Obispo Alejandro (Mileant).
Traducido por Irina
Marschoff / Débora Bettendorff
Contenido:
Introducción. El
libro de los Hechos. Epístolas
Católicas. Epístola
del apóstol Santiago. Epístolas
del apóstol Pedro. Epístolas
del apóstol Juan. Epístola
del apóstol Judas. Preceptos escogidos.
Conclusión.
A
medida que se fueron propagando y agrandando las comunidades cristianas en el
vasto Imperio Romano, naturalmente surgían inquietudes de carácter
religioso/moral
y práctico.
Los apóstoles, no pudiendo siempre comparecer personalmente en el lugar para
resolver dichas inquietudes, enviaban sus epístolas. Es por ello que, así como
el Evangelio contiene las bases de la fe cristiana, las epístolas apostólicas
abren ciertas fases de la enseñanza de Cristo explicadas más detalladamente y
muestran su aplicación en la práctica. Gracias a las epístolas apostólicas
tenemos un testimonio vivo de la enseñanza de los apóstoles y de cómo se
formaban y vivían las primeras comunidades cristianas. La Iglesia siempre
consideró las epístolas como la palabra del Espíritu Santo y el manantial de
Verdad (Lc. 12:12; Jn. 16:13, 17:17-19). A pesar de que las condiciones de vida
cambian continuamente y con cada año aparecen problemas nuevos, el meollo de
esos problemas es el mismo que en los tiempos de los apóstoles y en todos los
siglos de la existencia de la humanidad. Por ello, en las epístolas apostólicas
el cristiano encontrará una guía exacta para resolver sus propios problemas y
un tesoro nunca caduco de la enseñanza cristiana sobre la fe y la vida.
En este folleto presentaremos al lector los autores y las circunstancias
en que fueron escritos el libro de los Hechos y las epístolas católicas de los
apóstoles. Al final, presentaremos unas indicaciones escogidas de estos Santos
Libros.
El
libro de los Hechos de los santos Apóstoles se considera como una continuación
directa del Evangelio. La meta del autor era describir los hechos que ocurrieron
enseguida después de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo y dar un relato
de la primer organización de la Iglesia de Cristo. Sobre todo describe
detalladamente la misión evangelizadora de los apóstoles Pedro y Pablo. San
Juan Crisóstomo en su conversación sobre el libro de los Hechos explica la
gran importancia de este libro para el cristianismo, el que corrobora con hechos
de la vida de los apóstoles, la verdadera enseñanza del Evangelio: “El
verdadero libro contiene en sí sobre todo los testimonios de la resurrección.”
Es por ello, que en la iglesia en la noche de Pascua, antes de glorificar la
Resurrección de Cristo, se leen varios capítulos del libro de los Hechos. Por
esta misma razón todo este libro se lee entero en el período desde Pascua
hasta Pentecostés — por secciones en las liturgias diarias.
Por indicación del mismo autor del libro de los Hechos (Hch. 1:1-3)
representa su segundo libro escrito para Teófilo, oriundo de Antioquía. De ahí
que se deduce que el libro de los Hechos está escrito en calidad de continuación
del tercer Evangelio, y el autor es el Apóstol y Evangelista San Lucas,
ex-compañero de viaje y colaborador de San Pablo Apóstol. Entre el Evangelio
de San Lucas y el libro de los Hechos existe una semejanza de estilo. Las citas
al libro de los Hechos las encontramos en escritores antiguos, como por ejemplo,
de San Ignacio Teóforo, San Policarpo y San Justino mártir. El hecho de
pertenecer el libro de los Hechos a la obra de San Lucas, es encontrado en las
informaciones de los escritores del siglo II — San Ireneo de Lyón, Clemente
de Alejandría, Tertuliano, Orígenes, así como también en la traducción de
la Biblia del antiguo Sirio “Peshito.”
El libro de los Hechos narra lo sucedido desde la Ascensión de Nuestro
Señor Jesucristo hasta la llegada de San Pablo Apóstol a Roma y abarca un período
de 30 años. Los capítulos 1-12 narran sobre la actividad de San Pablo entre
los judíos en Palestina; los capítulos 13-28 sobre la misión de San Pablo
entre los paganos y la misión evangelizadora fuera de los confines de
Palestina. La narración del libro finaliza cuando San Pablo vive dos años en
Roma y donde predica la enseñanza de Cristo libremente (Hch. 28:30-31). No se
menciona ahí el martirio sufrido por San Pablo durante el reinado de Nerón que
sucedió cerca del año 67 d.C. De los relatos de la Iglesia se habla que al apóstol
Pablo lo absolvieron en el juicio del César y, nuevamente volvió a Jerusalén;
realizando después un cuarto viaje misionero. Se puede concluir que el libro
fue acabado alrededor del año 63 ó 64 d.C. en la ciudad de Roma. San Pablo
menciona a Lucas, en sus epístolas a los Colosenses y a Filemón, diciendo que
se encontraba en Roma con él. De esta manera, el
libro de los Hechos nos muestra un panorama del desarrollo de la vida de la
Iglesia de Cristo, establecida entre los judíos en Palestina que, según la
propia predicción del mismo Señor y a pesar de que existía un gran sector de
tenaces judíos no creyentes que la estorbaba; se propagó luego al mundo pagano
y paulatinamente a Asia Menor y al sur de Europa.
