacomio es legendario y sería muy difícil determinar exactamente su contenido; pero no se puede negar que los textos griego y etíope se parecen al original sahídico, que sólo conocemos a través de la traducción que hizo San Jerónimo, valiéndose de un intérprete. Probablemente es verdad que, como lo hace notar Paladio, San Pacomio mitigaba la regla según las posibilidades de cada monje. En efecto, una de las reglas que el ángel dio al santo decía: “Dejarás que cada uno coma y beba según sus fuerzas, y le darás un trabajo proporcionado a ellas. No prohíbas a nadie comer o beber. Pero haz que los que comen y tienen más fuerzas, ejecuten los trabajos que exigen mayor vigor y deja para los más débiles y ascéticos los trabajos menos pesados.” De igual modo, Paladio refleja probablemente la práctica usual cuando escribe: “Que no duerman acostados, sino sentados en sillas inclinadas, que son fáciles de construir. Durante la comida los monjes deben tener el capuchón bajado para que nadie vea masticar a su vecino Los monjes no deben hablar en la mesa ni mirar más allá de su plato.” Una cosa es cierta, a saber: que San Benito, el fundador del monaquismo en occidente, tomó muchas cosas de las reglas de San Pacomio. En su edición de la Regula S. Benedicti, el abad Cuthbert Butler cita treinta y tres veces las Pachomiana de San Jerónimo; pero, más que en las frases, el parecido de la regla de San Benito con la regla “angélica” está en el espíritu.

 

San Pacomio es probablemente el santo oriental que mayor interés ha despertado en los últimos años. Se han descubierto varios textos coptos (es decir, sahídicos), aunque por desgracia casi todos son fragmentarios. También se han editado en diversas lenguas otros documentos a los que en el pasado se había prestado menos atención. Esto se debe en gran parte al trabajo de los antiguos bolandistas (Acta Sanctorum, mayo, vol III); pero en el siglo XVII era imposible investigar a fondo en las fuentes orientales. La actual generación de bolandistas publicó una magnífica edición de S. Pachomii Vitae Graecae (1932), dirigida por el P. F. Halkin. A esta gran obra hay que añadir el estudio, no menos importante, de L. T. Lefort, S. Pachomii Vitae Sahidicae Scriptae (publicado en dos partes en el Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium, 1933 y 1934), y su edición de la biografía bohaírica de San Pacomio (1925) y Vies coptes de S. Pacome, en la misma colección. Sobre estas obras cf. Analecta Bollandiana, vol. III (1934), pp. 286-320, y vol. LXIV (1946), pp. 258-277. Entre otras obras de investigación hay que mencionar la de A. Boon, Pachomiana latina (1932), que es un ensayo sobre la traducción jeronimiana de la regla, con un apéndice sobre los textos griego y copto. Ver también B. Albers, S. Pachomii... Regulae Monasticae (1923). Entre los estudios más antiguos merecen especial atención el ensayo de F. Ladeuze, Le Cénobitisme Pakhomien y el largo artículo de H. Leclercq sobre el “monaquismo” (DAC., vol. XI, 1933), sobre todo ce. 1807-1831, donde se hallarán numerosas referencias bibliográficas. Existen también algunas biografías en sirio y en árabe, con ligeras variantes. M. Amélineáu, que fue uno de los primeros que tomaron en cuenta los textos coptos, publicó en 1887 Etude historique sur S. Puchóme. En 1948, con motivo del decimosexto centenario de San Pacomio, celebrado en Egipto, varios historiadores y autoridades eclesiásticas de diferentes países publicaron un volumen de conferencias, titulado Pachomiana. Sobre la Regla Angélica y el monaquismo de occidente, véase J. McCann, St Benedict (1938), p. 152 y ss., passim. Pero, a pesar de todas las investigaciones que se han llevado a cabo, la vida y la obra de San Pacomio plantean todavía muchos problemas, como lo confiesan autoridades de la talla del P. Paul Peeters.

 

 

Santos Gordiano y Epímaco, Mártires (250 d.C.).

(10 de mayo).

Prácticamente todos los martirologios occidentales posteriores al siglo V mencionan a los santos Gordiano y Epímaco. El Martirologio Romano los conmemora el día de hoy. Se dice que Epímaco fue arrojado en un horno para cocer ladrillo, en Alejandría, el año 250, junto con otro mártir llamado Alejandro, tras de haber sufrido crueles torturas por la fe. El cuerpo de San Epímaco fue después trasladado a Roma. San Gordiano fue decapitado en Roma y sus restos fueron depositados en la tumba de San Epímaco. Santa Hildegarda la esposa de Carlomagno, regaló la mayor parte de las reliquias de estos dos santos a la abadía de Kempten, en Baviera, que ella había restaurado. Las “actas” de estos mártires son espurias.

No se puede dudar de la existencia histórica y del culto de San Gordiano y San Epímaco. Todavía se conserva el epitafio de San Gordiano escrito por el Papa San Dámaso. El Pontífice dice que San Gordiano era adolescente, en tanto que las “actas” afirman que fue ministro (“vicarius”) del emperador Juliano.

 

Ver sobre este punto el texto y las notas de CMH., p. 244. Las actas se hallan en Acta Sanctorum, mayo, vol. II. No hay ninguna razón para suponer, como hace Butler, que los dos santos vivieron en diferentes siglos. Cf. J. P. Kirsch, Der Stadtromische christliche Festkalender, pp. 54-55

 

 

Santos Alfio y Compañeros, Mártires (251 d.C.).

(10 de mayo).

Los principales patronos de Vaste, en la diócesis de Otranto, y de Lentini, en Sicilia, son San Álfio, San Filadelfo y San Girino. Probablemente nacieron en Vaste y fueron martirizados en Lentini. Los documentos que poseemos sobre ellos son contradictorios y poco fidedignos. Según una leyenda, después de haber sido instruidos en la fe por su padre y un tal Onésimo, fueron aprehendidos junto con su hermana Santa Benedicta y otros compañeros, durante la persecución de Decio. En Roma, a donde los trasladaron, sufrieron atroces torturas. Onésimo y algunos otros fueron martirizados en Pozzuoli, cerca de Nápoles. Los otros fueron llevados a Sicilia, donde los torturaron de nuevo. La valentía con que confesaron la fe convirtió a muchos de los presentes, entre los que se contaban veinte soldados. Alfio, que tenía veintidós años, murió a causa de una hemorragia cuando le arrancaron la lengua. Filadelfo, joven de veintiún anos, murió en la hoguera. Girino, que no tenía más de diecinueve años, pereció en un caldero de aceite hirviente. En 1517, se descubrieron los cuerpos de los tres mártires. El pueblo de Lentini, ciudad que dista unos veinticinco kilómetros de Catania, honró sus reliquias con grandes fiestas.

 

El Martirologio Romano menciona a estos pretendidos mártires y el Acta Sanctorum (mayo, vol. II) les consagra sesenta páginas infolio. Sin embargo, no existe ninguna prueba de que se les haya tributado culto en la antigüedad. Sus actas no pasan de ser una novela. Ver DHG., vol. II, c. 676.

 

 

Santos Felipe y Santiago, Apóstoles (siglo I).

(11 de mayo).

San Felipe era originario de Betsaida de Galilea. Según parece, formaba parte del reducido grupo de judíos piadosos que seguían a San Juan Bautista. Los Evangelios sinópticos sólo mencionan a Felipe en la lista de los Apóstoles, pero San Juan habla de él varias veces y narra, en particular, que el Señor llamó a Felipe al día siguiente de las vocaciones de San Pedro y San Andrés. Un siglo y medio más tarde, Clemente de Alejandría sostuvo que Felipe fue el joven que respondió al llamamiento del Señor, con estas palabras: “Permite que vaya, primero, a enterrar a mi padre.” A lo cual contestó Cristo: “Deja que los muertos entierren a los muertos; tú, ven a predicar el Reino de Dios” (Luc. 9:60). Es probable que Clemente de Alejandría no tuviese más argumento que el hecho de que el Señor había dicho en ambos casos: “Sígueme.” De todas maneras, tanto en el Evangelio de San Lucas como en el de San Mateo, el incidente parece haber tenido lugar algún tiempo después de que Cristo había empezado su vida pública, cuando ya los Apóstoles estaban con él. Por otra parte, consta que San Felipe fue llamado antes de las bodas de Cana, a pesar de que, como lo dijo el mismo Cristo, su hora no había llegado aún, es decir, todavía no había empezado su vida pública.

De la narración del Evangelio se deduce que Felipe respondió sin vacilaciones al llamamiento del Señor. Aunque aún no conocía a fondo a Cristo, puesto que afirmaba que era “el hijo de José de Nazaret,” inmediatamente fue en busca de su amigo Natanael (casi seguramente el Apóstol Bartolomé) y le dijo: “Hemos encontrado a Aquél sobre el que escribieron Moisés, en el libro de la Ley, y los Profetas.” Esto prueba que Felipe estaba ya plenamente convencido de que Jesús era el Mesías. Sin embargo, su celo no era indiscreto, ya que no trataba de imponer, por la fuerza su descubrimiento. Cuando Natanael le objetó: “Pero, ¿puede salir algo bueno de Nazaret?”, no puso el grito en el cielo, sino que invitó a su amigo a convencerse por sí mismo: “Ven a ver.” Felipe figura también en la escena de la multiplicación de los panes: “Jesús, levantando los ojos, vio la gran multitud que le seguía y dijo a Felipe: ¿Dónde podremos comprar pan suficiente para que coman? Esto lo dijo para probarle, porque El sabía lo que iba a hacer.” Una vez más, se manifiesto el sentido común de Felipe, quien respondió: “Doscientos denarios no bastarían para dar un trozo de pan a cada uno.” Concuerda perfectamente con el carácter de Felipe, que rehuía un tanto las responsabilidades, su manera de actuar cuando unos gentiles que se dirigían a celebrar la Pascua en Jerusalén, se acercaron a él y le dijeron: “Señor, queremos ver a Jesús.” En vez de responder inmediatamente, fue a pedir consejo: “Felipe fue a hablar con Andrés; y Andrés y Felipe hablaron con Jesús.” Otra escena manifiesta la seriedad y lealtad de Felipe y, al mismo tiempo, su carencia de intuición. La víspera de la Pasión, el Señor dijo a sus discípulos: “Ninguno va al Padre sino por Mí. Si me conocierais, conoceríais también al Padre. En adelante le conoceréis, puesto que lo habéis visto.” Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.” Jesús le dijo: “¡Tanto tiempo he estado con vosotros y aún no me conocéis! Felipe, quien me ve a Mí, ve al Padre.” (Juan 14:6-9).

Nada más sabemos sobre Felipe, sino que estaba con los otros discípulos en el cenáculo, esperando la venida del Espíritu Santo, en Pentecostés.

Por otra parte, Eusebio, el historiador de la Iglesia y algunos escritores de la Iglesia primitiva, nos han conservado ciertos detalles sobre la tradición referente a la vida posterior de Felipe. El más verosímil de dichos detalles es el de que predicó el Evangelio en Frigia y que murió en Hierápolis, donde fue también enterrado. Sir W. M. Ramsay encontró, en las tumbas de esa ciudad, un fragmento de inscripción que hace referencia a una iglesia dedicada a San Felipe. Sabemos también que Polícrates, obispo de Efeso, escribió al Papa Víctor, hacia fines del siglo II para hablarle de dos hijas del Apóstol que habían vivido como vírgenes hasta edad muy avanzada, en Hierápolis y menciona también a otra hija de Felipe que había sido sepultada, en Efeso. Papías, que era obispo de Hierápolis, conoció personalmente, según parece, a las hijas de San Felipe y supo por ellas que se atribuía al Apóstol el milagro de la resurrección de un muerto. Hacia el año 180, Heracleón, el gnóstico, sostuvo que los Apóstoles Felipe, Mateo y Tomás, habían tenido una muerte natural; pero Clemente de Alejandría afirmó lo contrario y, la opinión que ha prevalecido es la de que Felipe fue crucificado, cabeza abajo, durante la persecución de Domiciano. Un detalle que oscurece mucho la cuestión, es la confusión que existió indudablemente entre el Apóstol Felipe y el diácono Felipe, llamado también a veces, el Evangelista, quien ocupa un sitio prominente en el capitule VIII de los Hechos de los Apóstoles. De ambos Felipes se afirma que tuvieron hijas que gozaron de especial consideración en la Iglesia primitiva. La tradición cuenta que los restos de San Felipe fueron trasladados a Roma y que reposan en la basílica de los Apóstoles, desde la época del Papa Pelagio (561 d.C.). Un documento apócrifo griego, que data del fin del siglo IV, por lo menos, pretende narrar las actividades de evangelización de San Felipe en Grecia, entre los partos y en otras regiones; por lo que toca a la muerte y sepultura de Felipe en Hierápolis, dicho documento se atiene a la tradición recibida.

Ordinariamente se considera al Apóstol Santiago el Menor (o el joven), a quien la liturgia asocia con San Felipe, como el personaje designado con los nombres de “Santiago, el hijo de Alfeo” (Mat. 10:3; Hechos 1:13) y “Santiago, el hermano del Señor” (Mat. 13:55; Gal. 1:19). Tal vez se identifica también con Santiago, hijo de María y hermano de José (Marc. 15:40). Pero no vamos a discutir aquí el complicado problema de los “hermanos del Señor,” ni las cuestiones que se relacionan con él. Podemos suponer, como lo hace Alban Butler, que el Apóstol Santiago que fue obispo de Jerusalén (Hechos 15 y 21:18), era el hijo de Alfeo y hermano (es decir, primo carnal) de Jesucristo. Aunque los Evangelios hablan apenas de este Apóstol, San Pablo cuenta que fue favorecido con una aparición particular del Señor, antes de la Ascensión. Además, cuando San Pablo fue a Jerusalén, tres años después de su conversión y los apóstoles que quedaban todavía en la ciudad le miraban con cierto recelo, Santiago y San Pedro le acogieron cordialmente. Sabemos también que, después de escapar de la prisión, Pedro envió aviso de ello a Santiago, lo cual parece indicar que era una figura de importancia entre los cristianos de Jerusalén. En el Concilio de Jerusalén, donde se determinó que los gentiles no necesitaban circuncidarse para ser admitidos como cristianos, Santiago se encargó, después de oír la opinión de San Pedro, de formular la decisión de la asamblea con estas palabras: “Ha parecido al Espíritu Santo y a Nos...” (Hechos 15). Clemente de Alejandría y Eusebio afirman explícitamente que Santiago era el obispo de Jerusalén. El mismo historiador judío, Josefo, da testimonio de la gran estima en que se tenía a Santiago y declara —según cuenta Eusebio— que las terribles calamidades que había sufrido la ciudad, habían sido el justo castigo por la forma infame en que había tratado “al más bueno de los hombres.” Eusebio nos ha conservado, en el párrafo que citamos a continuación, el relato que del martirio de Santiago hizo Hegesipo, a fines del siglo II:

 

“Santiago, el hermano de nuestro Señor, recibió junto con los otros Apóstoles el encargo de gobernar la Iglesia. Desde la época del Señor hasta nuestros días, todos le llaman “el Justo” para distinguirle de otros numerosos Santiagos. Había sido un santo desde el vientre de su madre. No tomaba vino ni bebidas embriagantes, ni comía ningún alimento que proviniese de un ser viviente. La navaja no tocó jamás su cabeza. No se ungía con aceite. Era el único que podía penetrar en el santuario, ya que no vestía túnica de lana, sino de lino (es decir, ornamentos sacerdotales). Entraba solo en el santuario y se postraba de rodillas a orar por el pueblo, de suerte que sus rodillas eran tan callosas como las de un camello, pues se arrodillaba continuamente a adorar a Dios y a pedir perdón por los pecados del pueblo. Su gran justicia le mereció el nombre de “el Justo.” También se le llamaba “Oblías,” es decir, protector del pueblo. Hegesipo continúa así su relato:

“Muchos de los que creyeron debieron la fe a Santiago. Como muchos de los principales se habían convertido, los judíos, los escribas y los fariseos, empezaron a murmurar: “Dentro de algún tiempo, todos van a creer en Jesús.” Así pues, fueron en busca de Santiago y le dijeron: “Te rogamos que moderes al pueblo, pues se está desviando hacia Jesús, imaginando que es el Mesías. Te rogamos que hables claramente sobre Jesús a todos los que vienen a la fiesta, pues todos tenemos confianza en ti; todos confesamos, junto con el pueblo, que tú eres justo y que no eres aceptador de personas. Así pues, convence a la multitud de que no se deje desviar por Jesús, pues en verdad, el pueblo y todos nosotros tenemos confianza en ti. Sube, pues, al pináculo del templo para que todo el pueblo pueda verte y oírte fácilmente, ya que todas las tribus y los mismos gentiles se han reunido con motivo de la fiesta. Entonces, los susodichos escribas y fariseos condujeron a Santiago al pináculo del templo y le dijeron en voz muy alta: “¡Oh tú, Justo, en el que todos tenemos entera confianza; en vista de que todo el pueblo se está desviando a causa de Jesús, el crucificado, explícanos cuál es la puerta de Jesús!” (cf. Juan 10:1-9). Y él replicó, también en voz muy alta: “¿Por qué me preguntáis acerca del Hijo del Hombre, que está sentado a la diestra del Todopoderoso y ha de bajar, un día, sobre las nubes del cielo?” Como muchos creyeron y dieron gloria a Dios por este testimonio de Santiago, gritaron: “¡Hosanna al Hijo de David!,” los escribas y fariseos se dijeron: “Hemos hecho mal en permitir este testimonio sobre Jesús. Vayamos a arrojarle desde el pináculo del templo para que el pueblo se atemorice y no crea en su testimonio.” Entonces gritaron: “¡Vaya, vaya!, ¿de modo que también el Justo se ha dejado engañar?” Y cumplieron la palabra de Isaías en la Escritura: “Suprimamos al Justo, porque constituye un estorbo. Así tendrán que comer el fruto de sus propias acciones.” Y, subiendo al pináculo, arrojaron desde ahí al Justo. Y decían entre sí: “Apedreemos a Santiago el Justo.” Y empezaron a apedrearle, pues todavía no estaba muerto. Santiago se puso de rodillas y dijo: “Padre, te ruego que los perdones, porque no saben lo que, hacen.” Como continuasen apedreándole, uno de los sacerdotes de los hijos de Recab, el hijo de Recabim, por quien había testimoniado el profeta Jeremías, les gritó: “¿Qué estáis haciendo? ¡Cesad de apedrearle! ¿No veis que el Justo está orando por vosotros?” Y uno de ellos, que era batanero, tomando el bastón con que sacudía los vestidos, lo descargó sobre la cabeza del Justo. Así fue martirizado Santiago. El pueblo le dio sepultura ahí mismo, junto al templo y su sepultura está todavía junto al templo.”

 

Josefo cuenta el suceso de un modo un tanto diferente y no dice que Santiago haya sido arrojado desde el pináculo del templo. Pero relata que murió apedreado y sitúa los acontecimientos en el año 62. Es interesante notar, en relación con la fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro, que Eusebio dice que los cristianos de Jerusalén conservaban todavía y veneraban el trono o cátedra de Santiago. Ordinariamente, se considera a Santiago como el autor de la epístola del Nuevo Testamento que lleva su nombre, cuya insistencia en el valor de las buenas obras molestaba tanto a los que predicaban la justificación por la fe sola.

 

Fuera del Nuevo Testamento y de las tradiciones (no siempre fidedignas) transmitidas por Eusebio, existen muy pocos datos sobre la vida de San Felipe y Santiago. En Acta Sanctorum, mayo, vol. I, los bolandistas han reunido los testimonios de los escritores eclesiásticos más antiguos. Los Actos apócrifos de San Felipe, que datan, probablemente, del siglo III o del IV, fueron editados por R. A. Lipsius en Apokryphen Apostelgeschichten und Apostellegenden, vol. II, pte. 2, pp. 1-90. Ver también E. Hennecke, Neutestamentliche Apokryphen (2a. edic., 1924), y el Handbuch del mismo autor. Casi todas las enciclopedias discuten las biografías de los dos Apóstoles; ver, por ejemplo, el Dictionnaire de la Bible y sus suplementos. Se ha discutido enormemente sobre quién es el autor de la Epístola de Santiago. No podemos detenernos aquí sobre ese punto. En todo caso, el texto de la Epístola deja ver muy poco del carácter y la vida del autor. Dado que los autores admiten generalmente que el martirio de Santiago tuvo lugar el año 62 ó 63, la epístola tiene que ser anterior, si él es el autor. Mons. Duchesne opina que la conmemoración conjunta de San Felipe y Santiago el 1° de mayo, que aparece también en los sacramentarios gregoriano y gelasiano, data de la dedicación de la iglesia “de los Apóstoles” en Roma, llevada a cabo por el Papa Juan III hacia el año 563. Esa iglesia, conocida más tarde con el nombre vago de “iglesia de los Apóstoles,” estaba originalmente dedicada a San Felipe y Santiago, como lo demuestra la inscripción que se conserva en ella:

 

“Quisquis lector adest Jacobi pariterque Philippi

Cernat apostolicum lumen inesse locis.”

 

Pero hay indicios, en ciertos manuscritos del Hieronymianum y en otros documentos, de que originalmente, el 1° de mayo se celebraba únicamente la fiesta de San Felipe.

 

 

San Mamerto, Obispo de Vienne (c. 475 d.C.).

(11 de mayo).

No sabemos gran cosa sobre la vida de San Mamerto. Era el hermano mayor del poeta Claudiano, autor del De statu animae, a quien él ordenó sacerdote. Ambos hermanos gozaron de merecida fama de santidad y sabiduría. En 463, se produjeron algunas dificultades con motivo de la consagración del nuevo obispo de la sede de Die. El Papa San León I había cambiado poco antes dicha sede de la jurisdicción de Vienne a la de Arles y algunos se quejaron ante el Papa San Hilario de que San Mamerto había cometido un abuso al consagrar a un nuevo obispo para la sede de Die. El Papa respondió, en una severa carta que Mamerto merecía ser depuesto por ese abuso; pero, en realidad, no se hizo ningún cambio y el nuevo obispo de Die recibió la confirmación del de Arles. Poco después, San Mamerto trasladó a Vienne los restos del mártir Ferréolo, quien había dado testimonio de la fe en esa región uno o dos siglos antes. San Mamerto es famoso sobre todo en la historia de la Iglesia, porque instituyó las procesiones penitenciales en los días de Rogativas, en la semana anterior a la fiesta de la Ascensión. Se trata de la celebración de las “Litaniae minores,” que fue adoptada en Roma por el Papa San León III (795-816); de ese modo, la influencia de los francos y particularmente de Carlomagno se dejó sentir en toda la Iglesia de occidente.

Numerosos testimonios prueban sin lugar a dudas que San Mamerto fue realmente quien introdujo las Rogativas. En una carta que le escribió San Sidonio Apolinar, habla de las procesiones por él instituidas y dice que han sido un remedio muy eficaz contra el pánico del pueblo. Al mismo tiempo, alaba el valor de San Mamerto, quien había permanecido en su puesto en tanto que otros huían. San Avilo, que había sido bautizado por San Mamerto y ocupó la sede de Vienne quince años después de la muerte del santo, predicó una homilía que se conserva todavía, durante una procesión de Rogativas. Por esa homilía podemos darnos una idea de las tribulaciones que afligían a la región cuando se instituyó la celebración. San Avito menciona un terremoto, varios incendios y un ciervo salvaje que se había refugiado en la ciudad. Muy de acuerdo con las ideas de su época, San Mamerto había interpretado esas calamidades como un castigo de Dios por los pecados del pueblo y, en consecuencia, propuso el remedio de la penitencia y la obligación de ayunar y organizó una procesión popular en la que se cantaran los salmos. El ejemplo de Vienne se extendió pronto a otras regiones de Francia y, más tarde, llegó a ser práctica universal en el occidente. El vigésimo séptimo decreto del primer Concilio de Orléans (511 d.C.) mandó que todas las iglesias celebraran las procesiones de Rogativas en los días que preceden a la fiesta de la Ascensión; también ordenó que se observase un ayuno tan estricto como el de la cuaresma y prohibió todo trabajo servil para que aun los esclavos pudiesen asistir a las procesiones. Los clérigos que no asistieran a las procesiones serían castigados por sus obispos. Los escritos de los contemporáneos y de los historiadores de la época, como San Gregorio de Tours, prueban que San Mamerto era un santo y generoso pastor de almas y un jefe osado y prudente. San Avito, en la homilía que hemos citado, alaba la prudencia que desplegó para conseguir que las autoridades civiles y el pueblo aceptasen de buena gana los sacrificios que imponían las procesiones de las Rogativas.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. II, se hallan reunidos casi todos los documentos que poseemos sobre San Mamerto. Sobre los días de Rogativas cf. K. A. Kellner, Heortology pp. 189-194. Edmund Bishop hace notar atinadamente que no hay que atribuir al nombre de “letanías” el significado que tiene actualmente: “El resultado de mis investigaciones me lleva a la conclusión de que las letanías no se cantaban en las procesiones de Rogativas. Según los testimonios de la época, las Rogativas comprendían el canto de los salmos y tal vez también las colectas y oraciones correspondientes.” Cf. igualmente el artículo de Cabrol sobre las Letanías, en DAC., y nuestros artículos del 2 de febrero y del 25 de abril (La Purificación y San Marcos, respectivamente).

 

 

San Máyolo, Abad de Cluny (994 d.C.).

(11 de mayo).

La Provenza, a principios del siglo X, sufrió violentas incursiones de los sarracenos; por ello, San Máyolo, que desde muy joven había heredado grandes posesiones en las cercanías de Riez, tuvo que refugiarse en casa de unos parientes, en Mácon de Borgoña. Ahí recibió la tonsura, de manos de su tío, el obispo Berno, quien le concedió una canonjía y le envió más tarde a Lyon a estudiar filosofía bajo la dirección del célebre maestro Antonio, abad de L'Ile Barbe. A su vuelta a Macón, San Máyolo fue nombrado archidiácono, a pesar de que era muy joven, y poco después fue elegido obispo de Besangon. Para evitar que le consagrasen por la fuerza, pues se sentía indigno de tan alto cargo, San Máyolo se refugió en la abadía de Cluny, de la que su padre había sido gran bienhechor. Ahí tomó el hábito y fue nombrado bibliotecario y procurador por el abad Ainardo. Como bibliotecario, tenía la dirección de los estudios y como procurador, estaba encargado de la administración y de la gestión de los múltiples bienes de la abadía. Durante los viajes que se vio obligado a hacer, dio gran ejemplo de humildad y prudencia. San Berno, [Berno era en aquella época un nombre bastante común. Por ello hacemos notar que Berno, el abad de Cluny, no tenía nada que ver con el obispo de Mácon mencionado antes.] primer abad de Cluny, había elegido como coadjutor a San Odón; éste a su vez, había elegido a Ainardo, el cual escogió a San Máyolo para que le ayudase en el gobierno de la abadía, pues había perdido la vista.

La prudencia y la virtud de San Máyolo, le ganaron el respeto de los más grandes hombres de la época. El emperador Otón el Grande tenía gran confianza en él y le encargó de supervisar todos los monasterios de Alemania v otras partes del Imperio. No menor estima profesaban al santo la emperatriz Santa Adelaida y su hijo Otón II; San Máyolo les pagó el afecto reconciliándolos cuando tenían puntos de vista diferentes. Gracias a los privilegios concedidos a la orden que gobernaba, San Máyolo logró reformar numerosos monasterios, muchos de los cuales adoptaron la regla cluniacense. Otón II quería que San Máyolo fuese elegido Papa, pero el santo se opuso terminantemente; a los argumentos del emperador, respondió que sabía muy bien cuan poco preparado estaba para tan alta dignidad y que su carácter era muy diferente del de los romanos. San Máyolo era muy culto y promovió mucho la ciencia. Tres años antes de su muerte, escogió por coadjutor a San Odilón y, desde entonces, se consagró enteramente a la penitencia y la contemplación. Sin embargo, no pudo negarse a la petición del rey de Francia, Hugo Capelo; quien solicitó que fuese a reformar la abadía de St. Denis, en las cercanías de París. San Máyolo enfermó durante el viaje y murió en la abadía de Souvigny, el 11 de mayo de 944. El rey de Francia asistió a sus funerales en la iglesia de San Pedro de Souvigny.

 

Existen abundantes materiales biográficos sobre San Máyolo. En Acta Sanctorum, mayo, vol. II, hay tres biografías antiguas, cuyo resumen puede verse en BHL., nn. 5177-5187. Sobre el complicado problema de la interdependencia de dichas biografías, véase el pertinente artículo de L. Traube en Neus Archiv..., vol. XVII (1892), pp. 402-407. Ver también J. H. Pignot, Histoire de l'Ordre de Cluny, vol. I, pp. 236-303; E. Sackur, Die Cluniacenser, vol. I, pp. 205-256; C. Hilpisch, Geschichte des Ben. Monchtumes, pp. 170 ss. Dom G. Morin publicó en la Revue Bénédictine, vol. XXXVIII (1926), pp. 56-57, un himno escrito por San Odilón en honor de San Máyolo. Cf. Zimmermman, Kalendarium Benedictinum, vol. II, pp. 171-173.

 

 

San Ansfrido, Obispo de Utrecht (1010 d.C.).

(11 de mayo).

En su juventud, San Ansfrido se distinguió en la lucha contra los bandoleros y los piratas, lo que le valió el favor de los emperadores Otón III y Enrique II. San Ansfrido era duque de Brabante. Cuando la sede de Utrecht quedó vacante, a la muerte del obispo Balduino, el emperador propuso que Ansfrido le sucediese; a pesar de que se opuso con todas sus fuerzas, el santo fue consagrado obispo el año 994. Fundó un convento de religiosas en Thorn, cerca de Roermond, V la abadía de Hohorst o Heiligenberg, a la que se retiró al quedarse ciego. Ahí mismo murió. Cierto número de habitantes de Utrecht asistieron a los funerales; aprovechando un momento en que todo el pueblo se hallaba apagando un incendio, tal vez provocado por ellos, los visitantes se apoderaron de los restos de San Ansfrido y los llevaron a Utrecht. Cuando los monjes de Heiligen cayeron en la cuenta, se dispusieron a perseguir violentamente a los autores del robo; pero la abadesa de Thorn consiguió, con sus oraciones, evitar el derramamiento de sangre. San Ansfrido fue sepultado en la catedral de Utrecht.

 

Lo que el Acta Sanctorum, mayo, vol. I, presenta como un fragmento de la vida de San Ansfrido, es en realidad un extracto del De diversitate temporum del monje benedictino Alberto de Saint Symphorian de Metz. Alberto, contemporáneo de San Ansfrido, escribió su tratado en 1022; aunque no da muchos datos, su relato es sustancialmente verídico.

 

 

Santos Nereo, Aquileo y Domitila, Mártires (¿siglo I?).

(12 de mayo).

El culto de los Santos Nereo y Aquileo es muy antiguo, ya que data, por lo menos, del siglo IV. En la fiesta de estos santos, que se celebraba en Roma con cierta solemnidad, San Gregorio. Magno predicó dos siglos más tarde, su vigésima octava homilía: “Los santos ante los que nos hallamos reunidos despreciaron al mundo y pisotearon la paz, las riquezas y la vida que las ofrecía.” La iglesia en que el santo pronunció esa homilía se hallaba en el cementerio de Domitila, en la Vía Ardeatina, sobre la tumba de los mártires. Hacia el año 800, León III construyó una nueva iglesia; el cardenal Batonio, que fue titular de ella, la reconstruyó y llevó de nuevo allá las reliquias de San Nereo y San Aquileo, que habían sido trasladadas a la iglesia de San Adrián.

Nereo y Aquileo eran soldados pretorianos, según dice la inscripción que el Papa San Dámaso mandó poner sobre su tumba. Las “actas” de estos mártires, que son legendarias, dicen que eran eunucos y estaban al servicio de Flavia Domitila, a la que siguieron al destierro. Eusebio escribe sobre esta dama, que era sobrina nieta del emperador Domiciano [Actualmente 1a opinión más común es que había dos Flavias. La mayor era hija de una hermana de Domiciano y Tito, esposa de Flavio Clemente, que fue desterrada a la isla de Pandatania, según escribe Dion Casio. La otra Flavia Domitila era, por su matrimonio, sobrina de Domiciano; San Jerónimo considera como un martirio su destierro a Ponza.]: “En el décimo quinto año de Domiciano, por haber dado testimonio de Cristo, Flavia Domitila, sobrina de Flavio Clemente, uno de los cónsules de Roma, fue desterrada con muchos otros a la isla Poncia,” es decir, Ponza. San Jerónimo describe el destierro como un largo martirio. Probablemente Nerva y Trajano no tenían ningún empeño en llamar del destierro a los parientes de Domiciano, cuando levantaron la pena a los otros exilados. Las “actas” relatan que Nereo, Aquileo y Domitila fueron desterrados a la isla de Terracina; los dos primeros fueron ahí decapitados durante el reinado de Trajano, en tanto que Domitila pereció en la hoguera por haberse negado a ofrecer sacrificios a los ídolos. Probablemente la leyenda se basa en el hecho de que los cuerpos de Nereo y Aquileo fueron quemados en un sepulcro familiar, que se hallaba en lo que fue después el cementerio de Domitila. Durante las excavaciones que llevó a cabo Rossi en 1874, en dicha catacumba, se descubrió su sepulcro vacío, en la cripta de la iglesia que el Papa San Siricio construyó el año 390.

Así pues, todo lo que podemos afirmar acerca de los santos Nereo y Aquileo es lo que se halla consignado en las inscripciones que San Dámaso mandó colocar en su sepulcro a fines del siglo IV. El texto ha llegado hasta nosotros a través de las citas de los viajeros que vieron las inscripciones cuando estaban todavía enteras; pero los fragmentos que descubrió Rossi bastan para identificar la inscripción perfectamente. He aquí el texto, traducido al español: “Los mártires Nereo y Aquileo habían entrado voluntariamente en el ejército y desempeñaban el cruel oficio de poner en práctica las órdenes del tirano. El miedo les hacía ejecutar todos los mandatos. Pero, por milagro de Dios, los dos soldados abandonaron la violencia, se convirtieron al cristianismo y huyeron del campamento del malvado tirano, dejando tras de sí los escudos, las armaduras y las lanzas ensangrentadas. Después de confesar la fe de Cristo, se regocijan ahora al dar testimonio del triunfo del Señor. Que estas palabras de Dámaso te hagan comprender, lector, las maravillas que es capaz de hacer la gloria de Cristo.”

 

Hay una literatura muy abundante sobre la leyenda de Nereo y Aquileo y el descubrimiento del cementerio de Domitila. Las actas pueden verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Hay innumerables ediciones y comentarios de ellas: Wirth (1890); Achelis, Texte und Untersuchungen, vol. XI, pte. 2, (1892); Schaefer, Romische Quartalschrift, vol. VIII (1894), pp. 89-119; P. Franchi de Cavalieri, Note Agiografiche, n. 3 (1909), etc. Cf. también J. P. Kirsch, Die romischen Titelkirchen (1918), pp. 90-94; Huelsen, Le Chiese di Roma nel medio evo, pp. 388-389, etc., y CMH., p. 249. Se encontrarán abundantes referencias sobre la literatura arqueológica del cementerio de Domitila en el artículo de Leclercq en DAC., vol. IV (1921), cc. 1409-1443.

 

 

San Pancracio, Mártir (¿304? d.C.).

(12 de mayo).

No poseemos datos ciertos sobre San Pancracio, cuyo martirio se celebra el día de hoy. La versión que se da ordinariamente de su vida se basa en las llamadas “actas,” las cuales fueron inventadas mucho tiempo después de la muerte del santo y contienen serios anacronismos. Según esas actas, San Pancracio era un huérfano de origen sirio o frigio. Un tío suyo le llevó consigo a Roma, donde ambos se convirtieron al cristianismo. Pancracio fue decapitado por la fe a los catorce años de edad, en tiempos de Diocleciano, y fue sepultado en el cementerio de Calepodio, que después tomó su nombre. Hacia el año 500, el Papa Símaco construyó o reconstruyó una basílica sobre el sepulcro de San Pancracio. San Agustín de Canterbury le consagró la primera iglesia que erigió en esa ciudad; unos cincuenta años más tarde, el Papa San Vitaliano envió a Oswy, rey de Nortumbría, una parte de las reliquias del mártir, cuya distribución ayudó a propagar su culto en Inglaterra. San Gregorio de Tours, que llamó a San Pancracio “el vengador del perjurio,” afirmaba que Dios obraba el milagro perpetuo de castigar visiblemente todos los falsos juramentos que se hicieren en presencia de las reliquias de San Pancracio.

La tumba del santo estaba en la Vía Aurelia, a dos kilómetros de Roma. El Papa Honorio (625-638) restauró elegantemente la iglesia que había construido el Papa Símaco; todavía se conserva la inscripción que mandó poner con ese motivo. El Papa Gregorio Magno había construido un monasterio benedictino en honor de San Pancracio; probablemente, San Agustín de Canterbury dedicó al santo la iglesia arriba mencionada, en recuerdo del convento en que había vivido en Roma. Otro cementerio muy conocido que llevaba también el nombre de San Pancracio era el de Londres, donde fueron enterrados muchos mártires católicos; el barrio y la estación del ferrocarril tomaron de esa iglesia el nombre del santo.

 

Existen varias recensiones de las actas, tanto en latín como en griego; pueden verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Pío Franchi de Cavalieri discute el texto griego en Studi e Testi, vol. XIX, pp. 77-120. Ver también Analecta Bollandiana, vol. IX, pp. 258-261.

 

 

San Epifanio, Obispo de Salamis (403 d.C.).

(12 de mayo).

San Epifanio nació en Besandulk, pueblecito en los alrededores de Eleuterópolis de Palestina, hacia el año 310. Como preparación para el estudio de la Sagrada Escritura, aprendió desde joven el hebreo, el copto, el sirio, el griego y el latín. El trato frecuente con los anacoretas, a los que iba a visitar regularmente, despertó en él la inclinación a la vida religiosa, que abrazó desde muy joven. Aunque uno de sus biógrafos dice que tomó el hábito en Palestina, lo cierto es que pasó poco después a Egipto para perfeccionarse en la disciplina ascética, en el seno de alguna de las comunidades del desierto. Hacia el año 333, volvió a Palestina, donde fue ordenado sacerdote. En Eleuterópolis fundó y gobernó un convento. Las mortificaciones que practicaba parecían exageradas a algunos de sus discípulos; pero el santo respondía a sus objeciones: “Dios sólo da el Reino de los Cielos a los que sufren por El, y cuanto hagamos será siempre poco en comparación con la corona que nos espera.” Sus mortificaciones corporales no le impedían dedicarse al estudio y la oración; puede decirse que la mayoría de los libros importantes de la época pasaron por las manos de San Epifanio. En el curso de sus lecturas, le impresionaron particularmente los errores que descubrió en los escritos de Orígenes, a quien consideró desde entonces como la fuente de todas las herejías que afligían a la Iglesia en su tiempo.

En Palestina y en los países circundantes se llegó a considerar a San Epifanio como un oráculo y se decía que cuantos le visitaban salían espiritualmente consolados. Su fama se extendió, con el tiempo, hasta regiones muy distantes y, en el ano de 367 fue elegido obispo de Salamis (que entonces se llamaba Constancia), en Chipre. Sin embargo, siguió gobernando su monasterio de Eleuterópolis, al que iba de vez en cuando. La caridad del santo con los pobres era ilimitada, y numerosas personas le constituyeron administrador de sus limosnas. Santa Olimpia le confió con ese fin una importante donación de tierras y dinero. La veneración que todos le profesaban le libró de la persecución del emperador arriano Valente; prácticamente fue el único obispo ortodoxo en las riberas del Mediterráneo a quien el emperador no molestó para nada. En 376, San Epifanio emprendió un viaje a Antioquía para convertir a Vital, el obispo apolinarista; pero sus esfuerzos fueron vanos. Seis años más tarde, acompañó a San Paulino de Antioquía a Roma, donde asistieron al Concilio convocado por San Dámaso. Ambos se hospedaron en casa de una amiga de San Jerónimo, la viuda Paula, a la que San Epifanio encontró tres años más tarde en Chipre, cuando se dirigía a Jerusalén para reunirse con su padre espiritual.

San Epifanio era un santo, pero era también un hombre apasionado, y sus prejuicios de hombre de edad le llevaron en algunas ocasiones a excesos lamentables. Así, por ejemplo, después de que el obispo Juan de Jerusalén le había acogido honrosamente como huésped, tuvo el mal gusto de predicar en la catedral un sermón contra el prelado, a quien sospechaba contagiado de origenismo. Como si esto no hubiera sido suficiente, en Belén, que no era su diócesis, se atrevió a ordenar, contra todos los cánones, a Pauliniano, el hermano de San Jerónimo. Las quejas del obispo de Jerusalén y el escándalo provocado por su conducta, le obligaron a llevar consigo a Pauliniano a Chipre. En otra ocasión, furioso al ver una imagen de Nuestro Señor o de un santo sobre la cortina que cubría la puerta de una iglesita de pueblo, desgarró la tela y dijo a los presentes que se sirviesen de los harapos para limpiar el suelo. Cierto que después pagó otra cortina; pero tal vez los habitantes del lugar no quedaron muy contentos. El malvado Teófilo de Alejandría se sirvió de San Epifanio, enviándole a Constantinopla para acusar a los cuatro “hermanos altos,” quienes habían escapado de la persecución de Teófilo por apelación al emperador. Al llegar a Constantinopla, San Epifanio se negó a aceptar la hospitalidad que le ofrecía San Juan Crisóstomo, porque éste había protegido a los monjes fugitivos; pero, cuando San Epifanio compareció junto con los cuatro hermanos ante el juez, y éste le exigió que probase sus acusaciones, el santo debió reconocer que no había leído ninguno de sus libros ni conocía nada de sus doctrinas. Muy humillado, se embarcó, poco después, con rumbo a Salarais, pero falleció en el camino.

San Epifanio es, sobre todo, famoso por sus escritos. Los principales son: el Anachoratus, una apología de la fe; el Panarium o remedio contra todas las herejías; el “Libro de los Pesos y Medidas,” en el que describe las costumbres y las medidas de los judíos; y un estudio sobre las piedras preciosas que el sumo sacerdote judío ostentaba en su pectoral. Estas obras, que eran muy apreciadas antiguamente, revelan la vasta cultura del autor; pero, juzgándole con nuestra sensibilidad moderna, San Epifanio carece de sentido crítico y es incapaz de exponer claramente una idea. ¡Con razón, San Juan le describía como “la última reliquia de la antigua piedad!”

 

La biografía de San Epifanio que se atribuye a un hipotético obispo llamado Polibio, carece de valor histórico; los bolandistas no la publicaron en su artículo sobre San Epifanio, Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Los detalles sobre la vida del santo hay que entresacarlos de las obras de los historiadores de la Iglesia, como Sozomeno y de los controversistas que estudiaron los escritos de Orígenes y la vida de San Juan Crisóstomo. La Academia Prusiana de Ciencias tomó por su cuenta la edición crítica de las obras de San Epifanio, pero la publicación avanzó muy lentamente. Acerca de la vida y los escritos del santo, cf. DTC., vol. V (1913), cc. 363-365; Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 293-302; y P. Mass, en Byzantinische Zeitschrift, vol. 30 (1930), pp. 279-289. Hay un excelente artículo en DCB., vol. II, pp. 149-156, de R. A. Lipsius.

 

 

San Modoaldo, Obispo de Tréveris (c. 640 d.C.).

(12 de mayo).

El santo obispo Modoaldo, conocido también con el nombre de Romualdo, nació en Aquitania. Según parece, pertenecía a una noble familia en la que abundaban los santos, pues una de sus hermanas era la abadesa Santa Severa y otra fue la Beata Iduberga, esposa de Pepino de Landen y madre de Santa Gertrudis de Nivelles. Modoaldo iba con frecuencia a la corte del rey Dagoberto, donde conoció a San Arnulfo de Metz y a San Cuniberto de Colonia, de los que fue muy amigo. Dagoberto estimaba tanto al joven clérigo, que le nombró obispo de Tréveris; pero el santo no dejó por ello de reprender constantemente al rey por su vida licenciosa y la frivolidad de su corte. Finalmente, las reprensiones del santo obtuvieron el fruto deseado, ya que Dagoberto se arrepintió sinceramente y trató de reparar sus pasadas faltas. San Modoaldo se convirtió en consejero y director espiritual del rey y éste, a su vez, le regalaba tierras y dinero para la fundación de nuevos monasterios. En realidad, sabemos muy poco sobre la vida del santo, ni siquiera podemos determinar con certeza las fechas de su consagración y de su muerte. Sí es seguro que asistió al Concilio de Reims, el año 625. San Modoaldo ordenó al mártir San Germán de Grandval, a quien había educado y ofreció hospedaje a San Desiderio de Cahot, según se desprende de la carta que éste último le escribió para darle las gracias. Los bolandistas calculan que San Modoaldo fue obispo de Tréveris del año 622 al año 640.

 

La biografía sumaria de San Modoaldo, escrita cuatro siglos después de su muerte por el abad Esteban de Lieja, carece de valor histórico. Puede verse, junto con una introducción y un comentario, en Acta Sanctorum, mayo, vol. III.

 

 

Santa Rictrudis, Viuda (688 d.C.).

(12 de mayo).

La familia de Santa Rictrudis era una de las más ilustres de Gascuña. Los padres de la santa eran tan devotos como ricos. Cuando era niña, Rictrudis conoció en la casa de su padre al que, con el tiempo, habría de ser su director espiritual. Nos referimos a San Amando, a quien desterró el rey Dagoberto por haberle echado en cara su conducta licenciosa. El santo prelado evangelizaba entonces la Gascuña, cuyos habitantes eran todavía paganos. Más tarde, los padres de Rictrudis recibieron a otro ilustre personaje, San Adabaldo, noble francés que gozaba del favor del rey Clodoveo. Los padres de la joven le concedieron la mano de su hija, a pesar de la oposición de los que veían con malos ojos toda alianza con los francos. Adalbaldo se trasladó con su esposa a Ostrevant de Flandes. Dios los bendijo con cuatro hijos: Mauronte, Eusebia, Clotsinda y Adalsinda, destinados también a alcanzar el honor de los altares. Al término de su destierro, San Amando pasaba algunas temporadas con sus antiguos amigos, cuya vida santa y feliz describió en términos idílicos, en el siglo X, el biógrafo de Santa Rictrudis. Después de dieciséis años de matrimonio, San Adalbaldo fue asesinado en Gascuña por algunos parientes de su esposa que nunca le perdonaron su matrimonio con ella. Fue un golpe terrible para Santa Rictrudis, quien decidió entrar inmediatamente en el convento; pero San Amando le aconsejó que esperase hasta que su hijo pudiera establecerse en la corte. La dilación provocó más tarde serias dificultades a Santa Rictrudis, pues el rey Clodoveo II, al verla tan rica y atractiva, determinó casarla con uno de sus favoritos. En tales casos, los deseos del rey eran órdenes. Santa Rictrudis se defendió en vano; pero al fin San Amando persuadió al monarca de que dejase a su protegida seguir su vocación. Santa Rictrudis se trasladó entonces a Marchiennes, donde fundó un monasterio para hombres y otro para mujeres; en éste último recibió el velo de manos de San Amando. Sus dos hijas menores, Clotsinda y Adalsinda, la siguieron al convento, en tanto que Eusebia fue a vivir con Santa Gertrudis, su abuela paterna, en Hamage. Tras de pasar algunos años en la corte, Mauronte determinó también abandonar el mundo; recibió la tonsura en Marchiennes, en presencia de su madre. Adalsinda murió joven. Clotsinda sucedió a Santa Rictrudis en el gobierno del convento. Santa Rictrudis murió a los sesenta y seis años de edad.

 

Hubaldo de Elnone, que escribió la vida de Santa Rictrudis, el año 907, trató de exponer realmente la verdad histórica, a pesar de que casi todos los documentos se habían perdido cuando los normandos saquearon e incendiaron Marchiennes, en 881. Ver el admirable estudio que hizo sobre el tema L. Van der Essen, en Revue d'histoire ecclésiastique, vol. XIX (1923), sobre todo pp. 543-550, y Etude Critique... des Saints Mérovingiens (1907, pp. 260-267) del mismo autor. La biografía de Hubaldo y otros documentos se hallan en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. W. Levison, en MGH., Scriptores Merov., vol. VI, reeditó únicamente el prólogo. Algunas veces se confunde a Santa Rictrudis con Santa Rotrudis; se venera a esta última en Saint-Bertin y Saint-Omer, pero no sabemos nada de su vida.

 

 

San Germán, Patriarca de Constantinopla (732 d.C.).

(12 de mayo).

San Germán era hijo de un senador de Constantinopla. Después de su ordenación sacerdotal ejerció, durante algún tiempo, un cargo en la iglesia metropolitana; pero, a la muerte de su padre, fue elegido obispo de Cízico, aunque no sabemos exactamente la fecha. Nicéforo y Teófanes afirman que no se opuso abiertamente a la divulgación de la herejía monoteleta por parte del emperador Filípico; pero esto cuadra mal con la actitud posterior del santo respecto de la herejía, y con las alabanzas que le tributó el segundo Concilio Ecuménico de Nicea, el año 787. Durante el reinado de Anastasio II, San Germán fue trasladado de Cízico a la sede de Constantinopla. Un año después, convocó un sínodo de cien obispos, que definió la doctrina católica frente a la herejía monoteleta.

El año 717, San Germán coronó en Santa Sofía al emperador León el Isáurico, quien juró solemnemente defender la fe católica. Diez años más tarde, cuando el emperador empezó a favorecer a los iconoclastas y se opuso a la veneración de las imágenes, San Germán le recordó su juramento. No obstante, León el Isáurico promulgó un decreto por el que prohibió el culto público a las imágenes y mandó que éstas fuesen colocadas de tal modo que el pueblo no pudiese besarlas. Poco después, con un decreto más drástico, ordenó la destrucción de las sagradas imágenes. El patriarca, que era ya muy anciano, predicó sin temor en defensa de las imágenes y escribió para recordar la tradición cristiana a los obispos que se inclinaban a favorecer a los iconoclastas. En una carta al obispo Tomás de Claudiópolis, decía: “Las imágenes son la concretización de la historia y no tienen más fin que el de dar gloria al Padre celestial. Quien venera las imágenes de Jesucristo, no adora la forma de la madera, sino que rinde homenaje al Dios invisible que está en el seno del Padre; a El es a quien adora en espíritu y en verdad.” El Papa San Gregorio II respondió a San Germán con una carta que se conserva todavía, en la que le felicita por el valor con que había defendido la doctrina y la tradición católicas.

León el Isáurico hizo cuanto pudo por ganar para su causa al anciano patriarca, hasta que, al ver que todos sus esfuerzos resultaban inútiles, obligó a renunciar a San Germán, el año 730. El santo se retiró entonces a la casa paterna, donde pasó el resto de su vida apegado a las reglas monacales y preparándose para la muerte. Fue a recibir el premio celestial cuando tenía ya más de noventa años. La mayor parte de sus escritos se han perdido. El más famoso de ellos es una defensa de San Gregorio de Nissa contra los origenistas. Baronio dice que los escritos de San Germán eran como un faro que iluminaba a toda la Iglesia.

 

A. Papadópulos Kerameus editó en 1881 una biografía medieval de San Germán, escrita en griego; pero se trata de un documento sin valor. Por ejemplo, el autor de esa biografía cuenta que el patriarca, huyendo de la ira de León el Isáurico, se refugió en un convento de religiosas en Cízico y que, con el hábito de las monjas parecía realmente una viejecita: ahora bien, esto es muy poco verosímil, teniendo en cuenta que todos los obispos de oriente se dejaban crecer la barba. La mejor fuente de información es la colección de cartas de la época y las actas de los concilios. En DTC., vol. VI (1920), cc. 1300-1309, hay un excelente artículo sobre San Germán, con una bibliografía muy abundante; ver también Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. V, pp. 48-51, y Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. III, pp. 599 ss.

 

 

Santa Gliceria, Virgen y Mártir (c. 177 d.C.).

(13 de mayo).

Las “actas” griegas, único documento que poseemos sobre esta santa son desgraciadamente muy poco fidedignas. Lo único que podemos afirmar es que Santa Gliceria, fue una virgen cristiana que sufrió el martirio en Heraclea, en la Propóntide, a fines del siglo II. La leyenda presenta los rasgos característicos de ese tipo de fábulas. Según ella, Gliceria era hija de un senador romano que vivía en Trajanópolis de Tracia. La santa confesó abiertamente la fe ante el prefecto Sabino, quien ordenó a los soldados que la llevasen a ofrecer sacrificios en el templo de Júpiter. En vez de obedecer, Gliceria derribó la estatua de oro del dios y la hizo pedazos. Los verdugos la colgaron por los cabellos y la azotaron con varillas de acero, pero no consiguieron hacerle daño alguno. Entonces la encarcelaron y la privaron de todo alimento, pero un ángel le llevaba diariamente la comida. La santa fue arrojada en un horno, pero las llamas se apagaron al punto. Finalmente, los verdugos le arrancaron los cabellos y la echaron a las fieras, pero Gliceria murió antes de que éstas la tocasen. En Heraclea se erigió una espléndida iglesia en su honor.

 

En Origines du Culte des Martyrs (pp. 244-245), Delehaye hace notar que está perfectamente probado que en Heraclea se tributaba culto a la santa desde muy antiguo. El emperador Mauricio visitó su santuario en 591 y Heraclio en 610; además, las actas de los cuarenta Mártires de Heraclea, afirman que el sepulcro de Santa Gliceria era un centro de devoción. Sin embargo, como lo dijimos arriba, las actas griegas, que se hallan en Acta Sanctorum, mayo, vol. III, son una simple novela piadosa. Cf. Byzantinische Zeitschrift, vol. VI, (1897), pp. 96-99.

 

 

San Mucio, Mártir (304 d.C.).

(13 de mayo).

San Mucio era un sacerdote cristiano que fue martirizado en Constantinopla durante la persecución de Diocleciano. Su culto data de muy antiguo. Esto es prácticamente todo lo que sabemos con certeza sobre él, pues sus “actas” son indudablemente espurias. En ellas se lee que San Mucio era un elocuente predicador en Anfípolis de Macedonia. Durante las fiestas de Baco, San Mucio destrozó el altar del dios y derribó por tierra los ex-votos. La muchedumbre le habría asesinado ahí mismo, si el procónsul no le hubiese arrestado. El tribunal le condenó a ser quemado vivo, pero el santo salió ileso de las llamas, junto con tres desconocidos, en tanto que el prefecto y los asistentes perecieron quemados. Entonces, el mártir fue enviado a Heraclea, donde sufrió la tortura de la rueda; después fue arrojado a las fieras, pero éstas no le hicieron daño alguno. Finalmente fue decapitado en Constantinopla.

 

Delehaye habla detenidamente de San Mucio en Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp. 163-187 y 225-232. Primero presenta el mejor texto de las actas y el panegírico de un tal Miguel; después pasa a demostrar que el carácter claramente novelístico de las actas no es una prueba contra la existencia histórica del mártir. Indudablemente existió en Constantinopla, a fines del siglo IV, una iglesia dedicada a San Mucio, construida tal vez por el emperador Constantino. Además, es prácticamente cierto que el antiguo martirologio sirio, de la misma época, menciona al santo, aunque su nombre está transformado en el de “Máximo,” no sabemos por qué. También el Hieronymianum hace mención de San Mucio.

 

 

San Servacio, Obispo de Tongres (384 d.C.).

(13 de mayo).

San Servacio había nacido probablemente en Armenia. Durante el destierro de San Atanasio, le ofreció hospedaje a éste y defendió la causa del gran patriarca en el Concilio de Sárdica. Después del asesinato de Constante, el usurpador Majencio envió a San Servacio y a otro obispo a Alejandría para defender su causa ante el emperador Constancio. La embajada no tuvo éxito, pero San Servacio tuvo ocasión de volver a ver en Egipto a San Atanasio. El año 359, San Servacio asistió al Concilio de Rímini, donde se opuso valientemente a la mayoría arriana, junto con San Febadio, obispo de Agen; sin embargo, ambos santos se dejaron engañar por la fórmula que se firmó ahí, hasta que los ilustró San Hilario de Poitiers.

San Gregorio de Tours cuenta que San Servacio predijo la invasión de los hunos a las Galias y que, con el ayuno, la oración y una peregrinación a Roma, trató de evitar esa catástrofe. El santo emprendió la peregrinación a Roma en espíritu de penitencia para encomendar su grey a los dos grandes Apóstoles. Casi inmediatamente después de su regreso a Tongres, contrajo la peste y murió. Algunos autores sostienen que murió en Maestricht. En ese mismo año, la ciudad de Tongres fue saqueada; pero la profecía de San Servacio se cumplió plenamente setenta años más tarde, cuando Atila y los hunos invadieron y asolaron toda la región.

En los Países Bajos se profesaba gran devoción a San Servacio en la Edad Media, y las leyendas sobre él se multiplicaron. Las reliquias del santo se conservan en Maestricht, en un hermoso relicario antiguo; también se conservan su báculo, la copa en que acostumbraba beber, y su llave de plata. Según la tradición, el mismo San Pedro le dio esa llave en Roma, durante una visión; pero en realidad se trata de una de las Claves Confessionis S. Petri que los Papas solían regalar a algunos personajes distinguidos, fundidas con un poco del acero de las cadenas de San Pedro. Otra tradición cuenta que la copa había sido regalada a San Servacio por un ángel y que tenía la propiedad de curar la fiebre.

 

Las actas de San Servacio son, en realidad, obra de Herigero, abad de Lobbes (siglo X); se hallan reproducidas, en parte, en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Recientemente se han descubierto algunos textos más antiguos; pueden verse en Analecta Bollandiana, vol. I (1882), pp. 88-112, y en G. Kurth, Deux biographies de St Serváis (1881). Véase también G. Kurth, Nouvelles recherches sur St Serváis (1884); A. Proost, Saint Serváis (1891); F. Wilhelm, (1910); G. Gorris (1923); Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, p. 188; y Anallecta Bollandiana, vol. IV (1937), pp. 117-120. El culto de San Servacio fue muy popular y la literatura sobre él es considerable. Sobre las llaves de San Pedro, cf. DAC., vol. III, c. 1861.

 

 

San Juan el Silencioso (558 d.C.).

(13 de mayo).

San Juan fue apodado “el silencioso” por su gran amor al silencio y el recogimiento. [Por lo menos desde mediados del siglo VII, el nombre de “Silencioso” designaba en el oriente a quienes practicaban una forma particular de espiritualidad. A veces se llama a San Juan “el sabaíta.”] Nació al año 454, en Nicópolis de Armenia, de una familia en la que se contaban varios generales y gobernadores de aquella parte del imperio. Después de la muerte de sus padres, Juan, que no tenía más que dieciocho años, construyó un monasterio para él y otros diez compañeros. Bajo la dirección del joven superior, la pequeña comunidad vivía entregada a la devoción y al trabajo. Pronto adquirió San Juan gran fama de santidad y prudencia en el gobierno. Debido a ello, el arzobispo de Sebaste le consagró obispo de Colonia, en Armenia, a los veintiocho años de edad, muy contra la voluntad del joven. San Juan desempeñó durante nueve años las funciones episcopales; instruyó celosamente a su grey, se privó aun de lo más necesario para socorrer a los pobres y conservó, en cuanto pudo, el severo régimen de vida del monasterio. Pero, incapaz de poner remedio a ciertos abusos y sintiéndose llamado al retiro, el santo decidió finalmente abandonar su sede. En vez de volver a Armenia, se dirigió secretamente a Jerusalén, sin saber a ciencia cierta lo que iba a hacer ahí.

Según cuenta su biógrafo, una noche en que San Juan se hallaba en oración, vio una cruz muy brillante en el aire y oyó una voz que le decía: “Si quieres salvarte, sigue esta luz.” Guiado por la cruz, San Juan llegó a la “laura” o monasterio de San Sabas. Convencido de que tal era la voluntad de Dios el santo ingresó al punto en el monasterio, que contaba con más de ciento cincuenta monjes. Tenía entonces treinta y ocho años. San Sabas le puso al principio bajo las órdenes del maestro de obras para que acarrease agua y piedra y ayudase a los obreros en la construcción de un hospital. San Juan iba y venía como una bestia de carga, totalmente concentrado en Dios, siempre alegre y silencioso. Después de esta prueba, el experto superior le nombró encargado de los huéspedes, a los que el santo servía como si se tratase del mismo Cristo. Al ver que su novicio avanzaba rápidamente en el camino de la perfección, San Sabas le permitió retirarse a una ermita para que pudiese entregarse del todo a la contemplación. Los cinco primeros días de la semana, el santo, ayunaba en su celda; pero los sábados y domingos, asistía a los oficios en la iglesia. Al cabo de tres años de vida eremítica, San Juan fue nombrado supervisor de la “laura.” A pesar de los numerosos asuntos en que se ocupaba por su cargo, su gran amor a Dios le permitía vivir con el pensamiento fijo en El, continuamente y sin esfuerzo.

Cuatro años más tarde, San Sabas juzgó a San Juan digno del sacerdocio y decidió presentarle al patriarca Elías. Al llegar a la iglesia del Monte Calvario, donde la ordenación iba a tener lugar, Juan dijo al patriarca: “Santo Padre, tengo que deciros algo en privado; si después de oírme me juzgáis apto para el sacerdocio, recibiré las sagradas órdenes.” El patriarca le concedió una entrevista a solas. San Juan, después de obligarle al más estricto secreto, le dijo: “Padre, yo soy obispo; pero, por mis muchos pecados, tuve que venir a refugiarme en este desierto a esperar la venida del Señor.” Elías quedó sumamente sorprendido y se comunicó con San Sabas para decirle: “No puedo ordenar a este hombre, por lo que me ha comunicado en secreto.” San Sabas volvió al monasterio muy preocupado, pues temía que Juan hubiese cometido un crimen horrible; pero, en respuesta a sus oraciones, Dios le reveló la verdad y le obligó a no comunicarla a nadie.

El año 503, algunos monjes rebeldes obligaron a San Sabas a abandonar la “laura.” Entonces, San Juan se retiró, durante seis años, a un desierto vecino y volvió a la “laura” al mismo tiempo que San Sabas. Vivió todavía cuarenta años en su celda. La experiencia le había mostrado que las almas acostumbradas a hablar con Dios no encuentran más que amargura y vacío en el trato con los hombres. Además, su humildad y su deseo de vivir olvidado de todos le impulsaban, más que nunca, a la soledad. Pero la fama de su santidad atraía constantemente a los visitantes y, el santo comprendió que no debía negarse a quienes necesitaban de sus consejos. Entre éstos se contaba a Cirilo de Escitópolis, quien escribió su biografía cuando el santo tenía ya ciento cuatro años; según Cirilo, San Juan conservaba todavía la lucidez que le había caracterizado toda su vida. El mismo biógrafo relata que, de joven, había ido a consultar al santo ermitaño acerca de su vocación. San Juan le aconsejó que entrase en el monasterio de San Eutimio. En lugar de obedecer, Cirilo ingresó en un monasterio de la ribera del Jordán, donde contrajo una fiebre que le puso a las puertas del sepulcro. Pero San Juan se le apareció en sueños, le reprendió bondadosamente y le dijo que en el monasterio de San Eutimio recobraría la salud y el favor de Dios. A la mañana siguiente, Cirilo partió al monasterio de San Eutimio, completamente restablecido. El mismo autor cuenta que, en su presencia, San Juan arrojó el mal espíritu que se había apoderado de un niño, con sólo trazar con aceite, una cruz sobre su frente. Con su ejemplo y sus consejos, San Juan convirtió muchas almas a Dios. Su vida en la ermita fue una imitación perfecta — en cuanto eso sea posible para la naturaleza humana — de la de los gloriosos espíritus que, en el cielo, aman y alaban constantemente a Dios. Con ellos fue a reunirse el santo el año 558, después de pasar setenta y seis años en una soledad sólo interrumpida por los nueve años de episcopado.

 

Cirilo de Escitópolis, en cuya obra se basa todo lo que sabemos sobre San Juan, ingresó probablemente en el monasterio de San Eutimio el año 544, y pasó a la “laura” de Jerusalén en 554. Como todos sus contemporáneos, Cirilo era muy crédulo y tenía un gusto exagerado por lo maravilloso; pero narró fielmente lo que él consideraba como la verdad. La biografía que escribió puede leerse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también Erhard, Romische Quartalschrift, vol. III (1893), pp. 32 ss.; y el texto de Cirilo en E. Schwartz, Kyrillos von Skjthhopolis (1939).

 

 

San Eutimio, Abad (1028 d.C.).

(13 de mayo).

Eutimio era hijo de San Juan el Ibérico, de quien se hace mención el 12 de julio. En su artículo se dice que Eutimio acompañó a su padre a su retiro del Monte Athos y le ayudó a fundar el famoso monasterio de Ivirón para los monjes de Iberia (Georgia). [En esa región, cerca de Tiflis, nació José Stalin, cuyo verdadero apellido era Yugashvili.] En 1002, a la muerte de su padre, Eutimio le sucedió en el cargo de abad.

Bajo su gobierno, el monasterio prosperó mucho. Los monjes venían no sólo de Iberia, sino también de Palestina y Armenia. El santo tuvo que expulsar a muchos jóvenes ricos que consideraban la vida religiosa como una forma elegante de retirarse del mundo y dedicarse al reposo. Hacia el año 1040, el monje Jorge el Hagiorita escribió las biografías de San Eutimio y su padre; aunque una buena parte de la obra es una simple colección de alabanzas y lugares comunes, alcanza a destacarse suficientemente la figura de San Eutimio. Era este un superior firme pero no severo, que dirigía a sus súbditos más con el ejemplo que con la palabra y sabía la importancia que tienen los detalles. Jamás bebía vino, cosa extraordinaria para aquella época y aquella región vinícola; pero tenía el buen sentido de exigir que la ración de vino que se daba a sus monjes durante la comida fuese de buena calidad. Insistía también en que no se emplease a trabajadores demasiado jóvenes en las tierras del monasterio: “Sé muy bien que el salario de los hombres maduros es mayor; pero vale la pena gastar un poco más para no exponer a nuestros hermanos a ningún peligro.”

El trabajo predilecto del santo era traducir los libros sagrados del griego al caucásico. Jorge el Hagiorita dice que tradujo más de sesenta libros, entre los que se contaban algunos comentarios bíblicos y diversos escritos de San Basilio, San Gregorio de Nissa, San Efrén y San Juan Damasceno, así como los “Institutos” de San Juan Casiano y los “Diálogos” de San Gregorio Magno. Del caucásico al griego tradujo una obra de particular interés para la hagiografía; nos referimos a la “Vida de los Santos Barlaam y Josafat.” Esos santos no existieron nunca, pero, desgraciadamente, el cardenal Baronio introdujo sus nombres en el Martirologio Romano (27 de noviembre). Naturalmente, los trabajos que emprendió San Eutimio le dejaban poco tiempo para gobernar; así pues, al cabo de catorce años de superiorato, renunció a su cargo, con la idea de que el pueblo cristiano tenía necesidad de ciertos libros que sólo él podía traducir.

Por desgracia, bajo el superiorato de su sucesor se produjeron ciertos disturbios entre los monjes ibéricos y los griegos, por lo que el emperador Constantino VIII convocó a San Eutimio a Constantinopla para que le diese cuenta de la situación. Cuando se hallaba en dicha ciudad, el santo fue derribado por la muía que montaba y murió a resultas de la caída, el 13 de mayo de 1028. Su cuerpo fue trasladado al Monte Athos y sepultado en la iglesia de la Santísima Madre de Dios.

 

Sobre la bibliografía, véase nuestro artículo del 12 de julio acerca de San Juan el Ibérico. En henikon, vol. VI, n. 5 y vol. VII, nn. 1, 2 y 4 (1929-1930) hay una traducción francesa de la biografía escrita por Jorge el Hagiorita. El nombre de Hagiorita, que se da también algunas veces al padre de San Eutimio, se deriva de la expresión griega Hagion Oros (Monte Santo) y hace alusión al Monte Athos. Ivirón es, en la actualidad, un monasterio de la Iglesia ortodoxa, habitado por monjes griegos; los ibéricos salieron de ahí hace mucho tiempo.

 

 

San Poncio, Mártir (¿siglo III?).

(14 de mayo).

Durante mucho tiempo se creyó que San Poncio era un ilustre mártir de la primitiva Iglesia, que había muerto durante la persecución de Valeriano, hacia el año 258, en Cimella. Dicha ciudad, situada en la Costa Azul de Francia, cerca de Niza, fue destruida por los lombardos y reconstruida más tarde con el nombre de Cimiez. Según cuenta la leyenda, San Poncio era hijo de un senador romano. El Papa Ponciano le enseñó los primeros rudimentos de la fe cuando era niño. A la muerte de su padre, San Poncio distribuyó su herencia entre los pobres y se consagró a la práctica de la caridad. El emperador Felipe y su hijo, que se habían convertido por la predicación del santo, le tenían en alta estima. Después del asesinato del emperador, San Poncio huyó a Cimella. Arrestado ahí por ser cristiano, fue bárbaramente torturado y arrojado a las fieras; pero como éstas no le hicieron daño alguno, el gobernador le mandó decapitar.

 

En el Martirologio Romano aparece el nombre de San Poncio, a quien, en tiempos de Alban Butler, se consideraba como “un ilustre mártir primitivo.” Pero la hagiografía moderna, representada en este caso por el bolandista Delehaye, ha probado que las actas (cf. Acta Sanctorum, mayo, vol. III) carecen de valor histórico y datan del siglo VI, por más que el autor intenta hacerse pasar por contemporáneo y testigo presencial del martirio del santo. Además, no existe ninguna manifestación de culto primitivo. Véase Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 201-203.

 

 

San Bonifacio de Tarso, Mártir (¿306? d.C.).

(14 de mayo).

Según parece, el culto de San Bonifacio de Tarso data solamente del siglo IX, aunque su martirio tuvo lugar el año 306. Por otra parte, es evidente que las actas contienen muchos detalles imaginarios, aunque el fondo es probablemente histórico. La vida del santo puede resumirse así: A principios del siglo IV, vivía en Roma una mujer llamada Aglaé. Noble, rica y hermosa, gustaba de llamar la atención de sus conciudadanos y, para ello, ofreció dos veces al pueblo un espectáculo público que pagó de su propia bolsa. El mayordomo de Aglaé, llamado Bonifacio, vivía en pecado con ella. Bonifacio era licencioso y disoluto, pero también era generoso, hospitalario y muy bondadoso con los pobres. Un día, Aglaé le pidió que fuese al oriente a traerle unas reliquias, “porque —le explicó— he oído decir que quienes honran a los mártires de Cristo compartirán la gloria con ellos y los cristianos de oriente se dejan torturar y matar por Cristo.” Bonifacio se preparó para el viaje, pidió a su ama una gruesa suma de dinero y le dijo: “Si en el oriente hay reliquias, yo os las traeré. Pero no es imposible que en vez de ello os traigan mi cuerpo como reliquia.” Desde ese momento, Bonifacio cambió completamente; durante el viaje no probó la carne ni el vino, ayunó mucho y pasó largas horas en oración.

En aquella época, la Iglesia atravesaba por un período de paz en el occidente; en cambio, en el oriente, Galerio Maximiano y Maximino Daya continuaban la persecución de Diocleciano, con particular violencia en Cilicia, donde gobernaba el salvaje Simplicio. Bonifacio se dirigió a Tarso, capital de la provincia, y en seguida fue a ver al gobernador. Simplicio estaba precisamente en el proceso de mandar al tormento a veinte cristianos. Bonifacio corrió a reunirse con ellos y gritó: “¡Grande es el Dios de los Cristianos! ¡Grande es el Dios de los mártires! Pedid por mí, siervos de Jesucristo, para que sea yo digno de acompañaros en la lucha contra el demonio.” El gobernador, furioso, le mandó arrestar y ordenó que le clavasen en las uñas astillas afiladas y le echasen en la boca plomo derretido. El pueblo, disgustado por la crueldad del gobernador, empezó a gritar: “¡Grande es el Dios de los cristianos!” Simplicio se retiró muy alarmado, ante la perspectiva de un levantamiento popular. Pero al día siguiente mandó llamar a Bonifacio y le condenó a morir en un caldero hirviente. Como el mártir saliese ileso de la prueba, un soldado le cortó la cabeza. Los criados de Bonifacio compraron su cuerpo, lo embalsamaron y lo llevaron consigo a Italia. Aglaé salió a recibirlo en la Vía Latina a un kilómetro de Roma, a la cabeza de un grupo de amigos que portaban antorchas. Ahí mismo erigió un santuario para las reliquias de su mayordomo. Al morir, quince años después, pasados en penitencia por sus culpas fue enterrada junto a él. En 1603 se descubrieron las pretendidas reliquias del santo, junto con las de San Alejo, en la iglesia que antes se llamaba San Bonifacio y actualmente lleva el nombre de San Alejo.

 

Aquí no hemos hecho sino resumir el artículo de Alban Butler, quien no dudaba de la autenticidad de las “actas.” Pero Delehaye y otras autoridades en la materia afirman que se trata de una novela piadosa. Las actas pueden verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase Duchesne, Mélanges d'Archéologie, 1390, pp. 2-10; Nuovo Bullettino di archeologia crist., vol. VI, 1900, pp. 205-234. La leyenda de San Bonifacio fue muy popular en la Edad Media y produjo una serie de manifestaciones folklóricas; cf. Bachtold-Stáubli, Handworterbuch des deut. Aberglaubens, vol. I, pp. 1475 ss.

 

 

Santos Torcuato, Indalecio y Compañeros, Mártires (¿siglo I?).

(15 de mayo).

Se dice que los primeros evangelizadores de España fueron siete varones de Dios, a quienes San Pedro y San Pablo habían designado para la tarea. Según la leyenda, los misioneros llegaron juntos a Cádiz de Granada, en cuyos alrededores acamparon, en tanto que sus criados iban a comprar alimentos a la ciudad. Pero los habitantes atacaron a los forasteros y los siguieron río abajo El milagro de que se haya derribado un puente cuando los perseguidores pasaban sobre él, les permitió escapar con vida. Los misioneros se separaron después; cada uno de ellos escogió un distrito del que fue obispo y misionero. Torcuato eligió a Cádiz como campo de trabajo. Su fiesta se celebra el día de hoy, junto con Indalecio y sus compañeros, aunque cada uno tiene su fiesta especial. Según parece, San Torcuato y sus compañeros fueron martirizados.

 

Nuestro relato se basa únicamente en las lecciones del breviario medieval, que pueden leerse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. No existe ninguna huella de culto primitivo. Véase J. P. Kirsch, Kirchengeschichte, vol. I, p. 307, n. 25.

 

 

San Isidro de Kíos, Mártir (¿251? d.C.).

(15 de mayo).

San Isidro, a quien el Martirologio conmemora en este día, era probablemente originario de Alejandría. Se dice que fue comisario del ejército del emperador Decio y que se hallaba en Kíos con la flota imperial mandada por Numerio. En dicha isla su capitán descubrió que era cristiano y le denunció a Numerio. El santo confesó firmemente la fe durante el juicio, sin dejarse ganar por las promesas ni amedrentar por las amenazas. Como se rehusase a ofrecer sacrificios a los dioses, el juez mandó que le cortasen la lengua y le degollasen. Su cadáver fue arrojado a un pozo, de donde lo rescataron los cristianos. Fue sepultado por un soldado llamado Amiano, que sufrió más tarde el martirio en Cízico y por Santa Mírope, la cual murió en la flagelación que se le infligió por haber dado sepultura a los mártires cristianos. El pozo llegó a ser muy famoso por las propiedades curativas de sus aguas y se construyó una basílica sobre la tumba de San Isidro. En el siglo V, San Marciano, que era tesorero de la catedral de Constantinopla, dedicó a San Isidro, por divina revelación, una de las capillas de la iglesia que edificaba en honor de Santa Irene. El culto del santo se extendió de Constantinopla a Rusia. En 1525, unos mercaderes cristianos trasladaron las reliquias de San Isidro a San Marcos de Venecia, donde se conservan todavía.

 

Hay razones para sospechar que las actas del martirio de San Isidro (Acta Sanctorum mayo, vol. III) no pasan de ser una novela piadosa. Pero el culto del santo, cuyo centro es Kíos, data de muy antiguo. San Gregorio de Tours menciona a San Isidro. Cf. Delehaye, Origines du Culte des Martyrs, pp. 226, etc.; y Recueuil des historiens des Croisades, Occident, vol. V, pp. 321-334.

 

 

Santos Pedro de Lampsaco y Compañeros, Mártires (251 d.C.).

(15 de mayo).

Durante la persecución de Decio vivía en Lampsaco del Helesponto un joven cristiano de carácter altivo y noble presencia, llamado Pedro. El procónsul Olimpio, ante el cual compareció, le mandó que ofreciese sacrificios a Venus. Pedro se negó y atacó hábilmente el culto a la licenciosa divinidad. En las “actas” de su martirio se citan sus propias palabras. San Pedro fue decapitado, tras de haber sido torturado en la rueda. Poco después, el mismo procónsul juzgó a otros tres cristianos: Nicómaco, Andrés y Pablo. Durante la tortura, Nicómaco abjuró de la fe. Entonces Dionisia, una joven de dieciséis años que se hallaba presente, lanzó un grito de horror. Fue arrestada, se la interrogó y confesó que era cristiana. Como se negase a sacrificar a los dioses, fue condenada a morir al día siguiente, con Andrés y Pablo; también se le anunció que iba a pasar la noche con dos jóvenes licenciosos, a quienes se autorizó para hacer de ella lo que quisiesen. Pero la misericordia de Dios preservó a Dionisia de sus ataques. A la mañana siguiente, Andrés y Pablo fueron lapidados en las afueras de la ciudad por la turba. Dionisia, que deseaba morir con ellos, los siguió hasta el sitio del martirio; pero el procónsul la obligó a volver y la mandó decapitar dentro de la ciudad.

 

Las actas de esos mártires (Acta Sanctorum, mayo, vol. III) son bastante sospechosas; sin embargo, el Hieronymianum los menciona. Véase el comentario de Delehaye, p. 256. Apenas se puede dudar que el martirio de uno de ellos, por lo menos, haya tenido lugar en Lampsaco.

 

 

San Hilario de Galeata, Abad (558 d.C.).

(15 de mayo).

Cuando San Hilario tenía doce años, cayó en sus manos un ejemplar de las Epístolas de San Pablo y, al leerlas, concibió el deseo de servir a Dios en la soledad. Poco después, oyó leer en la iglesia el pasaje del Evangelio en que el Señor dice a los que quieran ser sus discípulos que deben abandonar a su padre y a su madre y estar dispuestos a dar su vida por El. Como no comprendiese exactamente el sentido de esas palabras, Hilario consultó a un hombre muy piadoso, quien vacilaba un poco en explicar ese consejo de perfección a un muchacho tan joven; pero Hilario insistió y acabó por persuadirle. Confirmado así en su decisión, Hilario abandonó su casa, que estaba en Toscana, cruzó los Apeninos y se estableció en una ermita de las riberas del Ronco. Poco después, se construyó una celda en la cima de una montaña de las cercanías. Poco a poco se reunieron en torno suyo algunos discípulos. Hilario construyó para ellos un monasterio en las tierras que le había regalado un noble de Ravena que se había convertido con toda su familia, cuando Hilario le libró de un mal espíritu. Dicho monasterio, al que el santo dio el nombre de Galeata, se llamó más tarde Sant'Ilaro. El santo no dejó reglas escritas, pero sus monjes continuaron 1a práctica de la forma de vida que él les había enseñado, y que consistía en el canto de las divinas alabanzas, la oración y el trabajo manual. Según cuenta la leyenda, el ángel guardián de San Hilario aparecía junto a él en todos los momentos de peligro, como sucedió cuando Teodorico amenazó con matarle y destruir el monasterio, porque el santo se había negado a pagarle tributo. El valor del santo impresionó tanto al conquistador que éste acabó por encomendarse a sus oraciones y regalarle algunas tierras para la abadía. San Hilario murió en 558, a los ochenta y dos años de edad. Sus restos fueron trasladados en 1495, siete años después de la ocupación de la abadía por los monjes camaldulenses.

 

No hay ninguna razón para dudar de la veracidad sustancial de la biografía escrita por Pablo, discípulo del santo. Puede leerse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III.

 

 

Santos Gereberno y Dimpna, Mártires (c. 650 d.C.).

(15 de mayo).

En el pueblecito de Gheel, a cuarenta kilómetros de Amberes, se venera mucho a Santa Dimpna y San Gereberno, cuyos cuerpos fueron descubiertos, o redescubiertos, en el siglo XIII, en sendos sarcófagos antiguos de mármol. La devoción de Santa Dimpna se hizo muy popular a causa de las múltiples curaciones que, según se cuenta, obraron sus reliquias entre los epilépticos y lunáticos que visitaban su santuario. Desde entonces, se ha considerado a la santa como patrona de los enfermos mentales y los habitantes de Gheel se distinguen por la generosidad con que han contribuido a la fundación de manicomios y clínicas psiquiátricas. En el siglo XIII, se construyó en Gheel una enfermería para los lunáticos que iban a visitar el santuario, y actualmente existe ahí un sanatorio psiquiátrico de primer orden, en el que se permite a la mayoría de los enfermos trabajar en las granjas de los alrededores y compartir la vida de familia de los campesinos. Los restos de Santa Dimpna descansan en un relicario de plata en la iglesia de su nombre. También se halla ahí la cabeza de San Gereberno, el resto de cuyas reliquias se halla en Sonsbeck de la diócesis de Münster.

Probablemente se ha perdido la verdadera historia de estos dos santos; pero la imaginación popular se encargó de atribuirles, desde la época del descubrimiento de sus reliquias, una leyenda que forma parte del folklore de varios países europeos. Resumámosla brevemente. Dimpna era hija de un monarca pagano de Irlanda, Inglaterra o Armórica y de una princesa cristiana que había muerto muy joven, pero no sin dejar a su hija ya bautizada e instruida en la fe. Con los años, Dimpna se asemejó cada vez más a su madre, a quien el monarca había amado con adoración y en el corazón del rey nació una pasión criminal por su propia hija. Por consejo de su confesor, San Gereberno, Dimpna huyó de su casa y se embarcó rumbo a Amberes, acompañada por el propio San Gereberno y por el bufón de la corte y su esposa. De Amberes se dirigieron hacia el sudeste; a través de los bosques, llegaron a un pequeño oratorio consagrado a San Martín, que se levantaba en el sitio donde actualmente se halla Gheel. Entre tanto, el padre de la santa había emprendido la persecución de su hija; sus espías desembarcaron en Amberes y descubrieron el sitio en que Dimpna se había refugiado, gracias a las monedas extranjeras con que los fugitivos habían pagado sus gastos durante el camino. El rey se presentó de improviso en el sitio en que se hallaba su hija e intentó ganársela con halagos; pero como Dimpna, aconsejada por San Gereberno, se negase a volver con su padre, el rey ordenó a sus criados que diesen muerte ahí mismo a los dos rebeldes. Los criados asesinaron al punto a San Gereberno; pero, como vacilasen en atacar a la princesa, el desnaturalizado padre la degolló por su propia mano. Los cadáveres fueron abandonados; pero los ángeles o los hombres se encargaron de darles sepultura ahí mismo.

 

Delehaye, Légendes Hagiographiques (trad. ingl., pp. 9, 105, 157) considera esta leyenda como un ejemplo típico de las infiltraciones del folklore en la hagiografía. El texto de la leyenda puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también Van der Essen, Etude critique sur les Vies des Saints mérov., pp. 313-320; Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 190-192; y Janssens, Gheel in Beeld en Schrift (1903). Un dato interesante es que en Gheel se hace pasar a los lunáticos bajo un arco construido exactamente debajo de las reliquias de la santa. En muchos otros sitios de peregrinación, por ejemplo en Jerusalén una de las condiciones necesarias para obtener la curación consiste en pasar a través de un pasaje estrecho. La fiesta de Santa Dimpna se celebra en Irlanda; pero no hay que confundir a ésta santa con la santa irlandesa Dahmhnait, (Damnat de Tedavnet).

 

 

Santa Berta y San Ruperto (c. 840 d.C.).

(15 de mayo).

Santa Hildegarda, que pasó los últimos años de su vida en Rupertsberg, escribió la vida de San Ruperto y Santa Berta y popularizó su culto, tres siglos después de la muerte de dichos santos. Según Santa Hildegarda, el padre de Ruperto era pagano; su madre era una cristiana llamada Berta, que pertenecía a la familia de los duques de Lorena y tenía extensas posesiones junto al Rin y al Nahe. El padre de Ruperto murió en una batalla, cuando su hijo era todavía pequeño. Berta se consagró totalmente a la educación del niño, quien tenía tal intuición en las verdades de la fe, que era más bien él quien enseñaba la religión a su madre. En una ocasión en que varios mendigos se acercaron a pedirle limosna, Ruperto dijo a su madre: “¡Mira! Todos estos son tus hijos.” En otra ocasión en que Berta dijo a Ruperto que pensaba construir una iglesia, el niño le respondió: “Está muy bien; pero lo principal es obedecer a Dios, compartir el pan con los pobres y vestir a los desnudos.” Estas palabras impresionaron tanto a Santa Berta, que inmediatamente fundó varios hospitales para los pobres. Cuando Ruperto tenía doce años, Berta le llevó a Roma a visitar las tumbas de los Apóstoles; a la vuelta de esa peregrinación, hicieron varias fundaciones piadosas y repartieron entre los pobres el resto de sus bienes. En seguida se retiraron a una ermita de la región montañosa de las cercanías de Bingen, que más tarde recibió el nombre de Rupertsberg. Ruperto murió a los veinte años de edad. Su madre siguió en el servicio de Dios sin cambiar de sitio, durante veinticinco años y fue sepultada junto a su hijo, en el convento que habían construido en las orillas del Nahe.

 

El texto de la biografía escrita por Santa Hildegarda se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también P. Bruder, St. Rupertus Büchlein (1883).

 

 

San Isaías, Obispo de Rostov (1090 d.C.).

(15 de mayo).

Isaías, que era originario de Kiev, fue un monje de la abadía de las Cuevas cuando todavía vivían los fundadores del monasterio, San Antonio y San Teodosio. Por su ejemplar piedad y sus excepcionales cualidades, San Isaías fue elegido abad del monasterio de San Demetrio en la misma ciudad, en 1602. Quince años después, fue elegido obispo de Rostov, donde consagró todas sus energías a la evangelización de los paganos, según el ejemplo de su predecesor San Leontino. Bautizó a numerosos neófitos e instruyó y confirmó en la fe a los que ya eran cristianos. Dios ilustró la predicación del santo con muchos milagros. San Isaías practicó incansablemente toda clase de obras de misericordia, corporales y espirituales, en su eparquía. Desde el instante de su muerte, ocurrida el año 1090, el pueblo empezó a venerarle como santo. Setenta años después, se construyó un santuario para sus restos en la catedral de Rostov.

 

Véase Martynov, Annus ecclesiasticus Graeco-Slavicus; Acta Sanctorum, oct., vol. XI, Cf. nuestro artículo y bibliografía sobre San Sergio (25 de sept.).

 

 

San Peregrino, Obispo de Auxerre, Mártir (c. 261 d.C.).

(16 de mayo).

La leyenda, que data de muy antiguo, cuenta que el Papa Sixto II consagró al primer obispo de Auxerre, San Peregrino, y le envió a la ciudad a instancias de los cristianos. San Peregrino desembarcó en Marsella, donde predicó el Evangelio, y lo mismo hizo en Lyon. Durante su episcopado, se convirtieron al cristianismo casi todos los habitantes de Auxerre. El santo construyó una iglesia en las riberas del Ionne y evangelizó las regiones circundantes. En las montañas de Puisaye, a unas diez leguas al sudeste de Auxerre, se levantaba la ciudad de Intaranum (actualmente Entrains), en la convergencia de varios caminos. El prefecto romano tenía ahí su palacio, y la ciudad se había convertido en un centro de adoración de las divinidades paganas. Durante las fiestas de la dedicación de un nuevo templo a Júpiter, San Peregrino se presentó en Intaranum y exhortó a la turba a renunciar a la idolatría. Inmediatamente fue arrestado y llevado ante el gobernador, quien le condenó a muerte. El santo obispo fue degollado, después de sufrir crueles torturas.

 

Este relato se basa en dos textos, uno de los cuales se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. III y el otro, en Migne, PL., vol. 138, cc. 219-221. No se puede dudar de la historicidad del martirio de San Peregrino, pues el Hieronymianum lo conmemora en este día y afirma que tuvo lugar en “vicus Baiacus” (Bouhy), donde fue sepultado el santo. Ver también Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 431.

 

 

San Posidio, Obispo de Calama (c. 440 d.C.).

(16 de mayo).

Lo único que sabemos sobre los primeros años de San Posidio es que era originario del África proconsular y que fue discípulo de San Agustín de Hipona. Probablemente hacia el año 397 fue elegido obispo de Galanía, en Numidia. Los donatistas y los paganos causaban por entonces graves disturbios en esa diócesis. San Posidio se unió estrechamente con San Agustín en la lucha contra la herejía y sufrió un atentado por parte de los donatistas más enconados. El Papa Inocencio I, en el sínodo de Milvio del año 416, alabó la energía que el santo había desplegado en la lucha contra el pelagianismo. San Posidio estableció una especie de congregación religiosa en Calama, más o menos de acuerdo con los conceptos de San Agustín.

El año 429, los vándalos pasaron de España a África y pronto se adueñaron de la Mauritania, de Numidia y de toda la provincia proconsular, a excepción de los fuertes de Cartago, Cirta e Hipona. Calama fue destruida. Posidio tuvo que ir a refugiarse en Hipona, con San Agustín, quien murió poco después en sus brazos, durante el sitio a la ciudad. Próspero afirma en su crónica que el arriano Genserico desterró a San Posidio y a otros dos obispos de sus diócesis. El santo murió en el destierro. Sabemos con certeza que vivía aún el año 437, pero ignoramos la fecha exacta de su muerte. La tradición sostiene que pasó sus últimos años en Italia y murió en Mirándola. San Posidio escribió una corta biografía de San Agustín y nos dejó un catálogo de sus escritos.

 

Las noticias que poseemos sobre San Posidio provienen de diversas fuentes, particularmente de las obras de San Agustín. Ver Acta Sanctorum, mayo, vol. IV. Hay un buen artículo sobre San Posidio en DCB., vol. IV, pp. 445-446.

 

 

San Brendano, Abad de Clonfert (577 ó 583 d.C.).

(16 de mayo).

