La Iglesia

es Una

Alexey S. Jomiakov (1804-1860)

 


Contenido: La Unidad de la Iglesia. La Iglesia visible e invisible. La Iglesia en este Mundo. Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Santa Escritura y Santa Tradición. La fe, la esperanza y la gracia. El Símbolo de la Fe. La Iglesia y sus Sacramentos. La Fe y la Vida Cristiana. Salvación. Unidad en la Verdad.


 

La Unidad de la Iglesia

La unidad de la Iglesia se deduce necesariamente de la unidad Divina, ya que la Iglesia no es un conjunto de personas tomadas individualmente, sino que es la unidad de la gracia de Dios que vive en la multitud de las criaturas racionales que se someten a la gracia. La gracia también se otorga a los desobedientes que no la utilizan (entierran su talento, según la parábola), mas ellos no están en la Iglesia. Mientras tanto la unidad de la Iglesia no es aparente o alegórica, sino real y sustancial, comparable con la unidad de los numerosos miembros en un cuerpo vivo.

La Iglesia es una, a pesar de que al hombre, quien todavía habita la Tierra, le parezca dividida. Únicamente en relación al ser humano se puede reconocer la división de la Iglesia en visible e invisible; pero su unidad es verdadera e incondicional. El que vive sobre la Tierra, el que ya ha completado su peregrinación terrenal, el que no fue creado para el camino terrenal (verbigracia: los ángeles) o el que todavía no comenzó su peregrinaje terrenal (las futuras generaciones), todos están unidos en una Iglesia, en la sola gracia de Dios; pues la creación aún no manifestada es manifiesta ante Dios; y Dios oye las oraciones y conoce la fe del que todavía no está llamado por Él desde la inexistencia a la existencia. Mientras tanto la Iglesia, el cuerpo de Cristo, se manifiesta y se realiza en el tiempo sin modificar su unidad substancial ni su vida interior en la gracia. Por consiguiente, cuando se habla de la Iglesia visible e invisible, ello sólo atinente a lo humano.

La Iglesia visible

e invisible

La Iglesia visible, o terrenal, vive en perfecta comunión y unidad con todo el cuerpo eclesiástico cuya cabeza es Cristo. En ella están presentes Cristo y la gracia del Espíritu Santo en su entera plenitud vital, aunque no en la plenitud de sus manifestaciones; porque hace y sabe, no por completo, sino cuanto Dios dispone.

La Iglesia terrenal y visible aún no es la plenitud y realización de toda la Iglesia; realización por la cual, el Señor dispuso manifestarse en el juicio final de todo lo creado. Ella actúa y sabe sólo dentro de sus propios límites sin juzgar al resto de la humanidad (de acuerdo con la terminología de San Pablo, en su epístola a los Corintios). Sólo reconociendo como excomulgados o no pertenecientes a ella a los que se separan de la Iglesia por su propia voluntad. El resto de la humanidad, ya sea ajeno a la Iglesia o unido a ella por lazos que Dios no le ha revelado, queda expuesto al juicio del último día. En cuanto a la Iglesia terrenal, ella sólo juzga para sí conforme con la gracia del Espíritu Santo y la libertad otorgada por Cristo, llamando a la humanidad restante a la unidad y filiación divinas en Cristo; sin embargo, no pronuncia su fallo contra los que no oyen su llamada, conociendo bien la orden de su Salvador y Cabeza: "no juzgues al siervo ajeno."

La Iglesia en este Mundo

Desde la creación del mundo la Iglesia existe sin interrupción sobre la Tierra, y así permanecerá hasta que se cumplan todas las obras de Dios, de acuerdo con la promesa otorgada por Él mismo. Sus signos característicos son los siguientes: la santidad interior que no admite que se filtre la mentira, pues en ella vive el Espíritu de la Verdad; y la inmutabilidad exterior, ya que es inmutable su Guardián y Cabeza, Jesucristo.

Todas las señales de la Iglesia, internas y externas, son cognoscibles sólo para ella misma y para los atraídos por la gracia divina para ser sus miembros. Pero no son comprensibles para los ajenos y no llamados, porque al no iniciado, un cambio externo en el rito le parece una modificación del propio Espíritu que se glorifica por medio del rito (por ejemplo la transición de la Iglesia del Antiguo Testamento a la del Nuevo, o los cambios de los ritos y fundamentos eclesiásticos desde la época apostólica). La Iglesia y sus miembros saben, con ayuda del conocimiento interno de la fe, que su espíritu, el cual no es otro que el Espíritu Santo, es único e inalterable. Pero los de afuera y los no llamados ven y conocen el cambio exterior de un rito mediante el conocimiento externo que no abarca el interno, de la misma manera que la propia inmutabilidad Divina les parece variable en la diversidad de sus creaciones. Por consiguiente, la Iglesia no fue ni pudo haber sido modificada, oscurecida o caída, porque entonces se privaría del Espíritu de la Verdad. No podría existir ninguna época en la cual recibiera la mentira en su seno, en la cual los laicos, sacerdotes y obispos se sujetasen a doctrinas y prescripciones contrarias a la enseñanza y al espíritu de Cristo. Desconoce a la Iglesia y es ajeno a ella el que dice que hay merma del espíritu de Cristo en el seno de ella.

Por otro lado, una sublevación particular contra falsas enseñanzas con la conservación o aceptación de cualquier otra falsa doctrina no es ni puede ser obra de la Iglesia, porque en ésta, conforme con su esencia, siempre debieron existir predicadores y mártires que confiesen, no una verdad particular mezclada con la mentira, sino la verdad absoluta. La Iglesia no conoce la verdad parcial o la mentira parcial, sino la verdad perfecta sin ninguna mezcla de mentira. Por el contrario, el que vive en la Iglesia no obedece a la falsa doctrina, ni recibe un sacramento del instructor equivocado; sabiendo que éste no es verdadero, no sigue sus falsos ritos. La Iglesia nunca se equivoca de por sí, porque es la verdad infalible, tampoco actúa con astucia ni se vuelve pusilánime, porque es santa. De la misma manera, la Iglesia no reconoce como falso lo que en alguna oportunidad consideraba como verdadero; de igual manera después de declarar por medio del concilio y acuerdo general la posibilidad de un error en la enseñanza de alguna persona particular, obispo o patriarca (Como, por ejemplo, el Papa Honorio en el III Concilio de Constantinopla en 680). La Iglesia no puede reconocer que dicha persona en particular, obispo o patriarca, o sus sucesores, no pueden caer en un error doctrinal y que estén protegidos contra la equivocación por medio de alguna gracia especial. ¿Cómo se santificaría la Tierra si la Iglesia perdiera su santidad? ¿Y dónde estaría la verdad si su actual fallo contradijese al de ayer? Si en el seno de la Iglesia, es decir entre sus miembros, se engendra alguna doctrina falsa, los miembros contagiados se excluyen con su herejía o cisma sin poder contaminar la santidad de la Iglesia.