En el libro de los Hechos vemos que se cumplen las profecías del
Salvador con respecto a los milagros que iban a realizar los apóstoles en Su
nombre, y con respecto al triunfo de la fe de Cristo en todo el mundo. Vemos
que, a pesar de la debilidad humana, los apóstoles, sin poseer recursos
materiales ni dones para propagar la enseñanza del Evangelio, lo pudieron
efectuar luego del gran cambio producido en ellos con la llegada del Espíritu
Santo. Sin miedos, con gran valentía y arrojo, a pesar de todas las
persecuciones, enseñaban el Evangelio en todos los puntos del entonces conocido
mundo greco-romano. En un corto lapso de tiempo fundaron también muchas
comunidades cristianas. El libro de los Hechos atestigua con vehemencia que la
palabra de los apóstoles no era una obra humana, sino divina. (Recordemos las
sabias palabras de Gamaliel que aconsejaba a los judíos no seguir persiguiendo
a los discípulos de Cristo, Hch. 5:38-39). Por sobre todo, describe la vida de
los primeros cristianos, que tenían .”..un
corazón y un alma.” (Hch. 4:32), lo que era totalmente contrario a la
vida del resto del mundo en esa época, que se ahogaba en egoísmos, pecados y
vicios de toda especie. Para los episcopos de la Iglesia el libro de los Hechos es importante por el ejemplo que ofrece sobre en
la Iglesia de Cristo y el gobierno de ella, basándose
en el principio de “sobornostj” — catolicidad que consiste en un consentimiento y harmonía entre el
pueblo, el clero y los obispos (Hch. capítulo 15). Enseña a través de encíclicas
y directivas cómo debe actuar un servidor de la Iglesia (Hch. 20:18-35).
Pero lo más importante de este libro es el hecho de ser el único que
atestigua el misterio principal del Cristianismo: la Resurrección de Cristo.
Justamente, el mejor testimonio de la Resurrección de Cristo son los milagros
realizados en nombre de El, y este libro es el que relata sobre los milagros
realizados por los Apóstoles.
Con
el nombre de Católicas (universal) se denominan las siete epístolas
escritas por los apóstoles: una escrita por Santiago, dos por Pedro, tres por
Juan el Evangelista y una por Judas. En el compendio de los libros del Nuevo
Testamento ortodoxo se ubican después del libro de los Hechos. Aún en tiempos
remotos, las epístolas se denominaban por la Iglesia: Católicas o Ecuménicas.
“Católico” en el sentido de “perteneciente al distrito,” es decir que
está dirigido no a algunas personas en particular sino, a todas las comunidades
cristianas en general. Todo el conjunto de epístolas católicas fue denominado
por primera vez por el historiador Eusebio (principios del siglo IV d.C.). Las
epístolas católicas se distinguen de las epístolas de Pablo por poseer
directivas generales de enseñanzas de la fe, siendo las de Pablo más
acomodadas a las circunstancias de cada zona de las iglesias a las que son
dirigidas, teniendo su carácter específico. En las epístolas de Pablo se
destacan: la personalidad del mismo Apóstol y las circunstancias en que se
desarrollaba su actividad apostólica; en cambio las católicas contienen las
obligaciones generales de todos los cristianos, reglas de fe y las buenas
costumbres cristianas, casi sin mencionar información biográfica alguna.
El
autor se denomina a sí mismo como: “Santiago,
siervo de Dios, y del Señor Jesucristo,” Sant.
1:1. En la historia del Evangelio se conocen tres personas con el nombre
de Santiago: 1) Santiago, hijo de Zebedeo, uno de los doce apóstoles y hermano
de San Juan el Evangelista; 2)
Santiago el de Alfeo, hermano de San Mateo Apóstol y evangelista, también uno
de los Doce y 3) Santiago, llamado el “hermano
del Señor,” uno de los 70 discípulos de Cristo, hermano de José, Judas
y Simón (Mt. 13:55), siendo él luego nombrado como primer obispo de Jerusalén
y denominado por los judíos como el “Justo..”En distinción de los dos
anteriores, pertenecientes a los Doce, se llamaba el “Menor.”
San Santiago Zebedeo terminó su vida muriendo como mártir (alrededor
del año 44 en la ciudad de Jerusalén, según los Hechos 12:2). San Santiago de
Alfeo enseñaba entre los paganos. La epístola católica de Santiago está
dirigida a los judíos que se encontraban en la Dispersión, (Sant. 1:1) y la
tradición de la Iglesia se lo adjudica al tercer Santiago, hermano de Cristo,
primer obispo de Jerusalén. Por su rectitud, gozaba de autoridad entre todos
los judíos (hasta entre los no conversos) y era considerado como primado entre
los cristianos judíos, dondequiera que estuvieran.