San Brendano es uno de los más conocidos entre los santos irlandeses. Pero hay que reconocer que su popularidad, más que a la tradición de su santidad, se debe al relato de sus viajes, conocido con el nombre de “Navigatio,” que es claramente una obra de imaginación. Existen varios textos latinos e irlandeses de la vida de San Brendano; pero, aun suprimiendo los datos tomados de la “Navigatio,” que han sido incorporados a algunos textos, el relato no produce una gran impresión de veracidad. Los antiguos bolandistas que, como todos los historiadores de su generación, eran más bien indulgentes en su actitud respecto de las narraciones extraordinarias, no se atrevieron a publicar en Acta Sanctorum la biografía completa del santo, que calificaron de “fabulosa.” Sin embargo, no se puede dudar de que San Brendano haya existido realmente y haya ejercido gran influencia sobre sus contemporáneos, en el siglo VI. Probablemente nació cerca de Tralee, en la costa occidental de Irlanda. Su padre se llamaba Findlugh. De niño estuvo cinco años al cuidado de Santa Ita; más tarde, se encargó de su educación el obispo Ere, quien le había bautizado y que habría de conferirle, un día, las órdenes sagradas. Se cuenta que Brendano fue a visitar, entre otros hombres de Dios, a San Jarlath de Tuam para pedirle consejo e inspirarse en su ejemplo.

Resulta imposible ordenar cronológicamente los acontecimientos de la vid del santo. Sin embargo, parece que, poco después de su ordenación sacerdotal, Brendano tomó el hábito de monje y fundó un monasterio con algunos discípulos. Sus biógrafos no se preocupan de explicarnos por qué abandonó a sus primeros discípulos y partió, con otros sesenta compañeros, al mando de una flotilla de canoas de cuero, a explorar las Islas de los Santos. Unos autores hablan de un viaje y otros de dos. Según se dice, el primer viaje duró de cinco a siete años, durante los cuales los marinos llevaban en las barcas una vida conventual. Aunque es ridículo suponer, como lo han hecho algunos ardientes defensores de la leyenda, que San Brendano fue hasta las Canarias y aun llegó a la costa noroeste de Groenlandia, el historiador J. F. Kenny, cuya autoridad es bien conocida, afirma: “Se puede suponer sin exageración que Brendano llegó a las islas de Escocia y tal vez a Strathclyde, Cumbria o Gales.” En todo caso, Adamnán, que escribió algo más de un siglo después de la muerte de San Brendano, dice que visitó a San Columbano en la islita de Himba de Argyll; pero no se ha podido identificar esa isla y, la biografía más antigua de San Brendano no dice una sola palabra sobre esa visita. Los biógrafos posteriores hablan extensamente de la visita que San Brendano hizo a San Gildas en la Bretaña y de las maravillas que acontecieron entonces.

El acontecimiento más verosímil en la vida de San Brendano es la fundación del monasterio de Clonfert, el año 599 (?). Sus biógrafos dicen que durante el gobierno del santo, la comunidad llegó a constar de tres mil monjes y que un ángel le dictó las reglas que escribió. Ignoramos el contenido de dichas reglas, pero los biógrafos nos dicen que los abades sucesores de San Brendano las habían mantenido en vigor “hasta el día de hoy.” No hay razón para negarse a aceptar el dato de que el santo no murió en Clonfert, sino que Dios le llamó a Sí cuando se hallaba de visita en el convento de Enach Duin, del que su hermana Briga era abadesa. Después de celebrar el santo sacrificio, San Brendano dijo: “Encomendad mi viaje en vuestras oraciones.” Briga le preguntó: “¿Qué es lo que temes?” Brendano replicó: “Como voy a partir solo y el camino es oscuro, temo las regiones desconocidas, la presencia del Rey y la sentencia del Juez.” Previendo que el pueblo querría conservar sus restos, San Brendano ordenó que no se diese la noticia de su muerte y que sus restos fuesen transportados a Clonfert en una carreta, como si fuese su propio equipaje que él enviaba por delante. La fiesta del santo se celebra en toda Irlanda.

 

Los materiales biográficos relativamente abundantes, consisten principalmente en dos biografías latinas, editadas por C. Plummer en VSH., vol. I, pp. 90-151, y vol. II, pp. 270-292; en la biografía que editó el P. Grosjean en Analecta Bollandiana, vol. XLVIII (1930), pp. 99-121; en la biografía irlandesa editada por Whitley Stokes en Lismore Lives, pp. 99-115; y en otra biografía irlandesa que editó Charles Plummer en Bethada Náem n-Erenn, vol. I, pp. 44-95. Plummer discute muy a fondo los problemas de los diferentes textos; véanse los prefacios de las dos obras mencionadas y Zeitschrift für Celtische Philologie, vol. V (1905), pp. 124-141. Es muy extensa la bibliografía sobre San Brendano y particularmente sobre la Navigatio, que fue traducida en la Edad Media a casi todos los idiomas europeos y tiene ciertos puntos de contacto con las sagas árabes. Véase J. F. Kenney, Sources for the Early History of Ireland, I, pp. 408-412; Nutt y Meyer, The Voy age of Bran (1897); Scliirmer, Zur Brendanus Legende (1888); y L. Gougand, Les Saints irlandais hors d'Irlande (1936), pp. 6-15. La obrita ilustrada de J. Wilkie, S. Brendan the Voyager and his Mystic Quest (1916), es muy agradable. Brendan the Navigator (1945), de G. A. Little, es interesante por los conocimientos marítimos del autor, pero resulta floja desde el punto de vista de crítica histórica. Véase el comentario de esta última obra en Analecta Bollandiana, vol. LXIV, pp. 290-293.

 

 

San Venancio, Mártir (¿257? d.C.).

(18 de mayo).

Se celebra a San Venancio en la Iglesia de occidente con misa y oficio propios el día de hoy. Tres largas lecciones del Breviario y varios himnos compuestos expresamente para su fiesta, perpetúan la fábula de este santo. Los honores que la Iglesia prodiga al joven mártir de Camerino, datan de la época de Clemente X, quien fue elegido Papa a los ochenta años (1670-1676), luego de gobernar la diócesis de Camerino durante cerca de cuarenta.

Apenas hay huellas de que en la antigüedad se haya tributado culto a este mártir. El nombre de San Venancio, que aparece relacionado con ciertas iglesias y reliquias, no prueba nada, ya que hubo otro San Venancio, que fue el primer obispo de Salona, en Dalmacia, en las costas del Adriático. Las actas apócrifas del mártir de Camerino dicen que San Venancio confesó la fe cristiana ante el juez; por ello fue azotado, quemado con antorchas, suspendido cabeza abajo en una hoguera; los verdugos le arrancaron los dientes y le quebraron la mandíbula; los leones no hicieron más que lamerle los pies; después de haber sido arrojado a un precipicio, sin recibir daño alguno, San Venancio fue decapitado junto con otros mártires que habían confesado la fe cristiana al verle sufrir con tanta constancia. Durante el martirio hubo varias apariciones sobrenaturales; dos de los jueces ante los que compareció el santo murieron durante el juicio; los terremotos asolaron la región, y, finalmente, se desató una pavorosa tempestad.

 

El texto en que se narran todos esos portentos se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV (véase también mayo, vol. VII, apéndice), junto con un comentario que subraya su carácter legendario. En realidad las actas datan, a lo que parece, del siglo XII y son una imitación de las actas, también espurias, de San Agapito de Praeneste. Probablemente ambos documentos sufrieron la influencia de las leyendas que se habían creado sobre el mártir auténtico San Venancio de Salona. Ver Karl Bihlmeyer, en Kirchliches Handlexikon, vol. II, c. 2563.

 

 

Santos Teodoto, Tecusa y Compañeros, Mártires (¿304? d.C.).

(18 de mayo).

La leyenda de San Teódoto, Santa Tecusa y sus compañeros, es una simple novela piadosa que carece de fundamento histórico, como tantas otras leyendas que han alcanzado aceptación en la Iglesia del oriente y del occidente. Si dejamos de lado una serie de detalles pintorescos, podemos resumir así lo esencial de la fábula: Teódoto era un cristiano devoto y caritativo, de cuya educación se había encargado una doncella llamada Tecusa. Teódoto ejercía el oficio de posadero, en Ancira de Galacia. Durante la persecución de Diocleciano, los cristianos de dicha provincia sufrieron lo indecible por parte de su cruel gobernador. Teódoto se atrevía a visitar a los prisioneros cristianos y quemaba los cadáveres de los mártires, a riesgo de su vida. Un día, cuando transportaba los restos de San Valente, que acababa de sacar del río Halis, encontró cerca de la población de Malus a varios cristianos que poco antes había recobrado la libertad, gracias a sus buenos oficios. Los cristianos se regocijaron mucho al verle y le invitaron a comer al aire libre con ellos y con un sacerdote de la localidad, llamado Fronto. Durante la conversación, Teódoto hizo notar que aquél era un sitio ideal para construir una capilla para las reliquias de los mártires. “Sí, replicó el sacerdote; pero para ello hace falta tener, primero, las reliquias.” “Construid la capilla, respondió Teódoto, que yo me encargo de conseguir las reliquias.” En prueba de la seriedad de su promesa, Teódoto dio su anillo al sacerdote.

Poco después, se celebró en Ancira la fiesta anual de Artemisa y Atenea, durante la cual se sumergían en el río las estatuas de esas diosas, en tanto que las jóvenes consagradas a su culto se bañaban a la vista del público. En la prisión de Ancira había entonces siete doncellas cristianas, entre las que se contaba Tecusa. Como no pudiese vencer su constancia, el gobernador ordenó que siguieran desnudas, en una carreta abierta, la procesión de las estatuas de las diosas y, si no consentían en revestir las túnicas y guirnaldas de las sacerdotisas, las condenaba a perecer ahogadas en el río. Como las doncellas se negasen, los verdugos les ataron al cuello grandes piedras y las arrojaron al río. Teódoto recogió los cuerpos de las mártires y les dio cristiana sepultura, una noche tempestuosa, en tanto que los guardias se protegían de la lluvia. Un apóstata denunció a Teódoto, el cual, después de sufrir atroces torturas, fue decapitado.

Precisamente el día del martirio de Teódoto, el sacerdote Fronto fue a Ancira con su asno a vender vino. Llegó ya de noche a la ciudad. Como las puertas estaban cerradas, aceptó gustosamente la invitación que le hicieron los soldados para pasar la noche en su campamento. En el curso de la conversación, se enteró de que los soldados estaban de guardia en el sitio donde se iba a quemar, al día siguiente, el cadáver de su amigo Teódoto. Inmediatamente les dio a beber de su vino hasta que perdieron el conocimiento; después puso en el dedo del difunto Teódoto el anillo que éste le había dado, colocó el cadáver sobre su asno y lo dejó en libertad, con la certeza de que el animal se dirigiría instintivamente a su casa. A la mañana siguiente se puso a dar voces para anunciar a todo el campamento que le habían robado su asno; así se libró de toda sospecha. Como lo había previsto, el asno transportó el cadáver a Malus, donde se edificó para las reliquias de San Teódoto la capilla que éste había proyectado construir.

 

La actitud de los críticos modernos respecto de la leyenda de San Teódoto simboliza el cambio que se ha operado en la hagiografía. Alban Butler, basándose en la autoridad de Ruinart, de los antiguos bolandistas y de Tillemont, atribuyó la narración del martirio de Teódoto a un tal Nilo, “que había vivido con el mártir, había sido su compañero de prisión y había sido testigo presencial de los hechos.” Pero hay serias razones para pensar que Nilo no existió nunca y que la leyenda, que recuerda una narración de Herodoto, es una simple novela escrita por un autor que era más hábil que la mayoría de sus predecesores en el género. Ver Delehaye, en Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp. 320-328, y vol. XXIII (1904), pp. 478-479. Los textos pueden verse en la obra de P. Franchi de Cavalieri, Studi e Testi, n. 6 (1901), y n. 33 (1920). Véase igualmente Acta Sanctorum, mayo, vol. IV; y Revue des questions historiques, vol. XVIII (1904), pp, 288-291.

 

 

Santos Pudenciana y Pudente, Mártires (siglos I o II).

(19 de mayo).

El 19 de mayo se lee en el Martirologio Romano: “En Roma, la conmemoración de Santa Pudenciana, virgen, la cual, después de innumerables trabajos y de haber enterrado a muchos mártires y distribuido todos sus bienes entre los pobres, pasó finalmente a recibir el premio celestial. En la misma ciudad, la conmemoración de San Pudente, senador, padre de la susodicha virgen, que recibió de manos de los Apóstoles la túnica inmaculada del bautismo y la conservó sin mancha hasta que Dios le llamó a recibir la corona.” Los historiadores discuten si San Pudente se identifica con el personaje del mismo nombre (mencionados en 2 Tim. 4:21). En todo caso, está fuera de duda que hubo en Roma, en los primeros tiempos de la Iglesia, un cristiano llamado Pudente, que regaló un terreno para la construcción de una iglesia, que se llamó, primero, “Ecclesia Pudentiana” o “Titulus Pudentis;” más tarde, por mera confusión, el pueblo empezó a llamarla “Ecclesia Sanctae Pudentianae” e inventó la historia de que Santa Pudenciana había sido hija de Pudente y mártir también. Con el tiempo, el nombre de Pudenciana se transformó en Potenciana. A fines del siglo VIII, empezaron a correr las “actas” apócrifas de las santas Pudenciana y Práxedes, según las cuales, ambas vírgenes eran hermanas, hijas de Pudente; Pudenciana tenía dieciséis años al morir. Probablemente el autor de las “actas” unió los nombres de Santa Pudenciana y Santa Práxedes porque encabezan la lista de las vírgenes cuyos cuerpos fueron trasladados de las catacumbas a la iglesia de Práxedes, por el Papa Pascual I (817-824).

 

Los bolandistas publicaron las actas de Santa Pudenciana en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV. Una comisión nombrada por Benedicto XVI para revisar el Breviario, declaró que esas actas eran legendarias y no merecían crédito alguno. Todavía se discuten muchos puntos sobre Pudente, Pudenciana y Práxedes; Delehaye resume la discusión en CMH, p. 263, y cita a los autores principales. Ver también Marucchi, en Nuovo Bullettino di arch, crist., vol. XIV (1908), pp. 5-125.

 

 

San Dunstano, Arzobispo de Canterbury (988 d.C.).

(19 de mayo).

San Dunstano, el más famoso de los santos anglosajones, nació hacia el año 910, en las cercanías de Glastonbury, en el seno de una noble familia muy relacionada con la casa reinante. Estudió las primeras letras en Glastonbury, bajo la dirección de profesores irlandeses. Después fue enviado a la corte del rey Athelstan, cuando era todavía un niño. Debido a su apego por el estudio, algunos envidiosos le acusaron de que practicaba la magia y consiguieron que fuese expulsado de la corte; no contentos con ello, sus enemigos le hicieron caer en un pantano cuando salía de la ciudad. El santo se refugió en casa de su tío, San Alfegio el Calvo, obispo de Winchester. Para entonces ya había recibido la tonsura y su tío le exhortó a abrazar la vida religiosa. Dunstano se resistió durante algún tiempo; pero, en cuanto sanó de una enfermedad de la piel que él había confundido con la lepra, tomó el hábito religioso y fue ordenado sacerdote por su santo tío. Dunstano se dirigió entonces a Glastonbury, donde se construyó una celda junto a la iglesia; ahí se consagró a la oración, el estudio y al trabajo manual. Este último consistía en la fabricación de campanas, vasos sagrados para la iglesia y en la copia de libros y miniaturas. Dunstano era también muy buen músico y tocaba el arpa. Según un artículo del abad Cuthbert Butler (“Downside Review,” 1886), todavía se conserva la música original de una o varias de las composiciones de San Dunstano. El himno “Kyrie Rex splendens” es Particularmente famoso.

Edmundo, el sucesor del rey Athelstan, llamó de nuevo a San Dunstano a la corte. El año 943, para agradecer a Dios que le hubiese librado de la muerte durante una partida de cacería en Cheddar, el rey nombró a San Dunstano abad de Glastonbury, no sin haber oído antes las quejas de los enemigos del santo. Dicho nombramiento inauguró una época de renovación de la vida monástica en Inglaterra y los historiadores lo consideran como un momento crucial de la vida religiosa de ese país. El nuevo abad emprendió al punto la reconstrucción de muchos monasterios y de la iglesia de San Pedro. Introdujo algunos monjes entre los clérigos que residían ahí y consiguió así que mejorase la disciplina religiosa, sin grandes dificultades. Además, convirtió la abadía en un gran centro del saber. La reforma de los monasterios se extendió de Glanstonbury a otras regiones, gracias sobre todo a la actividad de San Etelwoldo de Abingdon y de San Oswaldo de Westbury.

Después de seis años y medio de gobierno, el rey Edmundo fue asesinado. Su hermano Edredo le sucedió en el cargo. El nuevo monarca hizo de San Dunstano su principal consejero. El santo inició entonces una política vigorosa e intuitiva, en la que había de insistir toda la vida; sus tres grandes principios eran: la reforma de las costumbres, la propagación de la observancia regular para contrarrestar la negligencia del clero secular y la unificación del país, mediante la paz con los daneses. San Dunstano llegó a ser el jefe de un movimiento muy popular en el centro y el norte de Inglaterra; pero ello le creó numerosos enemigos entre aquellos cuyos vicios denunciaba y entre los nobles anglosajones, cuyas miras políticas no coincidían con las del santo. Edredo murió el año 955. Le sucedió en el trono su sobrino Edwy, joven de dieciséis años quien se levantó de la mesa del banquete el día de su coronación para ir a reunirse con una joven llamada Elgiva. San Dunstano le reprendió seriamente por ello y el joven monarca no olvidó la reprimenda. El partido de la oposición hizo caer en desgracia a San Dunstano, quien hubo de partir al destierro después de la confiscación de sus bienes. Se refugió entonces en Flandes, donde, por primera vez, entró en contacto con el movimiento monástico del continente europeo, que se hallaba en la plenitud de su vigor. La concepción benedictina iba a ser para Dunstano una fuente de inspiración en sus empresas posteriores. El destierro no fue muy largo. En Inglaterra estalló una rebelión que derrocó a Edwy y entronizó a su hermano Edgardo.

El nuevo monarca llamó inmediatamente a San Dunstano y le confió primero la sede de Worcester y después la de Londres. A la muerte de Edwy, en el año de 959, todo el reino se unió bajo el gobierno de Edgardo y San Dunstano fue nombrado arzobispo de Canterbury. El santo fue a Roma a recibir el palio y el Papa Juan XII le nombró legado de la Santa Sede. San Dunstano se dedicó entonces a restablecer enérgicamente la disciplina eclesiástica, con el apoyo del rey y la ayuda de San Etelwoldo, obispo de Winchester y la de San Oswaldo, obispo de Worcester y arzobispo de York. Los tres santos prelados restauraron la mayoría de los grandes monasterios que habían sido destruidos por los daneses y construyeron otros nuevos. Por otra parte, no se mostraron menos celosos de la reforma del clero, muchos de cuyos miembros llevaban una vida mundana y escandalosa y hacían caso omiso de la ley del celibato. Cuando el clero secular se mostraba recalcitrante, San Dunstano lo sustituía por el clero regular. Igualmente hizo entrar por el buen camino a los laicos que desempeñaban puestos de responsabilidad, pues no se detenía en consideraciones de respeto humano. Cuando el rey Edgardo cometió un crimen atroz, el santo arzobispo le sometió a una penitencia larga y humillante. San Dunstano fue el principal consejero de Edgardo durante los dieciséis años de su reinado, y todavía ejerció su influencia durante el corto reinado del siguiente monarca, Eduardo el Mártir. La muerte de este joven príncipe fue un rudo golpe para San Dunstano, quien, el año 970, coronó a Etelredo, hermanastro de Eduardo y predijo las calamidades que se iban a desatar bajo su reinado.

Ahí terminó la carrera política de San Dunstano, quien se retiro a Canterbury y abandonó totalmente los asuntos temporales. Siempre había protegido la educación y, en los últimos años de su vida, iba de vez en cuando a dar clases y a contar historias a los estudiantes de su catedral. Uno de ellos fue, más tarde, sacerdote y escribió la biografía del santo; ignoramos su nombre, pues sólo firmó su obra con la inicial B. El recuerdo del santo arzobispo permaneció vivo en la memoria de su grey; muchos años después, los niños pronunciaban todavía el nombre del “buen Padre Dunstano” para librarse de los salvajes castigos corporales que se acostumbraban en aquella época. El día de la Ascensión del año 988, San Dunstano, que estaba ya muy enfermo, celebró la misa y predicó tres veces a su grey para anunciarle su próxima muerte. Por la tarde, fue a la catedral y escogió el sitio de su sepultura. Dos días después, murió apaciblemente.

San Dunstano es el patrono de los herreros y los joyeros. La habilidad con míe trabajaba el metal dio origen, en el siglo XI, a la leyenda de que un día había pellizcado con unas pinzas de joyero la nariz del diablo. El historiador Armitage Robinson consideraba esa leyenda como “la ruina de la reputación de Dunstano,” porque había hecho olvidar al pueblo que se trataba de “uno de los creadores de Inglaterra.” Los benedictinos ingleses y varias diócesis británicas celebran la fiesta del santo.

 

Stubbs trabajó incansablemente para publicar lo extraído de las principales fuentes sobre la vida de San Dunstano, en un volumen de la Rolls Series titulado, Memorials of St Dunstan (1874). Existen razones de peso para creer que Stubbs se equivocó al situar el nacimiento de San Dunstano el año 924. Véase sobre este punto a E. Bishop y L. Toke, en The Bosworth Psalter (1908), pp. 126-143. Cf. Dom. D. Pontifex, The First Life of Dunstan, en The Downside Revieiv, vol. 51 (1933), pp. 20-40 y 309-325; Armitage Robinson, The Times of St Dunstan (1923). Además de las fuentes principales, como Acta Sanctorum, la History of England de Lingard y Anglo-Saxon England, de Stenton, hay que citar los artículos que sobre las costumbres monásticas publicó Dom. T. Symons, en la Downside Review, a partir de 1921. Ver también D. Knowles, The Monastic Order in England (1949), pp. 31-56 y passim; T. Symons, Regularis Concordia (1954). Existen ciertos indicios de que San Dunstano no se retiró nunca totalmente de la política.

 

 

Beato Alcuino, Abad (804 d.C.).

(19 de mayo).

Con frecuencia se atribuye a Alcuino el título de beato y su nombre aparece en el Martirologio Benedictino y en algunos calendarios antiguos. Probablemente nació en York, hacia el año 730, en el seno de la noble familia a la que pertenecía San Wilibrordo. En el año 767, se le confió la dirección de la escuela de la catedral de York, en la que él mismo se había educado. Alcuino no era un gran creador, pero supo conservar y propagar la cultura y atraer a numerosos estudiantes. El más notable de ellos fue San Ludgero, el apóstol de Sajonia. Bajo la dirección de Alcuino, se organizó perfectamente la biblioteca y la escuela de Cork alcanzó el alto nivel de las de Jarrow y Canterbury.

Por aquella época Alcuino hizo tres viajes a Roma. El año 781, aceptó la invitación de Carlomagno para residir en la corte y se convirtió en el consejero del emperador en asuntos eclesiásticos y pedagógicos. En los años 786 y 790, fue de nuevo a Inglaterra. Después se estableció definitivamente en Francia y Carlomagno le nombró abad de San Martín de Tours. No consta con certeza que Alcuino haya sido monje y, de las órdenes sagradas, sólo recibió el diaconado; pero Carlomagno le concedió los beneficios de las abadías de Ferrieres, Troyes y Corméry. Como director de la escuela de la corte de Aquisgrán y en otras ciudades, donde tuvo varios discípulos ingleses, Alcuino convirtió la corte en un centro de cultura e impulsó a Carlomagno a promover la educación en todo el reino. También la abadía de San Martín de Tours llegó a ser un centro educativo famoso en todo el occidente. Ahí murió Alcuino, el 19 de mayo de 804.

Como teólogo, Alcuino se distinguió en la lucha contra el adopcionismo (herejía que sostenía que Cristo era sólo hijo adoptivo del Padre); dejó varios comentarios sobre la Sagrada Escritura. Su influencia sobre la liturgia romana se deja todavía sentir en nuestros días. Pero Alcuino se distinguió, sobre todo, en el campo de la educación, ya que fue el principal puente entre la cultura durante la época de San Beda, en Inglaterra, y la renovación cultural del continente europeo, bajo Carlomagno. Alcuino fue por excelencia “el maestro de su época” y, como tal, se consagró con gran entusiasmo a propagar el saber. Algunas de sus obras estaban destinadas a servir de textos (no siempre muy buenos) en las escuelas. Actualmente, los más famosos de sus escritos son sus cartas; se conservan unas trescientas, la mayor parte de las cuales están dirigidas a Carlomagno y a los amigos que Alcuino tenía en Inglaterra. La correspondencia de Alcuino pone de manifiesto la sencillez y moderación de su autor y constituye una fuente importante para el estudio de la historia de su época.

 

Existe una biografía basada en el testimonio de Sigulfo, discípulo de Alcuino.; puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV, pp. 335-344. La bibliografía sobre Alcuino es muy abundante. Cf. Stubbs, en DCB.; Bernet, en DTC.; W. Levison, England and the Continent in the Eighth Century (1946); A. T. Drane, Christian Schools and Scholars (1867); C. J. B. Gaskoin, Alcuin (1904); E. M. Wilmot-Buxton, Alcuin (1922); y E. S. Duckett, Alcuin (1951). Las obras de Alcuino se hallan en Migne, PL., vols. C y CI. La mejor edición de sus cartas, es la de Monumento Alcuiniana, ed. Jaffé et al. (1873).

 

 

San Talaleo, Mártir (¿284? d.C.).

(20 de mayo).

Según la leyenda, San Talaleo era médico y atendía gratuitamente a los enfermos; los griegos le llamaban por ello “el misericordioso” y le clasificaban entre los santos “desinteresados.” El Martirologio Romano dice que San Talaleo fue martirizado en Edesa, ciudad de Siria; pero en realidad su martirio tuvo lugar en Aegae, en Cilicia. Se cuenta que el santo había nacido en el Líbano, que era hijo de un general romano y que practicó la medicina en Anazarbus. Cuando estalló la persecución de Numeriano, Talaleo se refugió en un olivar, donde fue capturado. Conducido a la costa de Aegae, fue arrojado al mar atado de pies y manos, no obstante lo cual, alcanzó a llegar con vida a la costa, pero fue ahí decapitado. Por lo menos así es como cuentan la historia las “actas” griegas, que carecen de todo valor histórico. Se ha asociado a San Talaleo con muchos otros mártires; entre ellos se cuentan Alejandro y Asterio, quienes fueron los soldados encargados de la ejecución del mártir o, por lo menos, presenciaron su martirio.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. V, hay dos versiones griegas y una armenia. F. C. Conybeare tradujo esta última al inglés en Apology and Acts of Apollonius... (1894). Delehaye (Origines du Culte des Martyrs, p. 165) prueba que no hay razones para dudar de la historicidad del martirio de Talaleo y que su culto es muy antiguo.

 

 

San Baudilio, Mártir (¿380? d.C.).

(20 de mayo).

En Francia y en España se han dedicado muchas iglesias a San Baudilio, cuya tumba fue, en una época, uno de los más famosos santuarios de la Provenza. Sin embargo, sabemos muy poco sobre la vida del santo, excepto que fue martirizado en Nímes. Ni siquiera es posible determinar con certeza la fecha de su martirio. Algunos autores lo sitúan en el año 187, otros en el 297 y otros, a fines del siglo IV. Según sus “actas,” que constituyen una mera leyenda, San Baudilio, que era casado, había llegado de un país extranjero a evangelizar el sur de las Galias. Un día en que se celebraba en Nimes una fiesta en honor de Júpiter, el santo habló a la multitud sobre la verdad del cristianismo y la falsedad del paganismo. Inmediatamente fue arrestado y decapitado. San Gregorio de Tours, que escribió en el siglo VI, menciona numerosos milagros obrados en la tumba del santo y dice que su culto se halla extendido por toda la cristiandad. San Baudilio es el principal patrono de Nímes, cuyos habitantes le llaman Baudille.

 

Véase Acta Sanctorum, mayo, vol. V. En BHL., nn. 1043-1047, se enumeran otros textos latinos. El Hieronymianum conmemora en este día a San Baudilio. El comentario de Delehaye prueba que su culto es muy antiguo.

 

 

San Etelberto, Mártir (794 d.C.).

(20 de mayo).

La catedral de Hereford está dedicada a la Santísima Virgen y a San Etelberto. Dicho santo, cuyo martirio es muy dudoso, fue hijo y sucesor del rey Etelredo en el trono de Inglaterra oriental. Deseoso de perpetuar su dinastía, el joven monarca fue a la corte del rey Offa, en Sutton Walls, de Herfordshire, a pedir la mano de la princesa Alfreda.

Según la leyenda, el rey Offa recibió a Etelberto en forma cortés, en apariencia; pero, unos días después, contrató esbirros para que le asesinaran a traición, “por razones de Estado.” Los cronistas de Saint Alban's, para salvaguardar el buen nombre de su presunto fundador, atribuyen el asesinato a Cinetirta, la esposa de Offa. Los asesinos enterraron a toda prisa el cadáver de Etelberto en las riberas del río Lugg, a la altura de Marden, e hicieron desaparecer a puntapiés la cabeza cortada del difunto. Gracias a una visión los restos del joven monarca fueron descubiertos después y depositados en una “hermosa iglesia” de Hereford. Se dice que la cabeza se halla enterrada en la abadía de Westminster.

Uno de los milagros obrados por Etelberto tuvo lugar en “Bellus Campus.” Se trata indudablemente de Belchamp-Otten, en Essex, cuya parroquia está dedicada a San Etelberto y a todos los santos. Las diócesis de Cardiff (incluyendo Herefordshire) y Northampton celebran la fiesta de este “mártir.”

 

El relato de John Brompton, cuya autoridad es muy discutible, se halla en Acta Sanctorum, mayo, vol. V. Según parece, los bolandistas pudieron consultar también una copia de un relato manuscrito, debido a la pluma de Giraldo Cambrensis, que fue destruido en un incendio, en 1731. Sin embargo, existe un manuscrito posterior de dicha biografía en la biblioteca del Trinity College, de Cambridge (B. II. 16); dicho manuscrito fue publicado en English Historical Review, vol. XXXII (1917), pp. 222-236. En el mismo número de esa revista, M. R. James publicó una pasión anónima (Corpus Christi College, Cambridge, MS. 308), que es probablemente “la más antigua versión que ha aparecido hasta el presente de la historia de San Etelberto tal como se cuenta en Hereford.” La descripción de ésta y otras fuentes puede verse en James, loc. cit., pp. 214-221. Las anotaciones de Edmund Bishop en el calendario inglés del Menology de Stanton demuestran que el culto que se tributa a San Etelberto como mártir data de muy antiguo. San Etelberto es uno de los santos representados en las pinturas del Colegio Inglés de Roma. Véase también el relato de W. B. MacCabe, A Catholic History of England, vol. I, pp. 683-697; dicha obra no merece el olvido en que ha caído. Cf. el apéndice de la obra de A. T. Bannister, The Cathedral Church of Hereford, pp. 109-114; y R. M. Wilson, The Lost Literature of Medieval England (1952), pp. 106-108.

 

 

Santa Julia, Mártir (¿siglo VI?).

(22 de mayo).

Muchos martirologios occidentales mencionan el nombre de esta mártir de Córcega. Según opinan los bolandistas, Julia fue martirizada en el siglo V o VI por los piratas sarracenos. Las “actas” legendarias de Santa Julia se basan en una tradición posterior, que embellecen con muchos detalles imaginarios. Lo esencial se reduce a esto: Julia era una noble doncella de Cartago. Cuando Genserico tomó la ciudad, en 439, fue vendida como esclava a Eusebio, un mercader pagano originario de Siria. Julia llevó una vida' ejemplar y supo servir con tanto esmero a su amo, que éste la llevó consigo en un viaje que hizo a las Galias para vender productos del oriente. El navío en que hicieron la travesía atracó en las costas de Córcega. Eusebio bajó a tierra para asistir a un festival pagano, mientras Julia, que había condenado abiertamente la conducta de su amo, se quedó en el navío. Félix, el gobernador de la isla, interrogó a Eusebio acerca de la esclava que se había atrevido a insultar a los dioses; Eusebio confesó que era cristiana, pero dijo al gobernador que no podía prescindir de los servicios de una esclava tan fiel y habilidosa. Félix le ofreció cuatro de sus mejores esclavas a cambio de Julia, pero Eusebio replicó: “Todas vuestras posesiones no valen los servicios que ella me presta.” Sin embargo, el gobernador aprovechó la circunstancia de que Eusebio había bebido demasiado y mandó traer a Julia para obligarla a ofrecer sacrificios a los dioses. Así pues, propuso a la santa la libertad, con tal de que sacrificase. Julia se negó indignada y proclamó que no deseaba otra libertad que la de seguir en el servicio de su Señor Jesucristo. Esta respuesta enfureció al gobernador, quien ordenó al punto que la golpeasen en el rostro y le arrancasen de raíz los cabellos; después mandó que la crucificaran. Según se cuenta, unos monjes de la isla de Giraglia rescataron el cadáver de Julia, que fue trasladado a Brescia, el año 763. Santa Julia es la patrona de Córcega y Liorna. Esta última ciudad pretende poseer una parte de sus reliquias.

 

Existen dos textos de la “pasión de Santa Julia,” uno de los cuales se halla reproducido íntegramente en Acta Sanctorum, mayo, vol. V. Su nombre aparece en el Hieronymianum, lo cual constituye un poderoso indicio en favor de la existencia histórica de la santa, como lo hace notar Delehaye en su comentario. Véanse en particular las dos obras de Mons. Lanzoni: Diocesi d´Italia, pp. 685-686, y Revista Storico-Critica, vol. VI (1910), pp. 446-543.

 

 

San Desiderio, Obispo de Vienne, Mártir (607 d.C.).

(23 de mayo).

Cuando la reina Brunequilda ejercía su perniciosa influencia en la corte de sus nietos, Teodoberto de Austrasia y Teodorico de Borgoña, regía la diócesis de Vienne un obispo tan santo como sabio, llamado Desiderio. Era uno de los prelados franceses a quienes San Gregorio Magno había pedido que recibiesen a San Agustín y sus compañeros, cuando se dirigían a Inglaterra a emprender el trabajo de evangelización. San Desiderio se atrajo la enemistad de muchos altos personajes, entre los que se contaba a Brunequilda, por el celo con que reprimió la simonía y denunció los vicios de la corte. Como el santo era muy afecto a la lectura de los clásicos latinos sus enemigos le acusaron de paganismo ante el Papa; pero San Gregorio, después de escuchar la defensa del santo, le dio la razón. Entonces, Brunequilda se valió del servil Concilio de Chalons para hacer desterrar a San Desiderio, contra el que se levantaron toda clase de falsos testimonios. Cuatro años después, el santo volvió del destierro. A pesar de que el gobernador de Vienne y otros de sus enemigos obstaculizaban su gobierno, el santo obispo no se mordió la lengua para denunciar valerosamente la mala conducta del rey Teodorico. Cuando Desiderio volvía de la corte a su casa, tres malhechores, pagados por sus enemigos, le dieron muerte en el sitio en que se levanta actualmente la población de Saint-Didier-sur-Chalaronne. Probablemente los asesinos sólo habían sido pagados para que golpearan al santo.

 

La Pasión de Saint Didier (Analecta Bollandiana, vol. IX, 1940, pp. 250-262) parece ser un documento fidedigno escrito por un contemporáneo. También el relato que se atribuye al rey visigodo, Sisebuto, es probablemente auténtico; pero no dice gran cosa. Ambos documentos fueron publicados por B. Krusch, Scriptores Merov., en MGH., pp. 620-648. Ver igualmente Duchesne, Fastes Épiscopaux, vol. I, pp. 207-208.

 

 

San Guiberto (962 d.C.).

(23 de mayo).

Gembloux de Brabante, que es actualmente un centro de agricultura y manufactura de cubiertos, se levanta en el sitio que ocupaba antiguamente un célebre monasterio benedictino. Dicho monasterio fue fundado por San Guiberto, quien, el año 963, regaló el terreno para la construcción de la abadía. Guiberto descendía de una de las más ilustres familias de Lotaringia. Después de una brillante carrera militar, Guiberto se sintió llamado por Dios a abandonar el mundo y practicar la vida solitaria en una de sus posesiones. Durante sus anos de vida eremítica, maduró el proyecto de fundar un convento en que los monjes, totalmente retirados del mundo, se consagrasen a cantar incesantemente las divinas alabanzas. La abuela de San Guiberto, que se llamaba Gisla, contribuyó a la dotación de la fundación. El primer abad fue un hombre de Dios, llamado Herluino. En cuanto el nuevo convento quedó organizado, San Guiberto se retiró a la abadía de Gorze, en la que tomó el hábito; así pudo librarse de las muestras de respeto que le prodigaban los monjes de Gembloux y evitar toda forma de complacencia. El santo esperaba vivir en Gorze como el último de los monjes, olvidado de todos; pero pronto comprendió que era imposible interrumpir de golpe toda relación con Gembloux. Las tierras que había regalado a la abadía formaban parte de un feudo imperial y no faltaron quienes persuadieron al emperador Otón I de que Guiberto no tenía derecho a disponer de ellas. El monarca convocó a Guiberto a la corte para que se justificase. Tan bien supo el santo defender sus derechos, que Otón I confirmó por un documento la fundación de la abadía y, más tarde, le concedió grandes privilegios.

Pero el documento imperial no bastó para que se dejase en paz a los monjes. El conde de Namur, cuñado de San Guiberto, reclamó, en nombre de su esposa, las tierras de la abadía y confiscó las rentas. Así pues, San Guiberto tuvo que volver, durante algún tiempo, a Gembloux para defender sus derechos y proteger la abadía que había fundado. Aprovechó la ocasión para evangelizar la región y convirtió a muchos de los húngaros y eslavos que se habían establecido ahí, después de la invasión del año 954. San Guiberto pasó los últimos años de su vida en Gorze, donde sufrió una dolorosa enfermedad. Murió a los setenta años de edad, el 23 de mayo de 962. Su tumba se vio honrada con numerosos milagros.

 

El cronista Sigeberto de Gembloux escribió unos cien años más tarde una biografía bastante detallada de San Guiberto. Puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. V. Varios historiadores han escrito acerca de la fundación de Gembloux. Véase en particular U. Berliére, Monasticon Belge, vol. I pp. 15-26, y Revue Bénédictine, vol. IV (1887), pp. 303-307.

 

 

San Leoncio, Obispo de Rostov, Mártir (1077 d.C.).

(23 de mayo).

San Leoncio, que era un griego originario de Constantinopla, fue el primer monje de las cuevas de Kiev que llegó a ser obispo, ya que, poco después de 1051, fue llamado a regir la eparquía de Rostov. En su gobierno, continuó la tradición de los santos obispos misioneros que le habían precedido y tuvo todavía más éxito que sus antecesores en la conversión de los paganos, a pesar de las persecuciones de que fue objeto. Se dice que, gracias al don de milagros que el cielo le concedió, acabó de evangelizar la región; pero esto es poco probable, ya que San Abraham fue a evangelizar los alrededores de Rostov cincuenta años más tarde. (A no ser que la fecha del apostolado de San Abraham no sea exacta).

San Leoncio murió hacia el año 1077. Siempre ha sido considerado como mártir, a causa de los malos tratos que recibió de los paganos. Se dice que los dos primeros mártires de Rusia, en tiempos de San Vladimiro el Grande, eran laicos; por ello se llama a San Leoncio el “hieromártir,” es decir, el mártir sacerdote. El nombre de San Leoncio aparece en la liturgia de la preparación de la misa bizantina.

 

Nuestro artículo está tomado del Annus ecclesiasticus Graeco-Slavicus de Martinov, que se halla reproducido en Acta Sanctorum, octubre, XI. Cf. San Sergio, 25 de sept., y la bibliografía que damos ahí.

 

 

Santos Donaciano y Rogaciano, Mártires (289 o 304 d.C.).

(24 de mayo).

En el reinado del emperador Maximiano vivía en Nantes, en la región de Bretaña, un joven llamado Donaciano. Era un fervoroso cristiano que pertenecía a una de las más distinguidas familias galo-romanas. Cuando estalló la persecución, el ejemplo de Donaciano arrastró a su hermano Rogaciano a solicitar  el bautismo; pero no pudo recibirlo inmediatamente porque el obispo se hallaba escondido. El emperador había publicado un decreto por el que se condenaba a muerte a todos los que se negasen a ofrecer sacrificios a Júpiter y Apolo. Cuando el prefecto romano llegó a Nantes, Donaciano tuvo que comparecer ante él, acusado de profesar abiertamente el cristianismo y de haber apartado a su hermano y a otros paganos, del culto a los dioses. Donaciano confesó valerosamente la fe y fue encarcelado. Pronto se reunió con él Rogaciano, quien había defendido ardientemente la fe contra todas las amenazas y promesas. La gran pena de Rogaciano era no haber recibido todavía el bautismo; pero pidió fervorosamente a Dios que el beso de paz que le había dado su hermano, le confiriese la fuerza necesaria para la prueba. Dios le tenía destinado el bautismo de sangre. Ambos hermanos pasaron la noche en oración y, al día siguiente, comparecieron de nuevo ante el prefecto, a quien manifestaron que estaban dispuestos a soportar, por la fe, todos los tormentos. Por orden del prefecto fueron torturados en el potro, se les perforó la cabeza con una lanza y finalmente fueron decapitados. En Nantes se venera mucho a estos mártires, a quienes se conoce con el nombre de “les enfants nantais” (“los hijos de Nantes”). Una parte de sus presuntas reliquias se conserva en la iglesia dedicada a su nombre.

 

Ruinart incluyó en Acta Sincera las actas de estos mártires, que son muy sobrias en comparación con otras. También se encuentran en Acta Sanctorum, mayo, vol. V y hay otra versión de ellas en Analecta Bollandiana, vol. VIII (1889), pp. 163-164. Aunque indudablemente no se trata de una obra escrita por un contemporáneo, tampoco hay razón para considerarla como una simple novela. Mons. Duchesne, que trata el punto en Fastes Épiscopaux (vol. II, pp. 359-361), hace notar que Donaciano y Rogaciano son los únicos mártires de las Gavias que perecieron ciertamente en las persecuciones romanas. Véase también A. de la Borderie, Histoire de Bretagne, vol. I, pp. 187-194; Delanoue, S. Donatien et S. Rogatien (1904); G. Mollat, en Annales de Bretagne, vol. XXII (1907), pp. 205-213; y J. B. Russon, La passion des enfants nantais (1945). También H. Leclerq discute el problema con cierto detenimiento en DAC., vol. XII (1935), cc. 628-634; en dicho artículo se encontrarán numerosas referencias.

 

 

San Vicente de Lérins (c. 445 d.C.).

(24 de mayo).

En sus dos obras, “Instructiones” y “De laude Eremi,” San Euquerio dice que San Vicente de Lérins “se distinguía por la elocuencia y el saber.” Se cree que el santo era hermano de San Lupo de Troyes. Probablemente había sido soldado antes de tomar el hábito religioso en la abadía de Lérins, situada en una de las islas de la costa de Cannes, llamada actualmente San Honorato, en honor de su fundador. En el año 434, casi tres años después de terminado el Concilio de Efeso, San Vicente compuso en Lérins, donde había sido ordenado sacerdote y era monje, el Commonitorium contra las herejías, que le ha hecho famoso. En dicha obra se refiere a sí mismo como a un peregrino extranjero que, para huir del mundo y de sus placeres vanos y pasajeros, se entregó al servicio de Cristo en el retiro del monasterio como el último de los monjes. El santo hace notar que la lectura de los Santos Padres le permitió reunir una serie de principios o criterios para distinguir la verdad cristiana del error y que se tomó el trabajo de redactarlos, en primer lugar para su propio uso, y como una ayuda para la memoria. San Vicente desarrolló sus primeras notas en un tratado que constaba de dos partes, la segunda de las cuales se refería principalmente al Concilio de Efeso. Pero esa parte se extravió tal vez a consecuencia de un robo y tuvo que contentarse con añadir a la primera parte una especie de resumen o recapitulación. En la obra de San Vicente, que consta de cuarenta y dos breves capítulos y que San Roberto Belarmino calificaba de “pequeña por su contenido y grande por su valor,” se encuentra por primera vez enunciado el principio de que para afirmar que una verdad pertenece a la doctrina católica, tiene que haber sido sostenida siempre y en todas partes por todos los fieles: “quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est.” Por consiguiente, hay que resolver los puntos dudosos al aplicar este criterio de universalidad, antigüedad y unanimidad, lo cual equivale, en la práctica, a probar que la mayoría de los obispos y doctores han sostenido, unánimemente, dicha verdad. La Biblia no puede ser el único criterio de verdad, porque está sujeta a diferentes interpretaciones y la citan tanto los ortodoxos como los heterodoxos; así pues, la única interpretación autorizada de la Biblia es la que da la tradición de la Iglesia, puesto que sólo esta tiene derecho de interpretarla. Cuando aparece una nueva doctrina, hay que confrontarla con la universal de la Iglesia; si en algún caso no se puede aplicar este criterio de universalidad a causa de la divulgación de la herejía en un período determinado de la historia, hay que referirse a la doctrina de la Iglesia primitiva. Y si ya en la primitiva Iglesia había empezado a difundirse ese error, hay que resolver el problema basándose en la fe de la mayoría. San Vicente admite la existencia del progreso dogmático, pero afirma que sólo es legítimo cuando conserva la identidad y todas las características esenciales, como el árbol respecto de la semilla y el ser humano respecto de la célula germinal. La tarea principal de los Concilios consiste en dilucidar, definir y subrayar las doctrinas que la Iglesia universal ha enseñado, creído y practicado desde que existe. La autoridad de la Sede Apostólica es la que sostiene el testimonio de los Padres, de los Doctores y de los Concilios.

Existe una literatura inmensa sobre el Commonitorium de San Vicente, y los juicios de los autores son muy diversos. El tratado fue escrito en una época en que la controversia sobre la gracia y la libertad estaba en todo su furor, sobre todo en el sur de Francia y muchos autores de nota consideran la obra de San Vicente como un ataque velado contra el predestinacionismo exagerado de la doctrina de San Agustín. Para probarlo, arguyen que, cuando apareció el Commonitorium, el abad de Lérins y muchos de los monjes eran semipelagianos; que San Vicente emplea en muchos pasajes la terminología semipelagiana; y que la célebre defensa del agustinismo que publicó San Próspero de Aquitania, refutaba las objeciones de un tal Vicente, a quien dichos autores identifican con San Vicente de Lérins. Pero el nombre de Vicente era entonces muy común; por otra parte, aunque el santo emplea en algunos pasajes la terminología semipelagiana, otros pasajes de su obra recuerdan tanto los términos del Credo de San Atanasio, que no han faltado quienes atribuyeran este último documento a San Vicente de Lérins. Como quiera que sea, el problema del semipelagianismo de San Vicente no está todavía resuelto del todo; pero, si el santo erró en ese punto, erró en compañía de muchos otros hombres de Dios. Ignoramos la fecha exacta de la muerte de San Vicente, pero debió acontecer hacia el año 445.

 

Sabemos muy poco sobre la vida de San Vicente de Lérins. El breve relato de Acta Sanctorum (mayo, vol. V) se basa principalmente en el De viris illustribus de Genadio de Marsella. Véase también DCB., vol. IV, pp. 1154-1158; Dictionnaire Apologétique, vol. IV, cc. 1747-1754; e Historisches Jahrbuch, vol. XXIX (1908), pp. 583 ss. En francés existe una traducción excelente del Commonitorium, hecha por el Labriolle y H. Brunetiere (1906).

 

 

San Urbano I, Papa y Mártir (c. 230 d.C.).

(25 de mayo).

El Martirologio Romano dice lo siguiente: “En Roma, en la Vía Nomentana, el nacimiento para el cielo del bienaventurado Urbano, Papa y mártir, por cuyas exhortaciones y enseñanzas muchas personas, entre las que se contaban Tiburcio y Valeriano, recibieron la fe de Cristo y sufrieron el martirio por ella. Dicho Pontífice tuvo que sufrir mucho durante la persecución de Alejandro Severo y, finalmente, recibió la corona del martirio por la espada.” Hay razones para sospechar que este breve resumen contiene muchos elementos apócrifos. La alusión a Tiburcio y Valeriano está tomada de las “actas” de Santa Cecilia, que son un documento muy poco fehaciente. En las mismas “actas” se basa la biografía de Urbano I que da el Líber Pontificalis. En todo caso, es absolutamente seguro que Urbano I no fue sepultado en la Vía Nomentana, sino en el Cementerio de Calixto en la Vía Appia, ya que en la era moderna se descubrió ahí una losa sepulcral que lleva su nombre. No lejos del cementerio de Calixto en la Vía Appia se hallaba el cementerio de Pretéxtalo, donde estaba enterrado otro mártir llamado Urbano. Pronto se empezó a confundir a los dos mártires. Uno de los antiguos edificios que rodeaban la catacumba de Pretéxtalo fue transformado en iglesia y recibió, más tarde, el nombre de San Urbano alla Caffarella.

 

La confusión entre los dos Urbanos y los problemas que ha creado en el Hieronymianum, son puntos de estudio muy interesantes, pero demasiado complicados para que podamos discutirlos aquí. Ver CMH. pp. 262 y 273; Duchesne, Líber Pontificalis, pp. 47, 93 y 143; De Rossi, Roma Sotterranea, vol. II, pp. 22-25, 53, 151. En el catálogo de manuscritos latinos de los bolandistas se han publicado varios textos, entre los que se cuenta la “pasión” del Papa Urbano (Acta Sanctorum, mayo, vol. VI). Ver BHL., nn. 8372-8392.

 

 

San Dionisio, Obispo de Milán (c. 360 d.C.).

(25 de mayo).

Entre los pocos obispos que sostuvieron a San Alanasio cuando todo el mundo estaba contra él, ocupa un sitio de honor San Dionisio, quien sucedió a Protasio en la sede de Milán, en 351. San Dionisio, gran paladín de la fe católica, asistió en el año 355, en el palacio de su ciudad episcopal, a un sínodo que el emperador Constancio, favorecedor de los arríanos, había reunido para que condenase a Alanasio. San Dionisio, San Eusebio de Vercelli y Lucifer de Cagliari, formaron parle del reducido grupo de los que se negaron a firmar el decreto. El emperador los desterró por ello. San Dionisio se retiró a Capadocia, donde murió hacia el año 360, probablemente poco antes de que el emperador Juliano restituyese a los obispos desterrados a sus diócesis. Hay que hacer notar que San Basilio envió, desde Capadocia a Milán, los despojos mortales de San Dionisio. Todavía se conserva la caria en que San Basilio cuenta a San Ambrosio las medidas que tomó para asegurarse de la autenticidad de las reliquias.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay una biografía de San Dionisio. Se trata de una obra de reducido valor histórico, ya que el texto primitivo en que se basa se debe probablemente a la pluma de un cronista tan poco escrupuloso como Landulfo (siglo XI). Así lo ha demostrado el P. Savio en su obra, Gli Antichi Vescovi d'Italia, La Lombardia, pp. 114 ss. y 753 ss. Véase también Lanzoni, Le Diócesi d'Italia, vol. II (1927), p. 1014, y sobre todo CMH., pp. 81 y 271; Hefele-Leclercq, Conciles, vol. I, pp. 873-877. Acerca de la carta de San Basilio, véase Migne, PG., vol. XXXII, cc. 712-713.

 

 

San Cenobio, Obispo de Florencia (¿390? d.C.).

(25 de mayo).

La historia y la novela están muy mezcladas en la leyenda tradicional de San Cenobio, el patrono principal de Florencia. Desgraciadamente no existe ningún documento contemporáneo del santo que nos permita reconstruir los hechos. San Cenobio pertenecía a la familia florentina de los Gerónimo. Se cuenta que fue bautizado a los veintiún años por el obispo Teodoro, quien también le confirió las órdenes sagradas y le hizo archidiácono suyo. Por su virtud y saber, San Cenobio se ganó la amistad de San Ambrosio de Milán, quien aconsejó al Papa San Dámaso que le llevase a Roma. Tras de desempeñar, con éxito, una misión que le confió la Santa Sede en Constantinopla, San Cenobio volvió a Italia. A la muerte de Teodoro, fue elegido obispo de Florencia, donde edificó a todos por su elocuencia, sus milagros y su santidad. Tuvo a San Eugenio como diácono y a San Crescencio como subdiácono. Según se cuenta, resucitó a cinco muertos; uno de ellos era un niño que había sido atropellado por un carro, cuando jugaba frente a la catedral. San Cenobio murió a los ochenta años. Fue, primero, sepultado en San Lorenzo y más tarde, trasladado a la catedral. En las galerías florentinas hay numerosas pinturas primitivas que representan diversas escenas de la vida de San Cenobio.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay varias biografías breves; pero ninguna de ellas es anterior al siglo XI. Por otra parte, no es del todo cierto que haya existido el obispo Teodoro. Véase Davidsohn, Forschungen zur alteren Geschichte von Florenz, vol. I. Acerca de las pretendidas reliquias de San Cenobio, cf. Cocchi, Ricognizioni... delle Reliquie di S. Zenobia.

 

 

San León, Abad (c. 550 d.C.).

(25 de mayo).

San León pasó su vida en Mantenay, pueblecito de la diócesis de Troyes. Ahí nació y ahí ingresó en un monasterio, fundado poco antes por el obispo de Reims, San Romano. San León edificó a todos sus hermanos, tanto como simple monje como al suceder a San Romano en el cargo de abad. Una noche, mientras dormía en el bautisterio de la iglesia, como tenía por costumbre, se le aparecieron San Hilario, San Martín de Tours y San Anastasio de Orléans, para anunciarle que iba a morir tres días después. San León les rogó que le obtuviesen de Dios oíros tres días, para que una buena mujer pudiese terminar el hábito mortuorio que le había prometido. Habiendo obtenido esa gracia, el santo envió inmediatamente a un mensajero a traer el hábito mortuorio. La dama en cuestión dijo que todavía no lo había tejido, porque el abad gozaba de perfecta salud, pero que lo terminaría en tres días. La dama cumplió su palabra y envió el hábito en la fecha prometida. El santo murió, exactamente, cuando se le había predicho.

 

Tanto en Mabillon como en Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay una breve biografía, pero muy poco fidedigna. Sin embargo, el nombre de San León aparece en ciertas recensiones tardías del Hieronymianum.

 

 

San Aldhelmo o Adelmo, Obispo de Sherborne (709 d.C.).

(25 de mayo).

San Aldhelmo fue el primer sabio inglés cuya fama llegó al continente europeo. Se conservan varios de sus escritos, así en prosa como en verso, redactados en un latín singularmente oscuro. San Aldhelmo, que era pariente de Ine, rey de los sajones del oeste, nació hacia el año 639. Se educó en Malmesbury, bajo la dirección de un maestro irlandés, llamado Maildub. No sabemos exactamente donde vivió al terminar sus estudios. Entre los treinta y los cuarenta años, San Aldhelmo se trasladó a Canterbury, que se había convertido en un importante centro de las ciencias humanas y divinas, gracias al arzobispo San Teodoro y a San Adrián. San Aldhelmo atribuía al abad Adrián los éxitos que obtuvo posteriormente en el terreno de la cultura. En Canterbury, o tal vez antes de ir a esa ciudad, el santo recibió la tonsura y tomó el hábito. Cuando Maildub se retiró de la enseñanza, San Aldhelmo pasó a Malmesbury para encargarse de la escuela. Hacia el año 683, fue nombrado abad.

El santo fomentó mucho la religión y la educación en Wessex, particularmente después de la elevación del rey Ine al trono, ya que fue consejero de dicho monarca. Para instrucción y edificación de los pobres, a quienes amaba mucho, el santo, que era un músico destacado, compuso versos y cantos en inglés. El rey Alfredo admiraba mucho los himnos ingleses de San Aldhelmo y las baladas compuestas por el siervo de Dios fueron muy populares durante varios siglos; pero, desgraciadamente, no se conserva el texto de ninguna de ellas. San Aldhelmo fundó los monasterios subsidarios de Eróme y Bradford-on-Avon y construyó varias iglesias. Todavía se conserva la que dedicó a San Lorenzo, en Bradford-on-Avon, que es, sin duda, el más hermoso monumento del arte sajón. A instancias de un sínodo reunido por el rey Ine, San Aldhelmo escribió una carta a Gerainto, rey de Dummonia (Cornwall y Devon); gracias a ella, aceptaron la costumbre romana muchos clérigos que hasta entonces habían seguido la tradición celta, en la cuestión de la fecha de la Pascua. Se cuenta que el santo hizo un viaje a Roma, pero no hay pruebas suficientes de la veracidad de esta afirmación.

A la muerte de San Hedda, en 705, el territorio de Wessex se dividió en dos diócesis; a San Aldhelmo tocó gobernar la región occidental y fijó su sede episcopal en Sherborne. Cuatro años más tarde murió, cuando se hallaba visitando la población de Doulting, cerca de Westbury. Su cuerpo fue trasladado a Malmesbury con gran solemnidad. En el camino se plantaron cruces en los sitios donde su cuerpo había descansado. El más conocido de los escritos de San Aldhelmo es el tratado de la virginidad, que dedicó a las religiosas de Barking. También se conservan algunos poemas latinos y un tratado de prosodia, en el que la medida de los versos se ejemplifica con adivinanzas; por ello se ha dicho que San Aldhelmo habría gozado con los crucigramas y juegos de palabras de nuestra época. La fiesta del santo se celebra en las diócesis de Clifton, Plymouth y Southwark. En esta última, la fiesta tiene lugar el 28 de mayo.

 

Las biografías de San Aldhelmo, escritas por Faricio de Abingdon y Guillermo de Malmesbury (Acta Sanctorum, mayo, vol. VI), no son del todo fehacientes, puesto que datan del siglo XII. Beda habla con respeto de San Aldhelmo, pero dice muy poco sobre él. La mejor edición de las obras del santo, es la de Ehwald, en MGH., Auctores Antiquissimi, vol. XV. Véase también Cambridge History of English Literature, vol. I, pp. 72-79; Thurston, en Catholic Encyclopaedia, vol. I, pp. 280-281; y E. S. Dukett, Anglo-Saxon Saints and Scholars (1947). Probablemente la iglesia actual de Brandford está construida sobre las ruinas de la “ecclesiola” de San Aldhelmo.

 

 

San Beda, el Venerable, Doctor de la Iglesia (735 d.C.).

(27 de mayo).

Casi todos los datos que poseemos sobre San Beda proceden de un corto escrito del propio santo y de una emocionante descripción de sus últimas horas, debida a la pluma de uno de sus discípulos, el monje Cutberto. En el último capítulo de su famosa obra, “Historia Eclesiástica del Pueblo Inglés,” el Venerable Beda dice: “Yo, Beda, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de Wearmouth y Jarrow, he escrito esta historia eclesiástica con la ayuda del Señor, basándome en los documentos antiguos, en la tradición de nuestros predecesores y en mis propios conocimientos. Nací en el territorio del susodicho monasterio. A los siete años de edad, mis parientes me confiaron al cuidado del muy reverendo abad Benito (San Benito Biscop) y después, al de Ceolfrido, para que me educasen. Desde entonces, viví siempre en el monasterio, consagrado al estudio de la Sagrada Escritura. Además de la observancia de la disciplina monástica y del canto diario en la iglesia, mis mayores delicias han sido aprender, enseñar y escribir. A los diecinueve años, recibí el diaconado y a los treinta, el sacerdocio; ambas órdenes me fueron conferidas por el muy reverendo obispo Juan (San Juan de Beverley), a petición del abad Ceolfrido. Desde entonces hasta el presente (tengo actualmente cincuenta y nueve años), me he dedicado, para mi propia utilidad y la de mis hermanos, a anotar la Sagrada Escritura, basándome en los comentarios de los Santos Padres y de acuerdo con sus interpretaciones.” En seguida, el Venerable Beda hace una enumeración de sus obras y concluye con estas palabras: “Te suplico, amante Jesús, que, así como me has concedido beber las deliciosas palabras de tu sabiduría, me concedas un día llegar a Ti, fuente de toda ciencia y permanecer, para siempre, ante tu faz.”

Algunos días del año 733 los pasó San Beda en York, con el arzobispo Egberto; esto permite suponer que, de cuando en cuando, iba a visitar a sus amigos a otros monasterios; pero, fuera de esos cortos períodos, su vida estaba consagrada a la oración, al estudio y a la composición de libros. Dos semanas antes de la Pascua del año 735, el santo se vio afligido por una enfermedad del aparato respiratorio y todos comprendieron que se acercaba su fin. Sin embargo, sus discípulos continuaron sus estudios junto al lecho del santo, aunque las lágrimas ahogaban frecuentemente la voz durante las lecturas. Por su parte, el Venerable Beda dio gracias a Dios. Durante los cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión, San Beda se dedicó a traducir al inglés el Evangelio de San Juan y una colección de notas de San Isidoro, sin interrumpir por ello la enseñanza y el canto del oficio divino. A propósito de esas traducciones, dijo el santo: “Las hago porque no quiero que mis discípulos lean traducciones inexactas ni pierdan el tiempo en traducir el original después de mi muerte.” El martes de Rogativas se agravó su enfermedad; sin embargo, San Beda dio sus lecciones como de costumbre, aunque decía, de vez en cuando: “Id de prisa, porque no sé cuánto tiempo podré resistir, ni si Dios va a llamarme pronto a El.”

Tras de pasar la noche en oración, San Beda empezó a dictar el último capítulo del Evangelio de San Juan. A las tres de la tarde, mandó llamar a los sacerdotes del monasterio, les repartió un poco de pimienta, incienso y unas piezas de tela que tenía en una caja y les rogó que orasen por él. Los monjes lloraron mucho cuando el santo les dijo que no volvería a verlos sobre la tierra, pero se regocijaron al pensar que su hermano iba a ver a Dios. Al anochecer, el joven que hacía las veces de amanuense le dijo: “Sólo os queda una frase por traducir.” Cuando el amanuense le anunció que el trabajo estaba terminado, Beda exclamó: “Has dicho bien; todo está terminado. Sostenme la cabeza para que pueda yo sentarme y mirar hacia el sitio en que acostumbraba a orar y así, podré invocar a mi Padre.” A los pocos momentos exhaló el último suspiro, postrado en el suelo de la celda, mientras cantaba: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.”

Se han inventado leyendas fantásticas para explicar el título de “Venerable” que se ha dado a Beda. En realidad se trata de un título de respeto que se daba frecuentemente en aquella época a los miembros más distinguidos de las órdenes religiosas. El Concilio de Aquisgrán aplicó ese título a San Beda, el año 836 y, evidentemente fue aceptado por las generaciones posteriores, que lo mantuvieron en uso a través de los siglos. Aunque Beda fue oficialmente reconocido como santo y doctor de la Iglesia en 1899, hasta hoy se le llama Venerable.

San Beda es el único inglés que ha merecido el título de Doctor de la Iglesia y el único inglés a quien Dante consideró suficientemente importante para mencionarle en el “Paraíso.” La cosa no tiene nada de sorprendente, ya que, aunque Beda vivió recluido en su monasterio, llegó a ser conocido mucho más allá de las fronteras de Inglaterra. La Iglesia occidental ha incorporado algunas de sus homilías a las lecciones del Breviario. La “Historia Eclesiástica” de Beda es prácticamente una historia de la Inglaterra anterior al año 729, “el año de los cometas.” San Beda fue una de las columnas de la cultura de la época carolingia, tanto por sus propios escritos, como por la influencia que ejerció en Europa, a través de la escuela de York, fundada por su discípulo, el arzobispo Egberto. Cierto que sabemos muy poco acerca de la vida de San Beda; pero el relato de su muerte, escrito por Cutberto, basta para recordarnos que “la muerte de los santos es preciosa a los ojos del Señor.” San Bonifacio dijo que San Beda había sido “la luz con que el Espíritu Santo iluminó a su Iglesia.” Y las tinieblas no han logrado nunca extinguir esa luz.

 

Existen muchas obras sobre San Beda y su época, escritas principalmente por autores anglicanos. Desde el punto de vista católico, se pueden poner ciertas objeciones a la obra del historiador William Bright, Chapters of Early English Church History (1878); pero pocos autores han escrito páginas tan elocuentes e inteligentes sobre el santo. Bede: His Life, Times and Writings, editado por A. Hamilton Thompson (1935), es una valiosa colección de ensayos de autores no católicos. La biografía de H. M. Guillet, de tipo popular es excelente, lo mismo que el estudio sobre Beda que hay en la obra de R. W. Chambers, Maris Unconquerable Mind (1939), pp. 23-52. En Acta Sanctorum apenas se encuentra algo más que una biografía atribuida a Turgot; en realidad se trata de un extracto de Simeón de Durham, en el que dicho autor relata la translación de los restos de San Beda a la catedral de Durham. La mejor edición de la Ecclesiastical History y de las otras obras históricas del santo, es la del C. Plummer (1896). Pero existen otras ediciones de tipo popular que han sido traducidas a varios idiomas. P. Herford modernizó, en 1935, la sabrosa traducción de Stapleton (1565), que había sido reeditada en 1930. Sobre el martirologio de Beda, cf. D. Quentin, Les martyrologes historiques (1908). Véase también T. D. Hardy, Descriptive Catalogue (Rolls Series), vol. I, pp. 450-455. El cardenal Gasquet escribe: “Recuérdese que en su lecho de muerte, Beda estaba traduciendo al inglés los evangelios...” Pero no se conserva ni un fragmento de esa obra destinada “a hacer llegar la Palabra de Dios a los pobres e iletrados.”

 

 

Santa Restituta de Sora, Virgen y Mártir (¿271? d.C.).

(27 de mayo).

Santa Restituta era una doncella romana que descendía de una familia patricia. Se dice que fue martirizada hacia el año 271 en la ciudad de Sora, que pretende poseer sus reliquias y la venera como patrona principal. Las “actas” de Santa Restituía son una simple fábula. Según dicha leyenda, Dios ordenó a la santa que fuese a Sora, y un ángel la trasladó a esa ciudad. Restituía se alojó en la casa de una viuda, a cuyo hijo había curado de la lepra. Ese milagro convirtió al joven, a la viuda y a otras treinta y nueve personas. Al saberlo, el procónsul Agacio encarceló a Restituta. Como la santa se negase a ofrecer sacrificios a los dioses, fue cruelmente azotada; en seguida la arrojaron nuevamente a la mazmorra, cargada de pesadas cadenas, y la privaron de todo alimento y bebida durante siete días. Pero un ángel se apareció a Restituía, y su presencia hizo que las cadenas se derritieran como si fuesen de cera, sus heridas' quedaran curadas y la santa dejó de sentir el hambre y la sed. Ese milagro convirtió a varios de los guardias, los cuales sufrieron el martirio por la fe. Santa Restituta fue decapitada junio con el sacerdote Cirilo, a quien había convertido y otros dos cristianos. Los cuerpos de los mártires fueron arrojados al río Liri, donde los cristianos los recobraron poco después.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, pueden verse las actas, el relato de algunos milagros atribuidos a la intercesión de Santa Restituía y la descripción del descubrimiento de sus reliquias en el siglo XVII. Los milagros de la santa, reales o imaginarios, popularizaron pronto su culto. Aunque sabemos también muy poco sobre la santa africana del mismo nombre, que el Martirologio Romano conmemora el 17 de mayo y cuyas reliquias se hallan, según se dice, en la catedral de Nápoles, no parece que se identifique con la santa romana de la que hablamos.

 

 

Santos Julio y Compañeros, Mártires (¿302? d.C.).

(27 de mayo).

San Julio, soldado veterano, fue acusado de cristiano por sus oficiales ante Máximo, el gobernador de la baja Mesia. Máximo residía en Durostorum (actualmente Silistria, en Bulgaria). Poco antes habían sido martirizados Pisícrates y Valencio, que pertenecían a la legión de Julio. A pesar de las promesas y amenazas del juez, éste declaró que no deseaba otra cosa que morir por Cristo para vivir eternamente con El. Entonces, el juez le condenó a ser decapitado. Cuando se dirigía al sitio de la ejecución, Hesiquio, otro soldado cristiano que sufrió el martirio pocos días más tarde, le dijo: “Ten valor, y acuérdate de mí, que voy a seguirte pronto. Encomiéndame a los siervos de Dios, Pisícrates y Valencio, que nos precedieron en la confesión del nombre de Jesús.” Julio abrazó a Hesiquio y respondió: “Hermano querido, apresúrate a reunirte con nosotros, pues aquellos a quienes acabas de invocar han oído ya tu oración.” Julio se vendó los ojos con un pañuelo y dijo, al presentar el cuello al verdugo: Señor Jesús, por cuyo nombre voy a morir, dígnate recibir mi alma entre tus santos.” El martirio tuvo lugar el 27 de mayo, en Duroslorum, dos días después de la ejecución de San Pisícrates, probablemente hacia el año 302.

 

El Martirologio Romano conmemora por separado a San Pisícrates y San Valencio el 25 de mayo; pero en realidad fueron compañeros de martirio, ya que, como lo hace notar Delehaye (Analecta Bollandiana, vol. XXXI, 1912, pp. 268-269), jamás se ha discutido el valor histórico de estas actas. La parte que se refiere a Pisícrates y su compañero sólo ha llegado hasta nosotros a través de un resumen de los sinaxarios griegos; en cambio, se conserva el original de la sección del martirio de San Julio. Puede verse en Ruinart, Acta Sincera, y en Acta Sanctorum, mayo, vol. VI. Ver P. Franchi de Cavalieri, en Nuovo Bullettino di arch. crist., vol. X (1904), pp. 22-26; sobre todo CMH., p. 272, donde se hace notar que la mención de “Policarpo” en el antiguo Breviario sirio se refiere probablemente a Pisícrates. Tal vez el “Polícrato” del texto de Epternach explica la confusión del nombre. En el mismo artículo se confunde la palabra “coronatorum” con el nombre de la ciudad de Gortyna, en Creta.

 

 

San Juan I, Papa y Mártir (526 d.C.).

(27 de mayo).

Juan I era toscano de nacimiento. Desde muy joven abrazó la carrera eclesiástica en Roma, donde llegó a ser archidiácono. A la muerte de San Hormisdas, el año 523, fue elegido para sucederle en el trono pontificio. Teodorico el godo había gobernado Italia durante treinta años. Aunque era un arriano convencido, siempre trató con respeto a sus súbditos católicos. Pero su actitud tolerante cambió por aquella época, en parte porque había descubierto una correspondencia desleal entre los principales miembros del senado romano y Constantinopla y en parte, a causa de las severas medidas que había dictado contra los arríanos el emperador Justino I. Los arríanos de oriente apelaron a Teodorico, quien decidió enviar una embajada a negociar con el emperador. El Papa Juan, que dirigía la embajada muy contra su voluntad, fue recibido con entusiasmo en Constantinopla; el emperador y todo el pueblo salieron a su encuentro, y el Papa ofició en la catedral el día de Pascua. Los relatos sobre la misión de Juan I y la forma en que la desempeñó varían mucho. Sin embargo, parece que el Papa indujo al emperador a tratar con mayor moderación a los arríanos para evitar la persecución de los católicos en Italia. Pero, durante la ausencia de Juan I, el resentimiento de Teodorico contra los católicos había ido en aumento. El monarca había condenado a muerte al filósofo San Severino Boecio y a su suegro Símaco, que habían sido acusados de alta traición e interpretó la amistad del Papa y el emperador como prueba de que tramaban una conspiración contra él. En cuanto el Papa llegó a Ravena, que era la capital, el emperador le mandó encarcelar. Juan I murió pocos días después en la prisión, a consecuencia de los malos tratos que había recibido.

 

El texto y las notas de la edición de Duchesne del Líber Pontificalis, vol. I, pp. 275-278, dicen prácticamente todo lo que se sabe sobre Juan I. Véase Acta Sanctorum, mayo, vol. VI; y Hartmann, Geschichte Italiens im Mittelalter, vol. I, pp. 220-224. G. Pfeilschifter, Theodorich der Grosse, etc. (1896), pp. 184-203, discute el hecho del martirio de Juan I; el P. Grisar lo defiende en Geschichte Roms und der Pápste, vol. I, pp. 481-483. Ver también F. X. Seppelt, Der Aufstieg des Pápstums (1931), pp. 274-276.

 

 

San Hidelberto, Obispo (680 d.C.).

(27 de mayo).

Hidelberto nació cerca de Hebécourt, en la diócesis de Amiens. Su padre, Adalberto, lo puso bajo la vigilancia de San Farón, obispo de Meaux, quien lo educó según la disciplina monástica y lo ordenó sacerdote. A la muerte de San Farón, fue promovido a la sede de Meaux. Se consagró con ardor a la oración y al estudio de las Sagradas Escrituras, a la predicación y a la caridad. Se distinguió sobre todo, por su gran dulzura y una inalterable tranquilidad de alma. Murió el 27 de mayo del 680.

San Hidelberto tuvo un culto muy extenso y fervoroso en la iglesia de Vignely, en los alrededores de Meaux, que él mismo edificó y donde fue enterrado, a causa de los numerosos milagros que se realizaron sobre su tumba. Sus reliquias fueron trasladadas de Vignely a Meaux por San Mayel, quien, supuestamente, fue abad en Cluny. Pero no se sabe ni en qué ocasión, ni por qué razón, este piadoso abad intervino en dicha traslación. Mabillon estima que hay más probabilidades de que se trate aquí de otro Mayel, abad de San Farón de Meaux.

Durante el siglo XII, el cuerpo de San Hidelberto fue llevado de Meaux a Gournay, sobre la orilla de Epte, en Normandía, en donde se conservó en la iglesia insigne que ha recibido su nombre, que antes era colegiata y ahora parroquia.

El 5 de mayo de 1375, un terrible incendió amenazó con convertir a Gournay en cenizas. Los clérigos de San Hidelberto llevaron en procesión las reliquias del santo hacia las llamas y el incendio se detuvo. La reina Blanca, viuda de Felipe de Valois, hizo poner en un relicario de oro una parte de la cabeza del santo. Desde esa época, se celebraba todos los años la fiesta de la traslación de la cabeza del santo y se conmemoraban los milagros obrados en aquella oportunidad.

El 29 de noviembre de 1639, se abrió el relicario y se distribuyeron fragmentos de la reliquia entre el rey Luis XIII, el arzobispo de Rouen y el obispo de Meaux.

Durante la Revolución, un canónigo de la antigua colegiata salvó los preciosos restos, que fueron llevados solemnemente, el 22 de mayo de 1803, a la iglesia de San Hidelberto de Gournay, en donde se conservan piadosamente hasta ahora. Se invoca a San Hidelberto contra la epilepsia y la locura.

 

Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, pp. 712-716. Gallia Christiana vol. VIII, p. 1601. Histoire Littéraire de la France vol. VI, p. 333. Duverdier de Vauprivás, La légend de, Saint Hidélvert, éveque de Meaux, en Brie, Rouen, sin fecha.

 

 

San Agustín, Arzobispo de Canterbury (c. 605 d.C.).

(28 de mayo).

Cuando el Papa San Gregorio el Grande comprendió que había llegado el momento de emprender la evangelización de la Inglaterra anglosajona, escogió como misioneros a treinta o más monjes del monasterio de San Andrés, en la Colina Coeli. Como jefe de la expedición nombró al prior del monasterio, Agustín. San Gregorio debía tenerle en muy alta estima para confiarle la realización de un proyecto tan caro a su corazón. La expedición partió de Roma en 596. Cuando los misioneros llegaron a la Provenza, tuvieron las primeras noticias de la ferocidad de los anglosajones y de los peligros que les aguardaban al otro lado del Canal de la Mancha. Muy descorazonados por ello, convencieron a Agustín para que volviese a Roma a fin de hacer ver al Pontífice que se trataba de una aventura imposible. Pero San Gregorio, por su parte, estaba informado de que los ingleses no eran hostiles al cristianismo, de suerte que ordenó a Agustín que volviera a reunirse con sus hermanos. Las palabras de aliento que les envió el Sumo Pontífice, dieron valor a los misioneros para seguir adelante. La expedición desembarcó en la isla de Thanet, gobernada entonces por el rey Etelberto de Kent. En nuestro artículo del 25 de febrero sobre San Etelberto relatamos ya en detalle el primer encuentro: los misioneros acudieron a presentar sus respetos al rey, quien los recibió sentado bajo una encina, les ofreció en Canterbury una casa, la antigua iglesia de San Martín y les dio permiso de predicar el cristianismo a sus súbditos.

Etelberto recibió el bautismo el día de Pentecostés del año 597. Casi inmediatamente después, San Agustín fue a Francia, donde San Virgilio, el metropolitano de Arles, le consagró obispo. En la Navidad de ese mismo año, muchos de los súbditos de Elelberto recibieron el bautismo en Swale, como lo relató gozosamente San Gregorio en una carta a Eulogio, patriarca de Alejandría. Agustín envió a Roma a dos de sus monjes, Lorenzo y Pedro, para que informasen al Papa sobre los acontecimientos, le pidiesen más misioneros y le preguntasen su opinión sobre varios asuntos. Los misioneros volvieron a Inglaterra con el palio para Agustín, acompañados por un nuevo contingente de evangelizadores, entre los que se contaban San Melito, San Justo y San Paulino. Beda escribe: “Con esos ministros de la Palabra, el Papa envió todo lo necesario para el servicio divino en la iglesia: vasos sagrados, manteles para los altares, imágenes para las iglesias, ornamentos para los sacerdotes, reliquias y también muchos libros.” El Papa explicó a Agustín cómo debía proceder para fundar la jerarquía en todo el país y dio, tanto a Agustín como a Melito, instrucciones muy prácticas acerca de otros puntos. No debían destruir los templos paganos, sino purificarlos y emplearlos como iglesias. Debían respetar en cuanto fuese posible las costumbres locales y sustituir las fiestas paganas por las de los mártires cristianos y las de la dedicación de las iglesias. San Gregorio escribía: “Para llegar muy alto hay que avanzar paso a paso y no a saltos.”

San Agustín reconstruyó en Canterbury una antigua iglesia, la cual, junto con una casa de troncos, formó el primer núcleo de la basílica metropolitana y del futuro monasterio de “Christ Church.” Ambos edificios se hallaban en el sitio que ocupa actualmente la catedral que Lanfranco empezó a construir en el año 1070. Fuera de las murallas de la ciudad, San Agustín fundó el monasterio de San Pedro y San Pablo. Después de su muerte, el monasterio tomó el nombre de abadía de San Agustín, y en ella fueron sepultados los primeros arzobispos.

La evangelización de Kent avanzaba lentamente. San Agustín empezó entonces a pensar en los obispos de la antigua Iglesia, que habían sido arrojados por los conquistadores sajones a las regiones salvajes de Gales y Cornwall. Aislada del resto de la cristiandad, la Iglesia conservaba en aquellas comarcas algunas costumbres que diferían de la tradición romana. San Agustín invitó a los principales obispos a reunirse con él en un sitio de los confines de Wessex, que todavía en tiempos de Beda se conocía con el nombre de “la encina de Agustín.” Ahí los exhortó a adoptar las costumbres del resto de la Iglesia de occidente y les pidió que le ayudasen en la tarea de evangelizar a los anglosajones. Para demostrar su autoridad, San Agustín obró una curación milagrosa en presencia de los obispos; pero éstos se negaron a seguir el consejo del santo, por fidelidad a la tradición local y por rencor contra los conquistadores. Más tarde, se llevó a cabo otra reunión que fracasó también: como Agustín no se levantó de su asiento cuando llegaron los otros obispos, éstos interpretaron su actitud como falta de humildad y se negaron a prestarle oídos y a reconocerle por metropolitano. Desgraciadamente, según cuenta la tradición, San Agustín profirió entonces la amenaza de que “si no querían hacer la paz como hermanos, se les haría la guerra como enemigos.” Algunos autores afirman que esta profecía se cumplió diez años después de la muerte de San Agustín, cuando el rey Etelfrido de Nortumbría derrotó a los británicos en Chester y asesinó a los monjes que habían ido a Bangor Iscoed a orar por la victoria.

El santo pasó sus últimos años empeñado en difundir y consolidar la fe en el reino de Etelberto e instituyó las sedes de Londres y Rochester. Unos siete años después de su llegada a Inglaterra, San Agustín pasó a recibir el premio celestial, hacia el año 605, el 26 de mayo. En Inglaterra y Gales se celebra su fiesta en ese día; pero en los otros países se le conmemora el 28 de mayo.

San Agustín escribió con frecuencia a San Gregorio el Grande para consultarle acerca de cuantas dificultades encontraba en su ministerio. Ello demuestra su delicadeza de conciencia, ya que, en muchas cosas en que hubiese podido decidir por su propio saber y prudencia, prefería consultar al Papa y atenerse a sus decisiones. En cierta ocasión, San Gregorio exhortó a San Agustín a guardarse de las tentaciones de orgullo y vanagloria que podían asaltarle a causa de los milagros que Dios obraba por su intermedio: “Alégrate con temor y teme con alegría ese don que el cielo te ha concedido. Debes alegrarte, porque los milagros exteriores atraen a los ingleses a la gracia interior. Pero debes temer que los milagros te hagan concebir una gran estima de ti mismo, porque con ello transformarías en vanagloria lo que debe servir para el honor de Dios... No todos los elegidos hacen milagros y, sin embargo, sus nombres están escritos en el cielo. Los verdaderos discípulos de la Verdad sólo deben regocijarse del bien que todos comparten y en el que encontrarán el gozo interminable.”

 

En el texto y las notas de la edición hecha por Plummer de la Historia Ecclesiastica de Beda, se encontrarán prácticamente todos los documentos fidedignos que poseemos sobre la vida de San Agustín. Los biógrafos y cronistas posteriores —como Goscelin (Acta Sanctorum, mayo, vol. VI), Guillermo de Malmesbury, Tomás de Elmham y Juan Brompton— no añaden nada importante. Las fuentes galesas son también tardías y poco fehacientes. La biografía del P. A. Brou, St. Augustine of Canterbury and his Companions (trad. ingl. 1897) es excelente. En Lives of the English Saints de Newman, el canónigo F. Oakeley publicó una biografía muy seria e inteligente de San Agustín; la obra data de la época en que todavía era anglicano. Ver F. A. Gasquet, The Mission of St. Augustine (1925); F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943), pp. 104-112; A. W. Wade-Evans, Welsh Christian Origins (1934), discute inteligentemente la cuestión del “British trouble;” y la importante obra de S. Brechter, Die Quellen zur Angelsachsenmission Gregors der Grossen (1941), de la que hay una reseña en Analecta Bollandiana, vol. LX (1942). Cf. W. Levison, England and the Continent... (1946), p. 17.

 

 

San Germán, Obispo de París (576 d.C.).

(28 de mayo).

San Germán, que fue una de las glorias de Francia en el siglo VI, nació el año 496 cerca de Autun. Tras de recibir una esmerada educación, fue ordenado sacerdote por San Agripino. Más tarde se le eligió abad de San Sinforiano, en los suburbios de Autun. Como se hallase casualmente en París cuando la sede quedó vacante, el rey Childeberto le nombró obispo de dicha diócesis. Ello no modificó, en lo absoluto, la vida de austeridad de San Germán, quien siguió vistiendo y comiendo con la misma sencillez que hasta entonces. Su casa estaba siempre llena de mendigos, a los que invitaba a su mesa. Con su ejemplo y elocuencia el santo convirtió a mejor vida a muchos pecadores endurecidos; entre éstos se contaba el rey, que vivía absorbido por los intereses materiales y acabó por transformarse en generoso bienhechor de los pobres y en fundador de monasterios. Cuando Childeberto cayó enfermo en su palacio de Celles, cerca de Mélun, San Germán fue a visitarle. Se cuenta que, enterado de que los médicos habían desahuciado al soberano, el santo pasó toda la noche en oración por él y, a la mañana siguiente, le devolvió la salud, imponiéndole las manos. Se dice también que el rey relató este milagro en un documento en el que, para manifestar su agradecimiento a Dios, cedía a la diócesis de París y a su obispo el territorio de Celles, en el que había ocurrido el milagro. Desgraciadamente, la autenticidad de dicho documento es muy dudosa.

Childeberto fundó en París una iglesia y un monasterio dedicados a la Santa Cruz y a San Vicente. San Germán consagró ambos edificios y construyó ahí mismo la capilla de San Sinforiano, en la que fue sepultado. Después de la muerte del santo, la iglesia tomó el nombre de Saint-Germain-des-Prés, y en ella recibieron sepultura varias generaciones de la familia real. San Germán se esforzó durante su gobierno por reprimir el libertinaje de los nobles y tuvo el valor de excomulgar al rey Chariberto por su conducta licenciosa. Durante las guerras fratricidas que dividieron a los sobrinos de Childeberto, el santo hizo cuanto pudo por mediar entre ellos y llegó hasta a escribir a la reina Brunequilda, con la esperanza de ganarla, junto con su marido, a la causa de la paz. Pero todos los esfuerzos del santo obispo resultaron infructuosos. Sen Germán murió el 28 de mayo del año 576, a los ochenta años de edad. Todo el pueblo le lloró, y el rey Chilperico compuso personalmente, según se dice, el epitafio del santo, en el que alababa las virtudes, los milagros y el celo del obispo por las almas.

A propósito de San Germán, conviene decir que las dos cartas sobre las costumbres litúrgicas, que se atribuían antiguamente al santo y que parecían ofrecer una descripción detallada y fidedigna de la liturgia “galicana” del siglo VI, datan de más de un siglo después, según se ha probado.

 

La principal fuente biográfica sobre San Germán es la vida escrita por su contemporáneo Venancio Fortunato, aunque deja mucho que desear, ya que consiste principalmente en un catálogo de milagros dudosos. Dicha obra ha sido editada muchas veces (por ejemplo, en Acta Sanctorum, mayo, vol. VI). Pero el texto más crítico es el de B. Krusch en MGH., Scriptores Merov., vol. VII (1920), pp. 337-428, que contiene un valioso prefacio, además de las notas y los documentos suplementarios. En el Kirchenlexikon y en DCB. hay muchos buenos artículos sobre San Germán. Acerca de las cartas sobre la liturgia, véase el convincente artículo de A. “Wilmart, en DAC., vol. VI, cc. 1049-1102. En el mismo volumen H. Leclercq estudia muy a fondo la historia de Saint-Germain-des-Prés.

 

 

San Bernardo de Montjoux (¿1081? d.C.).

(28 de mayo).

El fundador de los dos célebres albergues del Gran San Bernardo y el Pequeño San Bernardo, que han salvado la vida a tantos viajeros en los Alpes, merece la gratitud de la posteridad. Por ello es extraño que el estudio crítico de las biografías claramente legendarias del santo no se haya emprendido sino hasta muy recientemente. Con frecuencia se le llama Bernardo de Menthon, porque según la leyenda, había nacido en Saboya y era hijo del conde Ricardo de Menthon y de su esposa, que pertenecía a la familia Duyn. Pero lo más probable es que Bernardo haya nacido en Italia. No sabemos nada sobre su familia. En cuanto a la historia donde se cuenta que el santo huyó poco antes de contraer matrimonio, se trata, casi, seguramente, de una simple invención. Se dice que, después de recibir las órdenes sagradas, Bernardo fue nombrado vicario general de la diócesis de Aosta. Durante cuarenta y dos años recorrió toda la región; llegó hasta los más remotos valles de los Alpes, donde quedaban los últimos restos de superstición y paganismo, y su trabajo de evangelización se extendió más allá de su jurisdicción, hasta las diócesis de Novara, Tarantaise y Ginebra. En el territorio de su jurisdicción el santo fundó escuelas, restableció la disciplina entre el clero e insistió en la limpieza y buen cuidado de las iglesias. San Bernardo ayudaba a todos los necesitados, pero particularmente a los viajeros, generalmente peregrinos franceses y alemanes que iban a Roma, al cruzar los Alpes por los dos puertos del territorio de Aosta. Algunos se extraviaban y perecían de frío, otros morían arrastrados por los aludes y, los que escapaban a las inclemencias del tiempo, caían víctimas de bandoleros que les robaban cuando no los raptaban para pedir rescate. Con la ayuda del obispo y de otras almas caritativas, San Bernardo construyó en la cumbre los dos albergues que más tarde recibieron en su honor los nombres de Gran San Bernardo y Pequeño San Bernardo.

San Bernardo no fue el primero en construir albergues en los Alpes. Se sabe que, en el siglo IX, había en Mons Jovis (Montjoux) un albergue atendido por el clero; pero había desaparecido desde tiempo atrás. En los dos albergues que construyó San Bernardo, se recibía a todos los viajeros, sin discriminación alguna. Al principio estaban atendidos por clérigos y laicos. Más tarde se encargaron de ellos los Canónigos Regulares de San Agustín, para quienes se construyó un monasterio en las cercanías. Dicha orden sigue encargada de los albergues en nuestros días. La afluencia de viajeros hizo pronto famoso el nombre de San Bernardo, y muchos personajes importantes visitaron los albergues y contribuyeron con generosos donativos. En alguna época de su vida, San Bernardo fue a Roma, donde, según se dice, obtuvo del Papa una aprobación formal de los albergues y el privilegio de recibir novicios para perpetuar su congregación. El santo vivió hasta los ochenta y cinco años de edad y murió, probablemente, el 28 de mayo de 1081, en el monasterio de San Lorenzo de Novara.

 

En Acta Sanctorum, junio, vol. III, además de otros documentos, hay una biografía de San Bernardo, que se atribuye a su contemporáneo Ricardo, archidiácono de Aosta. Pero en realidad todos esos documentos son posteriores, y las leyendas que relatan no merecen crédito alguno. En particular, la biografía atribuida a Ricardo es un zurcido de fábulas que defienden la tradición saboyana contra la italiana. Parece que está probado que San Bernardo no murió en 1008 sino en 1081. Véase el artículo de A. Lütolf en Theologische Quartalschrift, vol. 61 (1879), pp. 179-207. La fecha de la muerte del santo se halla confirmada por el texto publicado en la Biblioteca de la Societa Storica Subalpina, vol. XVII (1903), pp. 291-312; se trata probablemente del texto más antiguo que existe sobre el santo; en él se narra el encuentro de Bernardo con el emperador Enrique IV en Pavía, en 1081. Ver también Mons. Duc, en Miscellanea di Storia Italiana, vol. XXXI (1894), pp. 341-388. Otros autores fijan la muerte del santo en fechas diferentes; así, Gonthier, Oeuvres historiques, sostiene que San Bernardo murió en 1086. Henri Ghéon, en su obra teatral La merveilleuse histoire du jeune Bernard de Menthon, resucitó la forma primitiva de la leyenda de San Bernardo, que había constituido ya el tema de varios misterios medievales. En 1923, el Papa Pío XI, en una carta latina de singular elocuencia, proclamó a San Bernardo patrono de los alpinistas; el texto se halla en Acta Apostolicae Sedis, vol. XV (1923), pp. 437-442. Sobre las investigaciones más recientes, véase Analecta Bollandiana, vol. XXVI (1907), pp. 135-136, y vol. LXIII (1945), pp. 269-270. Cf. las referencias de DHG., vol. VIII, cc. 690-696.

 

 

San Ignacio, Obispo de Rostov (1288 d.C.).

(28 de mayo).