Iglesia Una,

Santa, Católica y Apostólica

La Iglesia se llama Una, Santa, Católica y Apostólica, porque es única y santa, porque pertenece al mundo entero y no a una determinada localidad, porque por ella se santifica toda la humanidad y toda la tierra y no sólo algún determinado pueblo o país, porque su esencia comprende el mutuo acuerdo y la unidad del espíritu y de la vida de todos sus miembros que la reconocen sobre toda la Tierra y porque, finalmente, en la escritura y enseñanza apostólica está comprendida la plenitud de su fe, esperanza y amor.

De esta definición se deduce que cuando una comunidad cristiana se denomina Iglesia local, por ejemplo griega, rusa o siria, este nombre sólo especifica que se trata de los miembros de la Iglesia que viven en un país determinado (Grecia, Rusia, Siria, etc.). y no incluye la premisa de que una comunidad cristiana pudiera expresar su doctrina eclesiástica y prestar su propia interpretación de la doctrina dogmática de Iglesia sin ponerse de acuerdo con otras comunidades. Será aún menos admisible que alguna comunidad o pastor de la misma inculcara su propia interpretación a otros. La gracia de la fe es inseparable de la vida santa, y ninguna comunidad ni pastor alguno pueden reconocerse como guardianes de la plenitud de la fe, al igual que ninguna comunidad o pastor pueden considerarse como representantes de la santidad de toda la Iglesia. Sin embargo, cualquier comunidad cristiana, sin adoptar el derecho de la interpretación o enseñanza dogmáticas, puede modificar sus ritos e introducir nuevos sin tentar a otras comunidades. Por el contrario, puede dejar su propia opinión y obedecer a la opinión de ellas para que lo inocente y meritorio para uno, no parezca culpable para otro, y para que un hermano no conduzca a otro al pecado de duda o disensión.. Todo cristiano debe preciar la unidad de los ritos eclesiásticos, porque en los mismos se manifiesta, hasta para los no iniciados, la unidad del espíritu y de la enseñanza, mientras que para los iniciados constituye la fuente de la viva alegría cristiana. El amor es la coronación y gloria de la Iglesia.

Santa Escritura

y Santa Tradición

El Espíritu de Dios, que vive en la Iglesia, la gobierna y le da sabiduría, se manifiesta dentro de ella bajo múltiples formas: en la escritura, la tradición y los hechos, porque la Iglesia que hace las obras de Dios es la misma que conserva la tradición y redactó la escritura. No es un individuo, ni tampoco muchos, quienes conservan la tradición de la Iglesia y escriben, sino el Espíritu de Dios que vive en plenitud con la Iglesia. Por ello no deben buscarse en la escritura los fundamentos de la tradición, ni en la tradición la comprobación de la escritura, ni en los hechos las justificaciones para la escritura y la tradición, - no se debe y no se puede. Para el que vive fuera de la Iglesia no son concebibles ni la escritura, ni la tradición, ni los hechos. Mientras que para el que permanece en el seno de la Iglesia y comulga con su espíritu, su unidad (la tradición, la escritura y los hechos) es evidente por la gracia que vive en ella.

¿Acaso no preceden los hechos a la escritura y la tradición? ¿O no precede la tradición a la escritura? ¿Acaso no complacieron a Dios las obras de Noé, Abraham, los patriarcas y los representantes de la Iglesia del Antiguo Testamento? Y ¿no existía acaso la tradición entre los antepasados, comenzando con el primer progenitor, Adán? ¿Acaso no ofreció Cristo la libertad y la enseñanza verbal a los hombres antes que los apóstoles testificaran con sus escritos la obra de la redención y la ley de la libertad? Por lo tanto, entre la tradición, los hechos y la escritura no existe ninguna contradicción, sino una perfecta concordancia. Tú comprendes la escritura mientras guardas la tradición y ejecutas los hechos conforme con la sabiduría que vive en tu alma. Pero la sabiduría que vive en ti no te es otorgada en forma individual, sino que la has recibido como miembro de la Iglesia de manera parcial, lo que no destruye por completo tu mentira personal. En cambio, la sabiduría es otorgada a la Iglesia en la plenitud de la verdad sin mezclarse con mentira alguna. Por consiguiente, no juzgues a la Iglesia, sino obedécela para no ser privado de la sabiduría.

Cualquiera que busca la comprobación de la verdad de la Iglesia demuestra con esto, o bien su desconfianza, excluyéndose a sí mismo de la Iglesia, o bien toma el aspecto del que duda y aún cifra la esperanza de verificar la verdad y el deseo de alcanzarla por su propio razonamiento. Sin embargo el poder de la razón humana es insuficiente para comprender la verdad de Dios, y la ineptitud del hombre se manifiesta claramente como incapaz para llegar a las pruebas necesarias. El que acepta solamente la escritura, sobre la cual trata de fundar la Iglesia, en realidad la rechaza y se esfuerza para reedificarla con sus propias fuerzas. También el que reconoce sólo la tradición y las obras y denigra la importancia de la escritura, rechaza la Iglesia y se convierte en el juez del Espíritu de Dios que habló a través de la escritura.

Pero el conocimiento cristiano no se basa en la curiosidad de la razón, sino en la fe vivificante y llena de gracia. La escritura, la tradición y los hechos son externos, y lo único interno es el Espíritu de Dios. De la sola tradición, escritura o hecho se puede adquirir únicamente cierto conocimiento externo e incompleto que puede contener la verdad o parte de ella, pero que es irremediablemente falso porque es incompleto. El creyente conoce la Verdad, mientras que el incrédulo la ignora o la conoce según el incompleto conocimiento externo (Por eso puede conocer la Verdad tanto el que no está iluminado por el Espíritu de la gracia, como nosotros que tenemos la esperanza de conocerla. Pero este conocimiento no es otra cosa que cierta suposición, más o menos firme, una opinión, un convencimiento lógico o conocimiento externo, que no tiene nada que ver con el conocimiento interno y veraz, reforzado por la fe que puede ver lo invisible. Mas sólo Dios sabe si tenemos fe).

Así como el Espíritu de Dios, que vive en la Iglesia, se testimonia en la Escritura, la Iglesia se testimonia por si misma y no por medio de la tradición, la escritura y la obra. La Iglesia no pregunta cuál escritura, tradición o concilio son los verdaderos, ni qué obra es agradable a Dios, porque Cristo conoce su heredad, y la Iglesia, en la cual Él vive, sabe por su conocimiento interior y no puede ignorar sus propias manifestaciones. Las Sagradas Escrituras constituyen el compendio de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento que la Iglesia reconoce como propios. Pero no hay límite para las escrituras, porque cualquier escritura reconocida por la Iglesia es Escritura Sagrada. Así son, principalmente, las confesiones de los concilios (particularmente de Nicea y Constantinopla). De esta manera existieron antes de nuestros tiempos las Sagradas Escrituras, y si Dios lo dispone, habrá más Escrituras Sagradas. Pero nunca tendrá la Iglesia contradicción alguna entre sus escrituras, tradiciones y obras, porque en las tres se encuentra el único e inmutable Cristo.