Se conoce que Santiago, “hermano del Señor,” llevaba una vida
ejemplar de asceta; era casto, no bebía vino ni otras bebidas alcohólicas, no
comía carne, usaba sólo ropa simple de lino, observaba fielmente la ley de
Moisés y se alejaba a menudo para rezar en el templo de Jerusalén. Era el hijo
mayor de José y de la primera esposa (el mismo José que luego sería el
desposado de la Santísima Virgen). Según la leyenda, Santiago acompañó a José
y María con el Niño Jesús en su huída a Egipto. Al principio, igual que sus
hermanos, no creía del todo en Jesucristo como el Mesías. Pero luego creyó en
El con todo su corazón y luego de la Resurrección, le fue concedida una
aparición especial del Señor (1 Cor. 15:7). Gozando de una gran estima entre
los Apóstoles, presidió el Primer Concilio en Jerusalén (Hch. cap. 15). Hay
que suponer que toda su actividad residía en la región de Palestina. Su vida
la acabó como mártir, fue dado a muerte cerca del año 64, tirado desde el pórtico
del templo de Jerusalén por los dirigentes judíos. El historiador judío José
Flavio enumera las causas de la aniquilación de Jerusalén, como resultado de
las guerras con los romanos; una de ellas, sin embargo, considera Flavio, era el
asesinato de Santiago el Justo, por el que fueron castigados por Dios . La
tradición de la Iglesia le adjudica a San Santiago la redacción de la antigua
Santa Liturgia, la que se oficia hasta hoy en día en la ciudad de Jerusalén y
en otros templos, el día de la conmemoración del santo el 23 de octubre.
La epístola del apóstol San Santiago fue destinada a los hebreos: “a
las doce tribus que están en la Dispersión” (Sant.
1:1), lo que no excluye a los
hebreos que vivían en Palestina. No se determina ni el lugar ni la fecha de la
epístola. Aparentemente fue enviada poco antes de su muerte, alrededor de los años
55-60, desde Jerusalén, donde residía constantemente el apóstol.
Fue escrita esta epístola motivada por las penurias que padecían los
hebreos cristianos en la dispersión, por las persecuciones de los paganos y
sobre todo por los judíos no creyentes. Las pruebas eran tan penosas que muchos
de los conversos comenzaron a decaer y titubear en su fe. Muchos murmuraban
contra los flagelos y contra Dios, volviendo a considerar su salvación a través
del hecho de provenir de Abraham. No consideraban correctamente el sentido de la
oración; las obras de bien no las consideraban
como tales, y comenzaron a instruir unos a otros. Trataban de ensalzarse los
ricos por encima de los pobres y el amor fraterno se iba enfriando. Todo ello
condujo a San Santiago a enviar una curación moral en forma epistolar.
En el segundo capítulo de la epístola hay una valiosa enseñanza acerca
de la esencia de la fe, la cual no debe consistir en una declaración abstracta
de las verdades cristianas, sino en su manifestación viva a través de actos de
caridad. En el capítulo quinto (vers. 14-16) habla de la fuerza y finalidad del
Sacramento de la Santa Unción.
El
apóstol San Pedro, antes con el nombre de Simón, era hijo de un pescador
llamado Jonás, de Betsaida, en Galilea (Jn. 1:42-45) y hermano de Andrés, el
primer discípulo, el que lo trajo a Cristo Jesús. San Pedro estaba casado y
tenía su casa en Capernaum (Cafarnaún, Mc. 1:21, 29). Fue llamado por Cristo
mientras pescaba en el lago de Genesaret (Lc. 5:8). Siempre expresó su especial
fidelidad y determinación, lo que le valió ser el más allegado a Jesucristo,
junto con los hijos de Zebedeo (Lc. 9:28). Tenía un carácter fuerte y fogoso y
naturalmente ocupó un lugar influyente en el grupo de los discípulos de
Cristo. Fue el primero que declaró al Señor Jesucristo como el Mesías (Mt.
16:16), fue por eso que fue denominado como Piedra (Pedro). Sobre esa piedra de
la fe de Pedro, el Señor prometió fundar Su Iglesia y las puertas del infierno
no podrán vencerla (Mt. 16:18). Su triple negación a Cristo (el día antes de
Su Crucifixión) el apóstol Pedro
los lavó con amargas lágrimas de arrepentimiento; en consecuencia, luego de la
Resurrección, fue rehabilitado dentro de su dignidad apostólica también tres
veces, al mandársele la tarea de apacentar a Sus
corderos y ovejas (Jn. 21:15-17).
El Apóstol Pedro fue el primero en coadyuvar a la propagación y
establecimiento de la Iglesia de Cristo después de la venida del Espíritu
Santo, al pronunciar un ardiente sermón delante del pueblo el día de Pentecostés
y convertir 3.000 almas a Cristo. Cierto tiempo después, sanó a un rengo de
nacimiento y con un segundo sermón convirtió a 5.000 judíos (Hch. caps. 2-4).
El libro de los Hechos del primer capítulo al doce relata acerca de su
actividad apostólica. Sin embargo, luego que fue liberado milagrosamente de la
prisión por el Ángel, se vio obligado a esconderse de Herodes (Hch. 12:1-17),
y es mencionado tan sólo una vez más en el relato del Concilio apostólico
(Hch. cap. 15). Otras informaciones se suministran sólo en las narraciones de
la iglesia. Es sabido que evangelizó a orillas del mar Mediterráneo, en
Antioquia donde consagró al obispo Evodio. También evangelizó en Asia Menor a
los judíos y prosélitas (paganos que eran
conversos al judaísmo), luego estuvo en Egipto, donde consagró a Marcos (que
escribió el Evangelio, según las palabras de Pedro;
el llamado evangelio “según San Marcos.” San Marcos no figura dentro del
grupo de los 12 apóstoles) fue el primer obispo de la iglesia de Alejandría.