San Ignacio era archimandrita del monasterio de Teofania, en Rostov, cuando fue nombrado obispo de la misma ciudad, en 1262. Desempeñó con gran valor su cargo en una época particularmente difícil, ya que tuvo que defender a su grey contra la tiranía de los tártaros y mediar en las hostilidades de los nobles de Rostov. El metropolitano de Kiev, ante quien se le había calumniado, le suspendió durante algún tiempo del ejercicio de las funciones episcopales. En 1274, San Ignacio asistió al sínodo de la iglesia de Rusia, en Vladimir. Una cita tomada de los decretos de dicho sínodo nos permitirá formarnos una idea de las dificultades con que el clero ruso ha tenido que luchar casi hasta nuestros días: “El pueblo practica todavía las malditas costumbres paganas: celebra las fiestas en forma diabólica, silbando y gritando; los hombres se embriagan, se baten a palos y roban los vestidos a los que mueren en la lucha.”

San Ignacio pasó a mejor vida el 28 de mayo de 1288. Inmediatamente después de su muerte, empezaron a contarse los más fantásticos milagros; por ejemplo, se decía que, cuando llevaban a enterrar al santo, el cadáver se irguió para bendecir a todos los presentes. Hasta la época de la revolución rusa, las reliquias de San Ignacio se hallaban en la iglesia de la Asunción de Rostov. Ignoramos si han desaparecido de ahí después de esa fecha.

 

Nuestro artículo se basa en los datos de Martynov, Annus ecclesiasticus Graeco-Slavicus (Acta Sanctorum, octubre, XI). Cf. nuestro artículo sobre San Sergio (25 de sept.) y la bibliografía que damos en él.

 

 

San Maximino, Obispo de Tréveris (c. 347 d.C.).

(29 de mayo).

San Maximino, que nació probablemente en Poitiers, se trasladó, desde muy joven, a Tréveris, atraído tal vez por la fama de San Agricio, obispo de esa ciudad. Ahí terminó sus estudios y sucedió al obispo en el cargo. Cuando San Atanasio fue desterrado a Tréveris, el año 336, San Maximino le recibió con grandes muestras de respeto y consideró como un privilegio, poder ofrecer hospitalidad a tan distinguido siervo de Dios. San Atanasio, que permaneció dos años en Tréveris, alaba el valor, la prudencia y las nobles cualidades de su huésped, que ya entonces era famoso por sus milagros. También San Pablo, obispo de Constantinopla, encontró refugio y protección con el obispo de Tréveris, cuando el emperador Constancio le desterró. San Maximino convocó el sínodo de Colonia que condenó a Eufratas como hereje y le depuso de su sede. Además, previno al emperador Constante, cuya residencia favorita era Tréveris, contra los errores de los arríanos y se opuso a ellos en todas las ocasiones que se le presentaron. Por eso, posteriormente, los arríanos de Filipópolis excomulgaron al mismo tiempo a San Atanasio y a San Maximino. No sabemos con exactitud cuándo murió San Maximino; pero se dice que su sucesor, Paulino, tomó posesión de la sede el año 347. A lo que parece, San Maximino compuso muchas obras, pero no se conserva ninguno de sus escritos.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, hay una vida de San Maximino; pero probablemente es mejor la biografía que Servatus Lupus escribió en el siglo IX. B. Krsch editó esta última obra en MGH., Scriptores Merov., vol. III, pp. 71-82. El problema del concilio de Colonia se ha discutido mucho. Mons. Duchesne niega que se haya realizado (Revue d'Histoire Ecdésiastique, vol. III, 1902, pp. 16-29); pero véase H. Quentin, en Revue Bénédictine, vol. XXIII (1906), pp. 477-486, y Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. I, pp. 830-836. Acerca de Maximino, cf. Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, p. 35, y la breve biografía de J. Hau, Sankt Maximinus (1935).

 

 

Santos Sisinio, Martirio y Alejandro, Mártires (397 d.C.).

(29 de mayo).

Entre los numerosos extranjeros que vivían en Milán durante el reinado de Teodosio el Grande, se contaban tres capadocios: Sisinio y los hermanos Martirio y Alejandro. San Ambrosio les profesaba tal estima, que los recomendó a San Vigilio, obispo de Trento, quien tenía gran necesidad de misioneros. Sisinio recibió el diaconado y Martirio el lectorado. San Vigilio confió a los tres misioneros la evangelización de los Alpes tiroleses, donde el cristianismo había hecho muy pocos progresos. El campo de sus labores fue el valle de Anaunia (Val di Non), donde, a pesar de la oposición y los malos tratos de que fueron objeto, ganaron numerosas almas. Sisinio construyó una iglesia en el pueblecito de Methon o Medol y en ella completó la instrucción de los neófitos. Los paganos, furiosos al ver el éxito de los misioneros, resolvieron obligar a los cristianos recientemente bautizados a participar en una de sus celebraciones. Sisinio y sus compañeros se opusieron a ello; los paganos los atacaron en la iglesia y los golpearon tan ferozmente, que Sisinio murió a las pocas horas. Martirio consiguió esconderse en un huerto, pero los paganos le descubrieron al día siguiente y le arrastraron sobre las piedras hasta que murió. También Alejandro cayó en manos de los paganos, quienes intentaron hacerle abjurar de la fe, mientras quemaban los cuerpos de sus compañeros. Como todos sus esfuerzos resultasen inútiles, le arrojaron en la misma hoguera. Los fieles recogieron las cenizas de los mártires y las llevaron a Trento. San Vigilio erigió más tarde una iglesia en el sitio en que los mártires habían perecido.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, pueden verse las actas de Sisinio. Se trata de un documento de muy reducido valor histórico; pero el hecho del martirio de estos santos está fuera de duda, pues se conservan las cartas de San Vigilio al obispo de Milán y a San Juan Crisóstomo. También San Agustín y San Máximo de Turín hablan de estos mártires. Véanse las referencias de CMH., p. 281.

 

 

Santa Teodosia, Virgen y Mártir (745 d.C.).

(29 de mayo).

Constantino Acropolita escribió la vida de Santa Teodosia en el siglo XIV. Dicho autor, que vivía en Constantinopla, cerca de la tumba de la mártir y le profesaba gran devoción, se basó para escribir la biografía en algunos escritos y en la tradición oral. Según cuenta Constantino, Teodosia pertenecía a una noble familia y perdió a sus padres desde muy joven. Más tarde, tomó el velo en el monasterio constantinopolitano de la Anástasis. La santa vivió en la época de los emperadores León el Isáurico y Constantino Coprónimo, quienes trataron de acabar con el culto de las imágenes. Como el emperador diese la orden de destruir una imagen muy venerada de Cristo, Teodosia, a la cabeza de un grupo de mujeres, derribó la escalera en que se hallaba el esbirro que iba a echar abajo la imagen. El hombre murió a consecuencia de la caída. Las mujeres se dirigieron entonces al palacio del pseudopatriarca Anastasio, lo apedrearon, y obligaron a huir al usurpador. Las autoridades castigaron a todas las integrantes de grupo, pero sobre todo a Teodosia, que lo había encabezado. Los verdugos la torturaron en la prisión y la hirieron en el cuello. Teodosia murió poco después, a consecuencia de las heridas.

 

En Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, hay un relato suficientemente detallado. Probablemente el texto más digno de crédito es el del Sinaxario de Constantinopla (ed. Delehaye), cc. 828-829, 18 de julio. En Dom Leclercq, Les Martyrs, hay una traducción de la pasión de Santa Teodosia.

 

 

Santos Voto y Félix (c. 757 d.C.).

(29 de mayo).

Durante la ocupación de España por los moros, había en la ciudad de Zaragoza dos hermanos: Voto y Félix, excelentes cristianos, nobles y ricos. Voto era aficionado a la cacería y, cierto día del año 714, cuando perseguía a un ciervo, descubrió en una capillita perdida en las montañas, dedicada a San Juan Bautista, el cadáver de San Juan de Atares. Bajo la cabeza del virtuoso ermitaño encontró una piedra sobre la cual estaba grabada la inscripción siguiente: “Yo, Juan, constructor y primer habitante de esta iglesia, dedicada a San Juan Bautista, habiendo renunciado al mundo por amor a Dios, después de haber llevado por largo tiempo la vida eremítica, muero en el Señor.” Voto enterró el cuerpo del santo lo mejor que pudo y, de regreso a su casa, vendió todos sus bienes, liberó a sus siervos y sirvientes y se consagró por entero, junto con su hermano Félix, al servicio de Dios. Ambos se retiraron a la iglesia que había descubierto Voto, construyeron su celda junto a la tumba de Juan de Atares y llevaron una vida de ermitaños hasta su muerte, acaecida por el año 757. Después de su muerte, se obraron muchos milagros en su tumba y, posteriormente se construyó en aquel lugar una iglesia grande, dedicada a San Juan Bautista.

 

Acta Sanctorum, mayo, vol. VII.

 

 

San Félix I, Papa (274 d.C.).

(30 de mayo).

Según el Martirologio Romano y el Líber Pontificalis, Félix I, romano por nacimiento, murió mártir. Pero, casi seguramente, este dato proviene de una confusión con un mártir llamado Félix, que fue sepultado en la Vía Aurelia. De la misma confusión procede el dato del Líber Pontificalis de que el Papa Félix “construyó, en la Vía Aurelia, la iglesia en la que fue sepultado.” En realidad sabemos muy poco sobre San Félix. Según parece, ese Pontífice respondió al informe del Concilio de Antioquía sobre la deposición de Pablo de Samosata, quien había comparecido, en Roma, ante el Papa San Dionisio, predecesor de San Félix. Duchesne, Bardenhewer, Harnack y otros especialistas, sostienen que la carta de San Félix que se leyó en el Concilio de Efeso era un documento falsificado por los apolinaristas. La afirmación de que San Félix “decretó que se celebrase la misa sobre las tumbas de los mártires” significa, tal vez, que dicho Papa prohibió la costumbre de dejar un espacio vacío sobre los sepulcros de las catacumbas (“arcosalia”), excepto cuando se trataba de las tumbas de los mártires. De ser así, el sentido del decreto era que sólo podía celebrarse la misa sobre los sepulcros de los mártires. San Félix murió el 30 de diciembre (III kal. jan.); sin embargo se le conmemora el 30 de mayo, debido a una confusión entre “jan” y “jun.” La “Depositio Episcoporum,” que muestra claramente que se trata de un error de fecha, dice que San Félix fue sepultado en el cementerio de Calixto.

 

Ver J. P. Kirsch en Catholic Encyclopedia, vol. VI, pp. 29-30; Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, p. 158; CMH., pp. 14-16; Bardenhewer, Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. II, pp. 645-647.

 

 

San Isaac de Constantinopla, Abad (c. 410 d.C.).

(30 de mayo).

Durante la persecución del emperador arriano Valente, un ermitaño llamado Isaac se sintió movido por Dios a abandonar la soledad para ir a reprender al emperador. Así pues, se trasladó a Constantinopla y advirtió varias veces a Valente que, si no interrumpía la persecución y devolvía a los católicos las iglesias que había dado a los arríanos, le aguardaba una gran catástrofe y un fin atroz. Valente se burló de las predicciones del ermitaño. En una ocasión en que Isaac cogió la brida del corcel en que el emperador cabalgaba por las afueras de la ciudad, Valente ordenó a sus hombres que arrojasen al profeta en un pantano. Isaac escapó milagrosamente, pero como volviese a repetir su profecía, fue encarcelado. La profecía se cumplió poco después, ya que Valente fue derrotado y murió en la batalla de Andrinópolis. Teodosio, el sucesor de Valente, devolvió la libertad a San Isaac, a quien profesó siempre gran veneración. El siervo de Dios se retiró de nuevo a la soledad, donde pronto fueron a reunírsele varios discípulos. Como se negasen a abandonarle, a pesar de sus instancias, San Isaac fundó para ellos un monasterio, que fue, según se dice, el primero que hubo en Constantinopla. Dicho monasterio tomó después el nombre de San Dálmato, discípulo y sucesor de San Isaac. Nuestro santo asistió al primer Concilio de Constantinopla, que fue el segundo de los Concilios ecuménicos. Murió a edad muy avanzada.

 

En Acta Sanctorum, mayo, VII, hay una biografía griega de San Isaac. Del último párrafo de dicha biografía han deducido algunos que el santo murió en 383; pero es un error, como lo demostró J. Pargoire en Echos d'Orient, vol. II (1899), pp. 138-145. La única biografía fidedigna de San Isaac prueba que el santo no murió antes del año 406. Ver Analecta Bollandiana, vol. XVIII (1899), pp. 430-431.

 

 

Santa Petronila, Virgen y Mártir (¿251? d.C.).

(31 de mayo).

El Martirologio Romano dice en este día: “En Roma, la conmemoración de Santa Petronila, virgen, hija del bienaventurado Apóstol San Pedro, la cual se negó a contraer matrimonio con Flaco, joven de noble cuna. Habiendo aceptado reflexionar durante tres días, la santa los pasó en el ayuno y la oración. Al tercer día, entregó el alma a Dios, tras de haber recibido el sacramento del Cuerpo de Cristo.” Está perfectamente probado que Petronila no era hija de San Pedro. La idea de que el Apóstol tenía una hija, procede, a lo que parece, de ciertos escritos apócrifos de los gnósticos. La identificación de Petronila, a quien se veneraba en Roma, con la hija del Apóstol, se introdujo en la leyenda de la santa en el siglo VI o un poco antes. En el cementerio de Domitila se descubrió un fresco de mediados del siglo IV, en el que Petronila aparece revestida con la túnica de los mártires. Por eso se ha impuesto la teoría del martirio de Santa Petronila, a pesar de la oposición de De Rossi. La leyenda, de la que se hace eco el Martirologio Romano, según la cual la santa murió en su lecho, se basa en las Actas de Nereo y Aquileo, que carecen absolutamente de autoridad. Véase nuestro artículo del 12 de mayo.

 

H. Delehaye, Sanctus (1927), pone el problema en su punto; véanse también las referencias que da el mismo autor en CMH., pp. 285-286. El artículo de Mons. J. P. Kirsch en Catholic Enciclopedia, vol. XI, pp. 781-782, es excelente, aunque desproporcionadamente largo.

 

 

Santos Cancio, Canciano y Cancianila, Mártires (¿304? d.C.).

(31 de mayo).

Según las “actas” de estos mártires, de las que se conservan varios textos, los tres hermanos, Cancio, Canciano y Cancianila, pertenecían a la noble familia de los Anicios. Al quedar huérfanos, fueron educados en la fe cristiana en su propia casa por su tutor, que se llamaba Froto. Cuando estalló la persecución de Diocleciano, los mártires devolvieron la libertad a sus esclavos, distribuyeron entre los pobres el producto de la venta de sus posesiones y se trasladaron a Aquilea. Pero la persecución hacía también estragos en esa ciudad. En cuanto los nobles romanos llegaron a Aquilea, las autoridades los obligaron a comparecer para que ofreciesen sacrificios a los dioses y enviaron a un mensajero a pedir instrucciones a Diocleciano. El emperador, que quería librarse de los Ancios, tanto por razones políticas como por razones religiosas, respondió que debían decapitarles si se negaban a sacrificar a los dioses. Entretanto, los tres mártires habían logrado escapar de Aquilea en una carreta de muías; pero un accidente los obligó a detenerse, a siete kilómetros de la población de Aquae Gradatae. Ahí los alcanzaron los perseguidores y les comunicaron la orden del emperador. Los tres hermanos respondieron que por nada del mundo podían abjurar de su fe en el verdadero Dios y fueron decapitados, junto con su tutor Froto, el año 304.

 

No podemos asegurar que todos los detalles del relato sean verdaderos. Existen varios textos de las “actas;” uno de ellos puede verse en Acta Sanctorum; en BHL., nn. 1453-1459, hay un catálogo de los otros. El sermón sobre los mártires que se atribuye a San Ambrosio no es ciertamente del santo, pero tal vez sea obra de San Máximo de Turín. Por otra parte, existen numerosas pruebas de la antigüedad del culto de San Cancio y sus hermanos en Aquilea. El cofre de Grado (reproducido por Leclercq en DAC., vol. VI, cc. 1449-1453), en el que están grabados los nombres de los mártires, data tal vez del siglo VIL Pero los versos de Venancio Fortunato y la mención del Hieronymianum son anteriores. Ver el comentario de Delehaye en su edición del Hieronymianum, p. 284, y en Origines du Culte des Martyrs, p. 331.

 

 

San Pánfilo y sus Compañeros, Mártires (309 d.C.).

(1 de junio).

En la sección de la “Historia Eclesiástica” dedicada a los confesores de Palestina, Eusebio describe a su maestro Pánfilo como al “más ilustre mártir de su época, por sus vastos conocimientos filosóficos y por todas las virtudes que le adornaban.” Esta vez no se trata de un mero panegírico convencional, porque hay un inconfundible tono de sinceridad en las palabras que utiliza el historiador cuando habla de “su señor Pánfilo,” puesto que siempre hace esta aclaración: “no sería conveniente que yo mencionara él nombre de ese santo y bendito hombre, sin darle el título de 'mi señor'.” Con agradecida veneración, se auto-impuso lo que él llama “un nombre triplemente amado para mí,” firmándose Eusebius Pamphili al escribir la biografía de su héroe, en tres volúmenes que conoció San Jerónimo, pero que ya no existen.

Pánfilo, vástago de una familia rica y honorable, nació en Berytus (Beirut), en Fenicia. Tras distinguirse en todas las ramas de la enseñanza secular que se impartía en su ciudad natal, tan renombrada como centro del saber, se fue a Alejandría para estudiar en la famosa escuela catequética, donde cayó bajo la influencia de Pierio, el discípulo de Orígenes. El resto de su vida lo pasó en Cesárea, que por entonces era la capital de Palestina. Ahí fue ordenado sacerdote. También ahí formó una magnífica biblioteca que se conservó hasta el siglo VII, cuando fue destruida por los árabes. Pánfilo fue el más notable estudioso de la Biblia en su época y el fundador de una escuela de literatura sagrada. Después de salvar infinitas dificultades, de revisar y corregir miles de manuscritos, hizo una traducción de las Sagradas Escrituras más correcta que cualquiera de las que circulaban hasta entonces. Toda la versión fue transcrita por su mano y distribuida por medio de copias que hizo sacar a los alumnos más dignos de confianza de su escuela. La mayoría de las veces, entregó su trabajo gratuitamente puesto que, a más de ser un hombre muy generoso, estaba ansioso por alentar los estudios sagrados.

Como trabajador infatigable, llevó una existencia muy austera y fue notable por su humildad. A sus criados y empleados los trataba como hermanos; entre sus parientes, amigos y particularmente, entre los pobres, distribuyó las riquezas heredadas de su padre. Una vida tan ejemplar tuvo su merecida culminación en el martirio. En el año 308, Urbano, el gobernador de Palestina, lo mandó aprehender, lo sometió a crueles torturas y lo encerró en prisión, por negarse a sacrificar ante los dioses. Durante su cautiverio, colaboró con Eusebio, que tal vez fuera su compañero de prisión, para escribir una “Apología de Orígenes,” cuyas obras había copiado y admiraba grandemente.

Dos años después de haber sido detenido, Pánfilo fue llevado ante el gobernador Firmiliano, sucesor de Urbano, para un examen de su causa y un nuevo juicio. En esa ocasión le acompañaban Pablo de Jemnia, hombre de gran fervor, y Valente, un anciano diácono de Jerusalén que tenía en su crédito haberse aprendido toda la Biblia de memoria. Encontrando a los tres acusados enteramente firmes en su fe, Firmiliano dictó contra ellos la sentencia de muerte. Tan pronto como se dio a conocer el veredicto, Porfirio, un estudiante joven e inteligente a quien Pánfilo amaba como a un hijo, abordó resueltamente al juez para pedirle permiso de recoger y sepultar los restos de su maestro. Firmiliano inquirió si también él era cristiano y, al recibir una respuesta afirmativa, mandó que se le diera tormento. A pesar de que sus carnes fueron desgarradas hasta mostrar los huesos y las entrañas, Porfirio no lanzó ni un lamento. Para matarlo, lo quemaron a fuego lento, mientras él invocaba el nombre de Jesús.

Al mismo tiempo, un capadocio llamado Seleuco, que proclamó en voz alta el triunfo de Porfirio y alabó su constancia, fue condenado a morir decapitado con todos los demás. El tirano estaba enfurecido, que ni siquiera la servidumbre de su casa escapó a su cólera; por un simple informe de que el anciano Teódulo, su criado favorito, era cristiano, puesto que había besado el cadáver de uno de los mártires, Firmiliano lo mandó crucificar inmediatamente. El mismo día, en la tarde, por una ofensa similar, un catecúmeno llamado Juliano fue quemado a fuego lento. Los otros confesores, Panfilo, Pablo, Valente y Seleuco murieron decapitados. Sus cadáveres, arrojados por los verdugos en las afueras de la ciudad, fueron respetados por las aves de rapiña y las fieras salvajes, de manera que los cristianos pudieron recogerlos intactos y darles sepultura.

 

La principal fuente de información es el De Martyribus Palaestinae, de Eusebio, cuyo texto griego con anotaciones, se editó en Analecta Bollandiana, vol. XVI (1897) pp, 113-139; también cf. vol. XXV (1906), pp. 449-502. Véase también a Violet, en Texte und Untersuchungen, vol. XIV, parte 4 (1895); Harnack y Preuschen, Altchrist. Literaturgerschichte, vol. I, pp. 543-550 y vol. II, pp. 103-105; DCB. vol. IV, pp. 178-179. Se conmemora a San Pánfilo tanto en el primitivo Breviario Sirio como en el Hieronymianum, pp. 100-101 del comentario de Delehaye. Su día propio es el 16 de febrero y, como los dos años de prisión mencionados por Eusebio no habrían terminado en 309, algunas autoridades sitúan el martirio al año siguiente; pero Harnack sostiene la fecha en 309. También se pueden hacer comparaciones con la obra de Bardenhewer, Altkirchliche Literatur, vol. II, pp. 287-292.

 

 

Santa Candida, Vita o Wite (fecha desconocida).

(1 de junio).

Se incluye aquí a esta santa desconocida por la misma razón que a San Afán (16 de Noviembre), es decir, porque en una fecha contemporánea existió en Gran Bretaña una tumba con ese nombre.

La aldea de Whitchurch Canonicorum, en Dorset, mencionada en el testamento del rey Alfredo como Hwitan Cyrcian, tomó su nombre presumiblemente de Santa Wite, y su iglesia estuvo dedicada a ella (el nombre latino de Cándida para designar a esta santa, no se comenzó a usar antes del siglo XVI). Entre el altar y el coro de la iglesia está su pequeña capilla; en una fosa abierta por tres lados, que data del siglo XIII, está el ataúd cubierto por una losa de mármol; el sepulcro es muy sencillo y no tiene inscripciones, pero en el lugar se le ha considerado siempre como la tumba de la santa patrona. En 1990, cuando se hacían reparaciones al crucero de la iglesia, se abrió el mencionado ataúd y, dentro, casi cubierto con pedazos de huesos, dientes, trozos de madera y de metal, se encontró un gran féretro de plomo. Sobre él, en letras realzadas que datan del siglo XII o del XIII, había esta inscripción: Hic Reqesct Reliqe Sce Wite; dentro había una considerable cantidad de huesos, que los descubridores no tocaron, por respeto. Una vez limpio y sellado de nuevo, el féretro volvió a su lugar.

¿Quién fue Santa Wite? ¿Quién es (si las reliquias son suyas en realidad) la que comparte con San Eduardo el Confesor, el privilegio de descansar todavía en su propio féretro, sin que la perturbaran las tormentas de la Reforma protestante? No se sabe y no hay suficientes datos como para especular al respecto. Generalmente se da por hecho que fue una notable mujer del territorio occidental de los sajones, de quien se han perdido todas las otras huellas que pudiera haber. Asimismo se ha sugerido que, entre los años 919 y 920, algunos bretones huyeron hacia Inglaterra, llevando consigo reliquias de santos y que el rey Athelstan distribuyó esas reliquias entre varias iglesias del Wessex; las de una cierta Santa Gwen (i.e. Blanca) Teirbron, las dejó el rey Alfredo en la aldea de Whitchurch, fundada por su abuelo. De ser cierta esta suposición, se plantearía un nuevo problema: ¿Quién era el santo o santa en cuyo honor edificó la iglesia el rey Alfredo? ¿La llamó “blanca” por la santa o por alguna otra razón?

Hay una tercer sugerencia que hace de Santa Wite un hombre (Guillermo de Worcester se habría confundido en cuanto al sexo del santo), identificándola con San Witta (Albino), un monje anglosajón que murió siendo obispo de Buraburg, en Hesse alrededor de 760. A este respecto se invocan nombres de sitios en la comarca, como por ejemplo, la granja y la colina de San Reyne que, al parecer, adquirió su nombre de un contemporáneo de San Witta, Reginfredo o Reinfredo, obispo de Colonia. Esta teoría se funda parcialmente en la idea errónea de que Witta y Reginfredo fueron martirizados junto con San Bonifacio, habiéndose llegado a sugerir que los tres cuerpos fueron traídos a Wessex para sepultarlos.

 

Véase la obra de Guillermo de Worcester, Itinerary, pp. 90-91 de la edición de 1778; la del Dr. Hugh Norris, Proceedings of the Somerset Archaeological Society, vol. XXXVII (1891), pp. 44-59; un folleto sobre la iglesia 3e Santa Wite, por el Revdo. E.H.H. Lee (c. 1928); y LBS. vol. III, pp. 169-171. Hay una referencia interesante a las reliquias de Santa Wite, en la autobiografía de John Gerard, edición de 1951, p. 50.

 

 

San Próculo, “el Soldado” y San Próculo, Obispo de Bolonia, Mártires (c. 304 y 542 d.C.).

(1 de junio).

La veneración popular al “soldado” San Próculo de Bolonia, se remonta a una fecha muy antigua, cuando se le consideraba como al principal santo patrono de la ciudad. Alrededor del año 304, posiblemente, fue martirizado por la fe de Cristo. De acuerdo con una de las tradiciones, se le decapitó; pero San Paulino de Nola, en uno de sus poemas, afirma que fue crucificado. Por regla general se admite que Próculo era un oficial en el ejército de Diocleciano y que fue Maximiano, el colega de Diocleciano, quien mandó matarle; sin embargo, no se sabe nada en concreto de su historia.

Cerca de doscientos cincuenta años después de la muerte del “soldado santo,” un segundo Próculo fue martirizado en Bolonia. Se trataba de un sacerdote natural de la ciudad que, en 540, se había hecho cargo del obispado. Dos años más tarde, el obispo Próculo, junto con otros muchos católicos, fue condenado a muerte por Totila, el invasor godo. A fines del siglo XIV, los benedictinos construyeron una iglesia sobre el sitio donde se hallaba la capilla subterránea de San Sixto; su superior, el abad Juan, decidió que las reliquias de los dos santos fueran trasladadas a la nueva basílica que recibió el nombre de San Próculo. Los dos cuerpos se hallaban en la misma tumba y, en 1536, sus restos fueron depositados en un nicho especialmente construido. Dieciocho años después, en 1584, el Papa, Gregorio XIII estableció la fiesta anual para ambos el 1° de Junio, fecha de la traslación.

El culto de San Próculo se extendió a otras ciudades italianas. El padre Delehaye sugiere que tal vez, San Próculo de Pozzuoli y San Próculo de Ravena se identifiquen con el santo soldado Próculo de Bolonia, en tanto que San Próculo, obispo de Terni, de quien se dice que también fue condenado a muerte por el rey Totila, no sería otro que Próculo, el santo obispo de Bolonia.

 

En el Acta Sanctorum, junio, vol. I, se ha coleccionado la escasa información recogida sobre estos dos santos; pero el asunto se trata más extensamente, en el prefacio al primer volumen de julio (véanse pp. 47-65 en la edición original de 1719). Delehaye se refiere a ellos en su obra Origines du Culte des Martyrs, pp. 300-301, 316, 328; así como en su CMH., pp. 482 y 563.

 

 

San Caprasio (430 d.C.).

(1 de junio).

El maestro y guía espiritual de San Honorato de Lérins era un hombre de grandes dotes y muy vasta cultura que renunció a las brillantísimas perspectivas que le ofrecía el mundo para entregarse a una vida de soledad y penitencia, en Provenza. El futuro San Honorato y su hermano Venancio, muy jóvenes por entonces, figuraban en el grupo que más asiduamente visitaba a Caprasio en su retiro con el objeto de recibir sus instrucciones para avanzar por el camino de la perfección. Los dos jóvenes llegaron al convencimiento de que estaban llamados a seguir el ejemplo del patriarca Abraham y resolvieron abandonar hogar y patria para dirigirse al oriente. Caprasio consintió en abandonar su retiro y acompañarlos. Partieron todos de acuerdo, pero muy pronto, las penurias y privaciones del viaje quebrantaron seriamente la salud de los peregrinos, sobre todo la de Caprasio. Al llegar a Modon, en Grecia, Venancio sucumbió y, tras la muerte del muchacho, sus compañeros regresaron a las Galias. Se establecieron en la desolada isla de Lérins, se entregaron a una existencia de tanta austeridad, que rivalizaba con la que llevaban los padres en el desierto. Cuando comenzaron a acudir los discípulos, San Honorato fundó para acogerlos un monasterio y una regla, que más tarde habrían de ser famosos en toda la cristiandad. A San Caprasio se le reconoce por lo general como a uno de los abades de Lérins, tal vez porque continuó siendo el guía de San Honorato y, en consecuencia, el superior indirecto de la comunidad. Pero en realidad, parece que no llegó siquiera a ostentar el título de superior, puesto que a San Honorato, el primer abad, sucedió San Máximo que todavía era abad en 430, cuando murió San Caprasio. La santidad de este último fue exaltada por San Euquerio obispo de Lyon y por San Hilario de Arles, quienes estuvieron presentes cuando murió. En un panegírico que éste último entregó a San Honorato, alude a Caprasio como a un santo que ya está en el cielo.

 

Ya se ha mencionado a San Caprasio en el artículo dedicado a San Honorato (16 de enero). Todo lo que sabemos sobre él, proviene de la “laudatio” de San Hilario de Arles; conviene ver también el Acta Sanctorum, junio, vol. I; H. Morís, L'Abbaye de Lérins (1909); A. C. Cooper-Marsdin, History of the Islands of the Lérins (1913).

 

 

San Simeón de Siracusa (1035 d.C.).

(1 de junio).

La historia de San Simeón parece un cuento de aventuras, sin embargo, está respaldada por una excelente autoridad, puesto que fue escrita, poco tiempo después de la muerte del santo, por su amigo Eberwin, abad de Tholey y de San Martín, en Trier, a pedido de Poppón, arzobispo de Trier, quien se hallaba comprometido en activar la causa de canonización en Roma.

Simeón nació en la ciudad siciliana de Siracusa, de padres griegos que, desde la edad de siete años, llevaron al niño a Constantinopla para que se educara. Al llegar a la juventud, Simeón emprendió una peregrinación a Tierra Santa y decidió establecerse allá. En un principio vivió con un ermitaño, a orillas del Jordán; pero muy pronto tomó el hábito de monje en Belén y, desde entonces, ingresó a un monasterio al pie del Monte Sinaí. Con la autorización de su superior, pasó dos años viviendo en la soledad de una estrecha cueva, frente al Mar Rojo y de ahí se trasladó a una ermita, en la cumbre del Monte Sinaí. Cuando decidió regresar a su monasterio, se le encomendó una tarea que no lo entusiasmaba en lo absoluto, pero que al fin aceptó realizar, de mala gana. Se trataba de ir con otro monje a Normandía, con el propósito de recoger un tributo que había prometido pagar el duque Ricardo II, dinero éste que necesitaba la comunidad con toda urgencia para sostenerse. Simeón y su compañero emprendieron, pues, el viaje con tan mala fortuna, que apenas se había alejado el barco de las costas de Palestina, cuando fue interceptado por los piratas que lo abordaron y, tras una espantosa matanza de pasajeros y tripulantes, se apoderaron de él. Simeón logró salvarse gracias a que saltó al mar y llegó nadando a tierra. Una vez repuesto, emprendió la marcha y llegó caminando hasta la ciudad de Antioquía. Ahí se encontró con Ricardo, abad de Verdún y con Eberwin, abad de San Martín, que regresaban de un viaje a Palestina y se dirigían a sus respectivos monasterios en Francia. Rápidamente se estableció entre ellos una profunda amistad que los indujo a continuar el viaje los tres juntos.

Pero la Providencia tenía otros planes: en Belgrado se vieron obligados a separarse, porque el gobernador mandó detener a Simeón y a otro monje llamado Cosmas que se había unido al grupo en Antioquía, por considerar que aquellos dos eran indignos de ir junto con los peregrinos franceses. Tan pronto como los dejaron salir de la prisión, los dos religiosos decidieron desandar su camino con rumbo a la costa. En esa jornada, los solitarios peregrinos tuvieron que hacer frente a innumerables peligros, incluyendo los asaltos de los bandoleros, antes de encontrar un barco que, por fin, los condujo con bien a las costas de Italia. Desde Roma prosiguieron su camino hasta llegar al sur de Francia, donde murió el monje Cosmas. Simeón continuó caminando solo y arribó a Rouen para recibir la funesta noticia de que el duque Ricardo había muerto y, su sucesor, se negaba rotundamente a pagar el prometido tributo. No queriendo regresar a su monasterio con las manos vacías, Simeón fue en busca de sus amigos, el abad Ricardo de Verdún y de Eberwin, el abad de San Martín, en Trier. Hallándose con ellos, conoció al arzobispo Poppón quien, adivinando sin duda que en Simeón habría de encontrar un guía capaz y muy experimentado, acabó por convencerlo a que le acompañara en una peregrinación a Palestina. Aquella vez, Simeón fue y regresó con el arzobispo y, una vez en Trier, sintió de nuevo el imperioso llamado hacia la vida solitaria. Obedeció, y buscó refugio en una torre derruida y abandonada que se hallaba cerca de la puerta Negra, la misma que después se conoció con el nombre de Puerta de San Simeón. El propio arzobispo procedió a verificar su enclaustramiento. Ahí pasó el santo el resto de su vida en oración, penitencia y contemplación, no sin haber tenido que resistir muchos ataques, tanto del diablo como de los hombres. En cierta ocasión, el populacho de Trier, haciendo caso a los rumores de que Simeón practicaba la magia negra, atacó la torre solitaria con una lluvia de piedras y otros proyectiles. Sin embargo, desde mucho tiempo antes de su muerte, ya se le veneraba como a un santo dotado con poderes maravillosos. Al saberse que había muerto, el abad Eberwin acudió a la torre para cerrarle los ojos; a su funeral asistió la población entera. Siete años después, fue elevado al honor de los altares por la Iglesia. Su canonización fue la segunda que proclamó el Pontífice Romano en una ceremonia solemne, teniendo en cuenta que la de San Ulrico, obispo de Augsburgo, fue la primera.

 

La biografía escrita en latín por el abad Eberwin, fue impresa por Mabillon y por los bolandistas en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Debe consultarse también a Hauck, en Kirchengeschichte Deutschlands, vol. III, así como la contribución de Levison sobre la localidad de Tholey, en Historische Aufsátze Aloys Schulte gewidmet (1927). También se incluyen algunas discusiones sobre sus reliquias y otros documentos de Trier, en la obra de E. Beitz, Deutsche Kunstführer an Rhein und Mosel, vol. IX (1928). Respecto a la canonización de San Simeón, véase a E. W. Kemp en Canonization and Authority (1948), pp. 60-61. Ver asimismo un papel muy importante que fray Maurice Coens introdujo en Analecta Bollandiana, vol. LXVIII (1950), pp. 181-196.

 

 

San Iñigo o Eneco, Abad (1057 d.C.).

(1 de junio).

Alrededor del año 1010, Don Sancho, conde de Castilla, fundó una casa de religiosas en Oñá y la dejó al cuidado de su hija Tigrida, venerada como santa. Posiblemente se trataba de un monasterio doble, para hombres y mujeres, aunque no nos han llegado noticias más que de las monjas; pero de todas maneras, sucedió que, a poco de existir, la observancia del claustro cayó en un profundo relajamiento. El rey Sancho el Grande, muy preocupado por aquel estado de cosas en la casa religiosa fundada por su suegro, decidió poner fin al desorden. El monarca era un decidido partidario de las reformas hechas en Cluny y ya las había introducido en sus dominios. En la abadía de San Juan de la Peña, el primer monasterio que adoptó la regla reformada, hizo el rey un reclutamiento de monjes para reemplazar a todas las religiosas de Oñá, alrededor del año 1029. Para dirigirlos, nombró a un discípulo de San Odilio, apellidado García, que murió sin haber comenzado a realizar la difícil tarea. Por consiguiente, era de vital importancia conseguir a un sucesor capaz de desempeñar el cargo con eficacia. Por aquel entonces vivía en las montañas de Aragón un ermitaño muy virtuoso, llamado Iñigo, que gozaba de una enorme reputación por la austeridad que practicaba y los milagros que obraba. Era oriundo de Calatayud, en la provincia de Bilbao y había tomado el hábito en el monasterio de San Juan de la Peña. Se afirma que ya ocupaba el cargo de prior, cuando se sintió llamado a reanudar la vida de soledad que había llevado antes de ingresar al convento. Se hallaba de nuevo en su amado retiro de los montes agrestes cuando el rey Sancho descubrió que Iñigo reunía todos los requisitos necesarios para gobernar a los monjes de Oñá y le envió a sus embajadores con mensajes apremiantes. Pero fueron en vano súplicas y mandatos: Iñigo se negaba resueltamente a abandonar su retiro. Fue necesario que el rey, en persona, se llegara a aquel lugar inaccesible para que el ermitaño se aviniera a aceptar el cargo.

Muy pronto se comprobó que la elección había sido acertada. Bajo el gobierno de Iñigo, la abadía prosperó notablemente, tanto en santidad de vida como en el número de novicios que acudían a solicitar su ingreso. El rey Sancho, muy complacido con los resultados, colmó de donaciones y privilegios a la fundación de su suegro.

Entretanto, la favorable influencia de San Iñigo sobrepasaba los muros del convento de Oñá: gracias a sus buenos oficios y a su ejemplo, se restableció la paz entre diversas comunidades religiosas que hasta entonces, estuvieron divididas por enconadas disputas; las muchas personas que acudían a confiarle sus querellas, volvían apaciguadas; la bondadosa dulzura del santo, domesticó a varios hombres de pasiones violentas. Cierta vez en que una prolongada sequía amenazaba con arruinar las cosechas, las oraciones de San Iñigo atrajeron las lluvias copiosas. Se dice que, en otra ocasión, dio de comer a una multitud con tres piezas de pan. Hallándose a dos leguas de su abadía, cayó presa de un súbito mal que habría de ser funesto. Dos monjes, que salieron a buscarle alarmados porque ya era de noche y el abad no aparecía, le llevaron en vilo hasta el convento. Al llegar, impartió la orden de que se dieran refrescos a los muchachos que habían escoltado a la comitiva alumbrando el camino con antorchas y, como nadie más había visto a los muchachos ni las antorchas, se dio por sentado que San Iñigo había visto a los ángeles. Poco después, murió, en el día 1° de junio de 1057, y su desaparición fue llorada por todos, aun por moros y judíos. San Iñigo fue canonizado por el Papa Alejandro III un siglo más tarde.

 

Existe una breve biografía de San Iñigo escrita en latín, que Mabillon y los bolandistas reimprimieron en el Acta Sanctorum, junio, vol. I; pero es mucho más digna de confianza la información que sobre él nos proporciona Fray Fidel Fita, en dos colaboraciones suyas para el Boletín de la Real Academia de la Historia, Madrid, vol. XXVII (1895), pp. 76-136 y vol. XXXVIII (1901), pp. 206-213. En esos artículos se encuentran pruebas de que existió un culto litúrgico en fecha muy antigua. Véase también a Flórez, España Sagrada, vol. XXVII, pp. 284-350. No son muy claros los datos referentes a la forma y la fecha de la canonización, pero sí se tiene la certeza de que, en 1259, el Papa Alejandro IV concedió indulgencias a los que visitaran la iglesia de Oñá “durante la fiesta del Bendito Iñigo, confesor, antiguo abad del mencionado monasterio;” véase también la obra de E. W. Kemp Canonization and Authority (1948), pp. 83-85. Parece ser que, por devoción al genial abad que organizó e hizo famoso a Oñá, se impuso a San Ignacio de Loyola en la pila bautismal el nombre de Iñigo. Muchas de las firmas del gran santo en sus primeros escritos, conservan ese apelativo. Ver la Analecta Bolandiana, vol. LII (1934), p. 448 y vol. LXIX (1951), pp. 295-301.

 

 

Santos Marcelino y Pedro, Mártires (304 d.C.).

(2 de junio).

Marcelino y Pedro se encuentran entre los santos romanos que se conmemoran diariamente en el canon de la misa. Marcelino era un prominente sacerdote en Roma durante el reinado de Diocleciano, mientras que Pedro, según se afirma, era un exorcista. Debido a un error de lectura del Hieronymianum, se llegó a la conclusión de que otros mártires perecieron con ellos, en número de cuarenta y cuatro, pero no hay ninguna prueba concreta que respalde esta aseveración. Un relato muy poco digno de confianza sobre su “pasión,” declara que ambos cristianos fueron aprehendidos y arrojados en la prisión, donde tanto Marcelino como Pedro mostraron un celo extraordinario en alentar a los fieles cautivos y catequizar a los paganos, para obtener nuevas conversiones, como la del carcelero Artemio, con su mujer y su hija. De acuerdo con la misma fuente de información, todos fueron condenados a muerte por el magistrado Sereno o Severo, como también se le llama. Marcelino y Pedro fueron conducidos en secreto a un bosquecillo que llevaba el nombre de Selva Negra, para que nadie supiera el lugar de su sepultura y se les cortó la cabeza. Sin embargo, el secreto se divulgó, tal vez por medio del mismo verdugo que posteriormente se convirtió al Cristianismo. Dos piadosas mujeres, Lucila y Fermina, exhumaron los cadáveres y les dieron conveniente sepultura en la catacumba de San Tiburcio, sobre la Vía Lavicana, no sin recoger antes algunas reliquias. El Papa Dámaso, autor del epitafio para la tumba de los dos mártires declaró que siendo niño, se enteró de los pormenores de su ejecución por boca del propio verdugo. El emperador Constantino mandó edificar una iglesia sobre la tumba de los mártires y quiso que ahí fuera sepultada su madre, Santa Elena. En el año de 827, el Papa Gregorio IV hizo donación de los restos de estos santos a Eginhard, antiguo hombre de confianza de Carlomagno, para que las reliquias fueran veneradas en los monasterios que había construido o restaurado; por fin, los cuerpos de los mártires descansaron en el monasterio de Seligenstadt, a unos veintidós kilómetros y medio de Francfort. Todavía se conservan los relatos donde se registraron minuciosamente todos los detalles de los milagros que tuvieron lugar durante aquella famosa traslación. La prueba de que en la Roma antigua se rendía mucho culto a estos dos santos, está en que abundan inscripciones para conmemorarlos, como ésta: Sáncte Petr (e) Marcelline, suscipite vestrum alumnum.

 

La legendaria pasión y otros datos, fueron impresos en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Consúltese especialmente a J. P. Kirsch, Die Mártyrer der Katakombe ad duas lauros (1920), pp. 2-5; a Marucchi, en el Nuovo Bullettino, 1898, pp. 137-193; a Wilpert, en el Romische Quartalschrift, 1908, pp. 73-91. En las traducciones, puede leerse la de M. Bondois, con muchas reservas; véase Analecta Bollandiana vol. XXVI (1907), pp. 478-481. Un buen estudio sobre esta cuestión es el de K. Esselborn, Die Ubertragung... (1925). La versión inglesa sobre la historia de la traslación, fue publicada por B. Wendell (1926).

 

 

San Erasmo, Obispo y Mártir (¿303? d.C.).

(2 de junio).

San Erasmo, llamado también San Elmo, muy venerado en la antigüedad como patrón de los marineros y como uno de los “Catorce Auxiliadores Celestiales,” se une a los dos mártires mencionados arriba, en la misa y el oficio de la Iglesia de occidente, en la actualidad. En el Acta Sanctorum se le describe como obispo de Formia, en la Campania y, por San Gregorio el Grande sabemos que sus reliquias se conservaban en la catedral de la ciudad, en el siglo VI. En 842, los sarracenos destruyeron Formia, y el cuerpo de San Erasmo fue trasladado a Gaeta, ciudad ésta que le considera todavía como su patrón principal. Nada en concreto se sabe de su historia, puesto que sus llamadas “actas” son recopilaciones posteriores de leyendas donde se le confunde con un obispo y mártir de Antioquía. De acuerdo con la más antigua de estas biografías espurias, San Erasmo de Formia era un obispo sirio que huyó durante la persecución de Diocleciano para refugiarse en el Monte Líbano, donde vivió como un ermitaño solitario a quien alimentaba un cuervo. Al descubrírsele, compareció ante el emperador, quien le mandó azotar y apalear con garrotes claveteados; luego se le envolvió en pez a la que se prendió fuego. Como a pesar de todo aquello, el obispo seguía ileso, se le arrojó en un calabozo para que muriera de hambre. Sin embargo, un ángel lo sacó de la prisión y lo condujo a la provincia romana de Iliria. Ahí consiguió convertir a muchos, pero también fue sometido a otras torturas incluidas la silla y las corazas de hierro calentadas al rojo. De nuevo quedó indemne, y el ángel volvió a salvarlo, llevándolo a Formia donde al fin murió, a consecuencia de sus heridas.

En Bélgica, Francia y otras partes, las representaciones populares de San Erasmo lo muestran con una enorme cortadura en su costado, por la cual le salen los intestinos para enredarse en un molinete que está junto a él. En consecuencia, se le invoca contra los calambres y los cólicos, especialmente entre los niños. Pero en la historia legendaria de San Erasmo, no hay ningún dato o indicio que lo relacione con esta forma de tortura. Las linternas de color azul que suelen encenderse en el tope de los mástiles cuando amenaza una tormenta y después de que ésta ha pasado, eran conocidas por los marinos napolitanos como signos de la protección de su santo patrono, y por eso se las llama hasta hoy “fuegos de San Elmo” y “fuegos de San Telmo.”

No hay razones para dudar de que el nombre de San Elmo o San Telmo se derive del de San Erasmo, puesto que éste se transformó en Eramo, en Elamo y finalmente en Enermo. De ahí se extrajo el apelativo de Elmo, así como el de Catalina proviene de Catarina. En la actualidad, las descargas eléctricas de color azul que se producen bajo ciertas condiciones atmosféricas especiales sobre los mástiles y palos mayores de los barcos, se llaman oficialmente en el lenguaje de la navegación, “fuegos de San Telmo,” porque San Erasmo, honrado al principio como patrono de navegantes, mostraba su protección de esta manera, según era creencia arraigada entre las gentes de mar. Cuando los navegantes portugueses adoptaron al Beato Pedro González como patrón, los “fuegos de San Telmo” se convirtieron en “luces de Pedro;” pero los marineros portugueses optaron por sostener que el Beato Pedro había sido el verdadero San Telmo y siguieron llamando a los fuegos como siempre.

La iglesia parroquial del pequeño puerto de Faversham, en Kent, tenía, hasta antes de la Reforma, un altar dedicado a San Erasmo y, por aquel entonces, había un dicho popular muy arraigado en el que se afirmaba que “un hombre está condenado a vivir mientras tenga algo que dar, a menos que haga un legado para que se mantengan encendidas las luces que arden ante el altar de San Erasmo.”

 

El texto que más ha circulado sobre la historia legendaria de San Erasmo, está impreso en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Una reseña más amplia sobre las varias revisiones de esta narración mítica, se encuentra en BHL., nn. 2578-2585. Véase también a F. Lanzoni, Le Diócesi d'Italia, pp. 163-164; R. Flahault, S. Erasme (1895); E. Dümmler, en Neues Archiv, vol. V (1880), pp. 429-431; y M. R. James. Illustrations to the Life of St. Alban (1924), pp. 23 y 27. El aspecto artístico del asunto, lo trata Künstle en Ikonographie worterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. II, cols. 791, 866. En épocas posteriores surgió una confusión entre San Elmo, el patrón de los marineros y el dominico, Beato Pedro González: ver el 14 de abril. No puede haber dudas de que San Erasmo existió realmente, por muy improbables que sean les leyendas que se contaron después sobre él. Su nombre se conmemora en el Hieronymianum, lo mismo que en el Félire de Oengus y su historia se relata en el Antiguo Martirologio Inglés del siglo nueve. Para la confusión entre San Erasmo y San Agapito, con el nombre de “Agrappart” o “Agrapau,” ver los escritos en Etudes d'histoire et d'archéologie Namuroises, dedicados a F. Courtoy (1952), por Fr. B. de Gaiffer, quien amablemente proporcionó al editor una copia de su obra.

 

 

Santos Potino y sus Compañeros, los Mártires de Lyon y de Vienne (177 d.C.).

(2 de junio).

La carta donde se relatan los sufrimientos de los mártires de Vienne y de Lyon, durante la terrible persecución de Marco Aurelio, en el año 177, ha sido calificada por un eminente escritor francés, como “la perla de la literatura cristiana en el segundo siglo.” Los sobrevivientes de la matanza dirigieron aquella carta a las Iglesias de Asia y de Frigia; gracias a Eusebio de Cesárea, se conservó para la posteridad. Su mayor mérito radica en su irrefutable autenticidad, en su interés intrínseco y en el excelso espíritu cristiano que hay en ella. Además, nos ha proporcionado la prueba más antigua sobre la existencia de una comunidad de la Iglesia católica en las Galias. La ciudad de Lyon, sobre la orilla derecha del Ródano, y Vienne, en la ribera izquierda, marcaban los límites occidentales en la ruta comercial hacia el oriente y, sus congregaciones cristianas comprendían a muchos griegos y levantinos, incluyendo a su obispo Potino, quien era posiblemente el más anciano de toda la comunidad, puesto que su sucesor, San Irineo, al hablar de él, afirma que “era de los que escuchó a los que habían visto a los apóstoles.”

“Es imposible haceros llegar con palabras o por escrito,” dice el preámbulo de la carta, “la magnitud de las tribulaciones, el furor de los herejes contra los santos y todo lo que soportaron los benditos mártires.” La persecución comenzó extraoficialmente con el ostracismo social a los cristianos: “y se nos excluía de las casas, de los baños y del mercado;” prosiguió con la violencia popular: se les apedreaba, atropellaba, golpeaba, insultaba “y todo lo que una muchedumbre enfurecida gusta de hacer a los que odia;” después, la persecución se inició oficialmente. Los cristianos prominentes fueron llevados al foro, interrogados en público y sumariamente condenados a prisión. La forma tan injusta con que el magistrado trató a los que comparecían ante él, provocó la indignación de un joven cristiano, llamado Vetio Epagatho quien, levantándose entre el auditorio, pidió que se le permitiera defender a sus hermanos contra los cargos de traición y de impiedad que se les imputaban. Al ver la audacia de aquel joven, muy bien conocido en la ciudad, el juez le preguntó si también él era cristiano. La firme respuesta afirmativa de Vetio le valió una promoción en su dignidad y fue a ocupar su puesto en las filas de los mártires. A esta conmoción sucedió un período de crisis que puso a prueba la serenidad de los que estaban encerrados y el celo de algunos valientes que acudían a consolar a los prisioneros.” En esos días, cedieron más o menos diez de los confesores, incapaces de soportar por más tiempo la tensión en que vivían. “Entonces se apoderó de nosotros una gran inquietud,” prosigue la carta, “no por temor a los tormentos que seguramente nos aguardaban, sino porque aún veíamos lejano el fin de la jornada y nos preocupaba la idea de que otros de los nuestros pudieran fallar. Sin embargo, todos los días llegaban a la prisión aquellos que tenían méritos para ocupar el sitio que los desertores dejaban vacante, hasta que estuvieron reunidos en el calabozo, los miembros más virtuosos y activos de nuestras dos Iglesias.”

“El gobernador había dado órdenes estrictas para que ninguno de nosotros escapase y, a fin de que no pudiésemos recibir ayuda, muchos de nuestros servidores paganos fueron encarcelados también. Como nuestros esclavos tenían miedo de que se les infligieran las mismas torturas que a los santos, fueron instigados por Satanás y por los soldados a lanzar acusaciones de que comíamos carne humana, lo mismo que Tiestes, de que cometíamos incestos, como Edipo, y de otras atrocidades sobre las que ni siquiera nos estaba permitido pensar, sin quebrantar la ley y que nos parecía increíble que alguna vez hubiesen sido cometidas por los hombres. Al hacerse públicas aquellas cosas, las gentes se irritaron contra nosotros, aun algunas que nos habían demostrado su amistad... El furor de la plebe, del gobernador y de los soldados se descargó con toda su tuerza sobre Santos, un diácono de Vienne; sobre Maturo, a quien apenas acababan de bautizar, pero que demostró ser noble luchador; sobre Atalo, natural de Pérgamo, quien siempre había sido un pilar de nuestra Iglesia; y sobre Blandina, la esclava en quien Cristo puso de manifiesto que los seres pequeños, pobres y despreciables para los hombres, tienen muy alto valor a los ojos de Dios, quien los reclama para Su gloria, puesto que Su amor está centrado en la verdad y no en las apariencias. Viéndola como frágil mujer según la carne, a ella que fue una atleta entre los mártires, nos embargó el temor de que Blandina, por simple debilidad corporal, no pudiese llegar a hacer su confesión con firmeza; pero fue dotada con un poder tan grande, que no desmayó, aun cuando los verdugos que la torturaron de la mañana a la noche se fatigaron hasta el extremo de caer rendidos.” Todos quedaron maravillados de que Blandina pudiese sobrevivir con todo su cuerpo desgarrado y roto. Pero ella, en medio de los sufrimientos, parecía hacer acopio de bienestar y de paz, al repetir continuamente estas palabras: “Soy cristiana; nada malo se hace entre nosotros.”

También el diácono Santos soportó crueles tormentos con un valor indoblegable. A todas las preguntas que se le hicieron, dio la misma respuesta: “Soy cristiano.” Agotadas en él todas las formas conocidas de tortura, se le aplicaron las hojas de las espadas, calentadas al rojo vivo, en las partes más tiernas de su cuerpo, hasta dejarlas tumefactas, convertidas en una masa informe de carne macerada. Tres días después, cuando el mártir había recuperado el conocimiento, se repitió la tortura.

Entre los renegados que seguían en la prisión con la esperanza de que consiguieran alguna prueba condenatoria en contra de sus antiguos cofrades, estaba una mujer llamada Biblis, de reconocida fragilidad y timidez. Sin embargo, cuando fue sometida a la tortura, “pareció despertar de un profundo sueño y, en seguida, desmintió rotundamente a los calumniadores con estas palabras: '¿Acaso podéis acusar de comer niños a los que tienen prohibido hasta probar la sangre de las bestias?' Desde aquel momento, Biblis se confesó cristiana y fue agregada a la compañía de los mártires.”

Muchos de los prisioneros, sobre todo los jóvenes sin experiencias previas, murieron en la cárcel a causa de las torturas, del ambiente infecto que respiraban o por las brutalidades de los carceleros; pero algunos otros que ya habían sufrido terriblemente y parecían hallarse a punto de sucumbir, permanecieron con vida para consolar a los demás. El obispo Potino, a pesar de sus noventa años y sus múltiples achaques, fue arrastrado hacia el tribunal por la calle abierta entre el populacho. El gobernador le preguntó quién era el Dios de los cristianos, a lo que el obispo repuso serenamente: “Si fueras digno de conocerlo, ya lo sabrías.” Inmediatamente fue golpeado con las manos, los pies y los palos, hasta perder la conciencia. Dos días más tarde, murió en la prisión.

Los cristianos que aún quedaban vivos, fueron martirizados de distintas maneras. Para decirlo con las bellas palabras de la carta: “Entre todos ofrendaron al Padre una sola guirnalda, pero tejida con diversos colores y toda clase de flores. Era necesario que los nobles guerreros hicieran frente a los más variados conflictos y salieran siempre triunfantes para obtener el derecho de recibir, al fin de la jornada, el premio supremo de la vida eterna.”

Maturo, Santos, Blandina y Atalo fueron arrojados a las fieras en el anfiteatro. Maturo y Santos fueron obligados a participar en luchas con manoplas y látigos, enfrentados a las fieras y maltratados en todas las formas que el público exigía. Por fin, se les sujetó a las sillas de hierro que se fueron calentando gradualmente, hasta que el olor de sus carnes asadas hartó el olfato de la multitud. Pero no hubo flaqueza en su valor, ni se consiguió convencer a Santos para que dijera otras palabras, fuera de las que había usado en su confesión desde un principio. Durante todo aquel día, los mártires no sólo proporcionaron el entretenimiento que reclamaba el público del circo, sino un espectáculo para el mundo y después, se les permitió, por fin, ofrendar sus vidas Pero el fin misericordioso no había llegado aún para Blandina. A ella se le colgó de un travesaño para que fuera presa fácil de las fieras hambrientas. El espectáculo de Blandina colgada por las muñecas, con los brazos extendidos como si la hubiesen crucificado, el murmullo continuo de sus fervientes plegarias, llenó de ardor a los otros combatientes. Ninguno de los animales se atrevió a tocar a la santa, de manera que fue devuelta a la prisión para esperar un nuevo intento. La muchedumbre vociferó para pedir que compareciera Átalo, un hombre de nota en la ciudad y sus clamores fueron atendidos. El reo fue obligado a pasear por la arena del anfiteatro, colgado al cuello un cartel que anunciaba: “Este es Átalo, el cristiano.” Pero de ahí no pasó la cosa, puesto que el gobernador se había enterado de que el reo era ciudadano romano y pensó que era conveniente no hacerle daño, por lo menos hasta conocer con certeza los deseos del emperador.

El conjunto de los confesores había dado hasta entonces pruebas extraordinarias de su caridad y su humildad. Si bien se mostraban dispuestos a dar explicaciones de su fe ante cualquiera, no acusaban a nadie y, en cambio, oraban por sus perseguidores, como San Esteban, lo mismo que por sus hermanos desertores. Lejos de adoptar una actitud de superioridad, solicitaban las oraciones de los otros cristianos para que Dios les diera la fuerza de mantenerse firmes. Y al fin de cuentas, aquella firmeza y la amorosa preocupación que mostraban por los hermanos más débiles, quedaron ampliamente recompensadas. La carta lo dice con estas palabras: “Por medio de los vivos, los que estaban muertos recuperaron la vida y, los mártires fortalecieron y animaron a los que habían fracasado en el martirio.” En efecto, cuando llegó el escrito del emperador que condenaba a muerte a los cristianos confesos y ordenaba poner en libertad a los que hubiesen abjurado, todos los que antes renegaron de su fe, la confesaron después resueltamente y se sumaron sin vacilaciones a la orden santa de aquellos que habían dado testimonio de la verdad. Sólo quedaron fuera los pocos que nunca fueron cristianos de corazón.

Había un médico llamado Alejandro, frigio por nacimiento, que presenció el examen de los cristianos ante el tribunal. Vivía desde hacía años en las Galias, donde se había dado a conocer por su gran amor a Dios y su decisión para difundir el Evangelio. Permaneció de pie contra el muro en el corredor por donde tenían que pasar los presos, de manera que todos pudieran verlo y recibir sus palabras de aliento. La muchedumbre, irritada ante la confesión de los cristianos que antes renegaban de sus creencias, clamó para que se interrogara al médico Alejandro, al que acusaba de ser el instigador del cambio en la actitud de los reos. El gobernador lo hizo comparecer y le interrogó. “Soy cristiano,” fue la única respuesta que obtuvo. Se le condenó a ser arrojado a las fieras. Al día siguiente, apareció en la arena junto con Atalo, a quien el gobernador hizo comparecer por segunda vez para complacer al público. Los dos fueron sometidos a todas las torturas que se practicaban en el anfiteatro y, al fin, se les sacrificó. Cuando Atalo se asaba en la silla de hierro, exclamó: “¡Este sí es, en verdad, un banquete de carne humana y eres tú el anfitrión! ¡Nosotros no devoramos hombres ni hemos cometido nunca una enormidad semejante!”

“Después de todo esto,” dice más adelante la carta, “en el último día de los combates por parejas, Blandina fue presentada de nuevo en el anfiteatro junto con Póntico, un muchacho de quince años. Hasta entonces, los dos habían tenido que presenciar, día tras día, las torturas de los demás y, se les instaba para que juraran por los ídolos si no querían sufrir la misma suerte. Como se negasen, fueron llevados ante la multitud, que no tuvo compasión de la frágil feminidad de Blandina ni de la juventud de Póntico. Ambos fueron sometidos a todos los tormentos, con breves períodos de descanso, durante los cuales se les exhortaba en vano a que juraran. Póntico, alentado por las palabras que Blandina pronunciaba en alta voz para que todos las escucharan, soportó dignamente las torturas y murió pronto. La bendita Blandina fue la última; como una madre valerosa que hubiese alentado y preparado a todos sus hijos para que se presentaran victoriosos ante su Rey, se dispuso a seguirlos, una vez terminada su tarea, regocijada y triunfante al emprender la marcha final, como si fuera a una fiesta de bodas y no a las fauces de las fieras que la aguardaban. Después de los garfios, los ataques de las bestias, el potro y las parrillas, fue por fin envuelta en una red y colgada para que la embistiera un toro. Luego de que la bestia hubo zarandeado el bulto a su placer, como Blandina permaneciese tan afianzada a su fe y en una comunión tan íntima con Cristo, que ya era insensible e indiferente a lo que pudieran hacerle, los verdugos decidieron inmolarla, habiendo llegado a la conclusión de que nunca habían visto a una mujer que resistiera tanto.”

Arrojaron los cuerpos de los mártires al Ródano para que no quedara reliquia ni recuerdo de ellos sobre la tierra. Sin embargo, los registros de su glorioso triunfo sobre la muerte, iban ya a través del mar hacia el oriente y, desde entonces, fueron transmitidos por la Iglesia en el curso de los siglos. Al citar una vez más las palabras de la epístola, diremos, para terminar, que aquellos mártires “clamaban por la Vida que El les concedió; compartieron la gracia con sus prójimos y volaron hacia Dios, completamente victoriosos. Así como siempre amaron la paz y nos la recomendaron, se fueron en paz a la morada de Dios, sin dejar ninguna pena en el corazón de su Madre ni separación o disgusto entre sus hermanos, sino alegría, paz, concordia y amor.

La personificación de la Iglesia cristiana con el nombre de “Madre,” ilustra de manera interesante la costumbre de utilizar símbolos, que tan extensamente practicaban los fieles en los primeros siglos y que mantuvo la disciplina arcani. En otra parte de la carta aparece esta frase: “Hubo gran regocijo en el corazón de la Virgen Madre (i.e. la Iglesia), al recuperar vivos los hijos prematuros que había alumbrado muertos.” Palabras como éstas nos permiten comprender que las frases empleadas en las inscripciones de Abercius y las representaciones de Dios pastor que se hicieron en las catacumbas, estaban llenas de sentido para los fieles cristianos de aquellos tiempos.

 

Todo nuestro relato depende principalmente de la Historia Eclesiástica de Ensebio, lib. V, c. i. Para los nombres de los mártires, ver a H. Quentin en Analecta Bollandiana, vol. XXXIX (1921), pp. 113-138 y cf. CMH., pp. 297-298. Consúltese también a Hirschfeld en Sitzungsberichte der Berliner Akademie, 1895, pp. 38-409. Parece que hubo un total de cuarenta y ocho mártires, cuyos nombres se conservan. Véase también a A. Chagny Les Martyrs de Lyon (1936). Hay una traducción de la carta, hecha por E.C.E. Owen en Some Authentic Acts... (1927). Acerca de las controversias sobre la fecha, ver sobre todo a H. I. Marrou en Analecta Bollandiana, vol. LXXI (1953), pp. 5-20.

 

 

San Eugenio I, Papa (657 d.C.).

(2 de junio).

Eugenio fue un romano que había sido educado en el servicio de la Iglesia y que, al parecer, se distinguió por su bondad, su generosidad y su gentileza. Más o menos un año después de que el Papa San Martín I había sido llevado fuera de Roma, pero cuando aún estaba con vida, se nombró a Eugenio para que ocupase su lugar y San Martín aprobó el nombramiento antes de morir. Se dice que Eugenio era candidato del emperador Constancio II, adicto al monotelismo; pero de ser cierta tal afirmación, el emperador debe haber quedado muy desilusionado por la actitud de su protegido. A raíz de su elección, el Papa Eugenio envió delegados a Constantinopla, pero Constancio los hizo regresar a Roma con la exigencia de que el Papa manifestara públicamente estar de acuerdo con Pedro, el patriarca de Bizancio. Los delegados eran portadores de una carta del jerarca bizantino, llena de ambiguos propósitos teológicos. Dicha epístola fue públicamente discutida en la iglesia de Santa María la Mayor y causó tal indignación a los clérigos y laicos presentes, que impidieron al Papa Eugenio celebrar la misa, a menos que se comprometiera a responder con una rotunda negativa a las pretensiones del emperador. Tal vez se mostraron exigentes hasta este extremo, como una compensación por la ligereza con que habían aceptado a Eugenio, si éste era, efectivamente, el candidato de Constancio. De todas maneras, es muy posible que Eugenio hubiese corrido con la misma suerte que su antecesor, de no haber sido porque el emperador estaba muy ocupado en la guerra contra los árabes. Probablemente fue este Papa quien recibió a San Wilfrido cuando el futuro santo, aún muy joven, partió de Inglaterra para hacer su primera visita a Roma.

 

Ver el Acta Sanctorum, junio, vol. I; Duchesne, Líber Pontificalis, vol. I, p. 341; y A. Clerval en DTC., s. v. Eugenio I.

 

 

San Cecilio (c. 248 d.C.).

(3 de junio).

En el Martirologio Romano se conmemora en este día a San Cecilio, como a “un sacerdote de Cartago que logró la conversión de San Cipriano a la fe de Cristo.” Alban Butler dedica casi diez páginas a este santo, pero se funda en una suposición incierta: la de que este Cecilio es el mismo cuya conversión al cristianismo relata Minucius Félix en el tratado apologético que ha llegado hasta nosotros con el nombre de Octavius. En dicho libro se desarrolla una discusión sobre la religión cristiana en forma de diálogo; los interlocutores son el propio Minucius, su amigo Octavio y el todavía pagano Cecilio. La argumentación termina felizmente, cuando los dos amigos convencen al tercero sobre las verdades del cristianismo. Es muy probable que este Cecilio Natalis haya sido un personaje histórico, magistrado principal en Cirta, ciudad del África, por el año 210 d.C.; pero hay razones poderosas que impiden identificarlo con el Cecilio que fue instrumento para la conversión de San Cipriano.

A pesar de la frase que adopta el Martirologio Romano, tomada del De Viris Ilustribus de San Jerónimo, hay pruebas concretas, extraídas de entre los mejores manuscritos de la biografía de San Cipriano, escrita por su diácono Poncio, en el sentido de que era Ceciliano y no Cecilio el nombre del maestro cristiano que conquistó la voluntad y la razón de Cipriano con sus argumentos y su ejemplo. Se puede dar por cierto que se trataba de un hombre de edad avanzada y que San Cipriano vivió en su casa durante algún tiempo después de su conversión, puesto que, lleno de veneración y de respeto, suele llamarle “el padre de mi nueva vida.” Por otra parte, Poncio nos dice que Ceciliano, en su lecho de muerte, confió a su esposa y a sus hijos al cuidado de su amado converso. Aunque es muy posible que Alban Butler esté equivocado al aferrarse a la idea de que el “Octavius” de Minucius Félix tiene que ver con el sujeto de su artículo, pone fin a su relato con una reflexión profunda que merece ser considerada por todos aquellos que emprendan una discusión.

Es una gran prueba de verdadera virtud, dice, un triunfo bello aunque raro sobre el orgullo, el que un hombre culto e instruido se confiese vencido por la verdad en una controversia. El orgullo se rebela ante la oposición y, por mucho que el entendimiento pueda llegar a convencerse, la voluntad se torna por ello más adversa a ceder y más se obstina en el error. Si se tiene esto muy en cuenta, aquél que trate de atraer a otro hacia la verdad, deberá tener mucho cuidado de no despertar o poner en guardia a un enemigo tan peligroso como el orgullo y hacer, en cambio, el intento de insinuar su buen razonamiento por medios tan indirectos y sutiles, que su oponente llegue a sentirse como el dominante en la discusión. Nuestros tres oponentes (en el Octavius) resultan al fin vencedores, porque los tres entraron a la disputa armados con la docilidad, la caridad y la humildad; ninguno era como esos estudiosos llenos de vanidad que gustan de sostener una opinión, no por amor a la verdad, sino porque, corno lo dice San Agustín, la opinión es suya. En aquella amable reunión, a pesar de que todos podían ufanarse de haber hecho una conquista, ninguno más que Cecilio, el vencido, tenía razones para regocijarse por su victoria. Cecilio, al doblegar su orgullo y reconocer sus errores, consiguió un triunfo incomparable. De acuerdo con la máxima de un gran hombre: “Cuando nuestra voluntad consienta en admitir plenamente la verdad, sólo entonces podremos considerarnos vencedores.”

 

Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. I; y DCB. vol. I, pp. 366-367 (cf. idem. vol. III, p. 924). Consúltese también el artículo de Desseau en Hérmes, 1880, p. 471.

 

 

Santos Pergentino y Laurentino, Mártires (251 d.C.).

(3 de junio).

La persecución que se desarrolló al mediar el siglo tercero, fue el ataque más grande y general de cuantos había tenido que soportar hasta entonces la cristiandad, porque el emperador Decio ocupó el trono, decidido a exterminarla. Entre las muchas víctimas que perecieron en Arezzo de Umbría, los hermanos Pergentino y Laurentino, patronos de dicha ciudad, han sido los que, hasta hoy, reciben mayor veneración.

De acuerdo con la leyenda, eran de noble cuna y todavía asistían a las escuelas, cuando fueron detenidos y arrastrados ante el cónsul Tiburcio, bajo la acusación de ser cristianos y proselitistas. A pesar de que admitieron los cargos y se confesaron culpables, el magistrado les anunció que los dejaría ir, en consideración a su noble linaje (tal vez también a su juventud). Pero antes de que se retiraran de su presencia, les rogó que considerasen su posición y renegasen de su fe; al despedirlos, los amenazó con someterlos a la tortura si volvía a tener quejas de ellos. Lejos de atemorizarse, los dos jóvenes multiplicaron sus actividades. Su “pasión” afirma que hubo numerosas conversiones, gracias a sus prédicas y a los milagros que realizaban. Aprehendidos nuevamente, se negaron a sacrificar y fueron decapitados. Las “actas” de estos santos son recopilaciones de antiguas hagiografías fantásticas sin ningún valor histórico; contienen tantos detalles improbables, que se llega a la incertidumbre sobre la misma existencia de esos mártires.

 

El único vestigio de algo que pudiera llamarse una prueba del antiguo culto a estos santos, consiste en una frase en el Hieronymianum que dice: “apud Arecium civitatem Tusciae Laurenti diaconi...” Delehaye, entre otros, piensa que toda la historia surgió porque un 3 de marzo se dedicó alguna iglesia de Arezzo en honor de San Lorenzo (Laurentio), el diácono mártir, y se confundió el nombre de Laurentius con el de Laurentinus. En cuanto a Pergentinus, ocurrió que un “Expergenti,” cuya fiesta se celebraba al día siguiente, agregó su nombre al de Laurentinus en la fecha anterior. Ver CMH., p. 300 y también a Mons. Lanzoni en Diócesi d'Italia, pp. 567-568; H. Quentin, Les Martyrologes Historiques, p. 273 y Dufourcq, Etudes sur les Gesta Martyrum romains, vol. III, pp. 172-175. El breve texto de la “pasión,” se encuentra en el Acta Sanctorum, junio, vol. I.

 

 

San Luciniano y sus Compañeros, Mártires (273 d.C.).

(3 de junio).

De acuerdo con el menologio del emperador Basilio, San Luciniano era un sacerdote pagano de Nicomedia, convertido al cristianismo a una edad avanzada y que murió martirizado. Se le aprehendió durante el reinado del emperador Aureliano y compareció ante el magistrado Silvano. Porque rehusó negar a Cristo, le golpearon el rostro con piedras, lo azotaron y lo arrastraron con una cuerda atada al cuello. En la prisión donde posteriormente se le encerró, tuvo el consuelo de encontrar a cuatro jóvenes cristianos: Claudio, Hipacio, Pablo y Dionisio, a quienes fortaleció en la fe con tanto éxito, que en cuanto los reos comparecieron ante el tribunal, hicieron una firme confesión de sus creencias. Entonces metieron a San Luciniano en un horno caliente del que, sin embargo, salió indemne. Al fin, los cinco fueron enviados a Bizancio donde se crucificó a Luciniano y se cortó la cabeza a los demás.

Paula, una cristiana que llevaba alimentos a los mártires en la prisión y les curaba las heridas, fue también detenida, torturada en el horno y finalmente decapitada. La población de Constantinopla tenía gran devoción por estos santos. En la ciudad subsisten diversas versiones sobre su historia en las que, tan pronto encontramos a San Luciniano representado en un virtuoso sacerdote cristiano, como en el esposo de Paula y en el padre de sus jóvenes compañeros de prisión y de martirio. Otra leyenda afirma que todos eran naturales de Egipto y que ahí murieron. Y a decir verdad, es muy poco probable que San Luciniano y sus compañeros hayan sido martirizados en Bizancio. Su culto en Constantinopla se debe a que sus reliquias fueron trasladadas ahí, tal vez desde otra ciudad de la Tracia o desde Nicomedia, que muy bien pudo haber sido el lugar de su martirio.

 

Los bolandistas en el Acta Sanctorum (junio, vol. I) reproducen el texto griego de un panegírico sobre Luciniano, escrito por un cierto Focio. En la Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), publicó Delehaye una pasión de los mismos mártires, en griego: ver pp. 187-192 y los comentarios del editor en pp. 232-235. La historia no puede considerarse sino como un cuento piadoso.

 

 

Santa Clotilde, Viuda (545 d.C.).

(3 de junio).

Clotilde, una burgundia cristiana, había contraído matrimonio, alrededor del año 492, con Clovis, rey de los francos salíanos. El monarca era un hereje, pero Clotilde llegó a ejercer una gran influencia sobre su esposo y no escatimó esfuerzos para ganarlo a la religión de Cristo. “Ya habrás oído hablar de cómo tu abuela, la reina Clotilde de feliz memoria, escribía San Niceto de Trier a la princesa Clodovinda de Francia, atrajo a la fe a su real esposo y de cómo él, un hombre de clara inteligencia, no quiso ceder hasta que estuvo convencido de la verdad.” En efecto, Clovis permitió que fuera bautizado su hijo primogénito, un niño que murió a los pocos meses, y toleró que su segundo vástago, Clodomiro, recibiera las aguas bautismales; pero él, personalmente, todavía vacilaba en declararse cristiano. Al fin tomó la decisión, cuando libraba una furiosa batalla. Se hallaba en una situación desesperada: las huestes de los alemanes avanzaban inconteniblemente y sus propias tropas retrocedían; en ese momento, el rey Clovis apeló “al Dios de Clotilde” para que le ayudase y le prometió hacerse cristiano si le daba la victoria. Aquel mismo día, venció a los alemanes y, en la mañana de la Navidad del año 496, fue bautizado por San Remigio en la catedral de Reims. Poco es lo que agrega la historia sobre la vida matrimonial que Santa Clotilde llevó de ahí en adelante; los reyes fundaron juntos en París la iglesia de los Apóstoles Pedro y Pablo, que después llevó el nombre de Santa Genoveva. Ahí sepultó Clotilde al rey Clovis, quien murió en 511.

Desde entonces, la existencia de Clotilde estuvo amargada por las disputas de familia y las peleas entre hermanos, con la participación de sus tres hijos, Clodomiro, Childeberto y Clotario, así como por el infortunio de su hija, también llamada Clotilde, maltratada y vejada por su marido, el visigodo Amalarico. Clodomiro, el hijo mayor, atacó a su primo, San Segismundo y, tras de vencerlo en un encuentro, lo mató villanamente, junto con su mujer y sus hijos; pero no tardó en recibir su castigo, puesto que el hermano de San Segismundo lo atacó a su vez y, en la primera oportunidad, lo asesinó. Una vez muerto Clodomiro, la reina Clotilde recogió a sus tres pequeños nietos, con el propósito de educarlos para que llegaran a ocupar el trono algún día. Sin embargo, ni Childeberto, ni Cloderico estaban dispuestos a renunciar a la herencia de su padre y, por medio de la astucia, convencieron a su madre, la reina, para que dejara a los tres niños con ellos. Tan pronto como tuvieron en su poder a los príncipes, Clotario en persona mató a sus dos sobrinos de mayor edad. A Clodoaldo, el más pequeño, se le perdonó la vida y, con el tiempo, fue a terminarla convertido en monje, en el monasterio de Nogent, cerca de París, el que tomó el nombre de Saint-Cloud en honor del infortunado príncipe.

Amargada y entristecida por todas aquellas tragedias familiares, Santa Clotilde abandonó París y se refugió en Tours para todo el resto de su vida, dedica da a socorrer a los pobres y consolar a los afligidos. Ahí se enteró de que sus dos hijos habían reñido, se hallaban en guerra y a punto de enfrentarse en el campo de batalla. Llena de angustia por las funestas nuevas, la reina Clotilde corrió a la iglesia de San Martín y se entregó durante toda la noche a la oración, para rogar a Dios que le concediera la gracia de terminar con aquel conflicto entre los dos hermanos y, según nos dejó dicho San Gregorio de Tours, la respuesta del cielo no se hizo esperar: al alba, mientras la reina rezaba aún y los dos ejércitos se hallaban frente a frente, en espera de la orden de ataque, se desató de pronto una tempestad tan violenta y prolongada, que fue necesario abandonar las operaciones militares.

Pero ya para entonces, estaban a punto de terminar las pruebas para Clotilde. La reina murió a los treinta días de aquel suceso venturoso, luego de haber permanecido viuda durante treinta y cuatro años. Sus dos hijos, que tantas pesadumbres le habían causado, quedaron reconciliados y, juntos, llevaron a enterrar a su madre en el mismo sepulcro del rey Clovis, cerca de su otro hijo y de sus nietos.

Recientes investigaciones históricas han relegado al reino de la fantasía muchos pintorescos incidentes relacionados con Santa Clotilde que los cronistas de varias generaciones tenían por ciertos, después de haberlos tomado de las páginas de San Gregorio de Tours y de otras fuentes similares. Gracias a dichas aclaraciones, la santa reina quedó reivindicada de algunos cargos de ferocidad y perversos deseos de venganza que se formularon contra ella, y que no se hubiesen conformado con el carácter virtuoso de la dama. En aquellas leyendas, la buena reina desempeñaba a veces el papel de una despiadada intrigante que incitaba a su esposo y a sus hijos para que mataran a su tío Gundebaldo, junto con su hijo San Segismundo, para vengar el asesinato del padre y la madre de Clotilde, cometido por Gundebaldo. Ahora ha quedado establecido con bastante certeza que Gundebaldo, lejos de haber intentado matar a su hermano, el padre de Clotilde, lamentó sinceramente su muerte, y que Caretana, la madre, no fue arrojada al Sena con una piedra atada al cuello, como se decía, sino que sobrevivió a su esposo varios años y acabó sus días en forma natural, en el año de 506.

 

La única biografía antigua de Santa Clotilde no tiene mucho valor como documento histórico, puesto que no fue recopilada antes del siglo diez. Ese escrito fue editado por Bruno Krusch en el segundo volumen del MGH, Scriptores Merov, pero depende casi por completo del documento que se conoce con el nombre de Gesta Regum Francorum o Líber Historiae, que escribió un monje de Saint Denis, un par de siglos antes. La historia de Santa Clotilde tuvo que ser formada con trozos dispersos entre las páginas de autores dignos de confianza, como San Gregorio de Tours, Fredegario y algunas biografías de santos. El relato más fiel sobre la vida de aquella pobre reina madre que tanto sufrió, es el que escribió Godofredo Kurth, en su libro Clovis y, en forma más concisa, en Santa Clotilde, obra con la que ese autor contribuyó a la serie Les Saints. Véase también la bibliografía adjunta al artículo dedicado a San Remigio, el 1° de octubre. Hay otras biografías en francés, como la del arzobispo Darboy, la de V. de Soucy y la de G. Rouquette, pero todas se publicaron en fecha anterior a la de Kurth y sus disertaciones críticas sobre el asunto, son poco satisfactorias.

 

 

Santos Lifardo y Urbicio, Abades (siglo VI).

(3 de junio).

Lifardo o Liefardo era un tribuno de mucha reputación por su honradez. Ocupaba uno de los más altos puestos en la magistratura de Orléans, cuando decidió tomar los hábitos. Al adoptar la decisión de hacerse monje, tenía cuarenta años de edad. Algunos escritores sostienen que pudo haber sido hermano de San Maximino, abad de Micy, y sobrino de San Euspicio, el fundador del monasterio. También pudo haber sido el hermano de San Leonardo de Vandoeuvre; pero ciertamente que no fue hermano de San Leonardo de Limoges, como se ha dicho algunas veces. El caso es que San Lifardo partió de Orléans para quedarse durante algún tiempo en la abadía de Saint Mesmin, en Micy. E1 deseo de vivir en mayor soledad le indujo a retirarse, con su compañero San Urbicio, a un sitio poco frecuentado, entre las ruinas de un viejo castillo, donde ambos construyeron sus chozas. Largo tiempo vivieron ahí, sin más alimento que un trozo de pan de centeno y un sorbo de agua cada tres días. Pero no tardaron en llegar los discípulos a reunirse en torno a los ascetas y, el obispo de Orléans, que tenía en muy alta estima a Lifardo, no sólo lo autorizó a formar una comunidad religiosa, sino que le ordenó como sacerdote y le ayudó a edificar una iglesia. Sobre las ruinas del castillo se levantó un monasterio que gozó de una gran prosperidad; en el lugar donde estuvo se encuentra ahora la ciudad de Meung-sur-Loire. San Lifardo murió alrededor del 550, a los setenta y tres años de edad, después de haber nombrado a San Urbicio para sucederle.

 

En el valioso artículo de A. Poncélet, Les Saints de Micy (Analecta Bollandiana, vol. XXIV, 1905, pp. 1-97), señala el autor que todas las biografías relacionadas con Micy, son indignas de confianza. La de San Lifardo no es una excepción. No pudo haber sido escrita antes del siglo nueve; fue impresa por Mabillon en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. Por otra parte, el hecho de que existiera un culto casi contemporáneo a San Lifardo, queda atestiguado por la inclusión de su nombre, en esta fecha, en el Hieronymianum.

 

 

San Kevin o Coemgen, Abad de Glendalough (¿618? d.C.).

(3 de junio).

A la vanguardia del grupo de santos que dieron gloria a Irlanda en el siglo sexto, está San Kevin, uno de los principales patronos de Dublin. Fue él quien fundó ahí la célebre abadía de Glendalough, que llegó a ser uno de los cuatro grandes centros de peregrinación en Irlanda y dio origen a la máxima de que siete visitas a Glendalough equivalen a una peregrinación a Roma.

La historia de San Kevin se relata en distintas versiones escritas en latín y en irlandés, ninguna de las cuales es verdaderamente antigua. Sólo por conjeturas se podrían extraer los sucesos reales ocultos bajo las pintorescas leyendas y las interesantes descripciones de costumbres. Se dice que el santo, descendiente de reyes, nació en Leinster, precisamente en el Fuerte de White Fountain. San Conan lo bautizó con el nombre de Coemgen, que los anglos convirtieron en Kevin, el “bien habido.” Desde los siete años, sus padres lo mandaron a instruirse con los monjes y se quedó con ellos hasta llegar a la juventud. Después de su ordenación, se sintió movido a buscar la soledad, y, entonces, se le presentó un ángel para conducirlo hacia las alturas de Glendalough, al Valle de los dos Lagos. En aquella hermosa región agreste, vestido con pieles de animales, sin otro lecho que las piedras ni más alimento que las ortigas y acedrillas, plantas éstas que se conservaban verdes en todas las estaciones, permaneció siete años largos. Durante aquel período de existencia tan austera, “las ramas y el follaje de los árboles solían entonar dulces cantos para él, y una música celestial aliviaba la severidad de su vida.” Al fin, fue descubierto por un pastor de ganado que se llamaba Dima, quien acabó por convencer al santo para que abandonara la soledad, “Por respeto al asceta y para honrarlo,” el pastor y sus hijos hicieron una litera sobre la cual transportaron al santo a través del espeso bosque. Los árboles se inclinaban para abrirles paso y, cuando la litera y sus portadores habían pasado, se enderezaban de nuevo. En la localidad de Disert-Coemgen, donde hoy se encuentra la iglesia de Referí, San Kevin se estableció con los discípulos que acudieron a reunirse en torno suyo. Durante largo tiempo, dice la leyenda, una nutria bondadosa llegaba a diario con un salmón en el hocico para proveer de alimento a los ascetas. Pero una vez se “le ocurrió a Cellach,” hijo de Dima, “que con la piel de la nutria podría hacerse un magnífico par de guantes.” La nutria, “a pesar de que sólo era un animal, adivinó los pensamientos de Cellach y, desde aquel momento, dejó de prestar servicios a los monjes.” Tal vez por causa de la escasez de alimentos, San Kevin trasladó su comunidad a otro punto más alto del valle, “donde se juntaban dos riachuelos de aguas limpias.” Ahí, en Glendalough, hizo su fundación permanente, a la que muy pronto comenzaron a acudir numerosos discípulos. A fin de implorar las bendiciones del cielo para él y para sus monjes, San Kevin emprendió una peregrinación a Roma, y dice su historia que, “gracias a las santas reliquias y la tierra bendita que trajo consigo, ningún santo del Erin obtuvo más favores de Dios que Coemgen, si se exceptúa tan sólo a Patricio.”

El rey Colman, de Ui Faelain, dejó a su hijo pequeño a cargo de San Kevin, después de que sus otros hijos “habían sido destruidos por las gentes mundanas de las ricas cortes.” Como no había “vacas” ni “boolies” [“Boolie” es un vocablo reconocido por el diccionario inglés: deriva del irlandés y no se conoce fuera de Irlanda. Significa corral.] en el valle, el santo llamó a una cierva que vio con sus cervatillos, para que diera la mitad de su leche al pequeño hijo del rey. Pero un lobo vino a devorar los cervatillos. Entonces Coemgen obró grandes milagros. Comenzó por ordenar al perverso lobo que ocupase el lugar de los cervatillos, y así lo hizo la fiera, que se ahijó mansamente a la cierva. Y de esta manera se crió el pequeño Facían, por las maravillosas obras de Dios y de Coemgen.”

En el Félire de Oengus, se hace una referencia a Kevin en una cuarteta que dice:

 

“Soldado de Cristo en tierras del Erin,

el eco de las olas dice tu nombre duro,

noble Coemgen, guerrero recio y puro,

en el valle de los lagos, con un rumor sin fin.”

 

El santo abad estuvo en términos de íntima amistad con San Kieran de Clonmacnois. San Kevin lo visitó en su lecho de muerte donde yacía inconsciente, pero tan pronto como llegó el abad, recuperó el sentido para mantener con él una larga conversación y darle una campanilla como regalo de despedida. Cuando San Kevin había alcanzado ya una edad muy avanzada, manifestó su deseo de emprender una nueva peregrinación, pero le disuadió un sabio anciano al que consultó. “Las aves no incuban sus huevos cuando andan en vuelo,” le dijo el consejero, y San Kevin se quedó en su monasterio. Se dice que murió a la edad de 120 años. Su fiesta se celebra en toda Irlanda.

 

Hay cinco versiones sobre la fábula de San Coemgen: tres en irlandés (para las cuales véase a C. Plummer en su edición de Bethada Náem Érenn, vol. I, pp. 125-167, con el prefacio y la traducción) y dos en latín. De éstas, la más importante fue editada también por Plummer, en VSH., vol. I, pp. 234-257, mientras que la otra se encuentra en el Codex Salmanticensis, impreso por Fr. de Smedt en 1888. Parece que aun en la más antigua de estas biografías, no se puede fijar una fecha anterior al siglo diez o al once. “Los textos, dice el Dr. J. F. Kenney (The Sources for the Early History of Ireland, I p. 404), “tienen muy poco valor histórico... sólo ilustran el desarrollo de las ideas sobre el ascetismo extremado, si no en los siglos sexto o séptimo, sí en el décimo y los siguientes.” Véase también a Gougaud, en Christianity in Celtic Lands, passim; Ryan, Irish Monasticism, p. 330.

 

 

San Isaac de Córdoba, Mártir (852 d.C.).

(3 de junio).

En los antiguos martirologios españoles se ha dado un sitio prominente, entre los mártires de Córdoba, a San Isaac, un hombre que, a pesar de haber sido siempre un cristiano devoto, llegó a conocer tan a fondo la lengua y las costumbres de los árabes, que obtuvo un nombramiento como notario, bajo el gobierno de los moros. No ocupó el puesto largo tiempo, ya que lo abandonó para refugiarse en un monasterio donde vivió algunos años con su pariente, el abad Martín. Después sintió el deseo de regresar a la ciudad de Córdoba, con el propósito de retar a una discusión sobre religión, al jefe de los magistrados árabes. El reto fue aceptado, pero, en el curso del debate, un panegírico sobre Mahoma provocó la indignación de Isaac, quien comenzó a proferir improperios contra el falso profeta. Sus interlocutores, enfurecidos por los ultrajes, se precipitaron sobre Isaac y le detuvieron. Fue juzgado, torturado y condenado a muerte. Después de su ejecución, fue empalado, y los palos que le atravesaban el cuerpo fueron encajados en la tierra, sobre una altura a orillas del Guadalquivir, para exhibir el cadáver en una posición grotesca y siniestra.

 

Casi todo lo que sabemos sobre San Isaac, proviene del Memoriale Sanctorum de San Eulogio, quien fue conciudadano y contemporáneo del santo. Los bolandistas en el Acta Sanctorum, junio, vol. I, extrajeron todo lo que San Eulogio había registrado en relación con el mártir. Véase también a Sánchez de Feria en Santos de Córdoba, vol. II, pp. 1-24; cf. F. Simonet, Historia de los Mozárabes de España; J. Pérez de Urbel, San Eulogio de Córdoba (1928).

 

 

San Quirino, Obispo de Siscia, Mártir (308 d.C.).

(4 de junio).

Entre los muchos mártires que ofrendaron su vida en las provincias del Danubio durante el reinado de Diocleciano, uno de los más célebres fue Quirino, cuyas alabanzas escribieron San Jerónimo, Prudencia y Fortunato. Las “actas” en las que se registró su proceso, sus sufrimientos y su muerte, son esencialmente auténticas, a pesar de que estuvieron sujetas a ampliaciones e intercalaciones por los copistas.

Quirino fue obispo de Siscia, población de la Croacia que ahora se llama Sisak. Cuando recibió noticias de que habían llegado las órdenes para aprehenderlo, huyó de la ciudad, pero fue capturado tras una corta persecución entonces se le condujo ante el magistrado Máximo. Este comenzó por interrogarle sobre su intento de fuga que el acusado explicó sencillamente, al indicar que sólo había obedecido el consejo de su Señor Jesucristo, el verdadero Dios, quien dijo: “Cuando te veas perseguido en una ciudad, huye a otra.”