La fe, la esperanza

y la gracia

Cada acto de la Iglesia dirigido por el Espíritu Santo, Espíritu de vida y verdad, representa la totalidad de sus dones: de la fe, esperanza y amor. En la escritura no solamente se manifiesta la fe, sino también la esperanza de la Iglesia y el divino amor. En las obras agradables a Dios no sólo se manifiesta el amor, sino también la fe, la esperanza y la gracia. En la tradición viva de la Iglesia que espera, de Dios, su coronación y realización en Cristo, no solamente se manifiesta la esperanza, sino asimismo la fe y el amor. Los dones del Espíritu Santo están unidos inseparablemente en una santa y vivificante unidad; así como la obra que complace a Dios más pertenece a la esperanza, del mismo modo la confesión agradable a Dios más pertenece al amor; y así como la oración que agrada a Dios pertenece a la esperanza, así la confesión que place a Dios pertenece a la fe y no es falsa la confesión de la Iglesia que se denomina Credo (o Símbolo de la Fe).

Por esta razón se ha de comprender que la confesión y la oración, al igual que las obras, no son nada por sí solas, sino únicamente en la manifestación externa del espíritu interno. Por consiguiente, a Dios le agrada no el que reza, ejecuta buenas obras o confiesa con la confesión de la Iglesia, sino sólo el que vive de acuerdo con el espíritu de Cristo que habita en él. No todos tienen la misma fe, esperanza y amor, porque puedes, por ejemplo, amar al cuerpo, cifrar esperanza en el mundo y confesar la mentira; también puedes amar, esperar y creer sólo parcialmente; la Iglesia denomina a tu esperanza - esperanza, a tu fe - fe y a tu amor - amor, porque las denominas así, y ella no va a discutir contigo sobre las palabras. Mientras tanto ella misma denomina al amor, la fe y la esperanza, dones del Espíritu Santo, y sabe que éstos son verdaderos y perfectos.

El Símbolo de la Fe

La Santa Iglesia confiesa su fe en toda su vida, en la doctrina que está inspirada por el Espíritu Santo, en los sacramentos en los cuales actúa también el Espíritu Santo y en los ritos que Éste dirige. Preferentemente, bajo el término de confesión de la fe se comprende el Símbolo Niceo-Constantinopolitano.

En este símbolo de la fe está incluida la confesión de la doctrina eclesiástica: pero para hacer hincapié de que la esperanza de la Iglesia también es inseparable de su doctrina, se confiesa su esperanza, porque decimos "espero" y no solamente "creo" en lo que va a venir.

El Símbolo Niceo-Constantinopolitano es la más completa y perfecta confesión de la Iglesia, de la cual ésta no se permite excluir ni añadir nada. Es como sigue: "Creo en el Único Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible.

Y en un sólo Señor Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, que nació del Padre antes de todos los siglos; Luz de Luz; Dios verdadero de Dios verdadero; nacido, no creado; consubstancial con el Padre, por quien todo fue hecho; quien por nosotros, los hombres, y para nuestra salvación, descendió de los cielos, encarnó del Espíritu Santo y María Doncella y se hizo Hombre; fue crucificado, también por nosotros, en tiempos de Poncio Pilatos; padeció, fue sepultado y al tercer día resucitó conforme con las Escrituras; subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre; vendrá otra vez con gloria, a juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin.

Y en el Espíritu Santo, Señor vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es juntamente adorado y glorificado; que habló por los Profetas.

Y en la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica; confieso un sólo bautismo para la remisión de los pecados; espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero. Amén."

El credo, al igual que toda la vida del espíritu, es sólo comprensible para el creyente y miembro de la Iglesia. Comprende misterios que siendo inaccesibles para una mente curiosa, son accesibles sólo a Dios quien los revela a los que quiere para su conocimiento interior y vivo, y no para un conocimiento superficial y muerto. El Credo incluye el misterio de la existencia Divina, no sólo con respecto a su acción externa sobre lo creado, sino también con referencia a su eterna quintaesencia. Por consiguiente, el orgullo del intelecto y del poder ilegal, que contrariamente a la resolución de toda la Iglesia (pronunciada en el Concilio de Efeso) se arrogó el derecho de agregar explicaciones particulares y conjeturas humanas al Símbolo Niceo-Constantino-politano, ya de por sí constituyen una infracción a la santidad e inviolabilidad de la Iglesia (Ver la nota del final del libro, punto 11, Edit.). Por eso el orgullo de algunas iglesias que se atrevieron a modificar el Símbolo de toda la Iglesia sin consentimiento de sus hermanos, no fue inspirado por el espíritu de amor, sino resultó ser crimen ante Dios y la Santa Iglesia. Al mismo tiempo su ciega sabiduría, que no llegó a la comprensión del misterio Divino, fue la desfiguración de la fe, porque no se conserva la fe allí donde escasea el amor.

Por eso la adición de la palabra filioque parece incluir un dogma imaginario, hasta aquel entonces desconocido a todo escritor de conducta agradable a Dios, u obispo, o sucesor apostólico de los primeros siglos de existencia de la Iglesia, ni pronunciado por Cristo, Salvador nuestro. Como dijo Cristo con toda claridad, así, con igual claridad, confesó y confiesa la Iglesia que el Espíritu Santo procede del Padre, porque no solamente los misterios externos, sino también los más recónditos misterios divinos fueron revelados por Cristo y por el espíritu de la fe tanto a los santos apóstoles, como a toda la Santa Iglesia. Cuando Theodorito llamó blasfemos a todos los que confiesan la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, la Iglesia, que antes había denunciado sus numerosos errores, en este último caso aprobó el fallo con un elocuente silencio (Es significativo el silencio de la Iglesia cuando no está en contra de un escritor; pero este silencio se convierte en el fallo definitivo cuando la Iglesia no refuta la sentencia pronunciada contra una determinada doctrina, porque al no refutar la sentencia, la afirma por su poder. Aquí se trata del fallo del concilio de 553, Edit).

La Iglesia no rechaza el hecho de que el Espíritu Santo es enviado no solamente por el Padre, sino también por el Hijo; no niega la Iglesia que el Espíritu Santo se comunica a todas las criaturas razonables no sólo de parte del Padre, sino asimismo a través del Hijo; pero la Iglesia rechaza el concepto de que el Espíritu Santo tuvo su principio original en el seno de la propia Deidad: no solamente en el Padre, sino también en el Hijo. El que ha renunciado al espíritu de amor y se ha privado de la gracia, ya no puede tener el conocimiento interno, o sea la fe, sino se limita al conocimiento superficial; por eso ya sólo puede conocer lo que es externo, y no los divinos misterios internos. Las comunidades cristianas que se apartaron de la Santa Iglesia ya no pudieron confesar (por cuanto no pudieron comprender espiritualmente) la procedencia del Espíritu Santo sólo del Padre, dentro de la propia Deidad; sino que tuvieron que confesar sólo la procedencia exterior del Espíritu hacia las criaturas, o sea, el envío no sólo del Padre sino también por medio del Hijo. Han conservado el aspecto externo de la ley, pero perdieron el sentido interno y la gracia de Dios tanto en la confesión como en la vida.