De ahí pasó a Grecia y predicó en Corinto (1Cor. 1:12), luego en Roma, España,
Cartagena y Bretaña. Al final de su vida arribó a Roma, donde aceptó su
martirio en el año 67, crucificado cabeza abajo.
La
primera epístola de San Pedro está dirigida a los “que viven
como extranjeros en la Dispersión: en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y
Bitinia” —provincias todas de Asia Menor. A los “extranjeros” hay que
entender como los judíos creyentes y a los paganos que formaban parte de las
comunidades cristianas. Estas comunidades fueron fundadas por el apóstol Pablo.
La finalidad de la epístola fue el deseo de San Pedro de “confirmar a sus hermanos” (Lc. 22:31-32); al aparecer
discordancias entre las comunidades y al surgir persecuciones acaecidas por los
enemigos de la Cruz de Cristo. Aparecieron, asimismo, dentro de las
agrupaciones, enemigos internos en calidad de falsos maestros. Aprovechando la
ausencia de San Pablo, comenzaron a distorsionar su enseñanza acerca de la
libertad cristiana y patrocinaban cualquier indisciplina moral (1 Pe. 2:16; 2
Pe. 1:9, 2:1).
La meta de la epístola de San Pedro era dar valor, consuelo y afirmar en
la fe a los cristianos de Asia Menor, lo que el propio apóstol Pedro determina:
“Por conducto de Silvano, a quien tengo por hermano fiel, os he escrito
brevemente, amonestándoos, y testificando que ésta es la verdadera gracia de
Dios; en la cual estáis” (1 Pe. 5:12).
El lugar de la primer epístola se indica como Babilonia (1 Pedro 5:13).
En la historia de la Iglesia cristiana es conocida la iglesia de Babilonia en
Egipto, hacia ese lugar, seguramente fue enviada la epístola por San Pedro. Con
él se encontraban Silvano y Marcos, los que dejaron a San Pablo al viajar éste
a Roma por su juicio. Por eso la fecha se determina entre los años 62 y 64 d.
C.
La
segunda epístola fue escrita a los
mismos cristianos de Asia Menor. En esta epístola el apóstol Pedro previene
con vehemencia a los creyentes de los falsos y perversos maestros. Estas falsas
enseñanzas se asemejan a aquéllas de las que el apóstol Pablo habla en sus epístolas
a Timoteo y Tito, así como también el apóstol Judas en su epístola católica.
Las falsas enseñanzas de los herejes amenazaban la fe y la moral de los
cristianos. En aquel tiempo se propagaban rápidamente las herejías de los gnósticos,
que absorbieron las enseñanzas del judaísmo, cristianismo y las distintas
enseñanzas paganas. (En su esencia el gnosticismo es teosofía, que en realidad
es una fantasía disfrazada en filosofía). En la práctica, los adeptos de
estas herejías se destacaban por su falta de moral y se jactaban por conocer
los “misterios.”
La segunda epístola fue escrita poco antes de su martirio; San Pedro
escribía: “...se que pronto tendré que dejar mi tienda [mi cuerpo], según
me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo.” Se atribuye lo escrito a los
años 65-66. Los últimos años del Apóstol Pedro transcurrieron en Roma, se
puede concluir que fue escrito en esa ciudad como último testamento antes de su
muerte.
El
estilo de las epístolas y algunas de las expresiones nos hacen recordar el
Evangelio de Juan y ya antiguamente se consideraba que pertenecía a la pluma
del discípulo bienamado de Cristo. San Juan Evangelista era hijo de un pescador
de Galilea, Zebedeo y de su esposa Salomé, según la tradición de la iglesia,
hija de San José el desposado y de su primera esposa. De esta manera, San Juan
según estos datos, era sobrino del Señor. El hermano mayor de él, Santiago,
formaba parte del grupo de los 12 apóstoles. A ambos hermanos los denominó el
Señor: “hijos del trueno,” o “Boanerges,” por su fortaleza de espíritu
(Mc. 3:17). Obedeciendo el llamado del Señor (Mt. 4:21 y Lc. 10), Juan deja la
casa de su padre, y es, junto con Pedro y Santiago, el grupo de discípulos más
allegados a El. (Mc. 5:37; Mt. 17:1). El Señor demostró a Juan amor especial:
Juan se recostó sobre el pecho del Señor en la Ultima Cena, y el Salvador lo
afilió a Su Purísima Madre (Jn. 13:23-25; 19:26). De todos los discípulos
solo este apóstol no abandonó a su Maestro y quedó al pie del Gólgota junto
a la cruz. El mismo apóstol, sin nombrarse, habla de sí mismo como del discípulo
“que amaba Cristo” (Jn.
19:26).