— ¿No sabías que el poder del emperador te habría encontrado en cualquier parte?, inquirió el magistrado. — A ése que tú llamas el verdadero Dios, no puedes pedir que te ayude ahora, una vez que el emperador te ha atrapado, como vas a comprobarlo en seguida en carne propia.

—Dios está siempre con nosotros y puede ayudarnos en cualquier momento, repuso humildemente y con entera serenidad el obispo. — Estaba conmigo cuando me atraparon y está conmigo ahora. Es El quien me fortalece y el que habla por mi boca.

— ¡Habla demasiado, por lo visto!, cortó Máximo con cierta impaciencia. – Y con tanta charla hace que te olvides de obedecer los mandatos de nuestro soberano. ¡Lee los edictos y haz lo que te ordenan!

Entonces se irguió Quirino para contestar resueltamente que nunca consentiría en hacer lo que ordenaban los edictos, puesto que lo consideraba como un sacrilegio.

— ¡Los dioses que tú adoras no son nada!, exclamó con vehemencia. — Mi Dios, al que yo sirvo, está en el cielo, en la tierra y en el mar, pero se encuentra por encima de todo, porque todas las cosas están contenidas en El, todas las cosas fueron creadas por El y sólo por El existen.

—Tú debes ser tan simple como un niño, para creer en esas fábulas, declaró el juez en tono despectivo. — Acepta el incienso que te ofrecen mis hombres, quémalo ante los dioses y serás bien recompensado; pero si te niegas, te sujetaremos a las torturas y recibirás una muerte horrible.

Sin alterarse en lo más mínimo, Quirino repuso que aceptaba los dolores y la muerte como una gloria para él y, a continuación, Máximo ordenó que le apalearan. Mientras los soldados descargaban los golpes sobre el cuerpo del anciano, el magistrado le aconsejaba que ofreciera sacrificios y le prometía hacerlo sacerdote de Júpiter, si accedía.

—Aquí, ahora mismo ejerzo mi sacerdocio, al ofrecerme a Dios, clamó el mártir sin doblegarse. – Te agradezco los golpes; no me hacen daño. Con gusto soportaría un tratamiento peor a fin de dar ánimos a todos aquellos que son de mi rebaño, para que me sigan por este atajo hacia la vida eterna. Como Máximo no tenía la autoridad para dictar sentencia de muerte, dispuso que el reo fuera enviado a Amancio, el gobernador de la provincia de Pannonia Prima. Los esbirros condujeron al obispo a través de varias ciudades sobre el Danubio, hasta llegar a Sabaria (la actual Szombothely, en Hungría), que pocos años más tarde sería la cuna de San Martín. Ahí compareció ante Amancio, quien, luego de leer en voz alta el informe sobre el juicio previo, preguntó al acusado si lo encontraba correcto. Este repuso afirmativamente y agregó:

—He confesado al verdadero Dios en Siscia y aquí haré lo mismo, porque nunca adoré a otro. A El lo llevo en el corazón y no hay hombre sobre la tierra que pueda separarlo de mí.

Amancio admitió que se sentía inclinado a perdonar; que no deseaba someter a la tortura ni mandar matar a un anciano tan venerable como el acusado y rogó encarecidamente al obispo que cumpliese con los requisitos que le exigían para tener la dicha de acabar sus días en paz. Pero en vista de que ni los halagos, ni las promesas, ni las amenazas surtieron efecto, el gobernador no tuvo otra alternativa que la de condenar al reo.

La sentencia de muerte consistía en atar una piedra al cuello del obispo y arrojarlo al río Raab. Así se hizo, en presencia de numerosos espectadores, pero el cuerpo del anciano tardó en hundirse y todos los presentes pudieron oírle rezar y pronunciar palabras de aliento para su grey, antes de que desapareciera bajo la corriente. A corta distancia, río abajo, los cristianos rescataron el cadáver. A principios del siglo quinto, los fugitivos que huían de Pannonia, invadida por los bárbaros, llevaron las reliquias de San Quirino a Roma. Ahí quedaron guardadas en la Catacumba de San Sebastian, hasta el año de 1140, cuando se las trasladó a Santa María en Trastévere.

 

El texto de la pasión fue impreso por Ruinart en las Acta Sanctorum, junio, vol. I. Gran interés se despertó en torno a San Quirino, a raíz de las investigaciones de Mons. de Waal en la región de Platonia, donde se descubrieron los restos de una gran inscripción en honor del santo. Ver la monografía de de Waal Die Apostelgruft ad Catacombas, impresa como un suplemento al Romische Quartalschrift (1894); véase también a Duchesne en La Memoria de los Apóstoles de la Via Apia, en sus Memorie della Pontificia Academia romana di Archeologia, vol. I (1923), pp. 8-10; junto con CMH. p. 303.

 

 

San Metrófanes, Obispo de Bizancio (c. 325 d.C.).

(4 de junio).

Muy poco, por no decir que casi nada, es lo que sabemos de San Metrófanes, aparte de que era obispo de Bizancio en los días del emperador Constantino; probablemente fue el primer obispo en aquella ciudad, que antes se hallaba comprendida en la diócesis de Heraclea. Gozó de gran reputación de santidad entre los cristianos de oriente, quienes construyeron una iglesia en su honor, poco después de la muerte de Constantino; iglesia ésta que reconstruyó Justiniano en el siglo sexto, cuando ya estaba en ruinas. Los “sinaxarios” griegos y un “menaión,” que nunca fueron tomados como fuentes de información bien documentadas, relatan su historia como sigue:

Metrófanes era el hijo de Domecio, hermano del emperador Probo. Aquel se convirtió al cristianismo y se fue a vivir a Bizancio, donde cultivó una profunda amistad con el obispo Tito. Este le confirió las órdenes y, al morir, invistió a Domicio con la dignidad episcopal. El obispado pasó a manos de los dos hijos de éste último: Probo, quien ocupó la sede durante quince años y, luego, Metrófanes. La vida de santidad del obispo fue, al parecer, uno de los factores que indujeron a Constantino a elegir la ciudad de Bizancio como su capital; el otro factor fue la inmejorable situación de la ciudad.

La avanzada edad y los achaques de Metrófanes le impidieron asistir al Concilio de Nicea, pero envió a su presbítero Alejandro para representarle. Al regreso del emperador y los clérigos que habían asistido al Concilio, el obispo Metrófanes anunció a todos, como si hiciera una profecía, que el presbítero Alejandro sería un sucesor y que era su deseo que Pablo, un jovencito, lector del obispo, sucediera a Alejandro. Pocos días más tarde, murió.

 

El texto de una biografía indigna de confianza de San Metrófanes, escrita mucho tiempo después de su muerte, fue impresa por I. Gedeon; hay otro texto inscrito en BHG. Véanse además las noticias en Acta Sanctorum, junio, vol I y en Nilles, Kalendarium Utriusque Ecclesiae, vol. I, p. 172. Ver también Texte und Untersuchungen, vol. XXXI, parte 3 (1903), p. 188 y ss. El Martirologio Romano conmemora a San Metrófanes, al que describe como confessor insignis.

 

 

San Optato, Obispo de Milevis (c. 387 d.C.).

(4 de junio).

Uno de los más ilustres paladines de la Iglesia durante el siglo cuarto, fue San Óptalo, un obispo de Milevis, en Numidia. San Agustín lo describe como a un prelado de venerable memoria que fue, por sus virtudes, ornamento de la Iglesia católica; en otro pasaje, lo compara con San Cipriano y San Hilario, convertidos, como Optato, del paganismo. San Fulgencio no sólo le honra con el título de santo, sino que llega a colocarlo en el mismo nivel que a San Ambrosio y a San Agustín. Optato fue el primer obispo que hizo el intento de refutar por escrito los errores de los donatistas, quienes minaban a la Iglesia en África con un cisma y habían establecido una jerarquía rival, que rechazaba la validez de las órdenes y de los sacramentos de los católicos y declaraba ser la única y verdadera Iglesia de Cristo. Las teorías de los donatistas fueron publicadas y distribuidas en un tratado que escribió uno de sus obispos, un hombre muy hábil, llamado Parmenio. Con el propósito de exponer la falsedad de esas teorías, San Optato publicó un libro, alrededor del año 370, al que revisó e hizo algunos agregados, quince años más tarde. El tratado de Parmenio dejó de ser leído desde hace siglos; la obra de Optato aún está en vigor. Se trata de un libro escrito con palabras claras, frases enérgicas y llenas de espiritualidad; mantiene su tono de conciliación de principio a fin, porque si bien el obispo denuncia el cisma como un pecado tan grande como él parricidio, su propósito principal es el de ganarse a sus oponentes con razonamientos irrefutables.

En su escrito hace una distinción muy clara entre los herejes, a quienes llama “desertores o falsificadores del credo” y, en consecuencia, carecen de verdaderos sacramentos y de culto, y los cismáticos, que son “cristianos rebeldes con verdaderos sacramentos derivados de una fuente común.” Si bien el autor se muestra de acuerdo con Parmenio en que la Iglesia es una sola, hace hincapié en que uno de sus distintivos esenciales es la universalidad o, por extensión, su catolicidad. Se pregunta cómo pueden asegurar los donatistas que ellos son la Iglesia, si están agrupados en un aislado rincón del África y en una pequeña colonia en Roma. Sostiene que oirá de las prerrogativas de la Iglesia es la silla (sedia) de “San Pedro, que está en nuestro poder.” “Pedro, dice, fue el primero en sentarse sobre esa silla y a él le sucedió Lino.” A continuación, da una lisia (incorrecta) de los papas, desde los primeros tiempos hasta San Silicio, el pontífice reinante por entonces, “con el cual estamos unidos, nosotros y el mundo.” “Fue a Pedro, dice más adelante, a quien dijo Jesucristo: 'Yo te daré las llaves del Reino de los cielos y las puertas del infierno no prevalecerán contra ti'. ¿Con qué derecho reclamáis vosotros esas llaves, vosotros los que pretendéis luchar contra la silla de Pedro? No podréis negar que la silla episcopal se le dio a Pedro originalmente, en la ciudad de Roma; que él fue el primero en ocuparla como cabeza de los Apóstoles; que su silla es única y que la unidad se mantiene mediante la unión con ella; que los otros apóstoles no pensaron en establecer sedes rivales y que sólo los cismáticos se han atrevido a hacer semejante cosa.” A las enseñanzas de los donatistas, opuso la doctrina católica, donde se afirma la santidad de los sacramentos por sí mismos, ya que su esencia no depende del carácter de las personas que los administran.

Respecto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, indica que éste no se encuentra en aquélla, sino que la Iglesia está en el Estado (es decir en el Imperio Romano). Al abordar el tema del pecado original y la necesidad del bautismo regenerador, alude a los exorcismos y a la unción que se realizan en el bautismo. También describe las ceremonias de la misa, a la que alude corno sacrificio, menciona las penitencias que la Iglesia proponía en su tiempo y la veneración tributada a las reliquias.

Nada más se sabe sobre la historia de San Optato; aún vivía en el año 384, pero la fecha de su muerte no se registró. Baronio agregó su nombre al Martirologio Romano.

 

Hay una breve nota sobre San Optato en el Acta Sanctorum, junio, vol. I, pero en relación con su historia personal, apenas si hay información. Sus escritos presentan muchos puntos interesantes que, en épocas recientes, han discutido los estudiosos. Véase por ejemplo a O. R. Vasall-Phillips, en The works of S. Optatus against the Donatists (1911); L. Duchesne, Mélanges d'Archeologie et d'Histoire (1890), pp. 589-650; N. H. Bynes en Journal of Theological Studies (1924), pp. 37-94 y (1925), pp. 404-406; P. Monceaux, Histoire Littéraire de l'Afrique Chrétienne, vol. V; y A. Wilmart en Recherches (1922), pp. 271-302 y en Revue Bénédictine, vol. XLI (1929), pp. 197-203; Gebhardt, Acta Martyrum Selecta (1902), pp. 187 y ss; y Abbot Chapman en Catholic Encyclopedia, vol. XI.

 

 

San Bonifacio, Arzobispo de Mainz, Mártir (754 d.C.).

(5 de junio).

El título de “Apóstol de Alemania” corresponde particularmente a San Bonifacio, porque si bien Baviera y el Valle del Rin ya habían aceptado el cristianismo antes de su época y algunos misioneros habían predicado ya en otras partes, sobre todo en Turingia, a él le pertenece el crédito por haber evangelizado y civilizado sistemáticamente las grandes regiones centrales de Alemania, por haber fundado y organizado iglesias y por haber creado una jerarquía bajo la jurisdicción directa de la Santa Sede. Otra de las grandes obras del santo, casi tan importante como la anterior, aunque no tan generalmente reconocida, fue la regeneración de la Iglesia de los francos.

Bonifacio o Winfrido, para darle el nombre que se le impuso en el bautismo, nació alrededor del 680, probablemente en Crediton del Devonshire. A la edad de cinco años, luego de escuchar la conversación de algunos monjes que se hospedaron en su casa, decidió llegar a ser como ellos y, al cumplir los siete, sus padres le enviaron a estudiar a un monasterio cerca de Exeter. Unos siete años más tarde, se trasladó a la abadía de Nursling, en la diócesis de Winchester. Ahí se convirtió en el discípulo dilecto del sabio abad Winberto y, luego de completar sus estudios, se le nombró director de la escuela. Su habilidad para la enseñanza, unida a su simpatía personal, aumentaron el número de alumnos, para cuyo beneficio el santo escribió la primera gramática latina que se haya hecho en Inglaterra. Sus alumnos le respetaban y le escuchaban con entusiasmo; durante sus clases, tomaban notas que luego estudiaban asiduamente y hacían circular entre sus compañeros. A la edad de treinta años Winfrido recibió las órdenes sacerdotales y entonces encontró nuevos campos para desarrollar su talento, en los sermones e instrucciones que indefectiblemente extraía de la Biblia, un libro que leyó y estudió con deleite durante toda su vida.

Sin embargo su vocación no estaba colmada con las actividades de la enseñanza y la predicación; cuando creyó cumplida su tarea en su tierra natal, se sintió llamado por Dios a emplear sus energías en el terreno de las misiones extranjeras. Todo el norte y gran parte del centro de Europa se hallaban hundidos todavía en las tinieblas de la herejía; en Frieslandia, San Willibrordo había luchado durante largo tiempo contra enormes dificultades para inculcar las verdades del Evangelio a las gentes. Winfrido pensó que debía dirigirse a Frieslandia y, tras de arrancar con súplicas y ruegos, una autorización de su abad, se embarcó junto con dos compañeros y tocó tierra en Duunstede, en la primavera de 716. Sin embargo, el momento era inoportuno para iniciar la tarea y Winfrido, al ver que serían inútiles sus esfuerzos, regresó a Inglaterra en el otoño. Sus fieles y discípulos de Nursling, dichosos de tenerle de nuevo entre ellos, recurrieron a todos los medios para hacerlo quedar, incluso le nombraron abad a la muerte del sabio Winberto, pero nada de eso apartó a Winfrido de su decisión. El fracaso de su primer intento le había convencido de que, si deseaba triunfar, necesitaba obtener un mandato del Papa. En 718, se presentó resueltamente ante San Gregorio II en Roma, para solicitarlo. A su debido tiempo, el Pontífice lo despachó con la misión de llevar la palabra de Dios a los herejes en general. Fue entonces cuando cambió su nombre de Winfrido por el de Bonifacio. Sin pérdida de tiempo, el santo partió con destino a Alemania cruzó los Alpes, atravesó Baviera y llegó al Hesse.

Apenas comenzaba a desarrollar su misión, cuando recibió noticias de la muerte del pagano Rodbord, el regente local, y sobre las poquísimas esperanzas que había de que sucediese al extinto algún gobernante que favoreciera a los cristianos. Obedeciendo a lo que él consideró como un segundo llamado a su misión original, Bonifacio regresó a Frieslandia, donde trabajó enérgicamente bajo la dirección de San Willibrordo durante tres años. Pero cuando éste, que ya era muy anciano, le anunció su decisión de nombrarle su auxiliar y sucesor San Bonifacio rehusó a aceptar y recordó que el Papa le había confiado una misión general, no limitada a una sola diócesis. Al poco tiempo, temeroso de verse obligado a aceptar, regresó al Hesse. Los dialectos de las diversas tribus teutonas del noroeste de Europa, tan semejantes a la lengua que, por aquel entonces se hablaba en Inglaterra, no ofrecieron ninguna dificultad a Bonifacio para darse a entender y, a pesar de que hubo otros tropiezos, la misión progresó con notable rapidez. En poco tiempo, Bonifacio pudo enviar a la Santa Sede un informe tan altamente satisfactorio, que el Papa hizo venir a Roma al misionero, con miras a confiarle un obispado.

El día de San Andrés del año 722, fue consagrado obispo regional con jurisdicción general sobre Alemania. El Papa Gregorio le confió una carta para que la llevara al poderoso Carlos Martel. Gracias a la misiva que el recién consagrado obispo entregó personalmente cuando pasó por Francia, camino de Alemania, se le concedió un pliego sellado para que gozara de absoluta protección. Armado así con la autoridad de la Iglesia y del Estado, Bonifacio regresó al Hesse y, como primera medida, se propuso arrancar de raíz las supersticiones paganas que constituían el principal obstáculo para el progreso de la evangelización y para la estabilidad de los primeros convertidos. En una ocasión, ampliamente anunciada de antemano y en medio de la muchedumbre azorada y expectante, Bonifacio y sus cristianos la emprendieron a hachazos contra uno de los objetos de mayor veneración popular: el encino sagrado de Donar, que se hallaba en la cumbre del monte Gudenberg, cerca de Fritzlar, en Geismar. Bastaron unos cuantos golpes para que el árbol enorme cayera al suelo, desgajado el grueso tronco en cuatro partes y las gentes, que esperaban ver llover fuego del cielo sobre los autores de tan nefando ultraje, debieron reconocer que sus dioses eran impotentes para proteger sus propios santuarios. Desde aquel momento, la tarea de la evangelización avanzó constantemente. Para el celo de Bonifacio, los éxitos alcanzados en un lugar eran una señal para buscar otro y, por lo tanto, en cuanto consideró que podía dejar solos a sus fieles del Hesse, se trasladó a Turingia.

Ahí encontró un pequeño núcleo de cristianos, incluyendo a unos pocos sacerdotes celtas y francos, pero éstos fueron un obstáculo más que una ayuda. En Ohrdruf, cerca de Gotha, estableció su segundo monasterio, con el propósito de crear ahí un centro misional para Turingia. Por todas partes encontró a las gentes ansiosas por escucharle; era evidente que faltaban maestros para tantos alumnos. A fin de obtenerlos, Bonifacio tuvo la brillante idea de solicitar el envío de monjes a los monasterios de Inglaterra, con los cuales había mantenido una correspondencia regular. Los ingleses, por su parte, no habían dejado de interesarse en el trabajo del misionero, a pesar del tiempo transcurrido. Es innegable que el entusiasmo y la energía del santo resultaban contagiosos, y que cuantos le trataban o colaboraban con él, se sentían impulsados a trabajar al mismo ritmo; pero sin duda que la respuesta a su pedido a los ingleses sobrepasó sus cálculos más optimistas. Durante varios años consecutivos, nutridos grupos de monjes y monjas, los más selectos representantes de las casas religiosas del Wessex, cruzaron el mar para ponerse a las órdenes del santo, quien les enviaba a predicar el Evangelio a los herejes. Hubo necesidad de ampliar los dos monasterios que habían fundado para dar cabida a tanto misionero. Entre los monjes ingleses, venían personajes como San Lull, que habría de ser sucesor de San Bonifacio en el obispado de Mainz; San Coban, quien compartió con Bonifacio la gloria del martirio; San Burchardo y San Wigberto; entre las mujeres, descollaron también algunas, como Santa Tecla, Santa Walburga y la hermosa y culta prima de San Bonifacio, Santa Lioba.

En el año 731, murió el Papa Gregorio II, y su sucesor, Gregorio III, a quien San Bonifacio había escrito, le envió el palio y el nombramiento de metropolitano para toda Alemania más allá del Rin, con autoridad para crear obispados donde lo creyera conveniente. Unos cuantos años más tarde, el santo fue a Roma por tercera vez con el fin de tratar asuntos relacionados con las iglesias que había fundado. En esa ocasión, se le nombró delegado de la Sede Apostólica. También entonces, en la abadía de Monte Cassino, descubrió a un nuevo misionero para Alemania en la persona de San Willibaldo, hermano de Santa Walburga. Valido de su dignidad de legado apostólico, organizó su jerarquía en Baviera, destituyó a los malos sacerdotes y puso remedio a los abusos. De Baviera pasó a sus centros de misión, donde procedió a crear los nuevos obispados de Erfurt, en Turingia; Beraburg, en Hesse; Würzburg, en Franconia; y posteriormente creó también una sede episcopal en Nordgau, para la región de Eichstátt. Cada una de esas diócesis la dejó a cargo de uno de sus discípulos ingleses. En el año de 741, San Bonifacio y su joven discípulo San Sturmi, fundaron y comenzaron a construir la célebre abadía de Fulda que, con el tiempo, llegó a ser lo que San Bonifacio había deseado que fuese: el Monte Cassino de Alemania.

Mientras la evangelización de los alemanes seguía progresando al mismo paso, la situación de la Iglesia en Francia, bajo el reinado del último monarca merovingio, iba de mal en peor. Los más altos puestos eclesiásticos permanecían vacantes, cuando no se vendían al mejor postor; los clérigos no sólo eran ignorantes e indiferentes, sino que, a menudo, adolecían de pésimas costumbres o eran herejes; y habían transcurrido ochenta y cinco años sin que se celebrase un solo concilio eclesiástico. El mayordomo de palacio, Carlos Martel, se decía el paladín de la Iglesia y, sin embargo, no cesaba de explotarla y aun saquearla, a fin de obtener fondos para continuar sus interminables guerras, sin hacer absolutamente nada por ayudarla. Pero, en 741, murió Carlos Martel y ascendieron al trono sus hijos, Pepino y Carloman; con esto, se presentó una oportunidad favorable, que San Bonifacio no dejó de aprovechar. Carloman era muy devoto y, en consecuencia, era fácil, sobre todo para San Bonifacio, a quien el regente admiraba y veneraba, convencerlo a que convocase un sínodo que pusiera término al relajamiento y los abusos. Así fue; a la primera asamblea siguió una segunda, celebrada en 743. Para no ser menos, Pepino convocó al año siguiente, un sínodo para las Galias, al que siguió un concilio general para las dos provincias. San Bonifacio presidió todas estas reuniones y tuvo éxito en realizar todas las reformas que creyó necesarias. Se infundió nuevo vigor al cristianismo y se pudo decir que, al cabo de cinco años de arduo trabajo, San Bonifacio devolvió su antigua grandeza a la Iglesia en las Galias. La fecha del quinto concilio de los francos, año de 747, fue también memorable para Bonifacio en otros aspectos. Hasta entonces, su misión había sido general y consideró llegado el momento de tener una sede metropolitana fija. Para ello eligió a la ciudad de Mainz, y el Papa San Zacarías le consagró primado de Alemania, así como delegado apostólico para Alemania y las Galias.

Apenas se acababa de completar este acuerdo, cuando Bonifacio perdió a su aliado, Carloman, que decidió retirarse a un monasterio. Quedaba Pepino, quien había reunido a Francia bajo su régimen y que, si bien era un hombre de otras ideas, siguió dando al santo el apoyo que aún necesitaba. “Sin el patrocinio de los jefes de Francia,” decía en una carta a uno de sus amigos ingleses, “no podría gobernar al pueblo ni imponer la disciplina a clérigos y monjes, así como tampoco acabar con las prácticas del paganismo.” En su carácter de delegado del Papa, coronó a Pepino en Soissons; pero no hay absolutamente ninguna prueba para sostener la teoría de que Pepino asumiese la autoridad nominal y virtual, con el beneplácito o siquiera el conocimiento del santo.

Ya por entonces, Bonifacio era y se sentía viejo; él mismo admitía que la administración de una provincia tan vasta como la suya requería el vigor de un hombre joven. Hizo gestiones para que se nombrase a su discípulo, San Lull, como sucesor; pero no por dejar el alto cargo que desempeñaba, pensó en descansar. El celo misionero ardía en él con la fuerza de siempre, y estaba decidido a pasar los últimos años de su vida junto a sus primeros convertidos, los frieslandeses, que, desde la muerte de San Willibrordo, estaban cayendo de nuevo en el paganismo. Así, a la edad de sesenta y tres años, se embarcó con algunos compañeros para navegar río abajo por el Rin. En Utrecht se unió al grupo el obispo Eoban. Al principio, los misioneros se limitaron a predicar en la parte del país que ya había sido evangelizada antes; pero a comienzos de la primavera del año siguiente, decidieron cruzar el lago que dividía a Frieslandia, por la mitad y se internaron en la región del noreste, donde hasta entonces no había penetrado ningún misionero. Sus esfuerzos parecían tener éxito, a juzgar por el gran número de paganos que acudían a pedir el bautismo. San Bonifacio hizo los arreglos para una confirmación en masa, en la víspera de Pentecostés, en un campamento levantado sobre la planicie de Dokkun, en la ribera del riachuelo Borne.

En el día señalado, el santo estaba leyendo dentro de su tienda, en espera de los nuevos convertidos, cuando una horda de hostiles paganos apareció de repente con evidente intención de atacar el campamento. Los pocos cristianos que se encontraban ahí rodearon a San Bonifacio para defenderle, pero éste no se los permitió. Les pidió que permanecieran a su lado, los exhortó a confiar en Dios y a recibir con alegría la posibilidad de morir por la fe. En eso estaba, cuando el grupo fue atacado brutalmente por la horda furiosa. San Bonifacio fue uno de los primeros en caer, y todos sus compañeros sufrieron la misma suerte. El cuerpo del santo fue trasladado finalmente al monasterio de Fulda, donde aún reposa. También se atesora ahí el libro que estaba leyendo el santo en el momento del ataque. Se afirma que el mártir levantó en alto aquel libro, para que no sufriera tanto daño como él mismo y, en efecto, las pastas de madera del pequeño volumen tienen muescas causadas por los cuchillos y algunas manchas que se supone sean las de la sangre del mártir.

El juicio asentado por Christopher Dawson, de que San Bonifacio “ejerció una influencia más profunda en la historia de Europa que cualquier otro de los personajes inglesas de la época” (The Making of Europe, 1946, p. 166), es difícil de contradecir. A su notable santidad, a su inmensa energía y maravillosa previsión de misionero y reformador, a su gloria de mártir, habría que agregar su gentileza personal y la modestia y sencillez de su carácter que se adivinan, sobre todo, a través de sus cartas. Aun sus contemporáneos, como el arzobispo Cutberto de Canterbury, escribían sobre él grandes alabanzas como ésta: “Con un sentimiento de honda gratitud, nosotros, en Inglaterra, lo contamos ya entre los mejores y más grandes maestros de la verdadera fe;” el mismo arzobispo agrega que la fiesta de San Bonifacio deberá celebrarse cada año en Inglaterra, como la de uno de sus patronos, igual que las de San Gregorio el Grande y San Agustín.

 

Hay numerosas biografías antiguas de San Bonifacio, pero la más importante es la de Willibaldo; varias de entre ellas se encuentran en el Acta Sanctorum, junio, vol. I; pero existe un texto crítico mucho mejor, inserto en MGH., especialmente en el volumen editado por W. Levison, Vitae Sancti Bonifacii epis. Moguntini. Una cantidad considerable de literatura, la mayoría de origen alemán, centrada en San Bonifacio, existe en diversas obras que es imposible citar aquí. Una fuente de información de máxima importancia es la colección de cartas del propio santo, editada por Tangí en MGH., Epístolas Selectae, vol. I. Las mejores biografías alemanas son las de G. Schnürer (1909) y J. J. Laux (1922); véase también un excelente libro sobre su trabajo misional, escrito por F. Flaskamp (1929). Hay asimismo un admirable estudio escrito en francés por G. Kurth, así como una buena biografía del obispo anglicano G. F. Browne, Boniface of Crediton (1910). Véase también, England and the Continent in the Eighth Century de W. Levison (1946); a E. S. Duckett, Anglo-Saxon Saints and Scholars (1947). Hay una traducción con notas de la biografía de Willibaldo, hecha por C. H. Talbot, con el título de Anglo-Saxom Missionaries in Germany (1954). Debemos aclarar que el autor no fue Willibaldo el santo.

 

 

San Doroteo de Tiro, Mártir (¿362? d.C.).

(5 de junio).

El mártir San Doroteo que conmemora el Martirologio Romano el 5 de junio, era un sacerdote de Tiro y obispo de esa diócesis, según algunas autoridades en la materia. Durante el reinado de Diocleciano, tras de haber sufrido toda suerte de penurias por la causa de la fe en su ciudad natal, fue por fin desterrado. Un alivio en el rigor de la persecución le permitió regresar al seno de su rebaño y asistir al Concilio de Nicea, en 325. Pero en cuanto Juliano el Apóstata ocupó el trono, se reanudó la persecución y entonces Doroteo huyó de nuevo para refugiarse en Odissópolis, en la Tracia, donde ahora se encuentra el puerto búlgaro de Varna. Sin embargo, hasta ahí le acosaron sus perseguidores, que le descubrieron, le aprehendieron y le apalearon tan brutalmente, que murió a consecuencia de los golpes. Se dice que, por entonces, tenía 107 años. No hay que confundir a este santo con otro del mismo nombre, quien era mayordomo en el taller donde se teñían las telas, en Tiro, que también murió martirizado durante el reinado de Diocleciano y cuya fiesta se celebra el 9 de septiembre en el Martirologio Romano.

A decir verdad, el nombre de Doroteo era muy común, puesto que los griegos honran a varios santos del mismo apelativo, y hasta hay cierta confusión en las historias de unos y otros. De entre éstos, no menos de tres, aparte del que nos ocupa, fueron colocados por los bolandistas el 5 de junio, a pesar de que ninguno de ellos parece estar asociado con esa fecha. Lo que es más: dos de los santos con el nombre de Doroteo, no han tenido nunca ningún culto Estos son: Doroteo el Tebano, de quien Paladio escribió un breve relato en el segundo capítulo de su Historia Lausiaca, y el archimandrita Doroteo, un monje de Gaza (cf. San Dositeo, 23 de febrero), cuyos escritos sobre el ascetismo fueron tan estimados por el abad de Roncé, que los hizo traducir al francés por sus trapenses. El cuarto Doroteo tiene su artículo en esta obra el 5 de enero, día en que le conmemoran los griegos.

 

Este es el único San Doroteo que conmemora el Martirologio Romano en este día A pesar de que su historia se encuentra en la Chronographia de Teófanes, parece ser enteramente apócrifa. Es posible que se le haya sugerido escribirla a un redactor de oficio de acuerdo con las referencias que Eusebio hizo sobre (Hist. Ecles., lib. VII, c. XXXII; lib. VIII, c. VI) un sabio Doroteo que vivió en Siria en su tiempo, y que fue nombrado mayordomo en los talleres para el teñido de las telas. Sin embargo, los intentos de identificación resultan inútiles. Bajo el nombre de este supuesto Doroteo de Tiro, circularon algunos escritos relacionados con los Profetas, los Apóstoles y los setenta y dos discípulos. Ver DTC., vol. IV (1911), cc. 1786-1788; y T. Schermann, Propheten und Apostellegenden. Para datos sobre el Tebano, ver al abad Butler, Lausiac History (1904), vol. II; y para el archimandrita, ver Echos d'Orient, vol. IV (1901), pp. 359-363 y el Byzantinische Zeitschrift, vol. XIII (1904), pp. 423 y ss.

 

 

San Sancho, Mártir (851 d.C.).

(5 de junio).

Sancho nació en Albi, al sur de Francia. Era todavía muy niño, cuando los moros de España hicieron una incursión, lo secuestraron y lo llevaron como prisionero de guerra, hasta la ciudad española de Córdoba. Ahí fue obligado a ingresar en las filas de los jóvenes cadetes que se entrenaban en el uso de las armas, para convertirse en doncellas o genízaros del ejército moro. Inspirado, al parecer, por el ejemplo de San Isaac de Córdoba (ver 3 de junio), el joven Sancho hizo una abierta declaración de su cristianismo y negó con valor la divinidad del profeta Mahoma. Inmediatamente fue sometido a juicio y condenado a muerte. Varios otros cristianos perecieron al mismo tiempo y por la misma causa; pero parece ser que solamente Sancho, sin duda para escarmiento de los que presenciaron el suplicio, sufrió la horrible tortura de ser empalado en vida. Se le acostó boca abajo en el suelo y se le atravesó el cuerpo con estacas que luego, con el cadáver ensartado en ellas, fueron clavadas en un sitio concurrido para exhibir al ajusticiado durante varios días, tal como habrían de hacerlo después los moros con San Isaac. El cadáver de Sancho fue por fin incinerado y las cenizas se dispersaron en el río Guadalquivir.

 

De nuevo en este caso, como en el de San Isaac (3 de junio), toda nuestra información deriva de los escritos de Eulogio. Véanse las notas bibliográficas en el artículo de San Isaac. Otros de los mártires de esta persecución, se conmemoran el 7, 13, 14 y 28 de este mes en el Martirologio Romano.

 

 

San Felipe, el Diácono (siglo I).

(6 de junio).

Todo lo que en realidad se sabe acerca de San Felipe, se encuentra en los Hechos de los Apóstoles. Su nombre sugiere que era de origen griego, pero San Isidoro de Pelusium afirma que había nacido en Cesárea. Su nombre figura en segundo lugar en la lista de los siete diáconos especialmente destinados, en los primeros días de la Iglesia, a cuidar al núcleo de fieles necesitados de protección e instrucción, a fin de que los Apóstoles quedaran desligados de esa obligación y pudieran dedicarse exclusivamente a difundir la “Palabra.” Sin embargo, no tardó en ampliarse la tarea de los diáconos, puesto que asistían al sacerdote en el ministerio de la Eucaristía, bautizaban en la ausencia del sacerdote y también ellos predicaban el Evangelio. San Felipe, especialmente, ponía tanto entusiasmo en la misión de extender la nueva fe, que se le dio el sobrenombre de “Evangelista.” Cuando los discípulos se dispersaron, después del martirio de San Esteban, él llevó la luz del Evangelio a Samaría. El gran éxito que obtuvo indujo a los Apóstoles a enviar, desde Jerusalén, a San Pedro y a San Juan, para confirmar a los conversos. Entre éstos se hallaba Simón Mago, a quien Felipe había bautizado. Probablemente, el diácono se encontraba aún en Samaría, cuando un ángel le dio instrucciones para que se dirigiese al sur, hacia el camino que llevaba de Jerusalén a Gaza. Ahí encontró Felipe a uno de los altos funcionarios de la reina Candace de Etiopía. El hombre, que sin duda era un africano prosélito de los judíos, iba en viaje de regreso luego de una peregrinación al Templo de Jerusalén y se hallaba sentado sobre una carreta, abstraído y desconcertado por las profecías de Isaías que estaba leyendo. San Felipe se le acercó para explicarle que los vaticinios del profeta ya se habían cumplido totalmente, con la encarnación, el nacimiento y la muerte de Jesucristo. El etíope creyó y fue bautizado. El Espíritu de Dios condujo después a San Felipe hacia Azotus, donde predicó lo mismo que en todas las ciudades por las que pasaba, hasta llegar a Cesárea, que tal vez era su lugar de residencia. Unos veinticuatro años después, cuando San Pablo visitó Cesárea, se hospedó en la casa donde San Felipe vivía con sus cuatro hijas solteras, que eran profetisas. De acuerdo con una tradición griega posterior, San Felipe llegó a ser obispo de Tralles, en Lidia.

 

Ver el Acta Sanctorum, junio, vol. I y cf. lo que se dice en el artículo dedicado a San Felipe, el Apóstol, el 1° de mayo. La conmemoración del diácono Felipe en este día parece haber sido la consecuencia de una equivocación del martirologista Ado, quien identificó a otro mártir, Felipe de Noviodunum, en Moesia, cuyo nombre se menciona en el Hieronymianum, con el diácono mencionado en el Nuevo Testamento.

 

 

San Eustorgio II, Obispo de Milán (518 d. c.).

(6 de junio).

Es un orgullo, aunque en cierto modo mal entendido, para la diócesis de Milán, poderse ufanar de que no menos de treinta y seis de sus arzobispos y obispos figuren entre los santos. [Eso no significa que los treinta y seis hayan sido canonizados por un proceso oficial, sino que los nombres de varios obispos que ocuparon antiguamente la sede, aparecen en las listas episcopales con el prefijo de sanctus. Nada sabemos sobre los que formaron esas listas ni sobre su autoridad para pronunciar semejantes juicios.] De entre éstos, dos se llamaron Eustorgio. El segundo de los portadores de ese nombre sucedió al primero, en 512, y gobernó la sede durante cerca de siete años. Algunos escritores dicen que fue de origen griego, lo mismo que Eustorgio I y que vivió en Roma durante el reinado de los Papas Gelasio, Simmaco y Hormisdas. En el curso de su episcopado no parece que hubiera acontecimientos dignos de mención; a él, personalmente se le describe como a un hombre de grandes virtudes, un excelente pastor de su pueblo y un decidido defensor del patrimonio de la Iglesia. Asimismo, se le acredita el embellecimiento y quizá la ampliación del bautisterio que construyó su antecesor. El obispo Eustorgio recibió en su casa, instruyó en la religión, bautizó y ordenó a un joven natural de Panonia, llamado Florian. Más tarde, predicó el Evangelio en Berry y, con el nombre de Lauriano, le veneraban los franceses como a un santo martirizado por los arríanos cerca de Vatan; también los españoles tienen devoción por el mismo San Lauriano, que fue obispo en Sevilla. A San Eustorgio le sepultaron en la iglesia de San Lorenzo, en Milán, donde aún se conservan sus reliquias.

 

En la breve nota dedicada a este Eustorgio II en el Acta Sanctorum, junio, vol. I, se citan dos documentos de Cassiodoro donde se demuestra que el rey Teodorico el Grande, tenía un gran respeto por el santo obispo. También contamos con una carta a él dirigida por San Avito de Vienne; pero aparte de unas breves frases del Breviario, eso es todo lo que sabemos sobre el obispo de Milán. Véase, además, a Savio en Gli antichi Vescovi d'Italia: La Lombardia (1913), pp. 6-10, 108-114, 217-221.

 

 

San Claudio, Obispo de Besancon (c. 699 d.C.).

(6 de junio).

Se dice que Claudio nació en el Franco-Condado de una familia senatorial y, que después de su ordenación, pasó a formar parte de la clerecía de Besangon. De acuerdo con la tradición generalmente aceptada, al cabo de doce años, se retiró al monasterio de Condate (que ahora se llama de Saint Claude), en las montañas del Jura, donde llevó una vida de austeridad y santidad. Elevado al cargo de abad, impuso o impulsó la regla de San Benito e hizo composturas a los edificios del monasterio. En 685, fue elegido obispo de Besangon; pero como ya era un hombre viejo y cansado, trató de rehusar la dignidad. Sin embargo, a fin de cuentas, tuvo que aceptarla y gobernó la diócesis con mucha prudencia durante siete años. Después renunció y volvió a Condate, cuya dirección retuvo durante su temporada de obispo. Murió en el año 699, a una edad muy avanzada. En otra tradición se muestra a San Claudio como a un sacerdote secular que mantuvo su puesto hasta que fue elegido obispo y se retiró al monasterio, dejando vacante el puesto.

El culto a San Claudio se extendió de manera extraordinaria en el siglo doce, al descubrirse que su cadáver permanecía incorrupto. Su sepulcro fue durante siglos un lugar de peregrinación donde ocurrieron curaciones milagrosas.

 

Hay dos textos medievales, de una fecha posterior, que pretenden contarnos la historia de San Claudio. Uno de ellos está impreso en el Acta Sanctorum, junio, vol. I. No está muy claro si el abad de Condate era el mismo que el obispo de Besancon. Hubo un Claudius, obispo de Besangon que participó en el Concilio de Epson, en 517 y en el de Lyons en 529; éste, por supuesto, no pudo haber sido el abad de Condate, puesto que murió en el siglo siete; pero la existencia de un obispo con ese nombre puede haber sido el motivo de la confusión. Véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, p. 212 y G. Gros, Louis XI, pélerin á Saint-Claude.

 

 

San Acobardo, Obispo (840 d.C.).

(6 de junio).

Acobardo nació a fines del siglo VIH, por el año de 779; es probable que su tierra natal haya sido España o la Galia. Cuando joven, lo llevaron a Narbona donde se ganó la amistad del arzobispo de Lyon, Leidrade. Este lo ordenó sacerdote en 804 y lo ungió obispo en 813, como su auxiliar. Aunque su consagración, según las reglas, la hicieron tres obispos, entre los cuales se hallaba San Bernardo, a la muerte de Leidrade, en 816, se levantaron numerosas protestas, porque Agobardo lo iba a reemplazar. Alegaban que los cánones prohibían a un obispo escoger a su sucesor y establecer dos titulares para la misma sede. Agobardo, después de haber obtenido, a pesar de todo, el gobierno de su diócesis, asistió en 821, a la elección de Treuctesinde para reemplazar a San Benito de Anian; en 822, se presentó al Concilio de Attigny, en donde habló contra la usurpación de los bienes de la Iglesia por los laicos; en 825, participó en la asamblea de París reunida para tratar el asunto del culto a las imágenes. El tratado que escribió en esta ocasión no parece probar, a pesar de algunas durezas e inexactitudes del lenguaje, que él fuera iconoclasta; al parecer, sólo atacaba el culto de adoración que se tributaba a las imágenes, que en aquella época, como en la nuestra, constituía todo el sentido religioso de algunos fieles poco cultivados.

El carácter combativo de Agobardo, al mismo tiempo que su amor por la ortodoxia, le incitaron, desde el comienzo de su episcopado, a luchar contra el adopcionismo. Esta herejía, propagada principalmente por Félix, obispo de Urgel, en España, pretendía que Nuestro Señor, en cuanto hombre, no era Hijo de Dios por naturaleza, sino únicamente su hijo adoptivo. Esta doctrina, lógicamente, conducía al dualismo y resucitaba, en forma indirecta, la antigua herejía nestoriana. Agobardo la combatió vigorosamente. De igual manera, actuó con energía respecto a la cuestión de los judíos: éstos protestaban en razón de que tenían esclavos paganos, quienes al convertirse al cristianismo, se creían libres y se fugaban. A instancias de los judíos, que no querían verse desposeídos de sus servidores, se emitió una ley que prohibía bautizar a un esclavo sin el consentimiento del amo. Agobardo protestó repetidas veces contra esta decisión y, en sus numerosas obras sobre las prácticas de los judíos y la clase de relaciones que podían establecerse con ellos, hizo comprender los peligros que corría la fe en su diócesis.

También le preocuparon otros asuntos que afectaban la moral de su grey, como la aprobación de la ley Gombette o de Gondebaud, que autorizaba los duelos legales y que, gracias a sus esfuerzos, se abrogó; asimismo, luchó contra diversas supersticiones populares, sobre todo, las pruebas del agua y del fuego, que se tomaban, a pie juntillas, como juicios de Dios. Se opuso con vehemencia a la opinión, admitida en su tiempo, de que las tormentas que se desencadenaban con tanta frecuencia sobre Lyon, debido a la confluencia de valles y montañas, eran provocadas por los brujos, que sacaban provecho de las tempestades.

Agobardo estaba vinculado con el primo hermano de Carlomagno, San Adelhardo, quien llegó a ser abad de Corbie y fundador de la Nueva Corbie.

En 829, Agobardo presidió el Concilio de Lyon, como arzobispo de la sede; pero no se han conservado pormenores sobre sus decisiones. De mayores consecuencias fue la actitud de Agobardo en la asamblea de Compiégne (833), cuando capitaneó al grupo de obispos que favorecían la deposición de Luis el Bueno, reprochando al emperador que se dejase llevar por los malos consejos y las intrigas de la emperatriz Judith. Cuando la monarquía volvió a adueñarse del poder, en 835, Agobardo se retiró a Italia para buscar amparo junto a Lotario, pero aun así fue depuesto durante el Concilio de Thinville. En su ausencia, la administración de su diócesis se confió a Amalario, obispo auxiliar de Metz, en momentos en que la unidad litúrgica no se respetaba; por indicaciones del emperador, Amalario combinó las tradiciones romanas con las costumbres mesinas y con sus propias invenciones. Introdujo sus reformas en Lyon durante el exilio de Agobardo (838), pero cuando éste volvió a tener gracia y retornó a su cargo episcopal, luchó contra las innovaciones de Amalario. Se opuso sobre todo a los escritos que aquél confeccionó a fin de quitar del oficio divino los párrafos que no están tomados de las Sagradas Escrituras.

La reconciliación de Agobardo con Luis el Bueno fue tan completa, que el emperador lo asoció a los asuntos públicos. Durante uno de sus viajes con él, murió Agobardo en la localidad de Saintes, el 6 de junio de 840. Luis el Bueno le siguió a la tumba dos semanas después.

El primer tratado de Agobardo, escrito en 818, combate a Félix de Urgel y está dedicado a Luis el Bueno. El prefacio indica que la obra fue compuesta con extractos de San Hilario de Poitiers, San Jerónimo, San Cirilo de Alejandría, de los Papas Símaco y San Gregorio el Grande. Su tratado contra las imágenes incluye, igualmente numerosas citas de los Padres de la Iglesia: la carta contra la ley de Gondebaud está dirigida también a Luis el Bueno. Entre sus escritos contra los judíos se pueden citar, De judaicis superstitionibus y De cauendo convictu et societate Judeorum. Sobre la reforma litúrgica escribió, De divina psalmodia, De correctione antiphonarii y Contra libros IV Amalarii abbatis. Estas obras dan numerosas informaciones sobre la liturgia lyonense del siglo IX y son lo mejor de sus obras junto con algunos tratados de pastoral y moral.

Se cuenta que un día, a fines del siglo XVIII, Papiro Masson, estando en casa de un encuadernador, lo encontró a punto de cortar un manuscrito en pergamino (eran las obras de Agobardo) para encuadernar otros libros; las compró, inmediatamente las descifró y las hizo imprimir en 1605. La segunda edición la hizo Baluze, en 1666. Después se aumentó el tratado contra los cuatro libros de Amalario y se reimprimió en la Patrología Latina (vol. CIV, pp. 1 a 350). Se encuentra la traducción francesa de algunos textos en la Histoire de Lyon del P. Menéstrier.

El estilo de Agobardo es, habitualmente, natural, vivo, sencillo, agradable, vigoroso; algunas veces duro y agrio. Sus ensayos de poesía (epitafio a Carlomagno, poemas sobre el martirio de San Cipriano de Cartago, de San Esperanto y San Pantaleón), no son sino malos versos en prosa.

Los martirologios de Lyon y de San Claudio nombran a San Agobardo. El breviario de Lyon contiene un oficio de nueve lecciones bajo el nombre popular de San Agobardo. También es honrado en la Saintonge, pero la Iglesia no ha ratificado su culto.

 

Dictionaire d'histoire et de geographie ecclésiastique, vol. I, col 998-1001. Acta sanct 6 de junio, pp. 748-749. Histoire littéraire de la France, vol. III, pp. 567-583. Hoefer, Biographie universelle. Cayré, Patrologie et Histoire de la Théologie, vol. II, p. 379. Gallia Christiana, vol. IV, pp. 55-59. Longueval, Hist. de l´Eglise Garloüe, 1826, vol. VI y VII, passim.

 

 

San Pablo I, Obispo de Constantinopla (350 ó 351 d.C.).

(7 de junio).

San Pablo era nativo de Tesalónica, pero desde su niñez fue secretario del obispo Alejandro, en Constantinopla. Era todavía muy joven cuando tenía el cargo de diácono en aquella iglesia, y el anciano jerarca, en su lecho de muerte (al parecer en el año 336), recomendó a Pablo como sucesor suyo. Los electores confirmaron la elección. En consecuencia, los más altos prelados ortodoxos consagraron obispo a San Pablo. Todo lo que prácticamente se sabe de él y de su vida es que su episcopado se vio sacudido por algunas tempestades causadas por los herejes arríanos, que habían apoyado la candidatura de un diácono de mayor edad llamado Macedonio. A instancia de los rebeldes, el emperador Constancio convocó a un concilio de obispos arríanos, quienes acabaron por deponer a Pablo. La sede vacante no fue ocupada por Macedonio, sino por el metropolitano Eusebio, de la vecina diócesis de Nicomedia. San Pablo se refugió en el occidente y no pudo recuperar su sede hasta después de la muerte de su poderoso antagonista que, por otra parte, no tardó mucho en ocurrir. El regreso del obispo Pablo a Constantinopla, fue recibido con regocijo popular. Los arríanos que aún se negaban a reconocerle, instalaron a un obispo rival en la persona del anciano Macedonio; muy pronto el conflicto estalló abiertamente, y las calles de la ciudad fueron el escenario de violentos tumultos. Constancio intentó restablecer el orden y ordenó a su general Hermógenes que expulsara a Pablo de Constantinopla. Pero el populacho, enfurecido ante la perspectiva de perder a su obispo, incendió la casa del general, lo atrapó cuando huía, lo asesinó y arrastró su cadáver por las calles. El ultraje hizo que el propio Constancio se presentase en la ciudad. Perdonó al pueblo, pero envió a San Pablo al exilio. Por otra parte, se negó a confirmar la elección de Macedonio, puesto que, lo mismo que la de su rival, había tenido lugar sin la sanción imperial.

Una vez más encontramos a San Pablo en Constantinopla en el año 344. Por entonces, Constancio accedió a restablecerlo en su puesto, por temor a incurrir en el descontento de su hermano Constante, quien se había aliado con el Papa San Julio I para apoyar a Pablo. Pero al morir el emperador de occidente, en 350, Constancio envió a Constantinopla al prefecto pretoriano Felipe, con instrucciones precisas para que expulsara a Pablo e instalase a Macedonio en su lugar. Para no correr una suerte tan trágica como la del general Hermógenes, el astuto Felipe recurrió a una estratagema. Invitó a San Pablo a encontrarse con él en los baños públicos de Zeuxippus y, mientras el pueblo, que sospechaba alguna mala jugada, se apiñaba frente al edificio, sacó a Pablo por una ventana posterior, sus hombres se apoderaron de él y lo embarcaron al instante. El infortunado obispo fue desterrado a Singara, en Mesopotamia; de ahí se le trasladó a la ciudad siria de Emesa y, por fin, a la de Cucusus, en Armenia. [Cincuenta y cuatro años después, otro obispo de Constantinopla, San Juan Crisóstomo, fue exilado al mismo lugar.] Ahí le dejaron encerrado en un siniestro calabozo durante seis días con sus noches, privado de alimento, y luego fue estrangulado. Este, por lo menos, es el relato que hizo Filagrio, un funcionario que estaba de servicio en Cucusus por entonces.

 

La vida y los hechos de San Pablo I de Constantinopla, pertenecen a la historia eclesiástica en general y a obras como Histoire des Conciles, de Hefele-Leclercq, History of the Early Church, de L. Duchesne, Histoire de l'Eglise de Fliche y Martin, libros éstos que deben ser consultados para conocer los incidentes en su propio escenario y ambiente. Sobre la vida privada de San Pablo como hombre y como pastor de almas, no sabemos casi nada, a pesar de que hay dos biografías griegas posteriores, impresas en Minge, PG. (ver BGH., nn. 1472, 1473). Los bolandistas en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron todas las informaciones que pudieron encontrar en la antigua literatura cristiana. Ellos le dan el título de mártir, que no se le confiere en el Martirologio Romano; pero en las Iglesias de oriente se le venera como mártir. Su fiesta, que griegos y armenios celebran el 6 de noviembre, está señalada para el 5 de octubre entre los coptos. Hay que señalar que el Hieronymianum conmemora a San Pablo y, de ahí pasó su nombre al “Félire” de Oengus. Ver también DCB., vol. IV, pp. 256-257; y asimismo, vol. III, pp. 775-777, bajo el nombre de Macedonio.

 

 

San Vulflagio o Wulphy (c. 643 d.C.).

(7 de junio).

Cuando era muy joven, Vulflagio contrajo matrimonio y se estableció en su ciudad natal de Rue, una pequeña población cercana a Abbeville. Ahí, con su esposa tres hijas, llevó una existencia tan ejemplar que, a la muerte del párroco, los habitantes de Rué eligieron a Vulflagio para que fuese su pastor. Con el previo consentimiento de su esposa, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Richarius (Riquier). Pero al cabo de un período de abstención, reanudó sus relaciones con su mujer, por la cual sentía un profundo afecto. [Debe recordarse que, en aquella época se recomendaba el celibato en el sacerdocio, pero no era una obligación general.] Muy pronto, sin embargo, se arrepintió de su debilidad, decidió expiar su culpa y, como parte de la penitencia, emprendió una peregrinación a Tierra Santa. A su regreso, se consideraba aún como un ser indigno de conducir las almas de sus feligreses y, en consecuencia, se retiró a un lugar solitario para vivir como ermitaño. Con frecuencia se sintió fuertemente tentado a abandonar la soledad, pero supo resistir con firmeza y el cielo le recompensó con el don de ciencia y el poder de obrar milagros. Desde cerca y de muy lejos acudían las gentes a pedirle instrucción o alivio para sus dolencias. Probablemente murió hacia el año de 643. Sus reliquias fueron trasladadas, en el siglo nueve, a Montreuil-sur-Mer, donde aún se las venera.

 

Son muy escasas las pruebas serias en la historia de San Wulphy (cuyo nombre se ha escrito de muchas maneras distintas), pero no hay duda de que se le rindió un culto muy vigoroso en Montreuil. Su antigua leyenda se encontrará incluida en el Acta Sanctorum, junio, vol. II. Véase a Braquehay, Le Culte de S. Wulphy (1896) y a Corblet en Hagiographie d'Amiens (1874), vol. IV, pp. 96-106. Al parecer se identificó a Wulphy o por lo menos se le confundió con San Walfroy. Véase Analecta Bollandiana, vol. XVII (1898), p. 307 y vol. XXI, p. 43.

 

 

San Willebaldo, Obispo de Eichstatt (786 d.C.).

(7 de junio).

Willebaldo nació alrededor del año 700, en el reino del occidente de Sajonia. Fue hijo de San Ricardo (7 de febrero) y por lo tanto, hermano de los santos Winebaldo y Walburga. A los tres años de edad, se desesperaba de que conservase la vida, porque había sido atacado por una gravísima enfermedad. Cuando todos los remedios naturales resultaron inútiles, sus padres le tendieron al pie de una gran cruz que se levantaba en un lugar público, vecino a la casa de la familia; ahí hicieron, ante Dios, la solemne promesa de que, si el niño vivía, le consagrarían a su divino servicio. La criatura quedó curada inmediatamente. Ricardo dejó a su hijo al cuidado del abad del monasterio de Waltham, en Hampshire. Willebaldo no volvió a salir de ahí, hasta el año de 720, cuando acompañó a su padre y su hermano en una peregrinación, como se relata en la vida de San Ricardo (7 de febrero).

En Roma, padeció de fiebre palúdica y, tras de permanecer algún tiempo en la ciudad, partió de nuevo con sus compañeros para visitar los Santos Lugares que Cristo había bendecido con su presencia mientras vivió en la tierra. El viaje comenzó con la travesía hasta Chipre y de ahí prosiguió hacia Siria. En Emesa (Homs) los sarracenos sospecharon que San Willebaldo era un espía y lo apresaron, junto con sus compañeros, pero al poco tiempo, todos fueron puestos en libertad, porque el magistrado dijo al quedar frente a ellos: “Con frecuencia he visto hombres de la parte de la tierra de donde éstos vienen a visitar nuestro país. Os aseguro que no tratan de hacernos ningún daño y sólo desean cumplir con sus leyes.” Después de aquella aventura, se fueron a Damasco y de ahí a Nazaret, Cana, el Monte Tabor, Tiberíades, Magdala, Cafarnaún, las fuentes del Jordán (donde Willebaldo advirtió que el ganado mayor era distinto al del Wessex, puesto que tenía “lomos muy largos, patas cortas, los cuernos largos y hacia arriba y eran todos de un solo color”), el desierto de la Tentación, Galgal y por fin, Jerusalén. Ahí se detuvo Willebaldo durante algún tiempo para venerar a Cristo en los lugares donde había obrado tan grandes misterios, y para ver las maravillas que hasta hoy se muestran a los piadosos peregrinos. También visitó famosos monasterios, “lauras” y ermitas, con el deseo de aprender e imitar las prácticas de la vida religiosa, a fin de adoptar los medios que le pareciesen más convenientes para la santificación de su alma. Luego de una corta permanencia en Belén, visitas a las ciudades de la costa, a Samaria, a Damasco y varias más a Jerusalén, se embarcó por fin, en Tiro, permaneció largo tiempo en Constantinopla y llegó a Italia antes de que terminara el año de 730.

Willebaldo decidió establecerse en el célebre monasterio de Monte Cassino, que acababa de ser reparado por órdenes del Papa San Gregorio II. El ejemplo del peregrino inglés contribuyó a reintegrar a los monjes en el espíritu original de su santa regla, durante los diez años que vivió ahí; a decir verdad, todo indica que Willebaldo desempeñó un papel muy importante en el restablecimiento de la observancia en Monte Cassino. Después de aquel período, estuvo de visita en Roma, donde fue recibido por el Papa San Gregorio III, quien se interesó en sus viajes y se sintió atraído por el carácter sencillo y apacible de Willebaldo y le pidió que fuese a Alemania para unirse a la misión de su compatriota San Bonifacio. Tan pronto como pudo, partió hacia Turingia donde el santo lo ordenó sacerdote. Desde aquel momento, emprendió su tarea en la región de Eichstátt, en Franconia, con tanto empeño, que el éxito más extraordinario coronó sus esfuerzos.

En vista de que no era menor su poder en las palabras que en las obras, poco después de haber llegado, San Bonifacio le consagró obispo y le puso a cargo de una nueva diócesis cuya sede se instaló en Eichstátt. El cultivo de un terreno espiritual tan árido como aquel, fue una tarea ardua y penosa para Willebaldo; pero su paciencia y su energía superaron todas las dificultades. Comenzó por fundar, en Heidenheim, un monasterio doble, cuya disciplina era la de Monte Cassino, y en el que su hermano, San Winebaldo, gobernaba a los monjes y su hermana, Santa Walburga, a las monjas. Aquel monasterio fue el centro desde el que se organizó y condujo el cuidado y la evangelización de la diócesis. En él, Willebaldo encontró refugio para descansar de los trabajos de su ministerio. Pero su deseo de soledad no menguaba la solicitud pastoral por su rebaño. Estaba siempre atento a todas sus necesidades espirituales; a menudo visitaba cada aldea e instruía a sus gentes con celo y caridad infatigables, hasta que aquel “campo tan árido e inculto, floreció pronto como una verdadera viña del Señor.” Willebaldo vivió más tiempo que su hermano y su hermana; gobernó a su rebaño durante unos cuarenta y cinco años, antes de que Dios le llamara a su seno. Innumerables milagros fueron los premios a su virtud, y su cuerpo fue sepultado en su catedral, donde yace todavía. La fiesta de San Willebaldo se observa en este día en la diócesis de Plymouth, pero el Martirologio Romano inscribió su nombre el 7 de junio.

 

El material literario sobre la vida de San Willebaldo es extraordinariamente abundante y digno de confianza. Contamos, sobre todo, con la narración de sus primeros años de existencia, de sus viajes y observaciones (el Hodoeporicon), cuidadosamente escrito por Hugeburca, una inglesa, parienta del santo y que fue monja en Heidenheim. El mejor de los textos, se encuentra en Pertz, MGH. Scriptores, vol. XV. Pero hay además varias biografías cortas y muchas referencias en cartas, estudios, etc. Todos los datos de mayor importancia se encontrarán en Mabillon, vol. III y en los bolandistas, Acta Sanctorum, julio, vol. II. La traducción inglesa del Hodoeporicon, es de C. H. Talbot, en Anglo-Saxon Missionaries in Germany (1954) y en las publicaciones de la Palestine Pilgrims'Text Society (1891). Hubo muchas discusiones sobre algunos puntos oscuros de la cronología. Véase también a Hauck, en Kirchengeschichte Deutschland, vol. I; H. Timeding, Die Christliche Friihzeit Deutschlands, parte 2 (1929); Analecta Bollandiana, vol. XLIX (1931), pp. 356-397; el abad Chapman en Revue Bénédictine, vol. XXI (1904), pp. 74-80 y Saint Benedict and the Sixth Century (1929), p. 131; W. Levison, England and the Continent in the Eighth Century (1946).

 

 

San Maximino de Aix (¿siglo V?).

(8 de junio).

Las investigaciones históricas han fracasado hasta hoy en los intentos de conseguir informaciones concretas respecto a San Maximino de Aix, a quien el Martirologio Romano conmemora en este día, pero cuyo culto no se encuentra registrado en ninguno de los documentos antiguos. Ni siquiera se sabe con certeza en qué siglo vivió. Por otra parte, abundan los datos sobre el santo en las leyendas de Provenza sobre el arribo de las “Tres Marías” y sus compañeros, una tradición que se consideraba auténtica hasta fines de la Edad Media, pero que, según datos fidedignos, no se conocía en Provenza antes del siglo once. En nuestra época, esa tradición proporcionó al poeta Mistral el tema para algunos de los más hermosos pasajes de sus obras “Mireya” y “Mes Origines.”

De acuerdo con la leyenda, Maximino fue uno de los setenta y dos discípulos de Nuestro Señor que partieron de Palestina después de la Ascensión, en compañía de Santa María Magdalena, Santa Marta, San Lázaro, Santa María Cleofas, Santa María Salomé y otras gentes que conocieron a Cristo, para evangelizar la región de Provenza. Maximino se estableció en Aix, de donde llegó a ser el primer obispo. Cuando Santa María Magdalena estaba en la agonía, fue llevada desde la cueva de Sainte Baume, donde había vivido hasta entonces, hacia un lugar sobre el camino, conocido ahora como el “Saint Pilón,” a donde llegó San Maximino para darle el viático. A corta distancia del “Saint Pilón” se encuentra la iglesia de San Maximino, que fue construida en reemplazo de otra más antigua dedicada al mismo santo y que, al parecer, contenía sus reliquias y las de María Magdalena. El cuerpo de San Maximino fue trasladado en 1820 a la ciudad de Aix, de la que es patrón principal. Se dice que la supuesta cabeza de Santa María Magdalena aún se conserva en la antigua cripta de San Maximino.

 

En esta obra, bajo las fechas del 22 y el 29 de julio, se encontrará una narración sobre la leyenda de Santa María Magdalena y sobre la presencia de Santa Marta en Provenza. En cuanto a la iglesia de San Maximino, el lector puede referirse a H. Leclercq, en su artículo de DAC., vol. X (1932), ce. 2798-2819. La leyenda de Maximino y Sidonio parece haber sido originada por la traslación a la Provenza de ciertas reliquias que se encontraban en Aydat, cerca de Billom, en Auvernia. Véase también a Duchesne, en Fastes Episcopaux.

 

 

San Medardo, Obispo de Vermandois (C. 560 d.C.).

(8 de junio).

Medardo es el santo favorito entre los campesinos del norte de Francia, y su culto se remonta a la época de su muerte, en el siglo sexto. Ese culto recibió alientos por las leyendas que se fabricaron en torno al nombre del santo, así como por la veneración que siempre se le ha tributado como benefactor y protector de los sembradores y los viñateros.

Medardo nació en Salency, localidad de Picardía, alrededor del año 470; su padre era un noble franco, y su madre una galo-romana. El chico fue enviado a recibir su educación a un lugar que ahora se conoce con el nombre de Saint Quentin, donde permaneció algún tiempo en el estado laico; pero a la edad de treinta y tres años fue ordenado sacerdote. Los poderes de Medardo como predicador y misionero fueron tan extraordinarios, que se le eligió como sucesor del obispo Alomer, a la muerte de éste. Se afirma, aunque sin el respaldo de alguna autoridad, que San Medardo fue consagrado por San Remigio de Reims, cuando éste era ya un anciano. También San Medardo debe haber sido un hombre entrado en años, pero su energía era la de un muchacho joven, puesto que, a pesar de que su diócesis era muy extensa, la recorrió siempre que se le presentó la oportunidad de aumentar la gloria de Dios y combatir la idolatría.

Muy probablemente, el resto de la historia del santo no sea más que pura invención. Se dice que, a raíz de una incursión de los hunos y los vándalos, trasladó su sede de Saint Quentin a Noyon y que, eventualmente, se hizo cargo de la diócesis de Tournai. A partir de entonces, y durante quinientos años, Noyon y Tournai estuvieron unidas bajo el mismo obispo. De entre los datos legendarios, se puede extraer uno que es histórico: fue San Medardo quien impuso el velo a la reina Santa Radegunda y la bendijo como diaconesa, en circunstancias que se detallan más adelante en esta obra, bajo la fecha del 13 de agosto. La muerte de San Medardo, ocurrida en una fecha completamente incierta, enlutó a toda su provincia, donde era considerado como un verdadero padre en Dios. Por noticias de Fortunato y de San Gregorio de Tours sabemos que la fiesta de San Medardo se celebraba en aquellos días con gran solemnidad.

Las tradiciones populares en Salency, ciudad natal del santo, le atribuyen la institución de una antiquísima costumbre que aún se practica, conocida como el “Rosiére.” Cada año, el día de la fiesta de San Medardo, la doncella que haya observado la conducta más ejemplar en todo el distrito, marcha escoltada por doce muchachos y doce jovencitas hasta la iglesia, donde se la corona con rosas y se le ofrece un regalo. A veces se presenta a San Medardo con un águila que extiende las alas por encima de su cabeza, como una alusión a la leyenda de que, cierta vez, cuando el santo era muy joven, un águila lo protegió de esta manera contra la lluvia. Tal vez por aquel acontecimiento se relaciona a San Medardo con las variantes del clima. Los campesinos tienen la firme creencia de que si llueve el día de San Medardo, habrá lluvia en los cuarenta días siguientes; pero en cambio, si el 8 de junio es un día sereno y despejado, habrá cuarenta días consecutivos de buen tiempo. A este respecto, San Medardo tiene su equivalente en Inglaterra con San Swithin. En ocasiones se representa al santo en compañía de San Guardo, a quien, erróneamente se señalaba como su hermano gemelo y que, como a tal conmemora el Martirologio Romano en la misma fecha. Por alguna razón desconocida, en la Edad Media, las imágenes de San Medardo aparecían con la boca muy abierta, como si estuviese riendo a carcajadas (“le rire de Sain Médard”), y también por entonces se le invocaba para aliviar el dolor de muelas. Resulta imposible saber con certeza si la actitud riente de las imágenes tiene algo que ver con los padecimientos dentales.

 

A juzgar por el número de las notas inscritas en el BHL., del No. 5863 al 5874, se podría pensar que el material para la biografía de San Medardo era abundante. Sin embargo, la mayoría de esas fuentes de información son poco dignas de confianza. A pesar de que el poeta Venancio Fortunato era amigo de Santa Radegunda y más o menos contemporáneo del santo, es poquísimo lo que dice en su poema sobre la historia, aunque se extiende en demasía sobre una serie de hechos triviales y de milagros improbables. La antigua biografía en prosa (c 600 D.C.) que también se atribuye a Fortunato, no es suya, Pero Parece mucho más digna de confianza. El mejor de los textos es el que editó Bruno Krusch en MGH., Auctores Antiquissimi, vol. IV, parte II, pp. 67-73. Otra vida anónima del siglo nueve agrega bien poco a nuestros conocimientos. En cambio, la biografía que escribió Radbod alrededor del 1080, está colmada de informaciones, pero todas son también muy sospechosas. El propio Radbod era un obispo en la doble diócesis de Noyon y Tournai; y hay razones para pensar que, en su tiempo, se enfrentó con algún partido poderoso que se oponía a la unión de las diócesis y creía afirmar su posición al demostrar que la unidad de las dos sedes databa de varios siglos atrás y se fundaba en un precedente establecido por el muy venerable San Medardo. Parece increíble que, si en realidad San Medardo llegó a ser obispo de Tournai, hayan dejado de mencionar el hecho Gregorio de Tours, Venancio y muchos otros cronistas antiguos. Ni siquiera se sabe con certeza si la transferencia de la sede a Noyon haya tenido lugar en los tiempos de San Medardo. Existe un resumen bastante explícito, hecho por H. Leclercq, en DAC, vol. XI, cc. 102-107; véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. III, p. 102; R. Hanon de Louvet, Histoire de la ville de Jodoigne (1941), cap. VII.

 

 

San Clodulfo o Cloud, Obispo de Metz (c. 692 d.C.).

(8 de junio).

Clodulfo y Ansegis fueron dos hijos de San Arnoul, obispo de Metz y de su esposa Doda, quien tomó el velo al mismo tiempo en que su marido se ordenó como sacerdote. Lo mismo que su padre, los dos hijos desempeñaron cargos importantes en la corte de los reyes de Austria. Ansegis se casó con Begga, una de las hijas de Pepino de Landen, y así llegó a ser el ancestro de los reyes carlovingios de Francia; pero Clodulfo había llevado una vida ejemplar, dedicada a los ejercicios de devoción y las buenas obras, de manera que, en el año 656, después de la muerte de San Godo, el obispo de Metz, fue elegido para ocupar la sede episcopal que antaño estuvo a cargo de su padre. Si como laico Clodulfo era muy virtuoso, como sacerdote y como obispo llegó a ser un modelo de pastores: gobernó sabiamente a su diócesis, distribuyó limosnas con liberalidad y avanzó siempre por la senda de la santidad. Como un ejemplo ilustrativo de su humildad, se registró el caso de que, al escribirse una biografía de su padre, a pedido del propio Clodulfo, éste insistió para que el escritor mencionase un hecho que había omitido: en cierta ocasión, sucedió que San Arnoul, tras de haber distribuido limosnas con prodigalidad, encontró vacía su bolsa y recurrió a sus hijos, a fin de obtener de ellos más dinero para los pobres; Clodulfo, al que se dirigió primero, se mostró disgustado y no dio nada más que una malhumorada respuesta a su padre; en cambio, Ansegis puso generosamente a disposición de su progenitor todo lo que pudiera necesitar. San Clodulfo gobernó a la iglesia de Metz durante cuarenta años y murió ya muy anciano, en el año 692 o en el 696.

 

La biografía impresa en Acta Sanctorum, junio, vol. II, es del tipo legendario acostumbrado y fue escrita mucho tiempo después de ocurridos los sucesos que relata. Paulus Diaconus, en su Gesta Episcoporum Mettensium (editada por Pertz, MGH. Scriptores, vol. II, proporciona un material mucho mejor. Véase también a Weyland en Vie des Saints du dicese de Metz, vol. III (1909), pp. 322-347; J. Depoin, en la Revue Mabillon, 1921-1922; y Duchesne, Fastes Episcopeaux, vol. III, p. 56.

 

 

San Colomba o Columkill, Abad de Iona (597 d.C.).

(9 de junio).

El más famoso de los santos escoceses, Colomba, era en realidad un irlandés de las regiones boreales de Uf Néill y, probablemente, nació en el año 521, en Gartan de County Donegal. Por parte de padre y por parte de madre era de linaje real, porque el progenitor era Fedhlimiddh o Phelim, bisnieto de Niall el de los “Nueve Rehenes,” gran señor de Irlanda, mientras que su madre, Eithne, a más de estar emparentada con los príncipes de la Dalriada escocesa, era descendiente directa de un rey de Leinster. En el bautismo, que le suministró su padrino, el sacerdote Cruithnechan, el niño recibió el nombre de Colm, Colum o Colomba. Más adelante, se le llamó por lo general Columkill, una denominación que, de acuerdo con Beda, deriva de los términos irlandeses cella et Columba”, nombre éste que seguramente le vino de las muchas celdas (cells) o fundaciones religiosas que estableció. Tan pronto como se le consideró con la edad suficiente para valerse por sí mismo, se le apartó de los cuidados del sacerdote a quien se le había puesto como guardián en Temple Douglas y se lo llevaron a la gran escuela que tenía San Finiano en Moville. Ahí debió pasar muchos años, puesto que, al partir, ya era diácono. De Moville pasó a estudiar a Leinster, bajo la dirección de un anciano bardo, a quien llamaban maestro Gemman. Los bardos conservaban las crónicas de la historia y la literatura de Irlanda, y no es extraño que el propio Colomba fuese un poeta bastante aceptable. De Leinster se fue a otra famosa escuela monástica, la de Clonard, gobernada por otro Finiano, a quien se conoce con el título de “tutor de los santos del Erin.” Colomba figuró en el grupo de los más sabios y aprovechados discípulos de Finiano, reconocidos más tarde como los “doce apóstoles del Erin.” Probablemente mientras se hallaba en Clonard fue ordenado sacerdote, o si acaso un poco más tarde, cuando vivía en Glasnevin con San Comgall, San Kieran y San Canice, bajo la guía de su antiguo compañero de estudios, San Mobhi. En el año 543, la súbita propagación de una epidemia de peste obligó a Mobhi a deshacer su floreciente escuela, y Colomba, que por entonces tenía veinticinco años y un entrenamiento muy completo, regresó a la región del Ulster, donde había nacido.

En aquella época, su aspecto físico era impresionante: de gran estatura, dotado de una musculatura formidable y de un carácter dulce y apacible, poseía “una voz tan fuerte y sonora, que se podía oír a más de un kilómetro de distancia.” Aquel hombre formidable pasó los quince años siguientes en un incesante recorrido de todo el territorio de Irlanda, donde predicó el Evangelio y fundó innumerables monasterios, entre los cuales fueron los más notables el de Derry, el de Durrow y el de Kells. Como hombre aficionado al estudio, Colomba amaba los libros y no escatimaba esfuerzos para obtenerlos. Entre los muchos manuscritos preciosos que su antiguo maestro, San Finiano, había traído de Roma, figuraba la primera copia del salterio de San Jerónimo que llegó a Irlanda. San Colomba pidió prestado aquel manuscrito, del que sacó sigilosamente una copia para conservarla. Pero no tardó San Finiano en enterarse y se apersonó para exigir la entrega del escrito que le pertenecía. Como el discípulo se negase rotundamente a devolver su copia, el caso se llevó ante el rey Diarmaid, señor de Irlanda. La sentencia fue desfavorable para Colomba. “A cada vaca su ternero,” concluyó el monarca; “en consecuencia, a cada libro su libro vástago. Por lo tanto, Columkill, el manuscrito que tú hiciste de un libro de Finiano, le pertenece a Finiano.”

San Colomba quedó muy resentido por aquella sentencia; pero muy pronto recibió un agravio mucho mayor por parte del rey. Un tal Curnan de Connaught, después de haber participado en una reyerta en la que hirió mortalmente a un contrincante, buscó refugio junto a San Colomba, quien en seguida le brindó su amparo; pero de ahí a poco, fue materialmente arrebatado de los brazos de su protector y apuñalado por los hombres de Diarmaid que no respetaron el derecho de asilo en el santuario. A raíz de este sucedido estalló la guerra entre los partidarios de Colomba y los súbditos leales de Diarmaid; en la mayoría de las crónicas antiguas de Irlanda se afirma que esa contienda fue instigada por San Colomba y se asienta que, tras la batalla de Cuil Dremne, en la que perecieron más de 3 000 hombres, se hizo al santo responsable moral por su muerte. El sínodo de Telltown, en Meath, aprobó una moción de censura contra Colomba que habría culminado en la excomunión, a no ser porque San Brendano intervino en favor del acusado. Por otra parte, debe señalarse que Colomba no tenía tranquila la conciencia y, por consejo de San Molaise, decidió expiar las ofensas que hubiese cometido, con un exilio voluntario y con la promesa de obtener la salvación de tantas almas como las que hubiesen perecido en la batalla de Cuil Dremne.

Ese es el relato tradicional sobre los acontecimientos que culminaron con la partida de San Colomba de las tierras de Irlanda y, es probable que así fuese. Al mismo tiempo, es necesario admitir que el celo misionero y el amor a Cristo fueron los únicos motivos que, según sus biógrafos (especialmente San Adamnan, principal autoridad sobre su historia), le movieron en todos sus actos posteriores. En el año de 563, Colomba se embarcó con doce compañeros, todos ellos emparentados entre sí, en una frágil canoa de cuero que condujo al grupo, en la víspera de Pentecostés, a la isla de I o de lona. Por aquel entonces, Colomba tenía cuarenta y dos años. Su primera obra fue la construcción de un monasterio, donde habría de pasar el resto de su vida y que fue famoso durante siglos entre los cristianos de occidente. El terreno le fue cedido por su pariente Conall, rey de la Dalriada escocesa, quien le había invitado a refugiarse en Escocia. La isla de lona, situada entre la región de los pictos hacia el norte y la habitada por los escoceses hacia el sur, proporcionaba el sitio ideal para establecer el centro de las misiones que beneficiaran a los dos pueblos. Al principio, Colomba dedicó todos sus esfuerzos a la instrucción de los cristianos de la Dalriada, que apenas habían recibido las primeras nociones sobre su religión, y la mayoría de los cuales era de ascendencia irlandesa; pero al cabo de unos dos años, concentró su atención en la evangelización de los pictos escoceses. Cierto día, acompañado por San Comgall y San Canice, se dirigió al castillo del temible rey Brude, de Inverness.

El monarca pagano había dado órdenes estrictas para que los misioneros no fueran admitidos; pero en cuanto Colomba levantó la diestra e hizo el signo de la cruz, cayeron las trancas, rechinaron los cerrojos, se abrieron solos los grandes portones y los cristianos entraron sin que nadie se atreviese a detenerlos. Impresionado por aquella sensacional demostración de poderes sobrenaturales, el rey Bruñe se mostró dispuesto a escuchar lo que tuviesen que decir los misioneros y, a partir de aquel momento, profesó una alta estima a San Colomba. Asimismo, en su calidad de señor de aquellas tierras, confirmó al santo en la posesión de la isla de Iona. Por las crónicas de San Adamnan, sabemos que en dos o tres ocasiones Colomba cruzó las montañas que dividen la región oriental de la occidental de Escocia y que su celo misionero lo llevó a sitios tan distantes como Ardnamurchan, Skye, Kintyre, Loch Ness y Lochaber y tal vez, hasta Morven. También se le acredita al santo el establecimiento de la iglesia en Aberdeenshire y la evangelización de toda la tierra de los pictos, aunque esto último ha sido motivo de controversias. Cuando los descendientes de los reyes de Dalriada llegaron a ser los gobernantes absolutos de Escocia, trataron, como era natural, de exagerar la gloria de San Colomba y, posiblemente, tuvieron la tendencia de adjudicar al santo algunos laureles que pertenecían a otros misioneros de lona y diversos centros.

San Colomba no dejó nunca de estar en contacto con Irlanda. En 575, asistió al sínodo de Drumceat, en Meath en compañía de Aidan, el sucesor de Conall, y ahí defendió con éxito el status y los privilegios de sus fieles de Dalriada, impidió que se llevase a cabo la propuesta de abolir la orden de los bardos y aseguró que las mujeres quedaran eximidas de prestar cualquier servicio militar. Diez años más tarde, estuvo de nuevo en Irlanda y, en 587, volvió a considerársele como prácticamente culpable de otra batalla, la de Cuil Feda, cerca de Clonard. Cuando no se hallaba comprometido en expediciones misioneras o diplomáticas, su cuartel general seguía establecido en lona, a donde acudían visitantes de todas las condiciones sociales, algunos en busca de ayuda espiritual o corporal, atraídos otros por su reputación de santidad, sus milagros y sus profecías. Llevaba una vida de extrema austeridad, pero no por eso trataba de imponer sus penitencias a los demás. Montalembert hace notar en su biografía que, “de entre todas las virtudes, Colomba carecía especialmente de gentileza.” Evidentemente era un hombre rudo y brusco, pero con el correr de los años, se endulzó su carácter. En la descripción que hace San Adamnan sobre los últimos años de su vida, lo pinta como un anciano sereno, amante de la paz, que recibía con gentileza la visita de los hombres y de las bestias. Cuatro años antes de su muerte, sufrió una enfermedad que lo puso al borde del sepulcro, pero conservó la vida gracias a las plegarias de su comunidad. A medida que se agotaban sus energías, pasaba la mayor parte del tiempo en la transcripción de libros. El día anterior al de su muerte, copiaba el salterio y había escrito la frase que decía: “A aquéllos que aman al Señor, nunca les faltará ninguna cosa buena...” Cuando hubo copiado esas palabras, declaró: “Aquí debo detenerme; que Baithin escriba el resto...” Baithin era un primo suyo al que había nombrado su sucesor.

Aquella noche en que los monjes fueron a la iglesia para cantar los Maitines, encontraron a su bienamado abad en el suelo, ante el altar, ya agonizante. En el momento en que su fiel asistente Diarmaid le tomó de los brazos para incorporarlo, Colomba levantó su mano como si intentase bendecir a sus monjes e inmediatamente después expiró. Colomba había muerto, pero su influencia sobrevivió y aun se extendió hasta que llegó a dominar las iglesias de Escocia, Irlanda y Nortumbria. Durante más de tres cuartos del siglo los cristianos celtas de aquellas tierras conservaron las tradiciones impuestas por Colomba en ciertos aspectos del orden y el ritual, opuestas incluso a las de Roma; las reglas que Colomba redactó para sus monjes fueron observadas en muchos de los monasterios de Europa occidental, hasta que las ordenanzas más benignas de San Benito suplantaron a las otras.

Adamnan, el biógrafo de San Colomba, no lo conoció personalmente, puesto que nació por lo menos treinta años después de su muerte, pero como era de su misma sangre y fue sucesor suyo en el cargo de abad de lona, debió conocer a fondo, sin duda, las tradiciones que una personalidad tan fuerte como la de San Colomba tiene que haber dejado tras de sí. De todas maneras, merece ser reproducida aquí la descripción que Adamnan hace de San Colomba: “Tenía el rostro de un ángel; era de excelente disposición, cuidadoso en el hablar, virtuoso en el proceder, efectivo en el consejo. Jamás dejó pasar una hora sin dedicar una parte de ella a la plegaria, la lectura, la escritura o cualquier otra ocupación provechosa. Soportaba las penurias del ayuno y la vigilia sin descanso, de día y de noche; el peso de una sola de sus tareas parecería insoportable para cualquier hombre. Y, en medio de tantos trabajos, siempre aparecía amable con todos, sereno y santo, como si gozara en todo momento de la gracia del Espíritu Santo en lo más profundo de su corazón.” Por otra parte, la postrera bendición de San Colomba a la isla de lona, resultó ser un vaticinio que se cumplió: “En este lugar, por pequeño y pobre que parezca, se rendirá todavía mucho mayor homenaje al Señor, no sólo por parte de los reyes y los pueblos de los escoceses, sino también por parte de los regidores de naciones bárbaras y remotas y por sus pueblos. Aun los santos de otras iglesias lo mirarán con un respeto y reverencia poco comunes.”

 

La fuente de información más importante, aunque no sea la más cercana al personaje en cuanto a su fecha, es sin duda, la biografía de Adamnan. Su edición de 1920, revisada por J. T. Fowler ofrece un buen texto, aunque el texto y las notas de Reeves también son de valor, así como la transcripción hecha por Wentworth Huyshe (1939). Ninguna de las dos biografías en latín, de origen irlandés y que se encuentran en el Codex Salmanticensis, está completa. A éstas las imprimieron los bolandistas, pero hay además otras tres biografías irlandesas, todas las cuales se hallan descritas, con abundancia de referencias, por C. Plummer, en Miscellanea Hagiographica Hibernica. Otra valiosa fuente es la Ecclesiastical History de Beda. Mas, para un panorama general de los materiales sobre el particular, debe consultarse a J. F. Kenney en Sources for the Early History of Ireland, así como el artículo del Catholic Historical Review (Washington, D. C., 1926), pp. 636-644. El notable aumento de libros, artículos y escritos relacionados con San Colomba, se debe sin duda al estudio del Dr. D. W. Simpson, The Historical St. Colomba 1927 y The Celtic Church in Scotland, 1935, que pusieron en tela de juicio la creencia tradicional de que Colomba fue el verdadero apóstol del norte de Escocia. Los puntos de vista del Dr. Simpson despertaron mucha oposición y, para ella, véase a P. Grosjean en Analecta Bollandiana, vol. XLVI (1928), pp. 197-199 y vol. LIV (1936), pp. 408-412; L. Gougaud, Scottish Gaelic Studies, vol. II (1927), pp. 106-108 y J. Ryan en The Month, octubre, 1927, pp. 314-320. Cf. Leclercq en Iona, en DAC, vol. VII, cc. 1425 y ss. y Analecta Bollandiana, vol. LV (1937), pp. 96-108. Para la cuestión de cómo el nombre I, Y o Hi se convirtió en Iona, ver a plummer en Bede, vol. II, p. 127.

 

 

Santos Primo y Feliciano, Mártires (c. 297 d.C.).

(9 de junio).

Los hermanos Primo y Feliciano eran patricios romanos que abrazaron el cristianismo y se dedicaron a las obras de caridad, sobre todo a visitar a los confesores en las prisiones. A pesar de su celo, escaparon a la aprehensión durante muchos años, pero alrededor de 297, durante el reinado de los emperadores Diocleciano y Maximiano, fueron por fin capturados. Al negarse a ofrecer sacrificio a los ídolos, se les azotó y se les dejó en la prisión. Poco tiempo después, fueron conducidos a Nomentum, una ciudad situada cerca de veinte kilómetros de Roma, donde se los sometió a juicio en un tribunal presidido por el magistrado Promotus. Durante el interrogatorio se mantuvieron firmes en su resolución y, de nuevo, se los sometió a torturas. Después, ambos fueron condenados a morir decapitados. Tras la ejecución de Primo, que era un anciano de ochenta años, el juez trató de vencer la constancia de Feliciano por medio del ardid de hacerle creer que su hermano había cedido. Feliciano no se dejó engañar y él mismo animó a los verdugos para que le condujesen pronto al lugar de la ejecución. El mismo día fue decapitado. Sobre la tumba de los dos mártires, en la Vía Nomentana, se edificó posteriormente una iglesia. En el año 640, el Papa Teodoro hizo llevar sus reliquias a San Stefano Rotondo, y se dice que aquella traslación fue la primera que se hizo de los restos de mártires desde una iglesia dedicada a ellos, fuera de los muros de Roma, a una basílica dentro de la ciudad.

 

La pasión de estos mártires, impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, tiene un carácter legendario, pero no hay duda de que los mataron por la fe y de que los otros cristianos los enterraron en el sitio señalado. Su fiesta se conmemora en el texto más antiguo del Sacramentario Gelasiano. Cuando se trasladaron las reliquias a Roma, bajo el pontificado de Teodoro, se representó a los dos mártires en un mosaico colocado detrás del lugar donde se veneraban sus restos; el mosaico existe todavía. Ver CMH., p. 311 y también J. P. Kirsch, Der Stadtrómische christliche Festkalender (1924), pp. 59-60.

 

 

San Vicente de Agen, Mártir (c. 300 d.C.).

(9 de junio).

San Vicente fue un diácono que vivió en Gascuña, probablemente hacia fines del siglo tercero. Al parecer, tan sólo por haber interrumpido una ceremonia pagana, que pudo haber sido una fiesta de los druidas, fue detenido en Agen y conducido ante el gobernador. Se le colocó boca abajo en el suelo, con brazos y piernas atados a estacas clavadas en tierra; en esta posición se le azotó brutalmente y luego se le cortó la cabeza. Sus restos fueron enterrados en Mas d'Agenais. San Gregorio de Tours y Fortunato de Poitiers afirman que durante los siglos sexto y séptimo grandes multitudes acudían en peregrinación a su tumba, desde todos los puntos de Europa.

Los hechos que se refieren al martirio son bastante inciertos y el Padre Delehaye expresa sus dudas de que haya ocurrido en realidad la supuesta tragedia de Agen; se inclina a creer que la historia fue fabricada con el fundamento de algún culto especial, cuyo origen y forma se desconocen, que se le tributaba al gran mártir español San Vicente. A pesar de todo esto, las referencias que hacen San Gregorio de Tours y Fortunato sobre el particular son bastante antiguas. En resumidas cuentas, el asunto de la autenticidad es demasiado complicado y extenso para tratarlo aquí.

 

Existen varios textos de la pasión de este mártir, incluidos en Acta Sanctorum, junio, vol. II; y el BHL., nos. 8621-8625. Para mayores detalles, ver a Delehaye en CMH., p. 312; L. Saltet, Etude critique de la Passio S. Vincentii Aginensis, en la Revue de Gascogne, 1901, pp. 97-113; Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 142-144; y la marquesa de Maillé, Víncent d´Agen et Vincent de Saragosse (1949). Véase especialmente a Fr. B. de Gaiffier en Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), pp. 160-181.

 

 

Santa Margarita de Escocia, Matrona (1093 d.C.).

(10 de junio).

Margarita era una de las hijas de Eduardo d'Outremer (“El Exilado”), pariente muy cercano de Eduardo el Confesor, y hermana del príncipe Edgardo. Este último, cuando huía de las acechanzas de Guillermo el Conquistador, se refugió junto con su hermana, en la corte del rey Malcolm Canmore, en Escocia. Una vez ahí, Margarita, tan hermosa como buena y recatada, cautivó el corazón de Malcolm y, en el año de 1070, cuando ella tenía veinticuatro años de edad, se casó con el rey en el castillo de Dunfermline. Aquel matrimonio atrajo muchos beneficios para Malcolm y para Escocia. El rey era un hombre rudo e inculto, pero de buena disposición, y Margarita, atenida a la gran influencia que ejercía sobre él, suavizó su carácter, educó sus modales y le convirtió en uno de los monarcas más virtuosos de cuantos ocuparon el trono de Escocia. Gracias a aquella admirable mujer, las metas del reino fueron, desde entonces, establecer la religión cristiana y hacer felices a los súbditos. “Ella incitaba al monarca a realizar las obras de justicia, caridad, misericordia y otras virtudes,” escribió un antiguo autor, “y en todas ellas, por la gracia divina, consiguió que él realizara sus piadosos deseos. Porque el rey presentía que Cristo se hallaba en el corazón de su reina y siempre estaba dispuesto a seguir sus consejos.” Así fue por cierto, ya que no sólo dejó en manos de la reina la total administración de los asuntos domésticos, sino que continuamente la consultaba en los asuntos de Estado.

Margarita hizo tanto bien a su marido como a su patria adoptiva, donde dio impulso a las artes de la civilización y alentó la educación y la religión. Escocia era víctima de la ignorancia y de muchos abusos y desórdenes, tanto entre los sacerdotes como entre los laicos; pero la reina organizó y convocó a sínodos que tomaron medidas para acabar con aquellos males. Ella misma estuvo presente en aquellas reuniones y tomó parte en los debates. Se impuso la obligación de celebrar los domingos, los días de fiesta y los ayunos. A todos se les recomendó que se unieran en la comunión pascual y se prohibieron estrictamente muchas prácticas escandalosas, como la simonía, la usura y el incesto. Santa Margarita se esforzó constantemente para obtener buenos sacerdotes y maestros para todas las regiones del país y formó una especie de asociación de costura entre las damas de la corte, a fin de proveer de vestiduras y ornamentos a las iglesias. Junto con su esposo, fundó y edificó varias iglesias, entre las que destaca, por su grandiosidad, la de Dunfermline, dedicada a la Santísima Trinidad.