La Iglesia y

sus Sacramentos

Al confesar su fe en la Divinidad Tri-hipostática la Iglesia confiesa también su fe en sí misma, porque se reconoce implemento y recipiente de la divina gracia y reconoce sus propias obras como si fuesen las de Dios, y no como obras de los miembros que la componen aparentemente. En esta confesión la Iglesia muestra que el conocimiento de su existencia es también don de la gracia que es otorgado desde lo alto y es únicamente accesible para la fe, pero no para la razón.

¿Qué necesidad habría de decir: creo, si tuviere conocimiento? ¿No es la fe la demostración de lo que no se ve? Por otro lado, la Iglesia visible no es la sociedad visible de los cristianos, sino la presencia del Espíritu de Dios y la gracia de los sacramentos que viven en la sociedad. Por eso mismo, la Iglesia visible sólo lo es para un creyente, pues para un incrédulo, el sacramento no es otra cosa que un rito, y la Iglesia no es más que una sociedad. Aunque el creyente ve a la Iglesia con los ojos corporales y la mente, solamente en sus manifestaciones externas, la siente y la reconoce por el espíritu, en los sacramentos, oraciones y obras agradables a Dios. Por lo tanto no la confunde con la sociedad que se denomina cristiana, porque no todos los que repiten "Señor, Señor" pertenecen a la generación elegida y la simiente de Abraham.

Pero el verdadero cristiano sabe por la fe que la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica nunca desaparecerá de la faz de la Tierra hasta el Juicio Final de todas las criaturas. Que permanece invisible sobre la Tierra para los ojos corporales y para el intelecto, de razonamiento materialista, de la comunidad visible de los cristianos. Asimismo sabe que ella permanece visible para los ojos de la fe en la Iglesia triunfante, mas invisible para los ojos de la carne. También sabe por la fe el cristiano, que la Iglesia terrenal, a pesar de ser invisible, está siempre revestida de la imagen visible; que no hubo, no pudo haber y no habrá tiempo en que se desfiguren los sacramentos, se agote la santidad y se deteriore la doctrina; y que no es cristiano el que no puede decir dónde, desde la época apostólica, se celebraron y se celebran los santos sacramentos, se conservó y conserva la doctrina y dónde se elevaban y se elevan las oraciones al Trono de la gracia. La Santa Iglesia confiesa y cree que las ovejas nunca fueron privadas de su Divino Pastor y que la Iglesia nunca pudo equivocarse debido a la irracionalidad, porque en ella mora la razón de Dios, ni obedecer a las doctrinas falsas debido a la pusilanimidad, porque en ella vive la fuerza del Espíritu de Dios.

Creyendo en la palabra de la promesa divina, que llama a todos los seguidores de la doctrina de Cristo sus amigos y hermanos, hijos prohijados a Dios, la Santa Iglesia confiesa los caminos que, según el deseo del Señor, conducen la humanidad caída y muerta a la unión en el espíritu de gracia y de vida. Por consiguiente, después de recordar a los profetas, los representantes de la época del Antiguo Testamento, la Iglesia confiesa los sacramentos, por medio de los cuales en la Iglesia del Nuevo Testamento, Dios confiere a los hombres su gracia; confesando principalmente el sacramento del bautismo para purificación de los pecados, como un sacramento que contiene en sí el principio del resto de los sacramentos, porque sólo a través del bautismo el hombre entra en la unidad de la Iglesia, la cual guarda también todos los demás sacramentos.

Confesando un único bautismo para la remisión de los pecados como el sacramento ordenado por Cristo mismo, requerido para el ingreso a la Iglesia del Nuevo Testamento, la Iglesia no juzga a los que no comulgan con ella mediante el bautismo, pues ella se conoce y se juzga sólo a sí misma. En cuanto al endurecimiento del corazón, lo conoce sólo Dios, y juzga las debilidades de nuestro entendimiento según su verdad y misericordia. Muchos son los que se han salvado y recibieron la herencia sin ser bautizados con el agua, pues este último sólo fue instituido para la Iglesia del Nuevo Testamento. El que lo rechaza, rechaza la Iglesia entera y al Espíritu de Dios que mora en ella; sin embargo, no fue legado a la humanidad originalmente ni ordenado para la Iglesia del Antiguo Testamento; porque si alguien dijese que la circuncisión no era otra cosa que el bautismo del Antiguo Testamento, rechazaría el bautismo para la mujer (porque la circuncisión es inaplicable a las mujeres), y ¿qué diría de los patriarcas desde Adán hasta Abraham, quienes no recibieron el sello de la circuncisión? Y en todo caso, ¿reconocerá que fuera de la Iglesia del Nuevo Testamento, el sacramento del bautismo no fue necesario? Si él dice que Cristo recibió el bautismo por la Iglesia del Antiguo Testamento, ¿quién pondrá límite a la misericordia de Dios que ha cargado con los pecados del mundo? Pero el bautismo es obligatorio porque solamente éste constituye la puerta de entrada a la Iglesia del Nuevo Testamento, y únicamente en el bautismo el hombre expresa su conformidad con la acción redentora de la gracia. Por eso sólo en el único bautismo él se salva.

Por otro lado, sabemos que confesando el único bautismo como principio de todos los sacramentos, no rechazamos los sacramentos restantes, porque al creer en la Iglesia, juntamente con ella confesamos los siete sacramentos, a saber: Bautismo, Eucaristía, Sacerdocio, Confirmación (Unción con miro, Miro: Crisma), Matrimonio, Arrepentimiento y Santificación con óleos. También existen muchos otros sacramentos, porque cualquier obra que se ejecuta con fe, amor y esperanza, es infundida al hombre por el Espíritu Santo e invoca la invisible gracia de Dios. Y en efecto, estos siete sacramentos no se llevan a cabo por una sola persona digna de la misericordia de Dios, sino por toda la Iglesia en una sola persona, aunque sea indigna.

En cuanto al sacramento de la Eucaristía, la Santa Iglesia nos enseña que en el mismo tiene lugar la conversión verdadera del pan y vino en Cuerpo y Sangre de Cristo. No rechaza tampoco el término tran-substanciación, pero no le atribuye aquel significado material que le adscriben los teólogos de las iglesias separadas. La conversión del pan y vino en Cuerpo y Sangre de Cristo se realiza en la Iglesia y para la Iglesia. Si comulgas con el consagrado santísimo sacramento, y lo estás adorando, pensando en el mismo con fe, entonces verdaderamente recibes el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los estás adorando y piensas en ellos. Y si lo recibes con indignidad, verdaderamente rechazas el Cuerpo y la Sangre de Cristo; en todo caso, con fe o incredulidad, te santificas o te condenas por el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Pero éste está en la Iglesia y es para la Iglesia; no es para el mundo externo, ni para el fuego, ni para el animal irracional, ni para la corrupción, ni para el hombre que nunca ha oído nada de la ley de Cristo. En la propia Iglesia (hablamos de la Iglesia visible), para los elegidos y los réprobos, la santa Eucaristía no es un simple recuerdo del misterio redentor, ni la presencia de los dones espirituales en el pan y el vino, ni solamente una concepción espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino verdaderos Cuerpo y Sangre.