Luego de la Ascensión del Señor y la llegada del Espíritu Santo, San
Juan en el transcurso de 15 años no abandona Jerusalén hasta la Asunción de
la Madre de Dios. Junto con Pedro y Santiago tomaba parte activa en la
organización de la Iglesia de Jerusalén y junto con ellos se considera uno de
los pilares de esta iglesia (Gal. 1:9). Para que descienda el Espíritu Santo a
los samaritanos bautizados, viajó junto a San Pedro (Hch. 8:14). Más tarde se
encaminó a las provincias de Asia Menor para predicar y se estableció en
Efeso, desde donde dirigía las iglesias de Asia Menor. De Efeso fue deportado a
la isla de Patmos, durante el reinado del emperador Domiciano, tras haberse
salvado milagrosamente de la muerte cuando fue tirado en una marmita con aceite
hirviendo. En su destierro escribió el Apocalipsis o Revelación. Más tarde
volvió a Efeso y en los finales del siglo 1ro escribió su Evangelio
y tres epístolas. Se mantuvo en castidad y falleció en circunstancias
misteriosas al principio del siglo II en la ciudad de Efeso. No se nombra él
mismo en su epístola y habla como un testigo de los acontecimientos de la vida
terrenal de Jesucristo (Jn. 1:1-4).
Primer
Epístola Católica fue escrita luego del Evangelio de Juan: “Lo que era desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la
vida fue manifestada, y la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos
manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también
vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es
con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1
Jn. 1:1-3), y seguramente escrita en Efeso al final del siglo 1ro.
Fue escrito para los cristianos de las iglesias de Asia Menor, fundadas
hacía mucho tiempo, y donde formaban parte los cristianos, antiguos paganos.
Para ese entonces, se desarrollaron en Asia Menor las enseñanzas gnósticas,
las que reemplazaron el judaísmo ritual y el paganismo; contra todas estas enseñanzas
lucharon los apóstoles Judas, Pedro y Pablo. Los falsos predicadores gnósticos
negaban la naturaleza Divina de Jesucristo y su dignidad como Salvador del
mundo, asimismo negaban la realidad de su encarnación; consideraban a los
vicios desde un punto de vista liberal, aduciendo que el hombre tenía derecho a
una libertad plena y a un desenfreno moral.
La epístola se caracteriza por su tono exhortador, y fustigando las
costumbres. La finalidad de ella es la afirmación de la fe en Jesucristo, como
Hijo de Dios para que todos reciban a través de El la vida eterna y que se
mantengan en la Verdad y el Amor.
Segunda Epístola
Católica. No
se posee ninguna información determinada acerca de la finalidad de esta epístola,
salvo el contenido de la misma. Quién era “la señora elegida y sus
hijos” se ignora, sabiendo sólo que eran cristianos. Lo que se refiere al
lugar y fecha de su envío, hay que suponer que fue escrita en el mismo tiempo
que la primera, en la misma ciudad de Efeso. La segunda epístola de Juan tiene
tan sólo un capítulo. En él, el apóstol manifiesta la alegría de los hijos
de esa mujer elegida están encaminados en el sendero de la Verdad; le promete
visitarla e insiste vehementemente que no se reúna con los falsos predicadores.
Tercera
Epístola Católica está dirigida a Gayo, persona que no se ignora quién era. De los
escritos apostólicos y de las tradiciones de la iglesia se sabe que varias
personas poseían este nombre (ver Hch. 19:29; 20:4; Rom. 16:23; 1 Cor. 1:14 y
otros), pero no se sabe exactamente a quién de ellos fue enviada esta epístola
y no hay posibilidad de determinarla. Aparentemente Gayo no ocupaba ningún
cargo jerárquico, tan sólo era un buen cristiano, que recibía a forasteros.
Del tiempo y lugar del envío de esta encíclica se puede suponer también
que fue escrita en la misma ciudad de Efeso, donde transcurrieron los últimos años
del apóstol Juan. Contiene sólo un capítulo, en el cual el apóstol alaba a
Gayo por su vida virtuosa, su firmeza en la fe y su vida en la Verdad —
asimismo por su buena costumbre de recibir a forasteros y el buen acogimiento
que ofreció a los colaboradores en la obra de la Verdad. Por otro lado, no
aprueba a Diótrefes, el ambicioso por el poder. Comunica también algunas otras
noticias y envía saludos.
El
autor de esta epístola se llama a sí mismo: “Judas, siervo de Jesucristo,
y hermano de Santiago” (Jds. 1:1). Se puede concluir que es Judas
de los Doce, la misma persona que se denomina Jacobo, y asimismo Lebeo y Tadeo
(Mt. 10:3; Mc. 3:18; Lc. 6:15; Hch. 1:13; Jn. 14:22). Era hijo de José, el
Desposado a la Virgen María, y de su primera y verdadera esposa. Era hermano de
los hijos de José: José, Simón y Santiago, este último llamado “el
Justo” y que fue obispo de Jerusalén. Según la tradición, su primer nombre
fue Judas, el nombre de Tadeo lo recibió luego de bautizarse por San Juan
Bautista, y el nombre de Lebeo lo obtiene al ingresar al círculo de los 12 apóstoles,
quizás para diferenciarse de Judas Iscariote, el que finalmente entregó a
Jesucristo.
Acerca de su actividad apostólica San Judas, después de la Ascensión
del Señor, habla de la traición de la iglesia que predicó primero en Judea,
Galilea, Samaria, Idumea y más tarde en Arabia, Siria y Mesopotámica, en
Persia y en Armenia, donde falleció como mártir, crucificado y atravesado con
flechas.