Dios bendijo a los reyes con seis varones y dos hijas, a quienes su madre educó con escrupuloso cuidado; ella misma los instruyó en la fe cristiana y, ni por un momento, dejó de vigilar sus estudios. Su hija Matilde se casó después con Enrique I de Inglaterra y pasó a la historia con el sobrenombre de “Good Queen Maud” (la buena reina Maud), [Por este matrimonio, la actual Casa Real Británica desciende de los reyes de Wessex y de Inglaterra, anteriores a la conquista.] mientras que tres de sus hijos, Edgardo, Alejandro y Davir, ocuparon sucesivamente el trono de Escocia. Al último de los nombrados se le venera como santo. Los cuidados y la solicitud de Margarita se prodigaban entre los servidores de palacio, en el mismo grado que entre su propia familia. Y todavía, a pesar de los asuntos de Estado y las obligaciones domésticas que debía atender, mantenía su espíritu en total desprendimiento de las cosas de este mundo y enteramente recogido en Dios. En su vida privada, observaba una extrema austeridad: comía frugalmente y, a fin de que le quedara tiempo para sus devociones, se lo robaba al sueño. Cada año observaba dos cuaresmas: una en la fecha correspondiente y la otra antes de la Navidad. En esas ocasiones, dejaba el lecho a la media noche y asistía a la iglesia para oír los maitines; a menudo, el rey la acompañaba. Al regreso a palacio, lavaba los pies a seis pobres y les daba limosnas.

También durante el día empleaba algunas horas en la oración y sobre todo, en la lectura de las Sagradas Escrituras. El librito en que leía los Evangelios, cayó en cierta ocasión al río; pero no quedó dañado en lo más mínimo, aparte de una mancha de agua en la cubierta; ese mismo volumen se conserva todavía entre los tesoros más preciados de la Biblioteca Bodleiana en Oxford. Quizá la mayor virtud de la reina Margarita era su amor hacia los pobres. Con frecuencia salía a visitar a los enfermos y los cuidaba y limpiaba con sus propias manos. Hizo que se construyeran posadas para los peregrinos y rescató a innumerables cautivos, sobre todo a los de nacionalidad inglesa. Siempre que aparecía en público, lo hacía rodeada por mendigos y ninguno de ellos quedaba sin una generosa recompensa. Nunca llegó a sentarse a la mesa, sin haber dado de comer antes a nueve niños huérfanos y a veinticuatro adultos. Muchas veces, especialmente durante el Adviento y la Cuaresma, el rey y la reina invitaban a comer en palacio a trescientos pobres y ellos mismos los atendían, a veces de rodillas, y con platos y cubiertos semejantes a los que usaban en su propia mesa.

En 1093, el rey Guillermo Rufus tomó por sorpresa el castillo de Alnwick y pasó por la espada a toda la guarnición. En el curso de la contienda que siguió a aquel suceso, el rey Malcolm fue muerto a traición y su hijo Eduardo pereció asesinado. Por aquel entonces, la reina Margarita yacía en su lecho de muerte. Al enterarse del asesinato de su marido, quedó embargada por una profunda tristeza y, entre lágrimas, dijo a los que estaban con ella: “Tal vez en este día haya caído sobre Escocia la mayor desgracia en mucho tiempo.” Cuando su hijo Edgardo regresó del campo de batalla de Alnwick, ella, en su desvarío, le preguntó cómo estaban su padre y su hermano. Temeroso de que las malas noticias pudiesen afectarle, Edgardo repuso que se hallaban bien. Entonces, la reina exclamó con voz fuerte: “¡Ya sé lo que ha pasado!” Después alzó las manos hacia el cielo y murmuró: “Te doy gracias, Dios Todopoderoso, porque al mandarme tan grandes aflicciones en la última hora de mi vida, Tú me purificas de mis culpas. Así lo espero de Tu misericordia.” Poco después, repitió una y otra vez estas palabras: “¡Oh, Señor mío Jesucristo, que por tu muerte diste vida al mundo, líbrame de todo mal!” El 16 de noviembre de 1093, cuatro días después de muerto su marido, Margarita pasó a mejor vida, a los cuarenta y siete años de edad. Fue sepultada en la iglesia de la abadía de Dunfermline, que ella y su marido habían fundado. Santa Margarita fue canonizada en 1250 y se la nombró patrona de Escocia en 1673.

Las bellas memorias de Santa Margarita, que probablemente debemos a Turgot, prior de Durham y posteriormente obispo de Saint Andrews, quien conoció bien a la reina, puesto que, durante toda su vida oyó sus confesiones, nos hacen una inspirada descripción de la influencia que ejerció sobre la ruda corte escocesa. Al hablarnos sobre su constante preocupación por tener bien provistas a las iglesias con manteles y ornamentos para los altares y vestiduras para los sacerdotes, dice:

 

Aquellas labores se confiaban a ciertas mujeres de noble linaje y comprobada virtud, que fueran dignas de tomar parte en los servicios de la reina. A ningún hombre se le permitía el acceso al lugar donde cosían las mujeres, a menos que la propia reina llevase un acompañante en sus ocasionales visitas. Entre las damas no había envidias ni rivalidades, y ninguna se permitía familiaridades o ligerezas con los hombres; todo esto, porque la reina unía a la dulzura de su carácter un estricto sentido del deber y, aun dentro de su severidad, era tan gentil, que todos cuanto la rodeaban, hombres o mujeres, llegaban instintivamente a amarla, al tiempo que la temían, y por temerla, la amaban. Así sucedía que, cuando ella estaba presente, nadie se atrevía a levantar la voz para pronunciar una palabra dura y mucho menos a hacer algún acto desagradable. Hasta en su mismo contento había cierta gravedad, y su cólera era majestuosa. Ante ella, el contento no se expresaba jamás en carcajadas, ni el disgusto llegaba a convertirse en furia. Algunas veces señalaba las faltas de los demás —siempre las suyas—, con esa aceptable severidad atemperada por la justicia que el Salmista nos recomienda usar siempre, al decirnos: “Encolerízate, pero no llegues a pecar.” Todas las acciones de su vida estaban reglamentadas por el equilibrio de la más gentil de las discreciones, cualidad ésta que ponía un sello distintivo sobre cada una de sus virtudes. Al hablar, su conversación estaba sazonada con la sal de su sabiduría; al callar, su silencio estaba lleno de buenos pensamientos. Su porte y su aspecto exterior correspondían de manera tan cabal a la firme serenidad de su carácter, que bastaba verla para sentir que estaba hecha para llevar una vida de virtud. En resumen, puedo decir que cada palabra que pronunciaba, cada acción que realizaba, parecía demostrar que la reina meditaba en las cosas del cielo.

 

Con mucho, la fuente de información más valiosa para la historia de la vida de Santa Margarita, es el relato del que tomamos la cita anterior, el cual, casi seguramente fue escrito por Turgot, natural de Lincolnshire y que descendía de una antigua familia sajona. El texto latino incluido en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, debe consultarse, lo mismo que una excelente traducción del mismo al inglés, hecha por Fr. W. Forbes-Leith (1884). El resto del material nos lo proporcionan cronistas como Guillermo de Malmesbury y Simeón de Durham: la mayoría de estas crónicas han sido resumidas con provecho por Freeman, en Norman Conquest. Se encontrará un interesante relato sobre la historia de sus reliquias, en DNB., vol. XXXVI. Hay modernas biografías de Santa Margarita, como la de S. Cowan (1911), L. Menzies (1925), J. R. Barnett (1926) y otras. Para la fecha de su fiesta, ver el Acta Sanctorum, Decembris Propylaeum, p. 230.

 

 

Santos Getulio y Compañeros, Mártires (c. 120 d.C.).

(10 de junio).

Getulio, el marido de Santa Sinforosa, había sido un oficial en el ejército romano bajo los reinados de Trajano y Adriano, pero abandonó las filas tan pronto como se convirtió al cristianismo, y se retiró a sus propiedades en los Montes Sabinos, cerca de Tívoli. Ahí vivió aislado, en compañía de un reducido número de cristianos a quienes instruía y protegía. Cierta vez estaba ocupado en la enseñanza de sus discípulos, cuando le sorprendió Cerealis, el enviado imperial, quien le hacía una visita inesperada para sorprenderle y tomarle preso. Sin embargo, Cerealis se olvidó de las órdenes imperiales ante la elocuencia de Getulio y se dejó conquistar por la fe de Cristo. También Amancio, hermano de Getulio que a pesar de ser ferviente cristiano, mantenía su puesto de tribuno en el ejército romano, influyó decididamente en la conversión de Cerealis. Muy pronto se enteró el emperador de los acontecimientos que habían tenido lugar en los Montes Sabinos y, acto seguido, ordenó al cónsul Licinio que fuese a aprehender a Getulio, a su hermano y al recién bautizado Cerealis y los condenara a muerte si no consentían en renegar de su fe y sacrificar a los dioses. Los tres confesaron firmemente sus creencias y, luego de pasar veintisiete días en la infecta prisión de Tívoli sometidos a diversas torturas, fueron decapitados o quemados en la hoguera sobre la Vía Salaria. Con ellos murió otro cristiano, llamado Primitivo. Las reliquias de los mártires fueron recogidas por Santa Sinforosa y sepultadas en un arenariumen sus propiedades.

 

A San Getulio se le honra con un “elogio” desacostumbradamente extenso en el Martirologio Romano, pero su pasión, impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, es del mismo tipo legendario; su nombre no figura en la Depositio Martyrum y en otros registros antiguos. También hay datos contradictorios en cuanto al sitio de su sepultura. Es posible, sin embargo, que la fecha tan remota del martirio, haya planteado esas dificultades. Véase a Dufourcq, Etudes sur la Gesta Martyrum, vol. I, pp. 197-199 y 227; H. Quentin, Martyrologes historiques, p. 542; F. Scavini, Septem Dioeceses Aprutienses, (1914), ver el índice.

 

 

San Landerico o Landry, Obispo de París (c. 660 d.C.).

(10 de junio).

Durante el reinado de Clovis II y en el año 650, San Landerico se convirtió en obispo de París. Era un hombre muy sencillo, de profunda devoción, que se distinguió particularmente por su gran amor a los pobres. Para aliviar sus penurias durante una época de hambre, no sólo vendió todas sus posesiones personales, sino también algunos vasos y muebles de la Iglesia. Antes de que San Landerico gobernase la diócesis, no había en París otras facilidades para atender a los pobres que unas cuantas hospederías y “matriculae” que, para sostenerse, día con día, dependían exclusivamente de las cotidianas limosnas. A San Landerico se le atribuye la fundación del primer hospital propiamente dicho que hubo en París, cerca de la catedral de Notre Dame y dedicado a San Cristóbal. Posteriormente, aquel pequeño centro de beneficencia se desarrolló hasta convertirse en la gran institución del Hótel-Dieu, que durante muchos siglos fue famosa en todo el mundo. En el año 653, el obispo Landerico eximió de su jurisdicción episcopal a la abadía de Saint Denis. La fecha de la muerte de San Landerico es incierta, pero no hay duda de que ocurrió antes del 660, puesto que aquel año, un monje llamado Marculfo, le dedicó una colección de fórmulas eclesiásticas que él mismo había reunido por instrucciones del extinto obispo.

 

Es escasa la información que se puede obtener sobre San Landerico, pero los bolandistas en Acta Sanctorum, junio, vol. II, consiguieron reunir un relato, tomado sobre todo de las lecciones del breviario, de fechas muy posteriores. Sobre la fundación y los primeros años de existencia de Saint Denis, véase a J. Havet, en la Bibl. de l'Ecole des Chartres, vol. II (1890), pp. 5-62. Cf. también Duchesne, Fastes Episcopeaux, vol. II, p. 472.

 

 

Beata Oliva de Palermo, Virgen y Mártir (¿siglo IX?).

(10 de junio).

La historia de la Beata Oliva, o Santa Oliva, como vulgarmente se la conoce, pertenece al reino de las fábulas piadosas y fue por medio de los dramas religiosos o autos de fe como se propagó su culto en Italia. A pesar de todo esto, su fiesta se observa hasta nuestros días en las diócesis de Cartago y de Palermo. En un códice del siglo quince que se conserva en la biblioteca de la catedral de Palermo, se relata su leyenda en nueve lecciones.

Era una hermosísima doncella cristiana de trece años de edad, a quien los sarracenos raptaron de su casa, en Palermo, y la llevaron a Túnez. Al principio, y en consideración a su noble linaje, se le permitió vivir sola en una cueva vecina a la ciudad; ahí puso de manifiesto sus poderes sobrenaturales y realizó varias curaciones milagrosas. Pero en cuanto circuló la noticia de que algunos mahometanos habían sido convertidos al cristianismo por Oliva, la muchacha fue sacada a rastras de su cueva, sometida a diversas torturas y encerrada en la prisión oscura, sin que se la proveyera de alimentos; se la desgarró con los garfios hasta que sus carnes dejaron los huesos al descubierto, se la extendió en el potro y en el torno, se la sumergió en el aceite hirviente. Cuando la sacaron de aquel baño, sin una sola quemadura, pero cubierta por una capa de aceite, fue colgada de los postes y se ordenó a los verdugos que le prendieran fuego. Sin embargo, cuando los verdugos se acercaban con las antorchas encendidas, éstas cayeron de sus manos y todos los presentes se convirtieron al cristianismo. Por fin, Oliva fue decapitada y todos vieron cómo le salía el alma del cuerpo en forma de paloma que se elevó al cielo.

 

Esta es la fantástica historia que los bolandistas resumieron de los escritos de Cayetano en Die Vitis Sanctorum Siculorum, quien asegura que extrajo su material de antiguos manuscritos. Sin embargo, hay un texto de la supuesta pasión, impreso en Analecta Bollandiana, vol. IV (1885), pp. 5-10. Resulta curioso que la Beata Oliva haya sido venerada por los mahometanos de Túnez; la gran mezquita de la ciudad lleva el nombre de Jama as Zituna, es decir, mezquita de Santa Oliva, y parece que entre los árabes existe la creencia de que todo el que habla mal de la beata será víctima de alguna calamidad. Ver a S. Romano en el Archivio Storico Siciliano, vol. XXVI (1901), pp. 11-21. Hay varias pequeñas biografías populares de la Beata Oliva que se publicaron en Sicilia y otras partes. Véase también a A. d'Ancona, Origine del Teatro Italiano, vol. I, pp. 436-437 y a C. Courtois en Miscellanées G. de Jerphanion (1947), vol. I, pp. 63-68.

 

 

San Bernabé, Apóstol (siglo I).

(11 de junio).

A pesar de que San Bernabé no fue uno de los doce elegidos por Nuestro Señor Jesucristo, es considerado Apóstol por los primeros padres de la Iglesia y aun por San Lucas, a causa de la misión especial que le confió el Espíritu Santo y la parte tan activa que le correspondió en la tarea apostólica.

Bernabé era un judío de la tribu de Levi, pero había nacido en Chipre; su nombre original era el de José, pero los Apóstoles lo cambiaron por el de Bernabé, apelativo éste que, según San Lucas, significa “hombre esforzado.” La primera vez que se le menciona en las Sagradas Escrituras es en el cuarto capítulo de los Hechos de los Apóstoles, donde se asienta que los primeros convertidos vivían en comunidad en Jerusalén, y que todos los que eran propietarios de tierras o casas las vendían y entregaban el producto de las ventas a los Apóstoles para su distribución. En esa ocasión se menciona la venta de las propiedades de Bernabé. Cuando San Pablo regresó a Jerusalén, tres años después de su conversión, los fieles sospechaban de él y le evitaban; fue entonces cuando Bernabé “le tomó por la mano” y abogó por él ante los demás Apóstoles.

Algún tiempo después, varios discípulos habían predicado con éxito el Evangelio en Antioquía, y se pensó que era conveniente enviar a alguno de los miembros de la Iglesia de Jerusalén para instruir y guiar a los neófitos. El elegido fue San Bernabé, “un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo,” como afirman los Hechos de los Apóstoles. A su llegada, se regocijó en extremo al comprobar los progresos del Evangelio y, con sus prédicas, hizo considerables adiciones al número de convertidos. Cuando tuvo necesidad de un auxiliar diestro y leal, se fue a Tarso donde obtuvo la cooperación de San Pablo, quien le acompañó de regreso a Antioquía y pasó ahí un año entero. Los dos predicadores obtuvieron un éxito extraordinario; Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización y fue ahí donde, por primera vez, se dio el nombre de Cristianos a los fieles seguidores de la doctrina de Cristo.

Un poco más tarde, la floreciente iglesia de Antioquía recolectó fondos para la ayuda a los hermanos pobres de Judea, durante una época de hambre. Aquel dinero fue enviado a los jefes de la iglesia de Jerusalén por conducto de Pablo y Bernabé, quienes cumplieron con su cometido y regresaron a Antioquía acompañados por Juan Marcos. Por aquel entonces, la ciudad estaba bien provista de sabios maestros y profetas, entre los que descollaban Simón, llamado el Negro, Lucio de Cirene y Mañanen, el hermano político de Herodes. Cierta vez en que estos maestros y profetas estaban adorando a Dios, el Espíritu Santo habló por boca de algunos de los profetas: “Separad a Pablo y Bernabé, dijo, para una tarea que les tengo asignada.” De acuerdo con esas instrucciones y, tras un período de ayuno y oración, Pablo y Bernabé recibieron su misión por la imposición de manos y partieron a cumplirla, acompañados por Juan Marcos. Primero se trasladaron a Seleucia y después a Salamina, en Chipre. Luego de predicar la doctrina de Cristo en las sinagogas, viajaron hacia la localidad de Pafos, en Chipre, donde convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo, de quien Saulo tomó el nombre para ir a predicar con un apelativo latino entre los gentiles. De nuevo se embarcaron en Pafos para navegar hasta Perga en Pamfilia, donde Juan Marcos los abandonó para regresar solo a Jerusalén. Pablo y Bernabé prosiguieron la marcha hacia el norte, hasta Antioquía de Pisidia; ahí se dirigieron principalmente a los judíos, pero al encontrarse con una abierta hostilidad por su parte, declararon que, de ahí en adelante, predicarían el Evangelio a los gentiles.

En Iconium, la capital de Licaonia, estuvieron a punto de morir apedreados por la multitud, azuzada contra ellos por los regidores de la ciudad. Al refugiarse en Listra, San Pablo curó milagrosamente a un paralítico y, en consecuencia, los habitantes paganos proclamaron que los dioses los habían visitado. Todos aclamaron a San Pablo como a Kermes o Mercurio, porque era el que hablaba y, a San Bernabé, tal vez por su aspecto noble y majestuoso, lo tomaron por Zeus o Júpiter, padre de todos los dioses. A duras penas consiguieron los dos santos evitar que la población ofreciese sacrificios en su honor y, entonces, con la proverbial veleidad de la multitudes, los ciudadanos de Listra pasaron al otro extremo y comenzaron a lanzar piedras contra San Pablo, al que dejaron mal trecho. Tras una breve estancia en Derbe, donde convirtieron a muchos, los dos Apóstoles retrocedieron para pasar por todas las ciudades que habían visitado previamente, a fin de confirmar a los convertidos y ordenar presbíteros. Después de completar así su primera jornada de misiones, regresaron a Antioquía de Siria, muy satisfechos con los resultados de sus esfuerzos.

Poco después, surgió una disputa en la Iglesia de Antioquía, en relación con el cumplimiento de los ritos judíos: algunos de los judíos cristianos, contrarios a las opiniones de Pablo y Bernabé, sostenían que los paganos que entrasen a la Iglesia no sólo deberían ser bautizados, sino también circuncidados. Como consecuencia de aquella desavenencia, se convocó al Concilio de Jerusalén y, ante la asamblea, San Pablo y San Bernabé hicieron un relato detallado sobre sus labores entre los gentiles y obtuvieron la aprobación de su misión, el Concilio declaró terminantemente que los gentiles convertidos estaban exentos del deber de la circuncisión. Sin embargo, persistió la división entre judíos y gentiles convertidos, hasta el grado de que San Pedro, durante una visita a Antioquía, se abstuvo de comer con los gentiles, por deferencia a la susceptibilidad de los judíos, ejemplo que imitó San Bernabé. San Pablo reconvino a uno y a otro y expuso claramente sus postulados sobre la universalidad de la doctrina cristiana. No tardó en surgir otra diferencia entre él y San Bernabé, en vísperas de su partida a un recorrido por las iglesias que habían fundado, porque quería llevar consigo a Juan Marcos y San Pablo se negaba, en vista de que el joven había desertado ya una vez. La discusión entre los dos Apóstoles llegó a tal punto, que ambos decidieron separarse: San Pablo emprendió su proyectada gira en compañía de Silas, mientras que San Bernabé partió hacia Chipre con Juan Marcos. De ahí en adelante, los Hechos no vuelven a mencionarlo. Parece evidente, por las alusiones que se hacen a Bernabé en la Epístola I a los Corintios (9:5 y 6), que aún vivía y trabajaba en los años 56 ó 57 d.C.; pero la posterior invitación de San Pablo a Juan Marcos para que se uniese a él, cuando estaba preso en Roma, demuestra que, alrededor del año 60 ó 61, San Bernabé ya había muerto. Se dice que fue apedreado hasta morir, en Salamina. Otra tradición nos lo presenta como predicador en Alejandría y en Roma y además como el primer obispo de Milán. Tertuliano afirma que fue él quien escribió la Epístola a los Hebreos, mientras que otros escritores (igualmente equivocados) creen que fue él quien escribió en Alejandría la obra conocida como Epístola de Bernabé. En realidad, no se sabe sobre él nada más de lo que dice el Nuevo Testamento.

 

Los bolandistas, en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron todas las referencias sobre San Bernabé que se pudieron obtener a principios del siglo dieciocho. Desde entonces, es poco lo que se ha agregado, excepción hecha del conocimiento más profundo que ahora se tiene sobre la antigua literatura apócrifa. El texto ahí incluido, o sea la llamada Acta de Bernabé, fue editado con comentarios críticos y adaptado de mejores manuscritos, por Max Bonnet (1903), como una continuación del Acta Apostolorum Apocrypha, de R. H. Lipsius. Este documento pretende haber sido escrito por Juan Marcos, pero en realidad es una obra que data de fines del siglo quinto. Se trata de un relato sobre los hechos de San Bernabé, que describe su martirio en Chipre y los milagros obrados posteriormente en su tumba. Un documento apócrifo mucho más antiguo es el llamado Epístola de San Bernabé, que data de la primera mitad del siglo segundo, probablemente del año 135 P. C. Durante mucho tiempo, nadie dudó de que se trataba efectivamente de una obra de San Bernabé y, algunos de los primeros Padres llegaron a incluirla en los cánones de las Sagradas Escrituras. Los que 1a rechazaron, llamándola “espuria,” sólo trataban de dar a entender que no la recibían como la palabra inspirada por el Espíritu Santo. Ni ellos mismos dudaban de míe San Bernabé la hubiese escrito. En la actualidad, sin embargo, se reconoce, por lo general, que no puede estar relacionada con él y que tal vez fue hecha por algún judío convertido de Alejandría. No hay pruebas concretas que confirmen la creencia de que San Bernabé fue el primer obispo de Milán; véase a Duchesne en Mélanges (1892), pp. 41-71 y también a Savio, Gli antichi vescovi d'Italia (Milán, vol. I). Este último da buenas razones para afirmar que las pretensiones de Milán al decir que San Bernabé fue su primer obispo, se originaron en una invención de Landulfo, durante el siglo once. También hay una obra, que durante algún tiempo circulaba ampliamente entre los mahometanos, bajo el título de Evangelio de Bernabé; sobre este particular, véase a W. Axon, en Journal of Theological Studies, abril, 1902, pp. 441-451.

 

 

Santos Félix y Fortunato, Mártires (¿296? d.C.).

(11 de junio).

En este día conmemora el Martirologio Romano a los mártires Félix y Fortunato, en estos términos: “En Aquilea, la pasión de Santos Félix y Fortunato, que perecieron durante la persecución de Diocleciano y Maximiano. Después de colgarlos en los postes, les aplicaron antorchas encendidas en los costados, pero el poder de Dios las extinguió: se les arrojó entonces aceite hirviente y, como ellos insistieran en confesar a Cristo, fueron, por fin, decapitados.” El mismo calendario honra el 23 de abril a los mártires Félix, Fortunato y Aquileo, pero la fecha, la forma y el lugar de su martirio, son completamente distintos a los de este caso. No se puede dudar de que el Fortunato en cuestión haya sido un auténtico mártir. No sólo le localiza claramente el Hieronymianum como un residente de Aquilea, sino que el poeta Venancio Fortunato (c. 590) se refiere a los dos mártires con estos versos:

 

Felicem meritis Vicetia laeta refundit

Et Fortunatum fert Aquileia suum.

 

Además, en Vicetia (Vicenza) se descubrió una antigua inscripción con las palabras: “Beati martyres Félix et Fortunatus.” De acuerdo con sus “actas,” ambos hermanos fueron naturales de Vicenza, pero fueron martirizados en Aquilea. Los cristianos de Aquilea recuperaron sus cuerpos y los sepultaron en lugar honorable; pero los fieles de Vicenza acudieron al punto a reclamar las reliquias y, para arreglar la disputa, se llegó al compromiso de que los restos de Fortunato quedasen en Aquilea y los de Félix fueran trasladados a su ciudad natal.

 

La breve pasión se encuentra en el Acta Sanctorum, junio, vol. II. Las dificultades creadas por las varias menciones que aparecen en el Hieronymianum, se discuten en los comentarios de Delehaye y en su libro Origines du culte des Martyrs, pp. 331-332. Ver también a Quentin, Martyrologes Historiques, pp. 532-533 y 335.

 

 

San Basilides y Compañeros, Mártires (¿fines del siglo III?).

(12 de junio).

En vista de que los santos Basílides, Quirino (o Cyrinus), Nabor y Nazario, se conmemoran en este día en el calendario y el Martirologio romanos con colectas en su honor, como parte de la liturgia de la misa, dondequiera que se siga el rito romano, es imposible omitirlos en una obra como la presente. Pero es necesario advertir que las supuestas “actas” de estos cuatro mártires son absolutamente espurias. El mencionado Cyrinus no es otro que Quirino, cuyo artículo figura en la fecha del 4 de junio en esta obra. Es opinión de los entendidos que toda la historia de estos santos surgió como consecuencia de una confusión de nombres en el Hieronymianum y que fue inventada para explicar la conjunción de los cuatro mártires, en el mismo día. También se encuentra esta misma combinación en algunos antiguos manuscritos del Sacramentarium Gelasianum, así como en el calendario de Fronto. Existen tres “pasiones” diferentes y, en una de ellas, Basílides aparece solo, en lo que respecta a su martirio y a su sepultura, situada en un lugar a cuatro hitos sobre la Vía Aurelia. Posiblemente en los datos de este escrito haya alguna autenticidad. Al mencionarse a Nabor y a Nazario en el culto a los mártires, se advierte la posibilidad de que éstos dos hayan muerto en Milán. Pero en resumidas cuentas, las contradicciones de los datos son tan intrincadas, que no admiten ninguna solución.

 

Tres series distintas de supuestas actas sobre San Basílides y sus compañeros, fueron impresas por los bolandistas en el tercer volumen de junio del Acta Sanctorum. La exposición más satisfactoria del problema es quizá la de Delehaye, en su CMH., pp. 315-316; pero conviene ver también a J. P. Kirsch, en Der stadtromische christliche Festkalendar (1924), pp. 60-63.

 

 

Santa Antonina, Mártir (¿304? d.C.).

(12 de junio).

La Santa Antonina que conmemora en este día el Martirologio Romano, era una mujer que posiblemente fue martirizada por mandato del gobernador Prisciliano, durante la persecución de Diocleciano. Se cree que esta Antonina es la misma santa que el Martirologio Romano honra el 1° de marzo, e idéntica también a la que celebra el 4 de mayo. Parece indudable que fue cruelmente torturada, pero no es posible afirmar en que forma murió. De acuerdo con uno de los relatos, permaneció colgada por un brazo durante tres días con sus noches, arrojada luego a la prisión y, por fin, quemada en la hoguera. De acuerdo con otra versión, se la extendió en el potro de hierro, le fueron desgarrados los costados con los garfios y ahí mismo fue muerta por la espada; la tercera tradición relata que tras de sufrir muchos tormentos, fue metida en una bolsa o en un cofre y arrojada a un estanque. Se dice que su cabeza fue llevada a Praga en 1673. En tanto que el Menaíon griego asegura que Antonina recibió el martirio en Nicaea (Cea), en Bitinia, los españoles la veneran como una virgen y mártir de Ceja, en Galicia y, los isleños del Egeo consideran que murió en la isla de Cea. Es muy posible que, en realidad, Antonina sufriese el martirio en Nicomedia, puesto que esa es la ciudad mencionada en el antiguo Breviarium de Siria, a pesar de que ahí se hace mención de un hombre llamado Antonino. Los sinaxarios griegos están de acuerdo en conservar el apelativo en femenino, a Nicaea como el lugar de su muerte y el nombre de Prisciliano como el del gobernador que la mandó matar. Es curioso que en el caso de una mártir de historia tan oscura y para la que no existe ninguna “pasión,” el Hieronymianum proporcione abundancia de datos y detalles que no se encuentran en otras fuentes de información.

 

Delehaye, en su CMH., p. 229, discute ampliamente la cuestión. Ver asimismo Analecta Bollandiana, vol. XXX (1911), p. 165. El Sinaxario de Constantinopla (editado por Delehaye), cc. 500 y 746.

 

 

San Onofre (c. 400 d.C.).

(12 de junio).

Entre los muchos ermitaños que vivieron en los desiertos de Egipto durante los siglos cuarto y quinto, había un santo varón llamado Onofre. Lo poco que sabemos sobre él procede de un relato, atribuido a cierto abad Pafnucio, sobre las visitas que hizo a los ermitaños de la Tebaida. Al parecer, varios de los ascetas que conocieron a Pafnucio le pidieron que escribiera esa relación de la que circularon varias versiones, sin que por ello se desvirtuara la esencia de la historia.

Pafnucio emprendió la peregrinación con el fin de estudiar la vida ermítica y descubrir si él mismo sentía verdadera inclinación a ella. Con este propósito dejó su monasterio y, durante dieciséis días, recorrió el desierto y tuvo algunos encuentros edificantes y algunas aventuras extrañas; pero en el día décimo séptimo quedó asombrado a la vista de un ser al que se habría tomado por animal, pero era un hombre: ¡Era un hombre anciano, con la cabellera y las barbas tan largas, que le llegaban al suelo! ¡Tenía el cuerpo cubierto por un vello espeso como la piel de una fiera y de sus hombros colgaba un manto de hojas!... La aparición de semejante criatura fue tan espantable, que Pafnucio emprendió la huida. Sin embargo, el extraño ser le llamó para detenerle y le aseguró que también él era un hombre y un siervo de Dios. Con cierto recelo al principio, Pafnucio se acercó al desconocido, pero muy pronto ambos entablaron conversación y se enteró de que aquel extraño ser se llamaba Onofre, que había sido monje en un monasterio donde vivían con él muchos otros hermanos y que, al seguir su inclinación hacia la vida de soledad, se retiró al desierto, donde había pasado setenta años. En respuesta a las preguntas de Pafnucio, el ermitaño admitió que en innumerables ocasiones había sufrido de hambre y de sed, de los rigores del clima y de la violencia de las tentaciones; sin embargo, Dios le había dado también consuelos innumerables y le había alimentado con los dátiles de una palmera que crecía cerca de su celda. Más adelante, Onofre condujo al peregrino hasta la cueva donde moraba y ahí pasaron el resto del día en amable plática sobre cosas santas. De repente, al caer la tarde, aparecieron ante ellos una torta de pan y un cántaro de agua y, tras de compartir la comida, ambos se sintieron extraordinariamente reconfortados. Durante toda aquella noche Onofre y Pafnucio oraron juntos.

Al despuntar el sol del día siguiente, Pafnucio advirtió alarmado que se había operado un cambio en el ermitaño, quien evidentemente se hallaba a punto de morir. En cuanto se acercó a él para ayudarle, Onofre comenzó a hablar: “Nada temas, hermano Pafnucio, dijo; el Señor, en su infinita misericordia, te envió aquí para que me sepultaras.” El viajero sugirió al agonizante ermitaño que él mismo ocuparía la celda del desierto cuando la abandonase, pero Onofre repuso que no era esa la voluntad de Dios. Instantes después suplicó que le encomendasen el alma a las oraciones de los fieles, por quienes prometía interceder y, tras de haber dado la bendición a Pafnucio, se dejó caer en el suelo y entregó el espíritu. El visitante le hizo una mortaja con la mitad de su túnica, depositó el cadáver en el hueco de una roca y lo sepultó con piedras. Tan pronto como terminó su faena, vio cómo se derrumbaba la cueva donde había vivido el santo y cómo desaparecía la palmera que le había alimentado. Con esto comprendió Pafnucio que no debía permanecer por más tiempo en aquel lugar y se alejó al punto.

 

No habría dificultad en reunir una larga bibliografía sobre San Onofre. Los textos griegos y latinos están señalados en el BHG., nos. 1378-1382 y en BHL., nos. 6334-6338; pero en el Acta Sanctorum, junio, vol. II, se encontrará una selección más que suficiente. También hay otras versiones orientales, sobre todo las escritas en copto y en etíope. Véase sobre todo a W. Till en Koptische Heiligen und Martyrer-legenden (1935), pp. 14-19; E. A. Wallis Budge en Miscellaneous Coptic Texts (1915); W. E. Crum, Discours de Pisenthios en Revue de l´Orient chrétien, vol. X (1916), pp. 38-67. A pesar de que Pisenthios no dice nada nuevo sobre Onofre, su sermón demuestra que ya por el año 600 P. C., se celebraba con solemnidad su fiesta. Asimismo se discute extensamente al santo en el ensayo de C. A. Williams, Oriental Affinities of the Legend of the Hairy Anachorite (Illinois Studies, vols. X y XI, 1926); pero también conviene ver notas críticas en Analecta Bolladiana, vol. XLVII (1929), pp. 138-141. No se da por cierta la tesis de que los nombres de Onfroi y Humfrey y sus derivados, que tanto se popularizaron en Francia e Inglaterra durante la Edad Media, se debiesen al culto a San Onofre, importado a Europa por los cruzados: cf. E. G. Withycombe, Oxford Dictionary of English Christian Names (1950).

 

 

San Pedro del Monte Athos (¿siglo VIII?).

(12 de junio).

Muchos años antes de que se comenzara a construir el primero de los varios famosos monasterios del Monte Athos, en Macedonia, ya vivía en sus faldas un santo anacoreta llamado Pedro. Se dice que él fue el primer ermitaño cristiano que se instaló en aquella región, pero nada se sabe sobre su verdadera historia. Después de su muerte, sus reliquias fueron llevadas al monasterio de San Clemente y, en el siglo décimo, se trasladaron a Tracia, donde se propagó mucho su culto.

La leyenda de San Pedro, tal como la cuenta Gregorio de Palamás, arzobispo de Tesalónica, se asemeja a muchas otras de las historias relatadas en las Menaia griegas, y se la puede considerar como una fábula edificante. En su juventud, Pedro tomó las armas contra los sarracenos y, tras no pocas batallas, fue capturado y encarcelado. Pero San Nicolás y San Simeón, a quienes apeló en su infortunio, acudieron en persona a ayudarle: Simeón le abrió las rejas de la prisión y Nicolás le condujo fuera de ella hasta dejarle a salvo. Una vez libre, Pedro se fue a Roma, donde volvió a encontrarse con San Nicolás, quien le presentó al Papa. El Pontífice, impresionado sin duda por tan alta recomendación, le impuso a Pedro el hábito de monje. Este se embarcó inmediatamente en una nave que tenía como destino la costa de Asia Menor. Apenas había comenzado la navegación, cuando Nuestra Señora se apareció a Pedro para manifestarle su deseo de que pasase el resto de su vida como ermitaño en el Monte Athos.

Por consiguiente, cuando dejaron atrás las costas de Creta, el capitán desembarcó al fraile lo más cerca posible de su objetivo, y desde entonces se entregó a la vida de penitencia en las faldas del monte. Además de soportar innumerables penurias, tuvo que hacer frente a los ataques del diablo. Primero fue atacado por legiones de demonios que se burlaban de él, le disparaban flechas y le arrojaban piedras. El ermitaño consiguió vencer a la horda maligna con el poder de la oración. Más adelante, los espíritus infernales tomaron la forma de serpientes que perseguían a Pedro y le llenaban de horror; pero él insistió en sus oraciones, todavía más fervorosas y los reptiles desaparecieron. Después, Satanás se apareció en la figura de uno de los antiguos criados de Pedro que sólo había acudido para rogarle, con una insistencia irritante, que volviese al mundo donde todos sus amigos lo extrañaban y donde podía hacer más bien por el prójimo que en la soledad de su retiro. Acosado por aquellas súplicas y profundamente perturbado, Pedro imploró el auxilio de la Virgen María, quien se hizo presente y obligó al tentador a mostrarse con su verdadera forma ante el ermitaño y luego lo hizo desaparecer. Pero no para siempre, porque el “maligno” volvió transformado en un ángel de luz. En aquella ocasión, a Pedro le bastó su humildad para vencer al espíritu del mal. El supuesto ángel le aconsejaba que retornase al mundo, pero el ermitaño insistía en que él no era digno de acercarse a los demás hombres y mucho menos podía esperar que le visitase un espíritu celestial. En consecuencia, se negó rotundamente a escuchar los consejos de su sobrenatural visitante.

Ya había vivido durante cincuenta años en el Monte Athos, sin ver criatura humana alguna, cuando un cazador le descubrió por casualidad. El ermitaño relató su historia con lujo de detalles y, a pesar de que el cazador, edificado, rogaba que le dejase permanecer ahí, Pedro insistió en que volviese a su país y que, un año más tarde, le visitara de nuevo. Doce meses después, el cazador, acompañado por un amigo, acudió a la cita, pero sólo encontró el cadáver de Pedro.

 

He aquí otro ejemplo del conjunto de fantasías piadosas al que también pertenece la leyenda de San Onofre (ver el artículo anterior). Se han conservado dos textos en griego, en BHG. nos. 1505-1506. Sería como tomarnos demasiadas atribuciones si, por todo lo antedicho, llegásemos a considerar que Pedro es un personaje imaginario que nunca existió. El ensayo de C. A. Williams que, bajo el título de Studies, vol. XI, pp. 427-509, publicó la Universidad de Illinois demuestra en su artículo Oriental Affinities of the Legend of the Hairy Anachorite que la existencia de Pedro está muy débilmente afirmada en la hagiografía cristiana. Hay un estudio mejor y más digno de crédito sobre la historia de Pedro de Athos, en Early Days of Monasticism in Mount Athos de Kirsopp Lake.

 

 

San León III, Papa (816 d. C.).

(12 de junio).

El mismo día en que murió el Papa Adrián I, los electores procedieron a nombrar a un sucesor. La elección unánime recayó sobre el cardenal párroco de Santa Susana y, al otro día, 27 de diciembre de 795, se le consagró y entronizó en la sede de San Pedro, con el nombre de León III. Pero en Roma había un sector hostil al nuevo Papa, formado en su mayor parte por turbulentos jóvenes de la nobleza a quienes encabezaba el sobrino del extinto Papa Adrián que ambicionaba el trono pontificio y otro joven oficial amigo suyo. En el año de 799, los revoltosos fraguaron un complot para recurrir a todos los medios a fin de impedir que el Papa León desempeñase sus deberes pontificios. El día de San Marcos, durante la procesión tradicional que encabezaba el Papa montado en su caballo, fue elegido por los conspiradores para atacar. Frente a la iglesia de San Silvestre, se arrojaron sobre el Pontífice, lo derribaron del caballo, le arrastraron por el suelo, trataron de sacarle los ojos y cortarle la lengua y, a fin de cuentas, le dejaron inconsciente, bañado en sangre y molido a golpes en mitad del arroyo. El hecho de que San León se recuperase con extraordinaria prontitud de los terribles golpes y las graves heridas que sufrió durante el ataque, se tuvo por un milagro.

Durante algún tiempo, el perseguido Pontífice se refugió en la corte de Carlomagno, rey de los francos, quien por entonces se hallaba en Paderborn. Pero no tardó en regresar a Roma, donde el pueblo le dispensó una cordial acogida y, sin tardanza, se formó una comisión para investigar las circunstancias del ataque contra la persona del Pontífice. Los rebeldes respondieron con una serie de acusaciones contra el Papa, tan graves, que los miembros de la comisión se sintieron obligados a remitir el caso al rey Carlomagno. Pocos meses después, el monarca de los francos viajó a Roma y, el 1° de diciembre, se convocó a un sínodo en la basílica del Vaticano con la presencia del rey y la de los acusadores que fueron invitados a comparecer. Ninguno lo hizo, pero a pesar de aquel nolle prosequí, el sínodo consideró conveniente que el Papa León hiciese un juramento de inocencia de los cargos formulados en su contra. El 23 de diciembre, el Pontífice hizo el juramento ante la asamblea.

El día de Navidad, durante la celebración de la misa en San Pedro, el Papa León coronó con toda solemnidad a Carlomagno, que se hallaba arrodillado ante el altar de la Confesión de los Apóstoles. La congregación aplaudió con entusiasmo y el coro entonó loas en honor del rey, por este estilo: “Larga vida de triunfos para Carlos, el más devoto protector de la religión, el augusto coronado por Dios, el magno emperador pacífico de los romanos.” El mismo Papa se arrodilló ante Carlomagno para rendirle el homenaje temporal. De esta manera quedó establecido el Santo Imperio Romano de Occidente, al que muchos de los más entendidos en la materia, durante la misma época y en posteriores, consideraron como la realización del ideal expresado por San Agustín en su De civitate Dei. Aquel suceso espectacular, tan colmado de signos prometedores, apareció rodeado por una serie de mistificaciones, muchas de ellas innecesarias. Pero ese es un asunto que pertenece por entero a la historia general civil y eclesiástica, que no tiene cabida en esta obra.

Para San León, la alianza con el monarca resultó muy benéfica. No sólo le permitió recuperar buena parte del perdido patrimonio de la Iglesia Romana y mantener sujetos a los elementos perturbadores en el Estado pontificio, sino que también le condujo a intervenir con éxito en las disputas internacionales y a reforzar la disciplina eclesiástica en tierras distantes. Pero en cuanto el emperador hizo el intento de meterse en los terrenos del dogma, al presionar al Papa para que introdujese la cláusula “Y el Hijo” (Filioque) en el Credo de Nicea, éste le detuvo con toda firmeza. Se negó a admitir innovaciones en la liturgia, por muy genuinamente doctrinales que fuesen, y sobre todo hechas con precipitación y a instancias del poder secular; asimismo, consideró con razón que, por aquel acto, causaría el descontento de la grey bizantina, cuya importancia siempre tuvo presente.

Mientras Carlomagno estuvo vivo, San León pudo mantener el orden en la Santa Sede, pero tras la muerte del emperador, en 814, comenzaron las tormentas. Los sarracenos desembarcaron en las costas de Italia y se llevó a cabo otra conspiración para asesinar al Papa. Cuando por fin quedó restablecida la calma en la Santa Sede, era evidente que la salud del Pontífice se hallaba muy quebrantada. El 12 de junio de 816, murió San León, tras veinte años de pontificado. Su nombre se agregó al Martirologio Romano en 1673.

 

El pontificado de San León III pertenece, en gran parte, a la historia general. No existe ninguna biografía sobre él, ni más datos de los que se encuentran en el Líber Pontificalis (ed. Duchesne, vol. II, pp. 1-34). Hay una colección de cartas de este Papa: sobre todo, los informes que escribió a Carlomagno. Hay un relato sobre San León, extraído de los materiales mencionados y de crónicas posteriores, en Acta Sanctorum, junio, vol. III. Véase la obra de Mons. Mann, Lives of the Popes, vol. II (1906), pp. 1-110, donde se encuentra una bibliografía muy adecuada. El trabajo de Mons. Duchesne, Les premiers temps de l'état pontifical (1904), merece atención; entre las obras más recientes, véase en particular Das Kaisertum Karls d. Gr. (1928), de K. Heldmann y el Rendiconti della Pontificia Accademia Romana di Archeologia, vol. I (1923), pp. 107-119, así como un artículo de C. Huelsen sobre la vida de León III, en el Líber Pontificalis.

 

 

San Odulfo (c. 855 d.C.).

(12 de junio).

Entre los misioneros que ayudaron a San Federico en la evangelización de Frieslandia, el que obtuvo mayores triunfos fue, sin duda, San Odulfo. Hasta la fecha se encuentran todavía iglesias dedicadas a él, en Bélgica y Holanda.

Odulfo nació en Oorschot, en la región norte de Brabante; una vez ordenado sacerdote, se hizo cargo de la parroquia en su ciudad natal; pero al poco tiempo fue trasladado a Utrecht, donde atrajo la atención de San Federico, el obispo de la diócesis. Su elocuencia como predicador y su amplia cultura indujeron a Federico a enviarlo a la Frieslandia, cuyos habitantes sólo se hallaban parcialmente convertidos. Muchos años pasó San Odulfo en aquellas tierras y trabajó con muy buenos frutos. De acuerdo con las viejas crónicas, convertía a sus auditorios por medio de reiteradas instrucciones, prédicas, pláticas y admoniciones que condujeran a las gentes por el camino de la verdad, “hasta que, aquellos mismos hombres que podían haberse comparado con lobos feroces, se transformaron, por virtud de la doctrina del bien, en mansos corderos.” A pesar de que anduvo por todas las regiones de la Zanlandia, su centro de operaciones quedó establecido en Stavoren; ahí tenía una iglesia y fundó un monasterio. A pesar de las reiteradas invitaciones para que regresase a su país, perseveró en su tarea de misionero hasta una edad muy avanzada. Sólo entonces regresó a Utrecht, donde murió alrededor del año 855. Su cuerpo desapareció de la sepultura, quizá robado durante una incursión de los nórdicos y llevado a Inglaterra donde fue sepultado de nuevo, en la abadía de Evesham, en el año de 1034.

A principios del siglo trece, apareció una historia muy desagradable en m manuscrito inglés (Rawlinson A. 287, en la Bodleiana), comprendido en las Crónicas de Evesham. Se relata ahí que San Odulfo se hallaba en el acto de celebrar la misa el día de Pascua, cuando un ángel le ordenó que se apresurase a tomar un barco que habría de conducirlo al lugar donde su amigo San Federico se disponía a oficiar la misa, no obstante haber cometido un terrible pecado. El barco navegó hasta Utrecht con increíble rapidez, puesto que Odulfo tuvo tiempo de advertir a su amigo, de oír su confesión y de celebrar el santo sacrificio en su lugar. Inmediatamente después, San Federico desapareció para entregarse a la más rigurosa penitencia durante diez años y, en ese lapso Odulfo ocupó el cargo de obispo de Utrecht. Al cabo de los diez años, Federico transformado en un modelo de todas las virtudes, reanudó sus deberes episcopales y, a fin de cuentas, murió entre la veneración general por los milagros realizados. Por supuesto que, en la historia seria, no existe el menor fundamento para certificar ese acontecimiento tan escabroso, pero la inclusión de semejante narración es una curiosa ilustración sobre la tendencia medieval a dar crédito a cualquier fábula en la que, los personajes venerables, apareciesen como pecadores.

 

La biografía de San Odulfo impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. III, no es muy digna de confianza. Pertz la reeditó en parte, en MGH, Scriptores, vol. XV, pp. 356-358. Véase también a Macray, Chronicle of Evesham (Rolls Series), pp. 313-320 y a Stanton, en English Menology, pp. 265-267.

 

 

Santa Felícula, Mártir (c. 90 d.C.).

(13 de junio).

El culto a Santa Película está estrechamente relacionado con el que se tributa a Santa Petronila, y aun se ha llegado a afirmar que ambas eran hermanas adoptivas. Tanto una como la otra vivieron y fueron martirizadas en Roma hacia fines del siglo primero. La leyenda afirma que, tras de la muerte de Santa Petronila, el pretendiente que aspiraba a su mano, Contó Flaccus, puso a Santa Película en la alternativa de aceptar el matrimonio con él u ofrecer sacrificios a los ídolos. Como la muchacha rechazó indignada las dos proposiciones, Contó la denunció como cristiana a un funcionario que la detuvo y la encerró en un siniestro calabozo donde estuvo siete días, privada de agua y alimentos. Después fue entregada a las vestales, con instrucciones para que quebrantaran su resistencia a obedecer. Pero Película se mantuvo firme y no tocó las suculentas comidas que le ofrecieron si adoraba a los dioses y prefirió soportar el hambre otros siete días más. Entonces se le dio tormento en el potro y, al fin, fue ahogada en uno de los desaguaderos de la ciudad. San Nicomedes, un sacerdote romano, recuperó el cuerpo de la mártir y lo sepultó en la Vía Ardeatina, a la altura del séptimo hito. Varias iglesias de Roma, incluidas las de Santa Práxedes y la de San Lorenzo en Lucina, declaran poseer sus reliquias, pero no se sabe a ciencia cierta dónde se encuentran. Hubo otras santas llamadas Película en la misma ciudad y, si acaso llegan a descubrirse los restos de alguna de ellas, se le adjudicarán sin duda a la más famosa, a la hermana adoptiva de Santa Petronila.

 

Las actas de los Santos Nereo y Aquileo, de las que el relato anterior sobre Santa Película forma una especie de suplemento, están impresas en Acta Sanctorum, mayo, vol. III. Véase también el comentario de Fr. Delehaye en el Hieronymianum, p. 317 y cf. ibid. p. 306. Se encontrarán otras referencias en la bibliografía correspondiente a los Santos Nereo y Aquileo, el 12 de mayo.

 

 

Santa Aquilina, Mártir (¿fines del siglo III?).

(13 de junio).

En las primeras épocas del cristianismo los fieles de oriente profesaron gran veneración a Santa Aquilina, y su nombre aparece en casi todos los martirologios. San José el Himnógrafo compuso un oficio especial en su honor, con un himno en acróstico, es decir que la letra inicial de cada verso forma, en sucesión vertical, una loa a la santa, a la que el autor llama su madre espiritual. Aquilina era natural de Biblios, en Fenicia, hija de padres cristianos y bautizada por Eutalio, el obispo de aquella diócesis. Al cumplir los doce años, estalló la persecución de Diocleciano y la niña fue detenida y conducida ante el magistrado Volusiano. Ahí confesó abiertamente su fe y, cuando los halagos y las amenazas resultaron inútiles para doblegar su constancia, fue abofeteada por los soldados, azotada con látigos y, al fin, decapitada. Sus supuestas “actas” escritas en griego varios siglos después de su muerte, son poco dignas de confianza, aunque posiblemente contengan un fondo de verdad. La cabeza y el cuerpo de la pequeña mártir fueron arrojados a unos campos, lejos de la ciudad, y entonces apareció un ángel que volvió a reunirlos y devolvió la vida a Aquilina quien regresó a la ciudad y, al día siguiente, se presentó ante el juez Volusiano. Este, al ver viva a su víctima, se quedó paralizado y mundo de asombro, pero en cuanto se repuso de la sorpresa, mandó que metieran en prisión a la niña y volviesen a decapitarla. Sin embargo, al otro día, cuando los soldados entraron a la celda para cumplir con la sentencia, encontraron a Aquilina muerta. El juez insistió en que se llevase a cabo la ejecución y, cuando cortaron la cabeza al cadáver, de la herida salió leche en vez de sangre.

 

La pasión, en griego, se halla impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. III.

 

 

San Trifilo, Obispo de Nicosia (c. 370 d.C.).

(13 de junio).

Durante el siglo cuarto, la iglesia de Chipre tuvo entre sus jerarcas a dos hombres muy notables: San Espiridón y San Trifilo. (Spiridion y Triphillius, como se escriben sus nombres en el Martirologio Romano). El primero había sido un pastor de ovejas, en tanto que Trifilo, destinado por su familia a la profesión legal, había recibido una excelente educación en Beirut, en Siria. Era todavía muy joven cuando cambió de idea y se unió a San Espiridón, un hombre mucho mayor que él, como su discípulo y constante compañero. Juntos asistieron al Concilio de Sárdica, en 347, donde combatieron con ardor la herejía arriana. Se ignora en qué fecha se convirtió Trifilo en obispo de Leucosia (Nicosia). Aparte de haber sido un hombre muy instruido, fue un elocuente predicador y, al parecer, también escribió mucho. San Jerónimo, al referirse a sus facultades de orador y escritor, le describe como “el más elocuente de su época y el más celebrado durante el reinado de Constancio.” El mismo autor se refirió en otra parte a “Trifilo el de Creta, que de tal manera llenó sus escritos con las doctrinas y máximas de los filósofos, que no se sabe si admirar más su erudición secular o sus conocimientos de las Escrituras.” A veces, el buen obispo se adentraba por los terrenos de la poesía y así registró los milagros de su maestro, San Espiridón, en versos yámbicos. Se cree que su muerte ocurrió en el año 370. La iglesia hodigitria de Nicosia, venera todavía sus reliquias.

 

Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. III, donde se imprimió un texto bastante extenso tomado de un antiguo MS. del Synaxario de Constantinopla. Es conveniente comparar, sin embargo, la edición de Delehaye de este Synaxario, p. 173. En la revista chipriota Apostolos Barnabas (1934, pp. 181-188), aparece una “akolouthia” en honor del santo.

 

 

San Fándilas, Mártir (c. 852 d.C.).

(13 de junio).

San Fándilas nació en Cádiz, España, al principio del siglo IX, en tiempos de la ocupación musulmana. Después de haber hecho sus estudios en Córdoba, buscó seguir la vida religiosa y entró al monasterio de Tabán. Como se señaló por la santidad de su vida y dio ejemplo de las más altas virtudes, los religiosos del monasterio vecino de San Salvador solicitaron sus servicios como sacerdote. A pesar de su enérgica resistencia, fue elevado a la dignidad sacerdotal y prosiguió con mayor fervor sus penitencias, sus vigilias y sus oraciones; se aplicó a la humildad y a la práctica de todas las virtudes.

Abrasado por un celo ardiente para defender la fe, se presentó un día ante el juez y le predicó, elocuentemente, la doctrina del Evangelio. Expuso la perversidad de Mahoma y declaró que todos aquellos que se adhieren a su religión corrompida, serán castigados con suplicios eternos. El juez lo hizo arrestar inmediatamente y dio cuenta del incidente al rey. Este mostró una exagerada indignación, dio rienda suelta a una cólera desmesurada, ordenó el arresto del obispo, la matanza de cristianos y la venta de las mujeres en subasta pública. Felizmente, los gobernadores, estimando que no había proporción ninguna entre esta sentencia y la causa que la había motivado, se abstuvieron de ejecutarla. Sólo Fándilas fue arrestado y llevado a la muerte. Le cortaron la cabeza, y su cuerpo fue colgado de una horca al borde del Guadalquivir. Esto pasó hacia el año 852.

 

La vida de este santo nos fue conservada por San Eulogio, sacerdote de Córdoba, quien también fue martirizado, el 11 de marzo de 859, en su Memorial de Santos, vol. III, c. VII; P. L. CXV, col 804-805.

 

 

San Basilio el Grande, Arzobispo de Cesarea, Doctor de la Iglesia y Patriarca de los Monjes de Oriente (379 d.C.).

(14 de junio).

Basilio nació en Cesárea, la capital de Capadocia, en el Asia Menor, a mediados del año 329. Por parte de padre y de madre, descendía de familias cristianas que habían sufrido persecuciones y, entre sus nueve hermanos, figuraron San Gregorio de Nissa, Santa Macrina la Joven y San Pedro de Sebaste. Su padre, San Basilio el Viejo, y su madre, Santa Emelia, poseían vastos terrenos y Basilio pasó su infancia en la casa de campo de su abuela, Santa Macrina, cuyo ejemplo y cuyas enseñanzas nunca olvidó. Inició su educación en Constantinopla y la completó en Atenas. Allá tuvo como compañeros de estudio a San Gregorio Nazianceno, que se convirtió en su amigo inseparable y a Juliano, que más tarde sería el emperador apóstata. Basilio y Gregorio, los dos jóvenes capadocios, se asociaron con los más selectos talentos contemporáneos y, como lo dice éste último en sus escritos, “sólo conocíamos dos calles en la ciudad: la que conducía a la iglesia y la que nos llevaba a las escuelas.” Tan pronto como Basilio aprendió todo lo que sus maestros podían enseñarle, regresó a Cesárea. Ahí pasó algunos años en la enseñanza de la retórica y, cuando se hallaba en los umbrales de una brillantísima carrera, se sintió impulsado a abandonar el mundo, por consejos de su hermana mayor, Macrina. Esta, luego de haber colaborado activamente en la educación y establecimiento de sus hermanas y hermanos más pequeños, se había retirado con su madre, ya viuda, y otras mujeres, a una de las casas de la familia, en Annesi, sobre el río Iris, para llevar una vida comunitaria.

Fue por entonces, al parecer, que Basilio recibió el bautismo y, desde aquel momento, tomó la determinación de servir a Dios dentro de la pobreza evangélica. Comenzó por visitar los principales monasterios de Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia, con el propósito de observar y estudiar la vida religiosa. Al regreso de su extensa gira, se estableció en un paraje agreste y muy hermoso en la región del Ponto, separado de Annesi por el río Iris, y en aquel retiro solitario se entregó a la plegaria y al estudio. Con los discípulos, que no tardaron en agruparse en torno suyo, entre los cuales figuraba su hermano Pedro, formó el primer monasterio que hubo en el Asia Menor, organizó la existencia de los religiosos y enunció los principios que se conservaron a través de los siglos y hasta el presente gobiernan la vida de los monjes en la Iglesia de oriente. San Basilio practicó la vida monástica propiamente dicha durante cinco años solamente, pero en la historia del monaquismo cristiano tiene tanta importancia como el propio San Benito. [Las nuevas ideas de San Basilio fueron brillantemente expuestas por C. Butler en Cambridge Medieval Hist., vol. I, pp. 528-529.]

Por aquella época, la herejía arriana estaba en su apogeo y los emperadores herejes perseguían a los ortodoxos. En el año 363, se convenció a Basilio para que se ordenase diácono y sacerdote en Cesarea; pero inmediatamente, el arzobispo Eusebio tuvo celos de la influencia del santo y éste, para no crear discordias, volvió a retirarse calladamente al Ponto para ayudar en la fundación y dirección de nuevos monasterios. Sin embargo, Cesárea lo necesitaba y lo reclamó. Dos años más tarde, San Gregorio Nazianceno, en nombre de la ortodoxia, sacó a Basilio de su retiro para que le ayudase en la defensa de la fe del clero y de las Iglesias. Se llevó a cabo una reconciliación entre Eusebio Y Basilio; éste se quedó en Cesárea como el primer auxiliar del arzobispo; en realidad, era él quien gobernaba la Iglesia, pero empleaba su gran tacto para que se diera crédito a Eusebio por todo lo que él realizaba. Durante una época de sequía a la que siguió otra de hambre, Basilio echó mano de todos los bienes que le había heredado su madre, los vendió y distribuyó el producto entre los más necesitados; mas no se detuvo ahí su caridad, puesto que también organizó un vasto sistema de ayuda, que comprendía a las cocinas ambulantes que él mismo, resguardado con un delantal de manta y cucharón en ristre, conducía por las calles de los barrios más apartados para distribuir alimentos a los pobres. El año de 370 murió Eusebio y, a pesar de la oposición que se puso de manifiesto en algunos poderosos círculos, Basilio fue elegido para ocupar la sede arzobispal vacante. El 14 de junio tomó posesión, para gran contento de San Atanasio y una contrariedad igualmente grande para Valente, el emperador arriano. Por cierto que el puesto era muy importante y, en el caso de Basilio, muy difícil y erizado de peligros, porque al mismo tiempo que obispo de Cesárea, era exarca del Ponto y metropolitano de cincuenta sufragáneos, muchos de los cuales se habían opuesto a su elección y mantuvieron su hostilidad, hasta que Basilio, a fuerza de paciencia y caridad, se conquistó su confianza y su apoyo.

Antes de cumplirse doce meses del nombramiento de Basilio, el emperador Valente llegó a Cesárea, tras de haber desarrollado en Bitinia y Galacia una implacable campaña de persecuciones. Por delante suyo envió al prefecto Modesto, con la misión de convencer a Basilio para que se sometiera o, por lo menos, accediera a tratar algún compromiso. Sin embargo, ni las propuestas de Modesto, ni la amenazante intervención personal del emperador, lograron que el obispo accediese a callar sus objeciones contra el arrianismo o tolerar la admisión de los arríanos en la comunión. Promesas y amenazas fueron inútiles. “Nada menos que la violencia podrá doblegar a un hombre semejante,” según las propias palabras con que Modesto informó a su señor; pero éste no quería, tal vez por temor, recurrir a la violencia. El emperador Valente se decidió en favor del exilio y se dispuso a firmar el edicto; pero en tres ocasiones sucesivas, la pluma de caña con que iba a hacerlo, se partió en el momento de comenzar a escribir. Como el emperador era un hombre de carácter débil, quedó sobrecogido de temor ante aquella extraordinaria manifestación, confesó que, muy a su pesar, le admiraba la firme determinación de Basilio y, a fin de cuentas, resolvió que, en lo sucesivo, no volvería a intervenir en los asuntos eclesiásticos de Cesárea. Pero apenas terminada esta desavenencia, el santo quedó envuelto en una nueva lucha, provocada por la división de Capadocia en dos provincias civiles y la consecuente reclamación de Antino, obispo de Tiana, para ocupar la sede metropolitana de la Nueva Capadocia. La disputa resultó desafortunada para San Basilio, no tanto por haberse visto obligado a ceder en la división de su arquidiócesis, como por haberse malquistado con su amigo San Gregorio Nazianceno, a quien Basilio insistía en consagrar obispo de Sasima, un miserable caserío que se hallaba situado sobre terrenos en disputa entre las dos Capadocias. Mientras el santo defendía así a la Iglesia de Cesárea de los ataques contra su fe y su jurisdicción, no dejaba de mostrar su celo acostumbrado en el cumplimiento de sus deberes pastorales. Hasta en los días ordinarios predicaba por la mañana y por la tarde, a asambleas tan numerosas, que él mismo las comparaba con el mar. Sus fieles adquirieron la costumbre de comulgar todos los domingos, miércoles, viernes y sábados. Entre las prácticas que Basilio había observado en sus viajes y que más tarde implantó en su sede, figuraban las reuniones en la iglesia antes del amanecer, para cantar los salmos. Para beneficio de los enfermos pobres, estableció un hospital fuera de los muros de Cesárea tan grande y bien acondicionado, que San Gregorio Nazianceno lo describe como una ciudad nueva y con grandeza suficiente para ser reconocido como una de las maravillas del mundo. A ese centro de beneficencia llegó a conocérsele con el nombre de Basiliada, y sostuvo su fama durante mucho tiempo después de la muerte de su fundador. A pesar de sus enfermedades crónicas, con frecuencia realizaba visitas a lugares apartados de su residencia episcopal, hasta en remotos sectores de las montañas y, gracias a la constante vigilancia que ejercía sobre su clero y su insistencia en rechazar la ordenación de los candidatos que no fuesen enteramente dignos, hizo de su arquidiócesis un modelo del orden y la disciplina eclesiásticos.

No tuvo tanto éxito en los esfuerzos que realizó en favor de las iglesias que se encontraban fuera de su provincia. La muerte de San Atanasio dejó a Basilio como único paladín de la ortodoxia en el oriente, y éste luchó con ejemplar tenacidad para merecer ese título por medio de constantes esfuerzos para fortalecer y unificar a todos los católicos que, sofocados por la tiranía arriana y descompuestos por los cismas y las disensiones entre sí, parecían estar a punto de extinguirse. Pero las propuestas del santo fueron mal recibidas, y a sus desinteresados esfuerzos se respondió con malos entendimientos, malas interpretaciones y hasta acusaciones de ambición y de herejía. Incluso los llamados que hicieron él y sus amigos al Papa San Dámaso y a los obispos occidentales para que interviniesen en los asuntos del oriente y allanasen las dificultades, tropezaron con una casi absoluta indiferencia, debido, según parece, a que ya corrían en Roma las calumnias respecto a su buena fe. “¡Sin duda a causa de mis pecados, escribía San Basilio con un profundo desaliento, parece que estoy condenado al fracaso en todo cuanto emprendo!”

Sin embargo, el alivio no había de tardar, desde un sector absolutamente inesperado. El 9 de agosto de 378, el emperador Valente recibió heridas mortales en la batalla de Adrianópolis y, con el ascenso al trono de su sobrino Graciano, se puso fin al ascendiente del arrianismo en el oriente. Cuando las noticias de estos cambios llegaron a oídos de San Basilio, éste se encontraba en su lecho de muerte, pero de todas maneras le proporcionaron un gran consuelo en sus últimos momentos. Murió el lo. de enero de 379, a la edad de cuarenta y nueve años, agotado por la austeridad en que había vivido, el trabajo incansable y una penosa enfermedad. Toda Cesárea quedó enlutada y sus habitantes lo lloraron como a un padre y a un protector; los paganos, judíos y cristianos se unieron en el duelo. Setenta y dos años después de su muerte, el Concilio de Calcedonia le rindió homenaje con estas palabras: “El gran Basilio, el ministro de la gracia quien expuso la verdad al mundo entero.” Indudablemente que fue uno de los mas elocuentes oradores entre los mejores que la Iglesia haya tenido; sus escritos le han colocado en lugar de privilegio entre sus doctores. En la Iglesia de oriente la fiesta principal de San Basilio se celebra el 1° de enero.

Muchos de los detalles relevantes en la vida de San Basilio se encuentran en sus cartas, de las cuales se conserva una extensa colección. En una de ellas nos cuenta que él pedía un cumplimiento estricto de la disciplina, lo mismo entre clérigos que entre laicos, y que cierto diácono, que no era malo, pero sí rebelde y un poco alocado y que solía presentarse en medio de un grupo de muchachas que cantaban himnos y bailaban, tuvo que vérselas con él; con igual determinación combatió la simonía en los puestos eclesiásticos y la admisión de personas indignas entre el clero; luchó contra la rapacidad y la opresión de los funcionarios y llegó a excomulgar a todos los complicados en la “trata de blancas,” una actividad muy difundida en Capadocia. Podía reconvenir con temible severidad, pero prefería las maneras suaves y gentiles; como un ejemplo, están sus cartas a una muchacha descarriada y a un clérigo colocado en un puesto de gran responsabilidad, que se estaba mezclando en política; muchos ladrones que sólo aguardaban ser entregados a los jueces para sufrir un castigo terrible, fueron amparados por el santo y devueltos a sus casas en completa libertad, pero con una imborrable amonestación sobre sus conciencias. Pero tampoco se quedaba callado Basilio cuando eran los acaudalados y poderosos quienes quebrantaban sus deberes. “¡Os negáis a dar con el pretexto de que no tenéis lo suficiente para vuestras necesidades!,” exclamó en uno de sus sermones. “Pero en tanto que vuestra lengua os excusa, vuestra mano os acusa: ¡ese anillo que resplandece en vuestro dedo os denuncia como mentiroso! ¡Cuántos deudores podrían ser rescatados de la prisión con uno de esos anillos! ¡Cuántas pobres gentes ateridas por el frío se cubrirían con uno solo de vuestros guardarropas! ¡Y sin embargo, vosotros dejáis ir a los pobres de vuestras puertas, con las manos vacías!” No era únicamente a los ricos a quienes imponía la obligación de dar. “¿Dices que tú eres pobre? Bien; pero siempre habrá otros más pobres que tú. Si tienes lo bastante para mantenerte vivo diez días, aquel hombre no tiene suficiente para vivir uno... No tengáis temor de dar lo poco que tengáis. No coloquéis nunca vuestros propios intereses antes que la necesidad común. Dad vuestro último mendrugo de pan al mendigo que os lo pide y confiad en la misericordia de Dios.”

 

En cierto sentido, el material informativo para la vida de San Basilio el Grande es muy abundante. Su correspondencia, las cartas de San Gregorio Nazianceno y otros contemporáneos, las crónicas de historiadores como Sócrates, Sozomeno y otros posteriores, las oraciones fúnebres de los dos Gregorios, los panegíricos de San Efrén, de Anfiloquio, etc., sumados a los escritos teológicos y ascéticos del propio San Basilio, son múltiples datos que iluminan su historia. En el Acta Sanctorum, junio, vol. III, los bolandistas le dedican un artículo de más de 100 páginas y aun imprimen la biografía apócrifa que se le atribuye, erróneamente a San Anfiloquio. Hay una traducción inglesa de las cartas de San Basilio, hecha por R. J. Deferrari, en la Loeb Classical Library, 3 vols. (1926-1930); desgraciadamente, no tuvieron ahí la debida atención las cuestiones críticas de autenticidad y de fechas. Sobre las enseñanzas ascéticas de San Basilio y sobre su llamada “Regla,” se encontrarán informaciones en La Doctrine ascétique de S. Basile (1932), en S. Basil and Monasticism, de M. G. Murphy (1930) y sobre todo en Die Beiden Regeln des Basilius que escribió F. Laun, en Zeistchrift f. Kirchengeschichte, vol. XLIV (1933), pp. 1-61. Véase a W. L. Clarke, en S. Basil the Great (1913) y Ascetic Wridngs (1925), así como L'ascése monastique de S. Basile (1949). Hay un buen artículo de G. Bardy en DGH., vol. VI (1931) y otro de Berdenhewer, titulado, Gesctiichte der altkirchlichen Literatur, vol. III y en DCB, vol. I, además de un estudio de M. Bessiéres, La Correspondence de S. Basile (1923), que completa los artículos publicados por el mismo autor en el Journal of Theological Studiex (1920-1922). Hay un breve estudio del P. Allard (serie de Les Saints), así como los esbozos del Dr. A. Fortescue en The Greek Fathers (1908) y el Eastern Saints de D Attwater.

 

 

Santos Valerio y Rufino, Mártires (c. 287 d.C.).

(14 de junio).

Casi todos los martirologios que existen en el occidente, hacen mención de los santos Valerio y Rufino, martirizados en Soissons o en sus proximidades, a fines del siglo tercero. De acuerdo con algunos de los relatos, eran dos misioneros que formaban parte del grupo enviado desde Roma para evangelizar aquella región de las Galias. Pero otras narraciones afirman que fueron dos muchachos galo-romanos que desempeñaban el cargo de guardianes en los graneros de alguno de los puestos del imperio a lo largo del río Vesle. De cualquier manera, lo que interesa es que Valerio y Rufino eran cristianos y practicaban su religión abiertamente. Al desatarse la persecución de Diocleciano, los dos jóvenes, al tanto de que eran hombres marcados para un destino fatal, huyeron a esconderse en una cueva de alguno de los bosques vecinos. Ahí se les descubrió y fueron aprehendidos. Después de haber confesado sus creencias, fueron brutalmente azotados y sometidos a diversas torturas que soportaron con entereza; al fin, se les condenó a morir degollados. En el sitio donde fueron sepultados se erigió una iglesia y, con el tiempo, surgió ahí la ciudad francesa de Bazoches.

 

Los dos breves textos de la supuesta pasión de estos santos están impresos en el Acta Sanctorum, junio, vol. III, pero hay otro, mucho más extenso, escrito por Pascasio Radbertus. El hecho de que los dos nombres figuren en este día en el Hieronymianum, nos permite suponer que, desde tiempos antiguos, se veneró a los dos mártires, pero eso es todo lo que se puede saber sobre ellos, en concreto.

 

 

San Metodio, Patriarca de Constantinopla (847 d.C.).

(14 de junio).

Los griegos profesan una gran veneración a San Metodio, patriarca de Constantinopla, debido a la importancia del papel que desempeñó en la lucha contra los iconoclastas y su derrota final, así como por la heroica resistencia con que soportó las persecuciones y, en consecuencia, le honran con los títulos de “el Confesor” y “el Grande.”

Metodio era natural de Sicilia y, en Siracusa, su ciudad natal, recibió una excelente educación. Se trasladó a Constantinopla con el objeto de conseguir un puesto en la corte, pero ahí conoció a un monje que llegó a tomarle gran afecto y, por consejo de éste, decidió abandonar el mundo por la vida religiosa. Construyó un monasterio en la isla de Kios, pero apenas comenzaba a formar su comunidad, cuando fue llamado a Constantinopla por el patriarca Nicéforo. En 815, durante la segunda etapa de la persecución iconoclasta, bajo el reinado de Leo el Armenio, adoptó una actitud firme y valiente en favor de la veneración a las imágenes sagradas. Inmediatamente después de la deposición y el exilio de San Nicéforo, partió Metodio a Roma, probablemente con el encargo de informar al Papa, San Pascual I, sobre la situación y ahí se quedó hasta la muerte del rey León V de Constantinopla. Se alentaban grandes esperanzas de que el sucesor, Miguel el Tartamudo, favoreciese a los cristianos y, en 821, San Metodio regresó a Constantinopla con una carta del Papa San Pascual al emperador, en la que pedía la reinstalación de San Nicéforo. Pero tan pronto como Miguel el Tartamudo leyó la misiva, montó en cólera; acusó a Metodio de agitador profesional que buscaba crear la sedición, y mandó que fuese desterrado, luego de recibir una tunda de azotes.

Se afirma que, en vez de desterrarlo, se le encerró durante siete años en una especie de tumba o mausoleo junto con dos ladrones; uno de estos murió pronto, pero el santo y su compañero de infortunio fueron abandonados en su estrecha prisión hasta cumplir la condena. En este punto debemos aclarar que hay pruebas contradictorias sobre el lugar en que fue hecho prisionero San Metodio y la naturaleza del edificio que le sirvió de cárcel. El caso es que Metodio, al quedar en libertad, era un esqueleto en el que apenas quedaba un soplo de vida; sin embargo, conservaba entero su espíritu y, en poco tiempo se restableció. Entonces se inició una nueva persecución, propiciada por el emperador Teófilo, y Metodio fue llevado a su presencia. Ahí se le echaron en cara sus pasadas actividades subversivas y se le acusó de haber incitado al Papa a escribir la famosa carta. El santo repuso con firmeza que todo era falso y aprovechó la ocasión para manifestar su punto de vista sobre el culto a las imágenes, con estas palabras: “Si una imagen tiene tan poco valor a vuestros ojos, ¿por qué cuando renegáis de las imágenes de Cristo no condenáis también la veneración que se rinde a vuestras propias representaciones? ¡Lejos de renegar de vuestras imágenes, las multiplicáis continuamente!”

La muerte del emperador, en 842, hizo que ascendiera al trono su viuda, Teodora, como regente de su pequeño hijo Miguel III; la emperatriz se declaró favorecedora y protectora de las imágenes. Cesaron las persecuciones, los clérigos desterrados volvieron del exilio y, en un lapso de treinta días, las sagradas imágenes quedaron reinstaladas en las iglesias de Constantinopla, entre el regocijo general. Juan el Gramático, un iconoclasta, fue depuesto del patriarcado, y se instaló a San Metodio en su lugar.

Entre los principales acontecimientos que señalaron el patriarcado de San Metodio, figura la realización de un sínodo en Constantinopla para confirmar los decretos promulgados en el Concilio de Nicea sobre los iconos; la institución de una ceremonia religiosa, llamada la fiesta de la ortodoxia, que todavía se celebra en el primer domingo de Cuaresma; y el traslado de los restos de Su antecesor, San Nicéforo, a Constantinopla. Por otra parte, aquel período de reconciliación quedó empañado por una acre disputa con los monjes estuditas, que antes habían sido los partidarios más ardientes de San Metodio. Al parecer, una de las causas de la desavenencia fue la condenación de ciertos escritos de San Teodoro el Estudita, por parte del patriarca. Tras de haber ocupado el puesto durante cuatro años, San Metodio murió de hidropesía, el 14 de junio de 847. En vida fue un prolífico escritor, pero de las muchas obras poéticas, teológicas y de controversia que se le atribuyen, sólo quedan algunos fragmentos que tal vez no sean auténticos. Sin embargo, en tiempos modernos y gracias a ciertas pruebas manuscritas recientemente descubiertas, las autoridades en la materia se inclinan a creer que realmente fue San Metodio el autor de algunos escritos hagiográficos que aun se conservan, especialmente “La Vida de San Teófanes.”

 

Las fuentes de información para la historia de San Metodio son muy considerables. Para empezar, tenemos una biografía anónima, escrita en griego, que se encuentra en el Acta Sanctorum, junio, vol. III. En unos tres o cuatro documentos biográficos hay abundancia de datos sobre distintas etapas de su carrera: un estudio de San Miguel Syncello, publicado por el Instituto Arqueológico Ruso de Constantinopla en 1906; las Actas de los santos David y compañeros, en la Analecta Bollandiana, vol. XVIII (1899), pp. 211-259; dos extensos escritos de San Juanico, impresos en el Acta Sanctorum, noviembre, vol. II. También hay otros materiales que pertenecen más bien a la historia secular, sobre todo la continuación de Teófanes. El artículo sobre San Metodio de V. Laurent, en DTC., vol. X (1928), cc. 1597-1606, contiene una bibliografía notablemente precisa y clara. Ahí se llama la atención sobre los artículos publicados por el P. Pargoire en los Echas d'Oriente, vol. VI (1902); véase también ahí, en pp. 385-401 (1935), las observaciones de Fr. Grumel. Conviene consultar a Dobschütz, en Methodius und die Studiten, del Byzantinische Zeitschrift, 1909, pp. 41-105 y el Regestes des Patriarches de Constantinople, 1935, fascículo 2.

 

 

Santos Anastasio, Félix y Digna, Mártires (c. 852 d.C.).

(14 de junio).

San Anastasio era un sacerdote de Córdoba, hombre venerable que había sido elevado al sacerdocio después de largos años pasados en el estado monástico. Al día siguiente del martirio de San Fándilas (ver el 13 de junio), se presentó ante los cónsules de la ciudad y atacó también él, en términos vehementes, a los enemigos de la fe. Inmediatamente le cortaron la cabeza. Al mismo tiempo ejecutaron a un monje llamado Félix, originario de Getulia, en África, que había venido por azar a España; allí se había convertido y abrazado el estado monástico. Ambos cuerpos, decapitados, se exhibieron junto al río, como el de San Fándilas.

En la tarde de ese mismo día, martirizaron igualmente a una joven religiosa, llamada Digna. Esta que, a causa de su profunda humildad, se consideraba la última de todas sus hermanas, decía con frecuencia de la manera más emocionante: “No me llaméis Digna, sino Indigna, porque mi nombre debe expresar lo que soy.” Durante un sueño vio a Santa Ágata deslumbrante de belleza y con lirios y rosas en sus manos. La santa mártir le dio una rosa roja, exhortándola a combatir valerosamente por Cristo. Desde entonces, Digna sintió un vivo deseo de martirio y, cuando los rumores de la ejecución de Anastasio y de Félix llegaron hasta ella, comprendió que su hora había llegado. Salió secretamente del monasterio y se presentó ante el juez para reprocharle abiertamente los asesinatos que acababa de cometer con hombres sin más culpa que la de adorar al verdadero Dios y de confesar a la Trinidad Santísima.

A su vez, Digna fue decapitada y colgada, como los mártires que le precedieron. La Iglesia ha reunido a estos tres mártires el día 14 de junio para rendirles culto.

 

Estas historias nos han sido conservadas, como la de San Fándilas, por el sacerdote Eulogio de Córdoba, Memorial de Santos, vol. III, c. VIII. P. L. vol. CXV, col. 805-806.

 

 

Santos Vito, Modesto y Crescencia, Mártires (c. 300 d.C.).

(15 de junio).

El culto a estos tres santos se remonta a tiempos muy antiguos; sus nombres aparecen en el llamado martirologio de San Jerónimo, o Hieronymianum, y puede darse por cierto que eran tres cristianos que dieron su vida por la fe en la provincia romana de Lucania, en el sur de Italia. Nada se sabe, en realidad, sobre su historia o las circunstancias de su martirio; incluso la fecha de su muerte es muy incierta. Posiblemente, como lo afirma la tradición, eran naturales de Sicilia, pero sus leyendas son fabulosas recopilaciones que datan de tiempos muy posteriores. En 775, se llevaron a París las supuestas reliquias de San Vito, y de ahí se trasladaron a Corvey, en Sajonia, en 836. Desde entonces se extendió tanto la veneración por este santo en Alemania, que se incluyó su nombre entre los Catorce Santos Protectores y se le consideró como patrono especial de los epilépticos y de los afectados por esa enfermedad nerviosa que se conoce con el nombre de “Baile de San Vito;” tal vez por eso se le tiene también por protector de los bailarines y actores. Asimismo, se le invocaba contra el peligro de las tormentas, contra el exceso de sueño, las mordeduras de perros rabiosos y de serpientes y contra todos los daños que las bestias puedan hacer a los hombres. En consecuencia, a menudo se le representa acompañado de alguna fiera.

La historia que refieren las leyendas populares puede resumirse como sigue: Vito era el hijo único de un senador siciliano, llamado Hylas. Entre la edad de siete y doce años, fue convertido al cristianismo y se le bautizó sin el consentimiento de sus padres. Las numerosas conversiones que consiguió y los espectaculares milagros que realizó llamaron la atención de Valeriano, gobernador de Sicilia, quien se confabuló con Hylas para obligar al muchacho a que renunciara a su fe. Pero ni los halagos, ni las amenazas, ni aun los sufrimientos físicos, doblegaron la constancia de Vito. A impulsos de una inspiración divina, escapó de su casa y de Sicilia, junto con su tutor Modesto y su sierva Crescencia. Un ángel llevó con bien la frágil embarcación en que huyeron hasta las costas de Lucania; ahí permanecieron durante algún tiempo, ocupados en predicar el Evangelio a las gentes del lugar y sostenidos por el alimento que, a diario, les traía un águila. Después caminaron hasta Roma, donde San Vito curó al hijo del emperador Diocleciano, al lanzar fuera, en nombre de Cristo, los malignos espíritus que le poseían; pero en vista de que Vito y sus compañeros se negaron rotundamente a ofrecer sacrificios a los dioses, las gentes atribuyeron sus poderes sobrenaturales a la magia, a pesar de las protestas de los cristianos, quienes aseguraban que les venían del único Dios verdadero. A pedido de la muchedumbre, Vito fue sumergido en un caldero con plomo derretido, alquitrán y resinas, del que salió tan ileso corno si hubiese tomado un baño de agua fresca. Entonces metieron al joven a la jaula de un león hambriento que no hizo más que lamerle mansamente los pies. Decididos a terminar con Vito, los verdugos le ataron al potro de hierro lo mismo que a Modesto y Crescencia; tiraron de sus miembros hasta descoyuntarlos y se disponían a darles muerte con la espada, cuando se desencadenó una tempestad furiosa que destruyó muchos templos de ídolos y acabó con la vida de multitud de paganos. En medio de la tormenta bajó del cielo un ángel que cortó las ligaduras que ataban a los tres mártires al potro. El mismo espíritu celestial los sacó de Roma y los condujo a Lucania, donde murieron los tres tranquilamente, agotados por sus sufrimientos.

 

Los varios textos del acta de San Vito y compañeros, se hallan debidamente registrados en BHL., junto con los relatos sobre las traslaciones de sus reliquias (nos. 8711-8723). Los más importantes de esos documentos se encuentran impresos en Acta Sanctorum, junio, vol. III. También existe una versión en griego sobre la historia y, de ella se extrajeron las notas que figuran en los sinaxarios. Véase la edición de Delehaye del Constantinopolitanum, c. 751. Todos estos documentos indican que, al principio, se veneró sólo a San Vito y que los nombres de Modesto y Crescencia se unieron al suyo, después de que algún escritor fabricó la historia que ahora conocemos. Mucho se ha escrito sobre el culto a estos mártires. Véase, por ejemplo, a Lanzoni, en Le Diócesi d'Italia, pp. 320-322 y a Huelsen, en La Chiesa di Roma nel medio evo, pp. 499-500. En Corvey sobre todo, debido a la presencia de las supuestas reliquias, se le dedicó mucho interés a San Vito, como puede verse, por ejemplo, en Abhandlungen úber Corveyer Geschichtsschreibung (1906), pp. 49-100 y en Die Reichsobtei Corvey (1928). En Sicilia, las gentes acuden todavía a la pequeña iglesia dí Regalbuto, a rogar a San Vito que devuelva la cordura a los locos, como lo cuenta en un folleto Mons. Salvatore, bajo el título de Breve Storia di S. Vito, publicado en 1934.

 

 

San Hesiquio, Mártir (¿302? d.C.).

(15 de junio).

Todo lo que sabemos sobre San Hesiquio proviene de las “Actas” —consideradas auténticas— de San Julio, un mártir de Durostorum, en Moesia (la actual Silistria, en Bulgaria), alrededor del año 302. Cuando San Julio era conducido al lugar de su ejecución, Hesiquio se le acercó para decirle: “Ruego a Dios, Julio, que llegues a cumplir felizmente tu sacrificio, que recibas tu corona y que pueda yo seguirte pronto. ¡Lleva mis cariñosos saludos a Pasicrates y a Valencio!” (Estos eran otros dos cristianos, amigos suyos, que habían sido martirizados muy poco tiempo antes).

Julio se apresuró a abrazar a Hesiquio, al tiempo que le respondía: “¡Apresúrate a venir, hermano! Nuestros amigos ya oyeron tu mensaje; yo puedo verlos de pie, a mi lado, como te veo a ti.”

La ejecución de San Hesiquio tuvo lugar poco tiempo después del martirio de San Julio. Al primero se le honra como “mártir de Durostorum” en el Hieronymianum, el 15 de junio, lo mismo que en el actual Martirologio Romano. El P. Delehaye lo identifica con el San Hesiquio que la Iglesia de oriente venera el 19 de mayo, junto con otros compañeros anónimos, todos los cuales fueron martirizados en Constantinopla. Es muy probable que los restos de San Hesiquio fueran llevados a Constantinopla, cuyos habitantes (lo mismo que los de otros lugares) tenían derecho a proclamar santo local a cualquier mártir, cuyos restos hubiesen sido trasladados a la ciudad.

 

Véase a Delehaye, Les Origines du Culte des Martyrs, pp. 248-249 y 285-286; asimismo puede consultarse su artículo, Saints de Thrace et de Mésie, en la Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp. 161-300. Para San Julio, ver la fecha del 27 de mayo.

 

 

San Tatiano Dulas, Mártir (¿310? d.C.).

(15 de junio).

Alrededor del año 310, un prefecto de Silicia llamado Máximo presidió un tribunal en el promontorio de Zefirio. El primero de los prisioneros que compareció ante él era un cristiano muy bien conocido en la región, que había sido detenido por su fe. Al pedírsele que diera sus pormenores, dijo llamarse Tatiano, a pesar de que todos sus conocidos le llamaban Dulas y, por cierto que era un dulos, (siervo), un verdadero siervo de Cristo. Como se negase a adorar a los dioses, el magistrado ordenó que fuese apaleado hasta que entrara en razón. Mientras se le administraba el castigo, profería alabanzas en alta voz, por habérsele concedido el privilegio de confesar el santo nombre de Cristo. Posteriormente fue sometido a un riguroso interrogatorio durante el cual, mantuvo el santo un alto espíritu de dignidad y entereza y no tuvo escrúpulos en denunciar a los dioses paganos como trozos de madera y de piedra trabajados por las manos del hombre. “¿Te atreves a decir que el gran dios Apolo es una obra de las manos del hombre?,” le preguntó el prefecto gravemente. Como respuesta, Dulas citó la fracasada persecución de Apolo a la bella Dafne y, con un marcado tono de ironía, preguntó cómo era posible que a un ser tan sensual y licencioso y además tan impotente, se le considerase como a un dios. Ante aquella salida, el juez, hondamente indignado, mandó que le azotaran en el vientre y le asaran luego en una parrilla. Pero ni aun aquellas horribles torturas doblegaron al confesor. Al otro día, cuando fue conducido de nuevo ante el tribunal, reanudó sus críticas a los dioses, y se castigó su osadía con el tormento de colocarle brasas sobre la cabeza y obligarle a sorber pimienta por la nariz. A pesar de que se negó a tocar los alimentos que habían sido previamente ofrecidos a los dioses, le metieron en la boca grandes porciones y le obligaron a tragar, de manera que casi se ahogaba. Inmediatamente después, se le colgó por los brazos y se desgarraron sus carnes con garfios de acero. Al otro día, Máximo debía regresar a Tarso y había dado órdenes para que todos los prisioneros cristianos, encadenados, fuesen llevados en la comitiva; pero Dulas, completamente agotado por sus sufrimientos, cayó muerto en cuanto la caravana se puso en marcha. Su cuerpo fue arrojado en una zanja y ahí lo descubrió poco después el perro de un pastor. Los cristianos rescataron las reliquias y les dieron honorable sepultura.

 

Este mártir parece ser el mismo “Dulas” ejecutado en Nicomedia un 25 de marzo y a quien mencionan todos los textos del Hieronymianum. Véase el comentario de Delehaye en p. 160. Sobre esta cuestión, contamos también con los testimonios, más dignos de confianza, del antiguo Breviarium sirio, de nuevo el 25 de marzo y con la mención de Nicomedia como el lugar de su martirio. De aceptarse esta identificación, resulta claro que la pasión griega, impresa por los bolandistas en el siglo dieciocho, bajo la fecha del 15 de junio, en el Acta Sanctorum (junio, vol. III) y resumida en el artículo anterior, no es auténtica, como lo afirman sus editores, sino muy sospechosa. Sin embargo, no se ha podido comprobar la identidad del mártir de Nicomedia con Tatiano Dulas. Resulta significativo que el Sinaxario de Constantinopla (véase la edición de Delehaye, cc. 750-751) relata la misma historia, pero sólo habla de Dulas y omite el nombre de Tatiano.

 

 

San Landelino, Abad (c. 686 d.C.).

(15 de junio).

San Landelino fue honrado durante varias generaciones como el fundador de las grandes abadías de Lobbes y de Crespin y otras dos menos conocidas. Pero es muy poco lo que sabemos sobre su vida. Nació alrededor del año 625 en Vaux, cerca de Baume, de padres francos, quienes confiaron la educación del pequeño a San Auberto, obispo de Cambrai. Pero al cumplir los dieciocho años, Landelino se emancipó de toda tutela, escapó de casa y se unió a malas compañías que le llevaron a cometer robos y otros delitos. La muerte repentina y trágica de uno de sus asociados, despertó en él la conciencia del peligro que corría su alma. Inmediatamente decidió volver al lado de San Auberto como un humilde penitente y, poco después, anunció su determinación de retirarse a Lobbes, un lugar donde había vivido con sus antiguos amigos, para purgar con la penitencia y la soledad sus pasadas culpas. Pero muy pronto se encontró rodeado por discípulos que deseaban seguir su ejemplo; de aquel grupo surgió la famosa abadía de Lobbes.