El deseo de Cristo no consistía solamente en unirse espiritualmente con los creyentes, sino también en cuerpo y sangre, para que la unión sea completa, no exclusivamente espiritual sino también corporal. Son igualmente contrarias a la Iglesia las insensatas interpretaciones sobre las relaciones que deberían existir entre la santa Eucaristía y elementos o criaturas irracionales (cuando el sacramento fue instituido sólo para la Iglesia), al igual que el orgullo espiritual que desprecia el cuerpo y la sangre, rechazando la unión corporal con Cristo. Pero vamos a resucitar con la participación de la carne; y ningún espíritu, aparte de Dios, puede llamarse completamente incorpóreo. El que desprecia la carne peca por el orgullo del espíritu.

Acerca del sacramento del Sacerdocio, la Santa Iglesia enseña que por su intermedio se transfiere sucesivamente desde los apóstoles y el propio Cristo la gracia, la cual contribuye a la ejecución de los sacramentos; no porque ningún sacramento pueda ejecutarse sin el sacerdocio (porque por ejemplo cualquier cristiano a través del bautismo puede abrir la puerta de la Iglesia a un niño, a un hebreo o pagano), sino porque el sacramento del sacerdocio contiene en sí toda la plenitud de la gracia que otorga Cristo a su Iglesia. La misma Iglesia, que proporciona a sus miembros la plenitud de los dones espirituales, en virtud de la libertad que le fue otorgada por Dios, estableció las diferencias en los grados del sacerdocio. Un don tiene el presbítero que ejecuta todos los sacramentos con la excepción de la imposición de las manos (sacerdocio) que es patrimonio del obispo, pues no hay nada superior al don del obispo. Este sacramento confiere al ordenado aquella gran importancia según la cual aunque él sea indigno, al ejecutar un sacramento ya no actúa de su propia parte, sino en nombre de toda la Iglesia, o sea, de Cristo quien mora en ella. En el caso de que se interrumpa la imposición de manos, también cesarían todos los otros sacramentos menos el bautismo, y el género humano perdería la gracia: entonces la misma Iglesia testificaría que Cristo se apartó.

Del sacramento de la Unción con miro la Iglesia enseña que en éste se transmiten al cristiano los dones del Espíritu Santo que fortalece su fe y santidad interior; en cuanto al sacramento, el mismo se realiza por voluntad de la Santa Iglesia no sólo por los obispos sino también por los presbíteros, aunque el óleo que aplica debe estar bendecido exclusivamente por un obispo.

Acerca del sacramento del Matrimonio, la Santa Iglesia enseña que la gracia de Dios, que bendice la sucesión de las generaciones durante la existencia temporal de los seres humanos y la santa unión entre los esposos para la formación de la familia, es un don misterioso que impone a quienes lo reciben la alta obligación del amor mutuo y la santidad espiritual, por medio de las cuales lo que es pecaminoso y material se reviste de rectitud y pureza. Por eso los apóstoles y los grandes maestros de la Iglesia reconocen también el matrimonio de los gentiles; porque prohibiendo el concubinato, afirman el matrimonio entre los gentiles y cristianos, diciendo que el esposo se santifica por la esposa creyente y viceversa. Esta palabra apostólica no significa que un infiel se salva por la unión con la esposa creyente, sino lo que se santifica es el matrimonio, porque no se santifica el ser humano sino la unión marido-mujer. Un ser humano no se salva por otro ser humano, pero se santifican el esposo o la esposa en relación al mismo matrimonio. Ahora bien, no es malo el matrimonio aun entre los idólatras, pero ellos ignoran la misericordia que les es otorgada por Dios. En cuanto a la Santa Iglesia, a través de los sacerdotes, reconoce y bendice la unión del marido con la mujer bendecida por Dios. Por lo tanto el matrimonio no es un rito, sino un verdadero sacramento, que se cumple en la Santa Iglesia, donde se realizan todos los sacramentos en su plenitud.

Con respecto al sacramento de Arrepentimiento, la Santa Iglesia enseña que sin el mismo no puede purificarse el espíritu humano de la esclavitud del pecado y del orgullo pecaminoso; que no puede absolver sus propios pecados (porque sólo tenemos poder para acusarnos, y no para justificarnos), y que únicamente la Iglesia tiene la fuerza para redimir y la plenitud del espíritu de Cristo. Sabemos que el primogénito del reino de los cielos después del Salvador entró en el santuario de Dios acusándose a sí mismo, es decir por medio del sacramento de arrepentimiento, diciendo: "porque hemos recibido lo digno según nuestras obras," y recibió la absolución de Quien sólo puede absolver por la boca de su Iglesia.

Acerca del sacramento de la Santificación con los óleos la Iglesia enseña que en éste se bendice todo el esfuerzo espiritual realizado por el hombre sobre la Tierra, todo el camino recorrido por él en la fe y la humildad, y que en la santificación con los óleos se expresa el propio juicio divino sobre la naturaleza terrenal del hombre, que le puede sanar cuando todos los medios de curación son impotentes, o permitiendo a la muerte que destruya al cuerpo corruptible que ya es inútil para la Iglesia terrenal y para los misteriosos designios de Dios.

La Fe y la Vida Cristiana

Aun aquí, sobre la Tierra, la Iglesia vive no la vida humana y terrenal, sino la divina y plena de gracia. Por eso, no solamente cada uno de sus miembros, sino toda ella solemnemente se denomina santa. Su manifestación visible está contenida en los sacramentos, y su vida interior está en los dones del Espíritu Santo; la fe, esperanza y amor. Oprimida y perseguida por sus enemigos externos, a menudo turbada y desgarrada por las malas pasiones de sus hijos, la Iglesia se preservó y se preserva incólume e inmutable allí, donde se conservan invariables los sacramentos y la santidad espiritual, desprovista de cualquier deformación y por lo tanto sin requerir de corrección alguna. Vive, no bajo la ley de la esclavitud, sino bajo la ley de la libertad, sin reconocer el dominio de ningún poder aparte del suyo propio, de ningún juzgado aparte del juicio de la fe (pues la razón es insuficiente para entenderla) y expresa su amor, su fe y su esperanza en las oraciones y los ritos inspirados por el Espíritu de la Verdad y la gracia de Cristo. Por consiguiente, aunque sus ritos son inalterables (a pesar de que, habiendo sido creados por el Espíritu de libertad, pueden ser modificados conforme con la decisión de la Iglesia), nunca y en ningún caso pueden contener aunque sea una mínima parte de mentira o de falsa doctrina. A su vez los ritos invariables son obligatorios para los miembros de la Iglesia, porque su cumplimiento causa la alegría de la santa unidad.