Los motivos de la epístola, como se lee en la tercer versículo, es la
preocupación de San Judas “acerca de nuestra común salvación” y la
amenaza a causa del aumento de las falsas enseñanzas. San Judas dice
directamente que en la comunidad de los cristianos se habían introducido
solapadamente unos impíos, que transformaban la libertad cristiana en
libertinaje. Eran, sin lugar a dudas, los falsos predicadores gnósticos que
incentivaban el libertinaje como una “flagelación” de la carne corrupta y
los que consideraban que el mundo no era creación Divina, sino una obra de las
fuerzas inferiores, enemigas de Dios. Eran los mismos simonitas y nicolaítas a
los que fustiga San Juan en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. La finalidad
de la epístola es de prevenir a los cristianos de ser seducidos por las falsas
enseñanzas que adulaban la sensualidad. La epístola está dirigida a todos los
cristianos en general, pero por su contenido, se observa que está dirigido
hacia un círculo determinado de personas, en donde se introdujeron los falsos
maestros. Se puede confirmar que la epístola era dirigida en un principio a las
iglesias de Asia Menor, a las que escribía luego también San Pedro.
No cabe duda que esta epístola fue escrita antes de la destrucción de
Jerusalén, que sucedió en el año 70, ya que San Judas, que mencionaba casi
todos los eventos extraordinarios del juicio Divino, no hubiera podido obviar de
mencionar este hecho. La similitud de esta epístola con la de San Pedro nos
hace pensar que fue escrito después de la epístola de éste último. San Judas
utilizó los rasgos de los falsos maestros, en forma muy semejante a los que
empleó San Pedro, casi con las mismas palabras y expresiones. La epístola católica
de San Judas apóstol se compone tan sólo de un capítulo que trata solamente,
desde el principio hasta el final, de un sermón contra los impíos
predicadores.
En
esta sección se enumeran algunos preceptos distribuidos por temas y en orden
alfabético.
El
Amor: “Y
la
multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía
ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común.
Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor
Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que no había entre ellos
ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían,
y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y
se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch. 4:32-35).
“Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor
cubrirá multitud de pecados” (1 Pe. 4:8). “Pero el que guarda Su palabra,
en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos
que estamos en él” (1 Jn. 2:5). “En esto hemos conocido el amor, en el que
Él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas
por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener
necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?
Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”
(1 Jn. 3:16-18). “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios.
Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha
conocido a Dios; porque Dios es Amor” (1 Jn. 4:7-8).
“En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos
confianza en el día del Juicio; pues como El es, así somos nosotros en este
mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor;
porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido
perfeccionado en el amor. Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero.
Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el
que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no
ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de Él: El que ama a Dios, ame
también a su hermano” (1 Jn. 4:17-21). “En esto conocemos que amamos a los
hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos Sus mandamientos. Pues este es
el amor a Dios, que guardemos Sus mandamientos; y Sus mandamientos no son
gravosos” (1 Jn. 5:2-3). “Y este es el amor, que andemos según Sus
mandamientos. Este es el mandamiento: que andéis en amor, como vosotros habéis
oído desde el principio” (2 Jn. 6).
Arrepentimiento:
“Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos,
y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligios, y
lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en
tristeza. Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará” (Sant. 4:8-10).
Conciencia:
“Y en esto conoceremos que somos de la verdad, y aseguremos nuestros corazones
delante de Él; pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón
es Dios, y él sabe todas las cosas. Amados, si nuestro corazón no nos
reprende, confianza tenemos en Dios” (1 Jn. 3:19-21).
Conocimiento
de Dios: “Y en esto sabemos que nosotros Le conocemos, si guardamos sus
mandamientos. El que dice: Yo Le conozco, y no guarda Sus mandamientos, el tal
es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Jn. 2:3-4). “Pero vosotros tenéis
la unción del Santo, y conocéis todas las cosas... Pero la unción que
vosotros recibisteis de Él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que
nadie os enseñe; así como la unción misma os enseña todas las cosas, y es
verdadera, y no es mentira, según ella os ha enseñado, permaneced en Él” (1
Jn. 2:20 y 27).
Dios,
la esperanza en Él y Su amor: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios,
para que Él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre
Él, porque Él tiene cuidado de vosotros” (1 Pe. 5:6-7). “El Señor no
retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente
para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento” (2 Pe. 3:9). “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para
que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le
conoció a Él” (1 Jn. 3:1).
Enfermedades: “¿Está
alguno entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante
alabanzas. ¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la
Iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la
oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere
cometido pecados, le serán perdonados” (Sant. 5:13-15).
La
Familia: “Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a
vuestros maridos; para que también los que no creen a la Palabra, sean ganados
sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando vuestra conducta casta
y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de
adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el
incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima
delante de Dios. Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas
santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara
obedecía a Abraham, llamándole Señor; de la cual vosotras habéis venido a
ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza. Vosotros, maridos,
igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más
frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras
oraciones no tengan estorbo” (1 Pe. 3:1-7).