San Landelino, que se consideraba absolutamente indigno de gobernar una comunidad religiosa, constituyó a su discípulo, San Ursmar, como el primer abad, y él mismo partió, primero hacia Aulne y de ahí a Wallens donde, según algunos de sus biógrafos, nacieron otras comunidades en torno suyo. Todavía en busca de soledad, penetró junto con San Adelino y San Domiciano, en el extenso bosque que ocupaba el territorio entre Mons y Valenciennes. Hasta ahí le siguieron nuevos discípulos que fundaron la abadía de Crespin, a la que el propio Landelino se vio obligado a gobernar. Sin embargo, todo el tiempo que le dejaban libre sus obligaciones, lo pasaba en la oración y penitencia, en una celda alejada del resto de la comunidad. Al parecer, murió alrededor del año 686.

 

Hay dos breves biografías de San Landelino que pretenden ser de fecha muy antigua, pero la primera de ellas fue escrita más de un siglo después de su muerte y no se la puede considerar como segura. Esa biografía fue editada críticamente en el MGH. Scriptores Merov, vol. VI, pp. 433-444. Tal vez encontremos material más digno de confianza en la biografía en verso de San Ursmar y en la Gesta Abbatum Labbiensium. Sobre la vida de San Ursmar escribió K. Strecke un bien documentado artículo, en el Neues Archiv de 1933, pp. 135-158. Véase también a J. Warichez en L'Abbaye de Lobbes (1909), pp. 5 y ss.; U. Berliére, en Monasticisme Belge, vol. I, pp. 200 y ss.; Van der Essen, Etude critique sur les Saints mérovingienes (1907), pp. 126-133.

 

 

Santa Edburga de Winchester, Virgen (960 d.C.).

(15 de junio).

En los calendarios de los santos se hallan incluidas tres princesas anglosajonas con el nombre de Edburga. La monja que se venera en este día fue la nieta del rey Alfredo y la hija del rey Eduardo el Viejo con su tercera esposa, Edgiva. Parece que sus padres la destinaron a la vida religiosa desde la cuna y decidieron poner a prueba su vocación cuando sólo tenía tres años: su padre la sentó sobre sus rodillas, le mostró una estampa donde aparecía la figura de un cáliz y el libro de los Evangelios y otra ilustración que representaba un monte de joyas resplandecientes; entonces, le preguntó a la niña cuál de las dos cosas le gustaría tener. La pequeña Edburga observó los collares y brazaletes con evidente disgusto, pero extendió los brazos ansiosamente hacia los objetos sagrados. En consecuencia, Edburga ingresó en la abadía que su abuela, la viuda del rey Alfredo, había fundado en Winchester. Con el tiempo, llegó a ser abadesa y adquirió gran fama por la generosidad de sus caridades, su humildad y sus milagros. Se cuenta que frecuentemente se levantaba en mitad de la noche, cuando todas las monjas dormían, y hacía una ronda por las celdas para recoger calladamente las sandalias de cada una, limpiarlas y volverlas a dejar en su sitio, junto al lecho.

 

Santa Edburga, cuyo nombre, al igual que otros apelativos anglosajones, se escribe y se pronuncia de muy distintas maneras, recibió un culto considerable en toda la región de Worcestershire y las comarcas vecinas, debido quizá a que sus reliquias, o parte de ellas, se conservaban en Pershore. Véase la lista de menciones en el santoral hecha por Stanton en su Menology, p. 271. El relato que hicimos en nuestro artículo, proviene casi exclusivamente de los escritos de Guillermo de Malmesbury, pero también existe una biografía, que aún no ha sido impresa, escrita por Osberto de Clare, un contemporáneo de Malmesbury. Asimismo, en el Gotha MS, hay una biografía sin publicar: para ella, véase Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), p. 100, no. 54. La fama de Santa Edburga radica principalmente en los milagros que, según se cree, han obrado sus reliquias; hay un breve resumen de ellos en uno de los manuscritos de Harley, en el Museo Británico.

 

 

San Bardo, Arzobispo de Mainz (1053 d.C.).

(15 de junio).

Bardo nació alrededor del año 982 en la ciudad de Oppershofen, en la comarca de Welterau, sobre la ribera derecha del Rin. Sus padres, que estaban emparentados con la emperatriz Gisela, le enviaron a la abadía de Fulda para que se educara; ahí mismo tomó el hábito. Posteriormente, sus antiguos compañeros de estudio recordaban que a menudo le encontraban absorbido por la lectura de los escritos de San Gregorio relacionados con los deberes de los pastores (Regula Pastoralis) y, en esas ocasiones, solía indicar a sus sorprendidos amigos: “Pues ya lo ven; es posible que alguna vez se le ocurra a uno de tantos reyes tontos hacerme obispo, si no encuentran a otro mejor para desempeñar el puesto: por lo tanto, procuro aprender cómo ser obispo, por si llega el caso.” Alrededor del año 1029, el emperador Conrado II le nombró abad de Kaiserswerth y, poco después, superior en Horsfeld. Pero aún se le reservaban puestos más altos. En 1031, después de la muerte de Aribo, fue elegido para ocupar la importante sede metropolitana de Mainz. En su alto cargo conservó la sencillez y la austeridad del monje, sin dejar por ello de distribuir espléndidas limosnas y ofrecer magnífica hospitalidad, como correspondía a un obispo. Todas las clases sociales le tenían en grande estima, pero le amaban sobre todo los pobres que entraban a la residencia episcopal como a su casa y a quienes Bardo protegió y defendió siempre contra sus opresores.

El arzobispo desempeñó un papel sobresaliente en dos sínodos realizados en Mainz y que presidió el Papa León IX, para refrenar la simonía e imponer el celibato eclesiástico. En una de aquellas visitas, el Papa convenció a Bardo para que redujese sus mortificaciones y austeridades, puesto que afectaban su salud y amenazaban con acortarle la vida. Si bien siempre fue extraordinariamente severo para consigo mismo, mostraba una misericordia inagotable hacia los demás; nunca expresó una palabra de reconvención o resentimiento contra los que le insultaron o le hicieron daño deliberadamente. Cierta vez, en su propia mesa, hablaba contra el vicio de la intemperancia, cuando advirtió a un jovenzuelo que se mofaba de él e imitaba sus gestos y ademanes. Calló el arzobispo y se quedó mirando fijamente al majadero durante unos instantes; luego, en vez de pronunciar la amonestación indignada que todos los comensales esperaban, tomó uno de sus platos más finos y hermosos, puso en él algunos alimentos y lo extendió al jovenzuelo al tiempo que le instaba a comer y a quedarse con el precioso recipiente. Un hombre de tan buen corazón corno Bardo no podía dejar de ser compasivo con los animales. Tenía una colección de aves raras; a muchos de sus pajarillos los domesticó, y era de verse cómo todos acudían a comer en su mano. Murió el 10 de junio de 1053 y su desaparición fue lamentada por todos los habitantes de la comarca, lo mismo cristianos que herejes y judíos.

 

Hay una breve biografía escrita por Fulkold, capellán del sucesor de Bardo en la sede de Mainz. Pertz la editó en MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 317-321. Como fuente de información es mucho mejor que la biografía más extensa de un monje anónimo de Fulda, que tuvo acceso a Mabillon y los bolandistas, pero prefirió extenderse en los lugares comunes biográficos. Véase a H. Bresslau, en Jahrbücher des Deutschen Reichs unter Konrad II (1879), pp. 473-479; F. Schneider, Der H. Bardo (1871); C. Will, Regesten sur Gesch der Mainzer Erzbischofe, vol. I (1877), pp. 165-176; Strunck y Giefers, Westfalia Sánela (1855), pp. 143-153.

 

 

Santos Ferreol y Ferrucio, Mártires (c. 212 d.C.).

(16 de junio).

San Ireneo, obispo de Lyon, ordenó como sacerdote a Ferreol y como diácono a Ferrucio (Ferjeux) y, en seguida, los envió a predicar el Evangelio en Besangon y las comarcas vecinas. Tal vez hayan sido griegos, aunque lo más probable es que fueran dos jóvenes galos que estudiaron en occidente, donde quedaron bajo la influencia del cristianismo. (Su historia legendaria afirma que fueron convertidos por San Policarpio). Después de trabajar con éxito en su misión durante unos treinta años, fueron detenidos a causa de su fe, sometidos a diversas torturas y, por fin, condenados a morir decapitados. La ejecución se llevó a cabo alrededor del año 212, probablemente durante el reinado de Caracalla. Se dice que sus reliquias fueron descubiertas en el año 370, en Besancon, y se sepultaron en un lugar de honor por disposición del obispo Aniano. Los restos de los mártires eran objeto de gran veneración en los días de San Gregorio de Tours, quien afirma que su cuñado se alivió de una grave dolencia, por un favor de los santos. La hermana de San Gregorio había ido a orar a la tumba de los mártires y, al apoyarse en el sarcófago para ponerse de pie, terminadas sus plegarias, cogió distraídamente las hojas de un ramo que se encontraba ahí. Pensó que se trataba de un aviso providencial y, en cuanto llegó a casa, puso a hervir las hojas y dio a beber la infusión a su marido que, gracias a eso, recuperó la salud. No debe confundirse a este San Ferreol con otro santo del mismo nombre, martirizado en Viena (18 de septiembre), y a quien menciona más de una vez el propio San Gregorio de Tours. Hay un importante testimonio sobre el culto que se rendía a San Ferreol y a San Ferrucio, en el “Missale Gothicum” (c. 700 d.C.), donde aparece una misa propia en honor suyo. En vista de que esa misa se encuentra justamente antes de la que corresponde a San Juan Bautista, parece muy probable que desde aquella época se hubiese señalado el 16 de junio como el día de su fiesta.

 

Hay dos o tres breves textos de la pasión de estos santos (ver, por ejemplo, el Acta Sanctorum, junio, vol. IV); pero ninguno de los documentos tiene valor histórico. Ferreol y Ferrucio están citados en el Hieronymianum como mártires de Besancon, pero en la fecha del 5 de septiembre. Véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. I, pp. 48-62; W. Meyer, en la Abhandlugen de la Sociedad Científica de Góttingen, n.s., vol. VIII (1904), parte I, pp. 69 y ss.; y Les Martyrologes Historiques, p. 74 (la nota), de Quentin.

 

 

Santos Ciríaco y Julita, Mártires (¿304? d.C.).

(16 de junio).

Cando los edictos de Diocleciano contra los cristianos se aplicaban con la máxima severidad en Licaonia, una viuda llamada Julita, que vivía en Iconio, juzgó prudente retirarse de un distrito donde ocupaba una posición prominente y buscar un refugio seguro bajo un régimen más clemente. En consecuencia, tomó consigo a su hijo Ciríaco o Quiricio, [El nombre aparece escrito de muy diversas maneras: Cirico, Ciricio, Ciríaco. En el Martirologio Romano se halla registrado ahora como Quirico. En francés se cambia por Cyr o Cirgues.] de tres años de edad, a dos de sus servidoras y escapó hacia Seleucia. Ahí quedó consternada al descubrir que la persecución era todavía más cruel, bajo la dirección de Alejandro, el gobernador y, por lo tanto, continuó su huida hasta Tarso. Su arribo a la ciudad fue inoportuno, puesto que coincidió con el de Alejandro; algunos de los miembros de la comitiva del gobernador reconocieron al pequeño grupo de peregrinos. Casi inmediatamente, Julita fue detenida y encerrada en la prisión. Al comparecer ante los jueces del tribunal que iba a juzgarla, llevaba a su hijo de la mano y denotaba una absoluta serenidad. Julita era una dama de noble linaje con muy vastas y ricas posesiones en Iconio, pero en respuesta a las preguntas sobre su nombre, posición social y lugar de nacimiento, sólo afirmó que era cristiana. En consecuencia, el proceso no tuvo lugar y se la condenó a recibir el castigo de los azotes atada a las estacas. Antes de que se cumpliera con la sentencia, le fue arrebatado su hijo Ciríaco, a pesar de sus lágrimas y sus protestas. En la leyenda sobre estos santos se dice que Ciríaco era un niño muy hermoso y que el gobernador lo tomó en sus brazos y lo sentó sobre sus rodillas, en un vano intento para que dejase de llorar. La criatura no quería más que volver al lado de su madre y extendía sus brazos hacia ella mientras la azotaban y, cuando Julita gritó, en medio de la tortura: “¡Soy cristiana!,” el niño repuso como un eco: “¡Yo soy cristiano también!”

En un momento dado, a impulsos de la ansiedad por librarse de las manos que le retenían y correr hacia su madre, el chiquillo comenzó a debatirse y, como Alejandro se esforzaba por contenerle, le propinó algunas patadas y le rasguñó la cara. La actitud del niño, completamente natural en aquellas circunstancias, encendió la cólera del gobernador. Se levantó hecho una furia, alzó a la criatura por una pierna y lo arrojó con fuerza sobre los escalones, al pie de su tribuna; el cráneo se le fracturó y quedó muerto al instante. Julita lo había presenciado todo desde las estacas donde estaba atada, pero en vez de manifestar su dolor, levantó la voz para dar gracias a Dios por haber concedido a su hijo la corona del martirio. Su actitud no hizo más que aumentar el furor de Alejandro. Este mandó que desgarrasen los costados de la infortunada mujer con los garfios, que fuese decapitada y que su cuerpo, junto con el de su hijo, fuera arrojado a los basureros en las afueras de la ciudad, con los restos de los malhechores. Sin embargo, después de la ejecución, el cadáver de Julita y el de Ciríaco fueron rescatados por las dos criadas que habían traído desde Iconio, quienes los sepultaron sigilosamente en un campo vecino Cuando Constantino restableció la paz para la Iglesia, una de aquellas servidoras reveló el lugar donde se hallaban enterrados los restos de los mártires y los fieles acudieron en tropel a venerarlos. Se dice que las supuestas reliquias de San Ciríaco se trasladaron de Antioquía durante el siglo cuarto, por iniciativa de San Amador, obispo de Auxerre. Esto extendió el culto por este niño santo, en Francia, con el nombre de San Cyr, pero en realidad no hay ninguna prueba concreta para relacionar a los santos históricos Julita y Ciríaco, si aceptamos su existencia, con la ciudad de Antioquía. A pesar de que posiblemente fueron martirizados un 15 de julio, fecha en que se conmemora su fiesta en el oriente, el Martirologio Romano los festeja el 16 de junio.

Es una pena tener que descartar una historia tan conmovedora y a la que tanto crédito se dio durante la Edad Media en oriente y occidente; pero la leyenda, tal como se ha conservado en todas sus formas, es positivamente una ficción. Las “Actas de Ciríaco y Julita” fueron proscritas en el decreto de Pseudo-Gelasio en relación con los libros que no debían ser leídos y, a pesar de que esta ordenanza no procedía del Papa San Gelasio, llega hasta nosotros revestida con la autoridad de su antigüedad y de haber sido generalmente aceptada. El padre Delehaye favorece la opinión de que Ciríaco fue el verdadero mártir y el personaje central de la leyenda fabricada posteriormente. Tal vez procedía de Antioquía, como se afirma en el Hieronymianum, pero lo cierto es que su nombre aparece solo y no unido al de Julita en muchas inscripciones y dedicatorias de iglesias y lugares diversos, en toda Europa y el Cercano Oriente.

 

Las muy diversas formas en que se ha conservado la leyenda hasta nuestros días, son un testimonio de su popularidad. En las tres divisiones de la Bibliotheca Hagiographica que publicaron los modernos bolandistas, se encontrarán coleccionados los diversos textos. En la Graeca se mencionan cinco de esos documentos (n.n. 314-318), en la Latina figuran ocho (n.n. 1801-1808) y en la Orientalis dos (n.n. 193-194). Más de uno de esos textos se imprimió en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV. Sobre toda la cuestión conviene consultar a Delehaye en Origines du culte des Martyrs, pp. 167-168 y su CMH., pp. 321 y 254. Ver también el Sitzungsberichte de la Academia Prusiana, escrito por Dillmann en 1887, vol. I, pp. 339-352; el Zeitschrift f. Kirchengeschichte, 1910, pp. 1-47, de H. Stocks; Rom. Mosaiken und Malerein (1924), vol. II, parte II, pp. 685-694 y vol. IV, pp. 179-181, de Wilpert.

 

 

San Ticón, Obispo de Amato (¿siglo V?).

(16 de junio).

Todo lo que se puede afirmar con certeza sobre San Ticón, es que, en épocas muy antiguas, ocupó la sede episcopal de Amato, el sitio donde ahora se encuentra la ciudad de Limassol, en Chipre, y que durante varios siglos gozó de gran veneración por parte de los habitantes de la isla, quienes le llaman “el Milagroso” y le consideran el patrón de los viñadores. Los dos puntos de su vida que subrayan sus biógrafos, son estos: era hijo de un panadero y, cuando niño, acostumbraba a distribuir entre los pobres el pan que su padre le mandaba a vender; al enterarse el panadero, se indignó; pero al abrir la puerta de la bodega donde guardaba su harina, la encontró, por un milagro, llena a reventar, de manera que sus pérdidas quedaban ampliamente recompensadas. El segundo punto se relaciona con la época en que Ticón era obispo; por entonces poseía una pequeña viña, pero no tenía cepas qué plantar en ella. Cierto día tomó la rama de la vid que otro viñador había arrojado por considerar que estaba muerta y la plantó en sus tierras, mientras elevaba una plegaria para solicitar de Dios cuatro mercedes: que la savia volviese a circular por la rama seca, que la cepa produjese abundante fruto, que las uvas fuesen dulces y que maduraran pronto. Desde entonces, en la viña del obispo Ticón los racimos maduraban mucho tiempo antes que en cualquiera de los otros viñedos de la comarca, y esa fue la razón por la que se celebra la fiesta de San Ticón y se procede a la bendición de los viñedos, el 16 de junio, pero sólo en la región de Limassol, porque en otras comarcas de Chipre no se celebra la vendimia sino varias semanas después.

A pesar de que no se puede dar ningún crédito a su legendaria historia, y no obstante los esfuerzos que han hecho recientemente algunos escritores alemanes, sobre todo H. Usner, para identificarlo con el dios pagano Príapo, se puede aceptar como cierto que San Ticón fue un personaje real y un prelado de la Iglesia cristiana. Basándose en la tradición de que las uvas de Limassol maduraron antes de tiempo gracias a San Ticón, desde tiempos remotos y como parte de las ceremonias que se realizan el 16 de junio, se exprime el jugo de un racimo dentro de un cáliz. Hasta el fin del siglo sexto, la tumba de San Ticón era un sitio muy visitado por los peregrinos y, durante el siglo nueve, San José el Himnógrafo, compuso un oficio en su honor.

 

Hay una biografía en griego sobre San Ticón, impresa y editada por H. Usener, en Der Heilige Tychon (1907). Esta biografía fue escrita por San Juan el Limosnero (véase el 23 de enero) y, desde el punto de vista literario, es un elegante ejemplo de la composición greco-bizantina, pero en el campo de los hechos históricos, es muy poco lo que dice. Previamente había sido impreso un resumen de ese texto en la Analecta Bollandiana, vol. XXVI (1907), pp. 229-232 del MS., París, 1488. Véase a Delehaye en Analecta Bollandiana, vol. XXVIII (1909), pp. 119-122, el Rheinisches Museum (1908), pp. 304-310, de A. Brinkmann, así como la nota sobre San Ticón en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV.

 

 

Santos Nicandro y Marciano, Mártires (siglo IV).

(17 de junio).

Alban Butler puso su confianza en Ruinart y aceptó como auténticas las “actas” de estos santos. Por cierto que la narración no puede considerarse como un documento histórico, pero sí es una favorable demostración del arte del biógrafo que se propuso embellecer un hecho trivial con detalles ficticios. Si seguimos, más o menos la presentación que le dio Butler, la historia es corno sigue:

Hacía tiempo que Nicandro y Marciano prestaban sus servicios en el ejército romano, cuando se proclamaron los edictos contra los cristianos y, como ambos lo eran, renunciaron a la carrera militar. Su renuncia fue considerada como una deserción y, los dos soldados, perseguidos como criminales, fueron aprehendidos y llevados ante Máximo, el gobernador de la provincia. El magistrado les informó que había una orden imperial para que todos los ciudadanos ofreciesen sacrificios a los dioses. Nicandro repuso que semejante mandato no rezaba para los cristianos, quienes consideraban contrario a su ley renegar de su Dios inmortal para adorar figuras de piedra y de madera. Daría, la esposa de Nicandro, presente en el proceso, se dirigió a su esposo para alentarlo, pero Máximo la interrumpió bruscamente. “¡Calla, mujer malvada!, le dijo. ¿Por qué te empeñas en que muera tu marido?” “Yo no deseo su muerte, replicó Daría, sino que viva en Dios para que nunca muera.” El magistrado desvirtuó el sentido de las palabras de la mujer e insinuó que, en realidad, Daría buscaba la manera de deshacerse de Nicandro para tomar otro marido. “Si eso es lo que sospechas, dijo indignada; manda que me maten a mí primero.”

A Máximo le pareció inútil prolongar la discusión con la apasionada Daría, le ordenó que callase y se dirigió a Nicandro: “Tómate el tiempo necesario para deliberar contigo mismo, le dijo, si prefieres vivir o morir.” “Ya tengo tomada mi decisión, respondió Nicandro: “estoy cierto de que mi salvación es lo primero.” El juez comprendió que había decidido salvar la vida y estaba dispuesto a ofrecer sacrificios a los dioses, pero no tardó en desengañarlo el reo, quien comenzó a orar en voz alta y expresó su alegría ante la perspectiva de morir y librarse para siempre de los peligros y tentaciones de este mundo. “¿Qué estás diciendo?, inquirió el gobernador. ¿Hace apenas unos instantes quenas vivir y ahora pides la muerte?” Nicandro replicó inmediatamente: “Deseo la vida que es inmortal, no la pasajera existencia en este mundo. A ti te entrego voluntariamente mi cuerpo; haz con él lo que te plazca. ¡Soy cristiano!” “¿Y qué dices tú a todo esto, Marciano?, inquirió el juez dirigiéndose al otro acusado. Marciano declaró que su opinión era enteramente igual a la de su compañero. Entonces Máximo, exasperado, mandó que los dos reos fuesen arrojados a un calabozo y suspendió la sesión.

Veinte días pasaron los dos soldados en un agujero estrecho sin aire ni luz, del que fueron sacados para comparecer de nuevo ante el gobernador. Este les preguntó si ya estaban dispuestos a obedecer el edicto del emperador y Marciano se encargó de responderle: “Nada de lo que puedas decir hará que abandonemos nuestra religión o neguemos a Dios. Por la fe le tenemos presente ante nosotros y sabemos que nos llama a Sí. Te suplicamos que no nos detengas por más tiempo y que nos mandes rápidamente a Aquél que fue crucificado, al que tú no conoces, puesto que te atreves a blasfemar de Su nombre; pero al que nosotros honramos y adoramos.” El gobernador declaró que estaba obligado a obedecer las órdenes del emperador y pidió disculpas a los reos por tener que condenarles a morir decapitados. Los mártires expresaron su gratitud con estas palabras: “La paz sea contigo, juez clemente.”

Marcharon alegremente al lugar de la ejecución; entonando a coro alabanzas al Señor. Detrás del cortejo iba Daría, la esposa de Nicandro y el hijo pequeño de éste en los brazos de Papiniano, hermano del mártir San Pasicrates. También la esposa de Marciano seguía al cortejo, pero ella no mantenía la misma serenidad de los demás, antes bien gemía y se mesaba los cabellos con desesperación. Ya para entonces, había hecho todo lo posible para apartar a Marciano de su resolución; sobre todo, había tratado de conmoverle por medio del cariño al hijo pequeño que iba a dejar desamparado. En el lugar de la ejecución, Marciano tomó en brazos a su hijo, lo besó con ternura y clamó, con los ojos levantados al cielo: “¡Señor mío, todopoderoso; toma Tú a este niño bajo tu protección!” Después lo entregó a su esposa y, como un reproche por su falta de fe, le pidió que se alejara pronto de ahí, porque seguramente no podría soportar verle morir. La esposa de Nicandro, en cambio, no se apartaba de su lado y le exhortaba de continuo a conservar su entereza y su alegría frente a la muerte. “Manten fuerte tu corazón, mi señor, le decía. Yo he vivido diez años en la casa sin tenerte conmigo y nunca dejé de orar para que se me concediera la dicha de verte de nuevo. Ahora tengo ese consuelo: estoy al lado tuyo en el camino a la gloria y seré la esposa de un mártir. Entrega a Dios, como se debe, tu testimonio de la Verdad, a fin de que también a mí me libre de la muerte eterna.” Se apartó de él con una última súplica para que sus sufrimientos y sus plegarias sirviesen al propósito de obtener para ella la misericordia divina. El verdugo cubrió los ojos de los dos reos arrodillados y, con certeros golpes de su espada, les cortó la cabeza. Era un 17 de junio, según se afirma en las “actas” de estos mártires.

El intento de desacreditar esta narración tan natural y tan sobria, podría parecer la acción de algún apasionado iconoclasta, pero el caso es que entre los numerosos relatos diferentes sobre el mismo episodio, no hay el más mínimo acuerdo en cuanto al sitio donde tuvo lugar el martirio, en cuanto a los nombres de los ejecutados (puesto que Nicandro y Marciano se hallan colocados a menudo “junto con otros mártires) y en cuanto a la fecha en que se les conmemora. Nadie ha dudado jamás de que las “actas” tienen algún fundamento histórico, ni de que hayan existido realmente Nicandro y Marciano; pero hay cuatro regiones distintas en diversos países que reclaman la gloria de haber sido el escenario de su martirio: Durostorum, en Moesia o sea Bulgaria; Tomi o Constanza, en lo que hoy es Rumania; Alejandría, en Egipto; y Vanafro, en Italia, donde todavía se veneran sus supuestas reliquias. El padre Delehaye, bolandista, comparte la creencia de que los santos fueron martirizados en Durostorum. En su opinión, el culto de Nicandro y Marciano fue importado a Italia; respecto a la inclusión de esos nombres en la lista de mártires de Egipto en el Hieronymianum, Delehaye sugiere que algún copista descuidado, que conocía la historia de los dos mártires de Durostorum, leyó el nombre de Marciano, lo asoció en su mente con el de Nicandro y escribió juntos los dos apelativos, aunque no se tratase de los mismos personajes.

El Martirologio Romano conmemora en la fecha de hoy a los Santos Nicandro y Marciano, martirizados en “Venafro,” pero también el 5 de junio, celebra a los Santos Marciano, Nicanor y compañeros, que sufrieron el martirio en “Egipto.”

 

La pasión de la que Alban Butler tomó su relato, se halla impresa en el Acta Sincera de Ruinart. Hay otra versión en latín y griego en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV y otra más en el vol. I. Los demás textos están en BHL., n.n. 5260, 6070-6074 y BHG., n.n. 1194-1330; B. Latysev, Menologii bysantini saeculi x quae supersunt, vol. II, pp. 16-17 y 27-30. Consúltese también a Delehaye en Analecta Bollandiana, vol. XXXI (1912), pp. 268-272 y vol. XI (1922), pp. 54-60; sus Origines du culte des Martyrs, pp. 249-250, etc.; y su CMH., pp. 305 y 323; y los Studi e Testi, del P. Franchi de Cavalieri, vol. XXIV (1912), pp. 141-157.

 

 

San Besarion (siglo IV).

(17 de junio).

Se profesa una gran veneración a San Besarion en el oriente, donde su nombre, con algunas variantes, se impone a menudo en la pila bautismal; por ejemplo, el padre de José Stalin se llamaba Vissarion. Nuestro santo era natural de Egipto y, en cuanto se sintió llamado a seguir el camino de la perfección, se fue a vivir al desierto. Primero fue discípulo de San Antonio y después de San Macario. Se dice que no vivía bajo techo, sino que pasaba el tiempo en marcha de un sitio a otro para quedarse a descansar donde le sorprendía el cansancio; observaba un estricto silencio y mortificaba su carne con ayunos y penitencias; se afirma que, en una ocasión, resistió los cuarenta días de la Cuaresma de pie sobre una zarzas y sin probar bocado. Su caridad hacia todos los que se acercaban a él en busca de consuelo, le condujo tan cerca de la perfección, que el cielo le dotó con el poder de obrar milagros, como el de hacer potable el agua salada y provocar la lluvia en tiempos de sequía, caminar sobre las aguas del Nilo y vencer a los demonios. Lo mismo que otros muchos padres del desierto, San Besarion vivió hasta una edad muy avanzada. Sus admiradores le compararon con Moisés, Josué, Elías y San Juan Bautista.

El Martirologio Romano cita en el día de hoy a San Besarion, pero en el oriente, se le conmemora el 6 de junio.

 

Los datos que hemos dado se tomaron de un panegírico sobre el santo de su nombre, escrito por el gran cardenal Besarion. Ese mismo texto fue impreso, con una introducción, por Peter Joannou en Analecta Bollandiana, vol. LXV (1947), pp. 107-138. El cardenal tomó sus datos de los Sinaxarios griegos. Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. III. Los tres Besarion que se mencionan en DHG., vol. VIII, cc. 1180-1181, son la misma persona, al parecer.

 

 

San Hipacio, Abad (¿446? d.C.).

(17 de junio).

En el suburbio de Calcedonia llamado La Encina que dio su nombre al infame seudo-sínodo que condenó a San Juan Crisóstomo, cierto funcionario consular cuyo nombre era Rufino, construyó una iglesia dedicada a San Pedro y San Pablo, junto con un monasterio adyacente. La comunidad que vivió ahí y atendió la iglesia, tuvo su época de prosperidad, pero a la muerte del fundador los monjes se dispersaron, el convento y la iglesia quedaron abandonados y muy pronto adquirieron la reputación de que albergaban fantasmas y ánimas en pena. Como nadie se atrevía a penetrar ahí, los edificios quedaron abandonados durante años, hasta que un santo asceta llamado Hipacio y sus dos compañeros, Timoteo y Mosquion, se decidieron a ocuparlos, luego de haber recorrido la Bitinia en busca de un sitio a donde retirarse. Llevaban poco tiempo de habitar entre las ruinas, cuando comenzaron a llegar los discípulos y muy pronto se reunió una gran comunidad que reparó los daños del tiempo en la iglesia y el monasterio. Hipacio gobernó el convento durante muchos años y, después de su muerte, el lugar tomó su nombre.

La vida de San Hipacio ha llegado hasta nosotros en la forma de una biografía escrita por Callinico, uno de los monjes que, en su deseo por glorificar al abad, con frecuencia da rienda suelta a su imaginación o a su credulidad. De acuerdo con el biógrafo, San Hipacio nació en Frigia y fue educado por su padre, un hombre culto y estudioso que tenía la ambición de que su hijo siguiese sus pasos. Sin embargo, Hipacio se inclinó siempre hacia la vida religiosa. A la edad de dieciocho años, tras una despiadada paliza que le propinó su padre, escapó de la casa y, a impulsos de una admonición sobrenatural, se dirigió hacia la Tracia. Ahí trabajó como pastor durante un tiempo bastante largo. Un sacerdote que le oyó cantar, se interesó por él y le enseñó el Salterio y los cánticos. Tal vez por consejo de aquel sacerdote, Hipacio se unió a un solitario, un antiguo soldado llamado Jonás, con quien vivió entregado a la oración y una penitencia tan rigurosa, que, según cuenta la leyenda, ambos se abstenían de comer o de beber, a veces, durante cuarenta días consecutivos. Por fin, un día, el padre de Hipacio descubrió el escondite de su hijo y hubo una patética reconciliación.

Posteriormente, Hipacio y Jonás se trasladaron a Constantinopla, donde éste último se quedó a vivir. Hipacio cruzó los estrechos para ir al Asia Menor otra vez e, instalado en las ruinas del monasterio de Rufino, emprendió una misión para revivir la práctica de la religión. Cuando llegó a gobernar a una gran comunidad de monjes, se constituyó en un paladín de la ortodoxia. Aun antes de que los errores de Nestorio fuesen condenados por la Iglesia, el abad hizo que se borrara el nombre del jerarca de los libros oficiales de su iglesia, a pesar de las protestas del obispo Eulalio de Calcedonia. Cuando San Alejandro Akimetes y sus monjes huyeron de Constantinopla a Bitinia, fue Hipacio quien les dio hospitalidad generosa en su monasterio. Asimismo, cuando estaban a punto de realizarse los proyectos para reanudar los Juegos Olímpicos en Calcedonia, sin ninguna oposición por parte del obispo Eulalio, la vehemencia con que Hipacio declaró que él y sus monjes perderían la vida antes que permitir el restablecimiento de semejantes prácticas paganas, acabó por deshacer los planes.

Debemos decir que los comentaristas y los críticos ponen en tela de juicio la autenticidad histórica de estos relatos. Incluso se duda de la existencia de Eulalio, puesto que no se ha podido encontrar ningún registro sobre ese obispo de Calcedonia; su nombre no aparece entre los signatarios del Concilio de Efeso, en 431, ni en los del “Concilio del Latrocinium,” en 449. Por otra parte, es cierto que, en el año 451, hubo un Eleuterio, obispo de Calcedonia. San Hipacio, apodado “el estudioso de Cristo,” se hizo famoso por sus supuestos milagros y profecías. Al parecer, murió a mediados del siglo quinto, a la edad de ochenta años. Se cita su nombre en esta fecha en el Martirologio Romano, donde se dice que era natural de Frigia.

 

La extensa biografía escrita por Callinico, en griego, se imprimió en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, pero desgraciadamente, el texto se encuentra incompleto. Los discípulos de H. Usener, hicieron una edición crítica (1895) de otro manuscrito completo. Consúltese a H. Mertel, en Die Biograph. Form der griech, Heiligenlegenden (1909). Parece que Hipacio fue particularmente invocado en la iglesia griega, como protector contra las bestias feroces; véase a Franz, Kirchlichen Benediktionen, vol. II, p. 143.

 

 

San Avito, Abad (¿530? d.C.).

(17 de junio).

Al fin de un artículo de estudio sobre San Avilo y los santos de Micy, en la Analecta Bollandiana, el padre Albert Poncelet S. J. insta a sus lectores para que lleguen a la convicción de que existe una amplia diferencia entre las “pruebas del culto” y las narraciones biográficas. “La primera, es decir, la prueba del culto, atestigua la existencia real del santo y el hecho de que se le rinde devoción desde hace tiempo. Pero hacemos frente a un asunto enteramente distinto, al tratar con biografías recopiladas dos o tres siglos después de la muerte del héroe, que a menudo contienen una colección de tradiciones muy dignas de confianza. Por el honor del santo y en el interés de una buena y auténtica biografía, hay que ir con extremo cuidado para no dejarse arrastrar por aquéllos que, no contentos con venerar a los santos, imaginan que el respeto por ellos incluye una especie de canonización de las fábulas con que la posteridad ha pretendido enaltecer su gloria; desgraciadamente, no siempre corresponde la recopilación de los hechos con la piedad del autor.”

Es indudable que San Avito fue un personaje real. San Gregorio de Tours nos informa que era un abad en la región de Francia que formaba la antigua provincia de Perché, que suplicó en vano al rey Clodomiro para que perdonara la vida a San Segismundo de Burgundia, a su esposa y a sus hijos, a quienes el monarca tenía presos, y que fue enterrado cerca de Orléans, donde se le veneraba grandemente. San Gregorio visitó la Iglesia que se había erigido en su honor; él mismo indica, al hablar de los milagrosos poderes atribuidos al santo, que un ciudadano de Orléans, al negarse a observar la fiesta de Avito porque necesitaba trabajar en su huerto, fue castigado con una penosa enfermedad de la que no sanó hasta que hubo visitado la iglesia del santo para rendirle el homenaje que le debía. Esto es todo lo que sabemos sobre San Avito, a pesar de sus numerosas biografías, ninguna de las cuales es anterior al siglo noveno. Todas ellas forman parte de una tentativa que se hizo cuando la abadía de Micy recuperó su prestigio bajo el gobierno de los benedictinos, para dar lustre y esplendor a una poco gloriosa época de su historia pasada, por el procedimiento de incluir en la lista de sus antiguos abades a varios santos venerados en las regiones de Orléans y Le Mans, pero de quienes apenas si se sabía algo.

La leyenda de San Avito aparece con muchas variaciones en las supuestas biografías y afirma que ingresó a la abadía de Micy como hermano lego. Su ignorancia, rayana en la simpleza, fue el motivo de que todos le despreciaran, a excepción del abad, San Maximino, que reconoció la santidad de Avito y le nombró celador. Pero éste prefirió abandonar la abadía y buscar la soledad. A la muerte de Maximino, los monjes de Micy buscaron a Avito y le eligieron abad. Pero tras una breve estancia en la abadía, escapó de nuevo y se llevó consigo a San Calais (Carilefus), para vivir en la reclusión en los límites del Perché. Cuando llegaron otros monjes para imitarlos, San Calais se retiró a los bosques de Maine; pero el rey Clotario construyó una iglesia y una abadía para San Avito y sus compañeros, en el lugar que ahora se conoce como Cháteadun. Ahí murió en el año 530 (?).

 

Para el texto sobre la vida de San Avito, véase el Acta Sanctorum, junio, vol. IV; los bolandistas imprimieron otro texto completo en su catálogo de manuscritos hagiográficos de la Biblioteca de Bruselas, vol. I, pp. 57-63. B. Krusch reeditó algunos trozos de ese texto en MGH., Scriptores Mérov., vol. III, pp. 380-385. El artículo de Albert Poncelet al que nos referimos arriba, se halla en la Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), PP. 5-97.

 

 

San Nectan (¿siglo VI?).

(17 de junio).

El sepulcro de San Nectan, que se encuentra en Hartland de Devonshire, fue el centro de un culto que parece haber sido impulsado por los canónigos agustinos, guardianes de la tumba en la Edad Media. También se le veneraba en Cornwall, especialmente en Launceston, donde todavía se celebra una feria el 17 de junio, día de su fiesta. Se erigieron o dedicaron capillas en su honor, con el nombre de San Nighton, en las vecindades de Lostwithiel, de Newlyn y tal vez de Tintagel, que está cerca del famoso lugar de recreo llamado “Estanque de San Nighton.” Guillermo de Worcester y otros escritores de épocas posteriores, como Nicholas Roscarrock, dicen que el santo fue el mayor de los veinticuatro hijos de Brychan, rey de Gales, en cuyo honor se nombró Brecknock a una ciudad irlandesa. Es posible que el santo haya sido un misionero irlandés que llegó a Inglaterra y fundó iglesias en Devon y en Cornwall. Pero en realidad no se sabe nada de su verdadera historia. Todo lo que el de Worcester puede decirnos sobre él, se concreta a esto: “... Y el venerable Nectan, al abrirse paso a través de un cerrado bosque, con la intención de hacer exploraciones en aquellos distritos, se encontró con los bandoleros en el sitio que hasta hoy se conoce como New Town (es decir New Stoke), donde más tarde se erigió una iglesia en su honor. Porque aquel día, el décimo quinto antes de las calendas de julio, los bandidos le decapitaron; pero el venerable Nectan recogió su propia cabeza y, con ella en sus brazos, caminó una distancia de medio estadio, hasta la fuente junto a la cual moraba. Ahí depositó la cabeza, bañada por su sangre, sobre una piedra; las huellas sangrientas de aquel crimen y de aquel milagro se ven todavía sobre la misma piedra.” Esta es la transcripción de un trozo de la biografía del santo.

La vida de San Nectan escrita en el siglo doce, que salió a la luz en el Gotha, M. S. I, 81, en el año de 1937 y que fuera traducida por el canónigo Doble (ver la nota al final), aporta pocos datos nuevos; no obstante, contiene informaciones interesantes sobre el sepulcro del santo y algunas valiosas descripciones de la vida y costumbres en Hartland durante la Edad Media.

 

El mejor de los intentos hechos para reunir el incoherente material informativo sobre San Nectan, es el del canónigo Doble en el no. 25 de sus Cornish Saints, titulado St. Nectan and the Children of Brychan (1930); la traducción que hizo de la biografía aparece en A Book of Hartland (1940), editado por L. D. Thornley y que fue reimpreso el mismo año. Véase también DCB., vol. IV, pp. 10-11 y LBS., vol. IV, pp. 1-2. Sobre todo, consultar Analecta Bollandiana, vol. LXXI (1953).

 

 

San Herve o Harvey, Abad (siglo VI).

(17 de junio).

Hervé es uno de los santos más populares en Bretaña y figura ampliamente en las trovas y baladas del folklore local. En una época, su fiesta era de obligación en la diócesis de León. Su culto, centrado al principio en Lanhouarneau, Le Menez-Bré y Porzay, se extendió mucho en el año 1002, gracias a una distribución de sus reliquias, y llegó a ser general en toda la región de Bretaña. Con la excepción del nombre de Yves, ningún otro apelativo se impone más que el de Hervé a los niños bretones en la pila bautismal. Los juramentos solemnes se hacían sobre las reliquias del santo hasta el año de 1610, cuando el “Parlamento” impuso la obligación de que los juramentos en declaraciones legales se hiciesen únicamente sobre los Evangelios. Desgraciadamente, por falta de informaciones concretas, es imposible reconstruir la verdadera historia de San Hervé. Su leyenda, tal como se relata en un antiguo manuscrito en latín, dice lo siguiente:

Durante los primeros años del reinado de Childeberto, llegó a la corte de París un bardo bretón llamado Hyvarnion, a quien los sajones habían expulsado de su país. Inmediatamente se conquistó el afecto y el favor de todos, por el encanto de sus trovas y de su música, pero los halagos del mundo no tenían atractivo para él. Después de pasar dos o tres años en la corte, se retiró a Bretaña, donde se casó con Rivanon, una muchacha del lugar. A su debido tiempo, tuvo un hijo que nació ciego y a quien se le puso el nombre de Hervé. La criatura, abandonada en su infancia por su padre, fue criada por su madre hasta cumplir los siete años, cuando lo confió al cuidado de un santo varón llamado Arthian. Este se hizo cargo de Hervé durante algún tiempo y lo dejó más tarde con un tío suyo que había fundado una escuelita monástica en la localidad de Plouvien, donde el chico ayudó a cuidar la granja y a los alumnos. Cierto día, mientras Hervé trabajaba en los campos, vino un lobo y devoró al asno que tiraba del arado; Hervé se puso inmediatamente en oración para pedir a Dios que remediara aquella desgracia y entonces el lobo, con toda mansedumbre, metió la cabeza bajo el yugo y comenzó a tirar del arado hasta terminar con el trabajo, en vez del asno que había devorado. Durante aquellos años, la madre de Hervé, la infortunada Rivanon, había vivido en el corazón de un espeso bosque, sin haber visto otro ser humano más que a su sobrina, quien la atendía y la acompañaba. Cuando Rivanon estaba en la agonía, Hervé emprendió la búsqueda de su madre y la encontró precisamente a tiempo para recibir su postrera bendición y cerrarle los ojos.

El tío de Hervé le confió el gobierno de la comunidad de Plouvien y el monasterio floreció extraordinariamente; pero al cabo de tres años, el superior se sintió inspirado a establecerlo en otra parte. Rodeado por sus monjes y novicios emprendió la marcha hacia León. Ahí recibió una cordial acogida por parte del obispo, quien hubiese ordenado sacerdote a Hervé, de no ser por la humildad del santo que le impedía aceptar cualquier ordenación mayor que la de exorcista. La comitiva prosiguió su marcha desde León hacia el oeste, y todavía puede verse, junto al camino a Lesneven, la fuente que San Hervé hizo brotar para apagar la sed de sus compañeros. Todos llegaron por fin al lugar que hoy se conoce como Lanhouarneau, donde el santo fundó un monasterio que fue famoso durante todo el siglo. Aquella fue su casa durante el resto de su vida, a pesar de que, a veces, se alejaba de ahí para predicar al pueblo y ejercer su oficio de exorcista, en cuya calidad realizó la mayoría de sus maravillosos milagros. Cuando todos le veneraban por su santidad y sus poderes milagrosos, el abad ciego vivió retirado durante muchos años. A la hora de su muerte, los monjes que rodeaban el lecho oyeron una música celestial y las voces de un coro de ángeles que le daban la bienvenida al cielo.

A San Hervé se le representa, por lo general, junto al lobo y acompañado por Guillaran, un niño que le auxiliaba en las faenas del campo. Se invoca al santo para toda suerte de enfermedades de los ojos; al lobo de San Hervé lo utilizan las madres bretonas para asustar a los niños traviesos.

 

La llamada Vida de San Hervé, que según el valioso juicio de A. de la Borderie, no pudo haber sido escrita antes del siglo trece, fue publicada por primera vez en 1892, por el mismo de la Borderie, en sus Mémoires de la Soc. d'Emulation des Cotes du Nord, vol. XXIX, pp. 251-304. Hay un relato en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, fundado en el de Albert Le Grand. Vésae LBS., vol. III, pp. 270 y ss.; pero el canónigo Doble afirma positivamente que no hay ninguna base para relacionar a Hervé con Cornwall o con Gales; no tuvo culto en Gran Bretaña. Cf. Duine, Memento, p. 91.

 

 

San Efrén, Doctor de la Iglesia (¿373? d.C.).

(18 de junio).

San Efrén que, durante su vida, alcanzó gran fama como maestro, orador, poeta, comentarista y defensor de la fe, es el único de los Padres sirios a quien se honra como Doctor de la Iglesia Universal, desde 1920. En Siria, tanto los católicos como los separados de la Iglesia lo llaman “Arpa del Espíritu Santo” y todos han enriquecido sus liturgias respectivas con sus homilías y sus himnos. A pesar de que no era un hombre de mucho estudio, [Según otro Doctor de la Iglesia, San Roberto Bellarmino, nuestro santo era “más piadoso que sabio.”] estaba empapado en las Sagradas Escrituras y parecía tener un conocimiento intrínseco de los misterios de Dios. San Basilio le describe como “un interlocutor que conoce todo lo que es verdad;” San Jeronónimo, al recopilar los nombres de los grandes escritores cristianos, le menciona con estos términos: “Efrén, diácono de la iglesia de Edessa, escribió muchas obras en sirio y llegó a tener tanta fama, que en algunas iglesias se leen en público sus escritos, después de las Sagradas Escrituras. Yo leí en la lengua griega un libro suyo sobre el Espíritu Santo; a pesar de que sólo era una traducción, reconocí en la obra el genio sublime del hombre.” Sin embargo, para mucha gente, el mayor interés en San Efrén radica en el hecho de que a él le debemos, en gran parte, la Introducción de los cánticos sagrados en los oficios y servicios públicos de la Iglesia, como una importante característica del culto y un medio de instrucción. Rápidamente, la música sacra se extendió desde Edessa por todo el oriente y, poco a poco, conquistó a occidente. “A los himnos que le dieron fama, dice un escritor anglicano, debe el ritual sirio en todas sus formas, su vigor y su riqueza; a ellos se debe también, en gran parte, el lugar de privilegio que la himnología ocupa ahora en las iglesias de todas partes” (el Dr. John Gwynn, en el vol. XIII de “Nicene and Post-Nicene Fathers”).

Efrén nació alrededor del año 306, en la población de Nísibis, de Mesopotamia, región ésta que todavía se encontraba bajo el dominio de Roma. Por estas palabras que se atribuyen a Efrén, sabemos que sus padres eran cristianos: “Nací en los caminos de la verdad y, a pesar de que mi mente de niño no comprendía su grandeza, la conocí cuando llegaron las pruebas.” En otra parte de ese mismo escrito que puede o no ser auténticamente suyo, nos dice: “Desde temprana edad, mis padres me mostraron a Cristo; ellos, los que me concibieron según la carne, me educaron en el temor de Dios... Mis padres fueron confesores ante el juez: ¡Sí! ¡Yo soy descendiente de la raza de los mártires!” A pesar de todo esto, se tiene generalmente por cierto que el padre y la madre de Efrén eran paganos y que hasta expulsaron al hijo pequeño de la casa, cuando éste, en su niñez, abrazó al cristianismo. A la edad de dieciocho años recibió el bautismo y, desde entonces, permaneció junto al famoso obispo de Nisibis, San Jacobo, con quien, se afirma, asistió al Concilio de Nicea, en 325. Tras la muerte de San Jacobo, el joven Efrén mantuvo estrechas relaciones con los tres jerarcas que le sucedieron. Probablemente era maestro o director de la escuela episcopal. Efrén se hallaba en Nisibis las tres veces en que los persas pusieron sitio a la ciudad, puesto que en algunos de los himnos que escribió ahí, hay descripciones sobre los peligros de la población, las defensas de la ciudad y la derrota final del enemigo en el año 350. Si bien los persas no pudieron tomar a Nisibis por los ataques directos, consiguieron entrar sin lucha a la ciudad trece años después, cuando Nisibis se les entregó como parte del precio de la paz que pagó el emperador Joviano, después de la derrota y la muerte de Juliano. La entrada de los persas hizo huir a los cristianos, y Efrén se refugió en una caverna abierta entre las rocas de un alto acantilado que dominaba la ciudad de Edessa. Ahí vivió con absoluta austeridad, sin más alimento que un poco de pan de centeno y algunas legumbres; y fue en aquella soledad inviolable donde escribió la mayor parte de sus obras espirituales.

Su aspecto era, por cierto, el de un asceta, según dicen las crónicas: de corta estatura, medio calvo y lampiño, tenía la piel apergaminada, dura, seca y morena como el barro cocido; vestía con andrajos remendados, y todos los parches habían llegado a ser del mismo color de tierra; lloraba mucho y jamás reía. Sin embargo, un incidente que relatan todos sus biógrafos, nos demuestra que a pesar de su seriedad, sabía apreciar una agudeza, aun cuando le afectara a él. La primera vez que bajó de la cueva para entrar en Edessa, una mujer que lavaba ropa junto al río, levantó la cabeza y se le quedó mirando con una fijeza irritante. Efrén se le acercó, la reconvino severamente por su audacia y le dijo que, en su condición de mujer, lo que convenía era bajar la vista modestamente al suelo. Pero ella no se inmutó y repuso con presteza: “¡No! Eres tú quien debe mirar al polvo puesto que de ahí vienes. Yo no procedo mal al mirarte, puesto que eres hombre y yo vengo de un hombre.” Efrén quedó sorprendido por el ingenio rápido de aquella mujer y exclamó: “¡Si las mujeres de esta ciudad son tan listas, cuánto más sabios deben ser los hombres!”

Si bien la solitaria cueva era su morada y su centro de operaciones, no vivía recluido en ella y con frecuencia bajaba a la ciudad para ocuparse de todos los asuntos que afectaban a la Iglesia. A Edessa la llamaba “la ciudad bendita” y en ella ejerció gran influencia. Predicaba a menudo y, al referirse al tema de la segunda venida de Cristo y el juicio final, usaba una elocuencia tan vigorosa, que los gemidos y lamentos de su auditorio ahogaban sus palabras.

Consideraba como su principal tarea combatir las falsas doctrinas que surgían por todas partes y, precisamente al observar el éxito con que Bardesanes propagaba erróneas enseñanzas por medio de las canciones y la música populares, Efrén reconoció la potencialidad de los cánticos sagrados como un complemento del culto público. Se propuso imitar las tácticas del enemigo y, sin duda, gracias a su prestigio personal, pero sobre todo al mérito grande de sus propias composiciones, las que hizo cantar en las iglesias por un coro de voces femeninas, consiguió suplantar los himnos gnósticos por sus propios himnos. A pesar de todo esto, no llegó a ser diácono sino a edad más avanzada. Su humildad le obligaba a rehusar la ordenación y, el hecho de que a veces se le designe como a San Efrén el Diácono, apoya la afirmación de algunos de sus biógrafos en el sentido de que nunca obtuvo una dignidad eclesiástica más alta. Por otra parte, en sus escritos hay pasajes que parecen indicar que desempeñaba un puesto de sacerdote.

Alrededor del año 370, emprendió un viaje desde Edessa a Cesárea, en la Capadocia, con el propósito de visitar a San Basilio, de quien tanto y tan bien había oído hablar. San Efrén menciona aquella entrevista, lo mismo que San Gregorio de Nissa, el hermano de San Basilio, quien escribió un encomio del venerable sirio. Una de las crónicas declara que San Efrén extendió su viaje y que visitó Egipto, donde permaneció varios años, pero semejante declaración no está apoyada por alguna autoridad y no concuerda con los datos cronológicos de su vida, ampliamente reconocidos. La última vez que tomó parte en los asuntos públicos fue en el invierno, entre los años 372 y 373, poco antes de su muerte. Había hambre en toda la comarca y San Efrén se hallaba profundamente apenado por los sufrimientos de los pobres. Los ricos de la ciudad se negaban a abrir sus graneros y sus bolsas, porque consideraban que no se podía confiar en nadie para hacer una justa distribución de los alimentos y las limosnas; entonces, el santo ofreció sus servicios y fueron aceptados. Para satisfacción de todos, administró considerables cantidades de dinero y de abastecimientos que le fueron confiadas, además de organizar un eficaz servicio de socorro que incluía la provisión de 300 camillas para transportar a los enfermos. Según las palabras de uno de sus biógrafos más antiguos, “Dios le había dado la oportunidad de ganarse una corona al término de su existencia.” Evidentemente, agotó sus energías en aquellos menesteres, puesto que, terminada su misión en Edessa, regresó a su cueva y sólo vivió treinta días más. Las “Crónicas” de Edessa y las máximas autoridades en la materia, señalan el año de 373 como el de su muerte, pero algunos autores afirman que vivió hasta el 378 o el 379.

San Efrén fue un escritor prolífico. Entre las obras suyas que han llegado hasta nosotros, algunas están escritas en el sirio original y otras son traducciones al griego, al latín y al armenio. Se las puede agrupar como obras de exégesis, de polémica, de doctrina y de poesía, pero todas, a excepción de los comentarios, están en verso. Sozomeno afirma que San Efrén escribió treinta millares de líneas. Sus poemas más interesantes son los “Himnos Nisibianos” (carmina Nisibena), de los que se conservan setenta y dos de un total de setenta y siete, así como los cánticos para las estaciones, que todavía se entonan en las iglesias sirias. Sus comentarios comprenden todo el Antiguo Testamento y muchas partes del Nuevo. Sobre los Evangelios no utilizó más que la única versión que circulaba por entonces en Siria, la llamada Diatessaron, la que, en la actualidad no existe más que en su traducción al armenio, no obstante que, en fechas recientes, se descubrieron en Mesopotamia, algunos fragmentos antiguos escritos en griego.

A pesar de que es poquísimo lo que sabemos sobre la vida de San Efrén no poco es lo que nos ayudan sus escritos a formarnos una idea sobre el hombre que fue. Lo que más impresiona al lector es el espíritu realista y cordialmente humano con que discurre sobre los grandes misterios de la Redención. Se diría que se anticipa a esa actitud de emocionada devoción ante los sufrimientos físicos del Salvador, que no llegó a manifestarse en el occidente antes de la época de San Francisco de Asís. Es conveniente dar aquí algunas muestras del lenguaje de San Efrén. Por ejemplo, en uno de sus himnos o comentarios (es difícil clasificar de una u otra manera a estas composiciones métricas), el poeta habla del aposento donde tuvo lugar la Ultima Cena, de esta manera:

 

¡Oh tú, lugar bendito, estrecho aposento en el que cupo el mundo! Lo que tú contuviste, no obstante estar cercado por límites estrechos, llegó a colmar el universo. ¡Bendito sea el mísero lugar en que con mano santa el pan fue roto! ¡Dentro de ti, las uvas que maduraron en la viña de María, fueron exprimidas en el cáliz de la salvación!

¡Oh, lugar santo! Ningún hombre ha visto ni verá jamás las cosas que tú viste. En ti, el Señor se hizo verdadero altar, sacerdote, pan y cáliz de salvación. Sólo El bastaba para todo y, sin embargo, nadie era bastante para El. Altar y cordero fue, víctima y sacrificador, sacerdote y alimento...

 

O bien, leamos esta descripción del momento en que Jesucristo fue azotado:

 

Tras el vehemente vocerío contra Pilatos, el Todopoderoso fue azotado como el más vil de los criminales. ¡Qué gran conmoción y cuanto horror hubo a la vista del tormento! Los cielos y la tierra enmudecieron de asombro al contemplar Su cuerpo surcado por el látigo de fuego, ¡El mismo desgarrado por los azotes! Al contemplarlo a El, que había tendido sobre la tierra el velo de los cielos, que había afirmado el fundamento de los montes, que había levantado a la tierra fuera de las aguas, que lanzaba desde las nubes el rayo cegador y fulminante, al contemplarlo ahora golpeado por infames verdugos, con las manos atadas a un pilar de piedra que Su palabra había creado. ¡Y ellos, todavía, desgarraban sus miembros y le ultrajaban con burlas! ¡Un hombre, al que El había formado, levantaba el látigo! ¡El, que sustenta a todas las criaturas con su poder, sometió su espalda a los azotes; El, que es el brazo derecho del Padre, consintió en extender sus brazos en torno al pilar. El pilar de ignominia fue abrazado por El, que sostiene los cielos y la tierra con todo su esplendor. Los perros salvajes ladraron al Señor que con su trueno sacude las montañas y mostraron los agudos dientes al Hijo de la Gloria.

 

El documento conocido con el nombre de “Testamento de San Efrén, nos revela más ampliamente todavía el carácter del santo escritor. A pesar de que, posiblemente, haya sufrido alteraciones y agregados en fechas posteriores, no hay duda de que en gran parte, como afirma Rubens Duval, considerado como una autoridad en la materia, es auténtico, sobre todo los pasajes que reproducimos aquí. San Efrén hace un llamado a sus amigos y discípulos, en el tono emocionado y de profunda humildad que encontrará el lector en los versos que siguen:

 

No me embalsaméis con aromáticas especias,

porque no son honras para mí.

Tampoco uséis incienso ni perfumes;

el honor no corresponde a mí.

Quemad el incienso ante el altar santo:

A mí, dadme sólo el murmullo de las preces.

Dad vuestro incienso a Dios,

y a mí cantadme himnos.

En vez de perfumes y de especias

dadme un recuerdo en vuestras oraciones...

 

Mi fin ha sido decretado y no puedo quedarme.

Dadme provisiones para mi larga jornada:

vuestras plegarias, vuestros salmos y sacrificios.

Contad hasta completar los treinta días

y entonces, hermanos haced recuerdo de mí,

ya que, en verdad, no hay más auxilio para el muerto

sino el de los sacrificios que le ofrecen los vivos.

 

Hay varios documentos, tanto en sirio como en griego, que pretenden ser biografías o notas biográficas de San Efrén. Los textos griegos fueron impresos por J. S. Assemani, en su introducción al primer volumen de S.P.N. Ephraem Syri Opera pp. 1-33, y en el prefacio al volumen tercero, pp. 23-35. A los textos sirios se los encontrará en Bibliotheca Orientalis, vol. I, p. 26, de Assemani y en S. Ephraem Syri Hymni et Sermones, vol. II, pp. 5-90, de Lamy. También hay dos textos similares, de origen nestoriano, impresos en Patrología Orientalis, vol. IV, pp. 293-295, y vol. V, pp. 291-299. Por regla general se afirma que no puede depositarse ninguna confianza en las informaciones que proceden de esas fuentes. La discusión del carácter o la autenticidad de los trabajos que le han sido atribuidos a San Efrén, no tiene cabida en esta obra. El Testamento de San Efrén, un escrito muy interesante, fue traducido y editado con comentarios críticos por Rubens Duval en el Journal Asiadque de 1901, pp, 234-318. Véase también a C. W. Mitchell, en St. Ephraem's Prose Refutations of Maní, Marcion and Bardesanes (1912-1924); los artículos sobre San Efrén, con sus bibliografías, en Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. IV, pp. 342-375; DTC., vol. V, cc. 715-718; E. Emerau, S. Ephraem, le Syrien (1919); y G. Ricciotti, Sant´Efrem Siro (1925).

 

 

Santos Marco y Marceliano, Mártires (c. 287 d.C.).

(18 de junio).

El interés por los santos Marco y Marceliano se ha reavivado en los tiempos modernos, gracias al descubrimiento de sus tumbas, junto con un fresco que representa a los dos mártires en el momento de su “coronación” y la de sus compañeros, en una parte de lo que fue la Catacumba de Santa Balbina y que lleva el nombre de los dos santos. Eran dos hermanos, ambos diáconos de la Iglesia romana, que perecieron al principio de la persecución de Diocleciano. Para tomar detalles de sus sufrimientos y su muerte, no hay otra fuente de información más digna de confianza que la llamada “Pasión de San Sebastián,” una colección de tradiciones y leyendas del siglo quinto. De acuerdo con esos datos, Marco y Marceliano eran gemelos y de noble cuna, convertidos al cristianismo desde su temprana juventud y ambos casados. Durante la persecución que estalló poco después de que Diocleciano ascendiera al trono imperial, los hermanos fueron arrojados en la prisión y condenados a morir decapitados, por sentencia de Cromancio, auxiliar del prefecto de Roma. Gracias a las súplicas de sus amigos, se postergó la ejecución de la sentencia y se dio a los prisioneros un plazo de treinta días, con la esperanza de que, en ese lapso llegasen a convencerse de que era necesario ofrecer sacrificios a los dioses, si querían salvar la vida. Con ese fin, se les trasladó de la prisión a la casa de Nicostrato, el escribano público y ahí acudieron sus esposas, sus hijos pequeños y sus parientes Tranquilino y Marcia, para doblegar su constancia con súplicas, razones y lágrimas; pero todo fue en vano, porque San Sebastián, quien era por entonces un oficial en la guardia del emperador, los visitaba a diario a fin de alentarlos a perseverar.

El resultado de aquella prueba y de las entrevistas y discusiones que tuvieron lugar, fue la conversión al cristianismo de los parientes y amigos paganos de los dos santos, de Nicostrato, el escribano, y hasta del mismo Cromancio, quien dejó en libertad a los prisioneros, renunció a su puesto y se retiró a vivir al campo. Marco y Marceliano se fueron a vivir en la casa de San Sebastián; sin embargo, y a pesar de hallarse al amparo de un servidor de la casa imperial, fueron traicionados por un renegado y capturados nuevamente. Fabiano, el auxiliar del 'prefecto que había reemplazado a Cromancio, los condenó a ser atados a postes de madera, con los pies clavados a ellos. Durante veinticuatro horas, los dos hermanos estuvieron expuestos en esta forma atroz, y luego los soldados los acribillaron con sus lanzas. Sus reliquias se trasladaron de las catacumbas a la iglesia de Santos Cosme y Damián. Ahora se las venera en la basílica romana de Santa Práxedes.

 

La parte de la Pasión de San Sebastián que se refiere a los Santos Marco y Marceliano, está impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV. Mucho se ha escrito sobre la cripta del cementerio de Santa Balbina desde su descubrimiento. Ver el estudio de G. Wilpert en el Nuovo Bolletino di arch, crist., 1903, pp. 43-58; Wilpert, en Romische Quartalschrift, 1908, pp. 124-164 y 1930, pp. 1-5: O. Marucchi, en Nuovo Bolletino, 1909, pp. 221-235 y 1910, pp. 120-130; J. P. Kirsch en Der Stadtromische Christ Festkalendar (1924), pp. 155-156; el CMH. de Delehaye, pp. 324-325 y el DAC, de Leclercq, vol. X (1932), cc. 1749-1753.

 

 

San Amando, Obispo de Burdeos (c. 431 d.C.).

(18 de junio).

En las cartas de San Paulino de Nola leemos que San Amando estuvo al servicio de Dios desde la infancia, que se amamantó con el conocimiento de las Sagradas Escrituras y que jamás se contaminó con los pecados de la carne y del mundo. Pero en cambio, no se sabe nada sobre su nacimiento ni sobre su familia. Se tienen informes de que San Delfino, obispo de Burdeos, le ordenó como sacerdote y le retuvo consigo para el servicio de su iglesia. Desde un principio, Amando desplegó un gran celo para glorificar a Dios. Fue él quien dio las instrucciones necesarias a San Paulino de Nola para prepararlo al bautismo y, a partir de entonces, hubo una gran amistad entre ellos. Con frecuencia le escribía San Paulino y, por las cartas que aún se conservan, sabemos que tenía una muy alta opinión de su piedad y sabiduría. A la muerte de San Delfino, en el año de 400, fue elegido San Amando para ocupar la sede vacante. Renunció algunos años más tarde, en favor de San Severino; pero éste murió, e inmediatamente se convenció con ruegos a San Amando para que ocupase su antiguo puesto. “Si queréis ver obispos dignos de Dios,” escribió San Gregorio de Tours, citando las palabras de San Paulino, “sólo tendréis que mirar a Exuperio de Toulouse, a Simplicio de Vienne, a Amando de Burdeos....” Se dice que San Amando conservó los escritos de San Paulino, pero hay dudas sobre el particular. Es incierta la fecha exacta de su muerte.

 

No contamos con otros materiales fuera de los mencionados antes para la biografía de San Amando. En el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, hay una breve nota sobre él. En cuanto a sus relaciones con San Paulino de Nola, consúltese a P. Reinelt, Studien über die Briefe der hl. Paulinus (1904), pp. 17 y ss.; Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 59; y el DHG., vol. II, c. 938.

 

 

Santos Gervasio y Protasio, Mártires (fecha desconocida).

(19 de junio).

San Ambrosio, en una carta dirigida a su hermana Marcelina, relata las circunstancias en que fueron encontradas las reliquias de los Santos Gervasio y Protasio quienes, desde aquel entonces hasta nuestros días, han sido venerados como los primeros mártires de Milán. San Ambrosio cuenta que, terminada la construcción de la famosa basílica que lleva su nombre, se preparaba para la ceremonia de la dedicación, cuando se le acercaron algunas gentes del lugar para pedirle que diese mayor solemnidad al acto y repitiese el ceremonial con el que había consagrado en Roma, recientemente, una iglesia dedicada a los Apóstoles; al mismo tiempo, solicitaron que se conservaran en la nueva iglesia de Milán, algunas reliquias de santos. “Así lo haré,” repuso San Ambrosio, “si es que puedo encontrar esas reliquias.” Con el propósito de cumplir con su promesa (San Agustín dice que actuó de acuerdo con las informaciones que había recibido durante una visión), ordenó que se procediera a excavar en el sector de la iglesia y cementerio de Santos Nabor y Félix. No tardaron en ser descubiertos los restos de dos hombres muy altos que habían sido enterrados uno junto al otro. Las cabezas estaban separadas de la columna vertebral, pero el resto de los esqueletos se halló completo. Aquellas osamentas se identificaron como los restos de los santos Gervasio y Protasio, de quienes no se recordaba nada más que sus nombres y una vaga tradición de su martirio. Las reliquias fueron trasportadas en literas a la basílica de Fausto, a donde acudió a venerarlas una gran multitud y de ahí se trasladaron a la basílica Ambrosiana, entre las aclamaciones regocijadas de la población de Milán. Las noticias que se propalaron respecto a numerosos milagros que tuvieron lugar durante la traslación de las reliquias, se consideraron como testimonios sobre la autenticidad de las mismas. Por aquel entonces se hallaban en Milán, junto a San Ambrosio, su secretario Paulino y San Agustín, y los tres mencionan en particular, el caso de un carnicero llamado Severo que estaba ciego y recuperó la vista al tocar la orla del manto con que iban cubiertos los restos de los santos mártires. El carnicero, agradecido, hizo el voto de entregarse, durante el resto de su vida, al servicio de la iglesia donde se conservaban las reliquias y ahí se encontraba todavía en 411, cuando Paulino se dedicaba a escribir la biografía de San Ambrosio.

No se puede dar crédito a las llamadas “actas” de estos dos santos, ya que están fundadas en una carta que, si bien pretende haber pertenecido a San Ambrosio, está universalmente considerada como espuria. Las “actas” dicen que Gervasio y Protasio eran gemelos, hijos de los mártires Vitalis y Valeria; sufrieron el martirio cuando estaba a punto de terminar la persecución de Nerón, diez años después de la muerte de sus padres. Se afirma que para matar a Gervasio, los verdugos utilizaron látigos armados con puntas de hierro; a Protasio, lo decapitaron.

Estos dos mártires han sido objeto de muchas discusiones por parte de los historiadores. El Dr. J. Rendel Harris hizo el atrevido intento de identificarlos con los dioses paganos Castor y Polux, en tanto que otros estudiosos, se han contentado con negar su existencia. Sin embargo, la mayoría de los hagiógrafos modernos los consideran como auténticos mártires que perecieron durante el reinado del emperador Antonino, o en época anterior, y cuya historia se desconoce. Por expreso deseo de San Ambrosio, sus restos mortales fueron sepultados junto a los de Gervasio y Protasio y, uno de sus sucesores en “la sede de Milán, Angilberto II, hizo tallar un suntuoso sarcófago de pórfido para los tres cadáveres, en el siglo noveno. Hubo una época en que, a raíz de la desaparición de los restos, se supuso que el emperador Federico Barbarroja se los había llevado para distribuirlos en numerosas iglesias de Francia y Alemania, pero llegó a comprobarse que esa idea era falsa. En la actualidad, descansan en paz bajo el altar mayor de la basílica de San Ambrosio, en el mismo sitio donde fueron descubiertos en 1864. En aquel entonces se construyó una cripta para que los devotos pudiesen llegar hasta el sitio en que se ven los restos a través de un muro de cristal. Desde fechas muy antiguas, casi todos los calendarios y martirologios contienen la nota que conmemora a los santos Gervasio y Protasio en este día, 19 de junio.

 

Los párrafos más importante en los escritos de San Ambrosio, San Agustín, Paulino, etc., con referencias a estos santos, se encuentran en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, así como la supuesta carta de San Ambrosio en que se relata su historia. Para la cuestión del descubrimiento de los restos por parte de San Ambrosio, véase a F. Savio, Gli Antichi Vescovi d´Italia, Milano, pp. 788-810; a F. Lanzoni, Diócesi d'Italia, vol. II, pp. 1000-1007; y CMH., pp. 325-326. Hay cierta dificultad para hacer coincidir las declaraciones de San Ambrosio y San Agustín respecto a la fecha y el día de la semana en que fueron descubiertos y trasladados los restos de los mártires; para este asunto, véase a Delehaye en Analecta Bollandiana, vol. XLIX (1931), pp. 30-34. El P. Franchi de Cavalieri en el Nuovo Bolletino di archeologia cristiana, vol. IX (1903), pp. 427-432, se refiere a los intentos de identificación de Gervasio y Protasio con el Dioscuri.

 

 

San Deodato o Didier, Obispo de Nevers (¿679? d.C.).

(19 de junio).

San Deodato, conocido en su tierra natal como Didier o Dié, fue muy venerado en Francia, y se registraron no menos de nueve traslaciones de sus reliquias, entre los años 1003 y 1851. Deodato llegó a ser obispo de Nevers alrededor del año 655 y, en 657, asistió al sínodo de Sens, junto con San Amando de Maestricht, San Eligió de Noyon, San Owen de Rouen, San Paladio de Auxerre y San Faro de Meaux. Tras de ocupar la sede episcopal durante varios años renunció a ella y se trasladó a los Vosgos para llevar una vida de soledad y mortificación. Desde aquel momento, su historia queda a merced de las tradiciones inciertas que vinculan su nombre al de otros santos varones, muchos de los cuales, ni siquiera fueron sus contemporáneos. De acuerdo con sus biógrafos, fue obligado a abandonar el sitio que había elegido para vivir, a causa de la hostilidad de las gentes de la comarca; entonces se refugió en una isla frente a Estrasburgo, donde ya se habían instalado otros solitarios. Todos reunidos llevaron vida comunitaria, dedicada a la oración y la penitencia. San Deodato llegó a ser el superior y, con la ayuda del rey Childerico, construyó una iglesia.

Aquella comunidad fue el núcleo del que surgió, posteriormente, la abadía de Ebersheim. San Deodato, que sólo anhelaba entregarse a la contemplación, decidió apartarse de aquella existencia activa, para buscar un sitio donde pudiese servir a Dios sin otras preocupaciones. Sin embargo, a donde quiera que iba, se encontraba con la oposición y aun la persecución de los habitantes del lugar. A fin de cuentas, regresó a su primitivo retiro de los Vosgos y ahí, en el sitio llamado Valle de Galilea, conocido ahora como Valle de Saint Dié, se estableció definitivamente. No tardaron en acudir los discípulos y Deodato fundó para ellos un monasterio que fue llamado “Jointures,” porque se hallaba en el punto donde se juntaban los ríos Rothbach y Meurthe. La comunidad adoptó la regla de San Columbano. No lejos de Jointures (el actual Saint Dié) estaba Moyenmoutier, donde otro obispo retirado, San Idulfo de Trier, gobernaba a otro grupo de ermitaños. Los dos santos se hicieron amigos y periódicamente visitaban sus respectivos monasterios. Fue San Idulfo quien acudió desde Moyenmoutier para administrar los últimos sacramentos a San Deodato, y éste le encomendó a aquél su comunidad. A su muerte, San Deodato era muy anciano y durante muchos años compartió el trabajo de dirigir su comunidad con largas horas de meditación en una celda vecina al monasterio.

 

La extensa biografía escrita en el siglo décimo e impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, no tiene valor histórico. El papel desempeñado por Deodato en la fundación de Jointures, es también de dudosa autenticidad. Véase a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, p. 484.

 

 

San Bruno o Bonifacio de Querfurt, Obispo y Mártir (1009 d.C.).

(19 de junio).

Este santo monje misionero, descendiente de una noble familia sajona, vino al mundo alrededor del año 974, en Querfurt y fue bautizado con el nombre de Bruno. Recibió su educación en Magdeburgo, la ciudad de San Adalberto y de ahí pasó a la corte del rey Otto III, quien le profesaba mucho afecto y le dispensaba su confianza. El monarca lo nombró capellán de la corte; en el ano 998, cuando Otto viajó a Italia, se llevó consigo a Bruno y éste, lo mismo que el rey, quedó bajo la saludable influencia de San Romualdo. Con el recuerdo de San Adalberto de Praga, martirizado el año anterior, fresco en su memoria, Bruno quiso seguir su ejemplo y, a instancias de San Romualdo, tomó el hábito de monje en la abadía de los santos Bonifacio y Alejo, en Roma. Alrededor del año 1000, se unió a San Romualdo y, con la generosa ayuda del emperador, fundaron los dos el monasterio de Pereum, cerca de Ravena.

Fue en aquel lugar donde Bonifacio (desde que tomó los hábitos le cambiaron el nombre de Bruno por el de Bonifacio) se sintió llamado a llevar el mensaje del Evangelio a los valetianos y prusianos. En consecuencia, resolvió volver a unirse a San Adalberto, cuya biografía comenzaba a escribir por entonces y, tras de recibir la aprobación imperial, envió a dos monjes a Polonia para que aprendieran la lengua eslovaca, mientras él se trasladaba a Roma para obtener la comisión del Papa. Cuando realizaba aquellas gestiones, el 10 de noviembre de 1003, llegaron las noticias funestas de que aquellos dos monjes, Benedicto y Juan, junto con otros tres que los acompañaban, habían sido brutalmente asesinados por una banda de asaltantes en Kazimierz, cerca de Gniezno. Bonifacio, que se disponía a unirse a aquel grupo de avanazda, quedó profundamente impresionado e hizo el proyecto, que más tarde realizó, de escribir la historia de aquellos monjes como un homenaje, bajo el título de “Los Cinco Hermanos Mártires.” Poco tiempo después, con la autorización del Papa Silvestre II, emprendió el viaje hacia Alemania en mitad del invierno y con un frío tan riguroso, que muchas veces tenía que detenerse porque sus botas, congeladas y endurecidas, le impedían caminar. Al llegar a Regensburgo, se entrevistó con el nuevo emperador, San Enrique II, y se trasladó a Merseburgo, en Magdeburgo, cuyo arzobispo lo consagró como obispo misionero. Tal vez sería más correcto decir “arzobispo misionero,” puesto que Bonifacio había recibido el palio de manos del Papa y el propio Pontífice había sugerido que Bonifacio podría llegar a ser el metropolitano del oriente de Polonia. Debido a las dificultades políticas, tuvo que trabajar durante algún tiempo entre los magiares, en la comarca del bajo Danubio; como no progresaba su obra, partió hacia Kiev, donde obtuvo la protección de San Vladimiro y pudo predicar el Evangelio de Cristo a los pechenegs.

Poco después, San Bonifacio hizo un nuevo intento de llegar a los lugares habitados por los prusianos, desde los territorios polacos de Boleslao el Valiente, luego de escribir una carta muy elocuente pero inútil al emperador San Enrique, para suplicarle que no llegase a realizar la alianza con los herejes en contra del cristiano Boleslao. A pesar de que hay muchos puntos oscuros en la carrera de San Bonifacio, podemos aceptar sin vacilaciones lo que relatan las crónicas de Thietmar, obispo de Merseburgo, quien llevaba amistad con Bonifacio. El obispo nos dice que su amigo encontró una tenaz oposición en sus esfuerzos por evangelizar a los pueblos de las regiones fronterizas al oriente de Masovia; el mismo cronista nos informa que, no obstante la hostilidad demostrada y las continuas amenazas, Bonifacio persistió en sus propósitos y acabó por ser cruelmente asesinado, junto con otros dieciocho compañeros, el 14 de marzo de 1009. Los restos del santo fueron rescatados por Boleslao, quien los llevó a Polonia; posteriormente, los prusianos honraron su memoria al bautizar a la ciudad de Braunsberg con su nombre, ya que fue fundada en el sitio mismo en que Bonifacio sufrió el martirio. San Bonifacio fue un misionero de grandes ideales que comprendían incluso la evangelización de los suecos, a quienes envió dos de sus monjes auxiliares; pero desde el punto de vista humano, todas sus empresas culminaron en el fracaso.

Debido a que algunas veces se le llama Bruno y otras tantas Bonifacio, muchos historiadores, incluso el cardenal Baronio en el Martirologio Romano (19 de junio y 15 de octubre), cometieron el error de considerar a Bonifacio y a Bruno de Querfurt, como dos personas distintas.

 

No abundan las informaciones para esta biografía. Hay un párrafo en la crónica de Thietmar de Merseburg, otro en la Vida de San Romualdo, de San Pedro Damián y una breve pasión atribuida a Wibert, quien asegura haber sido compañero del mártir; existen también varias leyendas, recopiladas en el Breviario de Halberstadt. H. G. Voigt publicó un documento muy poco digno de confianza que, si bien procede de un manuscrito de fecha antigua, pretende conservar los datos de una biografía mucho más antigua, de la que nada más se sabe. Este documento se publicó por primera vez en el periódico Sachsen und Anhalt, vol. III (1927), pp. 87-134; desde entonces, lo incluyó Pertz en el MGH., Scriptores, vol. XXX, parte II. Véase a H. G. Voigt Bruno von Querfurt (1907) y Bruno als Missionar der Ostens (1909); la Historisches Jahrbuch, vol. XIII (1892), 493-500; el Stimmen aus Maria-Laach, vol. LIII (1897), pp. 266 y ss.; F. Dvornick The Making of Central and Eastern Europe (1949), pp. 196-204; y la Cambridge History of Poland, vol. I (1950), pp. 66-67.

 

 

San Silverio, Papa y Mártir (c. 537 d.C.).

(20 de junio).

Silverio, el hijo del Papa San Hormisdas, no era más que un subdiácono el 22 de abril del año 536, día de la muerte del Pontífice San Agapito I, en Constantinopla; pero en aquella fecha, Teodehad, el rey ostrogodo de Italia, que temía la aparición de un candidato bizantino, le obligó a ocupar el cargo de Obispo de Roma. A pesar de semejante imposición, el clero romano aceptó de buen grado a Silverio, después de su consagración. La emperatriz Teodora le escribió inmediatamente para pedirle que reconociese a los monofisitas Antino y Severo como patriarcas de Constantinopla y Antioquía respectivamente; el Papa Silverio repuso con una rotunda negativa, aunque expresada con gentil lenguaje diplomático, y se afirma que, al sellar el sobre con la carta de respuesta, declaró que acababa de firmar su sentencia de muerte. Estaba en lo cierto: Teodora era una mujer implacable que no toleraba la oposición; pero sí sabía aguardar una oportunidad para castigarla.

El general ostrogodo Vitiges, en su intento por tomar a Roma, llegó hasta los suburbios y los arrasó; en la ciudad, el Papa y los miembros del senado, para evitar la catástrofe, abrieron sus puertas a un enemigo de los ostrogodos, el guerrero bizantino Belisario; y entonces se le presentó a Teodora su oportunidad. Primero se valió de la astucia: fraguó una carta en la que el Papa Silverio aparecía como un traidor en tratos con los godos y la hizo circular. Sin embargo, aquella estratagema fracasó y, entonces, la emperatriz recurrió a la violencia: el Papa Silverio fue secuestrado y conducido hasta Patara de Licia, en el Asia Menor. Durante el día siguiente al del rapto, el bizantino Belisario, presionado por su esposa Antonina, proclamó Papa al diácono Vigilio, el candidato designado por la emperatriz Teodora. Así dio principio un período funesto para el Papado.

En apariencia, se había mantenido en la ignorancia al emperador Justiniano de lo que sucedía en Roma; pero en cuanto el obispo de Patara le entrevistó para informarle con lujo de detalles, no pudo por menos que tomar cartas en el asunto: mandó que se hiciera una investigación y que Silverio partiese inmediatamente a Roma para hacerse cargo de la sede. Tan pronto como el Papa tocó tierras de Italia, los partidarios de Vigilio le cerraron el paso y lo capturaron. Antonina, la esposa de Belisario, ansiosa por halagar a Teodora, convenció a su marido para que ordenase a los captores del Papa que hicieran lo que buenamente les pareciera con el cautivo. En consecuencia, Silverio, vejado y golpeado por la soldadesca, fue escoltado hasta la solitaria isla de Palmarola, en el Mar Tirreno, frente a Nápoles y abandonado ahí a su suerte.

Pocos días más tarde, en aquella isla, o quizá en la vecina de Ponza, murió el Papa a causa de los malos tratos recibidos y la falta de recursos en aquella soledad. De acuerdo con Liberato, quien escribió lo que había oído decir, murió de hambre; pero Procopio, un contemporáneo de Silverio, asegura que el Papa fue asesinado al llegar a la isla, por uno de los soldados que llevaba instrucciones de Antonina en este sentido. Como quiera que haya sido, a San Silverio se le conmemora como a un mártir.

No se ha puesto en claro cómo fue regularizado el nombramiento de Vigilio a la Sede Pontificia; pero sí se sabe que, tan pronto como ocupó el trono de San Pedro, su protectora, la emperatriz, dejó de favorecerlo, en vista de que se mostraba reacio a apoyar sus intrigas en favor de los monofisitas, se proclamó partidario de la ortodoxia e hizo todo lo que podía esperarse de un Papa.

 

Véase el Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I, pp. 290-295, donde el editor, en su introducción (pp. 36-38), señala que hay una curiosa diferencia de tono, entre la parte más antigua y la posterior de ese escrito. Duchesne saca la conclusión de que fue recopilado por dos escritores distintos y que el primero era hostil a Silverio y el segundo le tenía simpatías. Las otras fuentes de información tienen una notable escasez de datos, pero a falta de algún material mejor, no son despreciables: el Breviarium, de Liberato; el De Bello Gothico, de Procopio; y los documentos de Vigilio en el libro de Mansi, Concilio, vol. IX. Véase también en Geschichte Roms und der Papste, vol. I, pp. 502-504; Lévéque, Elude sur le Pape Vigilius; DCB., vol. IV, pp. 670-675; y E. Amann en DTC., s. v. Silvére. Ver también la comisión de Benedicto XIV para proponer que fuese eliminada la fiesta de San Silverio del calendario general.

 

 

San Adalberto, Arzobispo de Magdeburgo (981 d.C.).

(20 de junio).

Magdeburgo, la capital de la Sajonia Prusiana, debe su fundación, como ciudad y como arzobispado, al emperador Otto el Grande. Al caer en la cuenta del valor estratégico del lugar, Otto emprendió la construcción de una ciudad con enormes fortificaciones, destinadas a atemorizar a los pueblos eslavos que vivían cerca; pero también quiso que fuese un centro de las misiones cristianas y, con tal objeto, construyó, dentro de las murallas, un monasterio, con la activa colaboración de su esposa, la princesa inglesa Edith, hermana del rey Athelstan y nieta de Alfredo el Grande. En el año 937, los emperadores dedicaron la abadía, ya terminada, a los apóstoles San Pedro y San Pablo y a San Mauricio. Por diferentes motivos políticos y religiosos, Otto llegó a ser un ardiente propulsor de la evangelización de los eslavos, los magiares y otros pueblos del oriente de Europa. Por consiguiente, se sintió muy complacido cuando la princesa rusa Santa Olga, después de abrazar el cristianismo a la edad de setenta años, en Constantinopla, pidió al emperador que le proporcionara misioneros para evangelizar a sus súbditos rusos. Prontamente eligió Otto a un grupo de monjes y nombró como jefe de ellos a Adalberto, un religioso de la abadía de San Maximino, en Trier, cuyos antecedentes se ignoran, pero que sin duda era un hombre de nota en aquellos tiempos.

Los monjes partieron en el año 961, pero no acababan de pisar el territorio ruso, cuando comprendieron que sus esfuerzos serían vanos, puesto que la princesa Olga se vio obligada a entregar el trono y la autoridad al hereje de su hijo Sviatoslav. Tan pronto como éste subió al trono en Kiev, lanzó la persecución contra los cristianos; varios de los monjes perdieron la vida, pero Adalberto consiguió escapar y regresó a su país. Durante cuatro años permaneció en la corte imperial de Mainz, hasta que se le nombró superior en la abadía de Weissenburg. Fueron considerables los esfuerzos que hizo ahí para que progresara la cultura: él mismo, con la ayuda de alguno de los monjes más eruditos, continuó las crónicas históricas de Reginald von Prüm, que relatan los acontecimientos entre los años 907 y 967. Ya para entonces, Magdeburgo se había convertido en una ciudad de mucha importancia y, por varias y poderosas razones, el emperador Otto deseaba verla convertida en una gran sede arzobispal. Luego de vencer la oposición del arzobispo de Mainz y de otros prelados, logró que el Papa sancionara su solicitud, en el año de 962; y Adalberto fue nombrado primer arzobispo de Magdeburgo, con jurisdicción sobre todos los pueblos eslavos. Como un verdadero apóstol, trabajó incansablemente por extender el Evangelio entre los wendos, que habitaban en la ribera opuesta del Elba, y se mostró muy estricto en cuanto a la observancia de la disciplina en las casas religiosas. Cuando murió Otto el Grande, en 973, San Adalberto le sepultó junto a los restos de su primera esposa, Edith, en la iglesia de San Mauricio, que se había consagrado como catedral. Ocho años después, el santo arzobispo cayó enfermo y murió, cuando hacía una visita a la diócesis de Magdeburgo.

 

Nuestros conocimientos sobre la carrera de San Adalberto, proceden principalmente de la “Crónica” de Thietmar y de la Gesta Episcoporum Magdeburgensium. Consúltese a Pertz, MGH., Scriptores, vol. I, pp. 613-629 y vol. XIV, pp. 381-386. Hay una nota sobre San Adalberto en el Acta Sanctorum, junio, vol. V. Véase a Hauck, en Kirchengeschichte Deutschland, vol. III; y F. Dvornik, The Making of Central and Eastern Europe (1949), pp. 60 y 68-70.

 

 

San Eusebio, Obispo de Samosata (c. 379 d.C.).

(21 de junio).

No se sabe nada sobre el origen y la primera parte de la vida de San Eusebio. La historia le menciona por primera vez hacia el año 361, cuando ya era obispo de Samosata y como tal asistió al sínodo convocado en Antioquía para elegir al sucesor del obispo Eudoxio. Precisamente por los esfuerzos del obispo Eusebio, la elección recayó sobre San Melecio, antiguo obispo de Sebaste y un hombre muy venerado por su piedad y sabiduría. Gran parte de los electores eran arrianos y tenían la esperanza de que, si votaban en favor de Melecio, éste favorecería sus doctrinas, por lo menos tácitamente. Pero los arrianos quedaron decepcionados. En el primer discurso que pronunció el nuevo obispo de Antioquía, en presencia del emperador Constancio, que también era arriano, reafirmó la doctrina católica de la Encarnación, tal como había sido expuesta en el Credo de Nicea. A raíz de aquel sermón, los arrianos, enfurecidos, buscaron la manera de deshacerse del obispo y el emperador Constancio envió a uno de sus funcionarios a entrevistar a San Eusebio para pedirle que entregase las actas sinodales de la elección que habían sido confiadas a su cuidado. San Eusebio respondió que no las entregaría sin el previo consentimiento y autorización de todos y cada uno de los signatarios. Se le amenazó con mandar que le cortaran la mano derecha si persistía en su actitud, y entonces el santo extendió sus dos manos y dijo que estaba dispuesto a perderlas, antes que faltar a la confianza que se había depositado en él. El emperador quedó muy impresionado por el valor del obispo y ya no insistió.

Durante algún tiempo más, después de aquel incidente, San Eusebio tomó parte en los concilios y conferencias de los arrianos y semiarrianos, a fin de sostener la verdad y con la esperanza de obtener la unidad; pero, a partir del Concilio de Antioquía, en 363, San Eusebio dejó de aparecer en las reuniones, porque comprendió que su actitud escandalizaba a los ortodoxos. Nueve años después, urgentemente solicitada su presencia por el anciano Gregorio de Nazianzo, fue a Capadocia para ejercer su influencia y su experiencia en favor de San Basilio, en la elección para ocupar la sede vacante de Cesárea. Tan notables fueron los servicios que prestó en aquella ocasión, que el joven Gregorio, en una carta escrita por aquel entonces, se refiere a Eusebio como “columna de la verdad, luz del mundo, instrumento de los favores de Dios hacia su pueblo, apoyo y gloria de toda la ortodoxia.” Entre San Basilio y San Eusebio se estableció una sincera amistad que, más tarde, se mantuvo a través de las cartas.

Al estallar la persecución de Valente, San Eusebio, no contento con proteger a sus propios fieles de la herejía, hizo, de incógnito, varias expediciones a Siria y Palestina para fortalecer la fe de los católicos, para ordenar sacerdotes y para ayudar a los obispos ortodoxos a nombrar verdaderos y meritorios pastores que ocuparan las sedes que quedaban vacantes. Su celo extraordinario despertó la animosidad de los arrianos y, en 374, el emperador Valente promulgó la orden que lo condenaba al destierro en Tracia. Cuando el oficial encargado de hacer cumplir el decreto se presentó ante Eusebio, el obispo le rogó que procediera con discreción, porque si el pueblo veía que le arrestaban, se lanzaría sobre los captores para matarlos. Por consiguiente, aquella noche, después de rezar el oficio como de costumbre, salió tranquilamente de su casa cuando todos dormían y, en compañía de uno de sus servidores, partió hacia el Eufrates y se embarcó. A la mañana siguiente, cuando las gentes se dieron cuenta de que había partido, se emprendió su búsqueda; algunos de sus fieles le dieron alcance y le suplicaron, con lágrimas en los ojos, que no los abandonara. El también lloró ante las muestras de afecto de aquellas gentes, pero les explicó que era necesario obedecer las órdenes del emperador y los exhortó a confiar en Dios para que todo llegara a arreglarse satisfactoriamente. La grey del obispo Eusebio demostró su fidelidad y, mientras duró el exilio, se negó a tener cualquier trato con los dos prelados arrianos que ocupaban la sede.