La unidad externa se manifiesta en la comunión de los sacramentos, mientras que la unidad interna en la unidad del espíritu. Son muchos los que se han salvado (por ejemplo, algunos mártires) sin recibir sacramento alguno de la Iglesia (ni siquiera el bautismo), pero nadie se salva sin participación en la comunión de la santidad interna de la Iglesia: su fe, esperanza y amor, porque no son las obras las que traen la salvación, sino sólo la fe. La fe no es ambigua, sino es una sola - viva y verdadera. Por eso son insensatos los que afirman que la fe sola no salva, ya que se requieren también las obras, al igual que los que aseguran que la fe salva desprovista de las obras; porque cuando no existen las obras, la fe es muerta; y si es muerta, no es verdadera, porque en la verdadera fe permanecen Cristo, la verdad y la vida; y si no es verdadera, es falsa, es decir es sólo un conocimiento externo. ¿Acaso la mentira puede salvar? Y si la fe es verdadera, es viva: y siendo viva hace las obras, y si las hace, ¿entonces qué otras obras son requeridas? El Apóstol inspirado por Dios dice: "Muéstrame la fe de tus obras, con la cual te jactas, como yo muestro la fe a través de mis obras." ¿Acaso presume la existencia de dos clases de fe? No, sino denuncia la insensata jactancia. "Crees en Dios, pero los demonios creen también." ¿Acaso reconoce la fe de los demonios? No, sino que prueba la falsedad de los que se jactan de la cualidad que poseen también los demonios.

"Como el cuerpo sin alma está muerto, así es la fe sin obras." ¿Compara aquí el Apóstol la fe con el cuerpo y las obras con el espíritu? No, porque esta semejanza sería falsa, pero el sentido de sus palabras es evidente. Como el cuerpo desprovisto de alma ya no es un hombre ni podrá denominarse hombre sino cadáver; asimismo la fe que no hace obras no puede llamarse fe verdadera sino falsa, es decir, conocimiento externo, estéril y hasta accesible a los demonios. Lo que está escrito de manera simple también debe leerse (comprenderse) sencillamente. Por eso los que se basan en el Apóstol Santiago (Jacobo) para comprobar que puedan existir dos clases de fe, no tienen capacidad para comprender el sentido de las palabras apostólicas, porque no por ellas, sino contra ellas, atestigua el Apóstol. De la misma manera cuando el gran Apóstol de los gentiles dice: "qué provecho hay en aquella fe, sin amor, aunque ella pueda mover montañas," él no afirma la posibilidad de la existencia de tal fe, sin amor, sino en tal caso, de existir, la considera fútil. Las Sagradas Escrituras no deben leerse con el espíritu mundano que polemiza en las palabras, sino con el espíritu de sabiduría divina y simpleza espiritual. El Apóstol al definir la fe dice: "Es, pues, la fe la demostración de lo que no se ve y la substanciación de lo que se espera" (no solamente de lo esperado, sino también de lo futuro); si tenemos esperanza, entonces es que deseamos, si deseamos es porque amamos. Porque no puede desearse aquello que no se ama. ¿Acaso los demonios tienen también esperanza? Por eso la fe es una sola, y si preguntamos si la fe verdadera puede salvar desprovista de obras, planteamos una cuestión insensata o, mejor dicho, no preguntamos nada, porque la fe, viva y verdadera, ejecuta las obras: es la fe en Cristo, y Cristo está en la fe.

Los que han tomado por verdadera la fe muerta, o sea la fe falsa, o el conocimiento externo, en su extravío, sin saber, convirtieron esta fe muerta en octavo sacramento. La Iglesia posee la fe, la fe viva, porque ella también tiene la santidad. Cuando un hombre o un obispo tiene indudablemente la fe, ¿qué debemos decir? ¿Tiene también la santidad? No, por cuanto son conocidos sus crímenes y vicios. Sin embargo, la fe permanece en él, aunque es un pecador. En él, la fe es el octavo sacramento, y como todo sacramento representa la acción de la Iglesia en una persona, aunque ella sea indigna. Pero ¿qué clase de fe está en él mediante este sacramento? ¿Es la viva? No, porque es delincuente; es la fe muerta: nada más que un conocimiento que es asequible hasta para los demonios. ¿Será éste el octavo sacramento? Así se castiga la apostasía de la verdad por sí sola (La infalibilidad en la fe muerta ya de por sí es la mentira. Su mortalidad se expresa por el hecho de que esta infalibilidad está relacionada con los objetos de naturaleza muerta: con la residencia o las muertas paredes, con la sucesión diocesana o con el trono. Pero nosotros sabemos quién ocupaba el trono de Moisés durante la Pasión de Cristo).

Se ha de saber que no salva ni la fe, ni la esperanza ni el amor (¿puede acaso salvar la fe en la razón, o la esperanza en el mundo, o el amor por la carne?), sino salva el objeto de la fe: si crees en Cristo, por Cristo en la fe te salvas, si crees en la Iglesia, por la Iglesia te salvas; si crees en los sacramentos de Cristo, te salvas por medio de ellos, porque Cristo, Dios nuestro, está en la Iglesia y en los sacramentos. La Iglesia del Antiguo Testamento se salvaba por la fe en el venidero Redentor. Abraham se salvó por el mismo Cristo, que nos salva a nosotros. Él tenía a Cristo en su esperanza, y nosotros lo tenemos en la alegría. Por consiguiente, quien desea el bautismo se bautiza por el deseo, y el que ha recibido el bautismo, lo tiene en la alegría. A ambos los salva la misma fe en el bautismo; pero podrás objetar: "si salva la fe en el bautismo, ¿para qué tenemos que bautizarnos?" Si no recibes el bautismo, ¿qué es lo que deseas? Es evidente que la fe que desea el bautismo debe culminarse con la recepción del propio bautismo, con la alegría del mismo. Por eso la casa de Cornelio recibió al Espíritu Santo aun antes de recibir el bautismo, mientras que el eunuco se llenó del mismo Espíritu a continuación del bautismo, porque Dios puede glorificar el sacramento del bautismo antes de su ejecución al igual que posteriormente. De esta manera, desaparece la diferencia entre opus operans y opus operatum.

Sabemos que muchas personas no bautizaban a las criaturas y que muchas no admitían que comulgaran de los Santos Dones, y muchos no efectuaban su confirmación; pero otra es la opinión de la Santa Iglesia que permite el bautismo, la confirmación y la comunión de las criaturas. Ha decidido así no para condenar a las criaturas no bautizadas, cuyos ángeles siempre ven la faz de Dios, sino lo ha establecido guiada por el espíritu de amor que mora en ella, para que el primer pensamiento del niño que recién empieza a usar la razón no solamente fuese el deseo de recibir el bautismo, sino la alegría de haber recibido los sacramentos. ¿Conoces la alegría de la criatura que aparentemente todavía no ha llegado al uso de la razón? ¿Acaso no se alegró de Cristo el profeta aún antes de nacer? Le han quitado a los niños el bautismo, la confirmación y la comunión, los que heredando la ciega sabiduría de la ciega idolatría, no han llegado a la comprensión de la magnificencia de los misterios divinos y exigen en todo, la explicación de la causa y la utilidad, subyugando la doctrina de la Iglesia a las interpretaciones escolásticas; hasta no desean rezar cuando no ven en la oración una meta directa y una ventaja. Pero nuestra ley no es ley de la esclavitud ni la del mercenario, que trabaja por la remuneración, sino, la ley de la filiación y el libre amor.