La Fe:
“Y
este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos
amemos unos a otros como nos lo ha mandado” (1 Jn. 3:23). “El que cree en el
Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree, a Dios le ha
hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca
de su Hijo. Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta
vida está en su Hijo” (1 Jn. 5:10-11). “Pero pida con fe, no dudando nada;
porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el
viento y echada de una a otra parte. No piense, pues, quien tal haga, que
recibirá cosa alguna del Señor” (Sant. 1:6-7). Hermanos míos, ¿de qué
aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe
salvarle?...Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen,
y tiemblan ... Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la
fe solamente... Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también
la fe sin obras está muerta” (Sant. 2:14-26).
El
Fin del Mundo, el Juicio: “Sabe
el Señor librar de tentación a los piadosos, y reservar a los injustos para
ser castigados en el día del Juicio” (2 Pe. 2:9). Pero el día del Señor
vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con gran
estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras
que en ella hay serán quemadas” (2 Pe. 3:10).
“Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra
nueva, en las cuales mora la justicia” (2 Pe. 3:13).
La
ira: “Porque
la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Sant. 1:20).
La
Lengua
(El lenguaje): “Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no
refrena su lengua, sino que engaña a su corazón, la religión del tal es
vana” (Sant. 1:26). “Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no
ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el
cuerpo” (Sant. 3:2). “Así también la lengua es un miembro pequeño, pero
se jacta de grandes cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño
fuego!” (Sant. 3:5) “Porque: El que quiera amar la vida y ver días buenos,
refrene su lengua del mal, y sus labios no hablen engaños” (1 Pe. 3:10).
Luz
espiritual: “Este es el mensaje que hemos oído de El, y
os anunciamos: Dios es Luz, y no hay ningunas tinieblas en El” (1 Jn. 1:5).
“Pero si andamos en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de
Jesucristo Su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7). “El que dice que
está en la luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas. El que
ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. Pero el que
aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde
va, porque las tinieblas le han cegado los ojos” (1 Jn. 2:9-11).
La
Misericordia: “Porque
juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la
misericordia triunfa sobre el juicio” (Sant. 2:13).
El
Mundo que yace en el mal:
“¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad
contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye
enemigo de Dios” (Sant. 4:4). “No améis al mundo, ni lo que están en el
mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo
lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la
vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y
sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1
Jn. 2:15-17).
“Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque mayor es
el que está en vosotros, que el que está en el mundo” (1 Jn. 4:4). “Porque
todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha
vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que
cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn. 5:4-5). “Sabemos que somos de
Dios, y el mundo entero está bajo el maligno” (1 Jn. 5:19).
Nacimiento
desde lo alto: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y
todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por
El” (1 Jn. 5:1).
Obediencia
(servicio): “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros,
como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla,
hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al
poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien
pertenece la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (1 Pe.
4:10-11).
La
Oración:
“Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis
sanados. La oración eficaz del justo puede mucho” (Sant. 5:16). “Amados, si
nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquier cosa
que pidiéremos la recibiremos de El, porque guardamos sus mandamientos, y
hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Jn. 3:21-22). Y esta es
la confianza que tenemos en El, que si pedimos alguna cosa conforme a Su
voluntad, El nos oye. Y si sabemos que El nos oye en cualquier cosa que pidamos,
sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho (1 Jn. 5:14-15).
Las
Pasiones:
“Amados, Yo ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los
deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pe. 2:11). “Les prometen
libertad, y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que es vencido
por alguno es hecho esclavo del que lo venció. Ciertamente, si habiéndose
ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor
y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer
estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber
conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse
atrás del santo mandamiento que les fue dado. Pero les ha acontecido lo del
verdadero proverbio: “El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a
revolcarse en el cieno” (2 Pe. 2:19-22).
El
pecado: Entonces
la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado,
siendo consumado, da a luz la muerte” (Sant. 1:15). “Pero si andamos en luz,
como El está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la Sangre de
Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado,
nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si
confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonar nuestros pecados,
y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a El
mentiroso, y su Palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:7-10). “Hijitos míos,
estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo. Y El es la propiciación por
nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los del
mundo” (1 Jn. 2:1-2). “Y Todo aquel que tiene esta esperanza en El, se
purifica a sí mismo, así como El es puro. Todo aquel que comete pecado,
infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley. Y sabéis que
El apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en El. Todo aquel que
permanece en El, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha
conocido” (1 Jn. 3:3-6). “El que practica el pecado es del Diablo; porque el
Diablo peca desde el principio. Para esto apareció El Hijo de Dios, para
deshacer las obras del Diablo. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el
pecado, porque la simiente de Dios permanece en El; y no puede pecar, porque es
nacido de Dios” (1 Jn. 3:8-9). “Si alguno viere a su hermano cometer pecado
que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que
cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no
digo que se pida. Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte.
Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel
que fue Engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Jn.
5:16-18). “Amado, no imites lo malo, sino lo bueno. El que hace lo bueno es de
Dios; pero el que hace lo malo, no ha visto a Dios” (3 Jn. 11).
Permanecer
en Dios:
“El que dice que permanece en El, debe andar como El anduvo” (1 Jn. 2:6).
“Y ahora, hijitos, permaneced en El, para que cuando se manifieste, tengamos
confianza, para que en Su venida no nos alejemos de El avergonzados” (1 Jn.
2:28). “Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios
permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros. En esto
conocemos que permanecemos en El, y El en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu”
(1 Jn. 4:12-13).