A la muerte de Valente, en 378, terminó la persecución, y San Eusebio regresó a su sede y a su rebaño. Su celo y su piedad no habían sufrido menoscabo por los sufrimientos del destierro. Gracias a sus esfuerzos, se restableció en toda su diócesis la unidad católica, y las sedes vecinas fueron ocupadas con prelados ortodoxos. San Eusebio se hallaba de visita en la ciudad de Dolikha, para instalar ahí un obispo católico, cuando una mujer arriana, oculta en la azotea de una casa, le arrojó una pesada piedra sobre la cabeza. El golpe que recibió fue fatal, puesto que, a consecuencias del mismo murió algunos días más tarde, tras de obtener la promesa de sus amigos de que no perseguirían ni castigarían a su atacante.

 

En el relato que escribieron los bolandistas sobre San Eusebio de Samosata, no incluyeron una biografía propiamente dicha; esa narración se encuentra impresa, en el Acta Sanctorum, junio, vol. V (el 22 de junio), donde también reproducen un cierto capítulo del historiador Tedoreto. Hay una biografía escrita en sirio que reprodujo Bedjan en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. VI, pp. 343-349. Ver también DCB., vol. II, pp. 369-372 y a Bardenhewer en Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. IV, p. 388.

 

 

San Albano o Albino de Mainz, Mártir (siglo V).

(21 de junio).

No es asunto fácil desenmarañar las narraciones legendarias y, en muchos casos, contradictorias, de este Albano, tal como han llegado hasta nosotros. Se dice que fue un sacerdote griego o albanés, que viajó con San Urso desde la isla de Naxos hasta Milán, en los días en que San Ambrosio se hallaba en la etapa más amarga de su lucha contra los arríanos. (Parece que no hay fundamento que sostenga la tradición en que se hace figurar a Urso y Albano como compañeros de los santos Theomnesto, Taba y Tabrata, martirizados en Altino, cerca de Venecia). El gran arzobispo recibió a los dos viajeros con su acostumbrada cortesía y, luego de comprobar sus sólidas creencias ortodoxas, los alentó a proceder como paladines de la fe en las tierras cristianas más allá de los Alpes, en las Calías o en Alemania. Ambos se mostraron bien dispuestos y emprendieron la marcha; pero San Urso fue asesinado en el Val d'Aosta, en las estribaciones de los Alpes. Entonces Albano continuó solo hasta llegar a Mainz. Ahí estableció su residencia y secundó hábilmente al obispo San Áureo en su lucha contra la herejía. Pero un día, mientras se hallaba en el poblado de Hunum, fue atacado y decapitado, bien por algunos de sus enemigos arríanos o, más probablemente, por los vándalos, en una de sus incursiones. La fecha de su muerte no se ha podido establecer, pero sin duda ocurrió antes del año 451, cuando Mainz fue destruida por los bárbaros. Los católicos lo consideran como un mártir de la fe y hubo varias iglesias dedicadas a él.

En una inscripción en verso que data del siglo noveno y se encuentra en torno a una antigua pintura del santo, en Mainz, se dice que Albano “procedía de tierras distantes” y que llegó a Mainz durante el reinado del emperador Honorio, cuando era obispo San Áureo; que luchó valientemente contra los herejes y que fue decapitado por ellos. La inscripción agrega que, tras la ejecución, San Albano recogió su cabeza cortada y la trasportó hasta el lugar donde fue sepultado. Respecto a esta última afirmación, conviene indicar que, con mucha frecuencia, los pintores de la época solían representar a los mártires que murieron decapitados, de pie y con su propia cabeza en las manos o entre los brazos. La inscripción es interesante, puesto que muestra la tradición que se aceptaba en Mainz unos cuatrocientos años después de la muerte del santo. Cuando la ciudad fue reconstruida, en el último cuarto del siglo quinto, las reliquias de San Albano fueron trasladadas de su tumba, situada fuera de los muros de la antigua Mainz, a una colina que llevaba el nombre de Mons Mariis o Mons Martyrum, pero que posteriormente se llamó Albansberg. Hacia fines del siglo octavo, se edificó ahí una abadía de benedictinos que llegó a ser muy famosa.

 

Dado el material de que disponemos, siempre habrá dificultades en afirmar o negar que haya algún fundamento histórico en esta improbable narración. En el Acta Sanctorum, junio, vol. V, se encontrará la pasión recopilada por Gozwin en el siglo XI, y otra pasión, en la que figura destacadamente San Theomnesto, se encuentra en el Acta Sanctorum, octubre, vol. XIII. Véase también el Mainzer Zeitschrift, 1908, pp. 60 y ss. y 1909, pp. 34 y ss.; y a T. D. Hardy, en Materials for British History (Rolls Series), vol. I, pp. 31-32.

 

 

San Meveno, Meen o Mewan, Abad (¿siglo VI?).

(21 de junio).

El santo abad a quien lo mismo llaman Meveno (Mevennus), como Meen, Main y Mewan, fue muy venerado en toda Francia como el mejor abogado para la curación de toda clase de enfermedades de la piel, durante los tiempos antiguos, la Edad Media y, a decir verdad, hasta épocas relativamente recientes. Una de las especies de erupción cutánea, llevaba el nombre vulgar de Mal de San Meen. Las curaciones de estos padecimientos se atribuían generalmente a las propiedades del agua extraída de los pozos y las fuentes dedicados al santo, pero muy especialmente del agua del manantial que se encontraba en las proximidades del monasterio de Gael, en Bretaña, donde moraba San Meveno. Incontables peregrinaciones (se llegaron a contar hasta cinco mil peregrinos en un año) acuden continuamente desde todos los rincones de Francia a venerar las reliquias de San Meveno y a recoger agua de su fuente. En la Alta Bretaña crece una planta escabiosa que, hasta hoy, se conoce con el nombre de I'herbe de St. Méen. La supuesta historia de este santo no es más que una recopilación de leyendas y tradiciones de entre las cuales, sin embargo, se pueden extraer datos para formar un esbozo de su vida y sus hechos. San Meveno nació en Gwent, localidad del sur de Gales; estaba emparentado con San Sansón, en cuyo monasterio ingresó y a quien acompañó en su primer viaje a Cornwall y de ahí a Bretaña. Meveno se estableció en Gaél, en un monasterio que construyó sobre los terrenos que le fueron cedidos en aquel bosque de Brocéliand que tantas veces se menciona en los romances del rey Arturo. La abadía llegó a ser un centro misional, y sus monjes fundaron otra casa que llegó a ser el gran monasterio de Saint-Méen.

Entre sus amigos y discípulos figuraba su ahijado San Austol, a quien profesaba gran afecto y a quien atendió cuando se hallaba agonizante y le exhortó a morir tranquilo, ya que su separación iba a ser muy breve, puesto que él habría de morir también siete días después. Las reliquias del santo o parte de ellas, se veneran hasta hoy en Saint-Méen. Muchos lugares de Bretaña y aun de Normandía llevan su nombre; en otras partes de Francia se encuentran también algunos sitios dedicados al santo. En Cornwall hay dos parroquias vecinas que llevan los nombres de San Austella y San Mewan, y posiblemente se haya perpetuado su memoria en el nombre de la ciudad de Mevagissey.

 

Hay un relato sobre San Meveno en el Acta Sanctorum, junio, vol. V, fundado principalmente en la biografía francesa de Albert Le Grand; el texto latino de una biografía medieval, se halla impreso en Analecta Bollandiana, vol. III (1884), pp. 141-158. Véase también a F. Duine, en Memento des Sources... (1918), pp. 98-99 y al canónigo Doble, en St Mewan and St. Austol.

 

 

San Leutfrido o Leufroy, Abad (738 d.C.).

(21 de junio).

En el período anterior a la conquista de Normandía por los nórdicos, la diócesis de Evreux produjo a un grupo de santos, de los cuales San Leutfrido no es de los menos prominentes. Para delinear a grandes rasgos su carrera, debemos recurrir a una biografía compuesta por un monje de su comunidad, quien echó mano de manuscritos y tradiciones, mucho tiempo después de la muerte del personaje. Leutfrido, descendiente de una familia cristiana, nació en las cercanías de Evreux. Hizo sus estudios con el sacristán de la iglesia de San Taurino en el mismo Evreux, los continuó en Condal y los terminó en Chartres, donde se distinguió en forma extraordinaria, hasta el punto de suscitar la envidia de sus compañeros. Al regresar a casa, se dedicó especialmente a impartir instrucción a los niños del lugar; pero bien pronto resolvió abandonar el mundo para entregarse a una existencia en el servicio de Dios. Con ese propósito, huyó sigilosamente de su hogar, por la noche; cambió sus ropas finas por los andrajos de un mendigo, y fue a refugiarse en el monasterio de Cailly, donde vivió durante algún tiempo bajo la dirección de un ermitaño. Después se trasladó a Rouen para ponerse a las órdenes de San Sidonio (el irlandés San Saens), de cuyas manos recibió el hábito religioso. San Ansberto, obispo de Rouen, profesó gran estimación a San Leutfrido.

Al cabo de algún tiempo, el santo regresó a su tierra natal y se estableció en un lugar situado a unos cuatro kilómetros de Evreux, en las riberas del Eure, precisamente donde San Owen, el antecesor de San Ansberto, había plantado una cruz como recuerdo de una visión celestial. Ahí mismo, por el año de 690, San Leutfrido construyó un monasterio y una iglesia dedicados a la Santa Cruz. El monasterio que originalmente se llamó La Croix-Saint'Ouen, tuvo posteriormente el nombre de La Croix-Saint-Leufroy. Muchos discípulos se reunieron en torno al fundador, quien los gobernó durante unos cuarenta años. Tenía en tanto aprecio a la pobreza, que en una ocasión, lo mismo que en la anécdota que relata San Gregorio el Grande, rehusó dar cristiana sepultura a un monje que, al morir, dejó una buena cantidad de dinero en sus arcones. San Leutfrido murió en 738.

 

La vida de San Leutfrido, impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. V, no fue escrita sino después de haber transcurrido un siglo o más desde su muerte y, por consiguiente, merece poca confianza. W. Levison publicó un texto crítico en MGH., Scriptores Merov., vol. VII, pp. 1-18. Hay una narración moderna, publicada por J. B. Mesnel en 1918 y que se encuentra en Analecta Bollandiana, vol. XLI (1923), pp. 445-446.

 

 

San Raúl o Ralph, Arzobispo de Bourges (866 d.C.).

(21 de junio).

San Raúl, cuyo nombre aparece también como Ralph, Rodulphus y Radulfo, era el hijo del conde Raúl de Cahors. Desde su niñez fue confiado a la tutela de Bertrand, el abad de Solignac, de quien aprendió a amar las órdenes monásticas, a pesar de que, se tiene entendido que él mismo nunca recibió el hábito. Pero ya fuese o no religioso, lo cierto es que en varias ocasiones desempeñó el puesto de abad, incluso quizá en los famosos monasterios de Saint-Médard y Soissons, a los que habían hecho donativos y otorgado privilegios los padres de Raúl. En 840, fue elevado a la sede arzobispal de Bourges y, a partir de entonces, desempeñó un papel descollante en los asuntos eclesiásticos, dentro y fuera de su diócesis. Se le consideraba como uno de los clérigos más sabios de su tiempo, y en todos los sínodos se reclamaba su presencia. En una de aquellas asambleas, la de Meaux, en 845, se adoptaron las medidas para salvaguardar los ingresos para los hospicios, particularmente los de Escocia (i.e. Irlanda) y se determino que todo aquel que metiese mano en dichos ingresos, recibiría el estigma de “asesino de los pobres.”

San Raúl empleó toda su fortuna personal en la fundación y construcción de monasterios para hombres y mujeres. Entre sus abadías más famosos figuran la de Dévres, en Berri, la de Beaulieu-sur-Mémoire y la de Végennes, en la región del Limousin y la de Sarrazac, en Quercy. San Raúl murió el 21 de junio de 866.

No fue el menor de sus muchos servicios a la Iglesia la compilación de un libro de Instrucciones Pastorales destinadas a sus clérigos, y fundado en las capitulares de Teodulfo, obispo de Orléans. Su principal objetivo era el de reanimar el espíritu de los antiguos cánones y corregir los abusos. Por entonces se necesitaban con toda urgencia directivas claras y precisas con respecto al tribunal de la penitencia, a fin de remediar los errores provocados por la ignorancia y por la adopción de normas no autorizadas que se atribuían, equivocadamente, a varios santos y maestros famosos. San Raúl actuó con mucha prudencia al someter a la consideración de sus clérigos aquellas instrucciones, antes de dar su libro a la publicidad. Al cabo de algún tiempo, la obra fue olvidada y no volvió a saberse de ella hasta principios del siglo diecisiete, cuando fue descubierta de nuevo. El escrito demuestra que su autor era muy versado en los escritos de los Padres y en los decretos de los concilios.

 

No existe, al parecer, una biografía propiamente dicha de San Raúl, escrita en los tiempos medievales. En el Acta Sanctorum, junio, vol. V, hay un relato formado por fragmentos tomados en diversas fuentes de información, incluso algunas lecciones del breviario. Véase, Histoire Littéraire de la France, vol. V, pp. 321-324; Saint Rodolf, archevéque de Bourges (1905), de Chavanet; el Catalogue des actes des archevéques de Bourges (1927), pp. 7-13, de A. Gandilhon; y Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II pp. 20 y 122, Sobre el número y la importancia de los establecimientos escoceses a que nos referimos, ver a Berliére en Revue Bénédictine, vol. XIX (1902), pp. 68-70.

 

 

San Alban, Albino o Albano, Mártir (fecha desconocida).

(22 de junio).

Asan Alban se le venera como al protomártir de las Islas Británicas y, hasta hoy, se observa su fiesta en toda Inglaterra y Gales el 22 de junio (solamente en la diócesis de Brentwood se le conmemora el 23). Su historia, o mejor dicho su leyenda, tal como la expone Beda en su Ecclesiastical History, puede resumirse como sigue:

Alban era natural de Verulamium, la actual St. Albans, en Hertfordshire. Era un ciudadano prominente y, a pesar de ser pagano, al estallar la persecución de Diocleciano y Maximiano, dio asilo a un sacerdote cristiano que llegó a su puerta. Las conversaciones e instrucciones de su huésped sobre la doctrina cristiana impresionaron tanto a Alban, que se convirtió al cristianismo y recibió el bautismo. Entretanto, el gobernador local había sido informado de que el predicador cristiano al que buscaba afanosamente por toda la región, se hallaba escondido en la casa de Alban. Inmediatamente se envió a una partida de soldados a investigar, pero el sacerdote ya no estaba ahí. Para facilitar su huida, Alban había cambiado sus ropas con él y fue a Alban, vestido con el amplio manto o caracalla del sacerdote, a quien los soldados condujeron alado de manos, ante el juez. Este se hallaba, precisamente, de pie frente a un altar, en el acto de ofrecer sacrificios a los dioses.

Cuando se bajó el capuchón del manto que cubría la cabeza del prisionero y se estableció su identidad, el gobernador quedó muy indignado. Ordenó que Alban fuese arrastrado al pie del altar y, una vez ahí, le dijo: “Puesto que tú optaste por ocultar y proteger a un individuo sacrílego y blasfemo, al que debiste entregar a los guardias que envié, el castigo que le estaba reservado será para ti, a menos que quieras cumplir con los actos de adoración de nuestras creencias.” Alban repuso con firmeza que ya nunca volvería a adorar a los dioses. El juez le pidió que le diera pormenores de su familia y entonces, Alban se irritó. “¿Para qué quieres saber de mi familia?, preguntó. Si lo que te interesa saber es mi religión, te diré que soy cristiano.” Entonces se le pidió que diera su nombre y otros datos. “Mis padres me llamaron Alban, replicó. Únicamente adoro y sirvo al Dios vivo y verdadero que creó todas las cosas.” El magistrado, impaciente, le ordenó que no perdiera más tiempo en declaraciones pretenciosas y que ofreciese inmediatamente sacrificios a los ídolos; pero Alban no se dejó acobardar y repuso: “Tú ofreces sacrificios a los demonios que no pueden proporcionarte ayuda ni otorgar tus peticiones: cualquiera que ofrezca sacrificios a esos ídolos, no recibirá otra recompensa que el eterno castigo del infierno.”

El gobernador, atizada su indignación por las palabras del prisionero, mandó que fuese azotado; luego, al ver que soportaba los furiosos latigazos no sólo con resignación, sino con alegría, le condenó a morir decapitado. Toda la población acudió a presenciar la ejecución y, en la ciudad no quedó nadie más que el juez. La comitiva tenía que cruzar el río en un lugar donde la corriente era muy rápida y, era tanta la gente que formaba hileras para pasar por el puente estrecho, que Alban hubiese prolongado su vida un día más, si esperaba para cruzar. Pero el santo no quería retardar su muerte y, en consecuencia, bajó por la ribera hasta la orilla, levantó los ojos al cielo y, como por encanto, la corriente se detuvo, las aguas se dividieron y, en el lecho del río quedó un paso amplio y seco por el que podía cruzar no sólo el mártir, sino toda la muchedumbre que le seguía. Aquella maravilla produjo la instantánea conversión del verdugo, quien arrojó su espada a los pies de San Alban y le suplicó que le permitiese morir con él o, mejor aún, en su lugar. La procesión avanzó entonces sobre una cuesta que era un gran prado verde salpicado por innumerables flores de todas clases. En la cumbre de la colina, como respuesta a una breve oración del mártir, surgió una fuente de aguas claras para calmar su sed. [La descripción del lugar del martirio en la colina de Holmhurst es, quizá, parte de la tradición original. Todo concuerda perfectamente con la topografía del lugar, excepto que el río Var no es profundo ni tiene corriente rápida. Había un manantial (ahora cubierto) al pie de la colina de Holmhurst, la actual Holywell.] Otro hombre reemplazó al verdugo convertido y, de un solo golpe de espada, decapitó a Alban; pero en el momento en que la cabeza del mártir cayó al suelo, los ojos del ejecutor se le saltaron de las órbitas y cayeron junto a la cabeza cortada. El soldado que acababa de convertirse, fue decapitado también ahí mismo y, de esta manera, recibió el bautismo de sangre.

Es imposible determinar cuánto de verdad contiene esta historia y hay opiniones muy variadas sobre la cuestión. Se sostiene sobre todo el punto de vista de que San Alban nunca existió, puesto que los decretos de Diocleciano y Maximiano contra los cristianos jamás tuvieron efecto en las Islas Británicas. Por otra parte, algunos investigadores afirman que Alban existió y que muy bien pudo haber sido la víctima de alguna persecución local. La existencia de un culto muy antiguo y extenso respalda esta última afirmación. La referencia más antigua sobre San Alban figura en la biografía de San Germán de Auxerre, escrita por Constancio de Lyons en el siglo quinto, cuando se hace referencia a la visita de San Germán a las Islas Británicas y se declara que éste vio la tumba de San Alban (no dice en qué sitio preciso) “y oró piadosamente en ella, por lo que se tiene por cierto que fue la intercesión del bendito mártir San Alban la que permitió que Germán y sus compañeros tuviesen un feliz viaje de regreso a las Galias.”

Gildas y Beda recurrieron al manuscrito “passio Albani,” que data de los comienzos del siglo sexto, para escribir sus narraciones. La popularidad y difusión de la historia puede calcularse por las muchas variantes de la misma que fueron recogidas por Hardy en su “Materials for British History” (vol. i, pp. 3-30). La veneración por el mártir se propagó más todavía a raíz del traslado de sus reliquias a una iglesia local en 1129. Fue por entonces cuando se escribió una narración enteramente fantástica sobre San Amphibalus, fundada en la interpretación equivocada que Godofredo Monmouth dio a la palabra amphibalus,” que significa manto, para bautizar con ella al sacerdote cristiano que se refugió en la casa de Alban. En el relato se dice que aquel sacerdote. “San Amphibalus,” fue perseguido y alcanzado y que se le dio muerte a pedradas en Redbourn, a unos siete kilómetros de la casa de San Alban. También se afirma que las reliquias del supuesto santo fueron descubiertas en los terrenos de unos sajones herejes, en el mismo Redbourn.

Por Constancio de Lyons sabemos que, en el año 429, había una iglesia y una tumba de San Alban. Gildas, que escribió cerca del año 540, relaciona a Alban con Verulamium y, en los tiempos de Beda (731), había en Verulamium una iglesia recién construida con una capilla adjunta donde estaban las reliquias de San Alban. La tradición dice que, en 793, Offa de Mercia, construyó ahí una nueva iglesia y fundó un monasterio que, con el tiempo, se convirtió en la famosa abadía benedictina de San Alban, y es posible que la tradición esté en lo cierto.

En los últimos años, el padre A. W. Wade-Evans trató de localizar el sitio del martirio de San Alban, en los alrededores de Caerleon, en Monmouthshire, junto con los de San Julio y San Aarón (3 de julio). La hipótesis recibió mayor consideración en el continente europeo que en las Islas Británicas, y el padre bolandista, Grosjean, considera que “el martirio de estos tres santos en Caerleon no está desprovisto de fundamentos bastante firmes” (Analecta Bollandiana, vol. LVII, 1939, pp. 160-161). En cambio, Wilhelm Levison rechaza firmemente ésta teoría y dice que “el martirio de San Alban puede ser situado, sin lugar a dudas, en Verulamium y el propio San Alban, dentro de las certezas y las probabilidades, encaja perfectamente en esa tradición.”

 

El asunto se trata detalladamente en St. Alban and Saint Albans de W. Levison, incluido en Antiquity, vol. XV (1941), pp. 337-359. El relato de Beda se encuentra en Ecclesiastical History lib. I, cap. VII (ver también los caps, XVIII y XX, así como las notas de Plummer); Gildas, en De Excidio Britanniae, cap. X, dice que “conjetura” que San Alban fue muerto durante la persecución de Diocleciano. La teoría de A. W. Wade-Evans, se encuentra en su Welsh Christian Origins (1934), pp. 16-19, lo mismo que en su traducción de Nennius (1938), pp. 131-132. Hacia fines del siglo sexto, Venancio Fortunato, conmemora al santo con la frase: “Albanum egregium fecunda Britannia proferí” (“La fecunda Bretaña venera al gran Albano”); también en el Hieronymianum se le menciona y, sobre esta referencia, véase el comentario de Delehaye. A pesar de que algunos detalles en la reedición posterior de los escritos de Constancio sobre San Germán, no pertenecen al original, como lo ha demostrado Levison (MGH., Scriptores Merov, vol. VII), subsisten todas las razones para creer que Germán llevó consigo de regreso a Auxerre, reliquias de San Alban y que construyó ahí una basílica en su honor, como lo afirma Heiricus, el autor de la biografía en verso de San Germán. Ver a W. Meyer en Abhandlungen, de la Sociedad Científica de Gottingen, vol. VIII (1904) No. 1, para la passio Albani; E. P. Baker, el Culto de San Alban en Colonia, en el Archeological Journal, vol. XCIV (19-38), pp. 207-256; M. R. James, Illustrations to the Life of St. Alban (1924); y H. Delehaye, en Les Passions des Martyrs (1921), pp. 403-407.

 

 

San Niceto, Obispo de Remesiana (c. 414 d.C.).

(22 de junio).

En la fecha del 7 de enero, el Martirologio Romano contiene esta nota: “En Dacia, San Niceto, obispo, que con sus prédicas tornó suave y gentil a una nación que fue bárbara y salvaje.” No hay duda de que esas palabras se refieren a San Niceto de Remesiana, no obstante que Baronio, debido a su errónea identificación de este Niceto con el Niceto o Niceas de Aquilea, trasladó la conmemoración, del 22 de junio al 7 de enero, al hacer su revisión del Martirologio. Niceto de Remesiana fue amigo íntimo de San Paulino de Nola y, gracias a éste, sabemos de los magníficos triunfos que obtuvo en sus intentos por domesticar a los salvajes entre quienes vivía. Los bessi, sobre todo, como dice el testimonio de Strabo, eran seres desaforados, crueles y bárbaros, “a los cuales condujo Niceto, como a mansos corderos, al redil de Cristo,” según afirma San Paulino en su poema.

 

Nam simul terris animisque duri

Et sua Bessi nive duriores,

Nunc oves facti, duce te gregantur

Pacis in aulam.

 

A Remesiana se la ha identificado con un lugar de Serbia llamado Bela Palenka. Poco es lo que sabemos sobre la historia de San Niceto, aparte de que, por lo menos en dos ocasiones, viajó desde una comarca que San Paulino consideraba como un país salvaje de nieves y hielo, para visitar a su amigo en Nola, en la Campania. También San Jerónimo habla en tono admirativo sobre la obra de Niceto al convertir al pueblo de Dacia; pero, en realidad, no sabemos absolutamente nada sobre los detalles de sus expediciones misioneras, la forma en que fue ascendido al episcopado o la fecha de su muerte.

Por otra parte, el santo despertó mucho interés entre los eruditos a causa de sus escritos, algunos de los cuales, anteriormente atribuidos a Niceto de Aquilea, han sido devueltos ahora a su verdadero autor, luego de muchas y muy profundas investigaciones. Dom Germain Morin fue uno de los que más empeño puso para atraer la atención sobre la importancia de la obra literaria del santo y aun llegó tan lejos como a comprobar que es a San Niceto y no a San Ambrosio, a quien debemos la composición de ese magnífico y famoso himno de acción de gracias que llamamos el Te Deum.Este punto de vista no ha conseguido una aceptación universal, pero entre los estudiosos y los investigadores hay muchos que le apoyan.

 

En dos ocasiones, los bolandistas hicieron un relato sobre San Niceto, valiéndose de la información que pudieron obtener y los incluyeron en Acta Sanctorum, enero, vol. I y junio, vol. V. Pero se encontrará una investigación más nueva y más completa, en el volumen de A. G. Burns. Nicetas of Remesiana, His Life and Works (1905), que incluye los escritos sobre los restos del santo. Además, el Dr. Burns publicó un cuadernillo titulado El Himno Te Deum y sus autores (1926). Los artículos de Dom Morin aparecieron sobre todo en la Revue Bénédictine, vol. VII (1890), pp. 151 y ss.; vol. XI (1894), p. 49; y vol. XV. (1898), p. 99. Véase a W. A. Patín, en Niceta, Bischof von Remesiana ais Schriftsteller und Theolog. (1909) y consúltese el DTC., vol. XI, cc. 477-479. Dos de las más importantes disertaciones de Niceto fueron editadas en un lenguaje claro, por el profesor G. H. Turner; los textos fueron acomodados y anotados por él en el Journal of Theological Studies, vol. XXII (1921), pp. 305-320; y vol. XXIV (1923), pp. 225-252. El volumen de traducciones al inglés de los escritos de Niceto, hechas por Fr. G. C. Walsh, fue publicado en Nueva York en 1950.

 

 

San Paulino, Obispo de Nola (431 d.C.).

(22 de junio).

San Paulino, cuyo nombre completo era Poncio Meropio Anicio Paulino, fue uno de los hombres más notables de su época, a quien elogian, en términos de afectuoso aprecio o de admiración, San Martín, San Sulpicio Severo, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Euquerio, San Gregorio de Tours, Apollinario, Cassiodoro y otros antiguos escritores. Su padre, prefecto en las Galias, poseía tierras en Italia, Aquitania y España. Paulino vino al mundo cerca de Burdeos. Desde pequeño tuvo como maestro de poesía y retórica al famoso poeta Ausonio. Guiado por tan magnífico tutor, el muchacho colmó las grandes esperanzas que habían sido puestas en él y, cuando era todavía muy joven, se hizo notar y aplaudir en la tribuna. “Todos, dice San Jerónimo, admiraban la pureza y elegancia de su dicción, la delicadeza y generosidad de sus sentimientos, la fuerza y dulzura de su estilo y la vivacidad de su imaginación.” Se le confiaron numerosos cargos públicos y, si bien no sabemos cuáles fueron, hay razones para suponer que desempeñó un alto puesto en Campania y también fue prefecto en el Nuevo Epiro. Sus deberes, cualquiera que fuese, le mantenían en constante actividad, en viajes continuos y largos y, en el curso de su vida pública, hizo muchos amigos en Italia, las Galias y España.

Se casó con una dama española llamada Terasia y, al cabo de algunos años, se retiró a sus propiedades de Aquitania para descansar y cultivar su espíritu con la lectura. Fue entonces cuando entabló relaciones con San Delfino, obispo de Burdeos, quien posteriormente convirtió y bautizó a Paulino y a su hermano. Después de su conversión, alrededor del año 390, se fue a vivir con su esposa en las tierras que poseía en España, donde nació su primer hijo, luego de varios años de espera; pero aquella criatura murió a los ocho días de nacido. Desde aquel momento, Paulino y su esposa resolvieron llevar una vida más apegada a la doctrina cristiana, con la práctica de la austeridad y la caridad y, sin más trámites, comenzaron a disponer de una parte considerable de sus muchos bienes para beneficio de los pobres. Aquella prodigalidad tuvo un resultado que, al parecer, fue una sorpresa para el matrimonio, sobre todo para Paulino. El día de Navidad, alrededor del año 393, como respuesta a una espontánea, repentina e insistente petición del pueblo, el obispo de Barcelona confirió a Paulino, en su catedral, las órdenes sacerdotales, a pesar de que ni siquiera había llegado a ser un diácono. [El caso de conferir las órdenes sagradas por aclamación popular, tiene otros ejemplos. Aparte del bien conocido caso de la elevación de San Ambrosio a la sede episcopal, tenemos un incidente similar que ocurrió al esposo de Santa Melania la Joven (31 de diciembre). Melania y Piniano, no sólo eran contemporáneos, sino amigos personales de San Paulino y, lo mismo que él, se habían desprendido de grandes sumas de dinero para distribuirlas en limosnas.]

Pero si los ciudadanos habían abrigado la esperanza de retener con ellos a Paulino, quedaron desengañados. Ya desde antes habían resuelto establecerse en Nola, una población pequeña cerca de Nápoles, donde también tenía propiedades. Tan pronto como dio a conocer sus intenciones y trató de vender sus posesiones en Aquitania, como lo había hecho con las propiedades de Terasia en España, surgieron las objeciones de los amigos y las oposiciones de los parientes. Pero no se dejó arredrar por ello y llevó a cabo sus propósitos: se trasladó a Italia, donde San Ambrosio y otros amigos le recibieron cordialmente. En cambio, en Roma tuvo una fría recepción por parte del Papa San Siricio y sus clérigos, los cuales, probablemente, se hallaban resentidos por el carácter anticanónico de su ordenación. Por lo tanto, la permanencia de Paulino en Roma fue muy breve y partió hacia Nola con su esposa. Ahí estableció su residencia en una gran casa de dos pisos, fuera de los muros de la ciudad, no lejos del lugar donde se veneraba la tumba de San Félix. A pesar de sus cuantiosos donativos, aún conservaba bastantes propiedades en Italia y una fortuna considerable.

Pero de todo esto se desprendió también, poco a poco, en obras de caridad y en el patrocinio de proyectos que favoreciesen a la religión y a la Iglesia. Construyó una iglesia en la población de Fondi, dotó a Nola del acueducto que tanto necesitaba y socorrió a un ejército de pobres, deudores, vagabundos, mendigos y enfermos, muchos de los cuales, vivían prácticamente en el piso bajo de su casa. Paulino, con algunos amigos, ocupaba la planta alta donde todos llevaban una existencia dedicada a la oración y la penitencia, muy semejante a la monástica. Se supone que Terasia era el ama de llaves que atendía a todos los moradores de aquel establecimiento. Contigua a él, había una casa más pequeña, con jardín, que servía para hospedar a los visitantes. Entre los que gozaron de aquella hospitalidad, se pueden mencionar a Santa Melania la Vieja y al obispo misionero San Niceto de Remesiana, quien estuvo ahí en dos ocasiones. Es muy notable el relato que se conserva en la biografía de Melania, la Joven, donde describe su llegada a Nola con su esposo y otros fieles cristianos. Cuando San Paulino fijó ahí su residencia, había ya tres pequeñas basílicas y una capilla, en torno a la tumba de San Félix, el que fuera presbítero del lugar; Paulino agregó una iglesia más, cuyos muros hizo adornar con mosaicos, el propio santo escribió, en verso, una descripción del edificio y sus ornamentos. Tres de aquellas iglesias compartían la puerta de entrada y, seguramente estaban comunicadas por el interior, de manera semejante a como se comunicaban las siete antiguas basílicas que forman la iglesia de San Esteban, en Bolonia. Cada año, en ocasión de la fiesta de San Félix, Paulino le rendía lo que él llamaba un tributo de su servicio voluntario, en la forma de un poema. Catorce o quince de esas obras se conservan todavía.

A la muerte del obispo de Nola, alrededor del año 409, San Paulino fue señalado, naturalmente, como el único indicado para ocupar el puesto vacante y, en consecuencia, se hizo cargo de la sede episcopal hasta su muerte. Fuera del dato de que gobernó con gran sabiduría y liberalidad, no tenemos otras informaciones que ilustren su carrera como pastor de almas. Una vez al año, en ocasión de la fiesta de San Pedro y San Pablo, iba de visita a Roma; pero de otra manera, nunca abandonaba Nola. En cambio, gustaba de escribir cartas y, por correspondencia, sostenía sus relaciones con todos sus amigos y con los más destacados hombres de la Iglesia en su época, especialmente con San Jerónimo y San Agustín; a este último le consultaba a menudo sobre diversas cuestiones, incluso la aclaración de ciertos pasajes oscuros de la Biblia. Precisamente, para responder a una solicitud de Paulino, escribió San Agustín su libro “Del cuidado a los Muertos,” en el que declara que las pompas fúnebres y otros honores ostentosos, sólo sirven de consuelo a los deudos y no al difunto.

San Paulino vivió hasta el año 431 y, los últimos momentos de su existencia quedaron descritos en la carta de un testigo, llamado Uranio. Tres días antes de expirar fue visitado por dos obispos, Símaco y Acindino, con los cuales celebró los divinos misterios, sin alzarse del lecho. Después se le acercó el sacerdote Postumiano para advertirle que se debían cuarenta monedas de plata por la compra de ropas para los pobres. El santo moribundo repuso, con una sonrisa que, sin duda, alguien iba a pagar la deuda de los pobres y, casi inmediatamente, llegó un mensajero portador de un donativo de cincuenta monedas de plata. El último día, a la hora de vísperas, cuando se encendían las lámparas en la iglesia, el obispo rompió su prolongado silencio y, al tiempo que levantaba una mano, musitó estas palabras: “Ya tengo preparada una lámpara para mi Cristo.” Pocas horas más tarde, los que le velaban sintieron un estremecimiento bajo sus pies, como el de un ligero terremoto y, en aquel momento, San Paulino entregó su alma a Dios. Fue sepultado en la iglesia que había construido en honor de San Félix. Poco después, sus reliquias fueron trasladadas a Roma, pero, posteriormente, en 1909, fueron devueltas a Nola, por orden del Santo Papa, Pío X.

De los escritos de San Paulino, que parecen haber sido muy numerosos, se conservan treinta y dos poemas, cincuenta y un cartas y unos cuantos fragmentos. Se le considera como el mejor poeta cristiano de su época, después de Prudencio. Su epitalamio para Julián, obispo de Eclanum e Ia, es uno de los poemas cristianos más antiguos que se conocen.

 

No existe una biografía propiamente dicha de San Paulino, escrita en tiempos antiguos, pero en cambio contamos con la carta de Uranio para describir su muerte y con una breve nota de San Gregorio de Tours. Además, en la correspondencia del mismo Paulino y en las referencias de sus contemporáneos, encontramos una cantidad considerable de material biográfico; éste fue el que se utilizó en el Acta Sanctorum, junio, vol. V. Otra fuente de información que llegó a conocerse en tiempos relativamente recientes, es la Vida de Melania la Joven, en textos griegos y latinos, que se encontrarán en la edición del cardenal Rampolla, Santa Melania Giuniore (1905). Las biografías modernas mejores son las de A. Buse, F. Lagrange y A. Baudrillart y un buen artículo en DCB., vol. IV, pp. 234-245, lo mismo que en DTC, vol. XII, cc. 68-71. Véase además a G. Boissier en La Fin du Paganisme, vol. II, pp. 49-103; F. de Labriolle, La Correspondence d'Auson et de Paulin (1910); C. Weyman, Beitrage zur Geschichte der Christ-latein Poesie (1929), pp. 92-103; P. Fabre, S. Paulin et l´amitié Chrétienne (1947); y P. Labriolle, Histoire de la Littérature Chrétienne (1947), p. 877.

 

 

Santa Agripina, Virgen y Mártir (¿262? d.C.).

(23 de junio).

A Santa Agripina, virgen y mártir, se la venera extraordinariamente en Sicilia y también, aunque en menor grado, en Grecia. Nada se sabe en concreto sobre su verdadera historia; las “actas” que figuran en las “Menaia” griegas son enteramente indignas de confianza y no hay pruebas sobre su culto en fechas remotas. Se tiene entendido que fue una doncella de noble cuna, a quien, por causa de su fe, se mandó cortar la cabeza, o bien fue azotada hasta morir, durante el reinado de Valeriano o en la persecución de Diocleciano. Después del martirio, tres mujeres cristianas, Bassa, Paula y Agatónice, recogieron el cuerpo de la doncella y lo llevaron hasta Mineo, en Sicilia, para sepultarlo ahí. Parece que en su tumba se obraron muchos milagros, incluso curaciones de males sin remedio y de personas endemoniadas. Los griegos aseguran que las reliquias de la santa fueron trasladadas de Sicilia a Constantinopla, supuestamente para evitar la profanación por parte de los infieles. Se invoca a Santa Agripina contra los espíritus malignos, la lepra y las tempestades violentas.

 

La relación que se encuentra en Acta Sanctorum, junio, vol. V, no proporciona más datos que los extraídos de las Menaia griegas junto con una sospechosa narración traducida al latín, sobre el traslado de los restos a Sicilia. El Annus Greco-slavicus de Martynov contiene testimonios sobre su culto en épocas muy posteriores a la de su muerte; también hay una breve historia sobre su martirio en el Sinaxario de Constantinopla; ver la edición Delehaye, cc. 704-706. Por ella sabemos que se conmemoraba a Santa Agripina el 23 de junio la misma fecha que figura en el Martirologio Romano.

 

 

Santa Etelreda o Audrey, Abadesa de Ely, Viuda (679 d.C.).

(23 de junio).

A juzgar por el gran número de iglesias que se le han dedicado en Inglaterra, Etelreda (Aethelthryth), también llamada Audrey, debe haber sido una de las santas anglosajonas más populares. Era hija de Anna, el rey de los anglos del este, y hermana de Santa Sexburga, Santa Etelburga y Sarita Witburga. El lugar de su nacimiento fue Exning, en Suffolk. Para satisfacer los deseos de sus padres, se casó con un tal Tonbert, pero se dice que vivió con su marido en absoluta continencia. Tres años después del casorio, murió Tonbert y ella se retiró a vivir en la isla de Ely, cuyos terrenos le habían sido cedidos como regalo de bodas. Ahí, durante cinco años, llevó una existencia solitaria y dedicada a la oración. Pero hasta ahí fueron a buscarla sus familiares para casarla de nuevo, y ella cedió otra vez a los ruegos de sus padres. El segundo marido se llamaba Egfrido y era el hijo menor de Oswy, rey de Nortumbria; en la época del matrimonio no era más que un niño y se conformó a vivir con su esposa como si fuera su hermana. Pero con el correr del tiempo, Egfrido, convertido en un hombre joven y en poderoso monarca, se manifestó descontento y exigió que Etelreda fuese su verdadera esposa.

Etelreda se negó rotundamente, porque desde hacía tiempo había consagrado su virginidad a Dios. Por acuerdo de los esposos se hizo una apelación a San Wilfrido de York para que arreglara las cosas, y Egfrido llegó a hacer el intento de sobornarlo, puesto que le ofreció ricos presentes si convencía a Etelreda para que accediera a sus deseos. Sin embargo, San Wilfrido se puso de parte de la doncella y, por consejo suyo, se refugió Etelreda en el convento de Coldingham, donde recibió el velo de manos de Santa Ebba, la tía de Egfrido. Un año más tarde, se retiró a la isla de Ely, donde fundó, alrededor del año 672, un monasterio doble, al que gobernó hasta su muerte. Su manera de vivir era la de un asceta: con excepción de los días de fiesta grande o cuando estaba enferma, sólo hacía una frugal comida cotidiana, vestía ropas hechas con telas burdas; después de los maitines, que se cantaban a medianoche, no se retiraba a descansar como el resto de las monjas, sino que permanecía en la iglesia para orar hasta el amanecer. Estaba dotada con el don de profecía: pronosticó la epidemia de peste durante la cual ella murió y señaló el número exacto de sus monjas que habrían de sucumbir, víctimas del mismo mal. Etelreda expiró el 23 de junio de 679 y, de acuerdo con sus instrucciones, fue sepultada dentro de un sencillo ataúd de madera. Dieciséis años más tarde, se encontró su cuerpo incorrupto.

La sepultura de Santa Etelreda llegó a ser un gran centro de devoción, en virtud de los milagros que obraban sus reliquias y los trozos de tela que los devotos dejaban sobre la tumba. Hace mucho tiempo que los restos de la santa desaparecieron, pero hasta la fecha se muestra su sepulcro vacío en la catedral de Ely. La palabra inglesa tawdry,” una corrupción de Saint Audrey, se aplicaba originalmente a los collares, pulseras y prendedores de oropel y otras quincallas que se vendían durante la gran feria anual de Santa Audrey. Su fiesta se celebra todavía en varias diócesis de Inglaterra.

 

La mayoría de las referencias sobre Santa Etelreda que hace Beda y también las que hace Thomas of Ely en su Líber Eliensis, fueron impresas en el Acta Sanctorum, junio, vol. V. Sobre las contradicciones cronológicas, véanse las notas de C. Plummer en su edición de Beda, vol. II, pp. 234-240. También hay relaciones bastante completas en DNB., vol. XVIII, pp. 19-21 y en DCB., vol. II, pp. 220-223.

 

 

San Liberto o Lietberto, Obispo de Cambrai (1076 d.C.).

(23 de junio).

Liberto, Lietberto o Liébert, era descendiente de una noble familia de Brabante; su tío fue Gerard, el obispo de Cambrai, con quien se educó y a cuyo servicio estuvo largo tiempo como archidiácono, primero y preboste después. A la muerte del obispo, en 1051, el clero y el pueblo le eligieron como su sucesor. Una vez que el emperador San Enrique ratificó el nombramiento, Liberto fue ordenado sacerdote en Chálons y consagrado obispo por el metropolitano en Reims. Se desempeñó como un verdadero padre hacia su grey y, no sólo trabajó con infatigable celo por su bienestar espiritual, sino que lo defendió de las extorsiones y opresiones del castellano de Cambrai.

En 1054, Liberto emprendió una peregrinación a Jerusalén, acompañado por un grupo de personas. La comitiva había llegado a Laodicea, cuando, para consternación general, se informó que los sarracenos habían clausurado la iglesia del Santo Sepulcro y que, en aquellos momentos, era muy peligroso viajar a Palestina. Por lo tanto, muchos de los peregrinos regresaron al punto de partida, y sólo San Liberto y algunos pocos compañeros resolvieron perseverar. Emprendieron la travesía, pero los vientos contrarios desviaron la embarcación hacia Chipre; los tripulantes, temerosos de caer en manos de los piratas, condujeron la nave de regreso a Laodicea. En vista de que no cesaban de surgir nuevas dificultades, los peregrinos acabaron por abandonar la empresa, sin haber visto la Tierra Santa. Al regresar a Cambrai, San Liberto, para consolarse de aquel fracaso, construyó un monasterio y una iglesia a los que dio el nombre de Santo Sepulcro. A uno de los monjes de aquel monasterio, llamado Rodulfo, debemos la biografía casi contemporánea del fundador. Así sabemos que, desde aquel momento, el obispo dedicó sus días a cumplir estrictamente con sus deberes pastorales y, que a menudo, por las noches, iba descalzo a la iglesia para ganó muchos enemigos. En una ocasión, los esbirros de Hugo, el castellano de Cambrai, a quien el obispo había excomulgado por los desmanes de su conducta, cayeron sobre él por sorpresa y le encerraron en el calabozo del castillo de Oisy. Arnulfo, el conde de Flandes, rescató al secuestrado y, poco después, Hugo fue expulsado de Cambrai en medio del general contento de la población. Al parecer, el último servicio que realizó San Liberto, en los últimos días de sus veinte años de episcopado, fue éste: la ciudad, cercada por las fuerzas invasoras, estaba en inminente peligro de caer ante un ataque del enemigo; pero el obispo, quien ya por entonces se hallaba muy enfermo, se hizo conducir en una litera hasta el campamento enemigo y, gracias a su presencia, sus elocuentes razones y sus amenazas, convenció a los invasores para que se retirasen sin haber dado el golpe que proyectaban. San Táberto o Lietberto, murió el 23 de junio de 1076.

 

El monje Rodulfo escribió su biografía de San Liberto, después de tomar los datos de la Gesta Episcoporum Cameracensium, a los que agregó abundantes informaciones de su cosecha. Sus textos se publicaron en el Acta Sanctorum, junio, vol. V y en Pertz, MGH., Scriptores, vol. VII, pp. 480-497 y 528-538.

 

 

El Nacimiento de San Juan Bautista.

(24 de junio).

San Agustín hace la observación de que la Iglesia celebra la fiesta de los santos en el día de su muerte que, en realidad, es el día del nacimiento, del gran nacimiento a la vida eterna; pero que, en el caso de San Juan Bautista, hace una excepción y le conmemora el día de su nacimiento, porque fue santificado en el vientre de su madre y vino al mundo sin culpa. A decir verdad, la mayoría de los teólogos expresan su opinión de que Juan quedó investido con la gracia santificante, impartida por la presencia invisible de nuestro Divino Redentor, en el momento en que la Santísima Virgen visitó a su prima, Santa Isabel. Pero de cualquier manera, es digno de celebrarse el nacimiento del Precursor, ya que fue motivo de inmensa alegría para la humanidad tener entre sus miembros al que iba a anunciar la proximidad de la Redención. [Actualmente, por supuesto, el día de hoy, es la fiesta de San Juan Bautista y no una simple conmemoración de su nacimiento. Pero, por conveniencia del relato, narramos aquí las circunstancias de su nacimiento y el resto de su vida se encontrará el día en que se conmemora su muerte, el 29 de agosto.]

Zacarías, el padre de Juan, era un sacerdote de la ley judía, e Isabel, su esposa, descendía, como él, de la casa de Aarón. Las Sagradas Escrituras nos aseguran que ambos eran justos, que su virtud era sincera y perfecta y que “los dos marchaban con fidelidad en los mandamientos y las ordenanzas del Señor.” Y sucedió que, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal, le tocó en turno a Zacarías la tarea de entrar en el Templo para cumplir con la ceremonia matinal y vespertina de ofrecer el incienso; un día muy especial, cuando se hallaba solo dentro del santuario y el pueblo oraba fuera, tuvo la visión del arcángel Gabriel que apareció de pie, al lado derecho del altar del incienso. Zacarías se sintió turbado y presa del temor, pero el ángel le tranquilizó al hablarle con un tono dulce y sereno para anunciarle que sus plegarias habían sido escuchadas y en consecuencia, su mujer, no obstante que era señalada como estéril, iba a concebir y le daría un hijo. El ángel agregó: “Tú le darás el nombre de Juan y será para ti objeto de júbilo y de alegría; muchos se regocijarán por su nacimiento, puesto que será grande delante del Señor.” Las alabanzas al Bautista son particularmente notables porque fueron inspiradas por el mismo Dios. Desde su concepción, Juan fue elegido para que fuese el heraldo, el portavoz del Redentor del mundo, la voz misma que iba a proclamar ante la humanidad la Palabra Eterna, la estrella matutina que iba a brillar como un sol de justicia y la luz del mundo. A menudo, otros santos fueron distinguidos por ciertos privilegios que pertenecían a su carácter especial; pero Juan los excedió a todos en cuanto a la recepción de gracias que hicieron de él, a un tiempo mismo, maestro, virgen y mártir. Y además, fue un profeta y más que un profeta, puesto que inició su misión al señalar al mundo, abiertamente, a Aquél a quien los antiguos profetas habían pronosticado vagamente y a distancia.

La inocencia inmaculada es una gracia preciosa, y los primeros frutos del corazón se deben entregar a Dios; por consiguiente, el ángel mandó a Zacarías que el niño fuese consagrado al Señor desde su nacimiento y que (un indicio sobre la necesidad de mortificación si se desea proteger la virtud) jamás bebiera vino ni otro licor embriagante. Las circunstancias del nacimiento de Juan, lo señalan como un milagro evidente, porque en aquel tiempo Isabel era ya vieja y, de acuerdo con el curso de las cosas naturales, no estaba en edad de concebir. Pero Dios había ordenado la cuestión de tal manera, que el suceso fuera tomado como el fruto de largos años de fervientes plegarias. No obstante, Zacarías, embargado aún por el asombro que le causó el anuncio y, en tono vacilante, pidió al ángel que le diese una señal o una prenda para asegurarle el cumplimiento de la gran promesa. Para conceder el signo pedido, pero al mismo tiempo para castigar las dudas del sacerdote, el arcángel Gabriel le informó que iba a quedar mudo hasta que llegase la hora del nacimiento del niño. Isabel concibió y, en el sexto mes de su embarazo, recibió la visita de la Madre de Dios, quien llegó para saludar a su prima: “y sucedió que, en el momento en que Isabel oyó la salutación de María, la criatura que llevaba en el vientre saltó de júbilo.”

Al cumplirse los nueve meses de su embarazo, Isabel dio a luz un hijo, que fue circuncidado al octavo día. A pesar de que los familiares y amigos insistieron para que el recién nacido llevase el nombre de su padre, Zacarías, la madre exigió que fuera llamado Juan. También Zacarías respaldó la exigencia al escribir en una tablilla: “Su nombre es Juan.” El sacerdote recuperó inmediatamente el uso de la palabra y entonó el hermoso himno de amor y agradecimiento conocido como “Benedictus,” que la Iglesia repite a diario en su oficio y que considera apropiado para pronunciarlo sobre la tumba de todos y cada uno de sus fieles hijos, cuando sus restos se entregan a la tierra.

El Nacimiento de San Juan Bautista fue una de las primeras fiestas religiosas que encontraron un lugar definido en el calendario de la Iglesia; el lugar que ocupa hasta hoy: el 24 de junio. La primera edición del Hieronymíanum lo localiza en esta fecha y subraya que la fiesta conmemora el nacimiento “terrenal” del Precursor. El mismo día está indicado en el Calendario Cartaginés, pero en tiempos anteriores ya hablaba del asunto San Agustín en los sermones que pronunciaba durante esta festividad. San Agustín hacía ver que la conmemoración está suficientemente señalada, en la época del año, por las palabras del Bautista, registradas en el cuarto Evangelio: “Es necesario que El crezca y que yo disminuya.” El santo doctor descubre la propiedad de esa frase al indicar que, tras el nacimiento de San Juan, los días comenzaron a ser más cortos, mientras que, después del nacimiento de Nuestro Señor, los días fueron más largos. Probablemente Duchesne tenga razón cuando afirma que la relación de esta fiesta con el 24 de junio se originó en el occidente y no en el oriente. “Es necesario hacer notar, expresa Duchesne, que la festividad se fijó el 24 y no el 25 de junio, por lo que podríamos preguntarnos por qué razón no se adoptó la segunda fecha que hubiese dado exactamente, el intervalo de seis meses entre la edad del Bautista y la de Cristo. La razón es, dice luego, que se hicieron los cálculos de acuerdo con el calendario romano, donde el 24 de junio es el “octavo kalendas Julii,” así como el 25 de diciembre es el “octavo kalendas Januarii.” Por regla general, en Antioquía y en todo el oriente, los días del mes se numeraban en sucesión continua, desde el primero, tal como nosotros lo hacemos y, el 25 de junio habría correspondido al 25 de diciembre, sin tener en cuenta que junio tiene treinta días y diciembre treinta y uno. Pero de la misma manera que la fecha romana de Navidad fue adoptada en Antioquía (muy posiblemente en razón de la amistad de San Juan Crisóstomo con San Jerónimo), durante los últimos veinticinco años del siglo cuarto, se adoptó también la fecha para conmemorar el nacimiento del Bautista en Antioquía, Constantinopla y todas las otras grandes iglesias del oriente, en el mismo día en que se conmemoraba en Roma.

 

San Juan Bautista era muy popular en la Edad Media y sería largo citar las órdenes religiosas, instituciones, iglesias y santuarios que fueron puestos bajo su patrocinio; pero absolutamente todo lo que podamos llegar a saber sobre su vida, se encuentra en las páginas de los Evangelios. La historia que se relata en el Protoevangelio apócrifo, conocido también como Evangelio de Santiago, donde se presenta a Zacarías como Sumo Sacerdote y se dice que tomó parte activa en la ceremonia matrimonial de María y José, es completamente indigna de crédito. Tampoco podemos poner mucha confianza en las pocas informaciones adicionales que proporciona el historiador Josefo; el libro del Dr. Robert Eisler, The Messiah Jesús and John the Baptist (1931), que pretende estar fundado en el texto eslavo de la historia de Josefo, despierta tantas dudas y contradicciones, que no se le puede 'considerar como una contribución seria para el asunto. Hay numerosas obras sobre San Juan Bautista, con un carácter más o menos devoto. La del abad Denis Buzy, La Vie de St. Jean Baptiste, que fue traducida al inglés, discute a fondo la cuestión, desde el punto de vista teológico y del de la exégesis, la obra contiene también una bibliografía muy completa. Sobre los aspectos litúrgicos, véase a Duchesne, en Christian Worship; a Schuster, en The Sacramentary, vol. IV, pp. 265-271; DAC., vol. VII, cc. 2167-2184; en cuanto al aspecto popular, relacionado sobre todo con La Noche de San Juan, ver el Handwórterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. IV, pp. 704 y ss.

 

 

Los Mártires de Nerón (64 d.C.).

(24 de junio).

Aquellos confesores de los que sólo Dios sabe el número y los nombres, se mencionan en el Martirologio Romano como “los primeros frutos con que Roma, tan fecunda en esas cosechas, pobló el Cielo.” Es interesante hacer notar que el primero de los cesares que persiguió a los cristianos fue Nerón, el más vil, despiadado y falto de principios entre los emperadores romanos.

En el mes de julio del 64, cuando habían transcurrido diez años desde que ascendió al trono, un terrible incendio destruyó a Roma. El fuego nació junto al Gran Circo, en un sector de cobertizos y almacenes atestados de productos inflamables, y de ahí se propagó rápidamente en todas direcciones. Las llamas lo devoraron todo durante seis días y siete noches, cuando pareció que habían sido sofocadas por la demolición de numerosos edificios; pero volvieron a surgir de entre los escombros y continuaron su obra devastadora durante tres días más. Cuando por fin fueron ahogadas definitivamente, las dos terceras partes de Roma eran una masa informe de ruinas humeantes. En el tercer día del incendio, Nerón llegó a Roma, procedente de Ancio, para contemplar la escena. Se afirma que se recreó en aquella contemplación y que, ataviado con la vestimenta que usaba para aparecer en los teatros, subió a lo más alto de la torre de Mecenas y ahí, con el acompañamiento de la lira que él mismo pulsaba, recitó el lamento de Príamo por el incendio de Troya. El bárbaro deleite del emperador que cantaba al contemplar el fuego destructor, hizo nacer la creencia de que él había sido el autor de la catástrofe y que, no sólo había mandado quemar a Roma, sino que había dado órdenes para que no se combatiese el fuego.

El rumor corrió de boca en boca hasta convertirse en una abierta acusación. Las gentes afirmaban haber visto a numerosos individuos misteriosos arrojar antorchas encendidas dentro de las casas, por mandato expreso del emperador. Hasta hoy se ignora si Nerón fue responsable o no de aquel incendio. En vista de los numerosos incendios que se han declarado en Roma desde entonces, puede decirse que también aquél, quizá el más devastador entre todos, se debió a un simple accidente. Sin embargo, quedaba el hecho de la complacencia de Nerón y, tanto se divulgaron las sospechas contra él, que se alarmó y, para desviar las acusaciones que se hacían en su contra, señaló a los cristianos como autores directos del incendio.

No obstante que, según afirma el historiador Tácito, nadie creyó que fuesen culpables del crimen, los cristianos fueron perseguidos, detenidos, expuestos al escarnio y la cólera del pueblo, encarcelados y entregados a las torturas y a la muerte con increíble crueldad. Algunos fueron envueltos en pieles frescas de animales salvajes y dejados a merced de los perros hambrientos para que los despedazaran; muchos fueron crucificados; otros quedaron cubiertos de cera, aceite y pez, atados a estacas y encendidos para que ardiesen como teas. Muchas de estas atrocidades tuvieron lugar durante una fiesta nocturna que ofreció Nerón en los jardines de su palacio. El martirio de los cristianos fue un espectáculo extra en las carreras de carros, donde el propio Nerón, vestido con las plebeyas ropas de un auriga, divertía a sus invitados al mezclarse con ellos y al manejar a los caballos que tiraban de un carro. Entre muchos de los romanos que presenciaron la salvaje crueldad de aquellas torturas, surgió el sentimiento de horror y el de piedad por las víctimas, no obstante que la población entera tenía encallecidos sus sentimientos, acostumbrada, como estaba, a los sangrientos combates de los gladiadores.

 

Tácito, Suetonio, Dio, Casio, Plinio el Viejo y el satírico Juvenal, hacen mención del incendio; pero solamente Tácito se refiere al intento de Nerón para que la culpa recayera sobre una secta determinada. Tácito especifica a los cristianos por su nombre, pero Gibbon y otros investigadores sostienen que el historiador incluye a los judíos en la denominación, puesto que, por aquella época, los que habían abrazado la religión de Cristo no eran tan numerosos como para causar alarma entre las autoridades de Roma. Sin embargo, este punto de vista, que parece destinado a disminuir la influencia del cristianismo, no tiene muchos adeptos. En DCB., vol. IV, pp. 24-27, hay un excelente artículo sobre el particular.

 

 

San Simplicio, Obispo de Autun (siglo IV o V).

(24 de junio).

Aparte de que era obispo de Autun, muy estimado por su integridad y caridad, ninguna otra cosa sabemos en definitiva sobre San Simplicio. Parece que sucedió el obispo Egemonio, alrededor del año 390. Por otra parte, es posible que se trate del obispo Simplicio mencionado por San Atanasio como uno de los signatarios de los decretos del Concilio de Sárdica, en 347. De acuerdo con su leyenda, tal como la relata Gregorio de Tours, descendía de una distinguida familia galo-romana; a temprana edad se casó con una doncella tan joven y rica como él mismo y, desde un principio, ambos esposos hicieron el pacto de vivir en continencia, dedicados a la práctica de las buenas obras. Cuando Simplicio ocupó la sede episcopal en Autun, una ciudad pagana en su mayoría, comenzaron a circular las murmuraciones, que crecieron hasta convertirse en un escándalo, porque el nuevo prelado y su mujer convivían bajo el mismo techo. A fin de vindicarse, Simplicio y su esposa se mostraron dispuestos a someterse a la prueba del fuego. Ambos, con sus propias manos, tomaron carbones encendidos y los sostuvieron en un pliegue de sus túnicas; durante una hora permanecieron así, de pie, ante los pobladores que los observaban, sin que el fuego les causara daño alguno, a ellos o a sus ropas.

Tan convincente fue aquel milagro, que más de un millar de paganos pidieron el bautismo. San Simplicio obró otra maravilla igualmente fructífera en conversiones, el día de la fiesta en honor de la diosa Berecintia, cuando se practicaban tumultuosas orgías. El santo obispo se encontró con la estatua de la diosa que era llevada en una carreta para que bendijera los campos; Simplicio levantó la mano para detener la procesión y, tan pronto como hizo el signo de la cruz, la imagen cayó al suelo y fueron vanos los esfuerzos de muchos hombres para moverla del sitio donde había caído. Además, los bueyes que tiraban de la carreta, se quedaron parados y no hubo poder humano que les hiciera dar un paso más.

 

La fantástica historia que acabamos de relatar se encuentra en De Gloria Conf., nn. 73-76, de Gregorio de Tours. También hay una breve biografía medieval sobre San Simplicio (impresa en el Catalogue del MSS. Hagiográfico de Bruselas, vol. I, pp. 127-129) y se dice que de ahí tomó Gregorio sus informaciones, pero Bruno Krusch (en Neues Archiv, vol. XXXIII, pp. 18-19) desmiente esa suposición. El Hieronymianum conmemora a un Simplicio, obispo de Autun, no solamente en el día de hoy, sino también el 19 de noviembre y, hay ciertos datos cronológicos para suponer que tal vez hubo en Autun dos obispos con el mismo nombre. Véase también a Duchesne, Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 174-178.

 

 

Santa Febronia, Virgen y Mártir (¿304? d.C.).

(25 de junio).

Debemos admitir con toda franqueza que la virgen mártir Santa Febronia tiene todas las probabilidades de ser un personaje enteramente ficticio; pero no se le puede omitir en este libro, puesto que todas las iglesias del oriente la veneran, incluso la de Etiopía, mientras que, en el occidente, se le rinde culto en la ciudad de Trani, en Apulia y la de Patti, en Sicilia, donde se afirma que se conservan algunas de sus reliquias.

Se supone que sufrió el martirio en Nísibis, en Mesopotamia, alrededor del año 304, durante la persecución de Diocleciano. No hay registros auténticos sobre su vida o su pasión, pero sí contamos con una leyenda en forma de atractiva novela, que pretende haber sido escrita por Tomáis, una monja del convento de Febronia que, según dice, presenció los acontecimientos que describe. Sólo un esbozo de esa historia se puede hacer aquí.

Cuando Febronia tenía dos años de edad, sus padres la dejaron al cuidado de su tía Briene, quien gobernaba un convento de monjas en Nisibis. Ahí creció para convertirse en una bellísima muchacha de alma tan candida, que ignoraba por completo el mundo exterior y, sólo se preocupaba por adornarse con las virtudes que la hiciesen aparecer digna a su Prometido Celestial. La tía Briene cuidó con escrupuloso esmero su educación y, con el fin de resguardarla contra las tentaciones que necesariamente la asaltarían, no permitía que su sobrina comiese más que cada tercer día y la obligaba a dormir sobre un estrecho tablón. Febronia era inteligente y aprovechó tan bien las lecciones que, a la edad de dieciocho años, se le encomendó la tarea de leer y explicar las Sagradas Escrituras a las monjas, cada viernes. Las damas más nobles y señaladas de la ciudad asistían a esas lecturas, pero la madre Briene había tomado la precaución de ocultar a Febronia tras un velo, para que las señoras no advirtiesen su extraordinaria belleza y, al mismo tiempo, para no inquietar a la muchacha que, en toda su vida, no había visto a nadie más que a las otras monjas.

La pacífica existencia del convento quedó brutalmente interrumpida por la persecución. Los crueles edictos de Diocleciano fueron aplicados en Nisibis con especial ferocidad, por el prefecto Seleno. Los clérigos, junto con el obispo, empretendieron la fuga y todas las religiosas imitaron su ejemplo; en el claustro quedaron, únicamente, Briene, Febronia, que estaba en la convalecencia de una grave enfermedad y Tomáis. Cuando llegaron los oficiales de la prefectura a hacer un registro en el convento, no se preocuparon por detener a las dos monjas viejas, pero se llevaron a Febronia.

Al otro día, compareció en el tribunal y el prefecto Seleno encomendó a su sobrino Lisimaco la tarea de interrogarla. El joven procedió a hacerlo con toda cortesía y aun cierta condescendencia, porque la madre de Lisimaco era cristiana y sus simpatías estaban de parte de la prisionera. Pero Seleno intervino intempestivamente y, con cierta malicia, prometió dar a Febronia la libertad y muchas riquezas, si renunciaba a su religión y consentía en casarse con Lisimaco. La hermosa muchacha repuso, sencillamente, que no quería riquezas, porque ya tenía un gran tesoro en el cielo y que no buscaba marido, puesto que estaba desposada con su inmortal Prometido, quien le ofrecía la dote del Reino de los Cielos. Enfurecido ante semejante respuesta, Seleno mandó que la muchacha, desnuda, fuese colgada por los brazos de cuatro postes, encima de un lecho de brasas y que se le azotara. La soldadesca se hizo cargo de ella: le fueron arrancados diecisiete dientes y le cortaron los pechos. Entre las indignadas protestas de la muchedumbre que llenaba la sala, los verdugos se ensañaron más todavía con su víctima a la que cortaron los miembros a pedazos y, por fin, al ver que aún vivía, la remataron con golpes de hacha. Casi inmediatamente después, recibió Seleno la retribución de sus infamias, porque, presa de un súbito ataque de locura, se dio de cabezadas contra las columnas de mármol de la sala y murió con el cráneo destrozado. Por orden de Lisimaco, se reunieron respetuosamente los restos despedazados de Febronia y se les dispensó un magnífico funeral. El espantoso martirio de Febronia consiguió que numerosísimos paganos pidiesen el bautismo, y uno de los primeros fue Lisimaco, quien, posteriormente, en los tiempos del emperador Constantino, tomó el hábito de monje.

 

La historia que hemos relatado a grandes rasgos, se difundió enormemente. Se la encuentra en antiguos manuscritos en sirio, griego, latín, hasta en el armenio georgiano y en otras lenguas. En un importante artículo de la Analecta Bollandiana, vol. LXII (1924), pp. 69-76, J. Simón demuestra con una seguridad casi absoluta, que el original se escribió en sirio. El autor hace las conjeturas de que la población de Nisibis, opuesta a los monofisitas, se afanaba por demostrar que contaba con mártires en la antigua tradición ortodoxa bizantina; por lo tanto, a fines del siglo sexto o principios del séptimo, inventó al personaje de Febronia. Anteriormente a ese período, no existe ningún vestigio sobre la mártir. Los textos griegos y latinos, podrán encontrarse en Acta Sanctorum, junio, vol. VII; el sirio fue impreso por Bedjan, en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. V, pp. 573-615.

 

 

San Galicano (¿352? d.C.).

(25 de junio).

Hubo un ilustre patricio romano llamado Galicano y posiblemente gran benefactor de la Iglesia, a mediados del siglo cuarto. Sin embargo, no murió martirizado, como lo afirma el Martirologio Romano. Todas las posibilidades indican que se trata del Galicano que era cónsul en Símaco por el año de 330. En el Líber Pontificalis se ha conservado un registro de la generosidad con que Galicano favoreció a la iglesia de San Pedro, San Pablo y San Juan Bautista que Constantino había construido en Ostia. Entre sus donativos, figuraba una corona de plata, con delfines labrados, que pesaba poco más de ochenta kilos y un cáliz de plata, con bajo-relieves, que alcanzaba a pesar unos cincuenta y cinco kilos. También dotó a la iglesia con cuatro extensos terrenos. Esto es todo lo que se encuentra registrado sobre el patricio romano llamado Gallico. A pesar de la extensión inusitada del artículo dedicado a él en el Martirologio Romano, se puede afirmar que sus “actas” son espurias: fueron compiladas en épocas muy posteriores y abundan en anacronismos e incoherencias. Según esas “actas,” Galicano era un gran general que, en los días de Constantino, derrotó primero a los persas y luego a los escitas, con dos triunfales campañas. Mientras se desarrollaba la segunda expedición, se convirtió al cristianismo y fue bautizado por los santos hermanos Juan y Pablo.

A su regreso a Roma, Galicano abandonó la ciudad y se estableció en Ostia. Ahí construyó una iglesia, dio libertad a sus esclavos y amplió su casa para instalar en ella una hospedería para los peregrinos cristianos. En todas sus buenas obras, le asistía un amigo y compañero, llamado Hilarino. “Su fama, dice el escrito, se extendió por todo el mundo y llegaban las gentes, desde el oriente y el occidente, para ver al que había sido patricio, cónsul y amigo del emperador, que ahora se arrodillaba a lavar los pies de los peregrinos, que les servía a la mesa. Vertía el agua en sus manos, cuidaba a los enfermos y, en todo, daba el ejemplo de virtudes sublimes.” Se supone que las piadosas actividades de Galicano terminaron cuando ascendió al trono Juliano el Apóstata, quien le puso en la alternativa de ofrecer sacrificios a los dioses o partir al exilio. El santo prefirió el destierro y se retiró a Egipto para unirse a un grupo de ermitaños. Sin embargo, hasta allá le alcanzó la persecución: murió decapitado y su amigo Hilarino fue azotado hasta morir.

 

Toda esta historia debe haber sido fabricada en una fecha muy posterior, pero no antes del siglo séptimo. Mons. Duchesne (Líber Pontificalis, vol. I, p. 199) ha demostrado que las Actas de Galicano tuvieron su origen en una mala interpretación de los registros de San Silvestre, en relación con los donativos hechos a las iglesias por aquellos tiempos. En realidad, el generoso benefactor que figura con el nombre de Galicano, fue un personaje enteramente distinto: San Pamaquio (30 de agosto) y la mencionada hospedería para peregrinos, es una idea copiada del “xenodochium,” organizado y establecido por Pamaquio, no en Ostia sino en Porto. Lo que da pie a esta interpretación, es el hecho de que la historia de Galicano está vinculada con los santos mártires Juan v Pablo, cuya iglesia, en la colina Coeli, de Roma, se conocía como la “titulus Pammachii.” También el dato de la donación de los cuatro terrenos, se extrajo del Líber Pontificalis, donde se hace mención de ese donativo inmediatamente antes de mencionarse el nombre de Galicano en relación con la basílica edificada en Ostia; pero en realidad, el que hizo la donación no fue Galicano, sino el emperador Constantino. La leyenda de Galicano que, ciertamente forma parte de las actas de los Santos Juan y Pablo, fue impresa por los bolandistas en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Véase también a J. P. Kirsh, en Die Rómischen Titelkirchen im Altertum (1918), pp. 156-158; y H. Quentin, en Les Martyrologes historiques, pp. 413 y 533.

 

 

San Prospero de Aquitania (c. 465 d.C.).

(25 de junio).

San Próspero de Aquitania, a quien se conmemora en la diócesis de Tarbés como al “Doctor Aquitano,” es bien conocido por sus escritos, pero son muy escasos los datos sobre su vida, a pesar de que en los antiguos manuscritos abundan las referencias sobre él, con los calificativos de “sabio,” “virtuoso,” “santo” y otros similares. No fue obispo, ni sacerdote (el Martirologio Romano le llama obispo de Reggio al confundirle con otro Próspero: ver el artículo siguiente); al parecer, siempre fue un laico, muy piadoso eso sí, posiblemente casado. Este punto ha sido muy discutido, en vista de que se le atribuye un “Poema del Esposo a la Esposa” que, cualquiera que haya sido su inspiración, expresa una profunda confianza en Dios.

Próspero se trasladó de Aquitania a la Provenza y, en 428, a instancias de su amigo Hilario, escribió en Marsella una carta a San Agustín, que se hallaba en Hipona. Los asuntos tratados en aquella misiva hicieron que San Agustín escribiese sus tratados Sobre Predestinación y Sobre Perseverancia, de manera que Próspero se vio envuelto en la controversia semi-pelagiana, en oposición a las ideas de San Juan Casiano y, posiblemente, de San Vicente de Lérins. Próspero y su amigo Hilario fueron a Roma y regresaron con una carta del Papa San Celestino I para los obispos de la Galia, donde se alababa el celo de los portadores y se instaba a lograr la paz. Pero las desavenencias continuaron. Eventualmente, Próspero viajó de nuevo a Roma donde, al parecer, llegó a ocupar el cargo de secretario del Papa San León el Grande. Murió en Roma, alrededor del año 463.

Los escritos de Próspero de Aquitania, tanto en verso como en prosa, están relacionados, sobre todo, con la controversia sobre la gracia y el libre albedrío, en defensa de las doctrinas de San Agustín. Su poema más extenso es un tratado dogmático con unos 1002 versos en exámetro, titulado: “Canto por los Sin Gracia;” pero su obra más conocida, es su “Crónica,” que comprende un período de la historia, desde la Creación hasta la conquista de Roma por los vándalos, en el año 455.

 

L. Valentín, St. Prosper d'Aquitaine (1900); G. Bardy, en DTC.; W. H. Phillott, en DCB. Consúltese también el artículo sobre San Próspero, el obispo de Reggio, que figura en seguida. En 1950, se publicó en Nueva York la versión inglesa del tratado de Próspero sobre la Gracia Divina y el Libre Albedrío, contra las teorías de Casiano.

 

 

San Prospero, Obispo de Reggio (¿466? d.C.).

(25 de junio).

Hay pruebas de que desde el siglo nueve se dispensó muy extensa veneración en la provincia italiana de Emilia a San Próspero, el obispo de Reggio (no se trata de Reggio la de Calabria). Parece que el santo obispo vivió durante el siglo quinto, pero la historia no nos dice nada definitivo sobre él. Una tradición poco digna de crédito afirma que distribuyó todos sus bienes entre los pobres, a fin de cumplir con el precepto del Señor al joven rico y que, tras un episcopado benéfico de veintidós años, murió el 25 de junio de 466, rodeado por sus sacerdotes y diáconos. Fue sepultado en la iglesia de San Apolinar, edificada y consagrada por él, fuera de las murallas de Reggio Emilia. En el año de 703, se trasladaron sus reliquias a una iglesia nueva, levantada en honor suyo por Tomás, el obispo de Reggio y, hasta ahora, es el patrón principal de la ciudad. En este caso, el Martirologio Romano comete una grave equivocación al identificar a Próspero de Reggio con Próspero de Aquitania (arriba). Los dos santos del mismo nombre fueron personas completamente distintas y, con anterioridad al siglo décimo, no se hizo ningún intento para identificar a una con la otra.

 

Toda esta cuestión ha sido debidamente tratada, en un artículo de Dom Gerrnain Morin, aparecido en la Revue Bénédictine, vol. XII (1895), pp. 241-257, bajo el título de San Prospero da Reggio. Ninguno de los investigadores defiende, en la actualidad, la identificación de los dos santos Próspero; ni los bolandistas, ni Tillemont hicieron ese intento en el siglo dieciocho. Ver a J. M. Mercatti, en la Analecta Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 161-256; y a Lanzoni, en Le Diócesi d'Italia, vol. I, pp. 615-618.

 

 

San Máximo, Obispo de Turín (c. 467 d.C.).

(25 de junio).

Se conserva la mayor parte de la obra literaria de San Máximo de Turín, pero es muy poco lo que se sabe acerca del autor. Parece que vino al mundo alrededor del año 380 y, por referencias extraídas de algunos de sus escritos, se conjetura que era natural de Vercelli, o de algún otro lugar en la provincia de Recia. El escritor declara que, hacia el año de 397, presenció el martirio de tres obispos misioneros de Anaunia, en los Alpes Réticos. El historiador Genadio, en su “Libro de Escritores Eclesiásticos,” que completó hacia los fines del siglo quinto, describe a San Máximo, obispo de Turín, como a un profundo estudioso de la Biblia, un predicador diestro en instruir al pueblo y el autor de muchos libros, algunos de cuyos títulos menciona. La nota concluye al señalar que la actuación de San Máximo floreció particularmente durante los reinados de Honorio y de Teodosio el Joven. En realidad, el obispo sobrevivió a esos dos soberanos, puesto que, en el año 451, asistió al sínodo de Milán, presidido por su metropolitano, San Eusebio y, con la participación de otros prelados del norte de Italia, firmó la carta dirigida al Papa San León el Grande para declarar la adhesión de la asamblea a la doctrina de la Encarnación, tal como se expuso en la llamada “Epístola Dogmática” del Papa. También estuvo presente San Máximo en el Concilio de Roma, en 465. En los decretos emitidos en esa ocasión, la firma de San Máximo, figura inmediatamente después de la del Pontífice San Hilario y, como por aquel entonces se daba precedencia por la edad, es evidente que San Máximo era muy anciano. Se supone que murió poco después de aquel Concilio.

La colección que se hizo de sus supuestas obras, editadas por Bruno Bruni en 1784, comprende unos 116 sermones, 118 homilías y 6 tratados; pero esta clasificación es muy arbitraria y, posiblemente, la mayoría de las obras citadas deban atribuirse a otros autores. Son particularmente interesantes por darnos a conocer algunas costumbres extrañas y pintorescas de la antigüedad sobre las condiciones en que vivían los pueblos de la Lombardía, en la época de las invasiones de los godos. En una de sus homilías describe la destrucción de Milán por las hordas de Atila; en otra, habla de los mártires Octavio, Solutor y Adventus, cuyas reliquias se conservan en Turín. “Debemos honrar a todos los mártires, recomienda; pero especialmente a aquellos cuyas reliquias poseemos, puesto que ellos velan por nuestros cuerpos en esta vida y nos acogen cuando partimos de ella.” En dos homilías sobre la acción de gracias inculcaba el deber de elevar diariamente las preces al Señor y recomendaba los Salmos como los mejores cánticos de alabanza. Insistía en que nadie debía dejar las oraciones de la mañana y la noche, así como la acción de gracias, antes y después de las comidas. Máximo exhortaba a todos los cristianos para que hiciesen el signo de la cruz al emprender cualquier acción, puesto que, “por el signo de Jesucristo (hecho con devoción) se pueden obtener bendiciones sin cuento sobre todas nuestras empresas.” En uno de sus sermones, abordó el tema de los festejos un tanto desenfrenados del Año Nuevo y criticó la costumbre de dar regalos a los ricos, sin haber repartido antes limosnas entre los pobres. Más adelante, en esa misma prédica, atacó duramente a “los herejes que venden el perdón de los pecados” cuyos pretendidos sacerdotes piden dinero por la absolución de los penitentes, en vez de imponerles penitencias y llanto por sus culpas.

 

En el Journal of Theological Studies, vol. XVI, pp. 161-176 y pp. 314-322, lo mismo que en vol. XVII, pp. 225-232, el Prof. C. H. Turner se inclina por atribuir a San Máximo ciertos escritos latinos cuyos textos incluye; pero Dom Capelle, en la Revue Bénédictine, vol. XXXIV, pp. 81-108, ha demostrado en forma concluyente que, esos escritos son obra de Maximino, el obispo arriano. Hay un breve y substancioso artículo sobre San Máximo, de E. Amann, en DTC., vol., X, cc. 464-466. Ver el DCB., vol. III, pp. 881-882; y a Bardenhewer en Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. IV, pp. 610-613. Cf. E. Dekkens, Clavis Patrum Latinorum.

 

 

San Adalberto de Egmond (¿705 ó 714? d.C.).

(25 de junio).

Entre el grupo de misioneros que partieron del monasterio de Rathmelsigi, en el año de 690, con San Willibrordo a la cabeza, para evangelizar la Frieslandia, se hallaba un diácono llamado Adalberto. Era originario de Nortumbría y, en seguimiento de San Egberto, había llegado a Irlanda, con el propósito de obedecer los consejos del Señor para alcanzar la perfección. Esa misma aspiración, unida a un gran amor por las almas, le impulsó a ofrecerse como voluntario para el trabajo de misiones entre los herejes. Los mensajeros del Evangelio gozaban de la protección de Pepino de Heristal; además, tenían en su favor el hecho de que se les facilitaba aprender la lengua para darse a entender entre los habitantes de Frieslandia; pero, de todas maneras, la personalidad de los misioneros tuvo mucho que ver con el franco éxito de su trabajo. La simpatía personal y la gentileza de Adalberto, su paciencia y su humildad, causaron profunda impresión entre los herejes a quienes convirtió a la fe cristiana. El núcleo de sus actividades era Egmond, donde fueron bautizados casi todos los habitantes. Tal vez a causa de su humildad, Adalberto no solicitó recibir las órdenes sacerdotales. Se dice, por cierto, que San Willibrordo le nombró archidiácono de Utrecht, pero en aquellos tiempos un archidiácono no era más que jefe de los diáconos, y es muy posible que San Willibrordo quisiese confiar alguna autoridad a nuestro santo.

San Adalberto murió en una fecha que se desconoce. En épocas posteriores, su tumba fue un lugar de peregrinaciones y escenario de muchos supuestos milagros. En el siglo décimo, el duque Teodorico construyó en Egmond una abadía benedictina dedicada a San Adalberto y, en tiempos recientes, cuando los benedictinos de Solesmes volvieron a establecer la vida monástica en Egmond, se eligió al mismo titular.

 

Las fuentes de información de las que dependemos para obtener conocimientos sobre la vida de San Adalberto, son muy poco satisfactorias. La biografía que escribió en latín un monje de Mettlach llamado Ruperto, unos 200 años después de la muerte del personaje, se halla impresa en Acta Sanctorum, junio, vol. VII, no contiene más que generalidades y relaciones de los milagros que, al parecer, se obraron sobre su tumba. Otro relato sobre su vida, escrito en latín, fue publicado por G. Pijnacker Hordijk en Bijdragen voor Vaderlandsche Geschiedenis (1900), pp. 145-174, pero no es nada más que un resumen de la primera. La cuestión del título de archidiácono concedido a Adalberto, fue desmentida por Holder-Egger y otros autores, sin embargo, esos mismos escritores están dispuestos a identificarle con el sucesor de San Willibrordo como abad de Epternach. W. Levison rechaza esta hipótesis. La fecha de la muerte de Adalberto es bastante incierta. Véase el DHG., vol. I, c. 441; y W. Levison, Wilhelm Procurator von Egmond, en Neues Archiv, vol. XL (1916), pp. 793-804.

 

 

Santa Eurosia, Virgen y Mártir (¿siglo VIII?).

(25 de junio).

En un moderno ensayo en alemán, titulado: “Santa Apócrifa de la Edad Media,” el erudito autor trata a fondo y de manera convincente el caso de Santa Eurosia y el de la devoción que se tuvo por ella, primero en la comarca española de Jaca, donde tuvo su origen, en el siglo quince, y después, en Lombardía. Las conclusiones del padre Delehaye coinciden con las del citado autor y aun resumen el ensayo en la Analecta Bollandiana, no sin hacer este comentario: “Todo resulta sospechoso en cuanto a los orígenes de este culto que se propagó en el norte de Italia, gracias a las relaciones políticas entre España y Lombardía... Un número considerable de sitios en las diócesis de Como, Cremona, Pavía y Novara, poseen capillas, altares, imágenes y reliquias de Santa Eurosia, a la que se honra como protectora de los frutos del campo.” Parece ser que la devoción por la santa fue propagada por los soldados españoles y por los miembros de la congregación religiosa de Somaschi, cuya sede central se encontraba en la diócesis de Cremona. De acuerdo con la tradición popular, Eurosia era una noble doncella de la provincia de Bayona, que en algunos de los años del siglo dieciocho se negó rotundamente a desposarse con un jerife moro; como éste tratase de obligarla, la muchacha huyó a buscar refugio en una caverna, donde los esbirros del moro le dieron muerte a puñaladas. A pesar de que hay algunas reliquias que se dan por suyas en la catedral de Jaca, lo más probable es que Eurosia sea un personaje enteramente fantástico. Se la invoca contra el mal tiempo.

 

Sin ir tan lejos como para decir que Eurosia es puro mito, Fr. Papebroch, en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, señala la carencia absoluta de datos concretos de época, así como las contradicciones que se advierten en las leyendas que circularon sobre ella. El ensayo al que nos referimos arriba, es del suizo E. A. Stückelberg, Eine Apokryphe Heilige des Spáten Mittelalters, publicado en Archiv für Religionswissenschaft, vol. XVII (1914), pp. 159-164. Parece que, ya en el siglo diecisiete, había una misa y un oficio en honor de Eurosia, a pesar de que las celebraciones se limitaban a la ciudad de Jaca.

 

 

Santos Juan y Pablo, Mártires (¿362? d.C.).

(26 de junio).

Aparte de su nombre y del hecho que fueron dos cristianos martirizados en Roma, la historia no nos dice nada más sobre los santos Juan y Pablo, a quienes se conmemora juntos en este día. A decir verdad, en algunos círculos se pone en duda su existencia. Esta incertidumbre se debe, en términos generales, a que en una época del siglo cuarto, las supuestas reliquias de estos santos se depositaron en una casa edificada sobre la Colina Coeli, construcción ésta que Bizancio, o su hijo San Pamaquio, amigo de San Jerónimo, transformó en una iglesia cristiana. Es posible que la basílica edificada sobre los cimientos de la vieja construcción, en el siglo quinto, haya sido dedicada originalmente a los Apóstoles San Juan y San Pablo; pero lo cierto es que la iglesia llegó a quedar completamente asociada, por tradición popular, con los dos santos mártires cuyas supuestas reliquias se conservaban ahí y cuyo culto se difundía extraordinariamente, gracias al crédito que se daba a las “actas” que se tenían por auténticas, pero que, en realidad, son espurias. Como resultado de ese culto, los nombres de los “hermanos” Juan y Pablo se insertaron en el canon de la misa, así como en la letanía de los santos; se les acordó una conmemoración con misa y oficio propios, en los sacramentales que se conocen con los nombres de Gelasianum y Gregorianum y, de ahí, pasaron a ocupar un lugar en la liturgia gala. En el Gelasianum se encuentra incluso su fiesta precedida por una vigilia y ayuno, aunque no tardaron en ser anuladas estas prácticas, debido quizá a su proximidad a los ayunos de las fiestas del Nacimiento de San Juan Bautista y los Apóstoles San Pedro y San Pablo. La fama de los dos hermanos se extendió ampliamente: entre los diversos itinerarios que siguió, desde la basílica de la Colina Coeli, durante la Edad Media, señalados por altares, capillas, inscripciones y escritos propiciados por la devoción de los peregrinos que visitaban Roma, figura uno, descubierto en la localidad inglesa de Salisbury, en la forma de una colección de manuscritos del siglo décimo. También Guillermo de Malmesbury, quien escribió durante el reinado de Esteban, hace mención de los santos y, el Concilio de Oxford, en 1222, dispuso que la conmemoración de los santos Juan y Pablo se celebrase como una fiesta de tercer orden, con la obligación para los fieles de asistir a misa antes de ir a trabajar.

Las llamadas “actas” no son más que una fábula piadosa que sostiene haber sido escrita en base a los informes de Terenciano, el capitán de la guardia que se encargó de ejecutar a los dos mártires. De acuerdo con esta historia, los hermanos Juan y Pablo eran oficiales del ejército, a quienes el emperador Constantino puso al frente de la guardia que velaba por la seguridad de su hija, Constancia. Esta les profesaba una gran estimación, y a uno de los hermanos lo nombró su acompañante, mientras que al otro le dio el cargo de mayordomo. Posteriormente, el emperador los llamó para ponerlos al servicio del general Gallicano, en una fuerza expedicionaria que se envió a la Tracia para rechazar una invasión de los escitas. Los bárbaros invasores eran enemigos formidables y, en un momento dado, parecía inminente la derrota de las fuerzas imperiales. Una de las alas de la vanguardia había quedado aislada, varios oficiales se habían rendido y, en esos momentos, los dos hermanos se aproximaron a Gallicano para asegurarle que obtendría la victoria si se comprometía a abrazar la religión cristiana. El general hizo la promesa requerida y, en seguida apareció una legión de ángeles que puso en fuga al enemigo. Mientras Constantino y sus hijos conservaron la vida, Juan y Pablo siguieron a su servicio y fueron honrados por la familia imperial; pero, en cuanto el emperador Juliano proclamó su apostasía, le demostraron su hostilidad. En consecuencia, Juliano los hizo comparecer ante su tribunal, donde se negaron rotundamente a obedecer sus órdenes de ofrecer sacrificios a los dioses y, además, proclamaron su decisión de mantenerse firmes en la fe cristiana que profesaban y su abominación por la apostasía del emperador. Se les dio un plazo de diez días para que considerasen su negativa. Al cumplirse, llegó Terenciano, capitán de la guardia imperial, con algunos de sus hombres, a la casa donde permanecían los hermanos bajo vigilancia. Ahí mismo se procedió a la ejecución, sin más testigos que los cuatro o cinco guardias presentes. Los cadáveres fueron sepultados en el jardín de la residencia sobre la Colina Coeli, pero Terenciano y sus hombres juraron guardar silencio y hacer creer que los dos cristianos habían sido enviados al exilio. La leyenda agrega que el emperador Joviano construyó la iglesia dedicada en su honor, en el mismo sitio donde se hallaba la casa.

La actual basílica de los Santos Juan y Pablo, con su fachada de estilo románico-lombardo, fue entregada por el Papa Clemente XIV a San Pablo de la Cruz y, a la fecha, está al cuidado de los pasionistas. Las excavaciones practicadas en 1887, bajo los cimientos de la basílica, revelaron la existencia de habitaciones de la antiquísima casa, con restos de frescos, algunos de los cuales pertenecen al siglo tercero.

 

Fr. Delehaye discute el caso de estos santos en forma muy completa, en su CMH., pp. 336-337. La pasión espuria de los mártires, se halla impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII (cf. San Galicano, 25 de junio). Véase también a P. Franchi de Cavallieri, en Studi e Testi, vol. IX, pp. 55-65 y XXVII, pp. 41-63; J. P. Kirsch, Die Rómischen Titelkirchen, pp. 2633, 120-134, 156-158; Lanzoni, I Titoli Presbiterali di Roma antica, p. 46: Analecta Bollandiana, vol. XLVIII (1930), pp. 11-16; y DAC., vol. II, cc. 2382-2870, donde se hacen buenas descripciones de la supuesta casa de Juan y Pablo en la Colina Coeli.

 

 

San Vigilio, Obispo de Trento, Mártir (405 d.C.).

(26 de junio).

El patrono principal del Trentino y del Tirol italiano es San Vigilio, quien completó la conversión de los habitantes en esos distritos, al cristianismo. Parece haber nacido en Trento, de una familia romana que, tras largos años de residencia, había adquirido la ciudadanía trentina. Fue educado en Atenas; pero de ahí en adelante no se vuelve a saber de él hasta el año de 385, cuando regresó a su ciudad natal de Trento y fue elegido obispo, no obstante que era relativamente joven para ocupar ese cargo. En una carta que le escribió su metropolitano, San Ambrosio, arzobispo de Milán, y que aún existe, le insta vigorosamente para que combata la usura y los matrimonios de cristianos con paganos y, le recomienda que ejerza la hospitalidad con los extranjeros, especialmente con los peregrinos. Aún había gran número de paganos en las aldeas de la diócesis de Trento y hacia ellos fue San Vigilio en persona para predicarles el Evangelio. Por intermedio de San Ambrosio, obtuvo la ayuda de tres misioneros para su obra: los Santos Sisinio, Martiro y Alejandro. Estos, conquistaron la corona del martirio el 29 de mayo de 395. San Vigilio escribió un relato sobre su muerte, en una breve carta dirigida a San Simplicio, el sucesor de San Ambrosio, y en otra misiva más extensa a San Juan Crisóstomo, a quien probablemente conoció en Atenas. En las epístolas, Vigilio confiesa que siente envidia por la gloria de esos apóstoles que dieron su vida por la fe y lamenta que su pobreza a los ojos de Dios no le haya hecho digno de compartir el martirio con ellos. Sin embargo, pronto habría de ser suya la corona que deseaba. Mientras predicaba una misión en el remoto valle de Rendena, se sintió impulsado a derribar una estatua de Saturno; los aldeanos, indignados, le lapidaron. Hasta hoy, Trento se ufana de poseer sus reliquias, así como las de Santa Majencia, San Claudiano y San Mayoriano, de quienes se dice que fueron la madre y los hermanos de San Vigilio.