Sabemos que cuando cae uno de nosotros, cae solo; pero nadie se salva solo. El que se salva debe salvarse en la Iglesia como uno de sus miembros en la unidad con todos los otros miembros. Si alguien cree, está en la comunión de la fe; si ama, en la del amor; si reza, está en la comunión de la oración. Por lo tanto, nadie puede cifrar la esperanza en su propia oración. Cualquier creyente al rezar pide a toda la Iglesia su intercesión, no porque dude de la intercesión del Intercesor único Jesucristo, sino teniendo la seguridad de que la Iglesia entera siempre reza por sus miembros. Rezan por nosotros todos los ángeles, apóstoles, mártires y ancestros, y por sobre todos ellos la Madre de nuestro Señor, y esta santa unión constituye la verdadera vida de la Iglesia. Pero si reza continuamente la Iglesia visible e invisible, ¿para qué tenemos que solicitar sus oraciones? Acaso ¿no rogamos por la misericordia de Dios y Cristo, aunque ésta precede a nuestra súplica? Precisamente por eso rogamos a la Iglesia por sus oraciones, porque sabemos que ella presta la ayuda de su intercesión también al que no la pide, y otorga mayores beneficios que los solicitados al que le ruega, ya que posee la plenitud del Espíritu de Dios.

Ahora bien: honramos a todos los que glorificó y glorifica el Señor; pues ¿cómo vamos a decir que Cristo vive en nosotros si no nos asemejamos a Cristo? Por lo tanto glorificamos a los santos, ángeles y profetas, pero más que a todos a la purísima Madre del Señor Jesús, aunque no la consideramos sin pecado por nacimiento ni perfecta (porque sin pecado y perfecto es solamente Cristo), sino recordando que su incomprensible superioridad ante toda la creación divina fue testificada por el ángel e Isabel, y más aún por el propio Salvador, quien ha nombrado para la obediencia filial y servicio a su gran Apóstol y vidente de los misterios divinos, San Juan.

Así como cada uno de nosotros pide la oración de todos, asimismo él debe prestar sus oraciones a todos, vivos y muertos y aun a los hasta ahora no engendrados; porque pidiendo que llegue el mundo a la divina razón (cuando rezamos junto con toda la Iglesia), no solamente rezamos por las actuales generaciones, sino también por las que todavía no fueron evocadas por Dios a la vida. Rezamos por los vivos para que tengan gracia del Señor, y por los difuntos para que sean dignos de ver a Dios. Ignoramos el estado intermedio de las almas aún no admitidas en el reino de los cielos, ni condenadas a los tormentos, porque no hemos recibido ninguna enseñanza al respecto acerca de tal estado, ni de los apóstoles ni de Cristo; no reconocemos el purgatorio, o sea la purificación de las almas por padecimientos, de los cuales sería posible rescatarse con ayuda de las obras propias o ajenas, porque la Iglesia desconoce la salvación alcanzada por cualquier otro medio externo o sufrimiento que no sean de Cristo, ni puede imaginar un regateo con Dios acerca del rescate mediante padecimientos o cualquier obra buena.

Toda esta idolatría que ha quedado con los herederos de la sabiduría pagana, permanece con los hombres que se enorgullecen por el lugar, nombre y distrito, con los fundadores del octavo sacramento de la fe muerta. En cuanto a nosotros, rezamos en espíritu de amor, sabiendo que nadie se salvará de otro modo que no sea por la oración de toda la Iglesia en la cual habita Cristo, sabiendo también y esperando que antes del cumplimiento de los tiempos, todos los miembros de la Iglesia, vivos y difuntos, se perfeccionan continuamente por la oración mutua. Son muy superiores a nosotros los santos ya glorificados por Dios; y por encima de todo está la Santa Iglesia que abarca a todos los santos y reza por todos, lo que demuestra la liturgia inspirada por Dios. En su oración se oye también nuestra oración, no importa hasta qué punto seamos indignos de llamarnos hijos de la Iglesia. Si adorando y glorificando a los santos, pedimos que los glorifique también Dios, no nos comportamos como orgullosos, porque teniendo permiso para llamar a Dios - Padre, al mismo tiempo rezamos: "santificado sea Tu nombre, venga a nosotros Tu reino y hágase Tu voluntad." Y si nos está permitido rogar a Dios que glorifique su Nombre y que se cumpla su voluntad, ¿quién nos prohibirá suplicar que glorifique a sus santos y que dé reposo a sus elegidos? Pero no vamos a rezar por los no elegidos, así como el propio Cristo no rezó por todo el mundo, sino por los que le dio el Señor. No digas: "¿qué oración concederé al vivo o al difunto si mi oración es insuficiente para mí mismo?" Porque si no sabes rezar, ¿para qué rezarías por ti mismo? Pero en ti reza el Espíritu de Amor. Tampoco digas: "¿Para qué necesita mi oración el otro, si él reza solo y por él intercede el mismo Cristo?" Cuando estás rezando, reza en ti el Espíritu de Amor. No digas: "El juicio de Dios no podrá cambiarse," pues tu oración está incluida en el designio de Dios, y Dios la había previsto. Si eres miembro de la Iglesia, tu oración es necesaria para todos sus miembros. Si la mano dijese que no precisa la sangre del cuerpo restante y no quisiera dar su propia sangre, se secaría.

Del mismo modo tú también eres necesario para la Iglesia mientras que perteneces a ella; pero si niegas la comunión con la Iglesia, entras en el camino de la perdición y ya no serás su miembro. La Iglesia reza por todos; y nosotros todos juntos rezamos por todos, pero nuestra oración debe ser verídica y la verdadera expresión del Amor, y no sólo un rito vocal. No teniendo capacidad para querer a todos, rezamos por quienes queremos, y nuestra oración no es hipócrita; pero al mismo tiempo rogamos a Dios para que nos sea posible amar a todos y rezar por todos con franqueza. La sangre de la Iglesia es la oración en común, y su aliento - la alabanza a Dios. Rezamos en el espíritu del Amor y no en el del interés, en el espíritu de la libertad filial y no según la ley de recompensa de los mercenarios que exigen su pago. Cualquiera que pregunta: "¿para qué sirve la oración?" reconoce que es un esclavo. La verdadera oración es el Amor veraz.

Por encima de todo está el Amor y la Unión; el Amor se manifiesta de maneras múltiples: por obras, oraciones y cantos espirituales. La Iglesia bendice todas estas expresiones de Amor. Si no puedes manifestar tu Amor a Dios por medio de la palabra, y lo demuestras mediante una imagen visible como por ejemplo un ícono, ¿te condenará por eso la Iglesia? No, pero condenará al que te condena, porque éste condena tu Amor. Sabemos que también sin íconos puede haber salvación y así se han salvado muchas almas; y si tu Amor no requiere del ícono, te salvarás también sin el mismo; pero si el Amor de tu hermano exige el ícono, tú al condenar su amor te condenas a ti mismo; y si tú, siendo cristiano no te atreves a escuchar sin devoción una oración o canto espiritual compuesto por tu hermano, ¿cómo tienes la audacia de mirar sin devoción el ícono creado por su Amor y no por el arte? El propio Señor, quien conoce el misterio de los corazones, muchas veces se dignó glorificar la oración y los salmos; ¿acaso le vas a prohibir la glorificación de un ícono o la de los sepulcros de los santos? Dirás que el Antiguo Testamento prohibió las imágenes de Dios. Pero tú, que comprendes más las palabras de la Santa Iglesia (o sea, las Escrituras) ¿cómo no puedes comprender que el Antiguo Testamento no prohibió la representación de Dios (ya que admitía las imágenes de los querubines, la forma de la serpiente de bronce y la inscripción del divino nombre), sino prohibió al hombre la creación de un Dios a la manera de algún objeto terrenal o celestial, visible o imaginable.