La
Religión (La devoción):
“La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a
los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del
mundo” (Sant. 1:27).
Sabiduría:
“Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da
a todos abundantemente y sin reproche, y le será dará” (Sant. 1:5). “¿Quién
es sabio y entiende entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en
sabia mansedumbre” (Sant. 3:13). “Pero la sabiduría que es de lo alto es
primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y
buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía” (Sant. 3:17).
La
Salvación:
“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual
recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata,
sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin mancha y sin
contaminación” (1 Pedro 1:18-19). “Mas vosotros sois linaje escogido, real
sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las
virtudes de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros
que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois Pueblo de Dios; que en
otro tiempo no habías alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado
misericordia” (1 Pe. 2:9-10, Os. 2:23). “Y: Si el justo con dificultad se
salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el pecador?” (1 Pe. 4:18).
Tentaciones
y penurias: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas
pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la
paciencia su obras completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os
falte cosa alguna,” “Bienaventurado el varón que soporta la tentación;
porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de la vida, que Dios
ha prometido a los que le aman. Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado
de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni El tienta a
nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído
y seducido” (Sant. 1:2-4, 12-14).
“En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo,
si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que
sometiera a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque
perecedero se prueba con fuego, sea hallado en alabanza, gloria y honra cuando
sea manifestado Jesucristo” (1 Pe. 1:6-7). “Pues ¿qué gloria es, si
pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y
lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Puesto para esto
fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos
ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pe. 2:20-21). “Puesto que Cristo
ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo
pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado, para no
vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los
hombres, sino conforme a la voluntad de Dios” (1 Pe. 4:1-2). “Amados, no os
sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa
extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los
padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de Su gloria os gocéis
con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois
bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros.
Ciertamente, de parte de ellos, El es blasfemado, pero por vosotros es
glorificado” (1 Pe. 4:12-16).
La
Verdad:
“Mucho me regocijé porque he hallado a algunos hijos andando en la verdad,
conforme al mandamiento que recibimos del Padre” (2 Jn. 1:4). “Cualquiera
que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el
que persevera en la doctrina de Cristo, ése si tiene al Padre y al Hijo. Si
alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le
digáis: ¡Bienaventurado! Porque el que le dice: ¡Bienaventurado! Participa en
sus malas obras” (2 Jn. 1:9-11). “No tengo yo mayor gozo que este, el oír
que mis hijos andan en la verdad” (3 Jn. 1:4).
La
Vida:
“Porque la Vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos y os
anunciamos la Vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó”
(1 Jn. 1:2). “Y esta es la promesa que El nos hizo, la vida eterna” (1 Jn.
2:25). “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que
amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Jn.
3:14).
Buenas
obras y justicia:
“Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a
vosotros mismos” (Sant. 1:22). “Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha
extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al
pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud
de pecados” (Sant. 5:19-20). “Gracia y paz os sean multiplicadas, en el
conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús. Como todas las cosas que
pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder,
mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por
medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por
ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de
la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia; vosotros también,
poniendo toda diligencia por eso mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la
virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio,
paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto
fraternal, amor. Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os
dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor
Jesucristo. Pero el que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego,
habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados” (2 Pe. 1:2-9).
“Si sabéis que El es justo, sabed también que todo el que hace justicia es
nacido de El” (1 Jn. 2:29). “Amados, no imites lo malo, sino lo bueno. El
que hace lo bueno es de Dios; pero el que hace los malo, no ha visto a Dios”
(3 Jn. 1:11).
Resumiendo el contenido de los Hechos y de las epístolas católicas y
apostólicas; así como también de las epístolas de San Pablo (que se detallarán
en otro cuadernillo); se puede concluir que todas
tratan de persuadir a los cristianos de permanecer en una unidad espiritual, en
un grupo social de bien, llamado Iglesia, fundada por el Salvador. El
camino para la salvación está abierto a todos los creyentes, abierto por el
Hijo de Dios engendrado, Nuestro Señor Jesucristo, el que derramó Su purísima
sangre para redimir los pecados humanos, y El que envió el Espíritu
Consolador. Para poder salvarse, al hombre le es
indispensable ir por el camino indicado por Cristo. Tiene que encaminarse no en
forma solitaria sino, junto con otros hombres que están en camino a la salvación,
aprovechando la ayuda de la comunidad bienhechora, donde los presbíteros los
encaminan. La esencia de un grupo de personas que están en vías de la salvación
consiste en: a) la obtención de una nueva Vida como producto de la comunión
con Dios, a través de Nuestro Señor Jesucristo; y b) la permanencia dentro de
la luz espiritual, es decir, en la Verdad Evangélica y en amor mutuo. Fuera de
la Iglesia están las tinieblas de los errores, el pecado y los odios. Es la
región donde reina el diablo, príncipe de este mundo. Al vivir dentro de la
vida bienhechora de la Iglesia, el cristiano crece, se perfecciona y merced a su
trabajo constante en las obras de bien, fruto de su fe y paciencia, se hace
merecedor, finalmente de la vida eterna.
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Copyright © 2000
Holy Trinity Orthodox Mission
466
Foothill Blvd, Box 397, La Canada, Ca 901011
Editor: Bishop Alexander (Mileant)
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(biblia7_s.doc, 11-05-2000).