 

Ver el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, donde se halla impresa la pasión. Ese mismo documento u otro semejante, fue enviado a Roma, en la época y, al parecer, ese fue el motivo por el cual, el Papa Benedicto XIV hizo la declaración de que San Vigilio fue el primer mártir canonizado por la Santa Sede. Ver a Perini, en Cenni della Vita di S. Vigilia (1863) y Scriti di Storia e d'arte per il 15 centenaio di S. Vigilio (1905).

 

 

San Majencio o Adjutor, Abad (c. 515 d.C.).

(26 de junio).

La ciudad francesa de Saint-Maixent, en el departamento de Deux Sévres, comprende la celda en la que vivió San Majencio y el contiguo monasterio que él gobernó. El santo nació en Agde, sobre el Golfo de Lyon, alrededor del año 445 y, en el bautismo recibió el nombre de Adjutor. Bajo la vigilante solicitud del abad San Severo, encargado por sus padres de cuidarle desde niño, creció como un modelo de virtudes cristianas. La mayoría de sus hermanos en religión lo admiraban y respetaban, pero unos cuantos tenían envidia de él. Sin embargo, para Majencio, las alabanzas eran más desagradables que los insultos o las críticas y, a fin de escapar de la fama en que se trataba de arrojarle, se alejó calladamente de Agde y permaneció oculto dos años. Pero, al regresar de su retiro, se encontró con que ya ocupaba una posición mucho más prominente que antes, porque el mismo día de su regreso comenzó a llover copiosamente después de una prolongada sequía y todos le achacaron el milagro y le aclamaron como salvador y obrador de maravillas. Para Majencio fue evidente que, si deseaba llevar una vida de soledad y olvido, debía romper con todos los vínculos que le ataban a su pasado. Por segunda ocasión desapareció y, aquella vez, abandonó su nativa Narbona para siempre. Tras un breve período de andar errante, llegó a Poitou, donde entró a una comunidad en el valle de Vauclair, gobernada por el abad Agapito y, a fin de borrar su pasado, se cambió el nombre de Adjutor por el de Majencio.

Pero si bien logró ocultar su identidad, no pudo pasar inadvertida su santidad. Su austeridad era tanta, que jamás probaba otro alimento que no fuera el pan y el agua, y eran tan continuas sus oraciones, que se le encorvaron las espaldas. Además, se le atribuía el poder de obrar milagros. No fue raro que, por votación unánime de sus hermanos, se le eligiese superior, cerca del año 500. Pocos años más tarde, durante la devastadora contienda entre Clovis, rey de los francos, y el visigodo Alarico, los habitantes de Poitou padecieron penurias sin cuento, sobre todo a causa de la violencia y brutalidad de los soldados y los merodeadores. Cierto día, una banda de hombres armados avanzó amenazante sobre el monasterio de Vauclair, y el terror se apoderó de los monjes, que imploraron a su abad San Majencio que los salvara. El los tranquilizó y, con toda calma, salió a recibir a la horda hostil. Uno de los atacantes levantó la espada contra el santo, quien esperó el golpe con absoluta serenidad; pero al presunto homicida se le quedó el brazo en alto, paralizado, hasta que San Majencio le devolvió el movimiento al aplicarle aceite consagrado.

Para seguir el ejemplo de su antecesor, el abad Agapito, San Majencio renunció a su puesto cuando sintió que se aproximaba su muerte y se encerró en una celda, construida a corta distancia del monasterio; ahí murió a la edad de setenta años, alrededor del 515.

 

Se conservan dos textos o recopilaciones de una biografía de San Majencio que datan de la Edad Media. El más breve fue impreso por Mabillon en el Acta Sanctorum O.S.B.; el más extenso lo reprodujeron los bolandistas en el vol. VII, para junio. Ninguno de los dos textos parece muy digno de confianza como documento histórico. Hace algún tiempo, la historia de San Majencio fue objeto de animadas discusiones en la Revue des Questions Historiques, de los años 1883, y 1888. Hay varias biografías en francés.

 

 

Santos Salvio o Sauve y Superio (c. 768 d.C.).

(26 de junio).

Alrededor del año 768, llegaron a Valenciennes un obispo regional llamado Salvio, y su discípulo. No se sabe ni se sabrá la autoridad que tenía el prelado, ni de dónde procedía, pero sí hay registros de que era un ardiente misionero y de que, por medio de los vehementes sermones que predicaba en la iglesia de San Martín, logró innumerables conversiones. De acuerdo con la historia que se relata sobre él, cierto día en que iba ataviado con su espléndida capa bordada y su faja ricamente adornada, se encontró en un camino solitario al hijo de un funcionario de la ciudad, quien, para arrebatarle sus magníficos atavíos, asesinó al obispo y al fiel discípulo que le acompañaba. Esta historia no ha sido comprobada.

Los cuerpos de las víctimas fueron rescatados de la zanja donde los dejó el asesino y los trasladaron a la iglesia de San Vedast, en Valenciennes. El nombre del discípulo no se recordaba, si es que alguna vez se supo; pero en vista de que se encontró su cadáver encima del cuerpo del obispo, se le designó con el nombre de San Superio (Superus). En fecha posterior, los restos de los dos mártires fueron trasladados a la aldea de Breña, que se hallaba en el sitio que ahora ocupa la ciudad de Saint-Sauve.

 

El hecho de que los santos Salvio y Superio se conmemoren en este día en el Martirologio Romano, no ofrece garantías sobre la veracidad de su historia. Hay una passio, que aparece en varios manuscritos, la cual fue impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VIII; otra versión de la misma se encuentra en Analecta Bollandiana, vol. II. El autor de ésta afirma que fue contemporáneo de los santos, pero no hay pruebas que lo confirmen. Ver a Van der Essen, en Elude critique et Littéraire sur les Vitae des saints mérovingiens (1907), pp. 244-249.

 

 

San Juan, Obispo de Goths (c. 800 d.C.).

(26 de junio).

A pesar de que no cuenta con un culto particular en el occidente, este San Juan goza de veneración en las Iglesias de oriente, a causa de la valerosa oposición que enfrentó a los iconoclastas. Fue natural del distrito norte del Mar Negro, que comprende la Crimea y, su abuelo era un legionario armenio. En 761, el entonces obispo de Goths, importante localidad de aquellas regiones, se adhirió a los iconoclastas para quedar bien ante el emperador Constantino Coprónimo, que favorecía esas ideas y se disponía a abolir las sagradas imágenes. La deserción del obispo fue recompensada con una promoción al puesto más elevado de Heraclea; pero los miembros de su grey, más ortodoxos que su pastor, le desconocieron y eligieron en su lugar a Juan. Las autoridades aprobaron la elección, pero los pobladores de Goths tuvieron que esperar a que regresase el nuevo obispo, quien pasó tres años en Jerusalén.

Al hacerse cargo de la sede, escribió una defensa de la veneración que se dispensaba a las imágenes sagradas y a las reliquias, así como de la práctica de invocar a los santos. Sus argumentos estaban apoyados por citas del Antiguo y el Nuevo Testamentos y por referencias a las enseñanzas de los Padres. Bajo la regencia de la emperatriz Irene, se levantó la prohibición contra las imágenes sagradas, y el obispo Juan pudo ir a Constantinopla para asistir al sínodo convocado por San Tarasio; también se hallaba presente en el segundo Concilio de Nicea, en el año 787, durante el cual se consideró el culto a las imágenes sagradas como parte de la doctrina católica. Al regresar a su diócesis, el trabajo del obispo Juan quedó interrumpido por la súbita invasión de los “khazars.” A raíz de la denuncia de un traidor, el prelado fue capturado y conducido preso al campamento del guerrero enemigo. Sin embargo, escapó con relativa facilidad y encontró refugio en Amastris, ciudad del Asia Menor, donde fue huésped del obispo local. Ahí pasó los últimos cuatro años de su vida. Al informársele de que el jefe de los invasores “khazars” había muerto en la ciudad sojuzgada, se volvió hacia sus amigos y les dijo: “Yo también partiré de este mundo dentro de cuarenta días y expondré ante Dios mi causa contra el guerrero que nos sojuzgó.” La primera parte de su profecía se cumplió al pie de la letra: al cuadragésimo día expiró tranquilamente. Su cuerpo fue trasladado a su país de origen, por el obispo Jorge, de Amastris, y fue depositado en el monasterio de Partenite, en la Crimea.

 

En el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, se encuentra impresa una biografía en griego sobre este santo obispo, junto con una cantidad suficiente cíe informaciones sobre sus actividades. También se hace mención de él, en la misma fecha, en el Sinaxario de Constantinopla. Véase la edición de Delehaye, cc. 772-773.

 

 

San Pelayo, Mártir (925 d.C.).

(26 de junio).

El nombre del niño mártir, Pelayo, es famoso todavía en toda España y muchas son las iglesias dedicadas en su honor. Vivió en los días en que Abderramán III, el más grande de los Omaiadas, reinaba en Córdoba; un tío de Pelayo, para salvar el pellejo, dejó al chico como rehén en manos de los moros. Por entonces, el niño no tenía más de diez años. El cobarde pariente no regresó para rescatar a su sobrino, que pasó tres años cautivo de los infieles. En ese lapso, se había transformado en un buen mozo alto y fornido, siempre de buen humor y sin contaminación alguna de las costumbres corrompidas de sus captores y sus compañeros de cautiverio. Las noticias más favorables sobre el comportamiento del jovencito Pelayo llegaron a oídos de Abderramán quien le mandó traer a su presencia y le anunció que podía obtener su libertad y hermosos caballos para correr por los campos, así como ropas lujosas, dineros y honores, si renunciaba a su fe y reconocía al profeta Mahoma.

Pero Pelayo no se dejó tentar y se mantuvo firme. “Todo lo que me ofreces no significa nada para mí, repuso a las propuestas de Abderramán. Nací cristiano, soy cristiano y seré siempre cristiano.” De nada sirvieron las amenazas del rey moro quién, a fin de cuentas, condenó a morir al jovencito. Los relatos varían en cuanto a la forma en que fue ejecutado. De acuerdo con unos, después de haber descoyuntado sus miembros en el potro de hierro, le ataron una cuerda a la cintura y, desde el puente, lo sumergían y lo izaban en las aguas del río, hasta que expiró; otros dicen que fue suspendido de las rejas para recibir el suplicio destinado a los esclavos y criminales, que consistía en ser descuartizado en vida; los miembros despedazados del niño santo fueron arrojados al Guadalquivir. Sus restos fueron rescatados por los fieles y conservados ocultamente en Córdoba, hasta el año de 967, cuando se los trasladó a León; dieciocho años más tarde, para evitar profanaciones, se exhumaron y se los llevó a Oviedo para sepultarlos.

 

Una breve passio en latín fue impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, junto con algunas noticias sobre datos históricos y el culto al niño santo. La historia de Pelayo fue famosa y despertó el entusiasmo de la poetisa Hroswitha, abadesa de Gandersheim, quien, alrededor del año 962, narró los incidentes del martirio en versos latinos. El mejor de los textos de ese poema es el que editó P. von Winterfeld, en Deut. Dichter d. Lat. Mittelalters (1922). Hay una traducción al inglés de ese poema, hecha por C. St. John (1923) y una versión alemana de H. Homeyer (1936).

 

 

Santos Zoilo y Compañeros, Mártires (¿304? d.C.).

(27 de junio).

En este día, el Martirologio Romano conmemora a San Zoilo junto con otros diecinueve mártires de quienes se supone que compartieron su suerte. De acuerdo con las investigaciones, se cree que los veinte hombres perecieron en la ciudad de Córdoba, España, durante la persecución de Diocleciano. Sin embargo, sobre el resto de la historia no hay datos positivos. Se afirma que Zoilo era hijo de un patricio cordobés, cristiano, que bautizó al pequeño y le educó en su religión. Tiénese entendido que Zoilo sufrió el martirio cuando era un jovencito todavía. Durante el reinado de Recaredo, se descubrió un cadáver al que se identificó como el de Zoilo y se edificó una iglesia en su honor para sepultar sus restos. Por el año de 1083, las reliquias de San Zoilo y las de San Acisclo fueron trasladadas por órdenes de Fernando, conde de Carrión, a la abadía benedictina que Tarasia, la madre del conde, había fundado en Carrión. El poeta Prudencio une a los dos santos, Zoilo y Acisclo, en una de sus odas. Hay un punto que no ha escapado a la atención de los investigadores: aparecen los nombres de siete compañeros de San Zoilo, colocados en el mismo orden, tanto en las propias actas del santo, como en las “actas” espurias de Santa Sinforosa, donde se afirma que aquellos siete fueron los hijos de la mártir de Tívoli, sacrificados junto con su madre.

 

En sus discusiones sobre esta conmemoración, los bolandistas, en Acta Sanctorum, junio, vol. VII, no reproducen alguna passio, pero si hacen citas extraídas de himnos y trovas de la liturgia mozárabe. Sin embargo, hay dos textos de la passio que, si bien tienen poco valor histórico, fueron publicados por Florez en su España Sagrada, vol. X, pp. 502-520. Puede darse por cierto que Zoilo fue un auténtico mártir, por el hecho de que Prudencio, en el siglo quinto, ya le consideraba como una de las glorias de Córdoba, así como por haberse encontrado su nombre en el Hieronymianum. Véase el Líber Ordinum, pp. 468-469, de Dom Férotin y el Líber Sacramentorum, pp. 373-377 del mismo autor. Sobre el descubrimiento de las reliquias, ver la Analecta Bollandiana, vol. LVI (1938), pp. 361-369.

 

 

San Sansón de Constantinopla (siglo V).

(27 de junio).

En alguna fecha del siglo quinto, probablemente hacia la mitad, un hombre muy rico y generoso, llamado Sansón, fundó por su cuenta y riesgo un gran hospital para los enfermos pobres de Constantinopla. Se dice que Sansón era médico y sacerdote y que se había consagrado a atender con inagotable solicitud, a los que sufrían en el cuerpo o en el alma. Durante su vida, se le honró con los títulos de “el hospitalario” y el “padre de los pobres” y, después de su muerte, se le veneró como a un santo. El hospital de Sansón quedó destruido hasta sus cimientos por un voraz incendio a principios del siglo sexto y, cincuenta años después de la conflagración, el emperador Justiniano emprendió su reconstrucción. En fechas posteriores, con increíble desprecio hacia las exigencias de la cronología, se hizo el intento de vincular a Sansón y a Justiniano como fundadores del hospital. Se trató de representar a San Sansón como un amigo del emperador, a quien había curado milagrosamente de una grave enfermedad y al que el propio Sansón, cuando Justiniano se ocupaba de construir la iglesia de la Santa Sabiduría, convenció para que edificara al mismo tiempo, un hospital para los pobres. Se afirma que el emperador accedió inmediatamente, porque tenía una gran deuda de gratitud con Sansón y éste no aceptaba otro pago más que la construcción del hospital. Pero en realidad, Sansón murió antes del año 500 y Justiniano ascendió al trono en el 527.

 

El texto griego de una biografía atribuida al Metafrasto, con una cantidad suficiente de datos, se encontrará en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Véase también el Sinaxario de Constantinopla (edición de Delehaye), cc. 773-776. En esa obra se dice que Sansón fue un romano, emparentado con el emperador Constantino. Baronio agregó su nombre al Martirologio Romano.

 

 

San Juan de Chinon (siglo VI).

(27 de junio).

Cuando Clotario I era rey de Neustria, vivía en las proximidades de Chinon un santo ermitaño, llamado Juan. Era un extranjero, puesto que había nacido en Bretaña; y eso es todo lo que se sabe de sus antecedentes. Frente a su celda había un jardincillo en el que solía sentarse para leer o escribir, a la sombra de unos laureles que él mismo había plantado. No obstante que llevaba una vida de retiro, recibía a innumerables visitas y había adquirido una enorme reputación como curandero y vidente. Cierto día, llegó hasta su celda un mensajero de Santa Radegunda, con presentes, para preguntarle, de parte de la santa, sobre los rumores que corrían de que Juan hacía penitencias extraordinarias, usaba camisa de cerdas y se arrobaba en las oraciones. Santa Radegunda quería servirse de la santidad del ermitaño, porque en aquellos momentos vivía angustiada al pensar que el rey Clotario, su brutal marido, estaba a punto de arrastrarla fuera de su retiro. El solitario veló durante toda la noche, en busca de las palabras que era necesario decir a Santa Radegunda para consolarla y, a la mañana siguiente, pudo enviar un mensaje tranquilizador a la santa. En él decía que desterrara las angustias de su corazón y de su espíritu, puesto que no tenía nada que temer por parte de Clotario. El ermitaño Juan murió santamente y fue sepultado en su oratorio, cerca de la iglesia de San Máximo.

 

Este solitario, a quien se conoce también en Francia con los nombres de Saint Jean de Moustier (Monasterii) y San Juan de Tours, tiene fijada su conmemoración en este día, en el Martirologio Romano, donde le insertó Baronio. Sin embargo, los bolandistas, en Acta Sanctorum, sitúan su fiesta el 5 de mayo. Aparte de lo que dice Gregorio de Tours en De Gloria Confessorum cap. XXIII, nada más sabemos sobre este santo.

 

 

San Jorge Mtasmindeli, Abad (1066 d.C.).

(27 de junio).

Este santo, cuyo apellido Mtasmindeli quiere decir “de los Montes Negros,” fue un Doctor de la Iglesia georgiana (ibera). Nació en el año 1014 y, cuando joven, fue discípulo de un monje famoso por la santidad de su vida, llamado Hilarión Tvaleli; después, vivió como ermitaño en Siria. La fama de San Jorge radica en sus escritos y traducciones a la lengua ibera, sobre todo, sus tratados, “Los Meses” y “Los Ayunos” y sus revisiones a las traslaciones de la Biblia hechas por San Eutimio (13 de mayo). No obstante lo absorbente de su trabajo, llevó una existencia errante, visitó los Santos Lugares de Palestina, durante algunos años fue abad en el monasterio de Iviron, en el Monte Athos, y pasó una larga temporada en los Montes Negros de Armenia.

Pocos días antes de su muerte, ocurrida el 27 de junio de 1066, respondió a una pregunta sobre el Pan Eucarístico, que le había dirigido el emperador Constantino X Ducas, a quien dijo que “los griegos usan pan sin levadura como un acto de humildad, puesto que muchas veces quedaron manchados por la herejía. Los latinos usan pan sin levadura, para seguir los ejemplos de Nuestro Señor y de San Pedro, como una señal de que han conservado pura su fe, tal como Jesucristo y sus Apóstoles la enseñaron.” Cualesquiera que hayan sido las ideas de San Jorge al exponer sus puntos de vista en esta historia de los ácimos, su respuesta nos enseña lo que pensaba sobre los acontecimientos ocurridos en Constantinopla unos doce años antes, cuando la costumbre de la Iglesia romana de emplear el pan sin levadura en la misa (costumbre calificada como “horrible cáncer de la Iglesia”), fue uno de los pretextos para la rebelión del patriarca Cerulario.

 

No hay datos de los que se pueda echar mano sobre este santo. Las referencias sobre él pueden hallarse en L'église géorgienne (1919), de Tamanati; en Annus Ecclesiasticus greco-slavicus, de Martynov; en Menologium de Maltrev; y en Bessarione, vol. II pp. 133 y ss.

 

 

San Ladislao de Hungría (1095 d.C.).

(27 de junio).

Si es verdad que Hungría debe a San Esteban el establecimiento de su monarquía y la organización de su Iglesia, no es menos cierto que tiene una deuda igual con otro santo rey de la misma casa real de Arpad. Porque Ladislao extendió las fronteras del reino, mantuvo a raya a sus enemigos y, desde el punto de vista político, lo convirtió en un gran Estado. Pero no se canoniza a los hombres por semejantes actividades (si es que alguna vez se canonizó formalmente a Ladislao, lo que parece dudoso), sino por su vida privada y su trabajo por la cristiandad, se rinde la debida veneración a su memoria.

Pasó la niñez y la juventud en un ambiente cargado de intrigas políticas y dinásticas y, sin modificaciones en el estado de cosas, Ladislao ocupó el trono de Hungría en el año 1077. Inmediatamente fueron negados sus derechos reales por su hermanastro Salomón, quien tomó las armas contra él; pero a fin de cuentas, el rey lo derrotó en el campo de batalla. Se afirma que el joven monarca era un dechado de gracias y que, desde temprana edad, dio muestras de poseer todas las virtudes que deben adornar a un hidalgo y noble caballero. A una estatura descomunal, que le permitía sacar la cabeza y hasta los hombros por encima de cualquier muchedumbre, unía la fuerza de un toro y el valor de un león, pero todos estos atributos estaban en él atenuados por una cortés afabilidad, y una gentileza que conquistaba a todos inmediatamente. Su piedad, tan fervorosa como bien equilibrada, se expresaba en su celo por la fe, en el escrupuloso cumplimiento de sus deberes religiosos, en su estricta moral y en la austeridad de su vida. Se había despojado de toda ambición personal y, sólo por su sentido de la obligación, aceptada la dignidad que le habían echado sobre las espaldas. En persecución de una política dictada por sus sentimientos religiosos y patrióticos, Ladislao se vinculó estrechamente al Papa Gregorio VII y a los otros oponentes del emperador Enrique IV de Alemania. Abrazó la causa del rival de Enrique, Ruperto de Suabia, y se casó con Adelaida, la hija del duque Welfo de Baviera, el más poderoso de los aliados de Ruperto. Dentro del propio territorio de Hungría el rey tuvo que soportar numerosas invasiones por parte de los “kuman” y otras tribus, pero a todas las rechazó triunfalmente e hizo lo más que pudo para atraer a los bárbaros a la civilización y al cristianismo; al mismo tiempo, en su reino otorgó la libertad religiosa a los judíos y los ismaelitas (mahometanos). A solicitud suya, la Santa Sede reconoció como dignos de veneración al rey Esteban I, a su hijo Emeric, así como a Gerardo, el obispo mártir.

Ladislao gobernó con mano firme, tanto en los asuntos civiles como en los eclesiásticos; así se puso de manifiesto en el curso de la dieta de Szabolcs, y en el año 1091, cuando su hermana Elena, la reina de los croatas, le pidió ayuda en contra de los asesinos de su esposo. Ladislao en persona acudió a socorrerla, restableció el orden en Croacia y estableció la sede de Zagreb. Cuando Elena murió sin haber tenido hijos, Ladislao anexó a Croacia y Dalmacia a la República de Venecia y a la Santa Sede, respectivamente, no obstante las promesas y las amenazas del emperador de Constantinopla. Sin embargo, el Papa Urbano II recurrió al emperador en busca de apoyo para organizar la primera Cruzada y, los reyes de Francia, España e Inglaterra, eligieron a Ladislao como el comandante en jefe de la expedición. Pero no tuvo ocasión de partir con los cruzados, porque la muerte le sorprendió repentinamente en la ciudad de Nitra, en Bohemia, a principios del año 1095. Sólo tenía cincuenta y cinco años de edad.

El cuerpo de San Ladislao se llevó a Nagy Varad (Gradea Mare, en Transilvania) para sepultarlo en la ciudad que había fundado y en la catedral que construyó. Desde el momento de su muerte, se le honró como a un santo y a un héroe nacional. Sus proezas dieron el tema para innumerables baladas, trovas y leyendas populares entre los magiares. Sus reliquias fueron solemnemente guardadas en un santuario, en el año 1192.

 

En el Acta Sanctorum, junio, vol. VII, los bolandistas imprimieron una serie de leyendas litúrgicas, acompañadas de las acostumbradas disertaciones históricas. Probablemente sea una fuente de información más digna de confianza, la biografía editada por S. L. Edlicher, de su Rerum Hungaricarum Monumento Aspadiana (1849), pp. 235-244 y 324-338. Véase el Archiv f. oster. Geschichte (1902), pp. 46-53 y un artículo, titulado Saint Laszlo, en el Ungarische Revue de 1885. Hay varias biografías publicadas en magiar, entre las cuales parece ser la mejor la de J. Karacsonyi (1926). Ver Revue Archéologique, 1925, pp. 315-327 y C. A. Macartney, The Medieval Hungarian Historians (1953).

 

 

Santos Plutarco, Potamiaena y sus Compañeros, Mártires (c. 202 d.C.).

(28 de junio).

La escuela de catequética de Orígenes, en Alejandría, fue un campo de entrenamiento para la virtud, porque el maestro, no contento con enseñar las ciencias, puso gran empeño en inculcar a sus alumnos los principios esenciales de la perfección cristiana. De aquella escuela surgieron varios mártires ilustres de la persecución de Severo, que se desplegó con todo su furor, desde el 202 (el año anterior, Orígenes había sido nombrado catequista) hasta el 211, fecha en que murió el emperador.

Uno de los primeros entre los que perecieron, fue San Plutarco, hermano de San Heraclio, futuro obispo de Alejandría. Aquellos dos hermanos habían sido convertidos a la fe al mismo tiempo, por escuchar las enseñanzas de Orígenes. Como Plutarco era un personaje prominente, se le detuvo casi al iniciarse la persecución. El propio Orígenes lo visitó en la prisión para alentarle, le acompañó hasta el lugar de la ejecución y estuvo a punto de morir en un linchamiento que intentó contra él la muchedumbre, al señalarle como responsable por la muerte de Plutarco. Sereno, otro de los discípulos del maestro, fue quemado en vida; Heraclides, un catecúmeno, y Herón, un neófito, fueron decapitados. Otro confesor llamado también Sereno, murió decapitado después de haber sido sometido a crueles torturas. Las mujeres, lo mismo que los hombres, asistían a la escuela de catequesis y tres de ellas sufrieron el martirio. Herais, una doncella que aún no pasaba de su etapa de catecúmena, “fue bautizada por el fuego,” para citar la propia expresión de Orígenes. Las otras dos mujeres, Marcella y Potamiaena, eran madre e hija.

Se hicieron reiterados intentos para inducir a Potamiaena, que era joven, de buen porte y muy hermosa, para que comprase su libertad, al precio de su castidad; pero la doncella rechazó todas las proposiciones con absoluto desprecio. El juez la condenó a ser despojada de sus ropas, exhibida en completa desnudez y arrojada a un caldero de pez hirviendo. Cuando la muchacha comprendió que iban a despojarla de sus vestiduras, apeló al juez con estas palabras: “¡Por la vida del emperador a quien tú sirves, te suplico que no me obligues a aparecer desnuda! Manda más bien que, vestida como estoy, sea metida lentamente en el caldero, a fin de que tú mismo veas la paciencia con que Jesucristo, al que no conoces, reviste a los que confían en El.” El magistrado le otorgó la gracia que pedía y encargó a uno de los guardias, llamado Basilides, que procediese a la ejecución. Aquel guardia trató a la doncella con mucho respeto y la protegió de los insultos, los golpes y empellones de la muchedumbre. Potamiaena le dio las gracias por su gentileza y le prometió que, después de su muerte, le rogaría a Dios por su salvación. Entonces se ejecutó la cruel sentencia. Marcella, la madre de Potamiaena, fue ejecutada al mismo tiempo.

No pasaron muchos días sin que Basilides dejase boquiabiertos de asombro a sus compañeros de la guardia, al negarse a hacer un juramento, como habían ordenado sus superiores: dijo que era cristiano y no podía jurar por los falsos dioses. Al principio, los guardias creyeron que estaba de broma, pero como insistiese en su negativa, sus mismos compañeros lo arrastraron hacia el prefecto quien mandó que le encerrasen en la prisión. A los otros cristianos que acudieron a visitarle en su celda, les contó que la doncella Potamiaena se le había aparecido en sueños para colocarle sobre la frente una corona que ella había conquistado para él con sus plegarias. Basilides fue bautizado en al prisión y, tras de hacer una patética confesión de fe ante el magistrado, le cortaron la cabeza. Se afirma que numerosas personas de Alejandría se convirtieron al cristianismo en razón de que Santa Potamiaena las visitaba en sus sueños.

 

La fuente de información más autorizada para esta narración es la Historia Eclesiástica de Eusebio, lib. IV, cap. 5. Ver Delehaye en Analecta Bollandiana, vol. XL (1922), pp. 9, 23 y 89; ya Augar, en Texte und Untersuchungen, N.F., vol. XIII, parte 4 (1905), pp. 17 y ss.

 

 

San Pablo I, Papa (767 d.C.).

(28 de junio).

El sucesor del Papa Esteban III en el trono de San Pedro, fue Pablo, su hermano menor. Los dos habían recibido al mismo tiempo su educación en la escuela de Letrán, juntos fueron elevados a la dignidad de diáconos por el Papa San Zacarías, y Pablo siempre estuvo estrechamente unido a Esteban, a quien cuidó con ternura en su última enfermedad. No es de extrañar que, al ascender al papado, conservase estrictamente la política de su hermano. Un contemporáneo, cuyos escritos figuran en el Líber Pontificalis, rinde elocuentes tributos al carácter personal del Papa Pablo y hace resaltar su bondad, su clemencia y su magnanimidad. Siempre estaba dispuesto a ayudar a los necesitados y jamás devolvió mal por mal. A menudo, aprovechaba las sombras de la noche para escurrirse en las prisiones a redimir a los deudores pobres encarcelados; en ocasiones, consiguió devolver la libertad a reos condenados a muerte. Si acaso llegaba a fallar en la justicia, era por exceso de misericordia.

El pontificado de Pablo, que tuvo diez años de duración, gozó de una paz relativa en el extranjero, debido a sus buenas relaciones con el rey Pepino, y una completa tranquilidad en su propia sede, debido a su firme gobierno —no deberíamos decir “firme,” porque es una palabra que sugiere la dureza—; pero así fue; la firmeza de la administración de Pablo I ofrece un marcado contraste con la bondad y dulzura de carácter que le atribuye el Líber Pontificalis. Al mismo tiempo, los registros de su pontificado, constituyen un largo relato de diplomacia política; en las palabras de Mons. Mann: “Por medio de un incesante esfuerzo de diplomacia, Pablo I evitó que los lombardos por una parte y los griegos por la otra, hiciesen o intentasen hacer algo en contra de los recién adquiridos poderes temporales del Supremo Pontífice; con brillante destreza, consiguió que los grandes y graves acontecimientos quedasen a punto de suceder.” Se mantuvo siempre en los mejores términos con el rey Pepino, a quien enviaba cartas extremadamente corteses, regalos (incluso un órgano) y reliquias de los mártires.

En Roma propiamente dicha, las actividades del Papa tomaron una forma más concreta todavía. Como las catacumbas habían quedado reducidas a escombros por la carcoma del tiempo y el paso de los bárbaros, el Papa se dedicó a trasladar las reliquias de muchos santos y mártires a las iglesias de la ciudad. Entre los restos que recuperó, figuraban los de Santa Petronila, la supuesta hija de San Pedro, que fueron sepultados en un mausoleo recién restaurado que con el tiempo, llegó a conocerse como Capilla de los Reyes de Francia. El santo Pontífice construyó o reconstruyó una iglesia de San Pedro y San Pablo y también erigió un oratorio en honor de Nuestra Señora dentro de su propia iglesia de San Pedro. En la mansión familiar, que convirtió en monasterio dedicado a los Papas San Esteban I y San Silvestre, instaló a los monjes griegos que habían escapado de la persecución iconoclasta. La iglesia adjunta, reconstruida por el Papa y puesta al servicio de los religiosos refugiados, tomó el nombre de San Silvestre in Capite, porque ahí se guardó una cabeza que los griegos trajeron del oriente y que era, según se afirmaba, la de San Juan Bautista. Once siglos más tarde, la misma iglesia, nuevamente reconstruida, fue entregada para el culto de los católicos ingleses, por el Papa León XIII.

El Papa Pablo I se hallaba en San Pablo Extramuros, a donde había ido para escapar al agobiante verano de Roma, cuando fue atacado por una fiebre que resultó fatal. Murió el 28 de junio de 767.

 

El Líber Pontificalis en la edición de Duchesne (vol. I, pp. 463-467), es la fuente más digna de confianza para una estimación del carácter personal del Papa. Las cartas de Pablo I, se encuentran en MGH., Epistolae, vol. III, edición de Gundlach. En inglés, está la obra de Mons. Mann, Lives of the Popes (vol. I, parte II, pp. 331-360). Véase el Acta Sanctorum, junio, vol. VII; a Duchesne, en Les Prémiers Temps de l'Etat Pontifical (1904), pp. 79-94; a M. Beaumont en Mélanges d'archéologie et d'histoire 1930, pp. 7-24; F. H. Seppelt, en Das Papsttum im Früh-mittelalter 1934, pp. 137-146; Fliche y Martin, Histoire de l'Eglise, vol. VI (1937), pp. 17-31.

 

 

Santos Sergio y Germano de Valaam, Abades (fecha desconocida).

(28 de junio).

Santos Sergio y Germano son venerados como los monjes griegos que fundaron el gran monasterio ruso de Valaam (o Válamo), en la isla del mismo nombre del lago Ladoga en el extremo sudeste de Finlandia. Desde aquel rincón, los dos monjes evangelizaron a los herejes carelios que ocupaban los territorios en torno al lago. Los historiadores colocan este acontecimiento entre los años de 973 y 992, cuando empezaba la evangelización de los rusos, en Kiev y sus alrededores, pero no hay un fundamento firme para aceptar esa fecha tan antigua. Ciertamente que el monasterio fue fundado antes del siglo quince y que fue reestablecido por el zar Pedro el Grande, en 1718, pero antes de aquella época y durante un siglo, no fue más que un montón de ruinas donde no vivía nadie, a causa de las prolongadas guerras entre suecos y rusos. También las tradiciones escritas y orales se cortan en esa época, sin dejar más que suposiciones evidentemente fantásticas sobre la fundación del monasterio.

Una fecha más probable que la de 992, es la de 1329, cuando los monasterios rusos surgían en la región de Ladoga, como parte de una consolidación política contra los suecos del occidente de Karelia. Uno de los relatos dice que, por entonces, San Sergio estableció su abadía en la caverna de Vaaga, un lugar donde se había practicado el culto pagano; Sergio era un extranjero, procedente de Novgorod o de Bizancio y, según esa versión, había sido el jefe máximo de un poderoso grupo de traficantes y mercaderes en Novgorod. En la caverna atendía solícitamente las almas y los cuerpos de las gentes y, para ganarse la vida y entretenerse, se entregaba a su afición de tallar esculturas en la piedra. Además de haber llegado a ser el superior de una comunidad monástica, era considerado como la mayor autoridad en cuestiones civiles por las gentes del lugar.

Otra leyenda dice que San Sergio bautizó a un carelio llamado Munga, quien llegó a ser su sucesor en la abadía con el nombre de Germano. Pero, al parecer, esa leyenda surgió de una confusión con un tal Hans Munck, que vivió en el siglo diecisiete y que era un sueco, gobernador de la región y luterano, quien ciertamente no terminó sus días en un monasterio. Todo lo que se sabe acerca de Germano es que fue un contemporáneo de San Sergio y su colaborador. De todas maneras, hasta que estalló la Guerra Mundial en 1939, los santuarios de los dos santos eran muy venerados en el “katholicon” del monasterio de Valaam.

 

Sergio y Germano figuran entre los santos rusos mencionados en el artículo dedicado a San Sergio de Radonezh, el 25 de septiembre. Su historia es muy vaga; las informaciones que permitieron redactar la narración que figura arriba, fueron proporcionadas por Ragnar Rosen, ex director de los archivos del estado finlandés en Viborg y director de los archivos municipales de Helsinki. El monasterio de Valaam, perteneciente a la Iglesia ortodoxa rusa, es uno de los pocos que reconocieron las autoridades soviéticas desde 1943. Para el relato de su historia, anterior a la Segunda Guerra Mundial, véase un artículo del P.S.M. Quandalle, en Russie et Chrétienté No. I (1938); ver a C.F.L. Saint George, en Eastern Churches Quarterly, vol. III, No. 3 (1938).

 

 

San Pedro, Príncipe de los Apóstoles* (¿64? d.C.).

(29 de junio).

La historia de San Pedro, tal como la cuentan los Evangelios, es muy conocida y no hay necesidad de relatarla aquí en detalle. Sabemos que era Galileo, que tenía su casa en Betsaida, que estaba casado, que era pescador y que era hermano del Apóstol San Andrés. Portaba el nombre de Simón, pero el Señor, en el primer encuentro que tuvo con él, le dijo que se llamaría Cefas, el equivalente, en arameo, de la palabra griega que significa “piedra” y que, en su forma española, derivó hasta convertirse en el apelativo Pedro. Nadie que haya leído, aunque sea superficialmente, el Nuevo Testamento, habrá dejado de advertir el sitio predominante que se le otorga siempre entre los primeros seguidores de Jesús. Fue él quien actuó como portavoz de los demás, al proclamar una sublime profesión de fe: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!” A él personalmente le dirigió el Salvador estas palabras, con una solemnidad que no tiene paralelo en los Evangelios: “¡Bendito seas, Simón, hijo de Jonás, porque no han sido la carne ni la sangre las que te revelaron estas cosas, sino mi Padre que está en los Cielos! Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: y todo lo que tú atares en la tierra, atado quedará en el cielo; y lo que desatares en la tierra, quedará desatado en el cielo.”

No menos familiar es la historia de la triple negativa de Pedro hacia su Maestro, no obstante la advertencia que El mismo le había hecho sobre el particular. El caso fue relatado por los cuatro evangelistas con una abundancia de detalles que parece exagerada ante la pequeñez del suceso, si se le compara con los otros incidentes en la Pasión de Nuestro Señor y, esta misma singularización aparece como un tributo a la elevada posición que San Pedro ocupaba entre sus compañeros. Por otra parte, si bien las advertencias de Jesús no fueron tomadas en cuenta por el Apóstol, tengamos presente que estuvieron precedidas por otras palabras, asombrosas y desconcertantes por su extraño cambio del plural al singular en la misma frase: “Simón, Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo en la criba; mas yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no parezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos.” Igualmente impresionante es la triple reparación que el Señor, con acentos de ternura, pero con una insistencia rayana en la crueldad, le pidió a su avergonzado discípulo junto al Lago de Galilea: “Cuando hubieron comido, Jesús le dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? El respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Después volvió a decir: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Simón le respondió: ¡Sí, Señor; Tú sabes que te amo! Y El le dijo: Apacienta mis ovejas. Y por tercera vez le repitió: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Y él repuso: ¡Señor! ¡Tú, que sabes todas las cosas, bien sabes que te amo! Jesús volvió a decir: Apacienta mis ovejas.” Todavía más maravillosa es la profecía que Jesús hizo a continuación: “En verdad, en verdad, yo te digo: cuando tú eras joven te ceñías a ti mismo e ibas donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás las manos para que otro te ciña y te conduzca a donde tú no quieras.” “Y esto,” agrega el evangelista, “lo dijo para significar por cuál muerte habría de glorificar a Dios.”

Después de la Ascensión, nos encontramos con que San Pedro se halla aún en primer plano. A él se le nombra primero en el grupo de los Apóstoles y se indica que moraba con los demás en “una habitación alta,” donde “todos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres y con María, la Madre de Jesús y, sus parientes,” hasta la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. También fue Pedro quien tomó la iniciativa al elegir un nuevo Apóstol en el lugar de Judas y el que primero habló a la muchedumbre para darle testimonio de “Jesús” de Nazaret, un hombre autorizado por Dios a vuestros ojos, con los milagros, maravillas y prodigios que, por medio de El, ha hecho entre vosotros, a quien Dios ha resucitado, de los que todos nosotros somos testigos.” Y se agrega más adelante: “Oído este discurso, se compungieron sus corazones y dijeron a Pedro y los demás: Hermanos, ¿qué es lo que debemos hacer? A lo que Pedro respondió: Haced penitencia y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo.” Entonces, “los que habían recibido su palabra, fueron bautizados” y se agrega que aquel día se añadieron a la Iglesia, “cerca de tres mil personas.” También se ha registrado a Pedro como al primero que realizó un milagro de curación en la Iglesia cristiana. Un hombre cojo de nacimiento, se hallaba al borde del camino por donde Pedro y Juan subían hacia el Templo a orar y les rogó que le diesen limosna. “Pedro entonces, fijando con Juan la vista en aquel pobre, le dijo: Mira hacia nosotros. El los miraba de hito en hito, en espera de que le diesen algo. Mas Pedro le dijo: Plata y oro yo no tengo, pero te doy lo que tengo. En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y camina. Y tomándole de la mano derecha lo levantó, y al instante se le consolidaron las piernas y los pies. Y dando un salto, se puso en pie y echó a andar, y entró con ellos en el templo por sus propios pies, saltando y loando a Dios.”

Al iniciarse la persecución que culminó con el martirio de San Esteban en presencia de Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, la mayoría de los nuevos convertidos a las enseñanzas de Cristo, se dispersaron, pero los Apóstoles permanecieron agrupados en Jerusalén, hasta que llegaron noticias sobre la acogida favorable que habían recibido en Samaría las predicaciones de San Felipe el Diácono. Entonces, San Pedro y San Juan se trasladaron a aquellas comarcas e impusieron las manos (¿confirmaron?) sobre los que San Felipe había bautizado. Entre éstos se hallaba un hombre al que conocemos con el nombre de Simón el Mago, quien presumía de poseer ocultos poderes y había adquirido mucha fama por sus hechicerías. Al ver el Mago lo que sucedía con los recién confirmados, se acercó a los Apóstoles para decirles: “Dadme a mí también esa potestad, para que cualquiera a quien imponga yo las manos, reciba el Espíritu Santo.” Pero, aun cuando ofreció dinero, no obtuvo más que una rotunda negativa. Pedro le dijo: “Perezca tu dinero contigo; pues has juzgado que se alcanzaba por dinero el don de Dios.”

En la literatura apócrifa conocida como las “Clementinas,” se representa a Simón el Mago, en una época posterior, al encontrarse con San Pedro y entablar una larga discusión con él y con San Clemente, mientras viajan de una a otra de las ciudades marítimas de Siria, en su travesía a Roma. Todavía antes que las Clementinas, San Justino Mártir (que escribió por el año de 152), declara que Simón el Mago fue a Roma, donde se le honró como a una deidad; pero debe admitirse que las evidencias citadas por Justino sobre este particular, son muy poco satisfactorias. También en las apócrifas “Actas de San Pedro” hay una dramática historia sobre los intentos del Mago para ganarse la voluntad de Nerón por medio de demostraciones de sus poderes ocultos, de los que pensaba valerse para volar por los aires. De acuerdo con aquella leyenda, San Pedro y San Pablo estaban presentes y, por medio de sus oraciones, anularon los poderes mágicos de Simón que, al emprender el vuelo, cayó a tierra y, poco después, murió a consecuencia de las heridas. Muchos otros relatos contradictorios son relatados por Hipólito (en su Philosophumena) y varios escritores antiguos, siempre en torno a una discusión, a un conflicto entre Simón el Mago y los dos grandes Apóstoles, con Roma por escenario. A pesar de la debilidad de las evidencias, hubo una inclinación general entre los escritores cristianos primitivos, como por ejemplo San Ireneo, para considerar a Simón el Mago como “padre de los herejes” y, en eso debe haber algo de simbólico, porque los antagonistas del Mago eran siempre San Pedro y San Pablo, los representantes de la verdad cristiana en la capital del mundo de entonces.

Casi todo lo que sabemos de cierto sobre la existencia posterior de San Pedro, procede de los Hechos de los Apóstoles y de algunas alusiones en sus propias Epístolas y en las de San Pablo. Tiene particular importancia el relato sobre la conversión del centurión Cornelio, puesto que, a raíz de aquel acontecimiento, surgió el debate sobre la continuación de la práctica del rito de la circuncisión y el mantenimiento de la prescripción de la ley judía para no mezclarse con los gentiles ni comer algunos de sus alimentos. Con las instrucciones que recibió en el curso de una visión, San Pedro, tras algunos titubeos, llegó a admitir que la antigua costumbre había terminado y que la Iglesia fundada por Cristo, iba a ser para los gentiles lo mismo que para los judíos. San Pablo le dirigió algunos reproches, como sabemos por la Epístola a los Gálatas (cap. 2), al calificarle de oportunista y falto de corazón por aceptar estrictamente aquellos principios. El incidente parece haber estado en relación con el congreso de algunos Apóstoles y ancianos en el Concilio de Jerusalén, pero no se sabe a ciencia cierta si esta reunión fue anterior o posterior a las réplicas que San Pablo dirigió a San Pedro en Antioquía. De todas maneras, fue la palabra de Pedro la que inspiró las conclusiones que adoptó la asamblea de Jerusalén. Aquella resolución decía que los gentiles convertidos al cristianismo, no necesitaban ser circuncidados ni observar la ley de Moisés. Por otra parte, a fin de no herir la susceptibilidad de los judíos, estos podrían abstenerse de la sangre y de comer carne de seres estrangulados, así como se abstenían de la fornicación y de los sacrificios a los ídolos. Estas decisiones fueron comunicadas a los cristianos de Antioquía y sirvieron para calmar las inquietudes de los numerosos fieles en la gran ciudad.

Es posible, aunque no contemos con datos concretos, que antes del Concilio de Jerusalén (¿49? d.C.), San Pedro hubiese sido, durante dos años o más, el obispo de Antioquía y que también había ido hasta Roma y había tomado posesión de la que habría de ser su sede permanente. Los Hechos registran un incidente trágico al relatar la súbita y violenta persecución de Heredes Agripa I, posiblemente en el año 43. Se afirma que Heredes “mató a Santiago, el hermano de Juan, con la espada” —éste, por supuesto, era Santiago el Mayor, Apóstol, cuya fiesta se celebra el 25 de julio— y que, después, procedió a detener también a Pedro. Pero mientras tanto “la Iglesia, incesantemente, hacía oración a Dios por él” y Pedro, “no obstante que estaba dormido entre dos guardias, atado a ellos con dos cadenas; y los centinelas a las puertas de la prisión, haciendo guardia, “fue puesto en libertad por un ángel” y partió en busca de un refugio seguro,” tal vez en Antioquía o quizá en Roma. Desde aquel momento, los Hechos de los Apóstoles no vuelven a mencionar a Pedro.

La “pasión” de San Pedro tuvo lugar en Roma, durante el reinado de Nerón (54-68 d.C.), pero no existe ningún relato escrito sobre el suceso. De acuerdo con una antigua tradición, no comprobada, se encerró a San Pedro en la cárcel Mamertina, donde ahora se encuentra la iglesia de San Pietro in Carcere. Tertuliano, quien murió cerca del año 225, dice que el Apóstol fue crucificado; por su parte, Eusebio agrega que (un dato que tomó del autorizado Orígenes, muerto en 253), por expreso deseo del anciano Pedro, la cruz fue colocada cabeza abajo. El sitio debe haber sido el acostumbrado: los jardines de Nerón, escenario de tantos dramas terribles y gloriosos por aquel entonces. La tradición que otrora se aceptaba por lo común, de que el pontificado de San Pedro duró veinticinco años, no es probablemente más que una deducción, fundada en datos cronológicos inconsistentes. También hay una hermosa leyenda donde se narra que, a instancia de los cristianos de Roma, ansiosos por salvar a su obispo de una muerte segura, partió San Pedro de la ciudad y, en el camino, se encontró al Señor que venía en sentido contrario; el Apóstol le preguntó: “¿Quo vadis, Domine?” (¿A dónde vas, Señor?) Jesús repuso: “Voy a ser crucificado por segunda vez” y, al instante, San Pedro emprendió el regreso a Roma, porque había comprendido que aquella cruz de que habló el Salvador, le estaba destinada. San Ambrosio fue el primero en relatar esta leyenda, en el curso de su sermón contra Auxencio. La coincidencia de algunos puntos del relato con los pensamientos expresados en los versículos 4 y 5 del himno “Apostolarum Passio,” explica, como lo indica A. S. Walpole, que se haya atribuido ese poema a San Ambrosio.

No es éste el lugar apropiado para discutir las objeciones que, de tanto en tanto, se han hecho contra el episcopado y el martirio de San Pedro en Roma (cf. fiesta de la “Cátedra de San Pedro,” 18 de enero). Tal vez sea cierto, por otra parte, que ninguno de los investigadores más serios de la actualidad pone en tela de juicio la cuestión, porque consideran que las evidencias de documentos y monumentos, es suficiente y decisiva. Pero sí podemos hacer breves referencias sobre numerosos indicios de una antiquísima y vigorosa devoción popular por San Pedro y San Pablo en la Ciudad Eterna. De acuerdo con un punto de vista aceptado por la mayoría de los arqueólogos, en el año de 258, los cadáveres de San Pedro y de San Pablo fueron exhumados de sus respectivas tumbas en la Vía Ostiense, junto al Vaticano, para sepultarlos en un lugar oculto sobre la Vía Apia. Las excavaciones que se practicaron entre 1915 y 1922, tenían por objeto descubrir ese lugar oculto, o por lo menos algunos vestigios de él, pero las investigaciones no fueron coronadas por el éxito. Sin embargo, ahí se encontró el agujero o pozo de una XÚMBN de donde se derivó el nombre ahora común de catacumba. El lugar se llamó ad catacumbas, debido a que su característica más sobresaliente era una serie de tumbas o cámaras sepulcrales, construidas en el muro del pozo o de la depresión natural del terreno.

Junto a aquellos sepulcros, se encontró el muro de una espaciosa sala abierta por uno de sus lados, que pudo haber sido construida alrededor del año 250. Por las decoraciones del muro y otros detalles, se trataba evidentemente de un lugar para las reuniones de carácter comunitario o ceremonial. Hay buenas razones para suponer que aquella sala fue el escenario de las reuniones que hacían los cristianos primitivos y que llamaban ágapes. No hay duda posible de que las placas de yeso que estaban adheridas al muro, tenían grafiti o escrituras que, con seguridad, datan de la segunda mitad del siglo tercero. Se podría pensar que los miembros de aquel grupo eran personas de mala educación que se entretenían en garabatear sus expresiones piadosas en las paredes, pero lo cierto es que, en todas y cada una de las inscripciones fragmentarias, se pone de manifiesto la devoción por los Santos Pedro y Pablo, de una manera o de otra. He aquí algunas muestras: “PETRO ET PAULO TOMIUS COELIUS REFRIGERIUM FECI.”

El refrigerium se llamaba a lo que se ofrecía de comer o de beber en aquellas reuniones y de lo que invariablemente se apartaba algo para los cristianos más pobres. De manera que la inscripción podría traducirse así: “Yo, Tomius Coelius, ofrecí un refrigerio en honor de Pedro y Pablo.”

“DALMATIUM BOTUM IS PROMISIT REFRIGERIUM.” “Por juramento, Dalmacio prometió ofrecer un refrigerio para ellos.”

Algunos de los escritos son simples invocaciones:

“PAULE ET PETRE PETITE PRO VICTORE.” “Pablo y Pedro, pedid por Víctor.”

“PETRUS ET PAULUS 1N MENTE ABEATIS ANTONIOS BASSUM.” “Pedro y Pablo, tened presente a Antonio Basso.”

Las inscripciones candidas, espontáneas y escritas, muchas veces, con graves faltas de ortografía, indican que existía un culto muy acendrado por los santos Pedro y Pablo en aquel lugar. La mayoría están escritas en latín y algunas en griego, pero hay muchas frases en latín, escritas con caracteres griegos. Ya dijimos que las placas de yeso estaban rotas y sus inscripciones eran fragmentarias y algunas, ilegibles, pero en ochenta del número total, aparecen los nombres de los santos Apóstoles, a veces el de Pedro primero o viceversa. No hay duda, por lo tanto, de que en la segunda mitad del siglo tercero, de acuerdo, en consecuencia, con una indicación del calendario Filocaliano (del año 324) que conmemora una traslación o una fiesta de los dos Apóstoles, en el 258, y en las catacumbas, de que existía por aquel entonces y en aquel lugar, una gran devoción por los dos Patronos de Roma.

Ya a principios del siglo tercero afirmaba Cayo, según cita de Eusebio, que el lugar del triunfo de San Pedro se encontraba en la colina del Vaticano; el sitio del martirio de San Pablo se veneraba en la Vía Ostiense. El padre Delehaye y algunos otros hagiógrafos distinguidos sostienen que los cuerpos de los dos Apóstoles fueron sepultados ahí desde un principio, y nadie los ha tocado; otros sugieren que fueron temporalmente sepultados en la Vía Apia, inmediatamente después del martirio, hasta que se construyeron sepulcros o santuarios en los mismos lugares de su muerte. En cualquier caso, la inscripción hecha por el Papa San Dámaso I (muerto en 384), en un sitio próximo a San Sebastián, no significa que ahí hubiesen estado sepultados los dos Apóstoles, sino que era la conmemoración de alguna fiesta instituida en 258, que por alguna razón se celebraba en las catacumbas.

En fecha posterior a la época en que se escribió lo anterior, se practicaron excavaciones bajo la basílica de San Pedro. Los resultados de aquellos trabajos, iniciados en 1938, se publicaron profusamente. El sitio y los restos fragmentarios de la tumba del Apóstol San Pedro, habían sido identificados sin lugar a duda; pero entonces, ahora y tal vez para siempre, está en el terreno de las posibilidades la suposición de que los restos humanos hallados en las proximidades de la tumba, sean los de San Pedro. Los descubrimientos en el Vaticano avivaron el interés en los del sitio de San Sebastián; pero, por diversas razones, la teoría de que los restos de San Pedro fueron llevados en el año de 258 a las catacumbas y se quedaron ahí para siempre, es inadmisible.

Al parecer, la fiesta doble de San Pedro y San Pablo ha sido conmemorada siempre, en Roma, el 29 de junio; Duchesne considera que esta práctica se remonta, por lo menos, a los tiempos de Constantino; pero en el oriente, esa conmemoración se asignaba, al principio, al 28 de diciembre. Lo mismo sucedía en Oxyrhynchus, en Egipto, como atestiguan antiguos papiros, hasta el año de 536; pero en Constantinopla y en otras partes del Imperio Romano oriental, la fecha del 29 de junio se aceptó poco a poco. En Siria, a principios del siglo quinto, como lo sabemos por una nota del “Breviario” sirio que dice así: “28 de diciembre, en la ciudad de Roma, Pablo, el Apóstol y Simón Cefas (Pedro), el jefe de los Apóstoles del Señor,” la fecha era la que se observaba en el oriente.

 

* “Príncipe,” del latín princeps, significa sencillamente, cabeza principal o jefe supremo. El equivalente griego en el uso de Bizancio se aplica tanto a San Pedro como a San Pablo; el término se aplicaba al director del coro en los dramas del Ática y, por lo tanto, era a veces el corifeo, cabeza de danzarines.

 

Hay, por supuesto, abundantísima literatura relacionada con San Pedro, con su vida y sus actos, desde cualquier punto de vista. Los comentaristas de los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles suministran la enorme mayoría de los datos con que se practicaron las posteriores investigaciones. El librillo St Pierre (en la serie Les Saints), por L.C. Fillion, es una excelente introducción para el estudio del asunto, puesto que incluye todos los datos registrados sobre el Apóstol; el St. Pierre de C. Fouard es más extenso y detallado, pero sólo se ocupa de los primeros años de la Iglesia y deja de lado lo que dicen de San Pedro los Evangelios. Ver a R. Aigrsin, en Sí. Fierre (1938) y una obrilla popular del estadounidense W. T. Walsh, St. Peter, the Apostle (1950). Sobre la primacía, deberá consultarse la obra del obispo Besson: St. Pierre et les origines de la Primante Romaine (1929). Entre los investigadores no católicos, ver Apostolic Fathers (1877), del obispo Lightfoot; a W. Ramsey, en The Church and the Román Empire (1893); O. Culmann, en Peter, disciple, apostle, martyr (1954); y H. Lietzmann, Petras und Paulus in Rom (1927) y Petrus Romischer Martyrer (1936). La discusión sobre el problema de las catacumbas podrá estudiarse en el artículo de F. Toletti de Rivista di archeologia cristiana 1947-1948; Mons. A. S. Barns, en The Martyrdom of St. Peter and St. Paul (1933), incluido en Analecta Bollandiana, vol. LII (1934), pp. 69-72; y P. Stieger, Die rómischen Katacumben (1933). Ver el Líber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I y Delehaye, en Origines du culte des Martyrs (1933), pp. 263-269. Los informes sobre las excavaciones entre 1938 y 1950, fueron publicados en dos volúmenes de texto y uno de ilustraciones; ver un artículo del P. Romanelli, en el Osservatore Romano 19 de diciembre de 1951. Aparecieron numerosos artículos en varios idiomas, para hablar sobre el resultado de las excavaciones: ver el de J. B. Ward Perkins, en The Listener, 25 de Sept. 1952 y en el Journal of Román Studies, vol. XLII (1952).

 

 

San Pablo, Apóstol de los Gentiles (¿67? d.C.).

(29 de junio).

De entre todos los santos cuyos datos nos proporcionan las Sagradas Escrituras, San Pablo es al que se conoce más íntimamente. No sólo poseemos un registro exterior de sus hechos, proporcionado por su discípulo San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino que contamos con sus propias revelaciones íntimas de sus cartas que, si bien tenían el propósito de beneficiar a los destinatarios, ponen al desnudo su alma. [También hay algunas descripciones sobre su aspecto físico (ver: 2 Corintios 10:10). Un documento del siglo segundo, las llamadas “Actas de Pablo y Tecla,” dicen que era un hombre de corta estatura, calvo, ligeramente cojo, vigoroso, sin separación entre las dos cejas, nariz larga, de mirada aguda y atractiva. A veces aparecía como un hombre y otras se asemejaba a un ángel.] Sin transcribir una buena parte del Nuevo Testamento, sería difícil esbozar un retrato fiel del carácter y la personalidad del Apóstol de los Gentiles; pero suponemos que el Nuevo Testamento está en manos de todos nuestros lectores. En el primer volumen de esta serie, bajo la fecha del 25 de enero, se trató la conversión de San Pablo. En esta nota, nos ha parecido conveniente dejar de lado las treinta y dos páginas que dedica Butler a los viajes misioneros de Pablo y sus escritos, para hacer un resumen de lo que dice San Lucas en los últimos quince capítulos de los Hechos.

Después de que Saulo fue derribado en el camino de Damasco, por la voz de Cristo y, de encarnizado perseguidor de los cristianos, se transformó en el más fiel de los siervos del Señor, se curó de la temporal ceguera que le aquejaba y se retiró a “Arabia,” donde pasó recluido tres años. De regreso en Damasco, comenzó a predicar el Evangelio con fervor. Pero la furia de los enemigos de su doctrina creció a tal punto que, para salvar la vida, tuvo que escapar escondido en un cesto que se descolgó por la muralla de la ciudad. Se dirigió a Jerusalén, donde, lógicamente, los cristianos y los mismos Apóstoles, a quienes hacía poco perseguía, le miraban con mucha desconfianza, hasta que el generoso apoyo de Bernabé disipó sus temores. Pero no pudo quedarse en Jerusalén, puesto que el resentimiento de los judíos hacia él amenazaba con perderle y, advertido por una visión que tuvo mientras se hallaba en el templo, se refugió, durante algún tiempo en Tarso, su ciudad natal. Hasta ahí fue Bernabé para convencerle de que le acompañase a Antioquía, en Siria, donde los dos predicaron con tanto éxito, que pudieron fundar una numerosa comunidad de creyentes que, en aquella ciudad y por vez primera, se conocieron con el nombre de cristianos.

Al cabo de una estadía de doce meses, Saulo hizo su segunda visita a Jerusalén, en el año 44, junto con Bernabé, para llevar socorro a los hermanos que sufrían de hambre. Ya para entonces, todas las dudas respecto a la sinceridad de Pablo habían quedado disipadas. Después de regresar a Antioquía y, por inspiración del Espíritu Santo, él y Bernabé recibieron la ordenación sacerdotal y partieron hacia una jornada de misiones, primero a Chipre y después al Asia Menor. En Chipre convirtieron al procónsul Sergio Paulo y pusieron en ridículo al falso mago y profeta Elimas, por quien el romano se había dejado engañar. De ahí pasaron a Perga y atravesaron las montañas del Tauro para arribar a Antioquía de Pisidia; continuaron la marcha para predicar en Iconio y luego en Listra (donde al sanar milagrosamente a un tullido, se los tomó por dioses): Bernabé era Júpiter y Pablo, Mercurio, porque era el que hablaba). Pero entre los judíos de Listra surgieron los enemigos que provocaron una rebelión contra los predicadores; apedrearon a Pablo (desde su visita a Chipre había cambiado su nombre de Saulo por el de Pablo) y lo dejaron por muerto. Sin embargo, no lo estaba y, con ayuda de Bernabé, escaparon para refugiarse en Derbe; a su debido tiempo, continuaron la marcha hacia el ambiente más tranquilo de Antioquía de Siria. En aquella primera expedición transcurrieron unos dos o tres años, puesto que, al parecer, en el año 49, Pablo fue por tercera vez a Jerusalén y estuvo presente en la asamblea, por la que se decidió definitivamente la actitud de la Iglesia Cristiana hacia los gentiles convertidos. Probablemente fue en el invierno entre los años 48 y 49, cuando ocurrió en Antioquía, el incidente, registrado en el segundo capítulo de la Epístola a los Gálatas, de las reconvenciones hechas a San Pedro por su judaísmo conservador.

El lapso entre los años 49 y 52 encontró a San Pablo ocupado en la empresa de su segundo gran viaje. Acompañado por Silas, pasó de Derbe a Listra, sin preocuparse por lo que le había ocurrido ahí la primera vez; pero en esta segunda ocasión, fue cordialmente acogido por los fieles agrupados en torno a Timoteo, cuyos familiares moraban en la ciudad; por otra parte, Pablo se mostró más precavido y no dio ocasión a que los judíos se irritasen contra él y aceptó al circunciso Timoteo, cuyo padre era griego, pero por parte de madre, era judío. Junto con Timoteo y Silas, continuó San Pablo su jornada a través de Frigia y Galacia, sin dejar de predicar y de fundar iglesias. Sin embargo, no le fue posible avanzar más por la ruta que seguía hacia el norte, a causa de una visión que tuvo, en la que se le ordenaba devolverse hacia Macedonia. En consecuencia, partió desde la Tróade; al parecer, ya para entonces, el bienamado doctor San Lucas, autor de uno de los Evangelios y de los Hechos de los Apóstoles, formaba parte del grupo de viajeros. En Filipo ocurrió el interesante episodio de la joven adivina que, al paso del grupo, comenzó a vociferar: “¡Esos hombres son los servidores de Dios Altísimo!” A pesar de que aquella proclamación parecía ayudar a la causa de San Pablo, éste se volvió irritado hacia la joven y ordenó que la abandonase su espíritu de adivinación. Con aquello, la muchacha quedó desprovista de los poderes que la habían hecho famosa y, sus amos, que obtenían de ello pingues ganancias, comenzaron a lamentarse estrepitosamente y acabaron por llevar a Pablo y a Silas ante los magistrados. Los dos misioneros fueron apaleados y arrojados en la prisión, pero muy pronto, quedaron en libertad, por un milagro. No hay necesidad de describir las incidencias en cada una de las etapas de este viaje. La comitiva atravesó Macedonia, tocó Beroea, fue a Atenas y de ahí a Corinto. Se relata que, en Atenas, San Pablo pronunció un discurso en el Aerópago y tuvo ocasión de referirse y hacer comentarios, respecto al altar que se había erigido ahí, “al dios desconocido.” En Corinto sus prédicas causaron profunda impresión y se dice que permaneció ahí durante un año y seis meses. Parece que, en el año 52, San Pablo partió de Corinto para hacer su cuarta visita a Jerusalén, posiblemente para estar presente en las fiestas de Pentecostés; sin embargo, su estancia fue breve, puesto que, muy pronto, le volvemos a encontrar en Antioquía.

Su tercer viaje abarcó dos años entre el 52 y el 56. Luego de atravesar Galacia, la provincia romana de “Asia,” Macedonia y Acaia, retrocedió camino hacia Macedonia donde se embarcó para hacer una quinta visita a Jerusalén. Es posible que, durante este período, pasara tres inviernos en Efe-so y fue ahí donde ocurrió el tumultuoso disturbio creado por Demetrio, el platero y tallador, cuando las prédicas de Pablo arruinaron los lucrativos negocios de los mercaderes en la compra y venta de las imágenes de la diosa Diana. Asimismo, se relata la forma indignada con que le recibieron los ancianos en Jerusalén y la conmoción popular que se produjo, cuando el Apóstol hizo una visita al Templo. Ahí fue detenido, maltratado y cargado de cadenas, pero tuvo oportunidad de defenderse brillantemente ante el tribunal. La investigación oficial quedó en suspenso y el reo fue enviado a Cesárea, porque se descubrió la conspiración de cuarenta judíos que habían jurado “no comer ni beber, hasta que Pablo estuviese muerto.” Su cautiverio en Cesárea duró dos años, los mismos que gobernaron el distrito los procónsules Félix y Festo, mientras que el proceso judicial aguardaba, en vista de que los gobernadores no podían encontrar prueba alguna de que el reo hubiese cometido un delito merecedor de castigo y, por otra parte, no querían hacer frente a las protestas y violencias populares, si declaraban inocente al reo odiado por los judíos. Entretanto, Pablo “apeló al César;” en otras palabras, exigió, valido en sus derechos de ciudadano romano, que su causa fuese vista por el propio emperador. Por lo tanto, el prisionero, bajo la vigilancia del centurión Julio, fue enviado a Myra y trasportado de ahí a Creta, en un barco alejandrino con un cargamento de trigo. Aquella nave, sorprendida por un huracán, naufragó frente a las costas de Malta. Tras largas demoras, San Pablo fue embarcado en otra nave que lo condujo al puerto de Puteoli y, de ahí, se trasladó por tierra a Roma. El libro de los Hechos lo abandona en este punto, en espera de su proceso ante Nerón.

Desde entonces, los movimientos y la historia del gran apóstol son muy inciertos. Parece probable que fue procesado en Roma, tras un largo encarcelamiento y, declarado inocente, quedase en libertad. Hay pruebas de que todavía realizó un cuarto viaje. Algunos sostienen que visitó España, pero nosotros podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que fue una vez más a Macedonia, donde es posible que haya pasado el invierno entre el año 65 y el 66, en la ciudad de Nisópolis. Al regresar a Roma, fue de nuevo detenido y encarcelado. No se sabe con certeza si fue condenado junto con San Pedro, pero sí puede asegurarse que, en su calidad de ciudadano romano, la forma de la ejecución tenía que ser distinta. La tradición firmemente arraigada y, al parecer, digna de confianza, dice que le cortaron la cabeza, en un punto de la Vía Ostiense llamado Aquae Salviae (la actual Tre Fontane), cerca del sitio donde hoy se levanta la basílica de San Pablo Extramuros y donde se venera la tumba del Apóstol. Es creencia común que San Pablo fue ejecutado el mismo día y el mismo año que San Pedro, pero no hay pruebas ciertas sobre ello. Poco antes de su martirio, logró hacer llegar a su fiel Timoteo una emotiva carta que contenía estas famosas palabras: “Aún ahora estoy pronto al sacrificio. Sé que el día de mi tránsito está cerca. Mi sangre va a ser derramada como el vino de una copa. ¡Qué importa! He combatido la buena batalla; he consumado mi carrera. Sólo me resta recibir la corona que me dará, en el último día, el Señor, justo juez; y no sólo a mí, sino a todos los que esperan con amor su venida.”

 

También en el caso de San Pablo hay abundante literatura que sería imposible considerar en detalle. Como guía particularmente valiosa sobre los innumerables problemas que surgen de la obra y los escritos del Apóstol, se recomienda, sobre todo, el breve volumen de Fr. F. Prat, Saint Paul. Se publicó en la serie Les Saints. El Saint Paul de Fouard, es también muy conocido y da amplios detalles sobre la historia del personaje. Habrán de servir de gran ayuda, los comentarios sobre las Epístolas, hechos por el obispo anglicano, Lightfoot, así como los libros de su amigo el explorador arqueológico Sir. W. M. Ramsey, sobre todo, su Saint Paul, the Traveller (1908) y The Church in the Román Empire (1893). Necesariamente, todos los comentarios sobre los Hechos de los Apóstoles tratan la historia de San Pablo; ver, por ejemplo, a E. Jacquier, Les Actes des Apotres (1926) y a Camerlynck y Van der Heeren, Commentarius in Actus Apostólorum (1923). Otros libros útiles son: K. Pieper, Paulus, siene Missionarische Personlichkeit (1926); P. Delatre, Les Epitres de S. Paul (1924-1926); Tricot, S. Paul (1928). La indispensable Teología de San Pablo de Fr. Prat. Otras publicaciones recientes traducidas al inglés, son Paul of Tarsus de Mons. J. Holzner (1944) y St. Paul, Apostle and Martyr, de Giordani (1946); hay una extensa biografía en italiano, por D. A. Penna, San Paulo (1946); E. B. Alio, S. Paul, Apotre de Jésus-Christ (1946) y el estudio de R. Sencourt, St. Paul: Envoy of Grace (1948). Hay muchos escritos apócrifos en los cuales San Pablo figura, incluso cartas que se le atribuyen. Las Actas de San Pablo fueron editadas por W. Schubart, quien las tomó de un papiro manuscrito de Hamburgo. Las Actas de Pablo y Tecla han sido impresas más de una vez; véase en este libro, el 23 de septiembre, a Santa Tecla, lo mismo que a O. von Gebhardt, en Texte und Untersuchungen, vol. VII, parte II (1902); consúltese a L. Vouaux, en Les Actes de Paul et ses Lettres apocryphes (1913). Sobre la tumba del Apóstol en el confessio de la iglesia de San Pablo Extramuros, ver a Grisar, en Analecta Romana, p. 259 y ss. Tal vez nadie haya escrito sobre San Pablo con mayor intuición que el cardenal Newman, quien era especialmente apto para apreciar el secreto del atractivo del Apóstol.

 

 

San Casio, Obispo de Narni (538 d.C.).

(29 de junio).

Lo poco que sabemos sobre San Casio, procede de las páginas de San Gregorio el Grande. En sus “Diálogos,” se explaya sobre las virtudes de este obispo de Narni, sobre su vida ejemplar, su vigilancia para su rebaño, su abnegación y generosidad hacia los pobres. Uno de los sacerdotes de su iglesia le reveló que su muerte ocurriría en Roma, el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo, y el obispo, muy impresionado por aquel vaticinio, se hizo el propósito de viajar a la Ciudad Eterna, cada año, la víspera de esa conmemoración. En seis ocasiones regresó a su sede, pero al séptimo viaje, se cumplió la profecía. El 29 de junio, luego de oficiar la misa y dar la comunión a los fieles, murió apaciblemente. Con anterioridad, había escrito su propio epitafio, en verso y, de acuerdo con sus deseos, fue enterrado en Narni, en el oratorio de su antecesor, Juvenalis y junto a una cierta Fausta, que bien pudo haber sido su esposa. En el siglo nueve, el conde Adalberto de Toscana se apoderó de Narni e hizo trasladar los restos de San Juvenalis, San Casio y “Santa” Fausta, a la ciudad de Lucca. Ahí se les dio nueva sepultura, en la iglesia de San Frediano. Sin embargo, con el correr del tiempo, las reliquias volvieron a Narni, donde aun se conservan en la catedral.

 

Sobre la vida de San Casio, no se sabe nada más de lo que cuenta San Gregorio el Grande, tanto en sus Dialogues como en un sermón suyo. Los párrafos referentes a este santo obispo se imprimieron en Acta Sanctorum, junio, vol. VII.

 

 

Santas Salome y Judit (¿siglo IX?).

(29 de junio).

Al mediar el siglo nueve, Walter, el abad del doble monasterio de Ober Altaich, en Baviera, mandó que se construyese la celda para una ermitaña, en el extremo occidental de la iglesia, con una puerta hacia al coro. Tras los ritos y ceremonias acostumbradas, enclaustró ahí a una parienta suya, una extranjera venida de Inglaterra, llamada Salomé. De acuerdo con una tradición que circulaba en Altaich, era una princesa doncella, sobrina del rey inglés. Durante el viaje de regreso de una peregrinación a Jerusalén, tuvo la desventura de perder a sus dos damas asistentes, todas sus posesiones y, temporalmente, la vista. Luego de muchos sufrimientos y largas caminatas, llegó a Passau, donde halló refugio durante algún tiempo; de ahí se fue a Altaich, con el propósito de terminar sus días en la reclusión, entregada a la plegaria y la penitencia. Algún tiempo después de su enclaustramiento, llegó a reunirse con ella una prima o tía, llamada Judit, que era viuda y, según creencia general, había sido enviada por el rey de Inglaterra para buscar a Salomé. Pero sea como fuese, el claustro de Altaich le gustó y ahí se quedó con su pariente. Fue construida una segunda celda, adyacente y ahí vivieron las dos mujeres hasta que la muerte de Salomé dejó a Judit sola. A veces, ésta sufría los ataques del diablo, que acudía a atormentarla por las noches: los gritos de horror que se escapaban de su celda, atraían a los monjes del vecino monasterio para averiguar si la estaban asesinando. A su muerte, fue enterrada junto a Salomé, en Ober Altaich. Se afirma que, en 907, cuando el monasterio fue destruido por los húngaros, las reliquias de las dos reclusas fueron trasladadas a Nieder Altaich donde aún se las venera.

Ninguna princesa inglesa de la época, según los registros históricos, se podrá identificar con Salomé o con Judit, a menos que, como ya se ha sugerido, alguna de ellas fuese Edburga, la hermosa y malvada hija de Offa de Mercia. Edburga se casó con Beortrico, rey de los sajones del oeste y, luego de asesinar, por simple gusto, a muchos de los cortesanos, mató accidentalmente a su esposo con el veneno que había preparado para algún otro. Por sus nefandos crímenes fue condenada al destierro y, al abandonar Inglaterra, se refugió en la corte de Carlomagno. El monarca, como dice Guillermo de Malmesbury, “por la gran belleza y la increíble perversidad de Edburga, la entregó a un convento de nobles monjas para que la cuidasen.” Pero la conducta de la inglesa en el claustro fue tan reprobable, que las monjas, escandalizadas, la expulsaron ignominiosamente; desde entonces, quedó condenada a ir de un lugar a otro, sin ser recibida en ninguno y con una criada por toda compañía. Asser afirma que muchas gentes la vieron pedir limosna de puerta en puerta, en las calles de Patavium (Pavía). Si acaso Patavium es, como se ha sugerido, el nombre de Patavia o Passau, que algún copista hubiese escrito mal, habría la posibilidad de que Edburga fuera la enclaustrada Judit, puesto que Passau está muy cerca de Altaich. Se supone, naturalmente que, al entrar en religión, se cambió el nombre para romper todo vínculo con su tenebroso pasado.

 

Hay una detallada narración en latín que trata sobre la historia de estas dos mujeres y que, al parecer, fue escrita por un monje de Nieder Altaich. En 1709, los bolandistas afirman que aquel monje fue casi contemporáneo de las dos mujeres (ver el Acta Sanctorum, junio, vol. VII), pero otros investigadores más modernos sostienen que el documento no puede haber sido escrito antes del siglo doce. Además, el abad Walter parece pertenecer más bien al siglo once, a la época de Guillermo el Conquistador. Véase a Holder-Egger en MGH., Scriptores, vol. XV, pp. 847 y ss.; y al Forschungen zur deutschen Geschichte, vol. XVIII (1898), pp. 551 y ss. Para la historia de Edburga, ver a R. M. Wilson, en The Lost Literature of Medieval England (1952), pp. 37 y ss.

 

 

Santa Emma, Viuda (c. 1045 d.C.).

(29 de junio).

La pequeña ciudad austríaca de Gurk, en la Carintia, que dio su título a un arzobispo, tuvo su origen en un doble monasterio y una iglesia fundados por Emma o Hemma, a mediados del siglo once. Por parte de su madre, Emma estaba emparentada con el emperador San Enrique, en cuya corte se educó bajo la tutela de Santa Cunegunda. Más tarde, se casó con Guillermo, el landgrave de Friesach, y la unión fue muy feliz. La pareja tuvo dos hijos, Guillermo y Hartwig; cuando crecieron, el landgrave los puso a cargo de la administración de las minas que eran base de su fortuna. Los mineros eran hombres rudos, violentos y pendencieros, y los jóvenes hermanos se veían en dificultades para gobernarlos, a no ser que recurriesen a castigos muy severos. Cierta vez en que el conde Guillermo mandó que fuese ahorcado un minero, los compañeros del ajusticiado se rebelaron y, en un motín tumultuoso, asesinaron a los dos hermanos.

La trágica noticia llegó al castillo y, mientras Emma se abandonaba a su profundo dolor, el landgrave enfurecido lanzó improperios a diestra y siniestra y juró que mataría a todos los rebeldes con sus mujeres y sus hijos. Sin embargo, los consejos de sus amigos le calmaron y desistió de su venganza. Emma recurrió al auxilio de Dios con sus fervientes plegarias y logró que su marido perdonase a todos los rebeldes, a excepción de los dos que habían cometido los asesinatos. Entonces, el landgrave emprendió una peregrinación a Roma, por consejo de Emma; pero en el camino de regreso contrajo una enfermedad y murió, a corta distancia de su castillo. Ya sin esposo y sin hijos, la desventurada Emma entregó sus bienes y el resto de su vida al servicio de Dios y del prójimo. A más de prodigar las limosnas entre los pobres, fundó varias casas religiosas, de las cuales, la principal, fue el monasterio antes mencionado. Se hallaba en los terrenos que eran propiedad de la viuda del landgrave, y el castillo de Gurkhofen formaba parte del edificio de la comunidad. En los dos establecimientos separados por completo se hicieron las instalaciones necesarias para acomodar a veinte monjes y setenta monjas. Las dos comunidades se turnaban para la laus perennis. [La laus perennis (salmodia continua), se acostumbraba en los grandes monasterios, donde se organizaban turnos de monjes y monjas para cantar el oficio, día y noche, sin interrupción. En Gurk subsistió esa costumbre que ya ha desaparecido por completo.] Se dice que la propia Santa Emma recibió el velo en Gurk. Murió alrededor del año 1045 y fue sepultada en la iglesia de Gurk.

No obstante que se sabe a ciencia cierta que fundó el monasterio de Gurk, la existencia de Santa Emma parece haber sido diferente a como se relata en la narración. Era ella la que pertenecía a la familia Friesach y, al quedar viuda del conde Guillermo de Sanngau, en 1015, conservó junto a sí a su hijo. Veinte años después, éste fue muerto en el campo de batalla, y entonces Emma inició sus obras de caridad y sus beneficios a la religión. El antiguo culto por la condesa Emma fue confirmado por la Santa Sede en 1938. En la lista de la Sagrada Congregación de Ritos se le califica de beata, pero generalmente se la llama santa.

 

Los bolandistas insertaron la poco satisfactoria biografía medieval, escrita en latín, en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Ver A. von Jaksch, Gurker Geschichtsquellen, vol. I (1896); J. Lów, Hemmabuchelin (1931) y la publicación de la Congregación de Ritos. Confirmationis cultus servae Dei Hemmae positio (1937).

 

 

San Marcial, Obispo de Limoges (c. 250 d.C.).

(30 de junio).

Todo lo que en realidad se sabe acerca de San Marcial es que fue obispo de Limoges y que es objeto de veneración desde tiempos muy remotos, como apóstol de la región de Limousin y fundador de la sede que ocupó. Es muy probable que haya vivido hacia el año 250. De acuerdo con la tradición que data del siglo sexto y fue registrada por San Gregorio de Tours, era uno de los siete misioneros enviados desde Roma a las Gallas, poco antes del 250. San Gaitán fue a Tours, San Trófimo a Arles, San Pablo a Narbona, San Marcial a Limoges, San Dionisio (Denis) a París, San Saturnino a Toulouse y San Austremonio a la Auvernia. Cada uno evangelizó el distrito que había elegido y fue el primer obispo de la sede. En las más antiguas letanías de Limoges aparece el nombre de San Marcial como el de un confesor, pero al cabo de cierto tiempo, los monjes de la abadía local de San Marcial (que conserva las reliquias del santo), iniciaron una campaña para que se le honrase como apóstol. Ya para entonces, su leyenda se había desarrollado bastante y se le tomaba, no sólo como el apóstol de la Aquitania, sino como a uno de los que conocieron a Jesucristo, tal vez el chiquillo que llevaba el cesto de panes cuando la multiplicación de los mismos, o bien alguno de los setenta y dos discípulos. La cuestión de su título se consideró de tanta importancia, que fue tema de discusión en varios sínodos. En el siglo once, el culto a San Marcial recibió impulso como consecuencia de la reconstrucción de la abadía dedicada a su nombre, la traslación de sus restos a un santuario edificado en la propia abadía y la propagación de narraciones fantásticas que recopilaban las diversas leyendas y las ampliaban y, sin embargo, pretendían ser las “actas” auténticas del santo obispo, tal como las había escrito su sucesor en la sede de Limoges, San Aureliano.

Que esta fábula extravagante, llena de anacronismos e improbabilidades, se haya tenido por cosa cierta en aquella época de credulidad absoluta, no es cosa de extrañar; pero si sorprende que, hasta hoy, se la tenga por cierta en algunos lugares. Se nos dice que Marcial fue convertido al cristianismo a la edad de quince años por las predicaciones de Nuestro Señor; fue bautizado por su pariente San Pedro; estuvo presente en la resurrección de Lázaro; atendió a Jesús en la Ultima Cena y recibió al Espíritu Santo con los otros discípulos, en Pentecostés. San Pedro, a quien acompañó primero a Antioquía y luego a Roma, lo mandó a predicar el Evangelio en las Galias. En nombre de San Pedro, resucitó a su compañero, San Austricliniano, quien había muerto en el viaje. Al llegar a Tulle, curó a la hija de la familia que le había dado hospedaje, al lanzar fuera un mal espíritu que la poseía, y resucitó al hijo del gobernador romano, que había sido estrangulado por un demonio. Estos milagros produjeron la conversión de 3,600 personas. Los sacerdotes paganos que se atrevían a atacarle, quedaban inmediatamente castigados con la ceguera, hasta que las plegarias del santo les devolvían la vista. Otros, que llegaron a golpearle y a encerrarle en la prisión de Limoges, quedaron fulminados por un rayo, pero Marcial les devolvió la vida a ruegos de los ciudadanos. Uno de los sacerdotes que resucitó, era Aureliano, el supuesto autor de estas “actas.” Los bautismos en masa siguieron a estos prodigios. Entre los penitentes de San Marcial estaba una noble dama llamada Valeria. Esta anunció su decisión de consagrar su virginidad a Nuestro Señor y fue degollada por los esbirros enviados por el duque Esteban, que era su prometido. Después del asesinato, la doncella recogió su cabeza y la transportó hasta la iglesia donde se hallaba San Marcial. El propio duque Esteban se convirtió e hizo una peregrinación a Roma, donde encontró a San Pedro ocupado en instruir a las gentes en un sitio llamado el Vaticano. El duque informó a San Pedro sobre las actividades de San Marcial y los progresos de las misiones en las Galias. El año cuarenta después de la Resurrección —el setenta y cuatro de nuestra era—, San Marcial tuvo una visión en que se le anunció su muerte y, quince días más tarde, lanzó el último aliento, rodeado por sus fieles.

Se ha declarado que el Papa Juan XIX autorizó que se diera el título de “apóstol” a San Marcial, pero en 1854, la Congregación de Ritos se negó a ratificar esa denominación y decidió que, en la misa, en las letanías y los oficios se venerase a San Marcial como obispo y confesor. Sin embargo, en el mismo año, el obispo de Limoges reiteró la solicitud del título al Papa Pío IX y obtuvo una respuesta favorable, para que, en la diócesis, San Marcial fuese honrado con los usos y precedencias de un apóstol.

 

Hay tres relatos antiguos sobre la vida de San Marcial. El primero, con una brevísima biografía y una larga lista de sus milagros, se encuentra en el De Gloria Confessorum (cap. XXVII y cf. Hist. Francorum 1:28) de San Gregorio de Tours. Ahí se establece el arribo de San Marcial, por el año 250. La segunda es más extensa y, posiblemente pertenece al siglo nueve. En ella se dice que el santo fue enviado a Limoges por San Pedro, pero sus trabajos de misionero, coronados por un éxito instantáneo y acompañados de grandes maravillas, se limitan a la diócesis de Limoges. El mejor de los textos de esta biografía, fue el que editó C. F. Bellet, en su libro L'ancienne vie de St. Martial et la prose rythmée (1897). La tercera biografía, la más fantástica, pretende haber sido escrita por San Aureliano, el sucesor de Marcial, pero que tiene mucho de la Historia Apostólica, un documento apócrifo que fue impreso, bajo el nombre de Abdias. Ahí se presenta a San Marcial predicando en todo el sur de Francia, con el apoyo del duque Esteban. Hay razones para pensar que semejante historia fue fabricada por Adhemar de Chabannes, con el objeto de aumentar la gloria de la abadía de San Marcial, donde había sido educado. Parece que fue Adhemar quien falsificó la bula del Papa Juan XIX, para autorizar el culto a San Marcial como a uno de los auténticos apóstoles; también se sospecha de él en la falsificación de otros documentos semejantes. El asunto fue debidamente investigado por Louis Saltet, en el Bulletin de Littérature ecclésiastique (Toulouse, 1925), pp. 181-186 y 279-302; 1926: pp. 117-139 y 145-160; 1931, pp. 149-165. Ver a Duchesne en Annales du Midi, vol. IV (1892), pp. 289-339; y su Fastes Episcopaux, vol. II, pp. 104-117; y finalmente, un extenso artículo de Leclercq en DAC., vol. IX, cc. 1063-1167, complementado con una amplísima bibliografía. Las declaraciones hechas en este artículo, como lo indica Slatet (L. C. 1931, pp. 163-165), aceptan críticas. Al santo se le da el título de “apóstol” en una letanía de Winchester que data del siglo once (Aroundel MS. 60). Ver Analecta Bollandiana, vol. LXIV (1946), pp. 84-86; y cf. H. M. Colvin, The White Canons in England (1951), pp. 51-52.

 

 

San Teobaldo o Thibaud de Provins (1066 d.C.).

(30 de junio).

Este Teobaldo era de la familia de los condes de Champagne, hijo del conde Arnoul, nacido en Provins, en la región de Brie, en 1017. En su temprana juventud, leyó obras sobre la vida que llevaban los padres del desierto y quedó muy impresionado por los ejemplos de abnegación, renunciación, contemplación y perfección cristiana que se le presentaban; la existencia de San Juan Bautista, San Pablo el Ermitaño, San Antonio y San Arsenio en las yermas soledades, le apasionaban y no deseaba otra cosa que imitarlos. Cuando su padre le mandó que se pusiese a la cabeza de un cuerpo de la tropa para emprender una campaña, el muchacho le reiteró, con mucho respeto, que estaría dispuesto a obedecerle a no ser porque había hecho el voto de apartarse del mundo. A regañadientes, el conde Arnoul acabó por dar su consentimiento.

Junto con otro joven de la nobleza, llamado Walter, se refugió en la abadía de Saint Remi, en Reims. Los dos, vestidos como mendigos, salieron a poco del monasterio; se dirigieron, primero hacia Suxy, en las Ardenas y luego, a los bosques de Pettingen, en Luxemburgo, donde encontraron la absoluta soledad que buscaban. Ahí construyeron dos pequeñas celdas para vivir en ellas. Como el trabajo manual es un deber necesario en la vida de ascetismo o de penitencia, y ellos no sabían tejer esteras ni cestos, iban diariamente a la población más próxima para ofrecerse, por jornadas, como peones de los albañiles, ayudantes de los labradores, o para acarrear piedras, recoger cosechas, cargar y descargar carretas, limpiar los establos o mover los fuelles para los hornos de los herreros. Gastaban sus jornales en comprar un poco de pan de centeno, que era todo lo que comían, y daban el resto a los pobres. Mientras trabajaban con sus manos, tenían el corazón puesto en la plegaria; por las noches, se mantenían en vela para cantar juntos los salmos. La fama de su santidad les molestaba hasta el extremo de que decidieron partir de aquel lugar en que ya no podían vivir ignorados. Emprendieron una peregrinación a Santiago de Compostela y de ahí se fueron a Roma. Luego de visitar todos los lugares de veneración en Italia, eligieron, para retirarse, un bosquecillo llamado Salanigo, cerca de Vicenza. Dos años después, Dios llamó a su seno a Walter. Teobaldo tomó la pérdida de su amigo como una advertencia de que a él mismo le quedaba poco por vivir y, entonces, multiplicó sus penitencias, austeridades y oraciones. Numerosos discípulos se reunían en torno a él y el obispo de Vicenza le elevó a las órdenes sacerdotales para que pudiera atenderlos con mayor provecho.

Su fama se extendió tanto que no tardaron en descubrirse sus antecedentes, su dignidad y su linaje; los padres de Teobaldo recibieron la noticia de que el hijo a quien creían muerto estaba vivo, y que era nada menos que aquel ermitaño de Salanigo, de quien habían oído tantas historias de santidad, milagros y profecías. Tanto el conde como su mujer eran ya muy ancianos, pero inmediatamente emprendieron el viaje a Italia para ver a su hijo. Gisele, la condesa, obtuvo el permiso de su marido para quedarse junto al ermitaño hasta el fin de sus días y Teobaldo construyó para ella una choza a corta distancia de la suya. Poco tiempo después, San Teobaldo cayó enfermo, pero no fue para morir: le sobrevino un mal doloroso y repulsivo que él soportó con infinita paciencia. Poco antes de morir, mandó llamar a un abad de los ermitaños camaldulenses, de cuyas manos había recibido los hábitos. A él le hizo su profesión, le confió a su madre y a sus discípulos y, tras de recibir el viático, murió en paz, el último día de junio de 1066. Menos de siete años después, le canonizó el Papa Alejandro II.

 

Una muy completa biografía contemporánea, escrita por Pedro, abad de Vangadizza, fue impresa por Mabillon y por los bolandistas en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Por una confusión muy curiosa, Teobaldo fue honrado, erróneamente, como el fundador de la iglesia y la ciudad de Thann, en Alsacia. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), p. 150; R. Thompson, en The Old French Poems on St. Thibaut (1936). El santo es el patrón de los carboneros y, a veces, se le llama “le Charbonnier.”

 

 

El ejemplo de Cristo y de sus santos debe servir para alentarnos a soportar nuestras pruebas con paciencia y aun con alegría. Si lo hacemos así, no tardaremos en sentir el consuelo, la dulce serenidad de seguir por las huellas del Dios-Hombre y acabaremos por descubrir que, si nos echamos al hombro, valerosamente, nuestras cruces, El hará que no sintamos su peso, puesto que El mismo las carga por nosotros. El alma se sentirá dichosa al verse abandonada por las criaturas, al comprender que no son más que vanidad y que el hombre mismo suele ser falso y traidor. Entonces, pondrá toda su confianza tan sólo en Dios y tenderá hacia El con toda su fuerza. De ahí en adelante, no encontrará gozo sino en EL que la colma con su gracia, más poderosa mientras más apartada y alejada esté de las cosas terrenales, a fin de que pueda abrazarse más estrechamente a El, que nunca se olvida de los que sinceramente le buscan. “¡Dichoso cambio! exclama San Francisco de Sales ¡A los ojos de los hombres, el alma está sola y desamparada; pero es que ahora tiene a Dios en vez de las criaturas!”

 

FIN DEL SEGUNDO VOLUMEN