Si escribes un ícono para el recuerdo de Dios invisible e inimaginable, no creas ningún ídolo. Si imaginas que Dios es comparable con tu imagen, estableces un ídolo; este es el sentido de la prohibición del Antiguo Testamento. Por otro lado, el ícono (el nombre de Dios escrito con pinturas) o la representación de sus santos creada con Amor, no se prohibe por el espíritu de la verdad. No digas: "se dice que los cristianos se pasarán a la idolatría" ya que el espíritu de Cristo que guarda a la Iglesia es más sabio que tu sabiduría especulativa. Aunque puedes salvarte sin ícono, no debes rechazarlo.

La Iglesia acepta cualquier rito que exprese la tendencia espiritual hacia Dios, de la misma manera que acepta la oración y el ícono; pero considera que por encima de todos los ritos está la santa liturgia, en la cual está expresada la plenitud de la enseñanza y del espíritu eclesiástico, no manifestada por los símbolos o algunos signos convencionales, sino por la palabra de la vida y de la verdad, inspirada desde arriba. Comprende la Iglesia sólo aquel que comprende la liturgia. Por encima de todo está la unión entre la Santidad y el Amor.

Salvación

La Santa Iglesia, confesando que espera la resurrección de los muertos y el Juicio Final sobre toda la humanidad, reconoce que la perfección de todos sus miembros se realizará en la perfección de Ella misma, y que la vida futura no solamente pertenece al espíritu, sino también al cuerpo espiritual; porque solamente Dios es espíritu perfectamente incorpóreo. Por eso ella rechaza el orgullo de los que predican la doctrina de la ausencia del cuerpo en la vida de ultratumba y, por consiguiente, desprecian el cuerpo de Cristo resucitado. Aunque este cuerpo no será material, deberá ser comparable con la corporeidad de los ángeles, como Cristo mismo dijo, que vamos a ser semejantes a los ángeles.

Durante el Juicio Final se manifestará en su plenitud nuestra justificación en Cristo; no solamente la santificación, sino también la justificación; pues nadie se santificó ni se santifica completamente sin estar justificado. Todo lo bueno lo ejecuta en nosotros Cristo, sea por la fe, la esperanza o el amor, mientras que nosotros, sólo nos sometemos a su acción. Aunque nadie obedece por completo. Por consiguiente, es necesaria, además, la justificación con la Pasión y Sangre de Cristo. ¿Quién puede hablar todavía del mérito de sus propias obras o acerca de la reserva de oraciones y méritos? Sólo los que aún viven bajo la ley de la esclavitud. Todo lo bueno lo realiza en nosotros Cristo, pero nosotros nunca le obedecemos enteramente, ni los mismos santos como ha dicho el Salvador. Todo lo hace la gracia que se otorga gratuitamente, a todos, para que no murmure nadie. Aunque no a todos en la misma proporción, no por predeterminación, sino por previsión, como dice el Apóstol.

El talento menor es otorgado al hombre en quien el Señor habría previsto la indolencia, para que el descuido (rechazo) del don mayor no conduzca a una condenación mayor. Tampoco nosotros hacemos crecer (por nosotros mismos), los talentos otorgados, sino los entregamos a los mercaderes. De esta forma, no tenemos ningún mérito propio, sino únicamente no nos resistimos a la gracia creciente. Desaparece así la diferencia entre la gracia "suficiente y la activa." Todo lo ejecuta la gracia. Si le obedeces, el Señor actúa en ti y te perfecciona; pero no te pongas orgulloso por tu obediencia, porque ésta también se debe al efecto de la gracia. Pero como nunca obedecemos por completo, además de la santificación pedimos también la justificación.

Todo se llevará a cabo en la ejecución del juicio general, y el Espíritu de Dios, es decir el espíritu de la Fe, Esperanza y Amor se manifestará en toda su plenitud; cada don alcanzará la perfección, y sobre todos dominará el amor. Sin embargo, no habrá que creer que los dones divinos, la fe y la esperanza, perecieron, (porque son inseparables del amor), pero solamente el amor preserva su nombre, mientras que la fe, al llegar a la perfección, se transformará en pleno conocimiento y perfecta visión interior; mientras tanto la esperanza se convertirá en alegría, ya que aun aquí en la tierra sabemos que cuanto más intensa es, tanto más gozosa.

Unidad en la Verdad

Por la voluntad de Dios, la Santa Iglesia después de muchos cismas y la separación por parte del patriarcado de Roma, se ha conservado en los episcopados y patriarcados griegos, de suerte que solamente aquellas comunidades que guardan unidad con los patriarcados orientales o entran en su unidad, pueden considerarse completamente cristianas. Porque Dios es uno y una es la Iglesia, y no existe en ella el disensión ni la discordia.

Por ello la Iglesia se denomina Ortodoxa, u Oriental o Greco-Rusa, aunque todos estos títulos son temporarios. No se debe acusar a la Iglesia de soberbia por llamarse Ortodoxa, porque se denomina también Santa. Cuando desaparezcan las falsas doctrinas no habrá necesidad del nombre ortodoxo, porque no existirá el cristianismo falso. Cuando se expanda la Iglesia e ingresen en ella el total de las naciones, desaparecerán los nombres locales, pues la Iglesia no se combina con ningún lugar en particular, ni conserva la herencia del orgullo pagano; ya que ella se denomina Una, Santa, Católica y Apostólica, sabiendo que le pertenece el mundo entero y que ninguna localidad tiene su importancia particular, si sólo puede servir y sirve temporeramente para la glorificación del nombre de Dios de acuerdo con su inefable voluntad.

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Nota: Después de la muerte del autor en 1864 esta obra fue editada en "Pravoslavnoie Obozrenie" ("Revista Ortodoxa") bajo el titulo "Acerca de la Iglesia." En el manuscrito original figura el titulo "La Iglesia es Una," de suerte que nosotros adoptamos este último titulo. De todos modos es indudable que ésta es la primera obra teológica del autor. En la misma es presentada, en forma sencilla y accesible a todos, la obra que fue tan brillantemente desarrollada por él en los tres folletos que se han publicado en el extranjero en idioma francés.

Se imprime con la bendición de Su Eminencia Ilustrísima Alejandro, Obispo de Buenos Aires y América del Sur.

"La iglesia es una" es una publicación de la Hermandad Ortodoxa "San Sergio," fundada por miembros de la Catedral de la Santísima Trinidad, dependiente de S. E. R. Obispo Alejandro, de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el Extranjero.

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Missionary Leaflet # S72

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Editor: Bishop Alexander (Mileant)

 

(Iglesia_es_una.doc, 10-24-98)